LA CRISIS DEL INTERVENCIONISMO
Las medidas intervencionistas practicadas durante varias décadas por los gobiernos del Occidente capitalista han producido todos los efectos que los economistas habían previsto. Han dado lugar a guerras internacionales y a contiendas civiles; han permitido a determinados grupos oprimir despiadadamente a las masas; han producido depresiones económicas y paro masivo; han consumido capitales ingentes y, en determinadas épocas, han desatado hambres pavorosas.
Pero no es por tan lamentables resultados por lo que el intervencionismo se halla en crisis. Los teóricos del sistema y sus corifeos siguen proclamando que tan indeseadas repercusiones son consecuencia del capitalismo, que todavía no ha sido debidamente extirpado. Tales desastres demuestran, según ellos, cuán necesario es intensificar aún más la injerencia estatal en materia económica. Los fracasos evidentes del intervencionismo no debilitan el fervor de la gente por tan perniciosa doctrina. La quiebra del sistema es interpretada de tal forma que, lejos de enervar, vigoriza el prestigio del dogma. Los apóstoles del dirigismo, a pesar de los estragos que llevan causados, persisten en su destructiva labor, amparados siempre, como tantas veces se ha dicho, en que no se puede acudir a métodos experimentales para demostrar los errores que encierra cualquier teoría económica.
Y, sin embargo, la era del intervencionismo está llegando a su fin. Ha agotado sus potenciales y tiene que desaparecer.
La idea subyacente a la política intervencionista es que los ingresos y los patrimonios de los sectores más ricos de la población constituyen un fondo inagotable al que siempre se puede recurrir para mejorar la suerte de quienes se hallan en condiciones menos prósperas. El intervencionista, en definitiva, lo que quiere es despojar a unos en beneficio de otros. Para él todo se reduce a confiscar y redistribuir. En definitiva, cualquier medida se justifica si expolia al rico y beneficia al pobre, aunque sólo sea aparentemente.
La imposición progresiva sobre rentas y patrimonios es, en la esfera fiscal, el arma favorita de la doctrina. Se pretende gravar a quienes disponen de más, para luego invertir lo recaudado en supuesta mejora de los menesterosos. Por lo que se refiere a la esfera laboral, se aspira a reducir las horas de trabajo, incrementar continuamente las retribuciones nominales e implantar mil otras medidas con las cuales se asegura favorecer al asalariado, con daño tan sólo para el patrono. Todos los temas políticos y sociales se abordan hoy en día desde este punto de vista.
Un ejemplo especialmente aleccionador nos lo proporciona la actual gestión de las empresas estatificadas o municipalizadas. Dichas entidades, las más de las veces, arrojan resultados calamitosos; sus pérdidas son una pesada carga para las haciendas municipales y estatales. No interesa dilucidar ahora si tales quebrantos son resultado de una torpe administración o si, por el contrario, son consecuencia, al menos en parte, de la insuficiencia de las tarifas establecidas. Baste destacar aquí que tales pérdidas, en definitiva, acaban siempre recayendo sobre las espaldas de los contribuyentes. Pero este hecho no preocupa al dirigista, quien airadamente rechaza las dos únicas soluciones que solventarían la situación; a saber, reintegrar a la empresa privada la explotación del correspondiente servicio o elevar los precios en lo necesario para que el usuario financie el coste del mismo. Rechaza la primera por su carácter reaccionario, convencido como está de que el mundo marcha hacia la continua y progresiva colectivización, y la segunda, por su condición antisocial, ya que exige mayor esfuerzo financiero a las masas consumidoras. Más justo —piensa— es obligar a los contribuyentes, o mejor dicho, a los individuos de mayores posibilidades, a que soporten las cargas. La «capacidad de pago» de éstos es superior a la del usuario de los ferrocarriles nacionalizados y de los tranvías, autobuses o metropolitanos municipalizados. Exigir que tales servicios públicos se autofinancien no es más que vieja reminiscencia de una ya superada economía «ortodoxa». Con igual fundamento —concluye— se podría pretender que las carreteras o la enseñanza pública se autofinanciaran.
No vale la pena polemizar aquí con quienes gustan de tales soluciones deficitarias. Destaquemos tan sólo que, para poder aplicar el principio de la «capacidad de pago», es preciso que existan rentas y patrimonios susceptibles de ser gravados. Es imposible recurrir al sistema en cuanto dichas reservas se han desvanecido bajo la maza del fisco y de las medidas intervencionistas en boga.
