CAPÍTULO VI

LA INCERTIDUMBRE

1. INCERTIDUMBRE Y ACCIÓN

En la propia noción de acción va implícita la incertidumbre del futuro. El que el hombre actúe y el que el futuro resulte incierto en modo alguno son dos hechos desligados. Se trata únicamente de dos formas de afirmar la misma cosa.

Podemos suponer que el resultado de todo acontecimiento o mutación está predeterminado por las eternas e inmutables leyes que regulan la evolución y desarrollo del universo. Podemos considerar que la interconexión e interdependencia de los fenómenos, es decir, su concatenación causal, es la realidad fundamental y suprema. Podemos negar de plano la intervención del azar. Ahora bien, admitido todo ello, y aun reconocido que tal vez para una mente dotada de la máxima perfección las cosas se plantearan de otro modo, queda en pie el hecho indudable de que para el hombre que actúa el futuro resulta incierto. Si pudieran los mortales conocer el futuro, no se verían constreñidos a elegir y, por tanto, no tendrían por qué actuar. Vendrían a ser autómatas que reaccionarían ante meros estímulos, sin recurrir a voliciones personales.

Hubo filósofos que rechazaron la idea de la autonomía de la voluntad, considerándola engañoso espejismo, en razón a que el hombre ha de atenerse fatalmente a las ineludibles leyes de la causalidad. Desde el punto de vista del primer Hacedor, causa de sí mismo, pudieran tener razón. Pero, por lo que se refiere al hombre, la acción constituye un hecho dado. No es que afirmemos que el hombre sea «libre» al escoger y actuar. Decimos tan sólo que el individuo efectivamente prefiere y procede consecuentemente, resultando inaplicables las enseñanzas de las ciencias naturales cuando se pretende explicar por qué el sujeto actúa de cierto modo, dejando de hacerlo en forma distinta.

La ciencia natural no permite predecir el futuro. Sólo hace posible pronosticar los resultados de determinadas actuaciones. Siguen, sin embargo, siendo imprevisibles dos campos de acción: el de los fenómenos naturales insuficientemente conocidos y el de los actos humanos de elección. Nuestra ignorancia, por lo que respecta a estos dos terrenos, viene a teñir de incertidumbre toda actividad. La certeza apodíctica sólo se da en la órbita del sistema deductivo propio de las ciencias apriorísticas. En el campo de la realidad, el cálculo de probabilidades constituye la máxima aproximación a la certidumbre.

No incumbe a la praxeología investigar si deben ser tenidos por ciertos algunos teoremas de las ciencias naturales empíricas. Este problema carece de importancia práctica para la investigación praxeológica. Los teoremas de la física y la química poseen un grado tan alto de probabilidad que podemos considerarlos ciertos a efectos prácticos. Así, podemos prever con exactitud el funcionamiento de una máquina construida de acuerdo con las normas de la técnica moderna. Pero la construcción de una determinada máquina es sólo parte de un más amplio programa destinado a proporcionar sus productos a los consumidores. El que dicho programa, en definitiva, resulte o no el más apropiado depende del desarrollo de las condiciones futuras que en el momento de ponerlo en marcha no podían preverse con certeza. Por tanto, cualquiera que sea el grado de certeza que tengamos respecto al resultado técnico de la máquina, no por ello podemos escamotear la incertidumbre inherente al complejo conjunto de datos que la acción humana tiene que prever. Las necesidades y gustos del mañana, la reacción de los hombres ante mudadas circunstancias, los futuros descubrimientos científicos y técnicos, las ideologías y programas políticos del porvenir, nada se puede pronosticar en estos campos más que a base de meros márgenes, mayores o menores, de probabilidad. La acción apunta invariablemente hacia un futuro desconocido. En este sentido, la acción es siempre una arriesgada especulación.

Corresponde a la teoría general del saber humano investigar el campo de la verdad y la certeza. El mundo de la probabilidad, por su parte, concierne específicamente a la praxeología.

