CAPÍTULO XXXIV

LA ECONOMÍA DE GUERRA

1. LA GUERRA TOTAL

La economía de mercado presupone la cooperación pacífica. Se desvanece cuando los ciudadanos se vuelven guerreros y, lejos de intercambiar bienes y servicios, prefieren combatirse los unos a los otros.

Las luchas que entre sí mantenían las tribus primitivas en nada podían afectar a esa cooperación social que, bajo el signo de la división del trabajo, caracteriza al mercado, pues los contendientes, con anterioridad al inicio de las hostilidades, no mantenían entre sí relaciones sociales de ningún género. Tales conflictos eran verdaderas guerras de exterminio; se perseguía la victoria plena; se pretendía aniquilar para siempre al enemigo. Los vencidos eran exterminados, deportados o sometidos a esclavitud. La idea de solucionar el conflicto mediante pacto que hiciera posible a ambas partes convivir pacíficamente no pasaba por la mente de los beligerantes.

El afán de conquista sólo se detiene ante la invencible resistencia opuesta por el adversario. Los forjadores de imperios creyeron siempre que sus dominios debían ser ampliados al máximo, tanto como las circunstancias lo permitieran. Los grandes conquistadores asiáticos, al igual que los emperadores romanos, se detenían sólo cuando el avance resultaba materialmente imposible. En tal caso se limitaban a aplazar la agresión; en modo alguno renunciaban a sus ambiciosos planes ni dejaban de considerar a todo estado soberano como posible objeto de ulterior ataque.

Esta filosofía de ilimitada conquista siguió inspirando a las monarquías medievales. También ellas querían extenderse todo lo posible. Pero la organización feudal proporcionaba a estos monarcas escasos medios para hacer la guerra. El vasallo sólo durante un tiempo limitado se hallaba obligado a luchar al servicio de su señor. La agresividad real quedaba coartada por el egoísmo del feudatario y la tenaz defensa que éste hacía de sus derechos. Surgió así una pacífica coexistencia entre un cierto número de estados soberanos. En el siglo XVI, el francés Bodino articuló la teoría de la soberanía nacional y en el siglo XVII el holandés Grocio la completó con el estudio de las relaciones internacionales en la guerra y en la paz.

Los soberanos europeos, al desintegrarse el feudalismo, advirtieron que ya no podían contar con los gratuitos auxilios bélicos de sus vasallos. Procedieron entonces a «nacionalizar» las fuerzas armadas. Los componentes de estos nuevos ejércitos ya no se consideraban a sí mismos más que puros mercenarios del rey. Sobre el erario de los monarcas gravitaba pesadamente la organización, el equipo y el avituallamiento de tales huestes. La codicia de aquéllos seguía siendo ilimitada, pero ahora las realidades financieras les obligaban a moderar sus ambiciones. Dejaron de soñar en el sometimiento de vastos territorios; comenzaron a contentarse con la mera ocupación de esta ciudad o aquella provincia. Además, perseguir objetivos más importantes siempre era para ellos políticamente desacertado. Las potencias europeas no se hallaban dispuestas a tolerar que ningún país incrementara su poder hasta llegar a constituir un peligro. La aparición de cualquier conquistador excesivamente impetuoso provocaba de inmediato la unión de todos los que se sentían amenazados.

Todas estas circunstancias, tanto militares como financieras y políticas, dieron lugar a las guerras limitadas que prevalecieron en Europa durante los trescientos años anteriores a la Revolución Francesa. Ejércitos relativamente reducidos de combatientes profesionales eran las únicas fuerzas que en tales conflictos intervenían. La guerra no concernía a los pueblos; era asunto que interesaba exclusivamente a los gobernantes. La gente detestaba las guerras, que sólo ocasionaban perjuicios y agobiaban con cargas y tributos. Se sabía víctima de acontecimientos en los que no desempeñaba ninguna parte activa. Los beligerantes mismos consideraban hasta cierto punto neutrales a los civiles; tácitamente entendían que luchaban contra el soberano enemigo, no contra sus inermes súbditos. La propiedad privada de los no combatientes, en el continente europeo, por lo general, se consideraba inviolable y el Congreso de París, en 1856, pretendió incluso extender tal principio a la guerra naval. Así las cosas, las mentes más despiertas, en número cada vez mayor, comenzaron a preguntarse por qué no se acababa de una vez para siempre con la guerra.

