La sociedad es acción concertada, cooperación. Es producto de un comportamiento consciente y deliberado. Esto no quiere decir que los individuos celebraran un buen día un contrato en virtud del cual quedó fundada la sociedad humana. Las acciones que han realizado la cooperación social y que de nuevo la realizan a diario no tienden a otra cosa que a cooperar y colaborar con otros para alcanzar determinados fines concretos. Ese complejo de relaciones mutuas creado por la acción recíproca de los individuos es lo que se denomina sociedad. Reemplaza una —al menos concebible— vida aislada de los individuos por la colaboración. La sociedad es división del trabajo y combinación de esfuerzos. Por ser el hombre un animal que actúa se convierte en animal social.
El ser humano nace siempre en un ambiente que halla ya socialmente organizado. Sólo en tal sentido puede afirmarse que —lógica o históricamente— la sociedad es anterior al individuo. En cualquier otro sentido la afirmación es engañosa y falsa. Es cierto que el individuo vive y actúa en el marco social, pero la sociedad no es más que ese combinarse de actuaciones múltiples para producir un esfuerzo cooperativo. En ninguna parte existe fuera de las acciones de los individuos y es puro espejismo imaginarla fuera del ámbito en que los individuos actúan. Hablar de una existencia autónoma e independiente de la sociedad, de su vida propia, de su alma, de sus acciones, es una metáfora que fácilmente conduce a crasos errores.
Carece de interés preocuparse de si el fin último es la sociedad o el individuo, así como de si los intereses de aquélla deban prevalecer sobre los de éste o a la inversa. La acción es siempre acción de seres individuales. Lo social o el aspecto social es sólo una orientación determinada que adoptan las acciones individuales. La categoría de fin cobra sentido únicamente aplicada a la acción. La teología y la metafísica discuten sobre los fines de la sociedad y los planes que Dios desea realizar respecto a ella del mismo modo que discuten los fines a que apuntan las restantes partes del universo creado. La ciencia, que no puede sino apoyarse en la razón, instrumento éste evidentemente inadecuado para abordar tales cuestiones, tiene en cambio vedada la especulación sobre tales materias.
En el marco de la cooperación social pueden surgir entre los distintos miembros de la sociedad sentimientos de simpatía y amistad y una como sensación de común pertenencia. Tal disposición espiritual viene a ser manantial de placenteras y hasta sublimes experiencias humanas, constituyendo dichos sentimientos precioso aderezo de la vida, que elevan la especie animal hombre a la auténtica condición humana. Pero, contrariamente a lo que algunos suponen, no fueron tales sensaciones las que produjeron las relaciones sociales, sino que más bien son fruto de la propia cooperación social en la que únicamente pueden prosperar; no preceden al establecimiento de las relaciones sociales ni son la fuente de la que éstas brotan.
Los dos hechos fundamentales que originan la cooperación, la sociedad y la civilización, transformando al animal hombre en ser humano, son, de un lado, el que la labor realizada bajo el signo de la división del trabajo resulta más fecunda que la practicada bajo un régimen de aislamiento y, de otro, el que la inteligencia humana es capaz de reconocer esta verdad. A no ser por esas dos circunstancias, los hombres habrían continuado siendo siempre enemigos mortales entre sí, los unos frente a los otros, rivales irreconciliables en sus esfuerzos por apropiarse porciones siempre insuficientes del escaso sustento que la naturaleza espontáneamente proporciona. Cada uno vería en su semejante un enemigo; el indomeñable deseo de satisfacer las propias apetencias habría provocado implacables conflictos. Ningún sentimiento de amistad y simpatía hubiera podido florecer en tales condiciones.
Algunos sociólogos han supuesto que el hecho subjetivo, original y elemental de la sociedad es una «conciencia de especie»[1]. Otros mantienen que no habría sistemas sociales a no ser por cierto «sentimiento de comunidad o de mutua pertenencia»[2]. Podemos aceptarlo siempre y cuando esos vagos y ambiguos términos se interpreten rectamente. Los conceptos de conciencia de especie, de sentido de comunidad o de mutua pertenencia pueden utilizarse en tanto impliquen reconocer el hecho de que en sociedad todos los demás seres humanos son colaboradores potenciales en la lucha del sujeto por su propia supervivencia; simplemente porque el conjunto comprende los beneficios mutuos que la cooperación proporciona, a diferencia de los demás animales, incapaces de comprender ese hecho. Las dos circunstancias mencionadas anteriormente son las únicas que, en definitiva, originan esa conciencia o ese sentimiento. En un mundo hipotético, en el cual la división del trabajo no incrementara la productividad, los lazos sociales serían impensables. Desaparecería todo sentimiento de benevolencia o amistad.
El principio de la división del trabajo es uno de los grandes motores del desarrollo del mundo y del cambio evolutivo. Hicieron bien los biólogos en tomar de la filosofía social el concepto de la división del trabajo, utilizándolo en sus investigaciones. Hay división de trabajo entre los distintos órganos de un ser vivo; existen en el reino animal colonias integradas por seres que colaboran entre sí; en sentido metafórico, tales colonias de hormigas o abejas suelen denominarse «sociedades animales». Pero nunca debe olvidarse que lo que caracteriza a la sociedad humana es la cooperación deliberada; la sociedad es fruto de la acción, o sea, del propósito consciente de alcanzar un fin. Semejante circunstancia, según nuestras noticias, no concurre en los procesos que provocan el desarrollo de las plantas y de los animales o informan el funcionamiento de las colonias de hormigas, abejas o avispas. La sociedad, en definitiva, es un fenómeno intelectual y espiritual: el resultado de acogerse deliberadamente a una ley universal determinante de la evolución cósmica, a saber, aquélla que predica la mayor productividad de la labor bajo el signo de la división del trabajo. Al igual que acontece en cualesquiera otros supuestos de acción, el reconocimiento de una ley natural viene a ponerse al servicio de los esfuerzos del hombre deseoso de mejorar sus propias condiciones de vida.
Según las tesis del universalismo, del realismo conceptual, del holismo, del colectivismo y de algunos representantes de la Psicología de la Forma (Gestaltpsychologie), la sociedad es una entidad que tiene existencia autónoma, independiente y separada de la vida de los diversos individuos que la integran, actuando por cuenta propia hacia la consecución de precisos fines, distintos de los que persiguen los individuos que la componen. De ahí que pueda surgir un grave antagonismo entre los objetivos sociales y los individuales, lo que conduce a la necesidad de domeñar el egoísmo de los particulares para proteger la existencia y desenvolvimiento de la sociedad, obligando a aquéllos a que, en beneficio de ésta, renuncien a sus designios puramente personales. Una vez llegadas a tal conclusión, todas esas doctrinas se ven forzadas a dejar de utilizar el análisis científico y el razonamiento lógico, desviándose hacia puras profesiones de fe, de índole teológica o metafísica. Han de suponer que la providencia, por medio de profetas, apóstoles y carismáticos jerarcas, constriñe a los hombres, de por sí perversos, a perseguir fines que éstos no desean, haciéndoles caminar por las buenas sendas que Dios, el Weltgeist o la Historia desean que sigan.
Tal es la filosofía que, desde tiempo inmemorial, presidió las creencias de las tribus primitivas. A ella apelaron invariablemente las religiones en sus enseñanzas. El hombre debe atenerse a la ley dictada por un poder sobrehumano y obedecer a las autoridades a quienes dicho poder encarga de velar por el cumplimiento de la norma. Por consiguiente, el orden social creado por esta ley, la sociedad humana, es obra de Dios y no del hombre. Si la deidad no hubiera intervenido e iluminado convenientemente a los torpes mortales, la sociedad no habría surgido. Es cierto que la cooperación social constituye una bendición para el hombre; es cierto también que, desprovistos del auxilio que la sociedad les presta, jamás hubieran logrado los hombres emanciparse de la barbarie y de la miseria material y moral característica del estado primitivo. Pero por sí solo nunca hubiera el individuo hallado el camino de salvación, pues las normas de la cooperación social y los preceptos de la ley moral le imponen duras exigencias. La limitada inteligencia humana habría hecho creer a la gente que la renuncia a determinados placeres inmediatos es inaceptable; las masas habrían sido incapaces de comprender las ventajas, incomparablemente mayores aunque posteriores, que implica el abstenerse de ciertas satisfacciones presentes. Sin una revelación sobrenatural, el hombre no habría comprendido lo que el destino exigía que hiciera tanto para su bien personal como para el de su descendencia.
La teoría científica desarrollada por la filosofía social del racionalismo dieciochesco y el liberalismo y por la economía moderna no se basa en milagrosas intervenciones de poderes sobrenaturales. Cada vez que el individuo recurre a la acción concertada abandonando la actuación aislada se produce una clara mejora de sus condiciones materiales. Las ventajas derivadas de la cooperación pacífica y de la división del trabajo resultan ser de carácter universal. Esos beneficios los perciben de inmediato los propios sujetos actuantes, no quedando aplazado su disfrute hasta el advenimiento de futuras y lejanas generaciones. Lo que el individuo recibe le compensa ampliamente de sus sacrificios en aras de la sociedad. Tales sacrificios, pues, sólo son aparentes y temporales; renuncia a una ganancia pequeña para después disfrutar de otra mayor. Ninguna persona razonable puede dejar de comprender este hecho evidente. El incentivo que impulsa a intensificar la cooperación social ampliando la esfera de la división del trabajo, a robustecer la seguridad y la paz, es el común deseo de mejorar las propias condiciones materiales de cada uno. Defendiendo los propios intereses rectamente entendidos, el individuo contribuye a intensificar la cooperación social y la convivencia pacífica. La sociedad es fruto de la acción humana, es decir, de la apetencia humana por suprimir el malestar en la mayor medida posible. Para explicar su aparición y posterior desarrollo no es preciso recurrir a la idea, tan contraria a la verdadera mentalidad religiosa, según la cual la creación originaria fue tan defectuosa que exige la incesante intervención sobrenatural para evitar su fracaso.
La función histórica de la teoría de la división del trabajo, tal como fue elaborada por la economía política inglesa desde Hume a Ricardo, consistió en demoler todas las doctrinas metafísicas concernientes al nacimiento y desenvolvimiento de la cooperación social. Consumó la emancipación espiritual, moral e intelectual de la humanidad iniciada por la filosofía del epicureísmo. Sustituyó la antigua ética heterónoma e intuitiva por una moralidad racional autónoma. La ley y la legalidad, las normas morales y las instituciones sociales dejaron de ser veneradas como si fueran fruto de insondables decretos del cielo. Todas estas instituciones son de origen humano y sólo pueden ser enjuiciadas examinando su idoneidad para provocar el bienestar del hombre. El economista utilitario no dice fiat justitia, pereat mundus, sino, al contrario, fiat justitia, ne pereat mundus. No pide al hombre que renuncie a su bienestar en aras de la sociedad. Le aconseja que reconozca sus intereses rectamente entendidos. La sublime grandeza del Creador no se manifiesta en la puntillosa y atareada preocupación por la diaria actuación de príncipes y políticos, sino en haber dotado a sus criaturas de la razón y depositado en ellas el inmarcesible anhelo de la felicidad[3].