Pero esto es, precisamente, lo que está ya sucediendo en la mayor parte de los países europeos. Las cosas todavía no han ido tan lejos en los Estados Unidos, aunque si no varían pronto las circunstancias, no tardará América en registrar situaciones similares a las del viejo continente.
Dejemos a un lado, para simplificar el debate, los evidentes errores de la teoría de la «capacidad de pago»; concentremos nuestra atención en el problema de la financiación del sistema.
No advierte el planificador, al abogar por el incremento continuo del gasto público, que los fondos disponibles son siempre limitados. Desconoce que si se incrementa el gasto en determinados sectores, habrá que reducir la inversión en otros. El dinero, para el intervencionista, es una riqueza inagotable. En su opinión, se puede disponer sin límite ni tasa de las rentas y patrimonios de «los ricos». Cuando, por ejemplo, postula incrementar los gastos de la enseñanza pública, se limita a exteriorizar su personal deseo de que las escuelas dispongan de mayores medios. Pero ni siquiera pasa por su mente la idea de si tal vez no convendría más, desde un punto de vista social, incrementar otros gastos, los de sanidad, pongamos por caso. No ve las razones de tanto peso que abogan por la reducción del gasto público y la consiguiente aligeración de las cargas fiscales. La disminución de la inversión pública —piensa— sólo pueden reclamarla defensores a sueldo de los inicuos intereses de las clases pudientes.
Ahora bien, como decíamos, esos fondos que el intervencionista piensa dedicar a sufragar inacabables gastos públicos están rápidamente evaporándose al calor de los hoy vigentes impuestos sobre rentas y transmisiones hereditarias. Tales fondos ya han sido consumidos en la mayor parte de los países europeos. En los Estados Unidos, los últimos incrementos de los tipos impositivos no han conseguido aumentar seriamente la recaudación; con módulos mucho menos progresivos, la Administración americana habría conseguido ingresos muy similares a los que en la práctica obtiene. Los altísimos porcentajes que gravan las rentas más elevadas concitan el caluroso elogio de demagogos e ignorantes dirigistas, pero lo cierto es que aportan sumas extremadamente parcas al erario público[1]. No es posible ya hoy sufragar los disparatados gastos públicos simplemente «exprimiendo al rico»; las masas económicamente débiles, sin ellas saberlo, están soportando una parte importantísima de tan abrumadora carga. Cada día es más evidente lo absurdo de los sistemas tributarios de la era del intervencionismo, amparados siempre en la idea de que el gobierno gaste cuanto quiera y financie tales dispendios a base de la progresividad en los impuestos. Carece de fundamento la tan popular como falaz teoría según la cual el estado, a diferencia de los particulares que han de acomodar sus gastos a los ingresos efectivamente obtenidos, puede determinar, primero, los gastos que desea efectuar, cualquiera que sea su cuantía, y, después, conseguir, por unos medios u otros, las oportunas recaudaciones. Ni a gobernantes ni a gobernados les va a ser lícito en adelante seguir cerrando los ojos ante hechos tales como que no se puede gastar dos veces un mismo dólar o que el incremento de cualquier capítulo del presupuesto exige la reducción de otra u otras partidas. Cada gasto supletorio, en adelante, habrá de ser financiado precisamente por quienes hasta ahora han procurado siempre desviar hacia terceros la carga tributaria. Quien solicite subsidios, de cualquier tipo que sean, deberá disponerse a soportar sus costes por otra vía. Las masas populares pronto van a tener que soportar íntegramente las pérdidas de las empresas nacionalizadas.
Análoga será la situación de la relación empleadores-empleados. La gente suele creer que las «conquistas sociales» de los asalariados se obtienen con cargo a las «no ganadas» rentas de las clases explotadoras. La huelga no va dirigida contra los consumidores, se dice, sino contra «el capital»; no hay razón alguna para elevar el precio de los productos con ocasión de alzas salariales; deben ser los empresarios, por el contrario, quienes absorban íntegramente tales aumentos. Todo esto está muy bien mientras haya beneficios empresariales a repartir; pero cuando éstos se minimizan progresivamente a causa de la creciente imposición fiscal, de continuos incrementos salariales, de las nuevas «conquistas sociales» y de la fijación de los precios de venta, pronto llegará el momento en que el juego tenga que cesar. Cualquier aumento de las retribuciones obreras, en tal caso, deberá tener forzosamente su pleno reflejo en los precios; lo que unos grupos ganen otros tendrán que perderlo. El huelguista, no ya a la larga, sino de inmediato, dañará gravemente los intereses del público.
