CAPÍTULO VII

LA ACCIÓN EN EL MUNDO

1. LA LEY DE LA UTILIDAD MARGINAL

La acción ordena y prefiere; comienza por manejar sólo números ordinales, dejando a un lado los cardinales. Sucede, sin embargo, que el mundo externo, al cual el hombre que actúa ha de acomodar su conducta, es un mundo de soluciones cuantitativas donde entre causa y efecto existe una relación mensurable. Si las cosas no fueran así, es decir, si los bienes pudieran prestar servicios ilimitados, nunca resultarían escasos y, por tanto, no merecerían el apelativo de medios.

El hombre, al actuar, valora las cosas como medios para suprimir su malestar. Los bienes que, por su condición de medios, permiten atender las necesidades humanas, vistos en su conjunto, desde el ángulo de las ciencias naturales, constituyen multiplicidad de cosas diferentes. El actor, sin embargo, los asimila todos como ejemplares que encajan, unos más y otros menos, en una misma especie. Al evaluar estados de satisfacción muy distintos entre sí y apreciar los medios convenientes para lograrlos, el hombre ordena en una escala todas las cosas, contemplándolas sólo en orden a su idoneidad para incrementar la satisfacción propia. El placer derivado de la alimentación y el originado por la contemplación de una obra artística constituyen, simplemente, para el hombre actuante, dos necesidades a atender, una más y otra menos urgente. Pero, por el hecho de valorar y actuar, ambas quedan situadas en una escala de apetencias que comprende desde las de máxima a las de mínima intensidad. Quien actúa no ve más que cosas, cosas de diversa utilidad para su personal bienestar, cosas que, por tanto, desea con distinta intensidad.

Cantidad y calidad son categorías del mundo externo. Sólo indirectamente cobran importancia y sentido para la acción. En razón a que cada cosa sólo puede producir un efecto limitado, algunas de ellas se consideran escasas, conceptuándose como medios. Puesto que son distintos los efectos que las diversas cosas pueden producir, el hombre, al actuar, distingue diferentes clases de bienes. Y en razón a que la misma cantidad y calidad de un cierto medio produce siempre idéntico efecto, considerado tanto cualitativa como cuantitativamente, la acción no diferencia entre distintas pero iguales cantidades de un medio homogéneo. Pero ello no significa que el hombre atribuya el mismo valor a las distintas porciones del medio en cuestión. Cada porción es objeto de una valoración separada. A cada una de ellas se le asigna un rango específico en la escala de valores. Pero estos rangos pueden intercambiarse ad libitum entre las distintas porciones de la misma magnitud.

Cuando el hombre ha de optar entre dos o más medios distintos, ordena en escala gradual las porciones individuales disponibles de cada uno de ellos. A cada una de dichas porciones asigna un rango específico. Las distintas porciones de un cierto medio no tienen, sin embargo, por qué ocupar puestos inmediatamente sucesivos.

El establecimiento, mediante la valoración, de ese diverso rango se practica al actuar y es la propia actuación la que efectúa tal ordenación. El tamaño de cada una de esas porciones estimadas de un mismo rango dependerá de la situación personal y única bajo la cual, en cada caso, actúa el interesado. La acción nunca se interesa por unidades, ni físicas ni metafísicas, ni las valora con arreglo a módulos teóricos o abstractos; la acción se halla siempre enfrentada con alternativas diversas, entre las cuales escoge. Tal elección se efectúa entre magnitudes determinadas de medios diversos. Podemos denominar unidad a la cantidad mínima que puede ser objeto de opción. Hay que guardarse, sin embargo, del error de suponer que el valor de la suma de múltiples unidades pueda deducirse del valor de cada una de ellas; el valor de la suma no coincide con la adición del valor atribuido a cada una de las distintas unidades.

Un hombre posee cinco unidades del bien a y tres unidades del bien b. Atribuye a las unidades de a los rangos 1, 2, 4, 7 y 8; mientras las unidades de b quedan graduadas en los lugares 3, 5 y 6. Ello significa que si el interesado ha de optar entre dos unidades de a y dos unidades de b, preferirá desprenderse de dos unidades de a antes que de dos unidades de b. Ahora bien, si ha de escoger entre tres unidades de a y dos unidades de b, preferirá perder dos unidades de b antes que tres de a. Al valorar un conjunto de varias unidades, lo único que, en todo caso, importa es la utilidad del conjunto, es decir, el incremento de bienestar dependiente del mismo, o, lo que es igual, el descenso del bienestar que su pérdida implicaría. Con ello para nada se alude a procesos aritméticos, a sumas ni a multiplicaciones; sólo se trata de estimar la utilidad resultante de poseer cierta porción, conjunto o provisión de que se trate.

En este sentido, utilidad equivale a idoneidad causal para la supresión de un cierto malestar. El hombre, al actuar, supone que determinada cosa va a incrementar su bienestar; a tal potencialidad denomina la utilidad del bien en cuestión. Para la praxeología, el término utilidad equivale a la importancia atribuida a cierta cosa en razón a su supuesta capacidad para suprimir determinada incomodidad humana. El concepto praxeológico de utilidad (valor de uso subjetivo, según la terminología de los primitivos economistas de la Escuela Austriaca) debe diferenciarse claramente del concepto técnico de utilidad (valor de uso objetivo, como decían los mismos economistas). El valor de uso en sentido objetivo es la relación existente entre una cosa y el efecto que la misma puede producir. Es al valor de uso objetivo al que se refiere la gente cuando habla del «valor calórico» o de la «potencia térmica» del carbón. El valor de uso de carácter subjetivo no tiene por qué coincidir con el valor de uso objetivo. Hay cosas a las cuales se atribuye valor de uso subjetivo simplemente porque se supone erróneamente que gozan de capacidad para producir ciertos efectos deseados. Por otro lado, existen cosas que pueden provocar consecuencias deseadas, a las cuales, sin embargo, no se atribuye valor alguno de uso, por cuanto se ignora dicha potencialidad.

Repasemos el pensamiento económico que prevalecía cuando la moderna teoría del valor fue elaborada por Carl Menger, William Stanley Jevons y Léon Walras. Quien pretenda formular la más elemental teoría del valor y los precios comenzará, evidentemente, por intentar basarse en el concepto de utilidad. Nada es, en efecto, más plausible que suponer que la gente valora las cosas con arreglo a su utilidad. Pero, llegados a este punto, surge un problema en cuya solución los economistas clásicos fracasaron. Creyeron observar que había cosas cuya «utilidad» era mayor y que, sin embargo, se valoraban menos que otras de «utilidad» menor. El hierro es menos apreciado que el oro. Este hecho parecía echar por tierra toda teoría del valor y de los precios que partiera de los conceptos de utilidad y valor de uso. De ahí que los clásicos abandonaran ese terreno, pretendiendo infructuosamente explicar los fenómenos del valor y del cambio por otras vías.

Sólo más tarde descubrieron los economistas que lo que originaba la aparente paradoja era el imperfecto planteamiento del problema. Las valoraciones y decisiones que se producen en los tipos de cambio del mercado no suponen elegir entre el oro y el hierro. El hombre, al actuar, nunca se ve en el caso de escoger entre todo el oro y todo el hierro. En un determinado lugar y tiempo, bajo condiciones definidas, hace su elección entre una cierta cantidad de oro y una cierta cantidad de hierro. Al decidirse entre cien onzas de oro y cien toneladas de hierro, su elección no guarda relación alguna con la decisión que adoptaría si se hallara en la muy improbable situación de tener que optar entre todo el oro y todo el hierro existente.

En la práctica, lo único que cuenta para tal sujeto es si, bajo las específicas condiciones concurrentes, estima la satisfacción directa o indirecta que puedan reportarle las cien onzas de oro mayor o menor que la satisfacción que derivaría de las cien toneladas de hierro. Al decidirse, no está formulando ningún juicio filosófico o académico en torno al valor «absoluto» del oro o del hierro; en modo alguno determina si, para la humanidad, importa más el oro o el hierro; no se ocupa de esos problemas tan gratos a los tratadistas de ética o de filosofía de la historia. Se limita a elegir entre dos satisfacciones que no puede disfrutar al mismo tiempo.

