INTRODUCCIÓN

1. ECONOMÍA Y PRAXEOLOGÍA

La economía es la más joven de todas las ciencias. A lo largo de los últimos doscientos años, es cierto, muchas nuevas ciencias han ido surgiendo de las disciplinas que ya eran familiares a los antiguos griegos. Pero lo que en realidad ha sucedido es simplemente que algunas partes del conocimiento que ya tenían su lugar en el conjunto del viejo sistema del saber se han convertido en ciencias autónomas. El campo de estudio quedaba más nítidamente subdividido y podía ser tratado con nuevos métodos; se descubrían sectores hasta entonces desconocidos y la gente empezó a considerar la realidad desde puntos de vista diferentes de los de sus precursores. Pero no por ello se ampliaba el mundo del saber. En cambio, la ciencia económica abrió a la ciencia humana un campo antes inaccesible y ni siquiera imaginado. El descubrimiento de una regularidad en la secuencia e interdependencia de los fenómenos del mercado desbordaba el sistema tradicional del saber. Surgía así un conocimiento que no era ni lógica, ni matemática, ni tampoco psicología, física o biología.

Desde la más remota antigüedad, los filósofos se han afanado en descubrir los fines que Dios o la Naturaleza han intentado realizar a lo largo de la historia humana. Querían descubrir la ley que rige el destino y evolución de la humanidad. Pero incluso aquellos pensadores cuya investigación estaba libre de toda preocupación teológica fallaron de ordinario en su empeño a causa de lo inadecuado de su método. Consideraban la humanidad como un todo o bien bajo otros conceptos holísticos tales como nación, raza o iglesia. Establecían de manera arbitraria los fines a los que esas entidades debían tender necesariamente. Pero nunca lograron responder satisfactoriamente a la pregunta relativa a qué factores son los que impelen a los distintos sujetos a comportarse de tal suerte que permitan alcanzar esos fines a los que tiende la inexorable evolución del todo. Por ello tenían que recurrir a las más abstrusas explicaciones: a la intervención milagrosa de la Divinidad, que se hacía presente por la revelación o la aparición de profetas o ungidos caudillos; a la armonía preestablecida, a la predestinación, o a la intervención de una mística y fabulosa alma nacional o universal. Otros hablaron de la «astucia de la naturaleza» que provoca en el hombre impulsos que involuntariamente le conducen por las sendas que la Naturaleza desea que siga.

Otros filósofos eran más realistas. No se preocuparon de averiguar los designios de la Divinidad o la Naturaleza. Contemplaron los asuntos humanos desde un punto de vista político. Intentaron establecer normas para la acción pública, una especie de técnica de gobierno. Los de mente más audaz propugnaban ambiciosos planes para la reforma y completa reestructuración de la sociedad. Otros se contentaban con coleccionar y sistematizar la experiencia histórica. Pero todos estaban plenamente convencidos de que en el orden social no se da esa regularidad fenomenológica que observamos en el campo del funcionamiento del razonar humano y en el de los fenómenos naturales. Descuidaron la investigación de las leyes de la cooperación social, pues pensaban que el hombre puede organizar la sociedad como mejor le plazca. Cuando la realidad no se ajustaba al deseo del reformador y las utopías resultaban irrealizables, el fracaso se atribuía a la imperfección moral de los humanos. Los problemas sociales se consideraban cuestiones puramente éticas. Para edificar la sociedad ideal sólo se precisaba contar con rectos gobernantes y súbditos virtuosos. De este modo, cualquier utopía podía convertirse en realidad.

El descubrimiento de la interdependencia ineluctable de los fenómenos del mercado puso de manifiesto lo infundado de esta opinión. Desorientada, la gente tuvo que enfrentarse con una visión distinta de la sociedad. Descubrió con estupor que se podía contemplar la acción humana desde puntos de vista distintos de lo bueno y lo malo, lo leal y lo desleal, lo justo y lo injusto. En los sucesos humanos se da una regularidad de fenómenos a la que el hombre debe adaptar su acción si quiere alcanzar lo que se propone. Carece de sentido enfrentarse con la realidad a modo del censor que aprueba o desaprueba según su sentir personal y con arreglo a criterios arbitrarios. Es preciso estudiar las normas rectoras de la acción del hombre y de la cooperación social a la manera como el físico examina las que regulan la naturaleza. Considerar la acción humana y la cooperación social como objeto de una ciencia de relaciones dadas, y no ya como una disciplina normativa de lo que debe ser, era una revolución de enormes consecuencias tanto para el conocimiento y la filosofía como para la propia acción social.

