LA ECONOMÍA Y LOS PROBLEMAS ESENCIALES DE LA EXISTENCIA HUMANA
Hay quienes critican a la ciencia moderna el que no formule juicios de valor. La Wertfreiheit, se dice, de nada le sirve al hombre que vive y actúa; lo que éste quiere conocer es precisamente el objetivo al que debe aspirar. Si no puede despejar esta incógnita, la ciencia es estéril. La objeción carece de base. La ciencia, desde luego, no valora; pero procura al individuo toda la información que necesita en relación con sus valoraciones. Lo único que no puede aclararle es si la vida misma merece la pena de ser vivida.
La cuestión se ha planteado con frecuencia y se seguirá planteando. ¿De qué sirven tantos esfuerzos y trabajos si al final nadie escapa a la muerte y la descomposición? La muerte persigue al hombre por doquier. Todo lo que consiga y realice en su peregrinar terreno habrá de abandonarlo un día. Cada minuto puede ser el último. Con respecto al futuro, sólo una cosa hay cierta: la muerte. ¿Tiene utilidad la acción ante tan inexorable final?
Además, la acción humana ni siquiera en relación con los más inmediatos objetivos parece tener sentido. Nunca proporciona satisfacción plena; sólo sirve para reducir parcialmente el malestar durante un momento. Tan pronto como una necesidad queda satisfecha, surgen otras no menos acuciantes. La civilización ha perjudicado a la gente al multiplicar las apetencias sin amortiguar los deseos, sino más bien avivándolos. ¿A qué conducen el esfuerzo y el brío, la prisa y el trajín, si jamás se llega por esa vía a alcanzar la paz y la felicidad? La tranquila serenidad del espíritu no se conquista corriendo tras mundanas ambiciones, sino a través de la renuncia y la resignación. Sólo es verdaderamente sabio quien se refugia en la inactividad de la vida contemplativa.
Tanto escrúpulo, tanta duda y preocupación, sin embargo, se desvanecen ante el incoercible empuje de la propia energía vital. Es cierto que el hombre no escapará a la muerte. Pero en este momento está vivo. Y es la vida, no la muerte, la que de él se apodera. Desconoce, desde luego, el futuro que le espera; pero no por ello quiere desatender sus necesidades. Mientras vive, jamás pierde el ser humano el impulso originario, el élan vital. Es innato en nosotros hacer lo posible por mantener y desarrollar la existencia, sentir insatisfacciones, procurar remediarlas y perseguir incansablemente eso que llamamos felicidad. Llevamos dentro un algo inexplicable e inanalizable que nos impulsa, que nos lanza a la vida y a la acción, que nos hace desear continuo mejoramiento. Este primer motor actúa a lo largo de la vida toda y sólo la muerte lo paraliza.
La razón humana está al servicio de este impulso vital. La función biológica de la mente consiste precisamente en proteger la existencia, en fomentar la vida, retrasando todo lo posible el fin insoslayable. Ni el pensamiento ni la acción son contrarios a la naturaleza, sino que son sus notas más características. La mejor definición del hombre, por destacar la disimilitud de éste con respecto a todos los demás seres, es la que lo presenta como ser que lucha conscientemente contra las fuerzas contrarias a su vida.
Vano es, pues, el ensalzar lo irracional en el hombre. En el universo infinito, que la razón humana no puede explicar ni analizar ni siquiera aprehender mentalmente, hay un estrecho sector dentro del cual el individuo, hasta cierto punto, puede suprimir su propio malestar. Estamos ante el mundo de la razón y de la racionalidad, el mundo de la ciencia y de la actividad consciente. Su mera existencia, por exiguo que sea y por mínimos que resulten los efectos de la acción, prohíbe al hombre abandonarse en brazos de la renuncia y la pasividad. Ninguna divagación filosófica hace desistir al individuo sano de aquellas actuaciones que considera le han de permitir remediar sus necesidades. En los más profundos pliegues del alma humana tal vez anide un secreto anhelo por la paz y la inmovilidad de la existencia puramente vegetativa. Pero en el hombre, mientras vive, tal aspiración queda ahogada por el afán de actuar y de mejorar la propia condición. Muere, desde luego, el sujeto en cuanto de él se apodera el espíritu de renuncia y abandono; pero nunca se transforma en mera planta.
