CAPÍTULO XXXVIII

LA ECONOMÍA EN EL SISTEMA EDUCATIVO

1. LOS ESTUDIOS ECONÓMICOS

Las ciencias naturales se basan en hechos experimentalmente constatados. Las teorías físicas o biológicas se contrastan con los datos experimentales, y son rechazadas en cuanto contradicen lo que atestigua la experiencia. El progreso de tales disciplinas, así como el perfeccionamiento de la técnica y la terapéutica, reclaman trabajos experimentales cada día mayores. La experimentación exige grandes inversiones de tiempo, de actividad especializada y de factores materiales. Nada puede ya, en este terreno, hacer el investigador aislado y sin recursos, por inteligente que sea. Sólo en los enormes laboratorios financiados por el estado, las universidades, las fundaciones y las grandes empresas se puede hoy experimentar e investigar. El trabajo en dichos centros es muchas veces meramente rutinario. La mayor parte de las personas que en ellos trabajan no son más que técnicos cuya actividad se limita a reunir datos, que después científicos de altura, también a veces experimentadores, ensamblan en fecundas teorías. La función de aquellos expertos es sólo auxiliar e instrumental en relación con el progreso científico, aun cuando en algunas ocasiones pueden efectuar interesantes descubrimientos directamente aprovechables en el terreno de la terapéutica o de los negocios.

Cree la gente, desconociendo la radical diferencia epistemológica entre las ciencias naturales y las ciencias de la acción humana, que para ampliar los conocimientos económicos convendría organizar el estudio de nuestra disciplina de acuerdo con los bien acreditados métodos seguidos en medicina, física o química. Se han gastado importantes sumas en los seminarios dedicados a supuestas investigaciones económicas. Lo único que en dichos centros se hace es historia económica del pasado reciente.

La historia económica es, ciertamente, una laudable disciplina. Pero por interesante que sea dicho estudio, nunca hay que confundirlo con el verdadero análisis económico. Jamás puede éste procurar datos en el sentido que el vocablo tiene cuando se trata de experiencias de laboratorio. Los conocimientos que de este modo se consiguen no pueden emplearse para establecer con ellos hipótesis y teoremas. Por el contrario, esta información sólo cobra sentido cuando se interpreta a la luz de previas teorías lógicamente deducidas y estructuradas con total independencia de lo que aquellos estudios puedan decir. No es el caso de repetir aquí lo que sobre el particular dijimos en anteriores capítulos. Ninguna discusión económica puede solucionarse a la mera vista de hechos históricos; es preciso recurrir ante todo a determinadas teorías praxeológicas[1].

La creación de laboratorios consagrados a la investigación del cáncer es muy posible que contribuya al descubrimiento de métodos que combatan e impidan la aparición de tan terrible enfermedad. Un seminario de investigación económica, por el contrario, en nada puede ayudar a evitar una crisis económica. De muy escasa utilidad resulta, en relación con el estudio de los fenómenos depresivos, la recopilación de datos relativos a pasadas depresiones, por sistemático y fidedigno que el trabajo sea. Los investigadores no disienten en cuanto a los hechos, sino en la interpretación de los mismos.

Todavía más importante es el hecho de que es imposible reunir los datos relativos a hechos concretos sin hacer referencia a las teorías sustentadas por el historiador al iniciar su trabajo. El historiador nunca refleja la totalidad de las circunstancias concurrentes, sino tan sólo aquéllas que considera de interés según los puntos de vista doctrinales que mantenga; omite cuanto estima irrelevante para la interpretación del suceso que le ocupa. Los trabajos históricos carecen prácticamente de valor cuando su autor ha sido cegado por erróneas teorías.

Ningún análisis de la historia económica, ni siquiera la del más inmediato pasado, puede reemplazar al puro razonamiento económico. La economía, como la lógica y las matemáticas, exige constantemente recurrir al razonamiento abstracto. La ciencia económica nunca puede ser experimental ni empírica. Por eso, el economista no necesita de instalaciones costosas para llevar a cabo sus investigaciones. Le basta disponer de una mente lúcida, capaz de distinguir claramente en la diversidad de acontecimientos los que son esenciales de los meramente accidentales.