El problema fundamental con que tropiezan todas estas filosofías sociales de tipo universalista, holístico y colectivista consiste en determinar cómo se puede reconocer la ley auténtica, el profeta verdadero y la autoridad legítima. Pues muchos son los que aseguran ser enviados del Señor, predicando, cada uno de ellos, diferente evangelio. Para el fiel creyente no cabe la duda; está plenamente convencido de haber abrazado la única doctrina verdadera. Precisamente la firmeza de tales respectivas creencias es lo que hace irreconciliables los antagonismos. Cada grupo está dispuesto a imponer, a cualquier precio, las propias ideas. Lo malo es que como en este terreno no se puede apelar a la disquisición lógica, resulta inevitable recurrir a la lucha armada. Las doctrinas sociales que no sean de carácter racional, utilitario y liberal forzosamente han de generar guerras y luchas civiles hasta que uno de los contendientes sea aniquilado o sojuzgado. La historia de las grandes religiones es un rico muestrario de combates y guerras; muestrario muy similar al de las falsas religiones modernas, el socialismo, la estatolatría y el nacionalismo. La intolerancia, el hacer conversos mediante la espada del verdugo o del soldado, es inherente a cualquier sistema de ética heterónoma. Las leyes atribuidas a Dios o al destino reclaman validez universal; y a las autoridades que los correspondientes decálogos declaran legítimas les deben todos los hombres, en justicia, obediencia plena. Mientras se mantuvo intacto el prestigio de los códigos heterónomos de moralidad y su corolario filosófico, el realismo conceptual, la cuestión de la tolerancia y la paz duradera no podía ni siquiera plantearse. Cesaban los combatientes en sus mutuos asaltos sólo para recobrar las fuerzas necesarias que les permitieran reanudar la batalla. La idea de tolerar al disidente comenzó a prosperar sólo cuando las doctrinas liberales quebraron el hechizo del universalismo. Porque, a la luz de la filosofía utilitarista, ni la sociedad ni el estado fueron ya considerados como instituciones destinadas a organizar aquel orden mundial que, por razones inasequibles a la mente humana, agradaba a la Deidad, aun cuando pudiera perjudicar los intereses materiales de muchos y aun de la inmensa mayoría. Al contrario, la sociedad y el estado son los principales medios para que todos, de común acuerdo, puedan alcanzar los fines que se proponen. Son creaciones del esfuerzo humano, y su mantenimiento y perfeccionamiento son tarea que no difiere esencialmente de las demás actividades racionales. Los defensores de una moralidad heterónoma o de una doctrina colectivista, cualquiera que sea, jamás podrán demostrar racionalmente la veracidad de sus específicos principios éticos y la superioridad y exclusiva legitimidad de su particular ideal social. Se ven obligados a exigir a la gente que acepte crédulamente su sistema ideológico y se someta a la autoridad que ellos consideran legítima, siempre dispuestos a amordazar al disidente e imponerle el acatamiento absoluto.
Siempre habrá, naturalmente, individuos o grupos de individuos de tan estrecha inteligencia que no se percaten de los beneficios que les depara la cooperación social. Tampoco han de faltar gentes de voluntad y fuerza moral tan débil que no puedan resistir la tentación de perseguir efímeras ventajas, perjudicando con su desconsiderado proceder el regular funcionamiento del sistema social. Adaptarse a las exigencias de la cooperación social requiere, desde luego, sacrificios por parte del individuo. Estos sacrificios son sólo temporales y aparentes, ya que se hallan ampliamente compensados por las ventajas mucho mayores que proporciona la vida en sociedad. No se puede dejar de sentir la renuncia al goce deseado, y no todo el mundo es capaz de comprender los beneficios posteriores y proceder en consecuencia. El anarquismo cree que mediante la educación se podrá hacer comprender a la gente qué líneas de conducta le conviene adoptar en su propio interés; supone que los hombres, una vez instruidos, se atendrán espontáneamente a aquellas normas que la conservación de la sociedad exige respetar, asegurando que un orden social bajo el cual nadie disfrutara de privilegios a costa de sus semejantes podría pervivir sin necesidad de recurrir a ningún tipo de coacción en orden a evitar cualquier acto perjudicial para la sociedad. Una sociedad así podría prescindir del estado y del gobierno, es decir, de la policía, del aparato social de compulsión y coerción.
Los anarquistas pasan por alto alegremente el hecho innegable de que hay quienes son o demasiado cortos de entendimiento o débiles en exceso para adaptarse espontáneamente a las exigencias de la vida social. Aun admitiendo que toda persona adulta en su sano juicio goce de capacidad bastante para comprender la conveniencia de la cooperación social y proceda en consecuencia, siempre existirá el problema de los niños, de los viejos y de los dementes. Concedamos que quien actúa de modo antisocial no es más que un pobre enfermo mental, que reclama atención y cuidado. Pero mientras todos esos débiles mentales no se hallen curados y mientras haya viejos y niños, habrán de adoptarse oportunas medidas para que la sociedad no sea puesta continuamente en peligro. Una sociedad anarquista estaría a merced de cualquier asaltante. No puede sobrevivir la sociedad si la mayoría no está dispuesta a recurrir a la acción violenta, o al menos a la correspondiente amenaza, para impedir que las minorías destruyan el orden social. Ese poder se encama en el estado o gobierno.
El estado o gobierno es el aparato social de compulsión y coerción. Debe monopolizar la acción violenta. Ningún individuo puede recurrir a la violencia o a la amenaza de emplearla si no ha sido autorizado para ello por el gobierno. El estado es una institución cuya función esencial estriba en proteger las relaciones pacíficas entre los hombres. Ahora bien, para preservar la paz, ha de hallarse siempre en condiciones de aplastar las acometidas de los quebrantadores del orden.
La doctrina social liberal, basada en la ética utilitaria y en las enseñanzas económicas, contempla el problema de las relaciones entre el gobierno y los súbditos de un modo distinto de como lo hacen el universalismo y el colectivismo. Sostiene el liberalismo que los gobernantes —siempre minoría— no pueden permanecer mucho tiempo en el poder si no cuentan con el apoyo de la mayoría de los gobernados. El gobierno —cualquiera que sea el sistema adoptado— se basa en que la mayoría de los gobernados piensa que, desde el punto de vista de sus personales intereses, les conviene más la obediencia y sumisión a la autoridad que la rebelión y sustitución del régimen por otro. La mayoría goza de poder para derrocar cualquier gobierno y, efectivamente, recurre a esa solución en cuanto supone que su propio bienestar lo requiere. A la larga, ni hay ni puede haber gobiernos impopulares. La guerra civil y la revolución son los medios a que recurre la mayoría descontenta para derribar a los gobernantes y reemplazar los sistemas de gobierno que considera no le convienen. El liberalismo aspira al gobierno democrático sólo en aras de la paz social. La democracia no es, por tanto, una institución revolucionaria. Al contrario, es el mejor sistema para evitar revoluciones y guerras civiles, porque hace posible adaptar pacíficamente el gobierno a los deseos de la mayoría. Si quienes ejercen el poder no satisfacen ya a la mayoría, ésta puede —en la próxima elección— eliminarlos y sustituirlos por otros que defiendan programas diferentes.
El principio del gobierno mayoritario o gobierno por el pueblo recomendado por el liberalismo no aspira a que prevalezca la masa, el hombre de la calle. No defiende, como algunos críticos suponen, el gobierno de los más indignos, zafios e incapaces. Los liberales no dudan de que a la nación le conviene sobre todo ser regida por los mejores. Ahora bien, opinan que la capacidad política debe demostrarse convenciendo a los conciudadanos y no echando los tanques a la calle. En modo alguno se puede garantizar que los electores confieran el poder a los candidatos más competentes. Ningún sistema puede ofrecer tal garantía. Si la mayoría de la nación sostiene ideas equivocadas y prefiere candidatos indignos, no hay más solución que hacer lo posible por cambiar su mentalidad, exponiendo principios más razonables y recomendando hombres mejores. Ninguna minoría cosechará éxitos duraderos recurriendo a otros procedimientos.
El universalismo y el colectivismo no pueden aceptar esa solución democrática del problema político. En su opinión, el individuo, al atenerse al código ético, no persigue sus intereses particulares, sino que renuncia a propios fines para que puedan cumplirse los planes de la deidad o de la colectividad. Afirman, además, que la razón, por sí sola, es incapaz de percibir la supremacía de los valores absolutos, la inexorable validez de la sagrada ley e interpretar acertadamente los cánones y normas. Por ello es totalmente inútil pretender convencer a la mayoría mediante la persuasión, induciéndola suavemente al bien. Quienes recibieron la sublime inspiración, iluminados por tal carisma, tienen el deber de propagar el evangelio a los dóciles, recurriendo a la violencia contra los díscolos. El jefe carismático es el lugarteniente de Dios en la tierra, el representante de la colectividad, el «brazo» de la historia. Siempre tiene razón; goza de infalibilidad. Sus órdenes son la norma suprema.
El universalismo y el colectivismo son necesariamente sistemas de gobierno tecnocrático. Nota común a todas sus diferentes variedades es la de predicar la existencia de una entidad sobrehumana a la que los individuos deben someterse. Lo único que distingue entre sí a dichas doctrinas es la denominación dada a aquella entidad y el contenido de las leyes que proclaman en su nombre. El gobierno dictatorial de la minoría no puede justificarse más que apelando al supuesto mandato recibido de una autoridad suprema y sobrehumana. Poco importa que el gobernante absoluto pretenda basar su poder en el derecho divino de los reyes o en la misión histórica de la vanguardia del proletariado; igualmente, carece de importancia que el supremo ser se denomine Geist (Hegel) o Humanité (Comte). Los términos sociedad y estado, tal como de ellos se sirven los modernos defensores del socialismo, de la planificación y del control público de todas las actividades individuales, también tienen significado sobrenatural. Los sacerdotes de estos nuevos cultos atribuyen a sus respectivos ídolos todas aquellas perfecciones que los teólogos reservan para la divinidad: omnipotencia, omnisciencia, bondad infinita, etc.
En cuanto se admite la existencia de una entidad que opera por encima y con independencia de la actuación individual, persiguiendo fines propios distintos de aquéllos a los que los mortales aspiran, se ha formulado ya el concepto de una personalidad sobrenatural. Ahora bien, planteadas así las cosas, es preciso enfrentarse resueltamente con el problema de qué fines u objetivos, en caso de conflicto, deban prevalecer, si los del estado y la sociedad o los del individuo. La respuesta, desde luego, va implícita en el propio concepto de estado o sociedad, tal y como lo conciben el colectivismo y el universalismo. Admitida la existencia de una entidad que ex definitione es superior, más noble y mejor que el individuo, no cabe duda alguna de que sus aspiraciones deben prevalecer sobre las de los míseros mortales. Verdad es que algunos amantes de las paradojas —por ejemplo, Max Stirner[4]— se divirtieron volviendo las cosas al revés y, por lo mismo, entienden que la precedencia corresponde al individuo. Pero, si la sociedad o el estado son entidades dotadas de voluntad, intención y todas las demás cualidades que les atribuye la doctrina colectivista, resulta impensable pretender enfrentar a sus elevados designios las triviales aspiraciones del pobre individuo.
El carácter cuasi teológico de todas las doctrinas colectivistas resalta al entrar en colisión diversas variedades de esa misma filosofía. Porque el colectivismo no proclama la superioridad de un ente colectivo in abstracto; ensalza siempre las excelencias de un ídolo determinado y, o bien niega de plano la existencia de otras deidades semejantes, o las relega a una posición subordinada y auxiliar con respecto al propio dios. Los adoradores del estado proclaman la bondad de una cierta organización estatal; los nacionalistas, la excelencia de su propia nación. Cuando uno de estos idearios es objeto de ataque por parte de quienes predican la superioridad de otro determinado ídolo colectivista, sus defensores no saben replicar más que repitiendo una y mil veces: «Estamos en lo cierto, mientras vosotros erráis, porque una poderosa voz interior eso nos dice». Los conflictos entre sectas y credos colectivistas antagónicos no pueden dirimirse recurriendo al raciocinio; han de resolverse mediante las armas. La disyuntiva se plantea entre los principios liberales y democráticos del gobierno mayoritario, de un lado, y el principio militarista del conflicto armado y la opresión dictatorial, de otro.