Ni el preferir ni el rechazar ni las decisiones y elecciones que de ello resultan son actos de medición. La acción no mide la utilidad o el valor; se limita a elegir entre alternativas. No se trata del abstracto problema de determinar la utilidad total o el valor total[1]. Ninguna operación racional permite deducir del valor asignado a una determinada cantidad o a un determinado número de ciertas cosas el valor correspondiente a una cantidad o número mayor o menor de esos mismos bienes. No hay forma de calcular el valor de todo un género de cosas si son sólo conocidos los valores de sus partes. Tampoco hay medio de calcular el valor de una parte si únicamente se conoce el valor del total del género. En la esfera del valor y las valoraciones no hay operaciones aritméticas; en el terreno de los valores no existe el cálculo ni nada que se le asemeje. El aprecio de las existencias totales de dos cosas puede diferir de la valoración de algunas de sus porciones. Un hombre aislado que posea siete vacas y siete caballos puede valorar en más un caballo que una vaca; es decir, que, puesto a optar, preferirá entregar una vaca antes que un caballo. Sin embargo, ese mismo individuo, ante la alternativa de elegir entre todos sus caballos y todas sus vacas, puede preferir quedarse con las vacas y prescindir de los caballos. Los conceptos de utilidad total y de valor total carecen de sentido, salvo que se trate de situaciones en las que el interesado haya de escoger precisamente entre la totalidad de diversas existencias. Sólo tiene sentido plantear el problema de qué es más útil, el hierro o el oro, si se trata del supuesto en el que la humanidad, o una parte de la misma, hubiera de escoger entre todo el oro y todo el hierro disponible.

El juicio de valor se contrae exclusivamente a la cantidad concreta a que se refiere cada acto de elección. Cualquier conjunto de determinado bien se halla siempre compuesto, ex definitione, por porciones homogéneas, cada una de las cuales es idónea para rendir ciertos e idénticos servicios, lo que hace que cualquiera de dichas porciones pueda sustituirse por otra. En el acto de valorar y preferir resulta, por tanto, indiferente cuál sea la porción efectiva que en ese momento se contemple. Cuando se presenta el problema de entregar una, todas las porciones —unidades— del stock disponible se consideran idénticamente útiles y valiosas. Cuando las existencias disminuyen por pérdida de una unidad, el sujeto ha de resolver de nuevo cómo emplear las unidades del stock remanente. Es evidente que el stock disminuido no podrá rendir el mismo número de servicios que el íntegro. Aquel objeto que, bajo este nuevo planteamiento, deja de cubrirse es, indudablemente, para el interesado, el menos urgente de todos los que previamente cabía alcanzar con el stock íntegro. La satisfacción que derivaba del uso de aquella unidad destinada a tal empleo era la menor de las satisfacciones que cualquiera de las unidades del stock completo podía proporcionarle. Por tanto, sólo el valor de esa satisfacción marginal es el que el sujeto ponderará cuando haya de renunciar a una unidad del stock completo. Al enfrentarse con el problema de qué valor debe atribuirse a una porción de cierto conjunto homogéneo, el hombre resuelve de acuerdo con el valor correspondiente al cometido de menor interés que atendería con una unidad si tuviera a su disposición las unidades todas del conjunto; es decir, decide tomando en cuenta la utilidad marginal.

Supongamos que una persona se encuentra en la alternativa de entregar una unidad de sus provisiones de a o una unidad de las de b; en tal disyuntiva, evidentemente, no comparará el valor de todo su haber de a con el valor total de su stock de b; contrastará únicamente los valores marginales de ay de b. Aunque tal vez valore en más la cantidad total de a que la de b, el valor marginal de b puede ser más alto que el valor marginal de a.

El mismo razonamiento sirve para ilustrar el supuesto en que aumenta la cantidad disponible de un bien mediante la adquisición de una o más unidades supletorias.

Para la descripción de tales hechos la economía no precisa recurrir a la terminología de la psicología, porque no se ampara en razonamientos y argumentaciones de tal condición. Cuando afirmamos que los actos de elección no dependen del valor atribuido a ninguna clase entera de necesidades, sino del valor que en cada caso corresponda a la necesidad concreta de que se trate, prescindiendo de la clase en que pueda ésta hallarse catalogada, en nada ampliamos nuestro conocimiento ni deviene éste más general o fundado. Sólo recordando la importancia que esta antinomia del valor tuvo en la historia del pensamiento económico comprenderemos por qué suele hablarse de clases de necesidades al abordar el tema. Carl Menger y Böhm-Bawerk usaron el término «clases de necesidades» para refutar las objeciones a sus ideas por quienes consideraban el pan como tal más valioso que la seda sobre la base de que la clase «necesidad de alimentos» tiene mayor importancia vital que la clase «necesidad de vestidos lujosos»[2]. Hoy el concepto de «clase de necesidades» es totalmente inútil. Tal idea nada significa para la acción ni, por tanto, para la teoría del valor; puede, además, inducir a error y a confusión. Los conceptos y las clasificaciones no son más que herramientas mentales; cobran sentido y significación sólo en el contexto de las teorías que los utilizan[3]. A nada conduce agrupar las diversas necesidades en «clases» para después concluir que tal ordenación carece de interés en el terreno de la teoría del valor.

La ley de la utilidad marginal y del decreciente valor marginal nada tiene que ver con la Ley de Gossen de la saturación de las necesidades (primera Ley de Gossen). Al hablar de la utilidad marginal no nos interesamos por el goce sensual ni por la saturación o la saciedad. En modo alguno desbordamos el campo del razonamiento praxeológico cuando decimos: el destino que el individuo da a cierta porción de determinado conjunto compuesto por n unidades, destino que no sería atendido, inmodificadas las restantes circunstancias, si el interesado dispusiera de sólo n-1 unidades, constituye el empleo menos urgente de ese bien, o sea, su utilización marginal. Consideramos, por eso, marginal la utilidad derivada del empleo del bien en cuestión. Para llegar a la conclusión anterior no precisamos acudir a ninguna experimentación, conocimiento o argumentación de orden psicológico. Se deduce necesariamente de las premisas establecidas, es decir, de que los hombres actúan (valoran y prefieren) y de que el interesado posee n unidades de un conjunto homogéneo, en el primer caso, y n-1 unidades en el segundo. Bajo estos supuestos, no puede imaginarse ninguna otra decisión. La afirmación es de orden formal y apriorístico; no se basa en experiencia alguna.

El problema consiste en determinar si existen o no sucesivas etapas intermedias entre la situación de malestar que impulsa al hombre a actuar y aquella otra situación que, una vez alcanzada, vedaría toda nueva actuación (ya sea por haberse logrado un estado de perfecta satisfacción, ya sea porque el hombre se considerase incapaz de producir ninguna ulterior mejoría en su situación). Si dicha alternativa se resuelve en sentido negativo, sólo cabría una única acción: tan pronto como tal actuación quedara consumada, se habría alcanzado la situación que prohibiría toda ulterior actuación. Ahora bien, con ello se contradice abiertamente el supuesto de que existe el actuar; pugna el planteamiento con las condiciones generales presupuestas en la categoría de acción. De ahí que sea forzoso resolver la alternativa en sentido afirmativo. Existen, sin género de duda, etapas diversas en nuestra asintótica aproximación hacia aquel estado después del cual ya no hay nueva acción. Por eso la ley de la utilidad marginal se halla ya implícita en la categoría de acción. No es más que el reverso de la afirmación según la cual preferimos lo que satisface en mayor grado a lo que satisface en menor grado. Si las existencias a nuestra disposición aumentan de n-1 unidades a n unidades, esa incrementada unidad será utilizada para atender a una situación que será menos urgente o gravosa que la menos urgente o gravosa de todas las que con los recursos n-1 habían sido remediadas.

