Carne, esferas, ojos tristes junto al Sena

Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así esparció el terror entre las bestias normales que aún se arrastraban, con alegre y natural cercanía, por el fango creador. Asombrosos el primer telefonazo, el primer hervor, la primera canción y el primer taparrabos.

Hacia las cuatro de la mañana de un catorce de julio, Polo Febo, dormido en su alta bohardilla de puerta y ventanas abiertas, soñó lo anterior y se disponía a contestarse a sí mismo. Entonces fue visitado dentro del sueño por una figura monacal, sombría, sin rostro, que reflexionó en su nombre, continuando con palabras un sueño de puras imágenes:

—Pero la razón, ni tarda ni perezosa, nos indica que, apenas se repite, lo extraordinario se vuelve ordinario y, apenas deja de repetirse, lo que antes pasaba por hecho común y corriente ocupa el lugar del portento: arrastrarse por el suelo, enviar palomas mensajeras, comer venado crudo y abandonar a los muertos en las cimas a fin de que los buitres, alimentándose, limpien y cumplan el ciclo natural de las funciones.

Que las aguas del Sena hirviesen pudo haber sido, treinta y tres días y media jornada antes, una milagrosa calamidad; un mes más tarde, nadie volteaba a ver el fenómeno. Las barcazas negras, sorprendidas al principio por la súbita ebullición y arrojadas violentamente contra las murallas del cauce, habían dejado de luchar contra lo inevitable. Los hombres del río se pusieron las gorras de estambre, apagaron los tabacos negros y subieron como lagartijas a los muelles; los esqueletos de las barcas se amontonaron bajo la mirada irónica de Enrique el Bearnés y allí permanecieron, espléndidas ruinas de carbón, fierro y astilla.

Pero las gárgolas de Notre-Dame, que sólo saben de la abstracción general de los sucesos, abarcaron con sus ojos de piedra negra un panorama mucho más vasto y, por fin, doce millones de parisinos entendieron por qué estos demonios de antaño sacaban la lengua, con feroces muecas de burla, a su ciudad. Era como si el motivo por el que fueron originalmente esculpidas se revelase, ahora, con una actualidad escandalosa. Las pacientes gárgolas, sin duda, habían esperado ocho siglos para abrir los ojos y tararear con las lenguas bífidas. A lo lejos, las cúpulas y la fachada entera del Sacré-Cœur amanecieron pintadas de negro. Aquí abajo, a la mano, la maqueta del Louvre se hizo transparente.

Gracias a una somera investigación, las despistadas autoridades llegaron a la conclusión de que aquella pintura era mármol y esta invisibilidad cristal. Las imágenes dentro de la basílica cambiaron, como ella de color, de raza: ¿cómo persignarse frente al ébano lustroso de una Virgen congolesa, cómo esperar el perdón de los gruesos labios de un Cristo negroide? Los cuadros y las esculturas del museo, en cambio, adquirieron una opacidad que muchos decidieron atribuir al contraste con los muros, pisos y techos cristalinos. Nadie pareció incomodarse porque la Victoria de Samotracia levitara sin aparente sustento; al fin justificaba sus alas. La duda volvió a apoderarse de los espíritus cuando se observó que, precisamente en virtud de su recién adquirida espesura en medio de tanta ligereza, la máscara del Faraón se sobreponía, en la nueva perspectiva liberada, a los rasgos de la Gioconda y éstos a los del Napoleón de David. Es más: la disolución de los marcos habituales en la transparencia y la consiguiente liberación de los espacios puramente convencionales permitió apreciar que Mona Lisa, con los brazos cruzados, no estaba sola. Y sonreía.

Pasaron treinta y tres días y medio durante los cuales, aparentemente, el Arco del Triunfo se convirtió en arena y la Torre Eiffel en jardín zoológico. Hablamos de apariencias pues una vez pasada la primera agitación, nadie se tomó el trabajo de tocar la arena que, a ojos vistas, parecía siempre piedra. Arena o piedra, permanecía en su sitio y al cabo nadie le pedía otra cosa: no una nueva naturaleza, sino una forma reconocible y una ubicación reconfortante. Cuánta confusión, en cambio, si el Arco, siempre de piedra, hubiese aparecido en el sitio que consabidamente ocupa, en la esquina de la rué de Bellechasse y la rué de Babylone, una farmacia…

Por lo que se refiere a la torre del señor Eiffel, su transformación sólo fue criticada por los suicidas potenciales, quienes al hacerlo revelaron sus insanas intenciones y debieron guardar compostura, en espera de que se construyesen arrojaderos equivalentes.

—No es sólo la altura; tan importante o más es el prestigio del lugar desde donde se salta a la muerte, le dijo a Polo Febo, en el Café Le Bouquet, un parroquiano habitual que, desde la edad de catorce años, había decidido suicidarse al cumplir los cuarenta. Se lo dijo una tarde cualquiera, mientras nuestro joven y bello amigo proseguía con sus ocupaciones normales, convencido de que hacer otra cosa sería como gritar «¡Fuego!» dentro de un cine repleto un domingo por la noche.

Al público le divirtió que la oxidada traba de la Exposición Universal sirviese como columpio de monos, rampa de leones, guarida de osos y pobladísimo aviario. Casi un siglo de reproducciones, símbolos y referencias la había reducido al más triste y entrañable estado de lugar común. Ahora, el vuelo continuo, la dispersión de palomas, las formaciones de gansos, las soledades de búhos y los racimos de murciélagos farsantes e indecisos en medio de tantas metamorfosis, entretenían y agradaban. La inquietud comenzó cuando un niño señaló el paso de un buitre que, desplegando las alas en la punta del armazón, trazó un vasto círculo sobre Passy y en seguida voló en línea recta hacia las torres de Saint-Sulpice, donde se instaló en un rincón del perpetuo andamiaje de la eterna restauración de ese templo y miró, con avaricia e irritación, las calles desiertas del barrio.

Polo Febo primero apartó de sus ojos el fleco rubio, se arregló con una mano (pues no tenía dos) la espesa melena que le caía sobre los hombros y se asomó a la ventanilla de la pieza que ocupaba en el séptimo piso del viejo inmueble para saludar a un sol de verano que, como todas las mañanas de verano en París, debía aparecer de pie en una carroza de brumas calientes y atendido por una corte de minuciosos perfumes callejeros, pues no eran idénticos los olores que el astro rey dispersaba en julio a los que la reina luna concentraba en diciembre. Hoy, sin embargo… Polo miró hacia las torres de Saint-Sulpice repitiendo en la mente el catálogo de los olores acostumbrados. El buitre se instaló en el andamiaje y Polo husmeó en vano. Ni el pan recién horneado, ni las flores pasajeras, ni la chicoria hervida, ni las húmedas aceras. Antes, solía cerrar los ojos para recibir la mañana veraniega y concentrarse hasta percibir el lejano olor de los capullos en el mercado del Quai de Corsé. Hoy, ni las coles y beterragas del vecino mercado de Saint-Germain, ni el humo de Gauloises y de Gitanes, ni el vino derramado sobre paja y madera. La rué du Four se negaba a respirar y la bruma no era el acostumbrado vehículo del sol. El buitre inmóvil desapareció entre las nubes de humo negro que salían, con un aliento de fuelle, por las torres de la iglesia. Y el enorme vacío aromático se llenó, de un golpe, con un ofensivo y gigantesco jadeo, como si el infierno hubiese descargado toda la congestión de sus pulmones. Polo olió carne, pelo y uñas y carne quemados.