2. EL SIGNIFICADO DE LA PROBABILIDAD

Los matemáticos han provocado confusión en tomo al estudio de la probabilidad. Desde un principio se pecó de ambigüedad al abordar el tema. Cuando el chevalier de Méré consultó a Pascal sobre los problemas inherentes a los juegos de dados, lo mejor habría sido que el gran sabio dijera a su amigo la verdad con toda desnudez, haciéndole ver que las matemáticas de nada sirven al tahúr en los lances de azar. Pascal, lejos de eso, formuló la respuesta en el lenguaje simbólico de la matemática; lo que podía haber sido expresado con toda sencillez en lenguaje cotidiano, fue enunciado mediante una terminología que la inmensa mayoría desconoce y que, precisamente por ello, viene a ser generalmente contemplada con reverencial temor. La persona imperita cree que aquellas enigmáticas fórmulas encierran trascendentes mensajes que sólo los iniciados pueden interpretar. Se saca la impresión de que existe una forma científica de jugar, brindando las esotéricas enseñanzas de la matemática una clave para ganar siempre. Pascal, el inefable místico, se convirtió, sin pretenderlo, en el santo patrón de los garitos. Los tratados teóricos que se ocupan del cálculo de probabilidades hacen propaganda gratuita para las casas de juego, precisamente por cuanto resultan ininteligibles a los legos.

No fueron menores los estragos provocados por el equívoco del cálculo de probabilidades en el campo de la investigación científica. La historia de todas las ramas del saber registra los errores en que se incurrió a causa de una imperfecta aplicación del cálculo de probabilidades, el cual, como ya advirtiera John Stuart Mill, era causa de «verdadero oprobio para las matemáticas»[1]. Los problemas atinentes a la ilación probable son de complejidad mucho mayor que los que plantea el cálculo de probabilidades. Sólo la obsesión por el enfoque matemático podía provocar un error tal como el de suponer que probabilidad equivale siempre a frecuencia.

Otro yerro fue el de confundir el problema de la probabilidad con el del razonamiento inductivo que las ciencias naturales emplean. Incluso un fracasado sistema filosófico, que no hace mucho estuvo de moda, pretendió sustituir la categoría de causalidad por una teoría universal de la probabilidad.

Una afirmación se estima probable tan sólo cuando nuestro conocimiento sobre su contenido es imperfecto, cuando no sabemos bastante como para precisar y separar debidamente lo verdadero de lo falso. Pero, en tal caso, pese a nuestra incertidumbre, una cierta dosis de conocimiento poseemos, por lo cual, hasta cierto punto, podemos pronunciarnos, evitando un simple non liquet o ignoramus.

Hay dos especies de probabilidad totalmente distintas: la que podríamos denominar probabilidad de clase (o probabilidad de frecuencia) y la probabilidad de caso (es decir, la que se da en la comprensión típica de las ciencias de la acción humana). El campo en que rige la primera es el de las ciencias naturales, dominado enteramente por la causalidad; la segunda aparece en el terreno de la acción humana, plenamente regulado por la teleología.

3. PROBABILIDAD DE CLASE

La probabilidad de clase significa que, en relación con cierto evento, conocemos o creemos conocer cómo opera una clase determinada de hechos o fenómenos; pero de los hechos o fenómenos singulares sólo sabemos que integran la clase en cuestión.

Supongamos, por ejemplo, que cierta lotería está compuesta por noventa números, de los cuales cinco salen premiados. Sabemos, por tanto, cómo opera el conjunto total de números. Pero, con respecto a cada número singular, lo único que en verdad nos consta es que integra el conjunto de referencia.

Tomemos una estadística de la mortalidad registrada en un área y en un periodo determinados. Si partimos del supuesto de que las circunstancias no van a variar, podemos afirmar que conocemos perfectamente la mortalidad del conjunto en cuestión. Ahora bien, acerca de la probabilidad de vida de un individuo determinado nada podemos afirmar, salvo que, efectivamente, forma parte de ese grupo.

El cálculo de probabilidades mediante símbolos matemáticos refleja esa imperfección del conocimiento humano. Pero esa representación ni amplía ni completa ni profundiza nuestro saber. Simplemente lo traduce al lenguaje matemático. Dichos cálculos, en realidad, no hacen más que reiterar, mediante fórmulas algebraicas, lo que ya nos constaba de antemano. Jamás nos ilustran acerca de lo que acontecerá en casos singulares. Tampoco, evidentemente, incrementan nuestro conocimiento sobre cómo opera el conjunto, toda vez que dicha información, desde un principio, era o suponíamos plena.