Todas las distintas variedades de credos colectivistas coinciden en su implacable hostilidad contra las instituciones políticas fundamentales del sistema liberal: gobierno por la mayoría, tolerancia para con el disidente, libertad de pensamiento, palabra y prensa e igualdad de todos ante la ley. Esa comunidad ideológica entre los distintos credos colectivistas en su afán por destruir la libertad ha hecho que muchos, equivocadamente, supongan que la pugna política se halla planteada entre individualismo y colectivismo. Existe ciertamente la lucha entre el individualismo, de un lado, y una multitud de sectas colectivistas, de otro, cuyo mutuo odio y hostilidad no es menos feroz que el que cada una profesa al sistema liberal. No es un marxismo uniforme el que ataca al capitalismo, sino toda una hueste de grupos marxistas diferentes. Tales credos —por ejemplo, los estalinistas, los trotskistas, los mencheviques, los seguidores de la Segunda Internacional, etc.— se combaten entre sí inhumanamente y con la máxima brutalidad. Existen, además, otras numerosas sectas de carácter no marxista que, en sus mutuas pugnas, recurren también a esos mismos atroces métodos. La sustitución del liberalismo por el colectivismo provocaría interminables y sangrientas contiendas.
La terminología que se emplea corrientemente al tratar estos asuntos induce a graves confusiones. La filosofía comúnmente denominada individualismo es una filosofía que propugna la cooperación social y la progresiva intensificación de los lazos sociales. Por el contrario, el triunfo de los dogmas colectivistas apunta hacia la desintegración de la sociedad y la perpetuación del conflicto armado. Cierto es que todas las variedades de colectivismo prometen una paz eterna a partir del día de su victoria final, una vez hayan sido derrotadas todas las demás ideologías y exterminados sus seguidores. Ahora bien, la realización de estos planes está subordinada a una previa transformación radical de la humanidad. Los hombres se dividirán en dos castas: de un lado, el autócrata omnipotente, cuasi divino, y de otro, las masas, sin voluntad ni raciocinio propio, convertidas en meros peones a las órdenes del dictador. Las masas habrán de deshumanizarse para que uno pueda erigirse en su divinizado dueño. El pensar y el actuar, atributos típicos del hombre, pasarán a ser privilegio exclusivo de uno solo. No es necesario resaltar que tales proyectos son irrealizables. Los «milenios» de los dictadores acaban siempre en el fracaso; nunca han perdurado más allá de algunos años. Hemos presenciado la desaparición de varios de estos «milenios». No será más brillante el fin de los que quedan.
La moderna reaparición de la idea colectivista —causa principal de los desastres y dolores que nos afligen— ha triunfado de tal modo que ha logrado relegar al olvido las ideas básicas en que se funda la filosofía social liberal. Hoy en día desconocen este pensamiento incluso muchos de los partidarios de las instituciones democráticas. Los argumentos que esgrimen para justificar la libertad y la democracia están plagados de errores colectivistas; sus doctrinas más bien constituyen una tergiversación que una defensa del liberalismo auténtico. Las mayorías, en su opinión, tienen siempre razón simplemente porque gozan de poder bastante para aplastar al disidente; el gobierno mayoritario equivale a la dictadura del partido más numeroso, no teniendo la mayoría por qué refrenarse a sí misma en el ejercicio del poder ni en la gestión de los negocios públicos. Tan pronto como una facción cualquiera ha conquistado el apoyo de la masa y, por ende, controla todos los resortes del gobierno, se considera facultada para denegar a la minoría aquellos mismos derechos democráticos que le sirvieron para imponerse.
Este pseudoliberalismo, evidentemente, es la antítesis de la filosofía liberal. Los liberales ni divinizan a la mayoría ni la consideran infalible; no sostienen que el simple hecho de que los más la apoyen sea prueba de la bondad de una política en orden al bien común. Los liberales jamás recomendaron la dictadura mayoritaria ni la opresión violenta de la minoría disidente. El liberalismo aspira a implantar un sistema político que permita la pacífica cooperación social y fomente la progresiva ampliación e intensificación de las relaciones entre los hombres. El principal objetivo del liberalismo es evitar el conflicto violento, las guerras y revoluciones, que pueden desintegrar la humana colaboración social, hundiendo a todos de nuevo en la primigenia barbarie, con interminables luchas intestinas entre tribus y grupos políticos. Puesto que la división del trabajo exige la paz, el liberalismo aspira a establecer el sistema de gobierno que mejor la salvaguarda: el democrático.
El liberalismo, en su sentido actual, es una doctrina política. No es una teoría científica, sino la aplicación práctica de los descubrimientos de la praxeología, y especialmente de la economía, para resolver los problemas que suscita la acción humana en el marco social.
El liberalismo, como doctrina política, no se desentiende de las valoraciones y fines últimos perseguidos por la acción. Presupone que todos, o al menos la mayoría, desean alcanzar determinados fines, dedicándose consecuentemente a señalar los medios más idóneos para la conquista de tales objetivos. Los defensores de las doctrinas liberales son plenamente conscientes de que sus ideas son válidas tan sólo para quienes coinciden con los mismos principios valorativos.
Mientras la praxeología, y por tanto la economía, emplean los términos felicidad o supresión del malestar en sentido puramente formal, el liberalismo confiere a dichos conceptos un significado concreto. Presupone que la gente prefiere la vida a la muerte, la salud a la enfermedad, el alimento al hambre, la riqueza a la pobreza. Enseña al hombre cómo proceder de acuerdo con tales valoraciones.
Es corriente tildar de materialistas a ese tipo de preocupaciones y acusar al liberalismo de caer en un burdo materialismo olvidando los afanes «elevados y nobles» de la humanidad. No sólo de pan vive el hombre, dice el crítico, mientras vilipendia la ruin y despreciable bajeza de la filosofía utilitaria. Pero tan apasionadas diatribas carecen de base, pues falsean torpemente los auténticos principios liberales.
Primero: Los liberales no predican que los hombres deban perseguir las metas antes mencionadas. Lo único que constatan es que la inmensa mayoría prefiere una vida con salud y riqueza a la miseria, el hambre y la decrepitud. Es esto algo que nadie puede poner en duda. Y así lo demuestra el hecho de que todas las doctrinas antiliberales —los dogmas teocráticos de los diversos partidos religiosos, estatistas, nacionalistas y socialistas— adoptan ante estas cuestiones la misma actitud. Todas ellas prometen a sus seguidores una vida de abundancia e insisten, una y otra vez, en que, mientras los planes rivales traerían consigo la indigencia para la mayoría, los propios llevarían al pueblo la riqueza y el bienestar. Los partidos cristianos, cuando se trata de prometer a las masas un nivel de vida más alto, no son menos ardientes en sus palabras que los nacionalistas o los socialistas. Las diferentes iglesias modernas prefieren hablar de la elevación de jornales en la industria y en el campo antes que de los dogmas de la doctrina cristiana.
Segundo: Los liberales no desdeñan las aspiraciones intelectuales y espirituales del hombre. Al contrario, con apasionado ardor les atrae la perfección intelectual y moral, la sabiduría y la excelencia estética. Tienen incluso un concepto de estas nobles y elevadas cosas muy distinto de la grosera idea que de las mismas se forman sus adversarios. No comparten la ingenua opinión de que cualquier sistema de organización social es bueno para alentar el pensamiento filosófico o científico, para producir obras maestras de arte y literatura y para ilustrar mejor a las masas. Sostienen que en estas materias la sociedad ha de contentarse con crear un clima social que no ponga obstáculos insuperables en el camino del genio, liberando al hombre común lo suficiente de los problemas materiales para que pueda interesarse por algo más que el simple ganarse la vida. Creen que el medio mejor para que el hombre se humanice y cultive consiste en librarle de la miseria. La sabiduría, las ciencias y las artes medran mejor en el mundo de la abundancia que en el de la pobreza.
Estigmatizar de un supuesto materialismo la era del liberalismo es una tergiversación de los hechos. El siglo XIX no fue solamente un siglo de progreso sin precedentes en los métodos técnicos de producción y en el bienestar material de las masas. Hizo mucho más que alargar la duración media de la vida. Son imperecederas sus realizaciones científicas y artísticas. Fue una época de músicos, escritores, poetas, pintores y escultores inmortales; se revolucionó la filosofía, la economía, las matemáticas, la física, la química y la biología. Y es más, por primera vez en la historia, tuvo el hombre de la calle a su alcance las grandes obras y las grandes ideas.
El liberalismo se asienta sobre una teoría de la cooperación social puramente racional y científica. Las medidas que recomienda son la aplicación de un conjunto de conocimientos que nada tienen que ver con sentimientos, con credos intuitivos sin respaldo lógico, con experiencias místicas ni con personales percepciones de fenómenos sobrenaturales. En este sentido podemos calificar al liberalismo de indiferente o agnóstico, epítetos éstos que pocos utilizan e interpretan correctamente. Pero sería un grave error inferir de ello que las ciencias de la acción humana y la técnica política derivada de sus enseñanzas, el liberalismo, sean ateas u hostiles a la religión. Los liberales rechazan resueltamente todo sistema teocrático, pero nada tienen que oponer a las creencias religiosas mientras éstas no interfieran en los asuntos sociales, políticos y económicos.
Teocrático es cualquier sistema social que pretenda fundamentar su legitimidad en títulos sobrenaturales. La norma suprema de todo régimen teocrático está integrada por unos conocimientos que no pueden ser sometidos al examen racional, ni ser demostrados por métodos lógicos. Se fundamenta en un conocimiento de carácter intuitivo que proporciona una certeza mental subjetiva acerca de cosas que ni la razón ni el raciocinio pueden concebir. Cuando dicho conocimiento intuitivo se encarna en una de las tradicionales doctrinas que predican la existencia de un divino creador, rector del universo, es lo que entendemos por creencia religiosa. Cuando se plasma en otro tipo de doctrina, lo denominamos creencia metafísica. Por tanto, un sistema teocrático de gobierno no tiene forzosamente que ampararse en alguna de las grandes religiones. Puede igualmente ser fruto de una creencia metafísica —opuesta a todas las confesiones e iglesias tradicionales— que orgullosamente pregone su condición atea y antimetafísica. En la actualidad, los más poderosos partidos teocráticos atacan al cristianismo y a las demás religiones derivadas del monoteísmo hebraico. Lo que a dichos grupos concede investidura teocrática es su afán de organizar los asuntos terrenales con arreglo a un conjunto de ideas cuyo fundamento no puede demostrarse mediante el raciocinio. Aseguran que sus respectivos jefes gozan de conocimientos inaccesibles al resto de los mortales, diametralmente opuestos a las ideas sustentadas por quienes no recibieron la oportuna revelación. Un supremo poder místico encomendó a dichos carismáticos jefes la misión de dirigir y tutelar a la engañada humanidad. Sólo ellos gozan de luces; todos los demás o son ciegos y sordos o son malvados.
Cierto es que diversas sectas de las grandes religiones históricas defendieron ideas teocráticas. Sus representantes sentían el ansia de poder, propugnando la opresión y el aniquilamiento de los disidentes. Pero ello no debe llevamos a identificar cosas tan dispares entre sí como son la religión y la teocracia.