No tratamos, desde luego, de enfrentar la economía y la historia económica. Cada rama del saber tiene su propio mérito y utilidad. El economista nunca pretendió menospreciar al historiador. Los auténticos historiadores, por su parte, tampoco se mostraron opuestos a la investigación económica. El antagonismo entre ambas disciplinas fue deliberadamente provocado por socialistas e intervencionistas, al hallarse convencidos de que la dialéctica de los economistas era incontrovertible. La Escuela Histórica y el Institucionalismo procuraron por todos los medios desvirtuar la ciencia económica, pretendiendo sustituirla por estudios «empíricos», precisamente porque no podían resistir el impacto lógico de los economistas. Su historia económica había de ser el arma que socavara el prestigio de la economía y que facilitara la difusión del intervencionismo.

2. LA ECONOMÍA COMO PROFESIÓN

Los primeros economistas se dedicaron al estudio de su disciplina por puro amor a la misma. Pretendían difundir, mediante comunicaciones y escritos, entre sus conciudadanos los descubrimientos que efectuaban. Querían influir sobre la opinión pública para que prevaleciera la política más idónea. Jamás concibieron la economía como una profesión.

La aparición del economista profesional es una secuela del intervencionismo, y actualmente no es sino un especialista que procura descubrir las fórmulas que permitan al gobierno intervenir mejor en la vida mercantil. Se trata de expertos en materia de legislación económica, legislación que actualmente sólo aspira a perturbar el libre funcionamiento de la economía de mercado.

Hay miles de tales expertos desperdigados por las oficinas públicas, al servicio de los partidos políticos y de los grupos de presión, en las redacciones de los periódicos y revistas. Algunos son asesores de determinadas empresas, otros actúan por su propia cuenta. Muchos gozan de reputación nacional e incluso internacional, y su influencia es enorme. Llegan a dirigir grandes bancos y corporaciones, ocupan escaños en los parlamentos y desempeñan funciones ministeriales en los gobiernos. Rivalizan con los profesionales del derecho en la dirección de los asuntos políticos. Ese destacado papel que desempeñan constituye uno de los rasgos más característicos de esta época dirigista en que vivimos.

No cabe duda de que algunos son individuos extraordinariamente dotados; quizá las mentes más destacadas de nuestro tiempo. Pero su filosofía les condena a una terrible estrechez de miras; vinculados a los partidos políticos y a los grupos de presión, que sólo buscan ventajas y privilegios para los suyos, caen en el más triste sectarismo. Nunca quieren considerar las repercusiones que a la larga habrán de provocar las medidas que preconizan. Sólo les importa el inmediato interés de aquéllos a cuyo servicio se hallan. Lo que, en definitiva, pretenden es que sus clientes se enriquezcan a expensas de los demás. Para tranquilizar su conciencia procuran autoconvencerse de que el propio interés de la humanidad coincide con los objetivos que su grupo persigue. Y hacen cuanto pueden para que la gente quede convencida de lo mismo. Cuando luchan por incrementar el precio del trigo, del azúcar o de la plata; cuando pugnan por elevar los salarios de su sindicato; cuando intrigan por establecer barreras arancelarias que impidan el acceso al país de productos extranjeros mejores y más baratos, ni un momento dejan de proclamar con el mayor desenfado y energía que no hacen sino batallar por todas las metas nobles y elevadas, por la instauración de la justicia y la libertad, por la salud patria y hasta por la salvaguardia misma de la civilización.

La gente está en contra de los grupos de presión, pues atribuye a su actividad todos aquellos males que el intervencionismo provoca. El origen del mal, sin embargo, cala más hondo. La filosofía de los grupos de presión se ha enseñoreado de las asambleas legislativas. En los parlamentos democráticos los agricultores, los ganaderos, las cooperativas, los mineros, los sindicatos, los industriales que no pueden competir con el extranjero, entre otros muchos sectores, cada uno tiene sus defensores y abogados que no quieren sino conseguir privilegios para sus patrocinados. Pocos son hoy en día los políticos y parlamentarios que ponen el interés de la nación por encima de las apetencias de los grupos de presión. Lo mismo sucede en los departamentos ministeriales. El titular de la cartera de agricultura, por ejemplo, entiende que su misión es privilegiar a los agricultores; su actividad no tiene otro objetivo que elevar los precios de los productos del campo.