La ley de la utilidad marginal no se refiere al valor de uso objetivo, sino al valor de uso subjetivo. No alude a las propiedades químicas o físicas de las cosas para provocar ciertos efectos en general; se interesa tan sólo por su idoneidad para promover el bienestar del hombre según él lo entiende en cada momento y ocasión. No se ocupa de un supuesto valor intrínseco de las cosas, sino del valor que el hombre atribuye a los servicios que de las mismas espera derivar.

Si admitiéramos que la utilidad marginal está en las cosas y en su valor de uso objetivo, habríamos de concluir que lo mismo podría aumentar que disminuir, al incrementarse la cantidad de unidades disponibles. Puede suceder que la utilización de una cierta cantidad irreducible —n unidades— del bien a proporcione una satisfacción mayor que la que cabe derivar de los servicios de una unidad del bien b. Ahora bien, si las existencias de a son inferiores a n, a sólo puede emplearse en otro cometido menos apreciado que el que gracias a b puede ser atendido. En tal situación, el que la cuantía de a pase de n-1 unidades a n unidades parece aumentar el valor atribuido a la unidad. El poseedor de cien maderos puede construir con ellos una cabaña, que le protegerá de la lluvia mejor que un impermeable. Sin embargo, si sus disponibilidades son inferiores a los treinta maderos, únicamente podrá construirse un lecho que le resguarde de la humedad del suelo. De ahí que, si el interesado dispusiera de noventa y cinco maderos, por otros cinco prescindiría del impermeable. Pero si contara sólo con diez, no cambiaría el impermeable ni por otros diez maderos. El hombre cuya fortuna ascendiera a 100 dólares tal vez se negaría a prestar cierto servicio por otros 100 dólares. Sin embargo, si ya dispusiera de 2000 dólares y deseara ardientemente adquirir un cierto bien indivisible que costara 2100 dólares, seguramente realizaría aquel trabajo por sólo 100 dólares. Esto concuerda perfectamente con la ley de la utilidad marginal correctamente formulada, según la cual el valor de las cosas depende de la utilidad del servicio que las mismas puedan proporcionar. Es impensable una ley de utilidad marginal creciente.

La ley de la utilidad marginal no debe confundirse con la doctrina de Bernoulli de mensura sortis ni con la ley de Weber-Fechner. En el fondo de la teoría de Bernoulli palpitan aquellas ideas, que jamás nadie puso en duda, según las cuales la gente se afana por satisfacer las necesidades más urgentes antes que las menos urgentes, resultándole más fácil al hombre rico atender sus necesidades que al pobre. Pero las conclusiones que Bernoulli derivaba de tales evidencias eran a todas luces inexactas. En efecto, formuló una teoría matemática según la cual el incremento de la satisfacción disminuye a medida que aumenta la riqueza del individuo. Su afirmación de que es altamente probable que, como regla general, un ducado, para quien goce de una renta de 5000 ducados, valga como medio ducado para quien sólo disfrute de 2500 ducados de ingresos no es más que pura fantasía. Dejemos aparte el hecho de que no hay modo de efectuar comparaciones que no sean arbitrarias entre las mutuas valoraciones de personas distintas; el método de Bernoulli resulta igualmente inadecuado para las valoraciones de un mismo individuo con diferentes ingresos. No advirtió que lo único que se puede predicar del caso en cuestión es que, al crecer los ingresos, cada incremento dinerario se dedicará a satisfacer una necesidad menos urgentemente sentida que la necesidad menos acuciante que fue, sin embargo, satisfecha antes de registrarse el incremento de riqueza. No supo ver que, al valorar, optar y actuar, no se trata de medir, ni de hallar equivalencias, sino de comparar, es decir, de preferir y de rechazar[4]. Así, ni Bernoulli ni los matemáticos y economistas que siguieron su razonamiento podían resolver la antinomia del valor.

Los errores que implica el confundir la Ley de Weber-Fechner, perteneciente a la psicofísica, con la teoría subjetiva del valor fueron ya señalados por Max Weber. Verdad es que no estaba este último suficientemente versado en economía, hallándose, en cambio, demasiado influido por el historicismo, para aprehender debidamente los principios básicos que informan al pensamiento económico. Ello no obstante, su intuición genial le situó en el camino que conducía a las soluciones correctas. La teoría de la utilidad marginal, afirma Weber, «no se formula en sentido psicológico, sino —utilizando un término epistemológico— de modo pragmático, manejando las categorías de fines y medios»[5].

Si se desea poner remedio a un cierto estado patológico mediante la ingestión de una determinada cantidad de una medicina, no se obtendrá un resultado mejor multiplicando la dosis. Ese excedente o no produce mayor efecto que la dosis apropiada, por cuanto ésta, de por sí, ya provoca el resultado óptimo, o bien da lugar a consecuencias nocivas. Lo mismo sucede con toda clase de satisfacciones, si bien, frecuentemente, el estado óptimo se alcanza mediante la administración de elevadas dosis, tardándose en llegar a aquel límite que, sobrepasado, cualquier ulterior incremento produce consecuencias perniciosas. Sucede ello por cuanto nuestro mundo está regido por la causalidad, existiendo relación cuantitativa entre causa y efecto. Quien desee suprimir el malestar que provoca el vivir en una casa a un grado de temperatura, procurará caldearla para alcanzar los dieciocho o veinte grados. Nada tiene que ver con la ley de Weber-Fechner el que el interesado no busque temperaturas de setenta o noventa grados. El hecho tampoco afecta a la psicología. Para explicarlo, ésta ha de limitarse a constatar el dato de que los mortales, normalmente, prefieren la vida y la salud a la muerte y la enfermedad. Para la praxeología sólo cuenta la circunstancia de que el hombre, al actuar, opta y escoge entre alternativas; hallándose siempre cercado por disyuntivas, no tiene más remedio que elegir y, efectivamente, elige, prefiriendo una entre varias posibilidades, por cuanto —aparte otras razones— el sujeto opera en un mundo cuantitativo, no en un orden carente del concepto de cantidad, planteamiento que resulta, incluso, inconcebible para la mente humana.

Confunden la utilidad marginal y la ley de Weber-Fechner quienes sólo ponderan los medios idóneos para alcanzar cierta satisfacción, pasando por alto la propia satisfacción en sí. De haberse parado mientes en ello, no se habría incurrido en el absurdo de pretender explicar el deseo de abrigo aludiendo a la decreciente intensidad de la sensación provocada por un sucesivo incremento del correspondiente estímulo. El que, normalmente, un individuo no desee elevar la temperatura de su dormitorio a cuarenta grados nada tiene que ver con la intensidad de la sensación de calor. Por lo mismo, tampoco cabe explicar recurriendo a las ciencias naturales el que una cierta persona no caliente su habitación a la temperatura que suelen hacerlo los demás, temperatura que, probablemente, también a aquélla apetecería, si no fuera porque prefiere comprarse un traje nuevo o asistir a la audición de una sinfonía de Beethoven. Sólo los problemas del valor de uso objetivo pueden analizarse mediante los métodos típicos de las ciencias naturales; cosa bien distinta es el aprecio que el hombre que actúa pueda conceder a ese valor de uso objetivo en cada circunstancia.

2. LA LEY DEL RENDIMIENTO

La determinación cuantitativa en los efectos producida por un bien económico significa, en relación con los bienes de primer orden (bienes de consumo), que una cantidad a de causa provoca —bien a lo largo de un periodo de tiempo o bien en una única y específica ocasión— una cantidad a' de efecto. En lo que respecta a los bienes de órdenes más elevados (bienes de producción) tal relación cuantitativa supone que una cantidad b de causa produce una cantidad b' de efecto, siempre y cuando concurra un factor complementario c con su efecto c'; sólo mediante los efectos concertados de b' y c' se puede producir la cantidad p de cierto bien D de primer orden. En este caso se manejan tres cantidades: b y c de los dos bienes complementarios B y C, y p del producto D.