Acerca de si conviene o no mantener la vida, ciertamente nada pueden la praxeología ni la economía decir al hombre. La vida misma y las misteriosas fuerzas que la generan y la mantienen son hechos dados que la ciencia no puede abordar. La praxeología se ocupa exclusivamente de la acción, es decir, de la más típica manifestación de la vida humana.
Mientras algunos critican a la economía por su neutralidad respecto a los juicios de valor, otros la denigran precisamente por lo contrario. Pretenden que debe necesariamente formular juicios de valor, negándole por ello su condición científica, ya que la ciencia debe ser siempre neutral en materia valorativa. Hay, por último, quienes aseguran que la economía puede y debe ser ajena a todo juicio de valor y que sólo los malos economistas desconocen este postulado.
La confusión semántica en la discusión de estos problemas se debe al empleo impreciso de los términos por parte de muchos economistas. El economista investiga si la medida a es o no capaz de provocar el efecto p, para cuya consecución se pretende recurrir a aquélla; su investigación le lleva a descubrir que a no sólo no produce p, sino que da lugar a g, consecuencia ésta que incluso quienes recomendaban aplicar a consideran perniciosa. Tal vez nuestro hombre, a la vista de lo anterior, concluya diciendo que la medida a es «mala»; pero esta expresión no supone formular ningún juicio de valor. Quiere simplemente decir que quien desee conseguir el objetivo p no debe recurrir a a. Es en este sentido en el que se expresaban los librecambistas cuando condenaban el proteccionismo. Habían descubierto que la protección arancelaria, contrariamente a lo que creían quienes la recomendaban, no incrementa sino que reduce la cuantía total de bienes disponibles; de ahí que el proteccionismo, concluían, sea malo desde el punto de vista de quienes aspiran a que la gente esté lo mejor suministrada posible. La economía enjuicia las actuaciones humanas exclusivamente a la luz de su idoneidad para alcanzar los fines deseados. Cuando, por ejemplo, condena la política de salarios mínimos, no quiere decir sino que las consecuencias que la misma provoca son contrarias a lo que quienes la apoyan desean conseguir.
Desde el mismo punto de vista la praxeología y la economía abordan el problema fundamental de la vida y del desarrollo social. En este sentido, concluyen que la cooperación humana basada en la división social del trabajo resulta más fecunda que el aislamiento autárquico. La praxeología y la economía no dicen que los hombres deban cooperar entre sí; simplemente afirman que deberán proceder así si desean conseguir resultados de otra suerte inalcanzables. El acatamiento de las normas morales que exigen el nacimiento, la subsistencia y el desarrollo de la cooperación social no se consideran como un sacrificio a una entidad mítica, sino como el recurso a los métodos de acción más eficaces, como el precio que hay que pagar para obtener un mayor beneficio.
Es esta filosofía la que con mayor furia combaten al unísono todas las escuelas antiliberales y dogmáticas, a las que exaspera que el liberalismo pueda reemplazar con una ética autónoma, racional y voluntaria los heterónomos códigos morales fruto de la intuición o la revelación. Critican al utilitarismo la fría objetividad con que aborda la naturaleza del hombre y las motivaciones de la acción humana. Nada queda ya por agregar aquí a cuanto en cada una de las páginas de este libro se ha dicho frente a tales tesis antiliberales. Hay, sin embargo, un aspecto de las mismas al que será oportuno aludir, ya que constituye la base dialéctica de todas esas escuelas y ofrece, además, al intelectual una buena justificación para evitar la áspera labor de familiarizarse con el análisis económico.