El ministro de trabajo, en el mismo sentido, considera su deber ser el paladín de los sindicatos, a los que procura investir del máximo poder. Todos los ministerios actúan como compartimientos estancos, procurando beneficiar a sus clientes, sin preocuparse de si con ello perjudican los objetivos perseguidos por otros departamentos.

Suele decirse que en la actualidad ya no hay verdaderos estadistas. Tal vez sea cierto. Pero donde prepondera la ideología intervencionista no cabe duda que sólo progresan y llegan a gobernar aquellos políticos que se adscriben incondicionalmente al servicio de específicos sectores. Ni un dirigente sindical ni un representante agrario podrán jamás ser gobernantes ecuánimes y de altura. Ningún estadista puede formarse al servicio de un grupo de presión. El auténtico hombre de estado practica invariablemente una política de largo alcance; a los grupos de presión, en cambio, sólo les interesan los efectos inmediatos. Los lamentables fracasos del gobierno de Weimar y de la Tercera República francesa patentizan las desastrosas situaciones a que se llega cuando los asuntos públicos están en manos de camarillas y grupos de presión.

3. LA PROFESIÓN DE PRONOSTICAR

Cuando finalmente los hombres de negocios se han percatado de que la euforia alcista desatada por la expansión crediticia es siempre transitoria y conduce fatalmente a la depresión, comprenden la importancia que tiene para ellos conocer a tiempo los datos de la coyuntura. Entonces acuden al consejo del economista.

El economista sabe que la euforia dará paso a la crisis. Pero no tiene ni la menor idea de cuándo se producirá ésta. Múltiples circunstancias políticas pueden adelantar o retrasar el evento. No hay forma alguna de predecir ni la duración del auge ni la de la subsiguiente depresión. Es más, al hombre de negocios de nada le serviría dicha información, aun suponiendo que los cambios coyunturales fueran previsibles. Lo que el empresario necesita es advertir la inminencia de la crisis mientras los demás siguen confiados en que el boom continuará. Esta particular perspicacia le permitirá ordenar convenientemente sus operaciones, logrando salir indemne del trance. En cambio, si existiera alguna fórmula que permitiera prever el futuro de la coyuntura, todos los empresarios, al mismo tiempo, conseguirían la correspondiente información. Su actividad, para evitar las previstas pérdidas, provocaría entonces inmediatamente la aparición de la crisis; todos llegarían tarde y nadie podría salvarse.

Dejaría de ser incierto el porvenir si fuera posible predecir el futuro del mercado. Desaparecerían tanto las pérdidas como las ganancias empresariales. En este sentido, la gente pide a los economistas cosas que desbordan la capacidad de la mente humana.

La idea misma de que esa deseada profecía sea posible; el que se suponga que existen fórmulas con las que en el mundo de los negocios se puede prescindir de la especial intuición característica del auténtico empresario, de suerte que cualquiera, respaldado por la oportuna «información», pudiera ponerse al frente de la actividad mercantil, no es sino fruto obligado de aquel complejo de falacias y errores que constituyen la base de la actual política anticapitalista. En toda la denominada filosofía marxista no hay ni la más mínima alusión al hecho de que la actividad del hombre debe enfrentarse invariablemente con un futuro incierto. La nota peyorativa que los conceptos de promotor y especulador llevan hoy aparejada demuestra claramente que nuestros contemporáneos ni siquiera sospechan en qué consiste el problema fundamental de la acción humana.

La particular facultad del empresario, que le induce a adoptar las medidas en cada caso más oportunas, ni se compra ni se vende. Consigue beneficios precisamente porque sigue ideas en desacuerdo con lo que la mayoría piensa. No es la visión del futuro lo que produce lucro, sino el prever el futuro con mayor acierto que los demás. Triunfa quien discrepa, quien no se deja llevar por los errores comúnmente aceptados. Obtiene ganancia el empresario que se halla en posición de atender necesidades que sus competidores no previeron al acopiar los factores de producción.

Empresarios y capitalistas arriesgan posición y fortuna en un negocio cuando están convencidos de la certeza de sus previsiones. A estos efectos, de poco les vale el consejo del «experto». Nunca comprometerán aquéllos sus patrimonios porque cierto «especialista» se lo aconseje. Quienes se lanzan a especulaciones bursátiles atendiendo «informes confidenciales» están destinados a perder su dinero, sea cual fuere la fuente de su información.