Un punto esencial en la filosofía social del intervencionismo es la existencia de un fondo inagotable que se puede exprimir incesantemente. Pero todo el sistema del intervencionismo se desmorona tan pronto como se agota la fuente que parecía inacabable. El principio de Santa Claus se liquida a sí mismo.
El interludio intervencionista tiene que llegar a su fin porque el intervencionismo no puede llevar a un permanente sistema de organización. Las razones son las siguientes.
Primera: Las medidas restrictivas de la producción reducen invariablemente la cuantía de los bienes de consumo disponibles. Por mucho que se pretenda defender específicas restricciones o prohibiciones, no es posible construir un orden productivo a base de las mismas.
Segunda: Toda intervención que perturba el funcionamiento del mercado no sólo deja de alcanzar los objetivos deseados, sino que además provoca situaciones que el propio dirigista, desde el punto de vista de sus propias valoraciones, deberá estimar peores que las que pretendía remediar. Si para corregir tan indeseados efectos recurre a intervenciones cada vez más amplias, paso a paso destruye la economía de mercado e implanta en su lugar el socialismo.
Tercera: El intervencionista pretende confiscar el «exceso» de una parte de la población para dárselo a la otra parte. Ahora bien, en cuanto ese «exceso» queda agotado, el dirigismo pierde su propia razón de ser.
Siguiendo el camino del intervencionismo, todos los países que no han adoptado el socialismo pleno de tipo ruso se van acercando progresivamente a la llamada economía planificada, es decir al socialismo germánico de tipo Hindenburg. En lo que respecta a la política económica existe actualmente escasa diferencia entre los diversos países y, dentro de cada país, entre los diversos partidos políticos y grupos de presión. Los nombres históricos de los partidos han perdido su significado. Por lo que al orden económico atañe, no existen prácticamente más que dos grupos: los partidarios de la omnicomprensiva nacionalización leninista, de un lado, y los defensores del intervencionismo, de otro. Los defensores de la libre economía de mercado tienen escasa influencia sobre el curso de los acontecimientos. Lo que aún queda de libertad económica se debe al fracaso de las medidas adoptadas por los gobiernos más que a una política deliberada.
Es realmente difícil computar cuántos son los dirigistas que ya se han percatado de que el intervencionismo aboca forzosamente al socialismo, y cuántos los que de buena fe siguen creyendo que defienden un nuevo sistema de carácter intermedio, supuesta «tercera solución» al problema económico. Lo que, sin embargo, ya nadie duda es que el dirigismo aspira a que sea siempre el gobierno y sólo el gobierno quien, en cada caso, decida si se puede dejar a las cosas evolucionar con arreglo a las directrices del mercado o si, por el contrario, conviene recurrir a intervenciones coactivas. Ello implica que el intervencionista está dispuesto a respetar los deseos de los consumidores sólo mientras no produzca efectos que el jerarca repruebe. Tan pronto como cualquier hecho económico desagrada a cierto departamento gubernamental o a específico grupo de presión, se movilizan las masas para reclamar nuevos controles, restricciones e intervenciones. Hace tiempo que habría desaparecido del mundo todo vestigio de economía de mercado si no hubiera sido por la ineficiencia de los legisladores y la pereza, negligencia y aun corruptibilidad de gran parte del funcionariado público.
Nunca fue tan evidente como hoy, en esta nuestra época del más virulento anticapitalismo, la incomparable fecundidad del sistema capitalista. El espíritu empresarial, pese al continuo sabotaje que gobernantes, partidos políticos y asociaciones sindicales ejercen contra el mundo de los negocios, todavía logra de continuo incrementar la cantidad y mejorar la calidad de las producciones, haciéndolas cada día más accesibles al gran público consumidor. El individuo normal y corriente, en aquellos países que todavía no han abandonado por completo el orden capitalista, disfruta de un nivel de vida que los antiguos príncipes y señores le envidiarían. Los demagogos, no hace aún mucho, culpaban al capitalismo de la pobreza de las masas; hoy le echan en cara la «abundancia» que derrama sobre el hombre de la calle.