Tales pensadores, al meditar sobre aquellos limitados conflictos, concluían que carecían absolutamente de utilidad social. Los hombres morían o quedaban mutilados; se destruía riqueza sin cuento; regiones enteras quedaban devastadas; y todo ello en exclusivo provecho de los monarcas y las oligarquías gobernantes. Ninguna ventaja obtenía el pueblo de la victoria. El que el rey aumentara sus dominios, anexionándose nuevos territorios, en nada beneficiaba a sus súbditos. Nada bueno sacaba la gente de las contiendas. El ánimo codicioso de los gobernantes era lo que encendía la pugna armada. Por eso, si en la esfera política se lograba sustituir el despotismo de los reyes por gobiernos representativos, las guerras forzosamente habrían de desaparecer. La democracia había de ser, evidentemente, pacífica. Poco podía importarle a la masa votante el que la soberanía nacional se extendiera un poco más o un poco menos. Las cuestiones territoriales que pudieran surgir serían abordadas sin prejuicios y de manera desapasionada. En todo caso, quedarían zanjadas de manera incruenta. Para salvaguardar la paz bastaba, pues, con derribar a los déspotas. Esto último, desde luego, no podía conseguirse por medios pacíficos. Era preciso aniquilar primero a los mercenarios del rey. Pero esta revolucionaria pugna del pueblo contra los tiranos sería la última guerra, la que acabaría para siempre con la guerra.

Tal era la idea que confusamente animaba a los revolucionarios franceses cuando, después de repeler a los ejércitos de Austria y Prusia, se pusieron a guerrear contra sus vecinos. Pero aquel primitivo impulso bajo el mando de Napoleón bien pronto se desvaneció; y los ejércitos galos se lanzaron a unas inacabables conquistas territoriales a las que sólo la coalición de todas las potencias europeas puso término. Pese a ese intermedio bélico, el anhelo de una paz permanente nunca se desvaneció. El pacifismo fue uno de los más firmes pilares en que se asentó aquel liberalismo cuyos principios fueron fundamentalmente elaborados por la hoy tan motejada escuela de Manchester.

Los liberales británicos y sus amigos del continente advirtieron sagazmente que para salvaguardar la paz no bastaba la democracia; para que el gobierno por el pueblo fuera fecundo era necesario que se apoyara en un inadulterado laissez faire. Sólo una economía libre, tanto dentro como fuera de las fronteras políticas, podía garantizar la paz. En un mundo carente de barreras mercantiles y migratorias, los incentivos mismos que militan por la conquista y la guerra se desvanecen. Los liberales, plenamente convencidos de la lógica irrefutable de su filosofía, abandonaron la idea de la última guerra. Todo el mundo había de comprender los beneficios de la paz y la libertad; sin auxilios bélicos exteriores, la presión de la opinión pública acabaría por doquier con los tiranos antiliberales.

Los historiadores, en su inmensa mayoría, han fracasado al pretender explicar por qué las guerras «limitadas» del anden régime han dado paso a los modernos conflictos «totales». Afirman que tan extraordinario cambio fue provocado por el nuevo tipo de estado, surgido tras la Revolución Francesa, que de dinástico se convirtió en nacional. Pero sólo advierten fenómenos secundarios, confundiendo los efectos con las causas. Hablan de la composición de los ejércitos, de principios tácticos y estratégicos, de nuevos ingenios bélicos, de problemas logísticos y de múltiples otras cuestiones relacionadas con el arte militar y la técnica administrativa[1]. La verdad, sin embargo, es que ninguna de tales circunstancias explica por qué las naciones prefieren luchar entre sí a muerte antes que cooperar pacíficamente en mutuo provecho.