El empresario advierte perfectamente la incertidumbre del futuro. Sabe que el economista no puede proporcionarle información alguna acerca del mañana y que todo lo más que éste puede facilitarle es una interpretación personal de datos estadísticos referentes siempre al pasado. La opinión del economista sobre el porvenir, para capitalistas y empresarios, no pasa de ser una discutible conjetura. Son realmente escépticos y desconfiados. Sin embargo, suelen interesarse por lo que dicen revistas y publicaciones especializadas, toda vez que desean estar al corriente de cualquier hecho que pudiera afectar a sus negocios. Por eso, las grandes empresas contratan los servicios de economistas y estadísticos.

El pronóstico en los negocios falla en el vano intento de hacer desaparecer la incertidumbre del futuro y privar a la empresarialidad de su inherente carácter especulativo. Sus servicios no por eso dejan de tener interés en la recogida e interpretación de datos sobre las tendencias económicas y el desarrollo del pasado inmediato.

4. LA ECONOMÍA Y LA UNIVERSIDAD

Las universidades estatales están invariablemente sometidas a la influencia del gobernante. Procuran las autoridades que ocupen las cátedras sólo quienes coinciden con las ideas del gobierno. Como quiera que, en la actualidad, todos los políticos no socialistas son dirigistas, los profesores universitarios son también normalmente intervencionistas. El deber primordial de la universidad estatal, para los poderes públicos, consiste en persuadir a las nuevas generaciones de la verdad de las doctrinas oficiales[2]. No les interesan los economistas.

Por desgracia, en la mayor parte de las universidades privadas e independientes no menos prevalece el intervencionismo.

La universidad, de acuerdo con inveterada tradición, no sólo debe enseñar, sino también promover el avance de la ciencia y el saber. De ahí que el profesor universitario no deba limitar su actividad a inculcar en sus discípulos ajenos conocimientos, sino que debe incrementar el acervo del conocimiento. Forma parte de la república universal de la erudición; debe, por eso, ser un innovador, un buscador incansable de mayor y más perfecta ilustración. Ninguna universidad admite que su claustro sea inferior al de ninguna otra. El catedrático, hoy como siempre, se considera por lo menos igual a cualquiera de los maestros de su ciencia. Está convencido de que participa como el que más en el progreso de su disciplina.

La idea de que todos los profesores son iguales es a todas luces inadmisible. Hay una enorme diferencia entre la obra creativa del genio y la monografía del especialista. En el campo de la investigación empírica, sin embargo, no es difícil mantener la ficción. Tanto el auténtico investigador como su rutinario auxiliar recurren a los mismos métodos de trabajo. Practican experimentos de laboratorio o reúnen documentos históricos. La labor externa es la misma. Sus respectivas publicaciones tratan idénticos temas y problemas. No hay diferencia aparente entre lo que el uno y el otro hacen.

No ocurre lo mismo con las ciencias teóricas como la filosofía y la economía. No hay aquí bien trilladas vías que la mente adocenada pueda seguir sin esfuerzo. El paciente y laborioso especialista carece en este mundo de tarea a desarrollar. Porque no hay investigación empírica; el progreso científico, en este campo, sólo es posible a fuerza de pensar, reflexionar y meditar. No cabe la especialización, ya que todos los problemas están relacionados. Abordar cualquier tema exige enfrentarse con el conjunto de la ciencia. Un célebre historiador, hablando en cierta ocasión de las tesis doctorales, decía que las mismas gozaban de particular importancia psicológica y académica porque permitían al autor darse la satisfacción de pensar que había un sector del saber, por mínimo que fuera, donde nadie le igualaba. Tan agradable sensación, desde luego, jamás puede experimentarla quien escribe una tesis sobre temas económicos. No existen en nuestra ciencia ni reductos aislados ni compartimientos estancos.

