CAPÍTULO IV

UN PRIMER ANÁLISIS DE LA CATEGORÍA DE ACCIÓN

1. MEDIOS Y FINES

El resultado que la acción persigue se llama su fin, meta u objetivo. También suelen emplearse estos términos para aludir a fines, metas u objetivos intermedios; es decir, escalones que el hombre que actúa desea superar porque sabe que sólo de ese modo podrá alcanzar su fin u objetivo último. Aliviar cierto malestar es lo que, mediante la consecución del fin, objetivo o meta, pretende invariablemente el actor.

Denominamos medio cuanto sirve para lograr cualquier fin, objetivo o meta. Los medios no aparecen como tales en el universo; en nuestro mundo, tan sólo existen cosas; cosas que, sin embargo, se convierten en medios cuando, mediante la razón, advierte el hombre la idoneidad de las mismas para atender humanas apetencias, utilizándolas al objeto. El individuo advierte mentalmente la utilidad de los bienes, es decir, su idoneidad para conseguir resultados apetecidos; y al actuar, los convierte en medios. Es de capital importancia observar que las cosas integrantes del mundo externo sólo gracias a la operación de la mente humana y a la acción por ella engendrada llegan a ser medios. Los objetos externos, en sí, son puros fenómenos físicos del universo y como tales los examinan las ciencias naturales. Pero mediante el discernimiento y la actuación humana se transforman en medios. La praxeología, por eso, no se ocupa propiamente del mundo exterior, sino de la conducta del hombre al enfrentarse con él; el universo físico per se no interesa a nuestra ciencia; lo que ésta pretende es analizar la consciente reacción del hombre ante las realidades objetivas. La teoría económica no trata sobre cosas y objetos materiales; trata sobre los hombres, sus apreciaciones y, consecuentemente, las acciones humanas que de aquéllas se derivan. Los bienes, mercancías, la riqueza y todas las demás nociones de la conducta, no son elementos de la naturaleza, sino elementos de la mente y de la conducta humana. Quien desee entrar en este segundo universo debe olvidarse del mundo exterior, centrando su atención en lo que significan las acciones que persiguen los hombres.

La praxeología y la economía no se ocupan de cómo deberían ser las apreciaciones y actuaciones humanas, ni menos aún de cómo serían si todos los hombres tuvieran una misma filosofía absolutamente válida y todos poseyeran un conocimiento pleno de la tecnología. En el marco de una ciencia cuyo objeto es el hombre, víctima con frecuencia de la equivocación y el error, no hay lugar para hablar de nada con «vigencia absoluta» y menos aún de omnisciencia. Fin es cuanto el hombre apetece; medio, cuanto el actor considera tal.

Compete a las diferentes técnicas y a la terapéutica refutar los errores en sus respectivas esferas. A la economía incumbe idéntica misión, pero en el campo de la actuación social. La gente rechaza muchas veces las enseñanzas de la ciencia, prefiriendo aferrarse a falaces prejuicios; tal disposición de ánimo, aunque errada, no deja de ser un hecho evidente y como tal debe tenerse en cuenta. Los economistas, por ejemplo, estiman que el control de los cambios extranjeros no sirve para alcanzar los fines apetecidos por quienes apelan a ese recurso. Pero bien puede ocurrir que la opinión pública se resista a abandonar el error e induzca a las autoridades a imponer el control de cambios. Tal postura, pese a su equivocado origen, es un hecho de indudable influjo en el curso de los acontecimientos. La medicina moderna no reconoce, por ejemplo, virtudes terapéuticas a la célebre mandrágora; pero mientras la gente creía en ellas, la mandrágora era un bien económico valioso, por el cual se pagaban elevados precios. La economía, al tratar de la teoría de los precios, no se interesa por lo que una cosa deba valer; lo que le importa es cuánto realmente vale para quien la adquiere; nuestra disciplina analiza precios objetivos, los que efectivamente la gente estipula en sus transacciones; se desentiende totalmente de los precios que sólo aparecerían si los hombres no fueran como realmente son.

Los medios resultan siempre escasos, es decir, insuficientes para alcanzar todos los objetivos a los que el hombre aspira. De no ser así, la acción humana se desentendería de ellos. El actuar, si el hombre no se viera inexorablemente cercado por la escasez, carecería de objeto.