Si la cantidad b permanece invariada, consideramos óptima aquella cantidad de c que provoca el máximo valor de la expresión p/c. Si a este máximo valor de p/c se llega indistintamente mediante la utilización de cantidades diversas de C, consideramos óptima aquélla que produce la mayor cantidad de p. Cuando los dos bienes complementarios se utilizan en dicha cuantía óptima, ambos están dando el máximo rendimiento posible; su poder de producción, su valor de uso objetivo, está siendo plenamente utilizado; ninguna parte se desperdicia. Si nos desviamos de esta combinación óptima aumentando la cantidad de C sin variar la cantidad de B, normalmente el rendimiento será mayor, si bien no en grado proporcional al aumento de la cantidad de C empleada. En el caso de que se pueda incrementar la producción de p a p1 incrementando la cantidad de uno solo de los factores complementarios, es decir, sustituyendo c por cx, siendo x mayor que la unidad, tendríamos siempre que p1 > p, y p1c < pcx. Pues, si fuera posible compensar cualquier disminución de b con un incremento de c, de tal forma que p quedara sin variación, ello supondría que la capacidad de producción de B era ilimitada; en tal supuesto, B no sería un bien escaso; es decir, no constituiría un bien económico. Carecería de trascendencia para la actividad humana el que las existencias de B fueran mayores o menores. Incluso una cantidad infinitesimal de B sería suficiente para producir cualquier cantidad de D, siempre y cuando se contara con una suficiente cantidad de C. En cambio, si no fuera posible incrementar las disponibilidades de C, por más que aumentara B no cabría ampliar la producción de D. Todo el rendimiento del proceso se achacaría a C; B no merecería la consideración de bien económico. Un factor capaz de proporcionar tales ilimitados servicios es, por ejemplo, el conocimiento de cualquier relación de causalidad. La fórmula, la receta que nos enseña a preparar el café, una vez conocida, rinde servicios ilimitados. Por mucho que se emplee, nada pierde de su capacidad de producir; estamos ante una inagotable capacidad productiva, la cual, consecuentemente, deja de ser un bien económico. Por eso nunca se halla el individuo actuante ante el dilema de tener que optar entre el valor de uso de una fórmula comúnmente conocida y el de cualquiera otra cosa útil.

La ley del rendimiento proclama que existen combinaciones óptimas de los bienes económicos de orden más elevado (factores de producción). Desviarse de esa óptima combinación, incrementando el consumo de uno de los factores intervinientes, da lugar, o bien a que no aumente el efecto deseado, o bien a que, en caso de aumentar, no lo haga proporcionalmente a aquella mayor inversión. Esta ley, como antes se hacía notar, es consecuencia obligada del hecho de que sólo si sus efectos resultan cuantitativamente limitados puede darse la consideración de económico al bien de que se trate.

Que existen esas óptimas combinaciones es todo lo que afirma esta ley, comúnmente denominada ley del rendimiento decreciente. Hay muchos otros problemas al margen de dicha ley y que sólo pueden resolverse a posteriori mediante la experiencia.

Si el efecto causado por cierto factor resulta indivisible, será óptima aquella única combinación que produce el apetecido resultado. Para teñir de un cierto color una pieza de lana, se precisa determinada cantidad de colorante. Una cantidad mayor o menor de tinte frustraría el deseado objetivo. Quien tuviera más colorante del preciso veríase obligado a no utilizar el excedente. Por el contrario, quien dispusiera de cantidad insuficiente, sólo podría teñir parte de la pieza. La condición decreciente del rendimiento, en el ejemplo contemplado, ocasiona que carezca de utilidad la cantidad excedente de colorante, la cual, en ningún caso, podría emplearse, por cuanto perturbaría la consecución del propósito apetecido.

En otros supuestos, para producir el menor efecto aprovechable, se precisa una cierta cantidad mínima de factor productivo. Entre ese efecto menor y el óptimo existe un margen dentro del cual el incremento de las cantidades invertidas provoca un aumento de la producción proporcional o más que proporcional a la indicada elevación del gasto. Una máquina, para funcionar, exige un mínimo de lubricante. Ahora bien, sólo la experiencia técnica podrá indicarnos si, por encima de dicho mínimo, una mayor cantidad de lubricante aumenta el rendimiento de la máquina de un modo proporcional o superior a tal supletoria inversión.

La ley del rendimiento no resuelve los problemas siguientes: 1) Si la dosis óptima es o no la única idónea para provocar el efecto apetecido. 2) Si existe o no un límite definido, traspuesto el cual, carece de utilidad todo incremento en la cantidad del factor variable empleada. 3) Si la baja de producción que el apartarse de la combinación óptica provoca —o el aumento de la misma que engendra el aproximarse a ella— es o no proporcional al número de unidades del factor variable en cada caso manejado. Las anteriores cuestiones sólo experimentalmente pueden resolverse. Ello no obstante, la ley del rendimiento en sí, es decir, la afirmación de que tales óptimas combinaciones han de existir, resulta válida a priori.

La ley malthusiana de la población y los conceptos de superpoblación o subpoblación absoluta, así como el de población más perfecta, todos ellos derivados de aquélla, suponen hacer aplicación de la ley de rendimientos a un caso especial. Se ponderan los efectos que forzosamente han de aparecer al variar el número de «brazos» disponibles, suponiendo inmodificadas las demás circunstancias concurrentes. Por cuanto intereses políticos aconsejaban desvirtuar la ley de Malthus, se atacó apasionadamente, aunque con argumentos ineficaces, la ley del rendimiento, la cual, incidentalmente, conocían sólo como la ley del rendimiento decreciente de la inversión de capital y de trabajo en el factor tierra. Hoy en día no vale la pena volver sobre tan bizantinas cuestiones. La ley del rendimiento no se contrae tan sólo al problema atinente a la inversión en el factor tierra de los restantes factores complementarios de producción. Los esfuerzos tanto para refutar como para demostrar su validez mediante investigaciones históricas y experimentales de la producción agraria a nada conducen. Quien pretenda impugnar la ley habrá de explicar por qué los hombres pagan precios por la tierra. Si no fuese exacta, el agricultor nunca pretendería ampliar la extensión de su terreno. Tendería más bien a incrementar indefinidamente el rendimiento de cualquier parcela, multiplicando la inversión de capital y trabajo en la misma.

También se ha supuesto que mientras en la producción agraria regiría la ley del rendimiento decreciente, en la industria prevalecería la ley del rendimiento creciente. Mucho se tardó en comprender que la ley del rendimiento se cumple invariablemente, sea cual fuere la clase de producción contemplada. A este respecto es un grave error distinguir entre agricultura e industria. La imperfectamente —por no decir erróneamente— denominada ley del rendimiento creciente no es más que el reverso de la ley del rendimiento decreciente; es decir, en definitiva, una torpe formulación de esta última. Al aproximarse el proceso a la combinación óptima, a base de incrementar la inversión de un factor, mientras quedan invariados los demás, la producción aumenta en grado proporcional, o incluso más que proporcional, al número de unidades invertidas de dicho factor variable. Una máquina manejada por 2 obreros puede producir p; manejada por 3 obreros, 3p; por 4 obreros, 6p; por 5 obreros, 7p; y por 6 obreros, también 7p. En tal supuesto, el utilizar 4 obreros supone obtener el rendimiento óptimo por obrero, es decir 6/4 p, mientras que, en los restantes supuestos, los rendimientos son, respectivamente, 1/2 p, p, 7/5 p y 7/6 p. Al pasar de 2 a 3 obreros, los rendimientos aumentan más que proporcionalmente al número de operarios utilizados; la producción no aumenta en la proporción 2: 3: 4, sino en la de 1: 3: 6. Nos hallamos ante un caso de rendimiento creciente por obrero. Ahora bien, lo anterior no es más que el reverso de la ley del rendimiento decreciente.

