CAPÍTULO V

EL TIEMPO

1. EL TIEMPO COMO FACTOR PRAXEOLÓGICO

La idea de cambio implica la idea de sucesión temporal. Un universo rígido, eternamente inmutable, se hallaría fuera del tiempo, pero sería cosa muerta. Los conceptos de cambio y de tiempo están inseparablemente ligados. La acción aspira a determinada mutación y por ello tiene que pertenecer al orden temporal. La razón humana no es capaz de concebir ni una existencia intemporal ni un actuar fuera del tiempo.

Quien actúa distingue el tiempo anterior a la acción, de un lado, el tiempo consumido por la misma, de otro, y el posterior a ella, en tercer lugar. No puede el ser humano desentenderse del tracto temporal.

La lógica y la matemática manejan sistemas de razonamiento ideal. Las relaciones e implicaciones de su sistema son coexistentes e independientes. Podemos decir que son sincrónicas o que se encuentran fuera del tiempo. Una inteligencia perfecta podría aprehenderlas todas de golpe. La incapacidad de la mente humana para realizar esa síntesis convierte el pensar también en acción que progresa, paso a paso, desde un estado menos satisfactorio, de cognición insuficiente, a otro más satisfactorio, de mayor conocimiento. Sin embargo, conviene no confundir el orden temporal en que el conocimiento va adquiriéndose con la simultaneidad lógica de todas las partes que integran el sistema deductivo apriorístico. Los conceptos de anterioridad y consecuencia, en este terreno, sólo pueden emplearse de modo metafórico, pues no se refieren al sistema, sino a nuestros propios actos intelectivos. El orden lógico en sí no admite las categorías de tiempo ni de causalidad. Existe, desde luego, correspondencia funcional entre sus elementos, pero no hay ni causa ni efecto.

Lo que distingue desde el punto de vista epistemológico el sistema praxeológico del lógico es precisamente que aquél presupone las categorías de tiempo y causalidad. El orden praxeológico, evidentemente, como el lógico, también es apriorístico y deductivo. En cuanto sistema, se halla igualmente fuera del tiempo. La diferencia entre el uno y el otro estriba en que la praxeología se interesa precisamente por el cambio, por el demasiado tarde y el demasiado temprano, por la causa y el efecto. Anterioridad y consecuencia son conceptos esenciales al razonamiento praxeológico y lo mismo sucede con la irreversibilidad de los hechos. En el marco del sistema praxeológico, cualquier referencia a correspondencias funcionales resulta tan metafórica y errónea como el aludir a anterioridad y consecuencia dentro del sistema lógico[1].

2. PASADO, PRESENTE Y FUTURO

Es el actuar lo que confiere al hombre la noción de tiempo, haciéndole advertir el transcurso del mismo. La idea de tiempo es una categoría praxeológica.

La acción apunta siempre al futuro; por su esencia, forzosamente, ha de consistir en planear y actuar con miras a alcanzar un mañana mejor. El objetivo de la acción estriba en lograr que las condiciones futuras sean más satisfactorias de lo que serían sin la interferencia de la propia actuación. El malestar que impulsa al hombre a actuar lo provoca, invariablemente, la desazón que al interesado producen las previstas circunstancias futuras, tal como él entiende se presentarían si nada hiciera por alterarlas.

La acción influye exclusivamente sobre el futuro; nunca sobre un presente que, con el transcurso de cada infinitesimal fracción de segundo, va inexorablemente hundiéndose en el pasado. El hombre adquiere conciencia del tiempo al proyectar la mutación de una situación actual insatisfactoria por otra futura más atrayente.

La meditación contemplativa considera el tiempo meramente como duración, «la durée pure, dont l’écoulement est continu, et où l’on passe, par gradations insensibles, d’un état a l’autre: continuité réellement vécue»[2]. El «ahora» del presente ingresa continuamente en el pasado, quedando retenido sólo por la memoria. Reflexionando sobre el pasado, dicen los filósofos, el hombre se percata del tiempo[3]. No es, sin embargo, el recordar lo que hace que el hombre advierta las categorías de cambio y de tiempo; la propia voluntad de mejorar las personales condiciones de vida obliga al hombre a percatarse de tales circunstancias.

Ese tiempo que medimos, gracias a los distintos procedimientos mecánicos, pertenece siempre al pasado. El tiempo, en la acepción filosófica del concepto, no puede ser más que pasado o futuro. El presente, en este sentido, es pura línea ideal, virtual frontera que separa el ayer del mañana. Para la praxeología, sin embargo, entre el pasado y el futuro se extiende un presente amplio y real. La acción, como tal, se halla en el presente porque utiliza ese instante donde se encarna su realidad[4]. La posterior y reflexiva ponderación indican al sujeto cuál fue, en el instante ya pasado, la acción y cuáles las circunstancias que aquél brindaba para actuar, advirtiéndole de lo que ya no puede hacerse o consumirse por haber pasado la oportunidad. En definitiva, el actor contrasta el ayer con el hoy, como decíamos, lo que todavía no puede hacerse o consumirse, dado que las condiciones necesarias para su iniciación, o tiempo de maduración, todavía no se han presentado, comparando así el futuro con el pasado. El presente ofrece a quien actúa oportunidades y tareas para las que hasta ahora era aún demasiado temprano, pero que pronto resultará demasiado tarde.