Es costumbre llamar objetivo al fin último perseguido y simplemente bienes a los medios para alcanzarlo. Al aplicar tal terminología, los economistas razonaban sustancialmente como tecnócratas, no como praxeólogos. Distinguían entre bienes libres y bienes económicos. Libres son los disponibles en tal abundancia que no es preciso administrarlos; los mismos, sin embargo, no pueden constituir objeto de actuación humana alguna. Son presupuestos dados, por lo que respecta al bienestar del hombre; forman parte del medio ambiente natural en que el sujeto vive y actúa. Sólo los bienes económicos constituyen fundamento de la acción; únicamente de ellos, por tanto, se ocupa la economía.

Los bienes que, directamente, por sí solos, sirven para satisfacer necesidades humanas —de tal suerte que su utilización no precisa del concurso de otros factores— se denominan bienes de consumo o bienes de primer orden. En cambio, aquellos medios que sólo indirectamente permiten satisfacer las necesidades, complementando su acción con el concurso de otros, se denominan bienes de producción, factores de producción o bienes de orden más remoto o elevado. El servicio que presta un factor de producción consiste en permitir la obtención de un producto mediante la concurrencia de otros bienes de producción complementarios. Tal producto podrá, a su vez, ser o un bien de consumo o un factor de producción que, combinado a su vez con otros, proporcionará un bien de consumo. Cabe imaginar una ordenación de los bienes de producción según su proximidad al artículo de consumo para cuya obtención se utilicen. Según esto, los bienes de producción más próximos al artículo de consumo en cuestión se consideran de segundo orden; los empleados para la producción de estos últimos se estimarán de tercer orden, y así sucesivamente.

Esta clasificación de los bienes en órdenes distintos nos sirve para abordar la teoría del valor y del precio de los factores de producción. Veremos más adelante cómo el valor y el precio de los bienes de órdenes más elevados dependen del valor y el precio de los bienes del orden primero producidos gracias a la inversión de aquéllos. El acto valorativo original y fundamental atañe exclusivamente a los bienes de consumo; todo lo demás se valora según contribuya a la producción de éstos.

En la práctica no es necesario clasificar los bienes de producción según órdenes diversos, comenzando por el segundo para terminar con el enésimo. Igualmente carecen de interés las bizantinas discusiones en tomo a si un cierto bien debe ser catalogado entre los de orden ínfimo o en algún estrato superior. A nada conduce cavilar acerca de si debe aplicarse el apelativo de bien de consumo a las semillas de café crudo, o a estas mismas una vez tostadas, o al café molido, o al café preparado y mezclado, o solamente, en fin, al café listo ya para tomar, con leche y azúcar. La terminología adoptada resulta indiferente a estos efectos; pues, en lo atinente al valor, todo lo que digamos acerca de un bien de consumo puede igualmente ser predicado de cualquier otro bien del orden que sea (con la única excepción de los bienes de último orden) si lo consideramos como producto de anterior elaboración.

Un bien económico, por otra parte, no tiene por qué plasmarse en cosa tangible. Los bienes económicos inmateriales, en este sentido, se denominan servicios.

2. LA ESCALA VALORATIVA

El hombre, al actuar, decide entre las diversas posibilidades ofrecidas a su elección. En la alternativa prefiere una determinada cosa a las demás.

Suele decirse que el hombre, cuando actúa, se representa mentalmente una escala de necesidades o valoraciones con arreglo a la cual ordena su proceder. Teniendo en cuenta esa escala valorativa, el individuo atiende las apetencias de más valor, es decir, procura cubrir las necesidades más urgentes y deja insatisfechas las de menor utilidad, es decir, las menos urgentes. Nada cabe objetar a tal presentación de las cosas. Conviene, sin embargo, no olvidar que esa escala de valores o necesidades toma corporeidad sólo cuando se produce la propia actuación humana. Porque dichas escalas valorativas carecen de existencia autónoma; las construimos sólo una vez conocida la efectiva conducta del individuo. Nuestra única información acerca de las mismas resulta de la propia contemplación de la acción humana. De ahí que el actuar siempre haya de concordar perfectamente con la escala de valores o necesidades, pues ésta no es más que un simple instrumento empleado para interpretar el proceder del hombre.