Hay completo acuerdo en reconocer que el nacionalismo agresivo es lo que genera la guerra. Pero esta afirmación no amplía nuestro conocimiento; se trata de un evidente círculo vicioso, pues precisamente calificamos de «agresivo» a aquel nacionalismo que provoca conflictos. Más cierto sería afirmar que ese denostado nacionalismo agresivo no es sino lógica consecuencia del intervencionismo y la planificación. Mientras el laissez faire elimina las causas mismas de la guerra, la interferencia estatal y el socialismo generan conflictos de intereses imposibles de solucionar por medios pacíficos. Bajo un régimen de libertad económica y migratoria, el individuo se desinteresa de la extensión territorial de su país; el proteccionismo nacionalista, en cambio, obliga a cada ciudadano a preocuparse por ello. Ampliar los territorios propios equivale a elevar el nivel de vida del pueblo; supone evitar las restricciones que al bienestar nacional imponen las medidas adoptadas por los gobiernos extranjeros. No son los tecnicismos del arte militar, sino el desplazamiento de la filosofía del laissez faire por los dogmas del estado benefactor, lo que ha transformado las antiguas guerras limitadas, donde se enfrentaban reducidas huestes reales, en los modernos conflictos totales, que acaban con pueblos y naciones enteras.

Si Napoleón hubiera alcanzado sus objetivos, los dominios franceses se habrían extendido mucho más allá de las fronteras que a Francia fueron impuestas en 1815. En España y Nápoles habrían gobernado reyes de la casa Bonaparte-Murat, en vez de los procedentes de otra familia francesa, los Borbones. El palacio de Kassel habría sido ocupado por algún favorito del régimen napoleónico en vez de por uno de aquellos «egregios» electores de Hesse. Pero nada de esto habría hecho más próspero al pueblo francés. Como tampoco ganaron nada los ciudadanos de Prusia cuando su rey, en 1866, desalojó a ciertos parientes suyos, los príncipes de Hanóver, Hesse-Kassel y Nassau, de sus lujosos palacios. En cambio, todos creían que la victoria de Hitler llevaría aparejada una señalada elevación del nivel de vida de los alemanes; estaban éstos convencidos de que el aniquilamiento de franceses, polacos y checos había de reportarles cuantiosas y efectivas riquezas. La lucha por el Lebensraum era, pues, la guerra del pueblo alemán como tal.

El laissez faire hace posible que coexistan pacíficamente múltiples naciones soberanas. Pero esta convivencia resulta imposible en cuanto los gobiernos comienzan a interferir la actividad económica. El trágico error del presidente Wilson fue ignorar este punto esencial. La guerra «total» de nuestros días nada tiene en común con los conflictos «limitados» de las viejas dinastías. Es una lucha abierta contra las barreras mercantiles y migratorias; un combate mortal entre las naciones superpobladas y las de menor densidad humana; pugna contra las instituciones que perturban la natural tendencia a la nivelación mundial de los salarios. Estamos ante la rebelión del campesino forzado a trabajar tierras pobres ante quienes le impiden el acceso a fértiles campos baldíos. Se trata, en definitiva, de la guerra de los obreros y campesinos de los países «desposeídos» contra los campesinos y los obreros de las naciones «ricas».

Pero reconocer este hecho no autoriza a concluir que el triunfo de tales rebeldes eliminaría los males que ellos mismos lamentan. Los modernos conflictos, tan tremendos precisamente por ser vitales, desaparecerán únicamente cuando la humanidad consiga desterrar las doctrinas hoy dominantes que predican la existencia de antagonismos irreconciliables entre los diversos grupos sociales, políticos, religiosos, lingüísticos y nacionales y, en su lugar, logre implantarse una filosofía de mutua cooperación.

Es inútil confiar que los tratados, conferencias y organismos burocráticos, como la Sociedad de las Naciones o las Naciones Unidas, lleguen a imponer la paz en el mundo. Contra las ideologías imperantes de nada sirve la acción de plenipotenciarios, funcionarios y expertos. Frente al espíritu de conquista y agresión, son inútiles los reglamentos y acuerdos previos. Para preservar la paz, lo que se precisa es la expresa repulsa de las ideologías inspiradoras de los sistemas económicos imperantes.

2. LA GUERRA Y LA ECONOMÍA DE MERCADO

La economía de mercado, afirman socialistas e intervencionistas, es un sistema al que, en el mejor de los casos, sólo se puede recurrir cuando el país disfruta de paz y tranquilidad. Mantenerlo en vigor en tiempo de guerra sería una criminal imprudencia. Equivaldría a poner en grave riesgo los supremos intereses de la nación en beneficio sólo del egoísmo de empresarios y capitalistas. La guerra, y sobre todo la moderna guerra total, exige perentoriamente que el gobierno controle todos los resortes económicos.