Si una explotación o empresa se aparta de aquella óptima combinación de los factores empleados, opera de modo más ineficiente que aquella otra explotación o empresa cuya desviación de la combinación óptima resulte menor. Tanto en la agricultura como en la industria se emplean factores de producción que no pueden ser subdivididos ad libitum. De ahí que, sobre todo en la industria, se alcance la combinación óptima más fácilmente ampliando que reduciendo las instalaciones. Si la unidad mínima de uno o varios factores resulta excesivamente grande para poder ser explotada del modo más económico en una empresa pequeña o mediana, la única solución para lograr el aprovechamiento óptimo de los factores estriba en ampliar las instalaciones. Vemos ahora claramente en qué se funda la superioridad de la producción en gran escala.

3. EL TRABAJO HUMANO COMO MEDIO

Se entiende por trabajar el aprovechar, a título de medio, las funciones y manifestaciones fisiológicas de la vida humana. No trabaja el individuo cuando deja de aprovechar la potencialidad de la energía y los procesos vitales humanos para conseguir fines externos, distintos desde luego de los procesos fisiológicos y su función respecto a la propia vida; el sujeto, en tal supuesto, simplemente vive. El hombre trabaja cuando se sirve como medio de su capacidad y fuerza para suprimir, en cierta medida, el malestar, explotando de modo deliberado su energía vital, en vez de dejar, espontánea y libremente, manifestarse las facultades físicas y nerviosas de que dispone. El trabajo es un medio, no un fin.

Gozamos de limitada cantidad de energía disponible y, además, cada unidad de tal capacidad laboral produce efectos igualmente limitados. Si no fuera así, el trabajo humano abundaría sin tasa; jamás sería escaso y, por tanto, no podría considerarse como medio para la supresión del malestar, ni como tal habría de ser administrado.

En un mundo en que el trabajo sólo se economiza debido a que está disponible en cantidad insuficiente para lograr todos los objetivos que por medio de él pueden alcanzarse, la cantidad de trabajo disponible equivaldrá a la energía productiva que todos los hombres en su conjunto son capaces de desplegar. En ese imaginario mundo, todos trabajarían hasta agotar totalmente su capacidad personal. Emplearían en el trabajo todo el tiempo que no resultara obligado dedicar al descanso y recuperación de las fuerzas consumidas. Se consideraría como una pérdida pura el desperdiciar en cualquier cometido parte de la propia capacidad. Tal dedicación incrementaría el bienestar personal de todos y cada uno; por eso, si una fracción cualquiera de la personal capacidad de trabajo quedara desaprovechada, el interesado se consideraría perjudicado, sin que ninguna satisfacción pudiera compensarle tal pérdida. La pereza resultaría inconcebible. Nadie pensaría: podría yo hacer esto o aquello, pero no vale la pena; no compensa, prefiero el ocio. Todos considerarían como recurso productivo su total capacidad de trabajo, capacidad que se afanarían en aprovechar plenamente. Cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, de incrementar el bienestar personal se estimaría estímulo suficiente para seguir trabajando en lo que fuera, siempre que no se pudiera aprovechar mejor la capacidad laboral en otro cometido.

En el mundo real las cosas son bien distintas. Trabajar resulta penoso. Se considera más agradable el descanso que la tarea. Invariadas las restantes circunstancias, se prefiere el ocio al esfuerzo laboral. Los hombres trabajan solamente cuando valoran en más el rendimiento que su actividad va a procurarles que el bienestar de la holganza. El trabajar molesta.

La psicología y la fisiología intentarán explicamos por qué ello es así. Pero el que en definitiva lo consigan o no es indiferente para la praxeología. Nuestra ciencia parte de que a los hombres lo que más les agrada es la diversión y el descanso; por eso contemplan su propia capacidad laboral de modo muy distinto a como ponderan la potencialidad de los factores materiales de producción. Cuando se trata de consumir el propio trabajo, el interesado analiza, por un lado, si no habrá algún otro objetivo, aparte del contemplado, más atractivo en el cual invertir su capacidad laboral; pero, por otro, pondera además si no le sería mejor abstenerse del esfuerzo. Podemos expresar el mismo pensamiento considerando el ocio como una meta a la que tiende la actividad deliberada o como un bien económico del orden primero. Esta vía, tal vez un poco rebuscada, nos abre, sin embargo, los ojos al hecho de que la holganza, a la luz de la teoría de la utilidad marginal, debe considerarse como otro bien económico cualquiera, lo que permite concluir que la primera unidad de ocio satisface un deseo más urgentemente sentido que el atendido por la segunda unidad; a su vez, esta segunda provee a una necesidad más acuciante que la de la tercera, y así sucesivamente. El lógico corolario es que la incomodidad personal provocada por el trabajo aumenta a medida que se va trabajando más, agravándose con la supletoria inversión laboral.

La praxeología, sin embargo, no tiene por qué entrar en la discusión de si la molestia laboral aumenta proporcionalmente o en grado mayor al incremento de la inversión laboral. (El asunto puede tener interés para la fisiología o la psicología y es incluso posible que tales disciplinas logren un día desentrañarlo; todo ello, sin embargo, no nos concierne). La realidad es que el interesado suspende su actividad en cuanto estima que la utilidad de proseguir la labor no compensa suficientemente el bienestar escamoteado por el supletorio trabajo. Dejando aparte la disminución en el rendimiento que la creciente fatiga provoca, quien trabaja, al formular el anterior juicio, compara cada porción de tiempo trabajado con la cantidad de bien que las sucesivas aportaciones laborales van a reportarle. Pero la utilidad de lo conseguido decrece a medida que más se va trabajando y mayor es la cantidad de producto obtenido. Mediante las primeras unidades de trabajo se ha proveído a la satisfacción de necesidades superiormente valoradas que las atendidas merced al trabajo ulterior. De ahí que esas necesidades cada vez menormente valoradas pronto puedan estimarse compensación insuficiente para prolongar la labor, aun admitiendo que, con el paso del tiempo, no desciende la productividad por razón de la fatiga.

No interesa, como decíamos, al análisis praxeológico investigar si la incomodidad del trabajo es proporcional a la inversión laboral o si aumenta en mayor escala a medida que se dedica más tiempo a la actividad. Lo indudable es que la tendencia a invertir las porciones aún no empleadas del potencial laboral —inmodificadas las demás condiciones— disminuye a medida que se va incrementando la aportación de trabajo. El que dicha disminución de la voluntad laboral progrese con una aceleración mayor o menor depende de las circunstancias económicas concurrentes; en ningún caso atañe a los principios categóricos.

Esa molestia típica del esfuerzo laboral explica por qué, a lo largo de la historia humana, al incrementarse la productividad del trabajo, gracias al progreso técnico y a los mayores recursos de capital disponibles, apareciera una tendencia generalizada a acortar los horarios de trabajo. Entre los placeres que, en mayor abundancia que sus antepasados, puede disfrutar el hombre moderno se encuentra el de dedicar más tiempo al descanso y al ocio. En este sentido se puede dar cumplida respuesta a la interrogante, tantas veces formulada por filósofos y filántropos, de si el progreso económico habría o no hecho más felices a los hombres. Si la productividad del trabajo fuera menor de lo que es en el actual mundo capitalista, la gente habría de trabajar más, o habría de renunciar a numerosas comodidades de las que hoy disfruta. Conviene, no obstante, destacar que los economistas, al dejar constancia de lo anterior, en modo alguno están suponiendo que el único medio de alcanzar la felicidad consista en gozar del mayor bienestar material, vivir lujosamente o disponer de más tiempo libre. Atestiguan simplemente un hecho, cual es que el incremento de la productividad del trabajo permite ahora disponer en forma más cumplida de cosas que indudablemente resultan agradables.

La fundamental idea praxeológica según la cual los hombres prefieren lo que les satisface más a lo que les satisface menos, apreciando las cosas sobre la base de su utilidad, no precisa por eso de ser completada, ni enmendada, con alusión alguna a la incomodidad del trabajo, pues se halla implícito en lo anterior que el hombre preferirá el trabajo al ocio sólo cuando desee más ávidamente el producto que ha de reportarle que el disfrutar de ese descanso al que renuncia.