En un mismo periodo histórico nunca han coexistido más allá de un puñado de personas que contribuyeran decisivamente al progreso de los estudios económicos. La mente genial escasea en el campo de la ciencia económica tanto como en cualquiera de las restantes ramas del saber. Hay además muchos economistas preclaros que no se dedican a la enseñanza. Las universidades y escuelas especiales, sin embargo, reclaman profesores de economía a millares. Exige la tradición universitaria que todos ellos pongan de manifiesto su valía mediante la publicación de trabajos originales, no bastando en este sentido los manuales y libros de texto. La reputación académica y aun el sueldo de un profesor depende más de sus escritos que de su capacidad didáctica. El catedrático tiene por fuerza que publicar cosas. Por eso, cuando el interesado no sabe escribir de economía propiamente dicha, se dedica a la historia económica, sin dejar por ello de proclamar enfáticamente que es ciencia económica pura lo que está produciendo. Dirá, incluso, que la suya es la única verdadera economía, precisamente por apoyarse en datos empíricos, inductivos y «científicos». Los análisis meramente deductivos de los «teóricos de café» no son para él más que ociosas especulaciones. Si adoptara distinta postura estaría proclamando que hay dos clases de profesores de economía: los que contribuyen personalmente al progreso científico y los que no tienen participación alguna en el mismo. (Lo que no impide que éstos realicen interesantes trabajos en otras disciplinas, tales como la historia económica contemporánea). Por eso, el clima de universidades y escuelas no es propicio para la enseñanza de la economía. Son muchos los profesores —no todos, afortunadamente— que tienen especial interés en desacreditar la «mera» teoría. Quieren reemplazar el análisis económico por una arbitraria recopilación de datos históricos y estadísticos. Pretenden desarticular la economía en supuestas ramas independientes, para entonces poder especializarse en alguno de estos sectores: en el agrario, en el laboral, en el de América Latina, etc.

Nadie duda que la enseñanza universitaria debe informar al estudiante acerca de la historia económica en general y de los sucesos más recientes en particular. Pero esta ilustración, como tantas veces hemos dicho, de nada sirve si no la acompaña un conocimiento a fondo de la ciencia económica. La economía no admite subdivisiones ni secciones particulares. En cualquier análisis particular debe tenerse siempre presente la inexorable interconexión de todos los fenómenos de la acción humana. No hay problema cataláctico que pueda ser resuelto estudiando por separado un específico sector productivo. No es posible, por ejemplo, analizar el trabajo y los salarios haciendo caso omiso de los precios, los tipos de interés, las pérdidas y las ganancias empresariales, el dinero y el crédito y otras muchas cuestiones de no menor importancia. Lo normal en los cursos universitarios dedicados a temas laborales es ni siquiera abordar el tema referente a la efectiva determinación de los salarios. No existe una «economía laboral» ni tampoco una «economía agraria». En el campo del saber económico no hay más que un solo e indivisible cuerpo de conocimiento científico.

Lo que esos supuestos especialistas exponen en sus conferencias y publicaciones no es ciencia económica, sino simplemente aquello que interesa al correspondiente grupo de presión. Como, en el fondo, ignoran la ciencia económica, fácilmente caen víctimas de quienes sólo propugnan privilegios para sí mismos. Aun los que abiertamente no se inclinan hacia ningún grupo de presión determinado y altivamente pregonan su completa independencia comulgan, a veces sin darse cuenta, con los principales dogmas del intervencionismo. Lo que más temen es que se les pueda acusar de hacer mera crítica negativa. Por eso, al examinar una particular medida de intervención, acaban siempre postulando la sustitución del intervencionismo ajeno por el suyo propio. Demostrando la mayor ignorancia, prohíjan la tesis básica de intervencionistas y socialistas; a saber, que la economía de mercado perjudica los vitales intereses de la mayoría en beneficio de unos cuantos desalmados explotadores. El economista que expone los fracasos del intervencionismo no es sino un defensor a sueldo de las grandes empresas y de sus injustas pretensiones. De ahí, concluyen, la necesidad de impedir que semejantes individuos accedan a la cátedra y a las revistas de las asociaciones de profesores universitarios.

Los estudiantes quedan perplejos y desorientados. En los cursos de economía matemática se les ha saturado de fórmulas y ecuaciones que recogen unos hipotéticos estados de equilibrio, donde no hay ya actividad humana. Comprenden que dichas ecuaciones de nada sirven cuando se trata de abordar el mundo económico real. Por otra parte, supuestos especialistas les han expuesto en sus disertaciones la rica gama de medidas intervencionistas que convendría aplicar para «mejorar» las cosas. Resulta, pues, de un lado, que aquel equilibrio que con tanto interés estudiaron jamás se alcanza en la práctica y, por otro, que nunca tampoco los salarios ni los precios de los productos del campo son suficientemente elevados, en opinión de sindicatos y agricultores. Se impone por tanto, piensan, una reforma radical. Pero ¿en qué debe consistir concretamente esa reforma?