Pocos han tenido últimamente el valor de enfrentarse a este dogma, que en las dos guerras mundiales ha servido de pretexto para que el gobierno adoptara innumerables medidas intervencionistas que, paso a paso, condujeron en muchos países a un auténtico «socialismo de guerra». Reinstaurada la paz, se lanzó un nuevo eslogan. La transición, la «reconversión» industrial —se dijo— hace preciso el control estatal todavía en mayor grado que durante el conflicto. Y admitida la premisa, surgía la interrogante: ¿Vale la pena reimplantar un sistema que, en todo caso, sólo puede funcionar durante el intervalo comprendido entre dos guerras? Lo sensato, evidentemente, era no abandonar ya nunca el dirigismo económico, al objeto de que la nación estuviera en todo momento preparada para hacer frente a cualquier emergencia.

El examen del problema con que se enfrentaron los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial puede ayudarnos a desvelar la falacia de este razonamiento.

Norteamérica, al declararse el conflicto, si quería salir victoriosa de la contienda, no tenía más remedio que transformar radicalmente toda su producción. El consumo civil había de reducirse al mínimo indispensable. Tanto la industria como el campo debían rehuir cualquier actividad que no tuviera interés bélico inmediato. Las fuerzas productivas de la nación debían dedicarse a abastecer con la mayor amplitud posible a los institutos armados. Todo ello es cierto; pero es erróneo pensar que para realizar ese programa fuera preciso establecer controles oficiales, racionamientos y preferencias. Si los gastos militares se hubieran financiado mediante la elevación de los impuestos y la colocación de empréstitos entre los ciudadanos, se habrían visto éstos obligados a reducir drásticamente su propio consumo. Limitada así severamente la demanda civil, agricultores e industriales no habrían tenido más remedio que orientar sus producciones en el sentido exigido por el esfuerzo bélico. El gobierno, al disponer de ingentes recursos proporcionados por los nuevos impuestos y empréstitos, se habría erigido en el principal comprador del mercado. Aun en el caso de que se hubiera financiado el gasto bélico incrementando la circulación fiduciaria o recurriendo al crédito bancario, el resultado final habría sido el mismo. Tal proceso inflacionista, naturalmente, habría provocado el alza de los precios de bienes y servicios en general. La administración, en tal supuesto, se habría visto obligada a pagar precios superiores por sus adquisiciones. Pero el gobierno habría sido, en todo caso, el adquirente de mayor capacidad de compra. Habría desbancado invariablemente a la demanda privada, ya que los particulares, por un lado, tenían vedada la creación de dinero supletorio y, por otro, habrían visto sus posibilidades adquisitivas reducidas a causa de la presión fiscal.

Pero el gobierno americano recurrió deliberadamente a políticas que hicieron imposible a la nación apoyarse en el mecanismo del mercado libre para alcanzar los deseados objetivos. En efecto, se estableció el control de precios, considerándose punible cualquier alza de los mismos. Es más: los poderes públicos se mostraron en extremo remisos en someter a tributación muchos de los ingresos hipertrofiados por la inflación. Sucumbió el gobierno americano ante la pretensión sindical de que las clases trabajadoras percibieran ingresos tales que les permitieran mantener el nivel de vida de la preguerra. De este modo el estrato más numeroso de la población, el que en tiempo de paz consumía el mayor porcentaje de la producción, dispuso de tal cantidad de dinero que su poder de compra y su capacidad de consumo resultaron mayores que nunca. Los asalariados y, hasta cierto punto, los agricultores y los industriales que trabajaban para la administración se hallaron en una posición económica tal que bien podían haber frustrado las pretensiones del poder público de dedicar fundamentalmente la producción del país al esfuerzo bélico. Si hubieran gozado de libertad habrían inducido con sus compras a la industria a producir no menos, como quería la administración, sino mucho más de todo aquello que se considera superfluo en tiempo de guerra. Por eso tuvo el gobierno que recurrir al sistema de cupos y preferencias. Este desacertado sistema de financiación de la guerra obligó a los poderes públicos a establecer el control de toda la vida económica. Esta intervención habría sido evidentemente innecesaria si no se hubiera puesto previamente en marcha el proceso inflacionario o si, mediante una adecuada presión tributaria, se hubiera provocado una reducción del dinero disponible en manos de todos en general y no sólo del poseído por los más adinerados. El haber aceptado la doctrina según la cual los salarios reales en tiempo de guerra debían ser superiores incluso a los de la paz hizo inevitable reglamentar toda la vida económica. Pero fue la industria privada americana, no los decretos gubernamentales y el papeleo burocrático, la que abasteció perfectamente a las fuerzas armadas estadounidenses, prestando además un ingente apoyo a todos los demás combatientes aliados. El economista no formula juicios de valor ante estos hechos. Pero conviene destacarlos, ya que el dirigista quisiera hacernos creer que basta un decreto prohibiendo el empleo de acero en la edificación privada para producir automáticamente acorazados y aviones de combate.