Es un grave error pensar que el cálculo de probabilidades brinda ayuda al jugador, permitiéndole suprimir o reducir sus riesgos. El cálculo de probabilidades, contrariamente a una extendida creencia, de nada le sirve al tahúr, como tampoco le procuran, en este sentido, auxilio alguno las demás formas de raciocinio lógico o matemático. Lo característico del juego es que en él impera el azar puro, lo desconocido. Las esperanzas del jugador no se basan en fundadas consideraciones. Si no es supersticioso, en definitiva, pensará: existe una ligera posibilidad (o, en otras palabras, «no es imposible») de que gane; estoy dispuesto a efectuar el envite requerido; de sobra sé que, al jugar, procedo insensatamente. Pero como la suerte acompaña a los insensatos… ¡que sea lo que Dios quiera!

El frío razonamiento indica al jugador que no mejoran sus probabilidades al adquirir dos en vez de un solo billete de lotería si, como suele suceder, el importe de los premios es menor que el valor de los billetes que la integran, pues quien comprara todos los números, indudablemente habría de perder. Los aficionados a la lotería, sin embargo, están convencidos de que, cuantos más billetes adquieren, mejor. Los clientes de casinos y máquinas tragaperras nunca cejan. No quieren comprender que, si las reglas del juego favorecen al banquero, lo probable es que cuanto más jueguen más pierdan. Pero la atracción del juego estriba precisamente en eso, en que no cabe la predicción; que todo es posible sobre el tapete verde.

Imaginemos que una caja contiene diez tarjetas, cada una con el nombre de una persona distinta y que, al extraer una de ellas, el elegido habrá de pagar cien dólares. Ante tal planteamiento, un asegurador que pudiera contratar con cada uno de los intervinientes una prima de diez dólares, estaría en condiciones de garantizar al perdedor una total indemnización. Recaudaría cien dólares y pagaría esa misma suma a uno de los diez intervinientes. Ahora bien, si no lograra asegurar más que a uno de los diez al tipo señalado, no estaría conviniendo un seguro, sino que estaría embarcado en un puro juego de azar; se habría colocado en el lugar del asegurado. Cobraría diez dólares, pero, aparte la posibilidad de ganarlos, correría el riesgo de perderlos junto con otros noventa más.

Quien, por ejemplo, prometiera pagar, a la muerte de un tercero, cierta cantidad, cobrando por tal garantía una prima anual simplemente acorde con la previsibilidad de vida que, de acuerdo con el cálculo de probabilidades, resultara para el interesado, no estaría actuando como asegurador, sino a título de jugador. El seguro, ya sea de carácter comercial o mutualista, exige asegurar a toda una clase o a un número de personas que razonablemente pueda reputarse como tal. La idea que informa el seguro es la de asociación y distribución de riesgo; no se ampara en el cálculo de probabilidades. Las únicas operaciones matemáticas que requiere son las cuatro reglas elementales de la aritmética. El cálculo de probabilidades es aquí un simple pasatiempo.

Lo anterior queda claramente evidenciado al advertir que la eliminación del riesgo mediante la asociación también puede efectuarse sin recurrir a ningún sistema actuarial. Todo el mundo lo practica en la vida cotidiana. Los comerciantes incluyen, entre sus costes, una determinada compensación por las pérdidas que regularmente ocurren en la gestión mercantil. Al decir «regularmente» significamos que tales quebrantos resultan conocidos en cuanto al conjunto de la clase de artículos de que se trate. El frutero sabe, por ejemplo, que de cada cincuenta manzanas una se pudrirá, sin poder precisar cuál será en concreto la que haya de perjudicarse; pero esa pérdida la computa como un coste más.

La definición de la esencia de la probabilidad de clase dada anteriormente es la única que, desde un punto de vista lógico, resulta satisfactoria. Evita el círculo vicioso que implican cuantas aluden a la idéntica probabilidad de acaecimientos posibles. Al proclamar nuestra ignorancia acerca de los eventos singulares, de los cuales sólo sabemos que son elementos integrantes de una clase, cuyo comportamiento, sin embargo, como tal, resulta conocido, logramos salvar ese círculo vicioso. Y entonces no tenemos ya que referirnos a la ausencia de regularidad en la secuencia de los casos singulares.

La nota característica del seguro estriba en que tan sólo se ocupa de clases íntegras. Supuesto que sabemos todo lo concerniente al comportamiento de la clase, podemos eliminar los riesgos específicos del caso concreto.