Sin embargo, durante más de cien años los efectos de este radical cambio en el modo de razonar fueron muy limitados, pues se pensaba que la nueva ciencia se refería sólo a un reducido segmento del total campo de la acción humana, es decir, los fenómenos del mercado. Los economistas clásicos se toparon con un obstáculo, la aparente antinomia del valor, que fueron incapaces de salvar. Su imperfecta teoría les obligó a reducir el ámbito de su propia ciencia. Hasta finales del siglo pasado, la economía política no pasó de ser una ciencia de los aspectos «económicos» de la acción humana, una teoría de la riqueza y del egoísmo. Trataba la acción humana en cuanto aparece impulsada por lo que, de modo muy poco satisfactorio, denominaba afán de lucro, reconociendo por lo demás que existen otras formas de acción cuyo tratamiento es objeto de otras disciplinas. La transformación del pensamiento que iniciaron los economistas clásicos sólo fue culminada por la moderna economía subjetiva, que convirtió la teoría de los precios del mercado en una teoría general de la elección humana.

Durante mucho tiempo no se comprendió que la sustitución de la doctrina clásica del valor por la nueva teoría subjetiva representaba bastante más que reemplazar una imperfecta explicación del intercambio mercantil por otra mejor. La teoría general de la elección y la preferencia rebasaba el campo al que los economistas, desde Cantillon, Hume y Adam Smith hasta John Stuart Mill, circunscriben sus estudios. Es mucho más que una mera teoría del «aspecto económico» del esfuerzo humano por mejorar su bienestar material. Es la ciencia de toda forma de acción humana. La elección determina todas las decisiones del hombre. Cuando realiza su elección, el hombre elige no sólo entre diversos bienes y servicios materiales; cualquier valor humano, sea el que sea, entra en el campo de su opción. Todos los fines y todos los medios —las aspiraciones espirituales y las materiales, lo sublime y lo despreciable, lo noble y lo vil— se ofrecen al hombre a idéntico nivel para que elija, prefiriendo unos y repudiando otros. Nada de cuanto los hombres aprecian o rechazan queda fuera de esa única elección. La teoría moderna del valor venía a ampliar el horizonte científico y a ensanchar el campo de los estudios económicos. De la economía política elaborada por la escuela clásica emergía la teoría general de la acción humana, la praxeología[1]. Los problemas económicos o catalácticos[2] quedaban enmarcados en una ciencia más general, integración imposible ya de alterar. Todo estudio económico debe partir de actos que consisten en optar y preferir; la economía es una parte, si bien la más elaborada hasta ahora, de una ciencia más universal, la praxeología.

2. EL PROBLEMA EPISTEMOLÓGICO DE UNA TEORÍA GENERAL DE LA ACCIÓN HUMANA

En la nueva ciencia todo aparecía problemático. Era como un cuerpo extraño en el sistema tradicional del saber; los estudiosos, perplejos, no acertaban a clasificarla ni a asignarle un lugar adecuado. Pero, por otro lado, estaban convencidos de que la inclusión de la economía en el catálogo del conocimiento no exigía reorganizar ni ampliar el esquema total. Estimaban que la clasificación estaba ya completa. Si la economía no se acoplaba al sistema, era porque los economistas utilizaban métodos imperfectos al abordar sus problemas.