El beneficio empresarial proviene de haberse sabido acomodar la producción a las mutaciones de la demanda. Cuanto mayor sea la diferencia entre la anterior y la nueva disposición de la demanda, mayores serán los cambios a introducir en la estructura productiva y más importantes también, consecuentemente, resultarán los beneficios cosechados por quienes consigan orientar acertadamente los cambios. La súbita declaración de una guerra forzosamente ha de tener su impacto sobre el mercado, imponiendo radicales adaptaciones de toda la actividad productiva; ello significa para quienes saben practicar tal acomodación una fuente de elevados beneficios. El planificador dirigista se escandaliza de tales ganancias, pues para él la misión primordial del gobernante es impedir que, al calor de la contienda, nadie se enriquezca. Es injusto, arguye, que unos prosperen mientras otros mueren o quedan mutilados para siempre.

En realidad, nada es justo en la guerra. No es justo que los dioses aparezcan siempre del lado de los ejércitos de mayor poder. ¿Es acaso equitativo que quienes disponen de más medios destruyan inexorablemente a quien, sin culpa suya, se halla peor equipado? ¿Por qué ha de haber pobres muchachos que sucumben anónimamente en las trincheras, mientras a millas de distancia, confortablemente instalados en los cuarteles generales, los altos jefes ganan gloria y fama? ¿Por qué si Juan muere y Pedro regresa inútil, Pablo, en cambio, sano y salvo, puede reincorporarse a la vida civil dispuesto a disfrutar los privilegios de excombatiente?

Tal vez no sea «justo» que la guerra proporcione ganancias a quienes mejor contribuyen al esfuerzo de la nación. Pero sería imperdonable ceguera negar que el señuelo de las ganancias se convierte en eficaz motor para producir más y mejores armas. No fue la Rusia socialista la que ayudó a la América capitalista; los ejércitos soviéticos estaban condenados al desastre cuando comenzaron a llover bombas sobre Alemania, y envíos masivos de material bélico, fabricado por los grandes industriales americanos, hacían su aparición en los puertos de la URSS. Lo fundamental cuando se desata el conflicto armado no es evitar la aparición de beneficios «extraordinarios», sino procurar a marinos y soldados el mejor equipo y armamento posible. Los enemigos más perniciosos del país en guerra son aquellos torvos demagogos que quisieran hacer prevalecer su envidia sobre el supremo interés colectivo.

A la larga, la guerra es incompatible con el mantenimiento de la economía de mercado. El capitalismo es un sistema del que sólo los pueblos pacíficos pueden gozar. Pero sería un error concluir que en caso de agresión armada conviene sustituir la iniciativa privada por el dirigismo estatal. Jamás a lo largo de la historia logró un país socialista vencer a una nación capitalista. Los alemanes, pese a su tan pregonado «socialismo de guerra», fueron derrotados en ambas contiendas mundiales.