La economía, se dice, cegada por presupuestos racionalistas, supone que la gente aspira ante todo, o al menos primordialmente, al bienestar material. Pero esta premisa es inexacta, ya que en la práctica la gente persigue con mayor vehemencia objetivos irracionales que racionales. Con más fuerza atraen al hombre los mitos y los ideales que el prosaico mejoramiento del nivel de vida.
La respuesta de la ciencia económica es la siguiente:
1. La economía ni presupone ni en modo alguno asegura que la gente aspire sólo o principalmente a ampliar lo que suele denominarse bienestar material. La teoría económica, como rama que es de la ciencia general de la acción humana, se ocupa de cualquier tipo de actividad humana, es decir, le interesa todo proceder consciente para alcanzar específicas metas, cualesquiera que sean éstas. Los objetivos apetecidos no son nunca ni racionales ni irracionales. Irracional, puede decirse, es cuanto el hombre halla dado en el universo; es decir, todas aquellas realidades que la mente humana no puede analizar ni descomponer. Los fines a que el hombre aspira son siempre, en este sentido, irracionales. No es ni más ni menos racional al perseguir la riqueza como un Creso que al aspirar a la pobreza como un monje budista.
2. El calificativo de racional lo reservan estos críticos exclusivamente para el bienestar material y el superior nivel de vida. Dicen que al hombre moderno le atraen más las ideas y las ensoñaciones que las comodidades y gratificaciones sensuales. La afirmación es discutible. No es necesaria mucha inteligencia para, simplemente contemplando el mundo en que vivimos, dar con la solución correcta. Pero no vale la pena entrar en la discusión. Porque la economía nada dice acerca de los mitos, ni en favor ni en contra. Si se trata de contemplar, como meros mitos, las tesis sindicales, la expansión crediticia o cualquier otra doctrina similar, la ciencia económica entonces se desentiende del asunto, porque a ella le interesan tales medidas única y exclusivamente en cuanto se consideran medios adecuados para alcanzar específicos fines. El economista no condena al sindicalismo por ser un mito malo, sino simplemente porque, por esa vía, no se consigue elevar los salarios reales del conjunto de los trabajadores. Queda en manos de la gente decidir si prefieren evitar las ineludibles consecuencias de la política sindical o si, por el contrario, prefieren dar cuerpo a su mito.
En este sentido podemos afirmar que la ciencia económica es apolítica o no política, si bien constituye la base de partida de la política en general y de cualquier forma de acción pública. La economía se abstiene de hacer juicios de valor, por referirse invariablemente a los medios, nunca a los fines últimos perseguidos.
Tres tipos de obstáculos se oponen a la libre elección y actuación del hombre. Ante todo están las leyes físicas, a cuyos inexorables mandatos debe acomodar el individuo su conducta si desea sobrevivir. Después vienen las circunstancias constitucionales, propias y características de cada sujeto y su personal adaptación al influjo del medio; tales circunstancias, indudablemente, influyen sobre el individuo, haciéndole preferir determinados objetivos y específicos medios, si bien nuestra información es aún poca acerca de cómo todo ello opera. Tenemos, por último, la regularidad de las relaciones de causalidad entre medios y fines; estamos ahora en la esfera de las leyes praxeológicas, que nada tienen que ver con las leyes físicas ni con las fisiológicas antes mencionadas.
El estudio de estas leyes praxeológicas constituye el objeto propio de nuestra ciencia y de su rama hasta el momento mejor desarrollada, la economía. El saber acumulado por la ciencia económica forma parte fundamental de la civilización: es el basamento sobre el que se han edificado el moderno industrialismo y todos los triunfos morales, intelectuales, técnicos y terapéuticos alcanzados por el hombre a lo largo de las últimas centurias. El género humano decidirá si quiere hacer uso adecuado del inapreciable tesoro de conocimientos que este acervo supone o si, por el contrario, prefiere no utilizarlo. Si los hombres deciden prescindir de tan espléndidos hallazgos y menospreciar sus enseñanzas, no por ello ciertamente desvirtuarán la ciencia económica; se limitarán a destruir la sociedad y el género humano.