Menospreciar los debates sobre la esencia, el ámbito y el carácter lógico de la economía como si se tratara de bizantinismos escolásticos de pedantes profesores no es sino ignorar por completo la importancia de tales debates. Por desgracia, está muy extendido el error de suponer que la economía puede proseguir tranquilamente sus estudios prescindiendo de las discusiones relativas al método mejor de investigación. En la Methodenstreit (disputa sobre método) entre los economistas austríacos y la Escuela Histórica Prusiana (la llamada «guardia intelectual de la Casa Hohenzollern») o en la polémica entre John Bates Clark y el institucionalismo americano se trataba de dilucidar mucho más que la simple cuestión de cuál fuera el mejor procedimiento de investigación a emplear. Lo que realmente se quería precisar era el fundamento epistemológico de la ciencia de la acción humana y su legitimidad lógica. Partiendo de un sistema al que era extraño el pensamiento praxeológico y de una filosofía que sólo reconocía como científicas —además de la lógica y las matemáticas— las ciencias naturales y la historia, muchos tratadistas negaron valor y utilidad a la teoría económica. El historicismo pretendió sustituirla por la historia económica y el positivismo por una imposible ciencia social basada en la estructura y la lógica de la mecánica newtoniana. Ambas escuelas coincidían en menospreciar las conquistas del pensamiento económico. No era posible que los economistas soportaran indiferentes tales ataques.

El radicalismo de esta condena en bloque de la economía bien pronto había de ser rebasado por un nihilismo todavía más generalizado. Desde tiempo inmemorial, los hombres —al pensar, hablar y actuar— venían aceptando como hecho indiscutible la uniformidad e inmutabilidad de la estructura lógica de la mente humana. Toda la investigación se basaba precisamente en tal supuesto. Pues bien, en las discusiones acerca de la condición epistemológica de la economía, los tratadistas, por vez primera en la historia, rechazaron este planteamiento. El marxismo afirma que el pensamiento humano está determinado por la clase a que el sujeto pertenece. Toda clase social tiene su propia lógica. El producto del pensamiento no puede ser otra cosa que un «disfraz ideológico» del egoísmo clasista del sujeto pensante. Por ello la misión de la «sociología del saber» es desenmascarar las filosofías y las teorías científicas evidenciando su carácter «ideológico». La economía no es sino un engendro «burgués» y los economistas meros «sicofantes» del capitalismo. Sólo la sociedad sin clases de la utopía socialista reemplazaría las mentiras «ideológicas» por la verdad.

Este polilogismo adoptó más tarde nuevas formas. El historicismo asegura que la estructura lógica del pensamiento y los métodos de acción del hombre cambian en el curso de la evolución histórica. El polilogismo racial adscribió a cada raza una lógica peculiar. Y el antirracionalismo pretendió que la razón no es un instrumento idóneo para investigar los impulsos irracionales que también influyen en la conducta humana.

Estas doctrinas rebasan la esfera de la cataláctica. Ponen en tela de juicio no sólo la economía y la praxeología, sino además todas las ramas del saber y hasta la propia razón humana. Afectan a aquellas ciencias al igual que a la matemática o la física. Por tanto, su refutación no corresponde a ninguna rama particular del saber, sino a la epistemología y a la filosofía en general. Cobra así justificación aparente la actitud de aquellos economistas que prosiguen tranquilamente sus estudios sin prestar mayor atención ni a las cuestiones epistemológicas ni a las objeciones formuladas por el polilogismo y el antirracionalismo. El físico no se preocupa de si se tildan sus teorías de burguesas, occidentales o judías; por lo mismo, el economista debería menospreciar la denigración y la calumnia. Debería dejar que ladraran los perros, sin dar mayor importancia a sus aullidos. Podríamos recordar el pensamiento de Spinoza: «Sane sicut se lux ipsam et tenebras manifestat, sic veritas norma sui et falsi est» (Lo mismo que la luz se manifiesta a sí misma y a las tinieblas, así también la verdad es norma de sí misma y de lo falso).