William James considera religiosos «aquellos sentimientos, actos y experiencias del individuo aislado que se producen en torno a lo que el interesado considera divino»[5]. Estima típicas de toda vida religiosa las siguientes creencias: que el mundo material es sólo una parte de otro universo más espiritual del que recibe su principal significado; que nuestro verdadero fin consiste en alcanzar una armoniosa unión o relación con aquel universo más elevado; que la oración o comunión íntima con el espíritu de ese mundo superior —llámese «Dios» o «ley»— es un proceso real y efectivo del cual fluye energía espiritual que produce efectos tanto psicológicos como materiales. La religión —prosigue James— provoca, además, los siguientes sentimientos: un nuevo deleite espiritual que, como un don, se agrega a la vida, concretándose en transportes líricos o en una tendencia al sacrificio y al heroísmo, junto con una inefable sensación de seguridad y paz que llena el ánimo de caridad y afecto hacia los demás[6].
Esta descripción de las experiencias y sentimientos religiosos no hace ninguna referencia al ordenamiento de la cooperación social. La religión, para James, es un contacto específicamente personal e individual entre el hombre y una divina realidad, sagrada y misteriosa, que inspira temor. El sentimiento religioso impone al hombre determinada conducta personal. Pero nunca hace referencia a los problemas atinentes a la organización social. San Francisco de Asís, la más grande personalidad religiosa de Occidente, jamás se interesó por la política ni por la economía. Aconsejaba a sus discípulos vivir piadosamente; pero nunca se le ocurrió planificar la producción, ni menos aún incitó a sus seguidores a recurrir a la violencia contra el disidente. Desde luego, no se le puede responsabilizar de la interpretación que posteriormente dio a sus enseñanzas la orden que fundó.
El liberalismo no opone ningún obstáculo a que el hombre adapte voluntariamente su conducta personal y ordene sus asuntos privados a tenor de las enseñanzas del evangelio, según él mismo, su iglesia o su credo las interpreten. En cambio, rechaza terminantemente todo intento de impedir, mediante la apelación a la intuición religiosa o a la revelación, el estudio racional de los problemas que el bienestar social suscita. El liberalismo a nadie impone el divorcio o el control de la natalidad. Pero combate a quienes quieren impedir a los demás que analicen libremente las razones en pro y en contra de estos asuntos.
La opinión liberal entiende que el fin perseguido por la ley moral estriba en inducir a los hombres a que ajusten su conducta a las exigencias de la vida en sociedad, a que se abstengan de incurrir en actos perjudiciales para la pacífica cooperación social y en procurar el máximo mejoramiento de las relaciones interhumanas. Gustoso acoge el liberal las enseñanzas religiosas coincidentes con su ideario, pero tiene que mostrar su oposición a aquellas normas —sea quien fuere el que las formule— que por fuerza han de provocar la desintegración social.
Asegurar que el liberalismo se opone a la religión, como muchos defensores de la teocracia religiosa pretenden, es una manifiesta tergiversación de la verdad. Dondequiera que la iglesia interfiere en los asuntos profanos, surge la pugna entre las diversas creencias, sectas y confesiones. El liberalismo, al separar iglesia y estado, instaura la paz entre los distintos credos, permitiendo que cada uno predique pacíficamente su propio evangelio.
El liberalismo es racionalista. Cree en la posibilidad de llevar a la inmensa mayoría al convencimiento de que sus propios deseos e intereses, correctamente entendidos, se verán favorecidos en mayor grado por la pacífica cooperación humana dentro de la sociedad que recurriendo a la lucha intestina y a la desintegración social. Confía en la razón. Tal vez su optimismo sea infundado y, posiblemente, los liberales se equivoquen al pensar así. Lo malo es que, en tal caso, el futuro de la humanidad es verdaderamente desesperanzador.
La división del trabajo, con su corolario la cooperación humana, es el fenómeno social fundamental.
La experiencia enseña al hombre que la acción cooperativa tiene una eficacia y es de una productividad mayor que la actuación individual aislada. Las condiciones naturales que determinan la vida y el esfuerzo humano dan lugar a que la división del trabajo incremente la productividad por unidad de esfuerzo invertido. Las circunstancias naturales que provocan la aparición de este fenómeno son las siguientes:
Primera: la innata desigualdad de la capacidad de los hombres para realizar específicos trabajos. Segunda: la desigual distribución, sobre la superficie de la tierra, de los recursos naturales. En realidad, podríamos considerar estas dos circunstancias como una sola; a saber, la diversidad de la naturaleza, que hace que el universo sea un complejo de variedad infinita. Si en la tierra las circunstancias fueran tales que las condiciones físicas de producción resultaran idénticas en todas partes y si los hombres fueran entre sí tan iguales como en la geometría euclidiana lo son dos círculos del mismo diámetro, la división del trabajo no ofrecería ventaja alguna al hombre que actúa.
En favor de la división del trabajo milita un tercer hecho consistente en que existen empresas cuya ejecución excede las fuerzas de un solo individuo, exigiendo la conjunción de esfuerzos. La realización de determinadas obras impone la acumulación de una cantidad tal de trabajo que ningún hombre individualmente puede aportarlo, por ser limitada la capacidad laboral humana. Hay otras que podrían ser realizadas por el individuo aislado; pero su duración sería tan dilatada que se retrasaría excesivamente el disfrute de las mismas y no compensaría entonces la labor realizada. En ambos casos, sólo el esfuerzo humano coordinado permite alcanzar el objetivo deseado.
Aun cuando únicamente concurriera esta última circunstancia, por sí sola habría originado entre los hombres la cooperación temporal. Pero tales asociaciones transitorias de cara a tareas específicas superiores a la capacidad individual no habrían bastado para provocar una perdurable cooperación social. Durante las primeras etapas de la civilización, pocas eran las empresas que sólo de este modo pudieran coronarse. Aun en tales casos, es muy posible que no todos los interesados coincidieran en que la utilidad y urgencia de dicha obra fuera superior a la de otras tareas que pudieran realizar individualmente. La gran sociedad humana, integradora de todos los hombres y de todas sus actividades, no fue generada por esas alianzas ocasionales. La sociedad es mucho más que una asociación pasajera que se concierta para alcanzar un objetivo definido y que se disuelve tan pronto como el mismo ha sido logrado, aun cuando los asociados estuvieran dispuestos a renovarla siempre que se terciara la ocasión.
El incremento de la productividad típico de la división del trabajo se registra siempre que la desigualdad sea tal que cada individuo o cada parcela de tierra en cuestión resulte superior, por lo menos en algún aspecto, a los demás individuos o parcelas de que se trate. Si A puede producir, por unidad de tiempo, 6p o 4q, mientras B produce sólo 2p pero 8q, trabajando por separado A y B obtendrán una producción de 4p + 6q; sin embargo, bajo el signo de la división del trabajo, dedicándose tanto A como B únicamente a aquella labor en que mayor sea su respectiva eficiencia, en total producirán 6p + 8q. Ahora bien, ¿qué sucede si A no sólo sobrepasa a B en la producción de p, sino también en la de q?
Tal es el problema que se planteó Ricardo y que resolvió correctamente.
Ricardo formuló la Ley de Asociación para demostrar los efectos que produce la división del trabajo cuando un individuo o un grupo, más eficientes en cualquier aspecto, colaboran con otro individuo o grupo menos eficientes. Quiso Ricardo investigar los efectos que produciría el comercio entre dos regiones, desigualmente dotadas por la naturaleza, suponiendo que las respectivas producciones podían libremente ser transportadas de una a otra, pero no así los trabajadores ni los factores de producción acumulados (bienes de capital). La división del trabajo entre ambas regiones, según demuestra la ley de Ricardo, ha de incrementar la productividad del esfuerzo laboral y, por tanto, resulta ventajosa para todos los intervinientes, pese a que las condiciones materiales de producción puedan ser más favorables en una de dichas zonas que en la otra. Conviene que la zona mejor dotada concentre sus esfuerzos en la producción de aquellos bienes en los cuales sea mayor su superioridad dejando a la región peor dotada que se dedique a las producciones en las que la superioridad de la primera sea menor. Esa paradoja de no explotar unas condiciones domésticas de producción más favorables yendo a buscar esos bienes, que podrían producirse dentro del país, en áreas cuyas condiciones de producción son más desfavorables, viene originada por la inmovilidad de los factores trabajo y capital, que no pueden acudir a los lugares de producción más favorables.
Ricardo advirtió plenamente que su ley de los costes comparados —que formuló fundamentalmente para poder abordar un problema específico del comercio internacional— venía a ser un caso particular de otra ley más general, la ley de asociación.
Si A es más eficiente que B, de tal suerte que, para producir una unidad del bien p necesita tres horas, mientras B ha de emplear cinco horas, y para producir una unidad de q el primero invierte dos horas contra cuatro horas el segundo, resulta que ganarán ambos si A se limita a producir q y deja a B que produzca p. En efecto, si cada uno dedica sesenta horas a producir p y sesenta horas a producir q, el resultado de la obra de A será 20p + 30 q; el de B 12p + 15q; o sea, en conjunto, 32p + 45q. Ahora bien, si A se limita a q, producirá 60q en 120 horas; B, en el mismo supuesto dedicándose sólo a p, producirá 24 p. La suma de sus actividades equivaldrá, en tal caso, a 24p + 60q; comoquiera que p tiene para A un cociente de sustitución de 3q/2, y para B de 5q/4, dicha suma representa una producción mayor que la de 32p + 45q. Por lo tanto, es evidente que la división del trabajo beneficia a todos los que participan en la misma. La colaboración de los de más talento, habilidad y destreza con los peor dotados resulta ventajosa para ambos grupos. Las ganancias derivadas de la división del trabajo son siempre recíprocas.
La ley de asociación muestra por qué desde un principio hubo una tendencia a ir gradualmente intensificando la cooperación humana. Comprendemos cuál fue el incentivo que indujo a los hombres a dejar de considerarse rivales en inacabable lucha por apropiarse de los escasos medios de subsistencia que la naturaleza ofrece. Advertimos el móvil que les impulsó y continuamente les impulsa a unirse en busca de mutua cooperación. Todo progreso hacia una más avanzada división del trabajo favorece los intereses de cuantos participan en la misma. Para comprender por qué el hombre no permaneció aislado, buscando, como los animales, alimento y abrigo sólo para sí o, a lo más, para su compañera y su desvalida prole, no es preciso recurrir a ninguna milagrosa intervención divina ni a la personalización de un innato impulso de asociación, ni suponer que los individuos o las hordas primitivas se comprometieron un buen día mediante oportuna convención a establecer relaciones sociales. Fue la acción humana estimulada por la percepción de la mayor productividad del trabajo bajo la división del mismo la que originó la sociedad primitiva y la hizo progresivamente desarrollarse.
Ni la historia ni la etnología ni ninguna otra rama del saber pueden explicar aquella evolución que hizo de las manadas y rebaños de antepasados no humanos del hombre los primitivos, si bien ya altamente diferenciados, grupos sociales de los que nos informan las excavaciones, las más antiguas fuentes documentales históricas y las noticias de exploradores y viajeros que se han topado con tribus salvajes. Con referencia a los orígenes de la sociedad, la tarea de la ciencia sólo puede consistir en descubrir los factores que pueden provocar y provocan necesariamente la asociación y su progresivo desarrollo. La praxeología resuelve esta incógnita. Mientras el trabajo resulte más fecundo bajo el signo de la división del mismo y en tanto el hombre sea capaz de advertir este hecho, la acción humana tenderá espontáneamente a la cooperación y a la asociación. No se convierte el individuo en ser social sacrificando sus personales intereses ante el altar de un mítico Moloch, la sociedad, sino simplemente porque aspira a mejorar su propio bienestar. La experiencia enseña que esta condición —la mayor productividad de la división del trabajo— aparece porque su causa —la innata desigualdad de los hombres y la desigual distribución geográfica de los factores naturales de producción— es real. Y así podemos comprender el curso de la evolución social.