Por lo mismo, tampoco soporta riesgos especiales el propietario de un casino de juego o el de una empresa de lotería.

Si el lotero coloca todos los billetes, el resultado de la operación es perfectamente previsible. Por el contrario, si algunos quedan invendidos, se encuentra, con respecto a estos billetes que quedan en su poder, en la misma situación que cualquier otro jugador en lo atinente a los números por él adquiridos.

4. PROBABILIDAD DE CASO

La probabilidad de caso significa que conocemos, respecto a un determinado evento, algunos de los factores que lo producen, pero que existen otros factores determinantes acerca de los cuales nada sabemos.

La probabilidad de caso sólo tiene en común con la probabilidad de clase la imperfección de nuestro conocimiento. En lo demás son enteramente distintas ambas formas de probabilidad.

Con frecuencia se pretende predecir un evento futuro basándose en el conocimiento sobre el comportamiento de la clase. Un médico puede, por ejemplo, vislumbrar las probabilidades de curación de cierto paciente sabiendo que se han repuesto del mal el 70 por 100 de los que lo han sufrido. Si expresa correctamente tal conocimiento, se limitará a decir que la probabilidad que tiene el paciente de curar es de un 0,7; osea, que, de cada diez pacientes, sólo tres mueren. Toda predicción de este tipo acerca de los hechos externos, es decir, referente al campo de las ciencias naturales, tiene ese carácter. No se trata de predicciones sobre el desenlace de casos específicos, sino de simples afirmaciones acerca de la frecuencia con que los distintos resultados suelen producirse. Éstas se basan en una pura información estadística o simplemente en una estimación empírica y aproximada de la frecuencia con que un hecho se produce.

Sin embargo, con lo anterior no hemos planteado todavía el problema específico de la probabilidad de caso. De hecho no conocemos nada del caso en cuestión excepto que se trata de un caso perteneciente a una clase cuyo comportamiento conocemos o creemos conocer.

Imaginemos que un cirujano dice a su paciente que treinta de cada cien pacientes fallecen en la operación. Si el paciente preguntara si estaba ya cubierto el cupo de muertes, no habría comprendido el sentido de la afirmación del médico. Sería víctima del error que se denomina «engaño del jugador», al confundir la probabilidad de caso con la probabilidad de clase, como sucede con el jugador de ruleta que, después de una serie de diez rojos sucesivos, supone hay una mayor probabilidad de que a la próxima jugada salga un negro.

Todo pronóstico en medicina basado únicamente en el conocimiento fisiológico es de probabilidad de clase. El médico que oye que un individuo, desconocido para él, ha sido atacado por cierta enfermedad, apoyándose en su experiencia profesional podrá decir que las probabilidades de curación son de siete contra tres. Su opinión, sin embargo, tras examinar al enfermo, puede perfectamente cambiar; si comprueba que se trata de un hombre joven y vigoroso, que gozó siempre de buena salud, es posible que el doctor piense que entonces las cifras de mortalidad son menores. La probabilidad ya no será de siete a tres, sino, digamos, de nueve a uno. Pero el enfoque lógico es el mismo; el médico no se sirve de precisos datos estadísticos, sino de una más o menos exacta rememoración de su propia experiencia, manejando exclusivamente el comportamiento de una determinada clase; la clase, en este caso, compuesta por hombres jóvenes y vigorosos al ser atacados por la enfermedad de referencia.

La probabilidad de caso es un supuesto especial en el terreno de la acción humana, donde jamás cabe aludir a la frecuencia con que determinado fenómeno se produce, pues aquí se trata siempre de eventos únicos que como tales no forman parte de clase alguna. Podemos, por ejemplo, configurar una clase formada por «las elecciones presidenciales americanas». Tal agrupación puede ser útil o incluso necesaria para diversos estudios; el constitucional, por citar un caso. Pero si analizamos concretamente, supongamos, los comicios estadounidenses de 1944 —ya fuera antes de la elección, para determinar el futuro resultado, o después de la misma, ponderando los factores que determinaron su efectivo desenlace—, estaríamos invariablemente enfrentándonos con un caso individual, único, que nunca más se repetirá. El supuesto viene dado por sus propias circunstancias; él solo constituye la clase. Aquellas características que permitirían su encuadramiento en determinado grupo carecen, a estos efectos, de todo interés.