Sin embargo, la situación de la economía no es totalmente idéntica a la de las matemáticas o las ciencias naturales. El polilogismo y el antirracionalismo dirigen realmente sus dardos contra la praxeología y la cataláctica. Aunque formulen sus afirmaciones de modo genérico, comprendiendo en su ataque todas las ramas del saber, en realidad a lo que apuntan es a las ciencias de la acción humana. Sostienen que es ilusorio pretender que la investigación científica pueda sentar conclusiones válidas para los pueblos de todas las épocas, razas y clases sociales y se complacen en adjetivar de burguesas u occidentales determinadas teorías físicas o biológicas. Ahora bien, cuando la solución de problemas prácticos requiere aplicar esas doctrinas denigradas, pronto olvidan sus críticas. Los soviéticos, por ejemplo, se sirven sin escrúpulos de todos los avances de la física, química y biología burguesas y se despreocupan de si tales doctrinas son válidas para todas las clases. Los ingenieros y médicos nazis no desdeñaron ni dejaron de utilizar las teorías, descubrimientos e inventos de las «razas inferiores». El efectivo proceder de pueblos, naciones, religiones, grupos lingüísticos y clases sociales demuestra claramente que nadie toma en serio las doctrinas del polilogismo y del irracionalismo en lo concerniente a la lógica, las matemáticas o las ciencias naturales.

Pero no ocurre así cuando se trata de la praxeología y la cataláctica. El motivo principal del desarrollo de las doctrinas del polilogismo, del historicismo y del irracionalismo no era otro que proporcionar una justificación para rechazar las enseñanzas de la economía en la determinación de la política económica. Socialistas, racistas, nacionalistas y estatistas fracasaron, tanto en su empeño de refutar las teorías de los economistas, como en el de demostrar la veracidad de sus falaces doctrinas. Fue precisamente eso lo que les incitó a negar los principios lógicos y epistemológicos en que se asienta el raciocinio humano, tanto por lo que atañe a la vida en general, como también en lo referente a la investigación científica.

Pero no debemos desentendernos de tales objeciones simplemente por las motivaciones políticas que las inspiran. Al científico no le basta constatar que sus críticos se muevan a impulsos pasionales o partidistas. Tiene la obligación de examinar todas las objeciones que le sean opuestas, prescindiendo de la motivación o fondo subjetivo de las mismas. Por ello no es de recibo guardar silencio ante la generalizada opinión según la cual los teoremas económicos sólo son válidos bajo hipotéticas condiciones que nunca se dan y que, por tanto, carecen de interés cuando se trata de la realidad. No deja de sorprender que algunas escuelas económicas compartan, aparentemente, este criterio, a pesar de lo cual continúan tranquilamente trazando sus curvas y formulando sus ecuaciones. Cuando así proceden, en el fondo se despreocupan del íntimo sentido de su propio razonar y de su efectiva importancia en el mundo de la vida real y de la acción.

Tal actitud es insostenible. La tarea primordial de todo investigador estriba en analizar exhaustivamente y definir las condiciones y supuestos bajo los cuales cobran validez sus afirmaciones. Es erróneo tomar la física como modelo y patrón para la investigación económica; ahora bien, quienes caen bajo el hechizo de tal falacia deberían al menos percatarse de que ningún físico se avino jamás a aceptar que había determinados teoremas de su especialidad cuyo esclarecimiento quedaba fuera del ámbito de la propia investigación. El problema principal de la economía se reduce a precisar la adecuación entre las afirmaciones catalácticas y la realidad de esa acción humana que se pretende llegar a conocer.

Incumbe, por tanto, a la ciencia económica examinar con detenimiento si es cierta la afirmación según la cual sus teorías sólo son válidas bajo un orden capitalista y una ya superada etapa liberal de la civilización occidental. A ninguna otra disciplina más que a la economía corresponde valorar las diversas críticas formuladas contra la utilidad y oportunidad del estudio de la acción humana. El pensamiento económico debe estructurarse de tal suerte que resulte inmune a la crítica del antirracionalismo, el historicismo, el panfisicismo, el comportamentismo y demás variedades del polilogismo. Sería absurdo que mientras se aducen a diario nuevos argumentos para demostrar la utilidad de las investigaciones económicas, los economistas permanecieran tranquilamente encerrados en sus torres de marfil.

Ya no basta abordar los problemas económicos por las sendas tradicionales. Es necesario elaborar la teoría cataláctica sobre la sólida base de una teoría general de la acción humana: la praxeología. Tal planteamiento no sólo la hará inmune a muchas críticas carentes de consistencia, sino que, además, aclarará numerosos problemas en la actualidad mal enfocados y peor resueltos. Con este criterio se suscita, de modo singular, la cuestión relativa al cálculo económico.