La singular posición que el factor trabajo ocupa en nuestro mundo deriva de su carácter no específico. Los factores primarios de producción que la naturaleza brinda —es decir, todas aquellas cosas y fuerzas naturales que el hombre puede emplear para mejorar su situación— poseen específicas virtudes y potencialidades. Para alcanzar ciertos objetivos hay factores que son los más idóneos; para conseguir otros, esos mismos elementos resultan ya menos oportunos; existiendo, por último, fines para cuya consecución resultan totalmente inadecuados. Pero el trabajo es factor apropiado, a la par que indispensable, para la realización de cualesquiera procesos o sistemas de producción imaginables.

Sin embargo, no se puede generalizar al hablar de trabajo humano. Sería un grave error desconocer que los hombres, y consecuentemente su respectiva capacidad laboral, son diferentes. El trabajo que un cierto individuo es capaz de realizar convendrá más a determinados objetivos, mientras para otros será menos apropiado, resultando, en fin, inadecuado para la ejecución de terceros cometidos. Una de las deficiencias de los economistas clásicos fue el no prestar la debida atención a este hecho al formular sus teorías en torno al valor, los precios y los tipos de salarios. Pues lo que los hombres suministran no es trabajo en general, sino clases determinadas de trabajo. No se pagan salarios por el puro trabajo invertido, sino por la obra realizada mediante labores ampliamente diferenciadas entre sí, tanto cuantitativa como cualitativamente consideradas. Cada producción particular exige utilizar aquellos agentes laborales que sean precisamente capaces de ejecutar el trabajo requerido. Es absurdo pretender despreciar este hecho sobre la base de que la mayor parte de la demanda y oferta de trabajo se contrae a peonaje no especializado, labor que cualquier hombre sano puede realizar, siendo excepción el trabajo específico realizado por personas con facultades peculiares o adquiridas mediante una especial preparación. No interesa averiguar si en un pasado remoto tales eran las circunstancias de hecho ni aclarar tampoco si para las tribus primitivas la desigual capacidad de trabajo innata o adquirida era la principal consideración que les impelía a administrarlo. Cuando se trata de abordar las circunstancias de los pueblos civilizados no se pueden despreciar las diferencias cualitativas de trabajos diferentes. Distinta resulta la obra que las diversas personas pueden realizar, ya que los hombres no son iguales entre sí y, sobre todo, la destreza y experiencia adquirida en el decurso de la vida viene a diferenciar aún más la respectiva capacidad de los distintos sujetos.

Cuando antes afirmábamos el carácter no específico del trabajo humano en modo alguno queríamos decir que la capacidad laboral humana fuera toda de la misma calidad. Queríamos, simplemente, destacar que las diferencias entre las distintas clases de trabajo requerido para producir los diversos bienes son mayores que las disparidades existentes entre las cualidades innatas de los hombres. (Al subrayar este punto, prescindimos de la labor creadora del genio; el trabajo del genio cae fuera de la órbita de la acción humana ordinaria; viene a ser como un gracioso regalo del destino que la humanidad, de vez en cuando, recibe[6]; e igualmente prescindimos de las barreras institucionales que impiden a algunas personas ingresar en ciertas ocupaciones y tener acceso a las enseñanzas que ellas requieren). La innata desigualdad no quiebra la uniformidad y homogeneidad zoológica de la especie humana hasta el punto de dividir en compartimentos estancos la oferta de trabajo. Por eso, la oferta potencial de trabajo para la ejecución de cualquier obra determinada siempre excede a la efectiva demanda del tipo de trabajo de que se trate. Las disponibilidades de cualquier clase de trabajo especializado podrán siempre ser incrementadas detrayendo gentes de otro sector y preparándolas convenientemente. La posibilidad de atender necesidades jamás se halla permanentemente coartada, en ningún ámbito productivo, por la escasez de trabajo especializado. Dicha escasez sólo puede registrarse a corto plazo. A la larga, siempre es posible suprimirla mediante el adiestramiento de personas que gocen de las condiciones requeridas.

El trabajo es el más escaso de todos los factores primarios de producción; de un lado, porque es, en este preciso sentido, no específico y, de otro, por cuanto toda clase de producción requiere la inversión del mismo. De ahí que la escasez de los demás medios primarios de producción —es decir, los factores de producción de carácter no humano, que proporciona la naturaleza— surja en razón a que no pueden utilizarse plenamente mientras exijan consumir trabajo, aunque tal concurso laboral sea mínimo[7]. De ahí que las disponibilidades de trabajo, sea cual fuere su forma o presentación, determinen la proporción en que puede aprovecharse el factor naturaleza para la satisfacción de las necesidades humanas.

Si la oferta de trabajo aumenta, la producción aumenta también. El esfuerzo laboral siempre es valioso; nunca sobra, pues en ningún caso deja de ser útil para mejorar adicionalmente las condiciones de vida. El hombre aislado y autárquico siempre puede prosperar trabajando más. En la bolsa del trabajo de una sociedad de mercado invariablemente hay compradores para toda capacidad laboral que se ofrezca. La abundancia superflua de trabajo sólo puede registrarse, de modo transitorio, en algún sector, induciéndose a ese trabajo sobrante a acudir a otras partes, con lo que se amplía la producción en lugares anteriormente menos atendidos. Frente a ello, un incremento de la cantidad de tierra disponible —inmodificadas las restantes circunstancias— sólo permitiría ampliar la producción agrícola si tales tierras adicionales fueran de mayor feracidad que las ya cultivadas[8]. Lo mismo acontece con respecto al equipo material destinado a futuras producciones. Porque la utilidad o capacidad de servicio de los bienes de capital depende, igualmente, de que puedan contratarse los correspondientes trabajadores. Sería antieconómico explotar dispositivos de producción existentes si el trabajo a invertir en su aprovechamiento pudiera ser empleado mejor por otros cauces que permitieran atender necesidades más urgentes.

Los factores complementarios de producción sólo pueden emplearse en la cuantía que las disponibles existencias del más escaso de ellos autorizan. Supongamos que la producción de una unidad de p requiere el gasto o consumo de 7 unidades de a y de 3 unidades de b, no pudiendo emplearse ni a ni b en producción alguna distinta de p. Si disponemos de 49 a y de 2000 b, sólo podrán producirse 7 p. Las existencias de a predeterminan la cantidad de b que puede ser aprovechada. En el ejemplo, únicamente a merecería la consideración de bien económico; sólo por a estaría la gente dispuesta a pagar precios; el precio íntegro de p será función de lo que cuesten 7 unidades de a. Por su parte, b no sería un bien económico; no cotizaría precio alguno, ya que una parte de las disponibilidades no se aprovecharía.

Podemos imaginar un mundo en el que todos los factores materiales de producción estuvieran tan plenamente explotados que no fuera materialmente posible dar trabajo a todo el mundo, o al menos en la total cuantía en que algunos individuos estarían dispuestos a trabajar. En dicho mundo, el factor trabajo abundaría; ningún incremento en la capacidad laboral disponible permitiría ampliar la producción. Si en tal ejemplo suponemos que todos tienen la misma capacidad y aplicación para el trabajo y pasamos por alto el malestar típico del mismo, el trabajo dejaría de ser un bien económico. Si dicha república fuera una comunidad socialista, todo incremento en las cifras de población se consideraría como un simple incremento del número de ociosos consumidores. Tratándose de una economía de mercado, los salarios resultarían insuficientes para vivir. Quienes buscasen ocupación estarían dispuestos a trabajar por cualquier salario, por reducido que fuera, aunque resultara insuficiente para atender las necesidades vitales. Trabajaría la gente aun cuando el producto del trabajo sólo sirviese para demorar la insoslayable muerte por inanición.

De nada sirve divagar sobre tales paradojas y discutir aquí los problemas que semejante situación plantearía. El mundo en que vivimos es totalmente distinto. El trabajo resulta más escaso que los factores materiales de producción disponibles. No estamos ahora contemplando el problema de la población óptima. De momento, sólo interesa destacar que hay factores materiales de producción que no pueden ser explotados porque el trabajo requerido se precisa para atender necesidades más urgentes. En nuestro mundo no hay abundancia, sino insuficiencia, de potencia laboral, existiendo por este motivo tierras, yacimientos e incluso fábricas e instalaciones sin explotar, es decir, factores materiales de producción inaprovechados.