La mayoría estudiantil acepta, sin preocuparse de más, las panaceas intervencionistas que sus profesores preconizan. Todo se arreglará, de acuerdo con sus maestros, en cuanto el gobierno imponga unos salarios mínimos justos, procure a todo el mundo alimento suficiente y vivienda adecuada y, de paso, prohíba, por ejemplo, la venta de margarina o la importación de azúcar. Pasan por alto las contradicciones en que caen sus mentores cuando un día lamentan la «locura de la competencia» y al siguiente los «males del monopolio», quejándose unas veces de la caída de los precios y otras del creciente coste de la vida. El estudiante recibe su título y procura encontrar lo antes posible un empleo al servicio de la administración pública o de cualquier poderoso grupo de presión.

Pero existen también jóvenes suficientemente perspicaces para descubrir las incoherencias del intervencionismo. Coinciden con sus maestros en repudiar la economía de mercado; dudan, sin embargo, de la efectividad práctica de las medidas dirigistas aisladas que aquéllos recomiendan. Llevan a sus consecuencias lógicas los idearios que les han sido imbuidos y se convierten entonces al socialismo. Entusiasmados, saludan el sistema soviético como efectiva aurora de una nueva y superior civilización.

Sin embargo, no han sido en muchas universidades las enseñanzas de los profesores de economía las que las han transformado en meros centros de incubación socialista. A ese resultado se ha llegado con mayor frecuencia por las prédicas escuchadas en las cátedras de carácter no económico. En las facultades de economía todavía puede uno encontrarse con auténticos economistas e incluso los restantes profesores raro es que lleguen por entero a desconocer las graves objeciones que la ciencia opone al socialismo. No sucede lo mismo, por desgracia, con muchos de los catedráticos de filosofía, historia, literatura, sociología y derecho político. Interpretan éstos la historia ante sus alumnos de acuerdo con las más burdas vulgaridades del materialismo dialéctico. Muchos de los que combaten vehementemente al marxismo por su materialismo y ateísmo coinciden por lo demás enteramente con las ideas del Manifiesto Comunista y los programas de la Internacional Comunista. Las crisis económicas, el paro, la inflación, la guerra y la miseria son consecuencias inevitables del capitalismo y sólo desaparecerán cuando el sistema sea definitivamente erradicado.

5. LA ECONOMÍA Y LA EDUCACIÓN GENERAL

En aquellos países en que no existe diversidad lingüística la enseñanza pública da buenos frutos cuando trata de enseñar a la gente a leer, a escribir y a dominar las cuatro reglas aritméticas. Pueden añadirse, para los alumnos más despiertos, nociones elementales de geometría, ciencias naturales y legislación patria. Pero en cuanto se pretende seguir avanzando surgen mayores dificultades. La enseñanza primaria fácilmente deriva hacia el adoctrinamiento político. No es posible exponer a un adolescente todos los aspectos de un problema para que él después descubra la solución correcta. No menos arduo es encontrar maestros dispuestos a exponer imparcialmente doctrinas contrarias a lo que ellos piensan. El partido en el poder controla siempre la instrucción pública y puede, a través de ella, propagar sus propios idearios y criticar los contrarios.

Los liberales decimonónicos, en la esfera de la educación religiosa, resolvieron el problema mediante la separación de la Iglesia y el estado. Se dejó de enseñar religión en las escuelas públicas. Los padres, sin embargo, gozaban de plena libertad para, si así lo deseaban, enviar a sus hijos a colegios confesionales al cuidado de comunidades religiosas.

Pero el problema no atañe sólo a la enseñanza religiosa y al análisis de determinados aspectos de las ciencias naturales posiblemente disconformes con la Biblia. Afecta aún más a la enseñanza de la historia y la economía.