Imaginemos que mañana han de enfrentarse dos equipos de fútbol, los azules a los amarillos. Los azules, hasta ahora, han vencido siempre a los amarillos. Tal conocimiento no es de los que nos informan acerca del comportamiento de una determinada clase de eventos. Si así se estimara, debería concluirse que los azules siempre habrían de ganar, mientras que los amarillos invariablemente resultarían derrotados. No existiría incertidumbre acerca del resultado del encuentro. Sabríamos positivamente que los azules, una vez más, ganarían. El que nuestro pronóstico lo consideremos sólo probable evidencia que no discurrimos por tales vías.

Consideramos, no obstante, que para la previsión del futuro resultado tiene su importancia el hecho de que los azules hayan siempre ganado. Tal circunstancia parece favorecer a los azules. Si, en cambio, razonáramos correctamente, de acuerdo con la probabilidad de clase, no atribuiríamos ninguna importancia a ese hecho. Más bien, por el contrario, incidiendo en el «engaño del jugador», pensaríamos que el partido debería terminar con la victoria de los amarillos.

Cuando nos jugamos el dinero apostando por la victoria de un equipo, podemos calificar esta acción como una simple apuesta. Si se tratara, por el contrario, de un supuesto de probabilidad de clase, nuestra acción equivaldría al envite de un lance de azar.

Fuera del campo de la probabilidad de clase, todo lo que comúnmente se comprende bajo el término probabilidad atañe a ese modo especial de razonar empleado al examinar hechos singulares e individualizados, materia ésta propia de las ciencias históricas.

La comprensión, en este terreno, parte siempre de un conocimiento incompleto. Podemos llegar a saber los motivos que impelen al hombre a actuar, los objetivos que puede perseguir y los medios que piensa emplear para alcanzar dichos fines. Tenemos clara idea de los efectos que tales factores han de provocar. Nuestro conocimiento, sin embargo, no es completo; podemos habernos equivocado al ponderar la respectiva influencia de los factores concurrentes o no haber tenido en cuenta, al menos con la debida exactitud, la existencia de otras circunstancias también decisivas.

El intervenir en juegos de azar, el dedicarse a la construcción de máquinas y herramientas y el efectuar especulaciones mercantiles son tres modos diferentes de enfrentarse con el futuro.

El tahúr ignora qué evento provoca el resultado del juego. Sólo sabe que, con una determinada frecuencia, dentro de una serie de eventos, se producen unos que le favorecen. Tal conocimiento, por lo demás, de nada le sirve para ordenar su posible actuación; tan sólo le cabe confiar en la suerte; he ahí su único plan posible.

La vida misma está expuesta a numerosos riesgos; nocivas situaciones, que no sabemos controlar, o al menos no logramos hacerlo en la medida necesaria, pueden poner de continuo en peligro la supervivencia. Todos, a este respecto, confiamos en la suerte; esperamos no ser alcanzados por el rayo o no ser mordidos por la víbora. Existe un elemento de azar en la vida humana. El hombre puede contrarrestar los efectos sobre su patrimonio de posibles daños y accidentes suscribiendo pólizas de seguro. Especula entonces con las probabilidades contrarias. En cuanto al asegurado, el seguro equivale a un juego de azar. Si el temido siniestro no se produce, habrá gastado en vano su dinero[2]. Frente a los fenómenos naturales imposibles de controlar, el hombre se halla siempre en la posición del jugador.

El ingeniero, en cambio, sabe todo lo necesario para llegar a una solución técnicamente correcta del problema de que se trate; al construir una máquina, por ejemplo, si tropieza con alguna incertidumbre, procura eliminarla mediante los márgenes de seguridad. Tales técnicos sólo saben de problemas solubles, por un lado, y, por otro, de problemas insolubles dados los conocimientos técnicos del momento. A veces, alguna desgraciada experiencia les hace advertir que sus conocimientos no eran tan completos como suponían, habiendo pasado por alto la indeterminación de algunas cuestiones que consideraban ya resueltas. En tal caso procurarán completar su ilustración. Naturalmente, nunca podrán llegar a eliminar el elemento de azar presente en la vida humana. La tarea, sin embargo, se desenvuelve, en principio, dentro de la órbita de lo cierto. Aspiran, por ello, a controlar plenamente todos los elementos que manejan.