Ya vimos anteriormente que sólo bajo la égida de un sistema que permita calcular pérdidas y ganancias se puede recurrir a métodos gerenciales, es decir, los que aplica el empresario cuando encomienda ciertas funciones subordinadas a algunos colaboradores (gerentes) a quienes reconoce determinada independencia y libertad de acción[2]. Lo que caracteriza al gerente distinguiéndole del puro técnico es que, dentro de su esfera de actuación, puede por sí determinar cómo proceder concretamente para alcanzar el máximo beneficio posible. Pero esa función no puede desempeñarla bajo el socialismo, donde no cabe el cálculo económico, la ponderación contable del capital ni la determinación de pérdidas y ganancias. Pueden los actuales regímenes marxistas, no obstante, servirse aún de una clase cuasi-gerencial gracias a que todavía les es posible calcular merced a los precios de mercado extranjeros.
No tiene sentido calificar determinado periodo histórico de «época de transición». Hay siempre cambio y mutación en el mundo viviente. Toda época es «época de transición». Se puede distinguir, entre los múltiples sistemas sociales imaginables, los perdurables de los que forzosamente tienen que ser transitorios por resultar autodestructivos. Y el intervencionismo es precisamente uno de esos sistemas que se destruyen a sí mismos y conducen necesariamente a un socialismo de tipo germánico. Tal es la meta que ya algunas naciones europeas han alcanzado y nadie es capaz hoy de decir si los Estados Unidos seguirán o no el mismo camino. Los países que han abrazado el socialismo podrán, sin embargo, seguir calculando, mientras el pueblo americano permanezca aferrado a la primacía del mercado e impida a sus autoridades el pleno control del mundo de los negocios. El socialismo podrá seguir sirviéndose del cálculo económico y actuar de modo totalmente distinto a como tendría que hacerlo si el mundo entero se hiciera socialista.
Aunque suele decirse que el mundo no puede indefinidamente ser mitad socialista y mitad de mercado, ningún razonamiento prueba esa supuesta imposibilidad de partición del globo, ni la impracticabilidad de la coexistencia de ambos sistemas económicos. Por lo demás, esta dualidad es lo único que permitirá a los países socialistas mantenerse durante algún tiempo. Pero la desintegración, el caos y la miseria de las masas serán inevitables. Ni un bajo nivel de vida ni un progresivo empobrecimiento bastan para desmontar automáticamente un sistema económico. Se puede cambiar a un sistema más eficiente sólo si la gente es suficientemente inteligente para comprender las ventajas de semejante cambio. El cambio también pueden producirlo los invasores extranjeros, dotados de un equipo militar mejor gracias a la mayor eficacia de su sistema económico.
Creen los espíritus optimistas que los países que implantaron y desarrollaron la economía capitalista de mercado seguirán aferrados a ella. Hay razones para creerlo y también para dudarlo. Pero es inútil divagar aquí sobre lo que resultará, en definitiva, de ese colosal conflicto que hoy se libra entre la propiedad privada y la propiedad pública de los medios de producción, entre el individualismo y el totalitarismo, entre la libertad y la autoritaria imposición. Todo lo que sobre el particular se puede decir en este momento podemos resumirlo en las tres afirmaciones siguientes:
1. Ninguna razón hay para pensar que en el conflicto ideológico al que nos referimos estén interviniendo fuerzas o tendencias que acabarán dando el triunfo a quienes procuran impulsar el mantenimiento y el reforzamiento de los vínculos sociales y el consiguiente incremento del bienestar material de la humanidad. Nadie puede afirmar que el progreso hacia situaciones cada vez más satisfactorias sea automático ni que resulte imposible recaer en las situaciones más deplorables.
2. La gente tiene que optar entre la economía de mercado o el socialismo. Y no podrá eludir tan dramática elección recurriendo a «terceras soluciones», sea cual fuere el apelativo que les den.
3. Al abolir el cálculo económico, la adopción general del socialismo acabaría en un completo caos y en la desintegración de la cooperación social bajo la división del trabajo.