El presente, en cuanto duración temporal, equivale a la permanencia de unas precisas circunstancias. Cada tipo de actuación supone la concurrencia de condiciones específicas, a las que hay que amoldarse para conseguir los objetivos perseguidos. El presente praxeológico, por lo tanto, varía según los diversos campos de acción; nada tiene que ver con el paso del tiempo astronómico. El presente, para la praxeología, comprende todo aquel pasado que todavía conserva actualidad, es decir idoneidad para la acción; lo mismo incluye, según sea la acción contemplada, la Edad Media que el siglo XIX, el año pasado, el mes, el día, la hora, el minuto o el segundo que acaban de transcurrir. Al decir, por ejemplo, que en la actualidad ya no se adora a Zeus, ese presente es distinto del manejado por el automovilista cuando piensa que todavía es pronto para cambiar de dirección.

Como quiera que el futuro es siempre incierto, vago e indefinido, resulta necesario concretar qué parte del mismo cabe considerar como ahora, es decir, presente. Si alguien hubiera dicho, hacia 1913, «actualmente —ahora— en Europa la libertad de pensamiento no se discute», indudablemente no estaba previendo que aquel presente muy pronto iba a ser pretérito.

3. LA ECONOMIZACIÓN DEL TIEMPO

El hombre no puede desentenderse del paso del tiempo. Nace, crece, envejece y muere. Es escaso el lapso temporal de que dispone. Por eso debe administrarlo, al igual que hace con los demás bienes escasos.

La economización del tiempo ofrece aspectos peculiares en razón de la singularidad e irreversibilidad del orden temporal. La importancia de este hecho se manifiesta a lo largo de toda la teoría de la acción.

Hay una circunstancia que en esta materia conviene destacar; la de que la administración del tiempo es distinta de la administración de que son objeto los demás bienes y servicios. Porque incluso en Jauja se vería el hombre constreñido a economizar el tiempo, a no ser que fuera inmortal y gozara de juventud eterna, inmarcesible salud y vigor físico. Aun admitiendo que el individuo pudiera satisfacer, de modo inmediato, todos sus apetitos, sin invertir trabajo alguno, habría, no obstante, de ordenar el tiempo, al haber satisfacciones mutuamente incompatibles entre sí que no se pueden disfrutar simultáneamente. El tiempo, incluso en tal planteamiento, resultaría escaso para el hombre, quien se vería sometido a la servidumbre del antes y del después.

4. LA RELACIÓN TEMPORAL ENTRE ACCIONES

Dos acciones de un mismo individuo no pueden nunca ser coetáneas; se encuentran en relación temporal del antes y después. Incluso las acciones de diversos individuos sólo a la vista de los mecanismos físicos de medir el tiempo cabe considerarlas coetáneas. El sincronismo es una noción praxeológica aplicable a los esfuerzos concertados de varios sujetos en acción[5].

Las actuaciones se suceden invariablemente unas a otras. Nunca pueden realizarse en el mismo instante: pueden sucederse con mayor o menor rapidez, pero eso es todo. Hay acciones, desde luego, que pueden servir al mismo tiempo a varios fines; pero sería erróneo deducir de ello la coincidencia temporal de acciones distintas.

La conocida expresión «escala de valores» ha sido, con frecuencia, torpemente interpretada, habiéndose desatendido los obstáculos que impiden presumir coetaneidad entre las diversas acciones de un mismo individuo. Se ha supuesto que las distintas actuaciones humanas serían fruto de la existencia de una escala valorativa, independiente y anterior a los propios actos del interesado, quien pretendería realizar con su actividad un plan previamente trazado. A aquella escala valorativa y a ese plan de acción —considerados ambos conceptos como permanentes e inmutables a lo largo de un cierto periodo de tiempo— se les atribuyó sustantividad propia e independiente, considerándolos la causa y el motivo impulsor de las distintas actuaciones humanas. Tal artificio hizo suponer que había en la escala de valoración y en el plan de acción un sincronismo que no podía encontrarse en los múltiples actos individuales. Pero se olvidaba que la escala de valoración es una mera herramienta lógica, que sólo se encarna en la acción real, hasta el punto de que únicamente observando una actuación real se la puede concebir. No es lícito, por lo tanto, contrastarla con la acción real como cosa independiente, pretendiendo servirse de ella para ponderar y enjuiciar las efectivas actuaciones del hombre.