Hoy suele hablarse de «ingeniería social». Este concepto, al igual que el de dirigismo, es sinónimo de dictadura, de tiranía totalitaria. Se pretende operar con los seres humanos como el ingeniero manipula la materia con que tiende puentes, traza carreteras o construye máquinas. La voluntad del ingeniero social habría de suplantar la libre volición de las numerosas personas que piensa utilizar para edificar su utopía. La humanidad se dividiría en dos clases: el dictador omnipotente, de un lado, y, de otro, los tutelados, reducidos a la condición de simples engranajes. El ingeniero social, implantado su programa, no tendría que molestarse intentando comprender la actuación ajena. Gozaría de plena libertad para manejar a las gentes como el técnico cuando manipula el hierro o la madera.

Pero en el mundo real el hombre que actúa se enfrenta con el hecho de que hay otros que, como él, operan por sí y para sí. La necesidad de acomodar la propia actuación a la de terceros concede al sujeto investidura de especulador. Su éxito o fracaso dependerá de la mayor o menor habilidad que tenga para prever el futuro. Toda acción viene a ser una especulación. En el curso de los acontecimientos humanos nunca hay estabilidad ni, por consiguiente, seguridad.

5. LA VALORACIÓN NUMÉRICA DE LA PROBABILIDAD DE CASO

La probabilidad de caso no permite forma alguna de cálculo numérico. Lo que generalmente pasa por tal, al ser examinado más de cerca, resulta ser de índole diferente.

En vísperas de la elección presidencial americana de 1944, por ejemplo, podría haberse dicho:

a) Estoy dispuesto a apostar tres dólares contra uno a que Roosevelt saldrá elegido.

b) Pronostico que, del total censo electoral, cuarenta y cinco millones de electores votarán; veinticinco de los cuales se ponunciarán por Roosevelt.

c) Creo que las probabilidades en favor de Roosevelt son de nueve a uno.

d) Estoy seguro de que Roosevelt será elegido.

La afirmación d) es, a todas luces, arbitraria. Si al que tal afirma se le preguntara bajo juramento en calidad de testigo si está tan seguro de la futura victoria de Roosevelt como de que un bloque de hielo se derretirá al ser expuesto a una temperatura de cincuenta grados, respondería, indudablemente, que no. Más bien rectificaría su primitivo pronunciamiento en el sentido de asegurar que, personalmente, está convencido de que Roosevelt ganará. Estaríamos ante una mera opinión individual, careciendo el sujeto de plena certeza; lo que el mismo más bien desea es expresar su propia valoración de las condiciones concurrentes.

El caso a) es similar. El actor estima que arriesga muy poco apostando. La relación tres a uno nada dice acerca de las respectivas probabilidades de los candidatos; resulta de la concurrencia de dos factores: la creencia de que Roosevelt será elegido, de un lado, y la propensión del interesado a jugar, de otro.

La afirmación b) es una estimación del desenlace del acontecimiento inminente. Sus cifras no se refieren a un mayor o menor grado de probabilidad, sino al esperado resultado de la efectiva votación. Dicha afirmación puede descansar sobre una investigación sistemática, como, por ejemplo, la de las encuestas Gallup o, simplemente, sobre puras estimaciones personales.

La afirmación c) es diferente. Se afirma el resultado esperado, pero se envuelve en términos aritméticos. No significa ciertamente que de diez casos del mismo tipo nueve habrían de ser favorables a Roosevelt y uno adverso. Ninguna relación puede tener la expresión de referencia con la probabilidad de clase. ¿Qué significa, pues?

Se trata de una expresión metafórica. Las metáforas sirven, generalmente, para asimilar un objeto abstracto con otro que puede ser percibido por los sentidos. Si bien lo anterior no constituye formulación obligada de toda metáfora, suele la gente recurrir a esa forma de expresión porque normalmente lo concreto resulta más conocido que lo abstracto. Por cuanto la metáfora pretende aclarar algo menos corriente recurriendo a otra realidad más común, tiende aquélla a identificar una cosa abstracta con otra concreta, mejor conocida. Mediante la citada fórmula matemática se pretende hacer más comprensible cierta compleja realidad apelando a una analogía tomada de una de las ramas de la matemática, del cálculo de probabilidades. Tal cálculo, a no dudar, es más popular que la comprensión epistemológica.