Las doctrinas éticas pretenden establecer unas escalas valorativas según las cuales el hombre debería comportarse, aunque no siempre lo haya hecho así. Aspiran a definir el bien y el mal y quieren aconsejarnos acerca de lo que, como bien supremo, debiéramos perseguir. Se trata de disciplinas normativas, interesadas en averiguar cómo debería ser la realidad. Rehúyen adoptar una postura neutral ante hechos ciertos e indubitables; prefieren enjuiciarlos a la luz de subjetivas normas de conducta.

Semejante postura es ajena a la praxeología y a la economía. Estas disciplinas advierten que los fines perseguidos por el hombre no pueden ser ponderados con arreglo a norma alguna de carácter absoluto. Los fines, como decíamos, son datos irreductibles, son puramente subjetivos, difieren de persona a persona y, aun en un mismo individuo, varían según el momento. La praxeología y la economía se interesan por los medios idóneos para alcanzar las metas que los hombres eligen en cada circunstancia. Jamás se pronuncian acerca de problemas morales; no participan en el debate entre el sibaritismo y el ascetismo. Sólo les preocupa determinar si los medios adoptados resultan o no apropiados para conquistar los objetivos que el hombre efectivamente desea alcanzar.

Los conceptos de anormalidad o perversidad, por consiguiente, carecen de vigencia en el terreno económico. La economía no puede estimar perverso a quien prefiera lo desagradable, lo dañino o lo doloroso a lo agradable, lo benéfico o lo placentero. En relación con semejante sujeto, la economía sólo predica que es distinto a los demás; que le gusta lo que otros detestan; que persigue lo que otros rehúyen; que goza soportando el dolor mientras los demás prefieren evitarlo. Los términos normal y anormal, como conceptos definidos, pueden ser utilizados por la antropología para distinguir entre quienes se comportan como la mayoría y quienes son seres atípicos o extravagantes; también cabe servirse de ellos en sentido biológico para separar a aquéllos cuya conducta apunta hacia la conservación de la vida de quienes siguen vías perniciosas para su propia salud; igualmente, en sentido ético, cabe, con arreglo a los mismos conceptos, distinguir entre quienes proceden correctamente y quienes actúan de modo distinto. La ciencia teórica de la acción humana, en cambio, no puede admitir semejantes distingos. La ponderación de los fines últimos resulta, invariablemente, subjetiva y, por tanto, arbitraria.

El valor es la importancia que el hombre, al actuar, atribuye a los fines últimos que él mismo se haya propuesto alcanzar. Sólo con respecto a los fines últimos aparece el concepto de valor en sentido propio y genuino. Los medios, como veíamos, resultan valorados de modo derivativo, según la utilidad o idoneidad de los mismos para alcanzar fines; su estimación depende del valor asignado al objeto en definitiva apetecido; para el hombre sólo tienen interés en tanto en cuanto le permiten alcanzar determinados fines.

El valor no es algo intrínseco, no está en las cosas. Somos nosotros quienes lo llevamos dentro; depende, en cada caso, de cómo reaccione el sujeto ante específicas circunstancias externas.

El valor nada tiene que ver con palabras o doctrinas. Es la propia conducta humana, exclusivamente, la que crea el valor. Nada importa lo que este hombre o aquel grupo digan del valor; lo importante es lo que efectivamente hagan. La oratoria de los moralista y la pomposidad de los políticos tienen a veces importancia; pero sólo influyen en el curso de los acontecimientos humanos en la medida en que, de hecho, determinan la conducta de los hombres.

3. LA ESCALA DE NECESIDADES

Pese a que, una y otra vez, muchos lo han negado, la inmensa mayoría de los hombres aspira ante todo a mejorar las propias condiciones materiales de vida. La gente quiere comida más abundante y sabrosa; mejor vestido y habitación y otras mil comodidades. El hombre aspira a la salud y a la abundancia. Admitimos estos hechos, generalmente, como ciertos; y la fisiología aplicada se preocupa por descubrir los medios mejores para satisfacer, en la mayor medida posible, tales deseos. Es cierto que los fisiólogos suelen distinguir entre las necesidades «reales» del hombre y sus imaginarias o artificiales apetencias, y por eso enseñan cómo se debe proceder y a qué medios es preciso recurrir para satisfacer los propios deseos.