El público es consciente de ello sólo con respecto a los aspectos internacionales de la enseñanza de la historia. Prevalece hoy la opinión de que ni el nacionalismo ni el «chauvinismo» deberían influir en los estudios históricos. Pero son pocos los que se percatan de que el mismo problema aparece en lo tocante a la historia nacional. El maestro o el autor del correspondiente libro de texto pueden fácilmente deformar la narración con arreglo a su propia filosofía social. Cuanto más haya que simplificar y esquematizar las cosas para hacerlas asequibles a las mentes inmaduras de niños y adolescentes, mayor peligrosidad reviste el planteamiento.

La enseñanza de la historia, en opinión de marxistas e intervencionistas, se halla viciosamente influida por el ideario del viejo liberalismo. Desean, por tanto, sustituir lo que denominan la interpretación burguesa de la historia por su propia interpretación. La revolución inglesa de 1688, la francesa y los movimientos del siglo XIX fueron, para los marxistas, puras conmociones burguesas. Provocaron, ciertamente, la caída del feudalismo, pero en su lugar implantaron la supremacía burguesa. Las masas proletarias no fueron, en ningún caso, emancipadas; del dominio aristocrático pasaron a la sujeción clasista de los explotadores capitalistas. Es ineludible, si se quiere liberar al obrero, destruir el sistema capitalista de producción. Para los intervencionistas, bastaría con proseguir los cauces de la Sozialpolitik o del New Deal. Los marxistas, en cambio, afirman que sólo la violenta supresión del aparato gubernamental de la burguesía permitirá alcanzar el objetivo deseado.

No es posible abordar ningún tema histórico sin haberse pronunciado previamente sobre las teorías y cuestiones económicas subyacentes. Ni el profesor ni el libro de texto pueden adoptar una postura de despegada neutralidad ante cuestiones tales como la de que la «revolución inacabada» deba completarse con la revolución comunista. El análisis de cualquiera de los acontecimientos históricos de los últimos trescientos años implica un juicio previo sobre las controversias económicas hoy prevalentes. No hay más remedio que elegir entre la filosofía contenida en la Declaración de Independencia o la Alocución de Gettysburg y la que rezuma el Manifiesto Comunista. La alternativa es terminante; de nada sirve ocultar la cabeza bajo el ala y pretender esquivar el problema.

En la enseñanza secundaria y en los estudios universitarios el análisis de los temas históricos y económicos es puro adoctrinamiento. Los estudiantes no están ciertamente preparados para formar su propia opinión tras el examen crítico de las explicaciones que les son suministradas.

La instrucción pública tiene mucha menor importancia de la que generalmente se le atribuye. Los partidos políticos, en otro caso, se preocuparían por dominarla aún más a fondo. Pero ellos saben que las instituciones docentes influyen poco en las ideas políticas, económicas y sociales de las nuevas generaciones. Mucho más vigoroso que el de los maestros y libros de texto es el impacto de la radio y el medio ambiente. Las prédicas de los partidos políticos, grupos de presión y sectas religiosas ejercen sobre las masas mayor influencia que los centros académicos. Lo aprendido en el colegio se olvida fácilmente; pero es muy difícil resistir la continua presión del medio social en que se vive.

6. LA ECONOMÍA Y EL CIUDADANO

Ya no se puede relegar la economía al estrecho marco de las aulas universitarias, a las oficinas de estadística o a círculos esotéricos. Es la filosofía de la vida y de la actividad humana y afecta a todos y a todo. Es la base misma de la civilización y de la propia existencia del hombre.

Mencionar este hecho no significa ceder a la a menudo ridiculizada debilidad del especialista que destaca la importancia de la rama de su especialización. No es el economista, sino la gente en general quien hoy asigna a la economía esta eminente posición.

Todas las cuestiones políticas actuales implican problemas comúnmente llamados económicos. Todos los argumentos que se formulan en la discusión de los asuntos sociales y públicos se refieren a temas fundamentales de la praxeología y la economía. Es general la preocupación por las doctrinas económicas. Filósofos y teólogos se preocupan ahora más de asuntos puramente económicos que de los que antes se consideraban objeto de la filosofía y la teología. Los novelistas y autores teatrales del momento abordan todos los temas humanos —incluso los sexuales— bajo el prisma de lo económico. El mundo entero, consciente o inconscientemente, piensa en economía. Cuando la gente se afilia a determinado partido político, cuando acude a las urnas, no hace sino pronunciarse acerca de cuestiones económicas.