A nada conduce recurrir a la lógica para una crítica del lenguaje metafórico. Las analogías y metáforas son siempre imperfectas y de escasa utilidad. En esta materia se busca el tertium comparationis. Pero ni aun tal arbitrio es admisible en el caso de referencia, ya que la comparación se basa en una suposición defectuosa, aun en el propio marco del cálculo de probabilidades, pues supone incurrir en el «engaño del jugador». Al afirmar que las probabilidades en favor de Roosevelt son de nueve contra una, se quiere dar a entender que, ante la próxima elección, Roosevelt se halla en la postura del hombre que ha adquirido el noventa por ciento de los billetes de una lotería. Presúmese que la razón nueve a uno nos revela algo sustancial acerca de lo que pasará con el hecho único y específico que nos interesa. Resultaría fatigoso evidenciar de nuevo el error que tal idea encierra.

Igualmente inadmisible es recurrir al cálculo de probabilidades al analizar las hipótesis propias de las ciencias naturales. Las hipótesis son intentos de explicar fenómenos apoyándose en argumentos que resultan lógicamente insuficientes. Todo lo que puede afirmarse respecto de una hipótesis es que o contradice o se adapta a los principios lógicos y a los hechos experimentalmente atestiguados y, consecuentemente, tenidos por ciertos. En el primer caso, la hipótesis debe rechazarse; en el segundo —habida cuenta de nuestros conocimientos— no resulta más que meramente posible. (La intensidad de la convicción personal de que sea cierta es puramente subjetiva). Ya no estamos ante la probabilidad de clase ni ante la comprensión histórica.

El término hipótesis no resulta aplicable cuando se trata de la interpretación de los hechos históricos. Si un historiador asegura que en la caída de la dinastía de los Romanoff jugó un importante papel el hecho de que la familia imperial era de origen alemán, no está aventurando una hipótesis. Los hechos en que se basa su apreciación son indiscutibles. Había una animosidad muy extendida contra los alemanes en Rusia y la rama gobernante de los Romanoff, que durante doscientos años se venía uniendo matrimonialmente con familias alemanas, era considerada por muchos rusos como una estirpe germanizada, incluso por aquéllos que suponían que el zar Pablo no era hijo de Pedro III. Queda, sin embargo, siempre en pie la duda acerca de la trascendencia que efectivamente tuvo tal circunstancia en la cadena de acontecimientos que al final provocó la caída del zar. Sólo la comprensión histórica proporciona una vía para abordar tal incógnita.

6. APUESTAS, JUEGOS DE AZAR, DEPORTES Y PASATIEMPOS

Una apuesta es el convenio por el que el interesado arriesga con otro individuo dinero o distintos bienes en torno a un acontecimiento de cuya realidad o posible aparición toda información que poseemos viene dada por actos de comprensión intelectual. La gente puede apostar con motivo de una próxima elección o de un partido de tenis. También cabe apostar sobre cuál de dos afirmaciones sobre un hecho es la correcta.

El juego de azar consiste en arriesgar dinero u otras cosas contra otro sujeto acerca del resultado de un acontecimiento sobre el que no poseemos otra información que la que proporciona el comportamiento de toda una clase.

A veces el azar y la apuesta se combinan. El resultado de una carrera de caballos, por ejemplo, depende de la acción humana —practicada por el propietario, el preparador y el jockey—, pero también de factores no humanos como las condiciones del caballo. La mayor parte de quienes arriesgan dinero en las carreras no son, por lo general, más que simples jugadores de azar. En cambio, los expertos creen derivar información de su particular conocimiento acerca de los factores personales; en la medida en que este factor influye en su decisión, apuestan. Además, presumen entender de caballos; pronostican basándose en su conocimiento del comportamiento de las clases de caballos a que pertenecen los que participan en la carrera, y en esa medida son jugadores de azar.

En otros capítulos analizaremos las fórmulas mediante las cuales el mundo de los negocios se enfrenta con el problema de la incertidumbre del futuro. Conviene, sin embargo, para completar el tema, hacer alguna otra consideración.

Dedicarse al juego puede ser tanto un fin como un medio. Para quienes buscan el excitante estímulo provocado por las lides de un juego o para aquéllos cuya vanidad se siente halagada al exhibir la propia destreza, tal actuación constituye un fin. Se trata, en cambio, de un medio para los profesionales que, mediante la misma, se ganan la vida.