Por primera vez en sus veintidós veranos, cerró la ventana y se detuvo sin saber qué hacer. Apenas pudo darse cuenta de que en ese instante empezó a añorar el signo suficiente de su libertad que era esa ventana siempre abierta, de día y de noche, en invierno y en verano, lloviese o tronase. Apenas pudo identificar su desacostumbrada indecisión con un sentimiento de que él, y el mundo en torno a él, envejecían sin remedio. Apenas pudo vencerla con una rápida pregunta: ¿qué está sucediendo, que me obliga a cerrar por primera vez mi ventana libre y abierta, estarán quemando basura, no, olía a carne, estarán quemando animales, epidemia, sacrificio? Inmediatamente, Polo Febo, que había dormido desnudo (otra imagen bien meditada de su libertad) entró a la ducha portátil, escuchó el ruidoso tamborileo del agua contra la hojalata pintada de blanco, se enjabonó cuidadosamente hasta acumular la espuma en el dorado vello del pubis, levantó su único brazo y dirigió la regadera hacia el rostro, dejó que el agua corriera entre sus labios, cerró la llave, se secó, salió del pequeño e impecable confesionario que esa mañana le lavó de todas las culpas menos una, la de la inocente sospecha y, sin pensar en prepararse el desayuno, calzó sandalias de cuero, se puso unos Levi’s de pana amarilla y una camisa color fresa, echó una rápida mirada al cuarto donde había sido tan feliz, se golpeó la cabeza contra el techo bajísimo y descendió rápidamente, sin hacer caso de los botes de basura vacíos y olvidados en cada descanso de la escalera.

En el entresuelo, se detuvo y tocó con los nudillos a la puerta de la conserje. No obtuvo respuesta y decidió entrar a recoger una improbable correspondencia. Como todas las puertas de conserje, ésta era mitad de madera y mitad de vidrio, y Polo sabía que si el rostro ensimismado de Madame Zaharia no asomaba entre las cortinillas, era porque Madame Zaharia estaba ausente y, sin nada que ocultarle al mundo (pues tal era su más repetida expresión: ella vivía en casa de cristal) no tenía inconveniente en que los inquilinos entraran a recoger las escasas cartas que ella dejaría separadas junto al espejo. Polo, en consecuencia, decidió entrar a esa cueva de perdidas gentilezas, donde el vapor de un eterno cocido de coles empañaba los mementos fotográficos de soldados muertos y sepultados, primero bajo las tierras de Verdun y ahora bajo la película de vapor. Y si unos minutos antes la indecisión se había apoderado del ánimo de Polo Febo, al no encontrar los olores del verano, como un aviso de desencanto y vejez, ahora la actividad (entrar a la pieza de la conserje en busca de un correo improbable) le pareció un acto de inocencia primigenia. Absorto en esta sensación, cruzó el umbral. Pero la novedad física fue más fuerte que la novedad del espíritu. Por primera vez desde que recordaba, nada hervía en la cocina y las fotos de los soldados muertos eran un límpido espejo de sacrificios inútiles y tiernas resignaciones. El olor también se había despedido de la habitación de Madame Zaharia. No así el ruido. En su camastro, sobre las colchonetas floreadas de viejos inviernos, la conserje, menos ensimismada que de costumbre, retenía en la garganta un espumoso aullido.

Pasarán muchos soles antes de que Polo Febo condescienda a analizar las impresiones que el estado y la postura, o sea la causa y el efecto, de Madame Zaharia, le provocaron. Acaso sea posible adelantar, sin autorización del protagonista, que los términos de su ecuación matutina se invirtieron: el mundo, irremediablemente, rejuvenecía y era preciso tomar decisiones. Sin detenerse a pensarlo, corrió a llenar un balde de agua, prendió el fuego de la estufa y puso a hervir el agua mientras con una mezcla de sabiduría atávica y de simple estupefacción, reunía toallas y rasgaba sábanas. El hecho singular que vivía la conserje se había repetido demasiadas veces durante los pasados treinta y tres días y medio. Polo se arremangó con los dientes el único brazo útil (la otra manga la traía sujeta con alfileres a la altura del muñón) y se hincó entre las piernas abiertas y los febriles muslos de Madame Zallaría, listo a recibir la cabecita que pronto debía asomar. Entonces la conserje soltó sus aullantes espumarajos. Polo escuchó el agua hervir, recogió el balde del fuego, arrojó adentro las trizas de sábanas y regresó al pie de la cama para recibir, no la esperada cabeza, sino dos pequeñísimos pies azules. El vientre de Madame Zallaría gimió con las contracciones del océano y el muñón de Polo latió como un mármol que añora la compañía de su pareja.

Cuando el niño nació con los pies por delante y una vez que Polo nalgueó a la criatura, cortó el cordón, amarró el ombligo, arrojó la placenta al balde y trapeó la sangre, hizo ciertas cosas en añadidura: miró el sexo masculino del infante, contó seis dedos en cada pie y observó con asombro la marca de nacimiento en la espalda: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. No supo si acercar al niño a los brazos de esa vieja de más de noventa años que acababa de parirlo, o si, más bien, él mismo debía cargarlo y arrullarlo y apartarlo de una sospecha de contaminación y muerte por asfixia. Optó por lo segundo: sintió, en verdad, miedo de que la anciana Madame Zaharia ahogase o devorase a un hijo llegado tan fuera de temporada y se acercó al antiguo espejo de marco dorado donde la conserje acostumbraba encajar, entre vidrio y marco, las escasas e improbables cartas dirigidas a los inquilinos.

Sí: allí estaba una carta dirigida a él. Pensó que sería una de tantas notificaciones que de tarde en tarde le llegaban, siempre con sumo retraso, pues el desplome casi total de los servicios postales era ya un hecho normal de esta época en la cual todo lo que había significado progreso cien años antes, ahora dejaba de funcionar con eficacia y prontitud. Ni la clorina purificaba las aguas, ni el correo llegaba a tiempo. Y los microbios habían impuesto su reino triunfal sobre las vacunas: indefensos humanos, gusanos inmunes.

Se acercó al sobre y se fijó en que la carta no traía un sello postal reconocible; la retiró del marco, apretando al recién nacido sobre el lecho. La carta sólo venía lacrada con un yeso antiguo y musgoso, y el sobre era amarillo y viejo, como la letra del remitente era curiosa, vieja, obsoleta. Y al tomar la carta, unas gotas de azogue tembloroso rodaron sobre el papel y cayeron al piso. Sin dejar de apretar al niño, Polo rompió con los dientes el sello de yeso rojo y extrajo un pergamino adelgazado, arrugado, casi una hoja de seda transparente. Y leyó el siguiente mensaje:

«En el Dialogus Miraculorum, el cronista Caesarius von Heisterbach advierte que en la ciudad de París, fuente de toda sabiduría y manantial de las escrituras divinas, el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia en algunos hombres sabios. Debes estar alerta. Las dos fuerzas luchan entre sí, en todo el mundo y no sólo en París, aunque aquí el combate te parezca más agudo. Los azares del tiempo decidieron que aquí nacieras, crecieras y vivieras. Tu vida y este tiempo pudieron haber coincidido en otro espacio. No importa. Muchos nacerán, pero sólo uno tendrá seis dedos en cada pie y una cruz de carne en la espalda. A ése, debes bautizarlo con este nombre: Johannes Agrippa. Ha sido esperado largos siglos y suya es la continuidad de los reinos originarios. Además, aunque en otro tiempo, es hijo tuyo. No faltes a este deber. Te esperamos; te encontraremos; no hagas nada por buscarnos».

Firmaban esta extraordinaria misiva Ludovico y Celestina. Asombrado por la reversión de la muerte que había olido en el humo de Saint-Sulpice y adivinado en sus buitres celosos, a la vida que mantenía con un solo brazo y que creía haber extraído mas no introducido, como misteriosamente lo indicaba la carta, Polo no tuvo tiempo de releerla. Negó dos veces con absoluta certeza: a nadie conozco que se llame Ludovico o Celestina; jamás me he acostado con esta anciana. Tomó un poco de agua sangrante entre los dedos, roció la coronilla de este ser tan nuevo como excepcional; murmuró de acuerdo con lo que le pedían en la carta:

—Ego baptiso te: Johannes Agrippa.

Al hacerlo, guiñó el ojo en dirección de la foto del recio poilu muerto durante alguna olvidada guerra de trincheras, tanques y gases bacteriológicos, que fue el marido certificado, efímero y único de la anciana Madame Zaharia; colocó al niño en brazos de la vieja de ojos azorados, se lavó las manos y, sin volver a mirar, salió de la pieza con la satisfacción del deber cumplido.