Se le han dado muchas vueltas a la ley de asociación de Ricardo, más conocida por el nombre de ley de los costes comparados. La razón es evidente. La ley en cuestión es una gravísima amenaza para los planes de todos aquéllos que pretenden justificar el proteccionismo y el aislamiento económico desde cualquier punto de vista que no sea el de privilegiar los egoístas intereses de algunos fabricantes o el de prepararse para la guerra.
El objetivo principal que Ricardo perseguía al formular su ley consistía en refutar una determinada objeción, a la sazón frecuentemente esgrimida contra la libertad del comercio internacional. En efecto, inquiría el proteccionista: bajo un régimen librecambista, ¿cuál sería el destino de un país cuyas condiciones para cualquier producción resultaran todas más desfavorables que las de cualquier otro lugar? Pues bien, es cierto que en un mundo donde no sólo los productos sino también el trabajo y el capital gozaran de plena libertad de movimiento aquel país tan poco idóneo para la producción dejaría de utilizarse como ubicación de cualquier actividad humana. En tal caso, si la gente satisficiera mejor sus necesidades no explotando las condiciones comparativamente más imperfectas que ofrece la zona en cuestión, no se establecerían en ella, dejándola deshabitada como las regiones polares, las tundras o los desiertos. Pero Ricardo quiso enfrentarse con los problemas reales que suscita nuestro mundo, en el cual las circunstancias específicas de cada caso vienen predeterminadas por los asentamientos humanos efectuados en épocas anteriores y donde el trabajo y los bienes de capital están ligados al suelo por diversas razones de orden institucional. En tales circunstancias, el librecambismo, es decir, una libertad de movimientos restringida a las mercancías, no puede provocar la distribución del capital y el trabajo sobre la faz de la tierra según las posibilidades, mejores o peores, que cada lugar ofrezca en orden a la productividad del esfuerzo humano. Sólo entonces entra en juego la ley del coste comparado. Cada país se dedica a aquellas ramas de producción para las cuales sus específicas condiciones le ofrecen relativa, aunque no absolutamente, las mejores oportunidades. Para los habitantes de cualquier zona es más ventajoso abstenerse de explotar algunas de sus capacidades, pese a ser éstas superiores a las del extranjero, importando en su lugar los géneros producidos allende sus fronteras en condiciones más desfavorables. Se trata de un caso análogo al del cirujano que para la limpieza del quirófano y del instrumental contrata los servicios de un tercero, no obstante superarle también en ese específico cometido, para dedicarse exclusivamente a la cirugía, en la que su preeminencia es todavía más notable.
Este teorema del coste comparado nada tiene que ver con la teoría del valor de la doctrina económica clásica. No se refiere ni al valor ni a los precios. Se trata de un juicio puramente analítico: la conclusión a que se llega se halla implícita en aquellas dos premisas según las cuales resulta, de un lado, que la productividad de los factores de producción, técnicamente posibles de trasladar, es diferente según los lugares donde aquéllos se ubiquen y, de otro, que dichos factores, por razones institucionales, tienen restringida su movilidad. Sin que se afecte la validez de sus conclusiones, el teorema en cuestión puede desentenderse del problema del valor, toda vez que sólo maneja unos simples presupuestos. Éstos son: que únicamente se trata de producir dos mercancías, pudiendo ambas ser libremente transportadas; y que para la producción de cada una de ellas se precisa la concurrencia de dos factores; que en las dos mercancías aparece uno de estos factores (igual puede ser el trabajo que el capital), mientras el otro factor (una propiedad específica de la tierra de que se trate) sólo es aprovechado en uno de ambos procesos; que la mayor escasez del factor común en ambas producciones predetermina el grado en que es posible explotar el factor diferente. Sobre la base de estas premisas, que permiten establecer cocientes de sustitución entre la inversión efectuada del factor común y la producción, el teorema resuelve la incógnita planteada.
La ley del coste comparado es tan ajena a la teoría clásica del valor como lo es la ley de los beneficios, basada en un razonamiento semejante a la primera. En ambos supuestos, cabe limitarse a comparar sólo la inversión material con el producto material obtenido. En la ley de los beneficios comparamos la producción de un mismo bien. En la del coste comparado contrastamos la producción de dos bienes distintos. Si tal comparación resulta factible es porque suponemos que para la producción de cada uno de ellos, aparte de un factor específico, sólo se requieren factores no específicos de la misma clase.
Hay quienes critican la ley del coste comparado por tales simplificaciones. Aseguran que la moderna teoría del valor impone una nueva formulación de la ley en cuestión, con arreglo a los principios subjetivos. Sólo mediante esa reestructuración cabría demostrar su validez de modo satisfactorio y concluyente. Ahora bien, tales opositores se niegan a calcular en términos monetarios. Prefieren recurrir a los métodos del análisis de la utilidad, por creer que ese método es idóneo para cifrar el valor sobre la base de la utilidad. Más adelante se verá el engañoso espejismo que suponen tales intentos de llegar al cálculo económico dejando de lado las expresiones monetarias. Carecen de consistencia y son contradictorios, resultando inviables, cuantos sistemas se inspiran en dichas ideas. No es posible el cálculo económico, en ningún sentido, si no se basa en precios monetarios según los determina el mercado[7].
Aquellas sencillas premisas que sustentan la ley de los costes comparados no tienen el mismo significado para los economistas modernos que para los clásicos. Hubo discípulos de la escuela clásica que veían en ella el punto de partida para una teoría del valor en el comercio internacional. Hoy en día nos consta que esa creencia era equivocada. Advertimos que no hay diferencia entre el comercio interior y el exterior en lo que respecta a la determinación del valor y de los precios. Sólo circunstancias diferentes, es decir, condiciones institucionales que restringen la movilidad de las mercancías y de los factores de producción, hacen que la gente distinga el mercado nacional del extranjero.
Si no se quiere estudiar la ley del coste comparado bajo los simplificados supuestos de Ricardo, es necesario ir derecha y abiertamente al cálculo monetario. No se debe caer en el error de suponer que sin ayuda del cálculo monetario se pueden comparar los diversos factores de producción invertidos y las mercancías producidas. Volviendo sobre el ejemplo del cirujano y su ayudante habrá que decir: Si el cirujano puede emplear su limitada capacidad de trabajo en efectuar operaciones que le proporcionan unos ingresos horarios de 50 dólares, indudablemente, le convendrá contratar los servicios de un ayudante que le limpie el instrumental, pagándole a dos dólares la hora, aun cuando ese tercero emplee tres horas para realizar lo que el cirujano podría hacer en una hora. Al comparar las condiciones de dos países distintos habrá que decir: Si las circunstancias son tales que en Inglaterra la producción de una unidad de cada mercancías y b requiere el consumo de una jornada de la misma clase de trabajo, mientras en la India, con la misma inversión de capital, se necesitan dos jornadas para a y tres para b, resultando los bienes de capital y tanto a como b libremente transferibles de Inglaterra a la India y viceversa, pero no siéndolo así la mano de obra, los salarios, en la India, por lo que a la producción de a se refiere, tenderán a ser el cincuenta por ciento de los salarios ingleses y, por lo que a la producción de b se refiere, la tercera parte. Si el jornal inglés es de seis chelines, en la India será de tres en la producción de a y de dos chelines en la de b. Semejante disparidad en la remuneración de trabajo del mismo tipo no puede perdurar si en el mercado interior de la India la mano de obra goza de movilidad. Los obreros abandonarán la producción de b enrolándose en la de a; este movimiento haría que tendiera a rebajarse la remuneración en a, elevándose en b. Los salarios indios, finalmente, se igualarían en ambas industrias. Aparecería entonces una tendencia a ampliar la producción de a y a desplazar la competencia inglesa. Por otra parte, la producción de b en la India dejaría de ser rentable, lo que obligaría a abandonarla, mientras en Inglaterra se incrementaría. A la misma conclusión se llega suponiendo que la diferencia en las condiciones de producción estriba, parcial o exclusivamente, en la distinta cuantía de capital que en cada caso fuera preciso invertir.
También se ha dicho que la ley de Ricardo resultaba válida en su época, pero no lo es ya en la nuestra, por haber variado las circunstancias concurrentes. Ricardo distinguía el comercio interior del exterior por la diferente movilidad que en uno y otro tenían el capital y el trabajo. Si se supone que el capital, el trabajo y las mercancías gozan de plena movilidad, entonces entre el comercio regional y el interregional no hay más diferencia que la derivada del coste del transporte. En tal caso, de nada serviría formular una teoría específica del comercio internacional distinta de la atinente al interno. El capital y el trabajo se distribuirían sobre la superficie de la tierra según las mejores o peores condiciones que para la producción ofreciera cada región. Habría zonas de población más densa y mejor surtidas de capital, mientras otras comarcas gozarían de menor densidad humana y de más reducido capital. Pero en todo el mundo prevalecería una tendencia a retribuir de igual modo un mismo trabajo.
Ricardo, como decíamos, suponía que sólo dentro del país tenían plena movilidad el trabajo y el capital, careciendo de ella allende las fronteras. En tales circunstancias, quiere investigar cuáles serían las consecuencias de la libre movilidad de las mercancías. (Si tampoco la transferencia de mercancías fuera posible, entonces cada país sería autárquico, sumido en un total aislamiento económico; habría desaparecido el comercio internacional). La teoría del coste comparado resuelve la incógnita ricardiana. Cierto es que, más o menos, los presupuestos de Ricardo se daban en su época. Posteriormente, a lo largo del siglo XIX, las circunstancias cambiaron. Disminuyó aquella inmovilidad del capital y del trabajo; cada vez resultaban más fáciles las transferencias internacionales de dichos factores productivos. Pero vino la reacción. Hoy en día, el capital y el trabajo de nuevo ven restringida su movilidad. La realidad actual vuelve a coincidir con las premisas ricardianas.
Las enseñanzas de la teoría clásica sobre el comercio internacional son ajenas a cualquier cambio en las específicas condiciones institucionales concurrentes. De este modo se nos permite abordar el estudio de los problemas que suscita cualquier supuesto imaginable.
La división del trabajo es la consecuencia provocada por la consciente reacción del hombre ante la desigualdad de circunstancias naturales. Por otro lado, la propia división del trabajo va incrementando esa disparidad de las circunstancias de hecho. A causa de ella, las diversas zonas geográficas asumen funciones específicas en el complejo del proceso de producción. Debido a esa diversidad, determinadas áreas se convierten en urbanas, otras en rurales; se ubican en diferentes lugares las distintas ramas de la industria, de la minería y de la agricultura. Más importancia aún tiene la división del trabajo para aumentar la innata desigualdad humana. La práctica y la dedicación a tareas específicas adapta, cada vez en mayor grado, a los interesados a las distintas exigencias; la gente desarrolla más algunas de sus facultades innatas, descuidando otras. Surgen los tipos vocacionales, los hombres se hacen especialistas.