Tampoco se puede pretender diferenciar la acción racional de la acción denominada «irracional» sobre la base de asociar aquélla a la previa formulación de proyectos y planes conforme a los cuales se desarrollaría la actuación futura. Es muy posible que los objetivos fijados ayer para la acción de hoy no coincidan con los que verdaderamente ahora nos interesan; aquellos planes de ayer para enjuiciar la acción real de hoy no nos brindan módulos más objetivos y firmes que los ofrecidos por cualquier otro sistema de normas e ideas.

Se ha pretendido también fijar el concepto de actuación no-racional mediante el siguiente razonamiento: Si se prefiere a a b y b a c, lógicamente a habrá de ser preferida a c. Ahora bien, si de hecho c luego resulta más atractiva que a, se supone que nos hallaríamos ante un modo de actuar que habría de ser tenido por inconsistente e irracional[6]. Pero tal razonamiento olvida que dos actos individuales nunca pueden ser sincrónicos. Si en cierto momento preferimos a a b y, en otro, b a c, por corto que sea el intervalo entre ambas valoraciones, no es lícito construir una escala uniforme de valoración en la que, forzosamente, a haya de preceder a b y b a c. Del mismo modo, tampoco es admisible considerar la acción tercera y posterior como coincidente con las dos primeras. El ejemplo sólo sirve para probar, una vez más, que los juicios de valor no son inmutables. Por consiguiente, una escala valorativa deducida de distintas acciones que por fuerza han de ser asincrónicas pronto puede resultar contradictoria[7].

No hay que confundir el concepto lógico de coherencia (es decir, ausencia de contradicción) con la coherencia praxeológica (es decir, la constancia o adhesión a unos mismos principios). La coherencia lógica aparece sólo en el mundo del pensamiento; la constancia surge en el terreno de la acción.

Constancia y racionalidad son nociones completamente diferentes. Cuando se han modificado las propias valoraciones, permanecer adheridos a unas ciertas normas de acción anteriormente adoptadas, en gracia sólo a la constancia, no sería una actuación racional, sino pura terquedad. La acción sólo puede ser constante en un sentido: en preferir lo de mayor a lo de menor valor. Si nuestra valoración cambia, también habrá de variar nuestra actuación. Modificadas las circunstancias, carecería de sentido permanecer fiel a un plan de acción anterior. Un sistema lógico ha de ser coherente y ha de hallarse exento de contradicciones por cuanto supone la coetánea existencia de todas sus diversas partes y teoremas. En la acción, que forzosamente se produce dentro de un orden temporal, semejante coherencia es impensable. La acción ha de acomodarse al fin perseguido y el proceder deliberado exige que el interesado se adapte continuamente a las siempre cambiantes condiciones.

La presencia de ánimo se estima virtud en el hombre que actúa. Tiene presencia de ánimo quien es capaz de adaptarse personalmente con tal rapidez que logra reducir al mínimo el intervalo temporal entre la aparición de las nuevas condiciones y la adaptación de su actuar a las mismas. Si la constancia implica la adhesión a un plan previamente trazado, haciendo caso omiso de los cambios de condiciones que se han producido, es obligado concluir que la presencia de ánimo y la reacción rápida constituyen el reverso de aquélla.

Cuando el especulador va a la Bolsa, puede haberse trazado un plan definido para sus operaciones. Tanto si lo sigue como si no, sus acciones no dejarán de ser racionales, aun en el sentido atribuido al término «racional» por quienes pretenden de esta suerte distinguir la acción racional de la irracional. A lo largo del día, el especulador tal vez realice operaciones que un observador incapaz de advertir las mutaciones experimentadas por las condiciones del mercado consideraría desacordes con una constante línea de conducta. El especulador, sin embargo, sigue adherido al principio de buscar la ganancia y rehuir la pérdida. Por ello ha de adaptar su conducta a las mudables condiciones del mercado y a sus propios juicios acerca del futuro desarrollo de los precios[8].

Por muchas vueltas que se dé a las cosas, nunca se logrará definir qué sea una acción «no racional» más que apoyando la supuesta «no racionalidad» en un arbitrario juicio de valor. Imaginémonos que cierto individuo se decide a proceder inconsecuentemente sin otro objeto que el de refutar el principio praxeológico según el cual no hay acciones antirracionales. Pues bien, en ese caso, el interesado se propone también alcanzar un fin determinado: la refutación de cierto teorema praxeológico y, con esta mira, actúa de modo distinto a como lo haría en otro supuesto. En definitiva, no ha hecho otra cosa que elegir un medio inadecuado para refutar las enseñanzas praxeológicas; eso es todo.