¿Realmente? Abrió el pesado portón que da a la rué des Ciseaux, esa estrechísima calle que lleva siglos corriendo, imperturbable, de la rué du Four al boulevard Saint-Germain y debió luchar contra una nueva alarma que se quería imponer a su deseo de gozar esta gloriosa mañana de julio. ¿El mundo rejuvenecía o envejecía? Como la calle misma, la cabeza de Polo era una esquina bañada por el sol y también un sombrío desierto.

El Café Le Bouquet, de suyo tan concurrido, invitaba con las puertas abiertas y las mesas y sillas sobre la acera; pero en el muro de espejos detrás de la barra sólo se reflejaban las ordenadas filas de botellas verdes y ambarinas y en el largo pasamanos de cobre apenas se distinguían las apresuradas huellas digitales. La televisión había sido desconectada y unas abejas zumbaban cerca del muestrario de cigarrillos. Polo alargó la mano y bebió, directamente de la botella, un trago de anís. Luego buscó detrás de la barra y encontró los dos cartones que anunciaban el bar-café-tabaquería. Metió la cabeza entre los cartones y ajustó los tirantes de cuero que los unían sobre sus hombros. Habilitado en hombre-sandwich, salió de nuevo a la rué du Four y ya no se preocupó al pasar al lado de los negocios abiertos y abandonados.

En el joven cuerpo de Polo se escondía, quizás, un viejo optimismo. Emparedado entre los anuncios, no sólo cumplía el trabajo por el que recibía un modesto estipendio. Repetía, además, la regla de seguridad según la cual cuando el tren subterráneo se detiene durante más de diez minutos y las luces de la caverna se apagan, lo indicado es seguir leyendo el periódico como si nada sucediera. Polo Avestruz. Mientras a él no le sobrevinieran accidentes como el de Madame Zaharia (¿y quién metería la única mano en el fuego, dados los tiempos que corren?) no tenía por qué interrumpir el ritmo normal de su existencia. No. Mucho más: sigo creyendo que el sol sale todos los días y que cada nuevo sol anuncia un día nuevo, un día que ayer fue futuro; sigo creyendo que hoy prometerá un mañana en el instan te de cerrar una página, imprevisible antes, irrepetible después, del tiempo. Sumergido en estas reflexiones, no advirtió que un humo cada vez más espeso le envolvía. Con la inocencia de la costumbre (que inevitablemente será congelada por la malicia de la ley) había dirigido sus pasos a la plaza Saint-Sulpice y se aprestaba a mostrar a los acostumbrados parroquianos de los cafés los cartones que por delante le cubrían hasta las rodillas y por detrás hasta las corvas. Lo primero que pensó, al verse envuelto por el humo, fue que nadie podría leer las letras que recomendaban asistir, de preferencia, al Café Le Bouquet. Levantó la mirada y se dio cuenta de que ni siquiera las cuatro estatuas de la plaza eran visibles; sin embargo, eran ellas los únicos testigos de la publicidad cargada por Polo, encargada a Polo. El muchacho se dijo, idiotamente, que la humareda se originaba en las bocas de los oradores sagrados. Pero ni de los dientes de Bossuet, los labios de Fénelon, la lengua de Massillon o el paladar de Fléchier, asépticas cavidades de piedra, podía surgir ese olor nauseabundo, el mismo que antes le impresionó desde la ventana de su bohardilla. Ahora lo acentuaba, más que la cercanía, el compás de una marcha invisible que su oído situó primero en la rué Bonaparte. Pronto pudo distinguir lo que era: un rumor universal y circulante.

El humo le rodeaba; pero alguien sitiado por el humo cree mantener un espacio de claridad alrededor de su propia presencia física: nadie, capturado por la bruma, se siente materialmente devorado por ella; no soy la bruma, se dijo Polo, la bruma sólo me rodea como rodea a las estatuas de los cuatro oradores sagrados. Alargó desde el humo pero también hacia el humo la única mano y en seguida la retiró, espantado, para guardarla detrás del cartel que le cubría el pecho; en un par de segundos, su mano extendida, introducida dentro del humo, había rozado carne ajena, cuerpos veloces, desnudos y ajenos. Escondió los dedos que recordaban y conservaban el tacto de un grueso aceite, casi una manteca, Cuerpos ajenos, cuerpos invisibles y sin embargo presentes, veloces, cubiertos de grasa. Su única mano no mentía. Nadie lo observó; pero Polo sintió vergüenza por haber sentido miedo. El verdadero motivo de ese miedo no fue el descubrimiento casual de una veloz fila de cuerpos, escondidos por el humo y en marcha hacia la iglesia, sino la simple imagen de su única mano adelantada, devorada por el humo. Invisible. Desaparecida. Mutilada por el aire. Sólo tengo una. Sólo me queda una. Se tocó los testículos con la mano recuperada para asegurarse de la prevalencia de su ser físico. Su cabeza, allá arriba, lejos de la mano y el sexo, giraba en otra órbita y la razón, de nuevo triunfante, le advertía que las causas surten efectos, los efectos proponen problemas y los problemas exigen soluciones que, a su vez, se convierten, en virtud de su éxito o de su fracaso, en causas de nuevos efectos, problemas y soluciones. Esto le dijo la razón, pero Polo no entendió qué relación podía tener semejante lógica con las sensaciones que acababa de experimentar. Y seguía allí, detenido en medio del humo, exhibiendo unos carteles que nadie miraba.

—La insistencia es desagradable y contraproducente, le había amonestado el patrón del Café al contratar sus servicios. Un par de vueltas frente a cada café competitivo y adiós, aleop, rápido a otro lugar.

Polo empezó a correr lejos de la plaza Saint-Sulpice, lejos del humo y el tacto y el hedor: no había otro olor porque el de Saint-Sulpice se había impuesto a todos los demás; el olor de grasa, de carne, uña y pelo quemados era el asesino de los recordados perfumes de flor y tabaco, de paja y acera mojada. Corrió.

Nadie negará que a pesar de sus ocasionales resbalones, nuestro héroe es básicamente un hombre digno. La conciencia de serlo le hizo disminuir el paso apenas vio que se acercaba al bulevar y que, a menos que todo hubiese cambiado de la noche a la mañana, allí lo esperaría el acostumbrado (desde hace treinta y tres días y medio) espectáculo.

Trató de imaginar por cuál de las calles podría acercarse con menos dificultad a la iglesia, pero lo mismo desde la rué Bonaparte que desde la rué de Rennes que desde la rué du Dragón desiertas pudo distinguir, en el boulevard Saint-Germain, esa masa compacta de espaldas y cabezas, esa multitud alineada de seis en fondo, encaramada a los árboles o sentada en gradas que habían sido ocupadas desde la noche anterior, si no antes. Se encaminó por la rué du Dragón que era, de todos modos, la más alejada del espectáculo mismo, y en dos zancadas alcanzó al dueño del Café Le Bouquet que se dirigía con su esposa y un canasto lleno de panes, quesos y alcachofas, al bulevar.

—Están retrasados, les dijo Polo.

—No; es la tercera vez esta mañana que regresamos por más provisiones, le contestó el Patrón con una mirada de condescendencia.

—Ustedes tienen derecho de llegar hasta las primeras filas; qué envidia.

La patrona sonrió, mirando los cartelones y aprobando la fidelidad de Polo a su empleo:

—Más que derecho. Obligación. Sin nosotros, morirían de hambre.

Polo hubiese querido preguntarles, ¿qué ha pasado?, ¿por qué dos tacaños miserables como ustedes —me consta, no me quejo— andan regalando comida, qué cosa temen, por qué lo hacen? Discretamente, se limitó a preguntar:

—¿Puedo unirme a ustedes?

Los dueños del Café encogieron los hombros y le dijeron con un gesto que los acompañara a lo largo de la antigua calleja hasta la bocacalle donde la señora se colocó el cesto en la cabeza y empezó a gritar pidiendo paso para los víveres, paso para los víveres y el Patrón y Polo forzaron un camino entre la multitud festiva que se apiñaba entre las casas y las barreras levantadas por la policía al filo de la acera. Una mano se alargó para robar un queso; el Patrón le pegó un manotazo en la cabeza al truhán:

—¡Es para los penitentes, sinvergüenza!

Y también la Patrona le dio un coscorrón al bromista:

—¡Tú tienes que pagar; y si quieres comer gratis, hazte peregrino!