3. LA TEORÍA ECONÓMICA Y LA PRÁCTICA DE LA ACCIÓN HUMANA

Suele acusarse a la economía de ser una ciencia poco desarrollada. Cierto que no es perfecta. Es imposible alcanzar la perfección en el mundo del conocimiento, ni en ninguna otra actividad humana. El hombre carece de omnisciencia. Aun la teoría mejor elaborada y que parece satisfacer plenamente nuestra ansia de saber será probablemente en el futuro corregida o sustituida por otra. La ciencia jamás brinda certeza absoluta y definitiva. Sólo da ciertas seguridades dentro de los límites que nuestra capacidad mental y los descubrimientos de la época le marcan. Cada sistema científico no representa más que un cierto estadio en el camino de la investigación. Refleja necesariamente la inherente insuficiencia del esfuerzo intelectual del hombre. Pero reconocer este hecho no significa que la economía actual esté atrasada. Simplemente atestigua que nuestra ciencia es algo vivo, ya que la vida presupone imperfección y cambio.

Los críticos que proclaman el supuesto atraso de la economía pertenecen a dos campos distintos.

A un lado están algunos naturalistas y físicos que la censuran por no ser una ciencia natural y por excluir las técnicas de laboratorio. Uno de los objetivos del presente tratado es demostrar el error que encierra esta idea. En estas notas preliminares bastará con referimos a su fondo psicológico. La gente de estrecha mentalidad suele criticar las diferencias que observan en los demás. El camello de la fábula se vanagloriaba de su giba ante los restantes animales que carecían de joroba y el ciudadano de Ruritania vilipendia al de Laputania por no ser ruritano. El investigador de laboratorio considera su método el más perfecto y estima que las ecuaciones diferenciales son la única forma adecuada de reflejar los resultados de la investigación. Es incapaz de apreciar los problemas epistemológicos de la acción humana. En su opinión, la economía no puede ser sino una forma de mecánica.

En otro lado se sitúan quienes afirman que algo debe fallar en las ciencias sociales cuando la realidad social es tan insatisfactoria. Las ciencias naturales han logrado notables realizaciones en las dos o tres últimas centurias, elevando el nivel de vida de forma considerable. Las ciencias sociales, en cambio, han fracasado de modo lamentable en su pretensión de mejorar las condiciones humanas. No han sido capaces de suprimir la miseria y el hambre, las crisis económicas y el paro, la guerra y la tiranía. Son, pues, ciencias estériles, que en nada contribuyen a la felicidad y a la bienandanza de la humanidad.

Estos detractores no advierten que los grandes progresos de los métodos técnicos de producción y el consiguiente incremento de la riqueza y el bienestar se materializaron únicamente cuando se aplicaron las medidas liberales que eran la aplicación práctica de las enseñanzas de la economía. Fueron las ideas de los economistas clásicos las que eliminaron las barreras impuestas por las viejas leyes, costumbres y prejuicios seculares sobre las aplicaciones tecnológicas y las que liberaron a promotores e innovadores geniales de la camisa de fuerza con que la organización gremial, el paternalismo gubernamental y toda suerte de presiones sociales les maniataban. Los economistas minaron el venerado prestigio de militaristas y expoliadores, poniendo de manifiesto los beneficios que comporta la pacífica actividad mercantil. Ninguno de los grandes inventos modernos se habría implantado si la mentalidad de la era precapitalista no hubiera sido completamente destruida por los economistas. La generalmente denominada «revolución industrial» fue consecuencia de la «revolución ideológica» provocada por las doctrinas económicas. Los economistas demostraron la inconsistencia de los viejos dogmas: que no es lícito ni justo vencer al competidor produciendo géneros mejores y más baratos; que es reprochable desviarse de los métodos tradicionales de producción; que las máquinas son perniciosas porque causan paro; que el deber de gobernante consiste en impedir el enriquecimiento del empresario y conceder protección a los menos aptos frente a la competencia de los más eficientes; que restringir la libertad empresarial mediante la fuerza y la coacción del estado o de otros organismos y asociaciones promueve el bienestar social. La escuela de Manchester y los fisiócratas franceses formaron la vanguardia del capitalismo moderno. Sólo gracias a ellos pudieron progresar esas ciencias naturales que han derramado beneficios sin cuento sobre las masas.