Es evidente la importancia de tales estudios. El fisiólogo, desde su punto de vista, tiene razón al distinguir entre acción sensata y acción contraproducente. Está en lo cierto cuando contrasta los métodos juiciosos de alimentación con los desarreglados. Es libre de condenar ciertas conductas por resultar absurdas y contrarias a las necesidades «reales» del hombre. Tales juicios, sin embargo, desbordan el campo de una ciencia como la nuestra, que se enfrenta con la acción humana tal como efectivamente se produce en el mundo. Lo que cuenta para la praxeología y la economía no es lo que el hombre debería hacer, sino lo que, en definitiva, hace. La higiene puede estar en lo cierto al calificar de venenos al alcohol y a la nicotina. Ello no obstante, la economía ha de explicar y enfrentarse con los precios reales del tabaco y los licores tales como son, y no como serían si otras fueran las condiciones concurrentes.

En el campo de la economía no hay lugar para escalas de necesidades distintas de la escala valorativa plasmada por la real conducta del hombre. La economía aborda el estudio del hombre efectivo, frágil y sujeto a error, tal cual es; no puede ocuparse de seres ideales, perfectos y omniscientes como solamente lo es Dios.

4. LA ACCIÓN COMO CAMBIO

La acción consiste en pretender sustituir un estado de cosas poco satisfactorio por otro más satisfactorio. Denominamos cambio precisamente a esa mutación voluntariamente provocada. Se trueca una condición menos deseable por otra más apetecible. Se abandona lo que satisface menos, a fin de lograr algo que apetece más. Aquello a lo que es preciso renunciar para alcanzar el objeto deseado constituye el precio pagado por éste. El valor de ese precio pagado se llama coste. El coste es igual al valor que se atribuye a la satisfacción de la que es preciso privarse para conseguir el fin propuesto.

La diferencia de valor entre el precio pagado (los costes incurridos) y el de la meta alcanzada se llama lucro, ganancia o rendimiento neto. El beneficio, en este primer sentido, es puramente subjetivo; no es más que aquel incremento de satisfacción que se obtiene al actuar; es un fenómeno psíquico, que no se puede ni pesar ni medir. La remoción del malestar puede lograrse en una medida mayor o menor. La cuantía en que una satisfacción supera a otra sólo cabe sentirla; la diferencia no puede ponderarse ni precisarse con arreglo a ningún módulo objetivo. El juicio de valor no mide, se limita a ordenar en escala gradual; antepone unas cosas a otras. El valor no se expresa mediante peso ni medida, sino que se formula a través de un orden de preferencias y secuencias. En el mundo del valor sólo son aplicables los números ordinales; nunca los cardinales.

Es inútil pretender calcular tratándose de valores. El cálculo sólo es posible mediante el manejo de números cardinales. La diferencia valorativa entre dos situaciones determinadas es puramente psíquica y personal. No cabe trasladarla al exterior. Sólo el propio interesado puede apreciarla y ni siquiera él sabe concretamente describirla a otros. Estamos ante magnitudes intensivas, nunca cuantitativas.

La fisiología y la psicología, ciertamente, han desarrollado métodos con los que erróneamente suponen que se puede resolver ese insoluble problema que implica la medición de las magnitudes intensivas; la economía, por su parte, no tiene por qué entrar en el análisis de unos arbitrarios mecanismos que, al efecto, pocas garantías ofrecen, siendo así que quienes los utilizan advierten que no resultan aplicables a juicios valorativos. Pero es más; aun cuando lo fueran, para nada afectarían a los problemas económicos. Porque la economía estudia la acción como tal, no siendo de su incumbencia los hechos psíquicos que provocan esta o aquella actuación.

Sucede con frecuencia que la acción no logra alcanzar el fin propuesto. A veces, el resultado obtenido, si bien resulta inferior al apetecido, representa una mejoría en comparación con la realidad anterior a la acción; en este caso sigue habiendo ganancia, aun cuando menor de la esperada. Pero también puede suceder que la acción produzca una situación peor que la que se pretendía remediar; en tal supuesto, esa diferencia entre el valor del coste y el del resultado obtenido la denominamos pérdida.