—La taza, dijo Polo entre dientes. ¿Venimos a reír o a llorar; estamos naciendo o muriendo?; Principio o fin, causa o efecto, problema o solución: ¿qué estamos viviendo? Nuevamente la razón propuso las interrogantes; pero la memoria, más veloz que la razón, regresaba hasta atrás, a un cine del Barrio Latino; Polo acompañaba a sus patrones cargados de víveres a lo largo de la rué du Dragón; Polo recordaba una vieja película que había visto de niño, espantado, paralizado por la abundancia insignificante de la muerte, una película llamada «Noche y niebla» —niebla, el humo de la plaza Saint-Sulpice, la bruma que escapaba de sus torres custodiadas por buitres—, noche y niebla, la solución final, causa, efecto, problema, solución…

El espectáculo estalló ante su mirada y le arrancó de la actitud nostálgica, temerosa, pensativa. Circo o tragedia, ceremonia bautismal o vigilia fúnebre, el evento había resucitado un sentimiento ancestral. A lo largo de la avenida, las cabezas se protegían del sol con gorros frigios; abundaban las escarapelas tricolores y los banderines surtidos. La primera fila de asientos en las gradas había sido reservada para unas cuantas viejas que, naturalmente y en obsequio a consabidas imágenes, tejían sin cesar y lanzaban exclamaciones a medida que pasaban frente a ellas los contingentes de hombres, muchachos y niños portando banderas y cirios encendidos en pleno día. Cada contingente venía precedido por un monje con cilicio y guadaña al hombro y todos, descalzos y fatigados, iban llegando a pie de los diversos puntos que sus pendones color escarlata anunciaban con letras de brocado: Mantés, Pontoise, Bonnemarie, Nemours, St. Saens, Senlis, Boissy-Sans-Avoir-Peur. Bandas de cincuenta, de cien, de doscientos hombres sucios y barbados, muchachos que movían con dificultad los cuerpos adoloridos, niños con manos negras, mocos y lagañas; todos entonando esa cantinela obsesiva:

El lugar es aquí,

El tiempo es ahora,

Ahora y aquí,

Aquí y ahora.

Cada contingente se iba uniendo a los demás frente a la iglesia de Saint-Germain, en medio de los vivas, los brindis y las bromas de algunos, el sepulcral espanto y fascinación de otros, y los ocasionales, dispersos, flotantes coros que volvían a cantar La Carmagnole y Ca Ira. Contradictoria y simultáneamente, las voces exigían la horca para el poeta Villon y el fusilamiento para el usurpador Bonaparte, pedían marchas contra la Bastilla y contra el gobierno de Thiers en Versalles, recitaban sin concierto al poeta Gringoire y al poeta Prévert, clamaban contra los asesinos del Duque de Guisa y los excesos de la reina Margot, anunciaban confusamente la muerte del amigo del pueblo en su tina de agua tibia y el nacimiento del futuro rey Sol en el lecho helado de Ana de Austria; éste gritaba un pollo en cada cazuela, aquél un bastón de mariscal en cada mochila, el otro París bien vale una misa, el de más allá ¡enriquecéos!, el de más acá ¡la imaginación al poder! y una voz aguda, ululante, anónima, vencía a todas las demás, gritando, repitiendo, obsesivamente, oh crimen cuántas libertades se cometen en tu nombre; de la rué du Four al Carrefour de l’Odéon, miles de personas luchaban por un lugar de preferencia, cantaban, reían, comían, gemían, se agotaban, se abrazaban, se repelían, bromeaban entre sí, lloraban y bebían, mientras el tiempo se colaba hacia París como hacia un drenaje turbulento y los peregrinos descalzos se tomaban de las manos para formar un doble círculo cuyos extremos tocaban, al norte, la Librería Gallimard y el Café Le Bonaparte, al oeste el Café des Deux Magots, al sur Le Drugstore y la disquería Vidal y la boutique Ted Lapidus y al oeste la propia iglesia, alta, severa y techada. Un ex presidiario y un inspector de policía levantaban tímidamente la tapa metálica de una atarjea, miraban lo que pasaba sin dar crédito a sus ojos y volvían a desaparecer, perdidos en el negro panal de las alcantarillas de París. Una cortesana tísica miraba detrás de las ventanas cerradas de su alto apartamento con desgano y desengaño, corría las cortinas, se recostaba en un canapé y, en la penumbra, cantaba un aria de despedida. Un hombre joven, delgado y febril, vestido con levita, sombrero alto y pantalón de Nankin, caminaba lentamente, indiferente a la multitud, su atención fija en la diminuta piel de onagro que por minutos se encogía sobre la palma de su mano. Polo y los patrones llegaron hasta la esquina del Deux Magots y allí, según lo convenido, la señora le entregó la canasta a su marido.

—Ahora vete, le dijo el Patrón a su esposa. Ya sabes que de las mujeres no aceptan nada.

La señora se perdió entre la multitud, no sin antes musitar:

—Una novedad cada día. La vida se ha vuelto maravillosa.

Polo y el Patrón se dirigieron al doble círculo de peregrinos que comenzaban a desnudarse en silencio; los más próximos, al acercarse los dos hombres con el cesto, se miraron entre sí sin dirigirse la palabra; suprimieron una exclamación y una probable alegría; cayeron de rodillas y sin levantar las cabezas humilladas ante los dos proveedores tomaron cada uno un pedazo de pan y otro de queso y una alcachofa y los devoraron, siempre de rodillas, con actitud sacramental y las cabezas inclinadas, rompiendo el pan, saboreando el queso, deshojando la alcachofa, como si éstos fuesen actos primarios y a la vez finales, como si estuviesen recordando y previendo el acto básico de comer, como si no quisieran olvidarlo, como si quisieran inscribirlo en los instintos del porvenir (Polo Antropólogo); comieron con prisa creciente, pues ahora, desde el centro del círculo, avanzaba hacia ellos el Monje con un látigo en la mano. Los peregrinos volvieron a inclinar las cabezas ante Polo y el Patrón y terminaron de desvestirse hasta quedar, como todos los demás hombres, muchachos y niños que formaban el doble círculo, cubiertos sólo por una estrecha falda de yute que les caía de la cintura a los tobillos.

El Monje, desde el centro del doble círculo, hizo tronar una vez el látigo y los peregrinos del primer círculo, el interno, se dejaron caer bocabajo y con los brazos abiertos sobre el suelo, uno tras otro, lenta y sucesivamente. El murmullo impaciente, distraído o vital de la multitud comenzó a apagarse. Ahora, cada hombre, muchacho o niño que seguía de pie detrás de los que se habían postrado separó las piernas y pasó encima de uno de los cuerpos yacentes, rozándolo con el látigo. Pero en el enorme círculo, no todos descansaban bocabajo y con los brazos abiertos. Algunos adoptaron posturas grotescas y Polo Catequista, al recorrer el círculo con la mirada, pudo repetir, casi ritualmente, los nombres de las expiaciones capitales (¿no hemos sido educados para saber que todo pecado contiene su propio castigo?) que merecían esos puños crispados con ira, esas manos apretadas con avaricia contra el pecho, esos cuerpos apartados y verdosos, esas delgadas grupas agitadas sin contención, esos vientres mostrados con plenitud satisfecha al sol, esas poses soberanas de desdén y de soberbia, esas cabezas apoyadas dócilmente contra una mano exangüe, esos buches groseros y esos ojos codiciosos.

A ellos se dirigió el Monje y una sábana de silencio descendió sobre la multitud: el látigo tronó primero en el aire y en seguida contra los puños, las manos, las grupas, los vientres, las cabezas, los ojos, los labios. Casi todos retuvieron los gritos. Alguno sollozó. A cada latigazo, el Monje repetía la fórmula:

—Levántate, por el honor del santísimo martirio. Cualquiera que diga o piense que los cuerpos humanos resucitarán en forma de esfera y sin parecido con el cuerpo que tuvimos, anatematizado sea…

Y la volvió a repetir cuando se detuvo frente al viejo de espaldas cargadas y canosas que crispaba los puños a un paso de Polo. Nuestro joven y bello amigo se sacudió y se mordió un dedo con cada latigazo que hería las manos purpurinas del penitente; sintió que en torno a él la cerrada multitud se sacudía y se mordía los labios como él, idéntica a él y que, como él, nadie tenía ojos sino para el fuete del Monje y las manos azotadas del viejo. Sin embargo, una fuerza superior obligó a Polo a levantar la mirada. Al hacerlo, encontró la del Monje. Oscura. Perdida en el fondo de la cofia. Una mirada sin expresión incrustada en el rostro sin color.