Esta situación cambiaría merced a un incremento tal de la población que permitiera explotar plenamente todos los factores materiales que pudiera requerir la producción alimenticia imprescindible —en el sentido estricto de la palabra— para la conservación de la vida. Ahora bien, no siendo ése el caso, el presente estado de cosas no puede variarse mediante progresos técnicos en los métodos de producción. La sustitución de unos sistemas por otros más eficientes no hace que el trabajo sea más abundante mientras queden factores materiales inaprovechados cuya utilización incrementaría el bienestar humano. Antes al contrario, dichos progresos vienen a ampliar la producción y, por ende, la cantidad disponible de bienes de consumo. Las técnicas «economizadoras de trabajo» militan contra la indigencia. Pero nunca pueden ocasionar paro «tecnológico»[9].

Todo producto es el resultado de invertir, conjuntamente, trabajo y factores materiales de producción. El hombre administra ambos, tanto aquél como éstos.

Trabajo inmediatamente remunerado y trabajo mediatamente remunerado

Normalmente, el trabajo recompensa a quien trabaja de modo mediato, es decir, le permite librarse de aquel malestar cuya supresión constituía la meta de su actuación. Quien trabaja prescinde del descanso y se somete a la incomodidad del trabajo para disfrutar de la obra realizada o de lo que otros estarían dispuestos a darle por ella. La inversión de trabajo constituye, para quien trabaja, un medio que le permite alcanzar ciertos fines; es un premio que recibe por su aportación laboral.

Ahora bien, hay casos en los que el trabajo recompensa al actor inmediatamente. El interesado obtiene de la propia labor una satisfacción íntima. El rendimiento, pues, resulta doble. De un lado, disfruta del producto y, de otro, del placer que la propia operación le proporciona.

Tal circunstancia ha inducido a muchos a caer en absurdos errores, sobre los cuales se ha pretendido basar fantásticos planes de reforma social. Uno de los dogmas fundamentales del socialismo consiste en suponer que el trabajo resulta penoso y desagradable sólo en el sistema capitalista de producción, mientras que bajo el socialismo constituirá pura delicia. Podemos pasar por alto las divagaciones de aquel pobre loco que se llamó Charles Fourier. Ahora bien, conviene observar que el socialismo «científico» de Marx, en este punto, no difiere en nada de las ideas de los autores utópicos. Frederick Engels y Karl Kautsky llegan a decir textualmente que la gran obra del régimen proletario consistirá en transformar en placer la penosidad del trabajo[10].

Con frecuencia se pretende ignorar el hecho de que las actividades que proporcionan complacencia inmediata y constituyen, por tanto, fuentes directas de placer y deleite no coinciden con el trabajo con que uno se gana la vida. Muy superficial tiene que ser el examen para no advertir de inmediato la diferencia entre unas y otras actividades. Salir un domingo a remar por diversión en el lago se asemeja al bogar de remeros y galeotes sólo cuando la acción se contempla desde el punto de vista de la hidromecánica. Ambas actividades, ponderadas como medios para alcanzar fines determinados, son tan diferentes como el aria tarareada por un paseante y la interpretada por un cantante de ópera. El despreocupado remero dominical y el deambulante cantor derivan de sus actividades no una recompensa mediata, sino inmediata. Por consiguiente, lo que practican no es trabajo, pues no se trata de aplicar sus funciones fisiológicas al logro de fines ajenos al mero ejercicio de esas mismas funciones. Su actuación es, simplemente, un placer. Es un fin en sí misma; se practica por sus propios atractivos, sin derivar de ella ningún servicio ulterior. No tratándose, pues, de una actividad laboral, no cabe denominarla trabajo inmediatamente remunerado[11].

A veces, personas poco observadoras pueden creer que el trabajo ajeno es fuente de inmediata satisfacción porque les gustaría, a título de juego, realizar ese mismo trabajo. Del mismo modo que los niños juegan a maestros, a soldados y a trenes, hay adultos a quienes les gustaría jugar a esto o a lo otro. Creen que el maquinista disfruta manejando la locomotora como ellos gozarían si se les permitiera conducir el convoy. Cuando el administrativo se dirige apresuradamente a la oficina, envidia al guardia que, en su opinión, cobra por pasear ociosamente por las calles. Sin embargo, tal vez éste envidie a aquél que, cómodamente sentado en un caldeado edificio, gana dinero emborronando papeles, labor que no puede considerarse trabajo serio. No vale la pena perder el tiempo analizando las opiniones de quienes, interpretando erróneamente la labor ajena, la consideran mero pasatiempo.

Ahora bien, hay casos de auténtico trabajo inmediatamente remunerado. Ciertas clases de trabajo, en pequeñas dosis y bajo condiciones especiales, proporcionan satisfacción inmediata. Sin embargo, esas dosis han de ser tan reducidas que carecen de trascendencia en un mundo integrado por la producción orientada a la satisfacción de necesidades. En la tierra, el trabajo se caracteriza por su penosidad. La gente intercambia el trabajo, generador de malestar, por el producto del mismo; el trabajo constituye una fuente de recompensa mediata.

En aquella medida en que cierta clase de trabajo, en vez de malestar, produce placer y, en vez de incomodidad, gratificación inmediata, su ejecución no devenga salario alguno. Al contrario, quien lo realiza, el «trabajador», habrá de comprar el placer y pagarlo. La caza fue y es aún para muchas personas un trabajo normal, generador de incomodidades. Ahora bien, hay personas para quienes constituye puro placer. En Europa, los aficionados al arte venatorio pagan importantes sumas al propietario del coto por concederles el derecho a perseguir un cierto número de venados de un tipo determinado. El precio de tal derecho es independiente del que hayan de abonar por las piezas cobradas. Cuando ambos precios van ligados, el montante excede notablemente lo que cuesta la caza en el mercado. Resulta así que un venado entre peñascos y precipicios tiene mayor valor dinerario que después de haber sido muerto y transportado al valle, donde se puede aprovechar su carne, su piel y sus defensas, pese a que, para cobrar la pieza, se gasta equipo y munición, tras penosas escaladas. Podría, por tanto, decirse que uno de los servicios que un venado vivo puede prestar es el de proporcionar al cazador el gusto de matarlo.

El genio creador

Muy por encima de los millones de personas que nacen y mueren, se elevan los genios, aquellos hombres cuyas actuaciones e ideas abren caminos nuevos a la humanidad. Para el genio descubridor crear constituye la esencia de la vida[12]. Para él, vivir significa crear.

Las actividades de estos hombres prodigiosos no pueden ser plenamente encuadradas en el concepto praxeológico de trabajo. No son trabajo, ya que para el genio no son medios, sino fines en sí mismas; pues él sólo vive creando e inventando. Para él no hay descanso; sólo sabe de intermitencias en la labor en momentos de frustración y esterilidad. Lo que le impulsa no es el deseo de obtener un resultado, sino la operación misma de provocarlo. La obra no le recompensa, mediata ni inmediatamente. No le gratifica mediatamente, por cuanto sus semejantes, en el mejor de los casos, no se interesan por ella y, lo que es peor, frecuentemente la reciben con mofa, vilipendio y persecución. Muchos genios podrían haber empleado sus dotes personales en procurarse una vida agradable y placentera; pero ni siquiera se plantearon tal alternativa, optando sin vacilación por un camino lleno de espinas. El genio quiere realizar lo que considera su misión, aun cuando comprenda que tal conducta puede llevarle al desastre.