La división del trabajo descompone los diversos procesos de producción en mínimas tareas, muchas de las cuales pueden realizarse mediante dispositivos mecánicos. Tal circunstancia permitió recurrir a la máquina, lo cual provocó un enorme progreso en los métodos técnicos de producción. La mecanización es consecuencia de la división del trabajo y su fruto más sazonado. Ahora bien, en modo alguno fue aquélla la causa u origen de ésta. La maquinaria especializada a motor sólo puede instalarse en un ambiente social donde impera la división del trabajo. Todo nuevo progreso en la utilización de maquinaria más precisa, refinada y productiva exige una mayor especialización de cometidos.
La praxeología estudia al individuo aislado —que actúa por su cuenta, con total independencia de sus semejantes— sólo para alcanzar una mejor comprensión de los problemas que suscita la cooperación social. El economista no afirma que hayan existido alguna vez tales seres humanos solitarios y autárquicos, ni que la fase social de la historia humana fuera precedida de otra durante la cual los individuos vivieran independientes, vagando como animales en busca de alimento. La humanización biológica de los antepasados no humanos del hombre y la aparición de los primitivos lazos sociales constituyen un proceso único. El hombre aparece en el escenario del mundo como un ser social. El hombre aislado, insociable, no es más que una construcción arbitraria.
La sociedad brinda al individuo medios excepcionales para alcanzar todos sus fines. El mantenimiento de la sociedad constituye, pues, para el hombre, el presupuesto esencial de toda actuación que pretenda llevar a buen fin. El delincuente contumaz, que no quiere adaptar su conducta a las exigencias de la vida bajo un sistema social de cooperación, no está dispuesto, sin embargo, a renunciar a ninguna de las ventajas que la división del trabajo proporciona. No pretende deliberadamente destruir la sociedad. Lo que quiere es apropiarse de una porción de la riqueza conjuntamente producida mayor que la que el orden social le asigna. Se sentiría desgraciadísimo si se generalizara su conducta antisocial, provocándose el inevitable resultado de regresar a la indigencia primitiva.
Es erróneo mantener que el hombre, al renunciar a las supuestas ventajas inherentes a un fabuloso estado de naturaleza y pasar a integrar la sociedad, se haya privado de ciertas ganancias y tenga justo título para exigir indemnización por aquello que perdió. Es totalmente inadmisible la idea según la cual todo el mundo estaría mejor viviendo en un estado asocial; la existencia misma de la sociedad —se dice— perjudica a la gente. Lo cierto es que sólo gracias a la mayor productividad de la cooperación social ha sido posible que la especie humana se multiplique en número infinitamente mayor de lo que permitirían los medios de subsistencia producidos en épocas de una más rudimentaria división del trabajo. Todo el mundo goza de un nivel de vida mucho más elevado que el disfrutado por sus salvajes antepasados. El estado de naturaleza se caracteriza por la máxima inseguridad y pobreza. No pasa de ser una ensoñación romántica lamentar los felices días de la barbarie primigenia. En el estado salvaje esos mismos que se quejan no habrían seguramente alcanzado la edad viril y, aun en tal caso, no hubieran podido disfrutar de las ventajas y comodidades que la civilización les proporciona. Si Jean-Jacques Rousseau y Frederick Engels hubiesen vivido en aquel estado de naturaleza que describen con tan nostálgicos suspiros, no habrían dispuesto del ocio necesario para dedicarse a sus estudios y para escribir sus libros.
Una de las grandes ventajas que el individuo disfruta gracias a la sociedad es la de poder vivir a pesar de hallarse enfermo o incapacitado físicamente. El animal doliente está condenado a muerte; su debilidad enerva el esfuerzo necesario para buscar alimentos y para repeler las agresiones. Los salvajes sordos, miopes o lisiados perecen. En cambio, tales flaquezas y defectos no impiden al hombre adaptarse a la vida en sociedad. La mayoría de nuestros contemporáneos sufre deficiencias corporales que la biología considera patológicas. Muchos de esos lisiados, sin embargo, han contribuido decisivamente a hacer la civilización. La fuerza eliminadora de la selección natural se debilita bajo las condiciones sociales de vida. De ahí que haya quienes afirmen que la civilización tiende a menoscabar las virtudes raciales.
Tales afirmaciones tienen sentido sólo si se contempla la humanidad como lo haría un ganadero que quisiera criar una raza de hombres dotados de específicas cualidades. La sociedad, sin embargo, no es ningún criadero de sementales para producir determinado tipo de individuos. No existe ninguna norma «natural» que permita apreciar qué es lo deseable y lo indeseable en la evolución biológica del hombre. Cualquier módulo que en este sentido se adopte por fuerza ha de ser arbitrario, puramente subjetivo; exponente tan sólo de un juicio personal de valor. Los términos mejoramiento o degeneración racial carecen de sentido si no es relacionándolos con un determinado plan trazado para organizar toda la humanidad.
Es cierto que la fisiología del hombre civilizado se halla adaptada para vivir en sociedad y no para ser cazador en las selvas vírgenes.
Mediante el mito de la comunión mística se pretende impugnar la teoría praxeológica de la sociedad.
La sociedad —dicen los defensores de esa doctrina— no es el resultado de la acción humana deliberada; no supone ni cooperación ni distribución de cometidos. La sociedad brota de profundidades insondables como fruto del impulso innato de la propia esencia del hombre. Hay quienes opinan que la sociedad es fruto de aquel espíritu que es la realidad divina y una participación en el poder y en el amor de Dios por virtud de una unio mystica. Para otros, la sociedad es un fenómeno biológico; es el resultado que produce la voz de la sangre; es el lazo que une los descendientes de comunes antepasados entre sí y con su común progenie, es esa misteriosa armonía que surge entre el campesino y la gleba que trabaja.
Hay quienes realmente experimentan estos fenómenos psíquicos. Hay gente que siente esa unión mística, anteponiéndola a todo; también hay personas que creen escuchar la voz de la sangre y que, con toda el alma, aspiran esa fragancia única que despide la bendita tierra natal. La experiencia mística y el rapto extático, indudablemente, son hechos que la psicología ha de estimar reales, al igual que cualquier otro fenómeno psíquico debidamente constatado. El error de las doctrinas que nos ocupan no estriba en el hecho de admitir semejantes fenómenos, sino en suponer que se trata de circunstancias originarias que surgen con independencia de toda consideración racional.
La voz de la sangre que liga al padre con el hijo no era ciertamente escuchada por aquellos salvajes que desconocían la relación causal entre la cohabitación y la preñez. Hoy día, cuando este hecho es bien conocido, puede sentir la voz de la sangre el hombre que tiene plena confianza en la fidelidad de su esposa. Pero si sobre esto último existe alguna duda, de nada sirve la voz de la sangre. Nadie se ha aventurado a afirmar que los problemas en torno a la investigación de la paternidad pueden resolverse recurriendo a la voz de la sangre. La madre que desde el parto veló sobre su hijo también podrá escucharla. Ahora bien, si pierde el contacto con el vástago en fecha temprana, más tarde sólo será capaz de identificarle por señales corporales, como aquellas cicatrices y lunares a los que tanto gustaban recurrir los novelistas. Pero la voz de la sangre, por desgracia, callará si tal observación y las conclusiones de ellas derivadas no le hacen hablar. Según los racistas alemanes, la voz de la sangre aúna misteriosamente a todos los miembros del pueblo alemán. La antropología, sin embargo, nos dice que la nación alemana es una mezcla de varias razas, subrazas y grupos; en modo alguno es una familia homogénea descendiente de una estirpe común. El eslavo recientemente germanizado, que no ha mucho cambió sus apellidos por otros de sonido más germánico, cree que está ligado por lazos comunes a todos los demás alemanes. No oye ninguna voz interior que le impulse a la unión con sus hermanos o primos que siguen siendo checos o polacos.
La voz de la sangre no es un fenómeno primario e independiente. Es fruto de consideraciones racionales. Precisamente porque el individuo se cree emparentado, a través de una común especie, con otras gentes determinadas, experimenta hacia ellas esa atracción y sentimiento que poéticamente se denomina voz de la sangre.
Lo mismo puede decirse del éxtasis religioso y del místico amor a la tierra vernácula. La unio mystica del devoto creyente está condicionada por el conocimiento de las enseñanzas básicas de su religión. Sólo quien sepa de la grandeza y gloria de Dios puede experimentar comunión directa con Él. La venerable atracción del terruño patrio depende de la previa articulación de una serie de ideas geopolíticas. Por eso, ocurre a veces que los habitantes del llano o de la costa incluyan en la imagen de aquella patria, a la que aseguran estar fervientemente unidos y apegados, regiones montañosas para ellos desconocidas y a cuyas condiciones no podrían adaptarse, sólo porque esas zonas pertenecen al mismo cuerpo político del que son o desearían ser miembros. Análogamente, dejan a menudo de incluir en esa imagen patria, cuya voz pretenden oír, regiones vecinas a las propias, de similar estructura geográfica, cuando forman parte de una nación extranjera.
Los miembros pertenecientes a una nación o rama lingüística, o los grupos que dentro de ella se forman, no están siempre unidos por sentimientos de amistad y buena voluntad. La historia de cualquier nación es un rico muestrario de antipatías y aun de odios mutuos entre los distintos sectores que la integran. En tal sentido basta recordar a ingleses y escoceses, a yanquis y sudistas, a prusianos y bávaros. Fue ideológico el impulso que permitió superar dichos antagonismos, inspirando a todos los miembros de la nación o grupo lingüístico aquellos sentimientos de comunidad y de pertenencia que los actuales nacionalistas consideran fenómeno natural y originario.
La mutua atracción sexual del macho y la hembra es inherente a la naturaleza animal del hombre y para nada depende de teorías ni razonamientos. Se la puede calificar de originaria, vegetativa, instintiva o misteriosa; no hay inconveniente en afirmar metafóricamente que de dos seres hace uno. Podemos considerarla como una comunidad, como una unión mística de dos cuerpos. Sin embargo, ni la cohabitación ni cuanto la precede o la sigue genera ni cooperación social ni ningún sistema de vida social. También los animales se unen al aparearse y, sin embargo, no han desarrollado relaciones sociales. La vida familiar no es meramente un producto de la convivencia sexual. No es, en modo alguno, ni natural ni necesario que los padres y los hijos convivan como lo hacen en el marco familiar. La relación sexual no desemboca, necesariamente, en un orden familiar. La familia humana es fruto del pensar, del planear y del actuar. Es esto, precisamente, lo que la distingue de aquellas asociaciones zoológicas que per analogiam denominamos familias animales.
El sentimiento místico de unión o comunidad no es el origen de la relación social, sino su consecuencia.
El reverso de la fábula de la unión mística es el mito de la natural y originaria repulsa entre razas y naciones. Se ha dicho que el instinto enseña al hombre a distinguir entre congéneres y extraños y a aborrecer a estos últimos. Los descendientes de las razas nobles —dícese— repugnan todo contacto con los miembros de razas inferiores. Para refutar esta afirmación basta pensar en el hecho de la mezcla de razas. Siendo un hecho indudable que en la Europa actual no hay ninguna raza pura, debemos concluir que entre los miembros de las diversas estirpes originarias que poblaron el continente no hubo repulsa sino atracción sexual. Millones de mulatos y mestizos son una refutación viviente de la afirmación que sostiene la natural repulsa entre distintas razas.