El Monje fustigó por última vez al viejo de domeñada iracundia y repitió la fórmula, mirando directamente a Polo. Polo ya no escuchó las palabras; solamente pudo oír la voz sin timbre, jadeante, como si el Monje respirase por esa boca abierta y fuese incapaz de cerrarla jamás. El Monje dio la espalda a Polo y regresó al centro del círculo.

El primer acto había terminado y una ruidosa exclamación surgió de las gargantas; las viejas hicieron chocar las agujas entre sí; los hombres gritaron; los niños agitaron las ramas de los platanares donde estaban encaramados. El inspector de policía, con una linterna en alto, continuó persiguiendo al fugitivo en los oscuros laberintos de ratas y aguas negras. La cortesana rodeada de tinieblas tosió. El flaco y afiebrado joven apretó el puño con desesperación: la piel del asno salvaje se había evaporado en su mano, como la vida parecía huir de su líquida mirada. Un nuevo latigazo en el aire y un nuevo silencio. Los penitentes se pusieron de pie. Cada uno tenía en la mano un fuete con seis correas terminadas en puntas de fierro. El Monje entonó un himno y Polo apenas pudo escuchar las primeras palabras:

—Nec in aerea vel quali bet alia carne ut quídam delirant surrecturos nos credimus, sed in ista, qua vivimus, consistimus et movemur.

Nuevas y antiguas, viejas y jóvenes de treinta y tres días con doce horas, las palabras iniciales del oficiante eran esperadas. Pero fueron recibidas con el mismo asombro que las nimbó la primera vez que este hombre encapuchado tomó su lugar en el centro del doble círculo de penitentes frente a Saint-Germain y, por primera vez, las cantó. Parece que en aquella lejanísima ocasión el publico permaneció en silencio hasta el final del himno y luego las muchedumbres corrieron a agotar los manuales de latín en las librerías del Barrio, pues el que más sabía apenas sabía que Gallia divisa est in partes tres. Pero ahora, como si todos intuyesen que las oportunidades de la excitación inédita tendrían que volverse cada vez menos frecuentes o por lo menos, menos exaltantes, el Monje cantó las primeras palabras y la multitud estalló en gritos y sollozos.

Ese aullido, eco de sí mismo, larguísima y ululante onda lanzada de voz en voz, agotada en una esquina, resucitada en la siguiente, perdida entre dos manos, recuperada entre dos alientos, era sólo una vasta onomatopeya: campana, oración, poema, canto, sollozo en el desierto, aullido en la selva. Los penitentes miraban al cielo y cantaban, el Monje les exhortaba a la oración, a la piedad y al terror de los días por venir y los látigos golpeaban las espaldas desnudas con un chasquido rítmico que sólo se interrumpía cuando un punzón de metal se clavaba en la carne de un penitente, como ahora: ese joven cuya cabellera revuelta formaba una aureola negra y fugaz bajo el sol, gritó por encima del anticipado aullido de la multitud, de los gemidos de sus compañeros y de la cantinela del Monje; al chasquido de cuero sobre la piel se unió el rasgar de fierro contra la carne: el joven robusto, capturado dentro del movimiento rítmico, circular, perpetuo de los flagelantes, se arrancó como pudo el dardo del muslo; el chorro de sangre manchó las baldosas del atrio; entonces Polo se dijo que la carne de este hombre, más que morena, era una delgada inflamación tumefacta, verdosa. Vio en los ojos verdes y bulbosos del flagelante herido una transitoria agonía y en su frente aceitunada una coraza de sudores fríos.

La noticia de la autoflagelación fue comunicada de boca en boca, hasta estallar en una patética ovación, mezcla de misericordia y placer. Polo dio la espalda al espectáculo y caminó hacia la Plaza Furstenberg, abriéndose paso gracias a esos cartones que eran, también, su coraza, las astas de su molino inválido. Y al alejarse de esa abadía que fue tumba de los reyes merovingios, quemada por los normandos, reconstruida por el séptimo Luis y consagrada por el tercer papa Alejandro, ya no pudo ver cómo adelantaba los brazos el hombre que se flageló, buscando a Polo y diciéndole con la voz muy sorda y en un hispánico francés de dientes cerrados:

—Soy Ludovico. Te escribí. ¿No recibiste mi carta? ¿Ya no te acuerdas de mí?

La Plaza no había sido tocada. Polo se sentó en una banca y admiró el recogimiento simétrico de este remanso de flamboyanes en flor y redondos faroles blancos cuyo privilegio era creer —y hacer creer— que el tiempo no transcurría. Polo se cubrió una oreja con la mano: París era una imagen: la Patrona del Café se alejaba con gratitud; la vida se había vuelto maravillosa; sucedían cosas; la desesperada rutina había sido rota. Para ella (¿para cuántos más?) las cosas volvían a tener un sentido; para muchos (¿para ella también?) la existencia encontraba de nuevo un imaginario, una correspondencia con todo lo que, distinto de la vida, identifica a la vida. Los labios del Monje se movían; sus palabras eran ahogadas por el estrépito de público y flagelantes. Polo no tenía pruebas de que el hombre de la mirada muerta hubiese dicho realmente lo que ahora, sentado en la banca de la Plaza Furstenberg, él le atribuía, sin entender los corolarios de esta sencillísima proposición: en París, esta mañana, una anciana había dado a luz y una Patrona de café había estado encantada de la vida. Típica, rechoncha, adorable Patrona con sus mejillas encendidas y su chongo restirado; vil, avara, sin imaginación, contando cada céntimo que entraba a las arcas. ¿Qué fuerza espantable, qué terrible temor la obligaba a ser generosa? Polo miró su mano única y los restos de manteca que se obstinaban en empastelarse y endurecerse entre las líneas de vida y fortuna, amor y muerte. De niño había visto una película, la noche y la niebla, la abundancia insignificante de la muerte, la solución final… Polo sacudió la cabeza.

—Seamos prácticos. Es matemáticamente exacto que esta mañana me he paseado entre varios miles de espectadores. Nunca tantas personas han podido ver, de un solo golpe, los anuncios del Café Le Bouquet. Es cierto que nadie reparó en ellos. Mis carteles no podían competir con el espectáculo de las calles. De manera que el día en que más gente pudo recibir el impacto publicitario perseguido por el Patrón ha sido el día en que menos gente estaba dispuesta a dejarse seducir por un anuncio. Ni la abundancia de público, ni su desinterés, son culpa mía. Por lo tanto, da igual que me pasee entre las multitudes o a lo largo de las calles más solitarias.

Quod est demostratum: Polo Cartesiano. La reflexión ni lo alentó ni lo desanimó. Además, las nubes se estaban acumulando en el occidente y pronto correrían con gran velocidad para encontrarse con el sol que marchaba en sentido contrario. El hermoso día de verano se iba a estropear. Con un suspiro, Polo se puso de pie y caminó por la rué Jacob, ni lenta ni apresuradamente, conservando una especie de simetría imposible, mostrando el perfil de los carteles a las vitrinas de las casas de antigüedades, deteniéndose a veces para admirar algunas minucias expuestas: tijerillas de oro, lupas antiguas, autógrafos famosos, diccionarios miniatura, pequeñísimos puños de plata, una tela o una máscara de plumas con un centro de arañas muertas. La serenidad de la calle estuvo a punto de devolver la calma a su espíritu. Pero, se dijo al verse reflejado en un aparador, ¿puede un manco ser realmente ecuánime? Polo Mutilado.