Tampoco deriva el genio satisfacción inmediata de sus actividades creadoras. Crear es para él agonía y tormento, una incesante y agotadora lucha contra obstáculos internos y externos, que le consume y destroza. El poeta austríaco Grillparzer supo reflejar tal situación en un emocionante poema: «Adiós a Gastein»[13]. Podemos suponer que, al escribirlo, más que en sus propias penas y tribulaciones, pensaba en los mayores sufrimientos de un hombre mucho más grande que él, Beethoven, cuyo destino se asemejaba al suyo propio y a quien, gracias a un afecto entrañable y a una cordial admiración, comprendió mejor que ninguno de sus contemporáneos. Nietzsche se comparaba a la llama que, insaciable, se consume y destruye a sí misma[14]. No existe similitud alguna entre tales tormentos y las ideas generalmente relacionadas con los conceptos de trabajo y labor, producción y éxito, ganarse el pan y gozar de la vida.

Las obras del genio creador, sus pensamientos y teorías, sus poemas, pinturas y composiciones, praxeológicamente, no pueden considerarse frutos del trabajo. No son la resultante de haber invertido una capacidad laboral que hubiera podido dedicarse a producir otros bienes en vez de la obra maestra de filosofía, arte o literatura. Los pensadores, poetas y artistas a menudo carecen de condiciones para realizar otras labores. Sin embargo, el tiempo y la fatiga que dedican a sus actividades creadoras no lo detraen de trabajos mediante los cuales se podría atender a otros objetivos. A veces, las circunstancias pueden condenar a la esterilidad a un hombre capaz de llevar adelante cosas inauditas; tal vez le sitúen en la disyuntiva de morir de hambre o de dedicar la totalidad de sus fuerzas a luchar exclusivamente por la vida. Ahora bien, cuando el genio logra alcanzar sus metas, sólo él ha pagado los «costes» necesarios. A Goethe tal vez le estorbaran, en ciertos aspectos, sus ocupaciones en la corte de Weimar. Sin embargo, seguramente no habría cumplido mejor con sus deberes oficiales de ministro de Estado, director de teatro y administrador de minas si no hubiera escrito sus dramas, poemas y novelas.

Hay más: no es posible sustituir por el trabajo de terceras personas la labor de los creadores. Si Dante y Beethoven no hubieran existido, habría sido imposible producir la Divina Comedia o la Novena Sinfonía encargando la tarea a otros hombres. Ni la sociedad ni los individuos particulares pueden impulsar sustancialmente al genio ni fomentar su labor. Ni la «demanda» más intensa ni la más perentoria de las órdenes gubernativas resultan en tal sentido eficaces. El genio jamás trabaja por encargo. Los hombres no pueden producir a voluntad unas condiciones naturales y sociales que provoquen la aparición del genio creador y su obra. Es imposible criar genios a base de eugenesia ni formarlos en escuelas ni reglamentar sus actividades. Resulta muy fácil, en cambio, organizar la sociedad de tal manera que no haya sitio para los innovadores ni para sus tareas descubridoras.

La obra creadora del genio es, para la praxeología, un hecho dado. La creación genial aparece como generoso regalo del destino. No es en modo alguno un resultado de la producción en el sentido que la economía da a este último vocablo.

4. LA PRODUCCIÓN

La acción, si tiene éxito, alcanza la meta perseguida. Da lugar al producto deseado.

La producción, sin embargo, en modo alguno es un acto de creación; no engendra nada que ya antes no existiera. Implica sólo la transformación de ciertos elementos mediante tratamientos y combinaciones. Quien produce no crea. El individuo crea tan sólo cuando piensa o imagina. El hombre, en el mundo de los fenómenos externos, únicamente transforma. Su actuación consiste en combinar los medios disponibles con miras a que, de conformidad con las leyes de la naturaleza, se produzca el resultado apetecido.

Antes solía distinguirse entre la producción de bienes tangibles y la prestación de servicios personales. Se consideraba que el carpintero, cuando hacía mesas y sillas, producía algo; sin embargo, no se decía lo mismo del médico cuyo consejo ayudaba al carpintero enfermo a recobrar su capacidad para producir mesas y sillas. Se diferenciaba entre el vínculo médico-carpintero y el vínculo carpintero-sastre. Se aseguraba que el médico no producía nada por sí mismo; se ganaba la vida con lo que otros fabricaban, siendo, en definitiva, mantenido por los carpinteros y los sastres. En fecha todavía más lejana, los fisiócratas franceses proclamaron la esterilidad de todo trabajo que no implicara extraer algo del suelo. En su opinión, sólo merecía el calificativo de productivo el trabajo agrícola, la pesca, la caza y la explotación de minas y canteras. La industria, suponían, agrega al valor del material empleado tan sólo el valor de las cosas consumidas por los trabajadores.

Los economistas modernos sonríen ante los pronunciamientos de aquellos antecesores suyos que recurrían a tan inadmisibles distingos. Mejor, sin embargo, procederían nuestros contemporáneos si pararan mientes en los errores que ellos mismos cometen. Son muchos los autores modernos que abordan diversos problemas económicos —por ejemplo, la publicidad o el márketing— recayendo en crasos errores que hace tiempo deberían haber quedado definitivamente aclarados.

Otra idea también muy extendida pretende diferenciar entre el empleo del trabajo y el de los factores materiales de producción. La naturaleza, dicen, dispensa sus dones gratuitamente; en cambio, la inversión de trabajo implica que quien lo practica padezca la incomodidad del mismo. Al esforzarse y superar la incomodidad del trabajo, el hombre aporta algo que no existía antes en el universo. En este sentido, el trabajo crea. Pero tal afirmación también es errónea. La capacidad laboral del hombre es una cosa dada en el universo, al igual que son dadas las potencialidades diversas, típicas y características de la tierra y de las sustancias animales. El hecho de que una parte de la capacidad de trabajo pueda quedar inaprovechada tampoco viene a diferenciarlo de los factores no humanos de producción, pues éstos también pueden permanecer inexplotados. El individuo se ve impelido a superar la incomodidad del trabajo porque personalmente prefiere el producto del mismo a la satisfacción que derivaría del descanso.

Sólo es creadora la mente humana cuando dirige la acción y la producción. La mente es una realidad también comprendida en el universo y la naturaleza; es una parte del mundo existente y dado. Llamar creadora a la mente no implica entregarse a especulaciones metafísicas. La calificamos de creadora porque no sabemos cómo explicar los cambios provocados por la acción más allá de aquel punto en que tropezamos con la intervención de la razón que dirige las actividades humanas. La producción no es un hecho físico, natural y externo; al contrario, es un fenómeno intelectual y espiritual. La condición esencial para que aparezca no estriba en el trabajo humano, en las fuerzas naturales o en las cosas externas, sino en la decisión de la mente de emplear dichos factores como medios para alcanzar específicos objetivos. No es el trabajo el que por sí engendra el producto, sino el trabajo dirigido por la razón. Sólo la mente humana goza de poder para suprimir el malestar sentido por el hombre.

La metafísica materialista del marxismo yerra al interpretar estas cosas. Las célebres «fuerzas productivas» no son de índole material. La producción es un fenómeno ideológico, intelectual y espiritual. Es aquel método que el hombre, guiado por la razón, emplea para suprimir la incomodidad en el mayor grado posible. Lo que distingue nuestro mundo del de nuestros antepasados de hace mil o veinte mil años no es ninguna diferencia material, sino algo espiritual. Los cambios objetivos registrados son fruto de operaciones anímicas.

La producción consiste en manipular las cosas que el hombre encuentra dadas, siguiendo los planes que la razón traza. Tales planes —recetas, fórmulas, ideologías— constituyen lo fundamental; vienen a transmutar los factores originales —humanos y no humanos— en medios. El hombre produce gracias a su inteligencia; determina los fines y emplea los medios idóneos para alcanzarlos. Por eso es totalmente errónea la idea popular de que la economía tiene por objeto ocuparse de los presupuestos materiales de la vida. La acción humana es una manifestación de la mente. En este sentido, la praxeología puede ser denominada ciencia moral (Geisteszwissenschaft).

Naturalmente, no sabemos qué es la mente, por lo mismo que ignoramos lo que son realmente el movimiento, la vida o la electricidad. Mente es simplemente la palabra utilizada para designar aquel ignoto factor que ha permitido a los hombres llevar a cabo todas sus realizaciones: las teorías y los poemas, las catedrales y las sinfonías, los automóviles y los aviones.