Cuando afirmamos que guerra y capitalismo son dos conceptos antitéticos, no queremos sino proclamar la incompatibilidad que existe entre la civilización y los conflictos bélicos. Y esto porque, cuando los poderes públicos exigen al orden capitalista que produzca ingenios mortíferos, la eficacia del sistema es tal que llega a fabricar máquinas bélicas capaces de destruirlo todo. Capitalismo y guerra resultan incompatibles, precisamente en razón a la sin par capacidad de aquél tanto para beneficiar como para devastar.

La economía de mercado, dirigida y ordenada por el consumidor, produce bienes y servicios que hacen la vida lo más agradable posible. Se cumple el anhelo popular de disfrutar del máximo bienestar alcanzable. Es esto lo que hace más despreciable el capitalismo para los apóstoles de la violencia, para quienes gustan de exaltar al «héroe», al destructor, al homicida, y desdeñan al burgués por su «alma de mercader» (Sombart). Por desgracia, fue esta filosofía la que dio los sangrientos frutos que hoy la humanidad entera cosecha.

3. GUERRA Y AUTARQUÍA

Ningún problema de «economía de guerra» surge cuando un individuo económicamente autosuficiente se enfrenta con otro que no menos se basta a sí mismo. Pero si el sastre declara la guerra al panadero, tendrá aquél en adelante que producir su propio pan y, si no logra hacerlo, se hallará en desfavorable situación antes que el adversario. Pues el panadero puede prescindir del traje nuevo bastante más tiempo que el sastre del pan cotidiano. La guerra, evidentemente, presenta distinto cariz económico para el panadero que para el sastre.

La división del trabajo en la esfera internacional se desarrolló partiendo de la idea de que ya no habría más guerras. Libre comercio y paz mundial, para la escuela de Manchester, eran términos consustanciales e inseparables. Aquellos hombres de empresa que construyeron el comercio de ámbito mundial estaban firmemente convencidos de que la guerra había desaparecido para siempre de la superficie terrestre.

La implantación de este nuevo sistema de división del trabajo en la esfera mundial provocó cambios que pasaron por completo inadvertidos a los estados mayores y a los teóricos del arte de la guerra. El método usual en las escuelas politécnicas militares consiste en examinar con el máximo detalle las batallas y los conflictos pasados, para luego deducir las reglas oportunas. Pero ni el más diligente análisis de las campañas de Turena o de Napoleón permitiría al estudioso estratega actual percatarse de problemas que no podían ni siquiera surgir en épocas en las que, prácticamente, la división internacional del trabajo era inexistente.

Los expertos militares del viejo continente desdeñaron siempre el estudio de la guerra civil americana. Carecía para ellos de valor didáctico una pugna en la que operaban bandas de irregulares mandadas por jefes no profesionales. Civiles como Lincoln interferían una y otra vez en las operaciones preparadas por los militares. Y, sin embargo, la guerra civil americana demostró ya el decisivo papel que en lo sucesivo iba a jugar la división interregional del trabajo en lo que respecta a los conflictos bélicos. Los estados sudistas eran predominantemente agrícolas; carecían de todo potencial industrial propiamente dicho; compraban a Europa la mayor parte de los productos manufacturados que precisaban. Iniciada la guerra, como quiera que las fuerzas navales de la Unión lograron establecer un bloqueo efectivo de los puertos confederados, el Sur pronto comenzó a carecer de todo.

Alemania, en las dos guerras mundiales, tuvo que afrontar idéntica situación; también ella dependía del exterior para su abastecimiento de alimentos y materias primas. No lograron los alemanes forzar el bloqueo británico y ambas guerras se decidieron en las batallas del Atlántico. Alemania fue derrotada porque no consiguió aislar a las Islas Británicas de los mercados mundiales y, menos aún, pudo mantener abiertas sus propias comunicaciones marítimas. He aquí el nuevo problema estratégico que surge al socaire de la división internacional del trabajo. Los belicistas alemanes, percatados de la nueva situación, buscaron toda suerte de soluciones que les permitieran hacer la guerra con posibilidad de victoria, no obstante su desventajosa situación. Creyeron encontrar la panacea en el Ersatz, en el sucedáneo.

El producto sucedáneo, por definición, es siempre de peor calidad o más caro, o las dos cosas a la vez, que el genuino al que pretende sustituir. Cuando se descubre un producto mejor o más barato que los anteriormente usados, esta mercancía representa una innovación, una mejora, pero nunca un sucedáneo. El sucedáneo, tal como el término se emplea en la doctrina económica militar, resulta siempre de inferior calidad o de mayor coste de producción, o ambas cosas a la vez[2].