Se detuvo frente a un abandonado quiosco de periódicos polvosos y amarillos; leyó algunos de los titulares más llamativos, Urgente reunión de geneticistas convocada por la OMS en Ginebra, Madrid misteriosamente despoblada, Invasión de México por fuerzas de la marina norteamericana, y se dio cuenta de que las nubes avanzaban con velocidad superior a la prevista y en el estrecho cañón de la rué de l’Université la luz y la sombra se sucedían como latidos de corazón. Es la luz de las nubes y la sombra del sol, se iba repitiendo Polo, o es un sartén que hace bromas en el cielo, pero no, no es, no es todavía el humo de Saint-Sulpice, extrañamente suspendido sobre la plaza, inmóvil. Aquel humo prometía ceniza; esta nube, agua. Polo bajó por la rué de Beaune al Sena, murmurando palabras de su poema bautismal (pues cuando él nació la moda era bautizar, no de acuerdo con el obsoleto santoral, sino con una antología de poemas) escrito por un viejo loco que jamás pudo distinguir entre la traición política y el humor delirante, que por igual detestó las monerías arcaicas y las ingenuidades progresistas, que jamás aceptó un pasado que no alimentara al presente o un presente que no comprendiese el pasado, que confundió todos los síntomas con todas las causas: he cantado a las mujeres en tres ciudades, pero todas son una; cantaré el sol; ¿eh…?; casi todas tenían ojos grises: cantaré al sol.

Allí estaban, a lo largo del Quai Voltaire, las jóvenes y las viejas, las plenas y las magras, las gozosas y las inconsolables, las serenas y las intranquilas, recostadas en ambos lados de las aceras, unas acodadas contra el parapeto del muelle, otras acurrucadas al pie de los edificios, todas iluminadas u oscurecidas por el veloz juego de las nubes y el sol de julio. Julio… murmuró Polo… en París todo sucede en julio, siempre… se pueden amontonar las hojas de calendario de todos los julios pasados y no se perdería un solo gesto, una sola palabra, un solo trazo del verdadero rostro de Paname; julio es cólera de multitudes y amor de parejas; julio es un adoquín, una bicicleta y un río lento; julio es un organillo callejero y muchos reyes decapitados; julio tiene el calor de Seurat y la voz de Yves Montand, julio tiene el color de Dufy y la mirada de Rene Clair… Polo Trivia… pero ésta es la primera vez que un julio cualquiera anuncia el final de un siglo y el inicio de otro (la primera vez en mi vida, digo, Polo Púber) aunque se preste a confusiones y argumentos saber si dos mil es el último año del siglo viejo o el primero del nuevo siglo. Julio. Qué lejano el próximo diciembre, el siguiente enero que disipe todas las dudas, todos los temores.

Julio. Y el sol, inmenso, gratuito y ferviente reflector, revelaba, con cada parpadeo contrario, que la ciudad era un espacio abierto y que al mismo tiempo la ciudad era una cueva. Y si en Saint-Germain todo era alboroto, aquí todo volvía a ser, como en Saint-Sulpice, un silencio punteado por leves rumores: a la marcha de los pies descalzos en la plaza correspondía el suavísimo llanto de los muelles.

Hasta donde la mirada alcanzaba —el puente de Alejandro III de un lado, el de Saint-Michel del otro— las mujeres yacían en las aceras y otras mujeres las ayudaban. El milagro singular de la casa de Madame Zaharia era el milagro colectivo de los muelles: las señoras, de todas las edades, formas y condiciones, parían.

Polo Febo se abrió paso entre las parturientas, confiado, acaso, en que alguna de ellas tuviese el buen humor de leer las palabras pintadas sobre los carteles que golpeaban las rodillas y las corvas del joven y, una vez superadas las contingencias actuales, se encontrase en buena disposición para ir al Café anunciado. No se hizo muchas ilusiones al respecto. Envueltas en sábanas, en batas, en toallas, con las medias enrolladas hasta el tobillo y las faldas levantadas hasta el ombligo, las mujeres de París parían, se preparaban a parir o acababan de parir; éstas eran desalojadas eventualmente por las comadronas improvisadas que las habían asistido y que en seguida se preparaban para atender a las recién llegadas que formaban cola en los dos puentes extremos, Alejandro III y Saint-Michel. Y Polo se preguntó: ¿en qué momento se convirtieron o se convertirán las parteras mismas en parturientas, y quién las podrá atender sino las que ya parieron o aún no paren?, y si el milagro de Madame Zaharia no era exclusivo sino genérico, ¿habían parido o parirían las viejas dedicadas a tejer calceta y acomodarse los gorros frigios frente al espectáculo de Saint-Germain-des-Prés? En todo caso, los inmuebles con vista al río habían sido desalojados y las mamás con sus bebés eran conducidas a ellos una vez que se agotaba la debida pausa entre el parto, la reticente celebración del recién venido y una ligera siesta al aire libre.

No eran estos detalles administrativos los que inquietaban a Polo mientras caminaba entre las figuras yacentes, las quejas reprimidas y el regurgitar de niños, sino las miradas que le dirigían las propias parturientas. Quizás algunas, las más jóvenes, lo confundían con el posible padre que, seguramente, en ese momento estaba celebrando a los flagelantes frente a la iglesia de Saint-Germain; ciertas miradas eran de esperanza y otras de desilusión; pero, como suele suceder, aquéllas pronto se trocaron en veladas decepciones en tanto que éstas se dejaban vencer por una falsa expectativa: Polo estaba seguro de que ni uno solo de esos recién nacidos era obra suya; las mujeres que lograban ver el brazo mutilado dejaban de creerlo, pues todo se podrá olvidar o confundir menos un coito con un manco.

Algunos niños reposaban sobre el pecho materno; otros eran alejados con cólera y espanto por las propias madres y arrullados a regañadientes por las parteras; la beatitud de algunas muchachas y la resignación de ciertas mujeres de treinta años no era, sin embargo, el signo común de este nuevo espectáculo del julio parisino: muchas jóvenes en edad de merecer, y más mujeres ya merecidas, compartían con las viejas una doble expresión, a la vez estupefacta y picara. Las ancianas, algunas erguidas con dignidad, otras encorvadas como un báculo de pastor; las viejitas, hasta ayer entregadas a sus recuerdos, sus gatos, sus programas de televisión y sus botellas de agua caliente; esos pergaminos octogenarios que caminan de puntitas por las calles y regañan a los transeúntes; esos vetustos acorazados que disputan todo el día en los mercados y al pie de las escaleras; todas ellas, la formidable, espeluznante y entrañable gerontocracia femenina de París, abrían las bocas y guiñaban los ojos, indecisas entre dos actitudes: interrogar con azoro o fingir un conocimiento secreto. A Polo le bastó verlas para concluir que ninguna de ellas sabía quién era el padre de su criatura.

Avanzó por la línea fronteriza entre el asombro y la malicia; algunas viejas alargaron las manos para tocar la pierna de nuestro héroe; él se dio cuenta de que una de las ancianas le daba a entender a su vecina que él, el joven rubio y hermoso, aunque inválido, era el padre inconfeso de ese bebé amoratado que la arpía agitaba como una sonaja. La ronda del chisme estuvo a punto de formarse y sus consecuencias —Polo lo sospechó con terror— hubiesen sido imprevisibles. Chivo expiatorio. Noche y niebla. Ley de Lynch. Furia. Madre Juana de los Ángeles. Incidente en Ox-Bow. Polo Cinemateca. La mirada argüendera de la viejita paralizó a Polo; por un instante se imaginó rodeado de una jauría de mujeres ilusas, primero las provectas, luego las maduras, finalmente las jóvenes; todas arrojadas sobre él, besándolo primero, pellizcándolo, arañándolo, convencidas ahora de que con un manco, y sólo con un manco, habían hecho el amor nueve meses atrás, invocando la mutilación como prueba de su fértil singularidad, exigiéndole que reconociera la paternidad, ciegas, furiosas ante cada negativa del joven, arrastradas por la necesidad de tener víctima propiciatoria, desnudándole, castrándole, comiéndose entre todas sus cojones, colgándole de un poste, exigiéndole hasta el fin que fuese otro, cuando él, con toda sencillez aunque con grande astucia, sólo podría repetir:

—Yo soy yo, sólo yo, un pobre joven inválido que me gano duramente la vida como hombre-sandwich de un café de barrio, no tengo más destino que éste, humilde y satisfactorio, les juro que no poseo otro destino.