El odio racial, al igual que el sentimiento místico de comunidad, no es un fenómeno natural innato en el hombre. Es fruto de ideologías. Pero es que, aun cuando tal supuesto se diera, aunque fuera cierto ese natural e innato odio interracial, no por ello dejaría de ser útil la cooperación social ni quedaría invalidada la teoría de la asociación de Ricardo. La cooperación social no tiene nada que ver con el afecto personal ni con el mandamiento que ordena amarnos los unos a los otros. La gente no coopera bajo la división del trabajo porque deban amarse unos a otros. Cooperan porque de esta suerte atienden mejor los propios intereses. Lo que originariamente impulsó al hombre a acomodar su conducta a las exigencias de la vida en sociedad, a respetar los derechos y las libertades de sus semejantes y a reemplazar la enemistad y el conflicto por la colaboración pacífica no fue el amor ni la caridad ni cualquier otro sentimiento de simpatía sino el propio egoísmo bien entendido.
No todas las relaciones interhumanas son relaciones sociales. Cuando los hombres se acometen mutuamente en guerras de exterminio total, cuando luchan entre sí tan despiadadamente como si se tratara de destruir animales feroces o plantas dañinas, entre las partes combatientes existe efecto recíproco y relación mutua, pero no hay sociedad. La sociedad implica acción concertada y cooperativa en la que cada uno considera el provecho ajeno como medio para alcanzar el propio.
Guerras de exterminio sin piedad fueron las luchas que entre sí mantenían las hordas y tribus primitivas por los aguaderos, los lugares de pesca, los terrenos de caza, los pastos y el botín. Se trataba de conflictos totales. Del mismo tipo fueron, en el siglo XIX, los primeros encuentros de los europeos con los aborígenes de territorios recién descubiertos. Pero ya en épocas primitivas, muy anteriores a los tiempos de los que poseemos información histórica, comenzó a germinar otro modo de proceder. La gente ni siquiera al combatir llegaba a olvidar del todo las relaciones sociales previamente establecidas; incluso en las pugnas contra pueblos con quienes antes no habían existido contactos, los combatientes comenzaban a darse cuenta de que, pese a la transitoria oposición del momento, era posible entre seres humanos llegar posteriormente a fórmulas de avenencia y cooperación. Se pretendía perjudicar al enemigo; pero, sin embargo, los actos de hostilidad ya no eran plenamente crueles y despiadados. Al combatir con hombres —a diferencia de cuando luchaban contra las bestias— los beligerantes pensaban que había en la pugna ciertos límites que convenía no sobrepasar. Por encima del odio implacable, la furia destructiva y el afán de aniquilamiento flotaba un sentimiento societario. Nacía la idea de que el adversario debía ser considerado como potencial asociado en una cooperación futura, circunstancia ésta que no convenía olvidar en la gestión bélica. La guerra dejó de considerarse como la relación interhumana normal. La gente comenzaba a advertir que la cooperación pacífica constituía el medio mejor para triunfar en la lucha por la supervivencia. Puede incluso afirmarse que comprendió que era más ventajoso esclavizar al vencido que matarlo, por cuanto, aun durante la lucha, pensaba ya en el mañana, en la paz. Puede decirse que la esclavitud fue un primer paso hacia la cooperación.
La formulación de la idea de que ni siquiera en guerra todos los actos son permisibles y de que hay acciones bélicas lícitas y otras ilícitas, así como leyes, es decir, relaciones sociales, que deben prevalecer por encima de las naciones, incluso de aquéllas que de momento se enfrentan, acabó estableciendo la Gran Sociedad que incluye a todos los hombres y a todas las naciones. De este modo las diversas asociaciones de carácter regional fueron fundiéndose en una sola sociedad ecuménica.
El combatiente que no hace la guerra salvajemente, al modo de las bestias, sino a tenor de ciertas normas bélicas «humanas» y sociales, renuncia a utilizar ciertos medios destructivos, con miras a alcanzar concesiones análogas del adversario. En la medida en que estas normas son respetadas, existen entre los contendientes relaciones sociales. Pero los actos hostiles sí constituyen actuaciones no sólo asociales, sino antisociales. Es un error definir el concepto de «relaciones sociales» de tal suerte que se incluya entre las mismas actos tendentes al aniquilamiento del oponente y a la frustración de sus aspiraciones[8]. Mientras las únicas relaciones existentes entre los individuos persigan el perjudicarse mutuamente, ni hay sociedad ni relaciones sociales.
La sociedad no es una mera interacción. Hay interacción —influencia recíproca— entre todas las partes del universo: entre el lobo y la oveja devorada; entre el microbio y el hombre a quien mata; entre la piedra que cae y el objeto sobre el que choca. La sociedad, al contrario, implica siempre la actuación cooperativa con miras a que todos los partícipes puedan alcanzar sus propios fines.
Se ha dicho que el hombre es una bestia agresiva cuyos innatos instintos le impulsan a la lucha, a la matanza y a la destrucción. La civilización, al crear una humanitaria laxitud innatural que aparta al hombre de sus antecedentes zoológicos, pretende acallar esos impulsos y apetencias. Ha transformado al hombre en un ser escuálido y decadente, que se avergüenza de su animalidad y pretende vanamente tildar de humanismo verdadero a su evidente degradación. Para impedir una mayor degeneración de la especie, es preciso liberarla de los perniciosos efectos de la civilización. Pues la civilización no es más que una hábil estratagema inventada por seres inferiores. Éstos son tan débiles que son incapaces de vencer a los héroes fuertes; demasiado cobardes para soportar su propia aniquilación, castigo que tienen bien merecido, impidiéndoles su perezosa insolencia servir como esclavos a los superiores. Por ello recurrieron a la argucia; invirtieron los eternos criterios de valor, absolutamente fijados por las inmutables leyes del universo; arbitraron unos preceptos morales según los cuales resultaba virtud su propia inferioridad y vicio la superioridad de los nobles héroes. Es preciso desarticular esta rebelión moral de los siervos trastrocando todos los valores. Hay que repudiar totalmente la ética de los esclavos, fruto vergonzante del resentimiento de los más cobardes; en su lugar habrá de implantarse la ética de los fuertes o, mejor aún, deberá ser suprimida toda cortapisa ética. El hombre tiene que resultar digno heredero de sus mayores, los nobles brutos de épocas pasadas.
Se suele denominar estas doctrinas darwinismo social o sociológico. No es el caso de decidir aquí si esta terminología es o no apropiada. En todo caso, no hay duda de que es un grave error calificar de evolutivas y biológicas unas filosofías que alegremente osan afirmar que la historia entera de la humanidad, desde que el hombre comenzó a alzarse por encima de la existencia puramente animal de sus antepasados no humanos, es tan sólo un vasto proceso de progresiva degeneración y decadencia. La biología no proporciona otro criterio para valorar las mutaciones producidas en los seres vivos que el de si permiten o no al sujeto adaptarse mejor al medio ambiente y aprovechar sus oportunidades en la lucha por la vida. Desde este punto de vista, es indudable que la civilización ha de considerarse como un beneficio, no como una calamidad. Ha impedido, por lo pronto, la derrota del hombre en su lucha contra los demás seres vivos, ya sean los grandes animales feroces o los perniciosos microbios; ha multiplicado los medios de subsistencia; ha incrementado la talla humana, la agilidad y habilidad del hombre y ha prolongado la duración media de la vida; le ha permitido dominar incontestado la tierra; ha sido posible multiplicar las cifras de población y elevar el nivel de vida a un grado totalmente impensable para los toscos moradores de las cavernas. Cierto es que tal evolución hizo perder al hombre ciertas mañas y habilidades que, si bien en determinadas épocas eran útiles para luchar por la vida, más tarde, cambiadas las circunstancias, perdieron toda utilidad. En cambio, se fomentaron otras capacidades y destrezas imprescindibles para la vida en sociedad. Ningún criterio biológico y evolutivo tiene por qué ocuparse de dichas mutaciones. Para el hombre primitivo, la dureza física y la combatividad le proporcionaban igual utilidad que la aritmética y la gramática al hombre moderno. Es totalmente arbitrario y manifiestamente contradictorio con cualquier norma biológica de valoración considerar naturales y conformes con la condición humana únicamente aquellas cualidades que convenían al hombre primitivo, vilipendiando como signos de degeneración y decadencia biológica las destrezas y habilidades que el hombre civilizado precisa imperiosamente. Recomendar al hombre que recupere las condiciones físicas e intelectuales de sus antepasados prehistóricos es tan descabellado como conminarle a que vuelva a andar a cuatro manos o a que de nuevo se deje crecer el rabo.
Es digno de notar que quienes más se exaltaron en ensalzar los salvajes impulsos de nuestros bárbaros antepasados fueron gentes tan enclenques que nunca habrían podido adaptarse a las exigencias de aquella «vida arriesgada». Nietzsche, aun antes de su colapso mental, era tan enfermizo que sólo resistía el clima de Engadin y el de algunos valles italianos. No hubiese podido escribir si la sociedad civilizada no hubiera protegido sus delicados nervios de la rudeza natural de la vida. Los defensores de la violencia editaron sus libros precisamente al amparo de aquella «seguridad burguesa» que tanto vilipendiaban y despreciaban. Gozaron de libertad para publicar sus incendiarias prédicas porque el propio liberalismo que ridiculizaban salvaguardaba la libertad de prensa. Se habrían desesperado si se hubieran visto privados de las facilidades de la civilización tan escarnecida por su filosofía. ¡Qué espectáculo el del tímido Georges Sorel cuando, en su elogio de la brutalidad, llega a acusar al moderno sistema pedagógico de debilitar las innatas tendencias violentas[9]!
Se puede admitir que para el hombre primitivo era innata la propensión a matar y a destruir, así como el amor a la crueldad. También, a efectos dialécticos, se puede aceptar que, durante las primeras edades, las tendencias agresivas y homicidas abogaran en favor de la conservación de la vida. Hubo un tiempo en que el hombre fue una bestia brutal. (No hace al caso averiguar si el hombre prehistórico era carnívoro o herbívoro). Ahora bien, no debe olvidarse que físicamente el hombre era un animal débil, de tal suerte que no habría podido vencer a las fieras carniceras, de no haber contado con un arma peculiar, con la razón. El que el hombre sea un ser racional, que no cede fatalmente a toda apetencia, que ordena su conducta con racional deliberación, desde un punto de vista zoológico no puede estimarse antinatural. Conducta racional significa que el hombre, ante la imposibilidad de satisfacer todos sus impulsos, deseos y apetencias, renuncia a los que considera menos urgentes. Para no perturbar el mecanismo de la cooperación social, el individuo ha de abstenerse de dar satisfacción a aquellas apetencias que impedirían la aparición de las instituciones sociales. Esa renuncia, indudablemente, duele. Pero es que el hombre está eligiendo. Prefiere dejar insatisfechos ciertos deseos incompatibles con la vida social, para satisfacer otros que únicamente, o al menos sólo de modo más perfecto, pueden ser atendidos bajo el signo de la división del trabajo. Así emprendió la raza humana el camino que conduce a la civilización, a la cooperación social y a la riqueza.
Ahora bien, dicha elección ni es irrevocable ni definitiva. La decisión adoptada por los padres no prejuzga cuál será la de los hijos. Éstos pueden libremente preferir otra. A diario se pueden trastrocar las escalas valorativas y preferir la barbarie a la civilización o, como dicen algunos, anteponer el alma a la inteligencia, los mitos a la razón y la violencia a la paz. Pero es necesario optar. No se puede disfrutar a un tiempo de cosas incompatibles entre sí.