La Wehnwirtschaftslehre, o doctrina alemana de la economía de guerra, pretende que en asuntos bélicos ni el coste ni la calidad son factores a tener en cuenta. Los negociantes privados, guiados siempre por su afán de lucro, deben ciertamente tener en cuenta el coste y la calidad de sus producciones. Pero el espíritu heroico de una raza superior no debe preocuparse de semejantes espectros de la mente codiciosa. La preparación militar es lo único que le interesa. La nación belicosa por fuerza ha de ser autárquica para no depender del comercio exterior. Por consiguiente, tendrá que fomentar la producción de sucedáneos, prescindiendo de consideraciones crematísticas. Por eso es imprescindible el pleno control estatal de la producción, pues en otro caso el egoísmo de los particulares enervaría los planes del Führer. El jefe supremo, incluso en época de paz, debe hallarse investido de poderes omnímodos para dirigir convenientemente los asuntos económicos.

Ambos teoremas de la doctrina de los sucedáneos son erróneos.

No es cierto, en primer lugar, que la menor calidad e idoneidad de los sucedáneos con respecto al producto original carezca de importancia. Los soldados que combaten con equipos o con armas inferiores son inexorablemente derrotados. Tendrán pérdidas mayores y el éxito no acompañará su acción. La conciencia de la propia debilidad quebranta la moral de las mejores tropas. El Ersatz socava tanto la fuerza espiritual como el poder material de los ejércitos. No menos equivocada es la pretensión de que el coste del sucedáneo, por alto que sea, carezca de importancia. Mayor coste significa que para alcanzar un mismo resultado hay que consumir superior cantidad de trabajo y de factores de producción que el enemigo. Ello equivale a dilapidar los siempre escasos factores de producción, ya sean materias primas, ya sean esfuerzos humanos. En tiempos de paz esta dilapidación se traduce en un descenso del nivel de vida; en caso de guerra, minimiza el suministro del frente. Dados los grandes progresos de la técnica, se puede hoy decir que cualquier cosa puede ser obtenida de cualquier otra. Pero lo que importa es elegir entre la multitud de métodos de producción posibles aquél que rinda más por unidad de inversión. Cualquier desviación de este principio lleva implícito el castigo. Las consecuencias son igualmente desastrosas tanto en la guerra como en la paz.

Un país como los Estados Unidos, que prácticamente no depende del exterior por lo que atañe a su propio suministro de materias primas, puede recurrir en tiempo de guerra a algún sucedáneo, como el caucho sintético. Las desventajas, comparadas con los resultados, resultan mínimas. Alemania, en cambio, se equivocó gravemente al creer que podía triunfar en una guerra mundial a base de gasolina, caucho, textiles, grasas, todo ello sintético. La posición de Alemania en ambas guerras mundiales fue la del sastre que lucha contra quien le suministra el pan diario. Ni siquiera la brutalidad de los nazis consiguió modificar este hecho.

4. LA INUTILIDAD DE LA GUERRA

Se distingue el hombre de los animales en que percibe las ventajas que puede obtener de la cooperación humana bajo el signo de la división del trabajo. Precisamente porque desea colaborar con otros seres humanos, el hombre domina y reprime los naturales instintos agresivos. Cuanto más desee incrementar su bienestar, en mayor grado habrá de procurar que progrese y se desarrolle la cooperación social, lo que implica ir reduciendo paso a paso la actividad bélica. Y si se quiere llegar a implantar la división social del trabajo en el ámbito internacional, no queda más remedio que acabar definitivamente con la guerra. Tal es la esencia de la filosofía manchestariana del laissez faire.