La religión fue en los siglos XVI y XVII el tema central de las controversias europeas. El debate político a lo largo de los siglos XVIII y XIX, en América y en Europa, giró en torno a la monarquía absoluta y al gobierno representativo. La pugna entre socialismo y economía de mercado constituye el debate de nuestros días. Se trata, por supuesto, de un problema cuya solución depende enteramente del análisis económico. Recurrir a meros slogans o al misticismo del materialismo dialéctico carecería totalmente de sentido.

Que nadie pretenda eludir su responsabilidad. Quien en esta materia renuncia a analizar, a estudiar y a decidir no hace sino humillarse intelectualmente ante una supuesta élite de superhombres que pretenden erigirse en árbitros supremos. Quienes ponen su confianza ciega en autodesignados «expertos»; quienes, sin reflexión, aceptan los mitos y prejuicios más vulgares, tratándose de cuestiones que tan vitalmente les afectan, están abjurando de su libertad y sometiéndose al dominio de otros. Para el hombre consciente, nada puede tener en la actualidad mayor importancia que el tema económico. Pues está en juego su propio destino y el de su descendencia.

Es ciertamente escaso el número de quienes pueden realizar aportaciones valiosas al acervo del pensamiento económico. Pero todos estamos convocados a la gran tarea de conocer y difundir las trascendentes verdades ya descubiertas. He ahí el primordial deber cívico de las actuales generaciones.

La economía, agrádenos o no, ha dejado de ser una rama esotérica del saber, accesible tan sólo a una minoría de estudiosos y especialistas. Porque la ciencia económica se ocupa precisamente de los problemas básicos de la sociedad humana. Por lo tanto, nuestra disciplina afecta a todos y a todos pertenece. Es el principal y más conveniente estudio de todos los ciudadanos.

7. LA ECONOMÍA Y LA LIBERTAD

El importante papel que las ideas económicas desempeñan en los asuntos cívicos explica por qué los gobernantes, los partidos políticos y los grupos de presión se empeñan en restringir la libertad del pensamiento económico. Procuran propagar, por todos los medios, las «buenas» doctrinas y silenciar las «nocivas». La verdad, por lo visto, carece de fuerza suficiente para imponerse por sí sola. Tiene siempre que venir respaldada por la violencia y la coacción de la policía o de específicas organizaciones. El criterio de veracidad de una tesis dependería de que sus partidarios fueran o no capaces de desarticular al contrincante por la fuerza de las armas. Se supone que Dios o alguna entidad mítica dirige el curso de los asuntos humanos y siempre otorgaría la victoria a quienes luchan por las «buenas» causas. Por tanto, el «buen» gobernante, representante de Dios en la tierra, debe aniquilar sin titubeo al heterodoxo.

No vale la pena insistir en las contradicciones e inconsecuencias que encierran las doctrinas que predican la intolerancia y el exterminio del disidente. El mundo no había nunca conocido aparatos de propaganda y opresión tan hábiles e ingeniosos como los que ahora manejan gobiernos, partidos y grupos de presión. Pero esos impresionantes montajes se desplomarán como castillos de naipes en cuanto les sea opuesta una sólida filosofía.

Hoy es difícil familiarizarse con las enseñanzas de la ciencia económica no sólo en los países gobernados por bárbaros o neobárbaros, sino también en las llamadas democracias occidentales. Se desea hacer caso omiso de las grandes verdades descubiertas por los economistas a lo largo de los últimos doscientos años. Se pretende manejar los precios y los salarios, los tipos de interés y los beneficios y las pérdidas, como si su determinación no estuviera sujeta a ley alguna. Intentan los gobernantes imponer, mediante decretos, precios máximos a los bienes de consumo y topes mínimos a las retribuciones laborales. Exhortan a los hombres de negocios para que reduzcan sus beneficios, rebajen los precios y eleven los salarios, como si todo esto dependiera simplemente de la buena voluntad del sujeto. El más infantil mercantilismo se ha enseñoreado de las relaciones internacionales. Bien pocos advierten los errores que encierran las doctrinas en boga y se percatan del desastroso final que les espera.

Es una triste constatación. Pero sólo negándonos todo reposo en la búsqueda de la verdad se podrá remediar la situación.