La práctica de un deporte o juego puede, por tanto, estimarse acción. En cambio, no puede afirmarse que toda acción sea un juego o considerar todas las acciones como si de juegos se tratara. La meta inmediata de toda competición deportiva consiste en derrotar al adversario respetando determinadas reglas. Se trata de un caso peculiar y especial de acción. La mayor parte de las acciones humanas no pretenden derrotar o perjudicar a nadie. Con ellas se aspira sólo a mejorar las propias condiciones de vida. Puede acaecer que tal mejora se logre a costa de otros. Pero no es ése el planteamiento normal y, desde luego, dicho sea sin ánimo de herir suspicacias, jamás ocurre en un sistema social de división del trabajo cuando éste se desenvuelve libre de injerencias externas.

En una sociedad de mercado no existe analogía alguna entre los juegos y los negocios. Con los naipes gana quien mejor se sirva de habilidades y astucias; el empresario, por el contrario, prospera proporcionando a sus clientes las mercancías que éstos más desean. Tal vez haya cierta analogía entre la postura del jugador de cartas y la del timador, pero no vale la pena entrar en el asunto. Se equivoca quien interpreta la vida mercantil como un mero engaño.

Los juegos se caracterizan por el antagonismo existente entre dos o más contendientes[3]. Los negocios, por el contrario, dentro de una sociedad, es decir, dentro de un orden basado en la división del trabajo, se caracterizan por el concorde actuar de los sujetos; en cuanto comienzan éstos a enfrentarse los unos con los otros, caminan hacia la desintegración social.

La competencia del mercado no implica antagonismo en el sentido de confrontación de intereses incompatibles. Cierto que la competencia, a veces, o aun con frecuencia, puede suscitar en quienes compiten aquellos sentimientos de odio y malicia que suelen informar el deseo de perjudicar a otros. De ahí que los psicólogos propendan a confundir la pugna hostil con la competencia económica. La praxeología, sin embargo, debe guardarse de imprecisiones que pueden inducir al error. Existe diferencia esencial entre el conflictivo combate y la competencia cataláctica. Los competidores aspiran a la excelencia y perfección de sus respectivas realizaciones, dentro de un orden de cooperación mutua. La función de la competencia consiste en asignar a los miembros de un sistema social aquella misión en cuyo desempeño mejor pueden servir a la sociedad. Es el mecanismo que permite seleccionar, para cada tarea, el hombre más idóneo. Donde haya cooperación social, es preciso siempre seleccionar, de una forma u otra. Tal competencia desaparece tan sólo cuando la atribución de las distintas tareas depende exclusivamente de una decisión personal sin que los que participan en el proceso competitivo puedan hacer valer los propios méritos.

Más adelante habremos de ocuparnos de la función de la competencia[4]. Por el momento conviene resaltar que es erróneo aplicar ideas de mutuo exterminio a la recíproca cooperación que prevalece bajo el libre marco social. Las expresiones bélicas no cuadran a las operaciones mercantiles. Es una mala metáfora hablar de la conquista de un mercado, pues no hay conquista alguna cuando una empresa ofrece productos mejores o más baratos que sus competidores. Sólo en un sentido figurado puede hablarse de estrategias en el ámbito de los negocios.

7. LA PREDICCIÓN PRAXEOLÓGICA

El conocimiento praxeológico permite predecir con certeza apodíctica las consecuencias de diversas formas de acción. Pero tales predicciones jamás nos ilustran acerca de aspectos cuantitativos. En el campo de la acción humana, los problemas cuantitativos sólo pueden abordarse mediante la comprensión.

Podemos predecir, según veremos después, que —en igualdad de circunstancias— una caída en la demanda de a provocará una baja en su precio. Lo que no podemos, sin embargo, es adelantar la cuantía de tal baja. Es éste un interrogante que sólo la comprensión puede resolver.

El error fundamental de todo enfoque cuantitativo de los problemas económicos estriba en olvidar que no existen relaciones constantes en las llamadas dimensiones económicas. No hay constancia ni permanencia en las valoraciones ni en las relaciones de intercambio entre los diversos bienes. Todas y cada una de las continuas mutaciones provocan nueva reestructuración del conjunto. La comprensión, aprehendiendo el modo de discurrir de los humanos, intenta pronosticar las futuras situaciones. Es cierto que los positivistas rechazan semejante vía de investigación, pero su postura no debe hacernos olvidar que la comprensión es el único procedimiento adecuado para abordar el tema de la incertidumbre de las condiciones futuras.