Esta filosofía, evidentemente, es incompatible con la estatolatría. Para ella, el estado, es decir, el aparato social de dominio y coacción, debe limitarse a garantizar el suave funcionamiento de la economía de mercado, defendiéndola de los ataques que individuos o grupos antisociales pudieran desatar. Su función es indispensable y beneficiosa, pero es siempre una función exclusivamente auxiliar. Es un grave error divinizar el poder público atribuyéndole omnipotencia y omnisciencia. Hay cosas que la acción estatal no puede conseguir por mucho que se empeñe. Al gobierno, por ejemplo, le resulta imposible hacer que desaparezca la escasez de los factores de producción disponibles; tampoco puede por sí hacer que la gente sea más próspera y feliz ni incrementar la productividad del trabajo. En cambio, puede reprimir las conductas que impiden actuar a quienes procuran extender e intensificar el bienestar social.

La filosofía liberal de un Bentham o un Bastiat no había todavía conseguido abolir las barreras mercantiles y la interferencia de los poderes públicos en la vida económica cuando las pseudoteologías divinizadoras del estado aparecieron en Occidente. La errónea creencia de que se puede mejorar la suerte de trabajadores y campesinos mediante meras órdenes legislativas obligó a ir paulatinamente cortando los lazos que unían la economía de cada país con la del resto del mundo. Pero el nacionalismo económico, es decir, la obligada secuela del intervencionismo, perjudica los intereses de los pueblos extranjeros, sembrando así la semilla de los futuros conflictos internacionales. El dirigista pretende resolver los problemas que el intervencionismo crea apelando a la guerra. ¿Por qué ha de consentir un estado poderoso que otra potencia más débil le perjudique? ¿No es acaso una insolente osadía que la pequeña Laputania perjudique a los ciudadanos de la gran Ruritania mediante el establecimiento de aranceles, barreras migratorias, control de divisas, contingentes comerciales y expropiación de los capitales ruritanos invertidos en Laputania? ¿Qué hace el ejército ruritano? ¿Por qué no destruye para siempre a su despreciable adversario?

Tal era la ideología que inspiró a los belicistas de Alemania, Italia y Japón. Debemos admitir que eran coherentes desde el punto de vista de las nuevas doctrinas «no ortodoxas». El intervencionismo produce el nacionalismo económico y el nacionalismo económico genera la belicosidad. ¿Por qué no acudir a las fuerzas armadas para que abran aquellas fronteras que el intervencionismo cierra a gentes y mercancías?

Desde que Italia, en 1911, se lanzó sobre Turquía no han cesado los conflictos bélicos. A lo largo de tan dilatado periodo siempre ha habido guerra en alguna parte del globo. Los tratados de paz no han sido más que simples armisticios. Tales interrupciones bélicas, por otra parte, afectaron tan sólo a las grandes potencias. Ha habido pequeños pueblos en guerra permanente. Y es más: no han faltado durante este periodo guerras civiles y revoluciones sin cuento.

¡Cuán lejos nos hallamos hoy de aquellas leyes internacionales elaboradas en la época de las guerras «limitadas»! La guerra moderna es terriblemente cruel; no perdona al tierno infante ni a la mujer gestante; mata y destruye sin mirar a quién. Desconoce los derechos de los neutrales. Se cuentan por millones los muertos, los sometidos a esclavitud, los expulsados de los países donde nacieron y vivieron sus antepasados durante siglos. Nadie es capaz de prever lo que el próximo capítulo de esta inacabable lucha nos traerá.

Pero nada tiene todo esto que ver con la existencia de ingenios nucleares. La raíz del mal no estriba en que existan nuevos y terribles mecanismos de destrucción. Es el espíritu de dominación y conquista lo único que produce todos estos males. La ciencia, seguramente, hallará defensas contra los ataques atómicos. Pero no por ello variará la situación; se habrá simplemente aplazado la desaparición de la civilización, meta a la que inexorablemente conduce el proceso histórico que hoy vivimos.

El mundo occidental es producto de la filosofía del laissez faire. No podrá mantenerse si por doquier sigue imperando incontestada la omnipotencia gubernamental. Las doctrinas hegelianas contribuyeron notablemente al nacimiento de las actuales tendencias deificadoras del estado; sin embargo, podemos excusar a Hegel de muchos de sus errores por haber tenido la agudeza de advertir «la inutilidad de la victoria» (die Ohnmacht des Sieges)[3]. No basta para preservar la paz con derrotar a los agresores. Es inexcusable además destruir las ideologías que fatalmente llevan a las conflagraciones bélicas.