La ciencia, desde su neutralidad valorativa, no condena a los apóstoles del evangelio de la violencia por elogiar el frenesí del asesinato y los deleites del sadismo. Los juicios de valor son siempre subjetivos y la sociedad liberal concede a cualquiera derecho a expresar libremente sus sentimientos. La civilización no ha enervado la originaria tendencia a la agresión, a la ferocidad y a la crueldad características del hombre primitivo. En muchos individuos civilizados aquellos impulsos sólo están adormecidos y resurgen violentamente tan pronto como fallan los frenos con que la civilización los domeña. Basta, a este respecto, recordar los indecibles horrores de los campos de concentración nazis. Los periódicos continuamente nos informan de crímenes abominables que atestiguan de la dormida tendencia a la bestialidad ínsita en el hombre. Las novelas y películas más populares son aquéllas que se ocupan de violencias y episodios sangrientos. Las corridas de toros y las peleas de gallos siguen atrayendo a multitudes.
Si un escritor afirma que la chusma ansia la sangre e incluso que él mismo también, tal vez esté en lo cierto, igual que si asegura que el hombre primitivo se complacía en matar. Pero comete un grave error si cree que la satisfacción de tan sádicos impulsos no pone en peligro la propia existencia de la sociedad; si afirma que la civilización «verdadera» y la sociedad «conveniente» consisten en dar rienda suelta a las tendencias violentas, homicidas y crueles de la gente; o si proclama que la represión de dichos impulsos brutales perjudica el progreso de la humanidad, de tal suerte que suplantar el humanitarismo por la barbarie impediría la degeneración de la raza humana. La división social del trabajo y la cooperación se fundan en la posibilidad de solucionar pacíficamente los conflictos. No es la guerra, como Heráclito decía, sino la paz el origen de todas las relaciones sociales. El hombre, además de los instintos sanguinarios, abriga otras apetencias igualmente innatas. Si quiere satisfacer éstas, habrá de reprimir sus tendencias homicidas. Quien desee conservar la propia vida y salud en condiciones óptimas y durante el tiempo más dilatado posible deberá admitir que respetando la vida y salud de los demás atiende mejor sus propias aspiraciones que mediante la conducta opuesta. Podrá lamentar que nuestro mundo sea así. Pero, por más lágrimas que derrame, no alterará la severa realidad.
De nada sirve criticar esta afirmación aludiendo a la irracionalidad. Ningún impulso instintivo puede ser analizado de modo racional, ya que la razón se ocupa sólo de los medios idóneos para alcanzar los fines deseados, pero no de los fines últimos en sí. El hombre se distingue de los restantes animales en que no cede a los impulsos instintivos si no es con un cierto grado de voluntariedad. Se sirve de la razón para, entre deseos incompatibles, optar por unos u otros.
No puede decirse a las masas: Dad rienda suelta a vuestros afanes homicidas porque así vuestra actuación será genuinamente humana y mediante ella incrementaréis vuestro bienestar personal. Al contrario, conviene advertirles: Si dais satisfacción a vuestros deseos sanguinarios, habréis de renunciar a la satisfacción de otras muchas apetencias. Deseáis comer, beber, vivir en buenas casas, cubrir vuestra desnudez y mil cosas más, las cuales sólo a través de la sociedad podéis alcanzar. No se puede tenerlo todo; es preciso elegir. Podrá resultar atractiva la vida arriesgada; también habrá quienes gusten de las locuras sádicas; pero lo cierto es que tales placeres resultan incompatibles con aquella seguridad y abundancia material de la que nadie en modo alguno quiere prescindir.
La praxeología como ciencia no debe discutir el derecho del individuo a elegir y a proceder en consecuencia. Es el hombre que actúa, no el teórico, quien en definitiva decide. La función de la ciencia, por lo que a la vida y a la acción atañe, no estriba en formular preferencias valorativas, sino en exponer las circunstancias reales a las cuales forzosamente el hombre ha de atemperar sus actos, limitándose simplemente a resaltar los efectos que las diversas actuaciones posibles han de provocar. La teoría ofrece al individuo cuanta información pueda precisar para decidir con pleno conocimiento de causa. Viene a formular, como si dijéramos, un presupuesto, una cuenta de beneficios y costes. No cumpliría la ciencia su cometido si en esa cuenta omitiera alguna de las rúbricas que pueden influir en la elección y decisión finales.
Algunos modernos antiliberales, tanto de derecha como de izquierda, pretenden amparar sus tesis en interpretaciones erróneas de los últimos descubrimientos efectuados por la ciencia biológica.
1. Los hombres no son iguales. El liberalismo del siglo XVIII, lo mismo que el moderno igualitarismo, partía de aquella «evidente verdad» según la cual «todos los hombres fueron creados iguales, y gozan de ciertos derechos inalienables». Ante tal afirmación, los defensores de la filosofía biológica social aseguran que la ciencia natural ha demostrado ya, de modo irrefutable, que los hombres no son iguales entre sí. La contemplación de la realidad tal cual es prohíbe especular en torno a unos imaginarios derechos naturales del hombre. Porque la naturaleza es insensible y no se preocupa ni de la vida ni de la felicidad de los mortales; al contrario, es un regular y férreo imperativo. Es un disparate metafísico pretender aunar la resbaladiza y vaga noción de libertad con las absolutas e inexorables leyes del orden cósmico. De este modo cae por su base la idea fundamental del liberalismo.
Es cierto que el movimiento liberal y democrático de los siglos XVIII y XIX apeló enérgicamente a la idea de ley natural y a los imprescriptibles derechos del hombre. Tales ideas, elaboradas originariamente por los pensadores clásicos y por la teología hebraica, fueron absorbidas por la filosofía cristiana. Algunas sectas anticatólicas basaron en ellas sus programas políticos. Una larga teoría de eminentes filósofos también las defendieron. Se popularizaron y llegaron a constituir el más firme sostén del movimiento democrático. Aun hoy en día hay muchos que las defienden, pasando por alto el hecho indudable de que Dios o la Naturaleza crea desiguales a los hombres; mientras unos nacen sanos y fuertes, otros son víctimas de deformidades y lacras. Según ellos, todas las diferencias entre los hombres no son sino fruto de la educación, de las oportunidades personales y de las instituciones sociales.
Las enseñanzas de la filosofía utilitaria y de la economía política clásica nada tienen que ver con la teoría de los derechos naturales. Lo único que les interesa es la utilidad social. Recomiendan la democracia, la propiedad privada, la tolerancia y la libertad no porque sean instituciones naturales y justas, sino porque resultan beneficiosas. La idea básica de la filosofía ricardiana es la de que la cooperación social y la división del trabajo que se perfecciona entre gentes superiores y más eficientes en cualquier sentido, de un lado, y de otro, gentes inferiores y de menor eficiencia igualmente en cualquier aspecto, beneficia a todos los intervinientes. El radical Bentham gritaba: «Derechos naturales, puro dislate; derechos naturales e imprescriptibles, vacua retórica»[10]. En su opinión, «el único fin del gobierno debería estribar en proporcionar la mayor felicidad al mayor número posible de ciudadanos»[11]. De acuerdo con lo anterior, Bentham, al investigar qué debe estimarse bueno y procedente, se desentiende de toda idea preconcebida acerca de los planes y proyectos de Dios o de la Naturaleza, incognoscibles siempre; prefiere limitarse a estudiar qué cosas fomentan en mayor grado el bienestar y la felicidad del hombre. Malthus demostró cómo la naturaleza, que restringe los medios de subsistencia precisados por la humanidad, no reconoce derecho natural alguno a la existencia; demostró que si se hubiera dejado llevar por el natural impulso a la procreación, el hombre nunca habría logrado liberarse del espectro del hambre. Proclamó, igualmente, que la civilización y el bienestar sólo pueden prosperar en tanto en cuanto el individuo logra dominar mediante un freno moral sus instintos genésicos. El utilitarismo no se opone al gobierno arbitrario y a la concesión de privilegios personales porque resulten contrarios a la ley natural, sino porque restringen la prosperidad de la gente. Preconiza la igualdad de todos ante la ley, no porque los hombres sean entre sí iguales, sino por entender que tal política beneficia a la comunidad. La biología moderna, al demostrar la inconsistencia de conceptos tan ilusorios como el de la igualdad de todos los hombres, no viene más que a repetir lo que el utilitarismo liberal y democrático proclamó, y ciertamente con mayor fuerza argumental. Es indudable que ninguna doctrina biológica podrá jamás desvirtuar lo que la filosofía utilitaria predica acerca de la conveniencia social que en sí encierran la democracia, la propiedad privada, la libertad y la igualdad ante la ley.
La actual preponderancia de doctrinas que abogan por la desintegración social y el conflicto armado no debe atribuirse a una supuesta adaptación de la filosofía social a los últimos descubrimientos de la ciencia biológica, sino al hecho de haber sido casi universalmente repudiada la filosofía utilitaria y la teoría económica. Se ha suplantado con una filosofía que predica la lucha irreconciliable de clases y el conflicto internacional armado la ideología «ortodoxa» que pregonaba la armonía entre los intereses rectamente entendidos, es decir, los intereses, a la larga, de todos, ya se tratara de individuos, de grupos sociales o de naciones. Los hombres se combaten ferozmente porque están convencidos de que sólo mediante el exterminio y la liquidación de sus adversarios pueden personalmente prosperar.
2. Implicaciones sociales del darwinismo. Asegura el darwinismo social que la teoría de la evolución, según la formuló Darwin, vino a demostrar que la naturaleza en modo alguno brinda paz o asegura respeto para la vida y el bienestar de nadie. La naturaleza presupone la pugna y el despiadado aniquilamiento de los más débiles que fracasan en la lucha por la vida. Los planes liberales, que pretenden implantar una paz eterna, tanto en el interior como en el exterior, son fruto de un racionalismo ilusorio en contradicción evidente con el orden natural.
El concepto de lucha por la existencia, que Darwin tomó de Malthus sirviéndose de él en la formulación de su teoría, ha de entenderse en un sentido metafórico. Mediante tal expresión se afirma simplemente que el ser vivo opone resistencia esforzada a cuanto pueda perjudicar su existencia. Esa activa resistencia, para ser útil, ha de conjugarse con las circunstancias ambientales bajo las cuales opera el interesado. La lucha por la vida no implica recurrir siempre a una guerra de exterminio como la que el hombre mantiene contra los microbios nocivos. Sirviéndose de la razón, el individuo advierte que como mejor cuida de su bienestar personal es recurriendo a la cooperación social y a la división del trabajo. Éstas son las armas principales con que cuenta en la lucha por la existencia. Pero sólo en un ambiente de paz puede recurrirse a ellas. Las guerras y las revoluciones son perjudiciales para el hombre en su lucha por la vida precisamente porque rompen el aparato de la cooperación social.
3. La razón y la conducta racional considerada antinatural. La teología cristiana condenó las funciones animales del cuerpo humano y concibió el «alma» como algo ajeno a los fenómenos biológicos. En una reacción excesiva contra dicha filosofía, algunos modernos tienden a despreciar todo aquello en que el hombre se diferencia de los demás animales. Estas nuevas ideas consideran que la razón humana es inferior a los instintos e impulsos animales; no es natural y por consiguiente es mala. Los términos racionalismo y conducta racional han cobrado así un sentido peyorativo. El hombre perfecto, el hombre verdadero, es un ser que prefiere atenerse a sus instintos primarios más que a su razón.
Lo cierto, sin embargo, es que la razón, el rasgo humano más genuino, es un fenómeno igualmente biológico. No es ni más ni menos natural que cualquier otra circunstancia típica de la especie homo sapiens como, por ejemplo, el caminar erecto o el carecer de pelaje.