EL CARÁCTER NO DESCRIPTIVO DE LA ECONOMÍA
Lo que confiere a la economía su peculiar y única posición en el ámbito tanto del puro conocimiento como en el de su utilización práctica es el hecho de que sus particulares teoremas no puedan ser sometidos a verificación o falsificación por la experiencia. Naturalmente, las medidas que un acertado razonamiento económico aconseja provocan las consecuencias deseadas, mientras que las dictadas por un razonamiento económico falso no alcanzan las metas apetecidas. Pero esta experiencia es pura experiencia histórica, es decir, experiencia de fenómenos complejos. Nunca puede, como ya vimos, servir para comprobar o refutar ningún teorema particular[1]. La aplicación de teoremas económicos falsos se traduce en consecuencias indeseadas. Pero estos efectos carecen del indiscutible poder de convicción que en cambio tienen los hechos experimentales en el campo de las ciencias naturales. Sólo la razón, sin ayuda de la experiencia, puede demostrar la corrección o incorrección de un teorema económico.
La triste importancia de esta situación radica en que impide que las mentes ingenuas reconozcan la realidad de los hechos económicos que les afectan. El hombre considera real y efectivo aquello que no puede modificar y a cuya existencia ha de acomodar su conducta si desea alcanzar los objetivos apetecidos. Es una dura experiencia para los mortales descubrir las inmodificables circunstancias del mundo en que vivimos. Constatan de este modo que a la satisfacción de sus deseos se oponen limitaciones inexorables. Entonces, aun lamentándolo, admiten que hay cosas —como la causalidad— que ninguna argumentación puede variar. La experiencia que los sentidos corporales proporcionan habla un lenguaje que todos comprendemos fácilmente. Nadie osa discutir el resultado de un experimento rectamente practicado. Es imposible impugnar la realidad de los hechos establecidos experimentalmente.
Pero en el campo del conocimiento praxeológico ni el éxito ni el fracaso hablan un lenguaje claro que todos puedan entender. La experiencia derivada exclusivamente de los fenómenos complejos no evita las interpretaciones basadas en los simples buenos deseos. La ingenua propensión del hombre a atribuir omnipotencia a sus pensamientos, aunque sean confusos y contradictorios, nunca recibe la refutación clara y precisa de la experiencia. El economista no puede refutar las fantasías y falsedades económicas en la forma en que el doctor refuta a los curanderos y charlatanes. La historia habla sólo a aquéllos que saben cómo interpretarla a base de teorías correctas.
Esta diferencia epistemológica cobra decisiva importancia si observamos que la aplicación práctica de las enseñanzas económicas presupone su aceptación por la opinión pública. La implantación de cualquier innovación técnica, bajo un régimen de mercado, sólo requiere que cierto individuo o grupo se percate de su utilidad. Ni la ceguera ni la indiferencia de las masas pueden paralizar a los heraldos del progreso. Para llevar adelante sus planes no precisan éstos la venia de nadie. Los llevan a cabo a pesar de la frecuente hilaridad de las mentes obtusas. Cuando luego aparezcan en el mercado los nuevos productos, mejores y más baratos, quienes antes se burlaban serán los primeros en lanzarse atropelladamente a adquirirlos. Hay, ciertamente, gente muy torpe; pero todo el mundo distingue perfectamente entre calzado caro y calzado barato, entre zapatos buenos y zapatos malos.
No ocurre así en el campo de la organización social y de la política económica. Aquí las más fecundas teorías pierden su virtualidad si la opinión pública no las respalda. Son totalmente inoperantes si la mayoría las rechaza. Es imposible a la larga gobernar, sea cual fuere el sistema político, en desacuerdo con la opinión pública. Prevalece siempre, en última instancia, la filosofía mayoritaria. No es posible un gobierno impopular y duradero. A este respecto, no existe diferencia entre democracia y despotismo. La diferencia entre ambos se refiere sólo al modo en que se llega a acomodar el orden político a la ideología sustentada por la opinión pública. Para derribar al dictador, es preciso recurrir a las armas; al gobernante democrático, en cambio, se le desplaza pacíficamente en la primera consulta electoral.
La supremacía política de la opinión pública no sólo confiere a la ciencia económica particular condición en el conjunto de las ciencias y el saber; determina, además, el curso de la historia.
Vanas son las conocidas discusiones sobre el papel que el individuo desempeña en la evolución histórica. Es siempre un cierto individuo quien piensa, actúa y realiza. Las ideas nuevas, los proyectos revolucionarios, son invariablemente fruto de mentes señeras. El hombre excepcional, sin embargo, fracasa al pretender actuar en el orden social si previamente no ha sabido conquistar la opinión pública.
El progreso de la humanidad depende, por un lado, de los descubrimientos sociales y económicos que los individuos intelectualmente mejor dotados efectúen y, por otro, de la habilidad de esas mismas u otras personas para hacer que estas ideologías sean atractivas a la mayoría.
Las masas, el conjunto de hombres comunes, no conciben ideas, ni verdaderas ni falsas. Se limitan a elegir entre las elaboradas por los líderes intelectuales de la humanidad. Pero su elección es decisiva y determina el curso de la historia. Nada puede atajar el desastre cuando la mayoría prefiere doctrinas nocivas.