Tuvo la sangre fría de devolverle la mirada a la decrépita señora que le aludía con la suya. Y la mirada de Polo también paralizó a la anciana, la obligó a fruncir el ceño y menear tristemente la cabeza. La vieja apretó a la criatura contra los labios deshebrados, lloriqueó con el mentón tembloroso y en sus ojos aparecieron la estupidez y el terror. Polo, al mirarla, sin proponérselo, había dejado que una sola imagen, excluyente y victoriosa, pasara por su mente; y esa visión tenía que ser el reverso de la imagen de la procreación desordenada. Polo proyectó en su mente la película de una fila de hombres descalzos, cubiertos de manteca, escondidos en el humo, que entraban al espantoso hedor de la iglesia custodiada por las aves de rapiña: Saint-Sulpice. Y añadió una idea al proyectar esa sola imagen de su mente a su mirada y de su mirada a la de la anciana: la solución final, la muerte rigurosamente programada. Se dijo que no lo sabía, que lo inventaba, que recordaba aquella película y su símbolo central, que quería devolverle a la anciana una imagen aterradora que realmente la radicara donde estaba, en la tierra, en la acera yacente.

Nunca se sabrá si Polo comunicó realmente la imagen a la vieja, y no importa. Lo que él quería no era poner a prueba sus poderes de telepatía sino liberarse, él mismo, del recuerdo y la intuición de Saint-Sulpice, convertida ya para su imaginación de nostalgias cinematográficas en catedral del crimen y cámara de la extinción. Sintió el alivio de haberle trasladado, heredado la imagen a la vieja: la imagen y quizás el destino de la muerte. Pero en seguida se preguntó si la muerte se la pasan los jóvenes a los viejos, o se la heredan los viejos a los jóvenes. Para ciertos hombres buenos, el desorden es el mal. Esta limitación cotidiana les permite, en situaciones de excepción, encontrar la paz donde parecería no haberla. La cabeza empezó a girarle a Polo; un orden implacable privaba en Saint-Sulpice y no había allí bien alguno; un desorden espantoso reinaba en el Quai Voltaire y no podía haber allí mal alguno, a menos que la vida hubiese adoptado las facciones de la muerte, y la muerte el semblante de la vida. Frente a Polo, del otro lado de la acera, se tendía el Pont des Arts, herrosa comunicación entre los muelles del Instituto y los del Louvre transparente. El puente partía del disimulado escándalo de este hospital de parturientas al aire libre (ya no tardaba en llover ¿y entonces?) y cruzaba sobre la hirviente y estruendosa anarquía de las aguas. En el centro de estos signos de la catástrofe el puente mismo era un solitario remanso. Imposible saber por qué motivo las mujeres congestionaban los demás accesos a los muelles y evitaban éste. Reglamento, libre decisión o temor no declarado, el hecho es que nadie transitaba por el Pont des Arts, que de esta manera brillaba con un solitario equilibrio.

Polo tuvo la sensación de dirigirse a un punto que sería el fiel de la balanza en una ciudad de platillos cargados con un peso excesivo de humo y sangre. Subió las escaleras y no pudo creer lo que veía. El amplio trazo del Sena hasta dividirse en la He de la Cité, el perfil vidrioso del nuevo Louvre, la corona de la tormenta sobre las torres truncas de Notre-Dame. Las transformaciones, hasta hace unos minutos consideradas como portentos, parecían ahora detalles insignificantes; una bajísima bruma revestía la superficie del río y ocultaba las ruinas de las barcazas; la ciudad y su cielo habían generado un nuevo aire de cristal y luz, una franja de vidrio y oro entre la tierra y la tormenta suspendida.

Una muchacha estaba sentada a la mitad del puente. De lejos, a contraluz (Polo asciende los peldaños que conducen al Pont des Arts) era un punto negro y recortado. Al acercarse, Polo fue llenando ese perfil de color, pues el pelo recogido en una trenza era castaño, el largo batón morado y los collares verdes. La muchacha dibujaba sobre el asfalto del puente. No levantó la mirada cuando Polo llegó hasta ella y añadió a la descripción: tez delgada y firme como una taza china, naricilla levantada, labios tatuados. Dibujaba con tizas, como durante años lo habían hecho numerosos estudiantes que aquí reproducían cuadros famosos, o inventaban nuevas figuras, para solicitar la ayuda del pasante y pagarse los estudios, completar un viaje o emprender el regreso al hogar. En otras épocas, una de las alegrías de la ciudad era pasear por este puente leyendo las gracias escritas con tiza en todos los idiomas del mundo y escuchando la caída de las monedas y el guitarreo de los jóvenes que al atardecer cantaban baladas de amor y protesta.

Ahora, sólo esta muchacha dibujaba allí, concentrada en la banalidad de su torpe ejecución; dibujaba a partir de un círculo negro, irradiando de él zonas de diversos colores, azul, granate, verde, amarillo; Polo quiso recordar dónde había visto, hacía muy poco, una forma semejante. Se detuvo frente a la muchacha y pensó que los labios eran mucho más interesantes que el dibujo: un tatuaje violeta, amarillo y verde los cubría con sierpes caprichosas, libres para adaptarse a los movimientos de la boca, sometidos a ella y a la vez independientes de ella: el tatuaje era una boca aparte, una segunda boca y también sólo la boca de la muchacha, pero perfeccionada, enriquecida por los contrastes de color que resaltaban y profundizaban cada brillo de la saliva y cada arruga inscrita en la plenitud de los labios. Al lado de la joven mujer estaba, de pie, una larga y verde botella. Polo se preguntó si los labios pintados beberían su vino. Pero la botella estaba sellada con un yeso rojo, antiguo, labrado y virgen.

Una gota redonda, luego otra más gruesa, y otra más, cayeron sobre el dibujo. Polo miró el cielo oscuro y la muchacha miró a Polo y él, sin mirarla a ella, pensó primero en el dibujo borrado por la lluvia y en seguida, inexplicablemente, en una frase que durante varios días le había rondado en sueños, inexpresada hasta ese preciso instante. Los labios tatuados se movieron y dijeron lo que él pensaba:

—Increíble el primer animal que soñó con otro animal.

Polo sintió ganas de huir; giró la cabeza hacia los muelles y ya no había nadie allí; sin duda, la lluvia cada vez más tupida había obligado a las parteras y a las parturientas a buscar refugio. La muchacha movió los labios tatuados mientras miraba uno de los carteles que Polo había mostrado inútilmente toda la mañana. La calma regresó al cuerpo del joven mutilado; la calma se transformó en orgullo y Polo se dijo que ojalá lo viesen ahora los patrones del Café, ojalá: nadie, nunca, había mirado con intensidad parecida y ojos tan grises (¿eh?) el anuncio de Le Bouquet; Polo infló el pecho; había justificado su salario; lo desinfló; se estaba conduciendo como un idiota; bastaba ver los ojos de la muchacha para saber que no estaban leyendo el inocuo anuncio del Café. Ahora llovía intensamente, el frágil dibujo ejecutado por la muchacha se escurría hacia el río en espirales de color opaco, seguramente las letras del anuncio eran lavadas de la misma manera y sin embargo la muchacha continuaba leyendo con el ceño arrugado y una mueca indescriptible en los labios.

Se levantó y avanzó, bajo la lluvia, hacia Polo. Polo retrocedió. La muchacha le tendió la mano.

—Salve. Te he estado esperando toda la mañana. Llegué anoche, pero no quise molestarte, aunque Ludovico insistió en mandarte esa carta. ¿La recibiste?… Además, preferí recorrer las calles a solas. Soy mujer (sonrió); me gusta recibir las sorpresas sin compañía y las razones más tarde y de boca de un hombre. ¿Por qué me miras con extrañeza? ¿No te dije que hoy vendría a visitarte? Hicimos un voto, ¿recuerdas?, de volvernos a encontrar en este puente este preciso día, el catorce de julio. Más bien: el puente no existía el año pasado; soñamos que debía haber un puente en este lugar, y ya lo ves, nuestro deseo se cumplió. Pero no entiendo muy bien. El año pasado todos los puentes sobre el Sena eran de madera ¿De qué están hechos ahora? No, no me contestes todavía. Escúchame hasta el final. El viaje desde España es largo y difícil. Las ventas están atestadas y los caminos son cada día más peligrosos. Las bandas avanzan con una rapidez que sólo puede explicarse de una manera: es la asistencia diabólica. El terror cunde desde Toledo hasta Orléans. Han quemado las tierras, las cosechas, los establos. Asaltan y destruyen los monasterios, las iglesias y los palacios. Son terribles: asesinan a todos los que no se unen a su cruzada; siembran el hambre a su paso.