Lo malo de nuestro siglo es precisamente su enorme ignorancia sobre la influencia que la libertad económica tuvo en el progreso técnico de los últimos doscientos años. Se engaña la gente cuando supone que la coincidente aparición de los nuevos métodos de producción y la política del laissez faire fue puramente casual. Cegados por el mito marxista, nuestros coetáneos creen que la moderna industrialización es consecuencia de unas misteriosas «fuerzas productivas» que funcionan independientemente de los factores ideológicos. Se cree que la economía clásica no tuvo parte alguna en el advenimiento del capitalismo, sino que más bien fue su fruto, su «superestructura ideológica», es decir, una doctrina meramente justificativa de las inicuas pretensiones de los explotadores. De ello se seguiría que la abolición de la economía de mercado y su sustitución por el totalitarismo socialista no perturbaría gravemente el constante perfeccionamiento de la técnica. Al contrario, el progreso social se acentuaría al suprimirse los obstáculos con que el egoísmo de los capitalistas lo entorpece.

La rebelión contra la ciencia económica es la característica de esta nuestra época de guerras despiadadas y de desintegración social. Tomás Carlyle tachó a la economía de «ciencia triste» y Carlos Marx calificó a los economistas de «sicofantes de la burguesía». Los charlatanes, para ponderar sus remedios y los fáciles atajos que en su opinión conducen al paraíso terrenal, denigran la economía calificándola de «ortodoxa» y «reaccionaria». Los demagogos se vanaglorian de supuestas victorias por ellos conseguidas sobre la economía. El hombre «práctico» se jacta de despreciar lo económico y de ignorar las enseñanzas impartidas por meros «profesores». La política de las últimas décadas fue forjada por una mentalidad que se mofa de todas las teorías económicas sensatas y ensalza en cambio las torpes doctrinas de los detractores de aquéllas. En la mayoría de los países la llamada «economía ortodoxa» está desterrada de las universidades y es virtualmente desconocida por estadistas, políticos y escritores. No podemos culpar de la triste situación actual a una ciencia desdeñada y desconocida por masas y dirigentes.

Conviene subrayar que el porvenir de la civilización moderna, tal como ha sido desarrollada por la raza blanca en los últimos doscientos años, se halla inseparablemente ligado al futuro de la economía. Esta civilización pudo surgir porque la gente creía en las fórmulas que aplicaban las enseñanzas de los economistas a los problemas de la vida diaria. Y fatalmente perecerá si las naciones prosiguen por el camino iniciado bajo el maleficio de las doctrinas que condenan el pensamiento económico.

Es cierto que la economía es una ciencia teórica que, como tal, se abstiene de establecer normas de conducta. No pretende señalar a los hombres qué metas deben perseguir. Sólo quiere averiguar los medios más idóneos para alcanzar aquellos objetivos que otros, los consumidores, predeterminan; jamás pretende indicar a los hombres los fines a que deben aspirar. Las decisiones últimas, la valoración y elección de metas a alcanzar, quedan fuera del ámbito de la ciencia. Nunca dirá a la humanidad qué debe desear, pero sí procurará ilustrarla acerca de cómo debe comportarse si quiere alcanzar determinados fines.

Hay quienes consideran esto insuficiente y entienden que una ciencia limitada a la investigación de «lo que es», incapaz de expresar un juicio de valor acerca de los fines más elevados y últimos, carece de utilidad. Es un gran error. Sin embargo, demostrarlo no puede ser objeto de estas consideraciones preliminares, ya que constituye precisamente una de las pretensiones del presente tratado.

4. RESUMEN

Era necesario hacer estas consideraciones preliminares para aclarar por qué pretendemos situar los problemas económicos dentro del amplio marco de una teoría general de la acción humana. En el estado actual del pensamiento económico y de los estudios políticos referentes a las cuestiones fundamentales de la organización social, ya no es posible considerar aisladamente el problema cataláctico propiamente dicho. Estos problemas no son más que un sector de la ciencia general de la acción humana, y como tal deben abordarse.