La filosofía social de la Ilustración no se percató del peligro que encerraba el posible predominio de las ideas erróneas. Las objeciones generalmente esgrimidas contra el racionalismo de los economistas clásicos y de los pensadores hedonistas no ofrecen la menor consistencia. Sin embargo, estas doctrinas contenían un importante fallo. Suponían, con notoria ligereza, que todo lo que fuera lógico y razonable acabaría imponiéndose por su propia fuerza. No preveían la posibilidad de que la opinión pública optara por erradas ideologías, dañosas para el bienestar común y contradictorias con el mantenimiento de la cooperación social.
Suele hoy menospreciarse a pensadores que en su día dieron la voz de alarma criticando la inconmovible fe que los liberales ponían en el hombre común. Y, sin embargo, un Burke y un Haller, un Bonald y un De Maistre llamaron acertadamente la atención sobre ese grave problema que el liberalismo estaba pasando por alto. Enjuiciando las reacciones de las masas, fueron más realistas que sus optimistas adversarios.
Es cierto que estos conservadores pensaban bajo la ilusión de que podía mantenerse el sistema tradicional de gobierno, con todo su paternalismo y restriccionismo económico; proclamaban a los cuatro vientos las excelencias del anden régime que, desde luego, había hecho prosperar a la gente y hasta había humanizado las guerras. Pero no acertaban a percibir que precisamente tales logros habían dado lugar a un aumento demográfico tal que se había provocado la aparición de masas humanas sin acomodo posible en el viejo sistema del restriccionismo económico. Cerraban los ojos ante la aparición de un proletariado que aquel orden social que pretendían perpetuar jamás podía amparar ni absorber. Fracasaron en su intento de buscar soluciones al problema más candente que el Occidente, en vísperas de la «revolución industrial», tenía planteado.
El capitalismo proporcionó al mundo precisamente lo que necesitaba, es decir, un nivel de vida cada día más elevado para una población en crecimiento incesante. Pero los liberales, los heraldos y defensores del capitalismo, según veíamos, pasaron por alto el hecho de que ningún sistema social, por beneficioso que sea, puede perdurar sin el apoyo de la opinión pública. No previeron el éxito de la propaganda anticapitalista. El liberalismo, tras haber desarticulado el mito de la misión divina de la realeza, cayó víctima de teorías no menos ilusorias, tales como el poder decisivo de la razón, la infalibilidad de la volonté générale y la divina inspiración de las mayorías. Nada puede ya detener —pensaron los liberales— el progresivo mejoramiento de las condiciones sociales. La filosofía de la Ilustración, poniendo de manifiesto la falsedad de las antiguas supersticiones, había implantado para siempre la supremacía de la razón. La libertad económica estaba ya provocando e iba a provocar en el futuro resultados tan espectaculares que nadie con inteligencia sería capaz de poner en duda la bondad del sistema. (Y daban, naturalmente, por supuesto que la gente era inteligente y capaz de pensar correctamente).
Jamás imaginaron los viejos liberales que las masas podrían llegar a interpretar la experiencia histórica con arreglo a filosofías muy distintas a las suyas. No previeron la popularidad que habían de adquirir en los siglos XIX y XX ideas que ellos hubieran calificado de reaccionarias, supersticiosas y carentes de lógica y fundamento. El hallarse tan íntimamente convencidos de que todo hombre está dotado de la facultad de razonar les hizo fallar lamentablemente en sus predicciones. Graves augurios que ya se atisbaban no eran para ellos más que momentáneas recaídas, episodios accidentales, que no podían preocupar al pensador que contemplaba la suerte de la humanidad sub specie aeternitatis. Dijeran lo que quisieran los reaccionarios, había un hecho que nadie osaría negar: que el capitalismo estaba proporcionando a una población en rápido crecimiento constante mejora de su nivel de vida.
Pero eso fue precisamente lo que la mayoría puso en tela de juicio. Las escuelas socialistas —y con especial énfasis el marxismo— afirmaron que el capitalismo provocaba el progresivo empobrecimiento de las clases trabajadoras. La afirmación, aplicada a los países capitalistas, es a todas luces inexacta. Entre los pueblos subdesarrollados, donde sólo en menor grado se han aplicado los métodos del capitalismo occidental, el impresionante aumento de la población debiera precisamente llevarnos a la conclusión de que aquella gente dispone ahora no de menos sino de más bienes que antes. Esos países, desde luego, son pobres en comparación con otros más avanzados. Su pobreza es consecuencia del crecimiento demográfico. Prefieren tener más hijos antes que elevar su nivel de vida. Tal elección, evidentemente, tan sólo a ellos compete. Ahora bien, la indudable prolongación de la vida media que esos mismos pueblos han experimentado demuestra bien a las claras que también ellos cada día disponen de mayores medios. No habrían podido engendrar tantos descendientes si no hubieran disfrutado de mayores medios de subsistencia.
Y, pese a todo, no sólo los marxistas, sino también muchos autores supuestamente burgueses, aseguran que las profecías de Marx acerca de la evolución del capitalismo han quedado confirmadas por los acontecimientos históricos de los últimos cien años.