Y son magníficos: todos los miserables, los vagabundos, los aventureros y los enamorados se unen a ellos. Han prometido que los pecados no serán castigados y que la pobreza borrará todas las culpas. Dicen que no hay más crimen que la corrupción de la avaricia, el engaño del progreso y la vanidad individual; dicen que no hay más salvación que desprenderse de cuanto se posee, incluso del nombre propio. Proclaman que todos somos divinos y que por ello todas las cosas son comunes. Anuncian la vecindad de un nuevo reino y dicen vivir en perfecta alegría. Esperan el milenio que habrá de iniciarse este invierno, pero no como una fecha sino como una oportunidad de rehacer el mundo. Citan a uno de sus poetas eremitas y con él cantan que un pueblo sin historia no se redime del tiempo, pues la historia es un tejido de instantes intemporales. Ludovico es el maestro; enseña que la verdadera historia será vivir y glorificar esos instantes temporales y no, como hasta ahora, sacrificarlos a un futuro ilusorio, inalcanzable y devorador, pues cada vez que el futuro se vuelve instante lo repudiamos en nombre del porvenir que anhelamos y jamás tendremos. Yo los he visto. Son un ejército turbulento de limosneros, de fornicadores, de locos, de niños, de idiotas, de danzarines, de cantantes, de poetas, de sacerdotes renegados y eremitas visionarios; maestros que han abandonado sus claustros y estudiantes que profetizan la encarnación de las ideas imposibles, y sobre todo de ésta: la vida del nuevo milenio debe expulsar las nociones de sacrificio, trabajo y propiedad, para instaurar un solo principio, el del placer. Y dicen que de esta confusión nacerá la última comunidad: la comunidad mínima y perfecta. Al frente de ellos viene un Monje, yo lo he visto: una mirada sin expresión y un rostro sin color; yo lo he escuchado: una voz sin timbre, jadeante; yo lo he conocido en otro tiempo: dijo llamarse Simón. Vine a avisarte, como te prometí. Ahora tú debes explicarme todo lo que no entiendo. ¿Por qué ha cambiado tanto la ciudad? ¿Qué significan las luces sin fuego? ¿Las carretas sin bueyes? ¿Las caras pintadas de las mujeres? ¿Las voces sin boca? ¿Los libros de horas pegados a los muros? ¿Las ilustraciones que se mueven? ¿Los tendederos sin ropa que cuelgan entre las casas? ¿Las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro? ¿El humo que sale de los infiernos a las calles? ¿La comida calentada sin fuego y la nieve guardada en cofres? Ven: tómame otra vez en tus brazos y cuéntamelo todo…

Lo dijo reconociendo a Polo y aunque Polo era reconocido todos los días, en virtud de sus ocupaciones, por toda la gente del barrio, esta vez ser reconocido significaba algo, mucho, más. Alrededor de él, en toda la ciudad, nacían niños, morían hombres; cada niño sería bautizado y cada hombre enterrado bajo una losa, a pesar de todo, con nombre propio. Pero no eran ni los niños que nacían, ni los hombres que morían, ni los flagelantes y peregrinos y multitudes de Saint-Germain lo que llamaba la atención de esta muchacha, sino todo lo normal, cotidiano y razonable de París: las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro. Polo observó con fascinación la caligrafía de los labios que acababan de hablarle: la muchacha posee dos bocas; con una de ellas quizás hable su amor; con la otra, no su odio sino su misterio; amor contra misterio; misterio contra amor; idiota confundir misterio con odio; una boca diría las palabras de este tiempo; otra, las de un tiempo olvidado. Polo retrocedió y la muchacha avanzó. El viento agitaba el ropón morado y la lluvia bañaba el rostro y el pelo, pero los labios eran indelebles y se movían en silencio.

—¿Qué te pasa? ¿No me reconoces? ¿No te dije que regresaría hoy?

Naciese o muriese, él era Polo, fue bautizado como Polo y sería enterrado como Polo, el joven manco, el empleado del Café Le Bouquet, el hombre-sandwich: reconocido como Polo en su alfa y en su omega, toma, mira, ¿dónde estará ese libro de poemas?, ¿dónde dice que yo me llamo Polo?, ¿escrito por un viejo loco que confundió todos los síntomas con todas las causas?, ¿el Poeta Libra, un fantasma veneciano, Libra, exhibido dentro de una jaula, recluso de un manicomio americano?, ¿ojos grises, eh? Los ojos grises de la muchacha lo reconocían; pero los labios pronunciaban, sin palabras, otro nombre:

—Juan… Juan…

¿Quién estaba naciendo? ¿Quién estaba muriendo? ¿Quién podría reconocer a un cadáver en uno de esos niños apenas paridos en los muelles del Sena? ¿Quién ha sobrevivido para recordarme?: Polo se dijo, confusamente, todas estas cosas y pensó que sólo tenía un recurso para descifrar los enigmas. Trató de leer las palabras escritas sobre el cartón que le cubría el pecho y averiguar así qué cosa leía allí, con tal intensidad, la muchacha; pero las palabras estaban escritas para que las leyera el público, no él; y al ladear la cabeza para descifrarlas, luchando contra el viento que le arremolinaba la larga cabellera sobre el rostro y le cegaba doblemente, viento y pelo, luchando contra el olor cada vez más próximo de uñas quemadas y el recordado tacto de aceite y placenta, luchando contra las palabras que había pronunciado sin entender, dictadas por una memoria de resurrecciones, ego baptiso te, Iohannes Agrippa, Polo perdió el equilibrio.

Y la muchacha, por cuya mirada pasaban las mismas interrogantes, las mismas memorias, las mismas supervivencias, en ella detalladas como en él genéricas, alargó el brazo para tomar a Polo. Cómo iba a saber que el muchacho era manco. Ella se quedó prendida al aire, con la mano arañada por los alfileres de la manga, y Polo cayó.

Por un instante, los dos cartones blancos semejaban las alas de Icaro y Polo pudo mirar el cielo de París incendiado por la tormenta, como si la lucha entre la luz y las nubes se revolviese en una conflagración del aire: los puentes flotaban como barcos en la niebla, negra quilla del Pont des Arts, lejanos velámenes de piedra del Pont Saint-Michel, ardientes corposantos los dorados mástiles del Pont Alexandre III; en seguida, el rubio y hermoso joven se hundió en el hirviente Sena y primero su grito fue secuestrado por la bruma implacable, lenta y silenciosa; pero su mano única, blanca, emblemática, permaneció por un instante visible, fuera del agua.

La muchacha clavó una mano en el barandal de fierro del puente y con la otra arrojó al río la verde y sellada botella, rogó que la mano del muchacho se asiese al vidrio viejo, trató de mirar las aguas ocultas por esa niebla casi inmóvil y colgó la cabeza.

Permaneció así durante algunos minutos. Luego regresó al centro del puente y volvió a sentarse allí, con las piernas cruzadas y el busto erguido, dejando que el viento y la lluvia jugasen con su pelo y la más desinteresada contemplación con su espíritu. Entonces, en medio de la tormenta, una lucecilla ínfima descendió hacia el puente y la muchacha levantó la cabeza y la miró. En seguida ocultó el rostro entre las manos y la luz, que era una blanca paloma, se posó en la coronilla de la muchacha. Pero apenas lo hizo, la lluvia comenzó a despintar el albeante plumaje, y a medida que la paloma mostraba su verdadero color, la muchacha repetía en el silencio, una y otra vez:

—Éste es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas. Sagio. Sagio. Otneuc im sagio euq oesed. Otneuc im se etse.