CAPÍTULO XXXIII

SINDICALISMO Y CORPORATIVISMO

1. SINDICALISMO

El término sindicalismo tiene dos significados totalmente distintos.

Para los seguidores de Georges Sorel, el sindicalismo no es sino un conjunto de tácticas revolucionarias con las que se pretende implantar el socialismo. Los sindicatos no deben malgastar sus fuerzas intentando, dentro del orden capitalista, mejorar la suerte de los asalariados. Deben, por el contrario, apelar a la action directe, a la violencia sin escrúpulos, hasta conseguir la destrucción completa del sistema. No deben abandonar la lucha —dando al vocablo su sentido más agresivo— mientras el socialismo no haya sido definitivamente instaurado. No debe el proletariado dejarse engañar por los grandilocuentes conceptos de libertad, democracia, parlamentarismo, tan gratos a los ricos. La lucha de clases, la revolución sangrienta y la despiadada liquidación de toda la burguesía son los únicos medios que pueden procurar a las masas obreras el triunfo definitivo.

Esta doctrina ha desempeñado, y todavía hoy desempeña, un papel preponderante en la actividad política. Su influencia sobre el bolchevismo ruso, el fascismo italiano y el nazismo alemán fue extraordinaria. Pero carece de interés para el estudio cataláctico, pues sólo persigue objetivos políticos.

La palabra sindicalismo tiene una segunda acepción. En este sentido, por sindicalismo se entiende un determinado sistema económico. Mientras el socialismo aspira a transferir la propiedad de los medios de producción de los individuos al estado, el sindicalismo que nos ocupa postula la entrega de las industrias y de la organización productiva en general a sus trabajadores. Slogans tales como «los ferrocarriles para los ferroviarios» o «las minas para los mineros» reflejan de forma inequívoca las aspiraciones de esta idea.

Tanto el socialismo como el sindicalismo de la action directe son doctrinas elaboradas por pensadores que todo marxista consecuente calificaría de burgueses. En cambio, el sindicalismo como sistema de organización social sería un genuino producto de la «mentalidad proletaria». Cualquier empleado subalterno de escasas luces, seguramente, considerará el sistema como el medio más expeditivo y perfecto para mejorar la situación de la clase trabajadora. ¡Eliminad a los parásitos ociosos, es decir, a los empresarios y a los capitalistas, y entregad sus «no ganadas» rentas a quienes de verdad trabajan! La cosa no puede ser más sencilla.

Si mereciera la pena dedicar a este sindicalismo un estudio a fondo, no sería éste el lugar adecuado, pues el objeto de nuestro análisis es ahora el intervencionismo. El sindicalismo aludido no es socialismo ni capitalismo ni intervencionismo; es un sistema peculiar, distinto de los tres mencionados. Estas propuestas sindicalistas no pueden tomarse en serio; ni nadie jamás lo ha hecho. No ha habido mente tan ingenua y confusa que haya defendido abiertamente el sindicalismo como sistema social. El sindicalismo ha desempeñado un papel en la discusión de las propuestas económicas sólo en la medida en que ciertos programas contenían inconscientemente ideas sindicalistas. Actualmente se observan influencias sindicalistas en múltiples medidas implantadas por el intervencionismo estatal y obrero. Con el socialismo gremial y el corporativismo, por otra parte, se ha querido evitar la omnipotencia gubernamental típica del socialismo y del intervencionismo, echando agua al vino de estos últimos idearios y añadiéndoles ciertos ingredientes de tipo sindical.

2. LOS ERRORES DEL SINDICALISMO

La dialéctica sindicalista parte de la idea fundamental de que, en un régimen de mercado, empresarios y capitalistas, como auténticos señores feudales, conducen los negocios según mejor les place bajo el signo de la arbitrariedad. Semejante tiranía, evidentemente, no puede ser tolerada. El movimiento liberal, que implantó la democracia y acabó con el despotismo de reyes y nobles, debe completar su obra y poner fin a la omnipotencia empresarial y capitalista, instaurando la «democracia industrial». Sólo esta revolución económica, dando cima a la tarea iniciada por la revolución política, liberará definitivamente a las masas populares.

El error básico de este razonamiento es evidente. Porque, bajo un régimen de mercado, empresarios y capitalistas en modo alguno son autócratas que a nadie rindan cuentas. Se hallan incondicionalmente sometidos a la soberanía del consumidor. El mercado es una auténtica democracia de consumidores, democracia ésta que el sindicalismo desearía sustituir por una democracia de productores. Pretensión desacertada, evidentemente, siendo así que el único fin y objetivo de la producción es el consumo.

Aquellos aspectos de la economía de mercado que más repugnan al sindicalismo y que él considera consecuencia inevitable del brutal y despiadado actuar de unos déspotas movidos por incontenible afán de lucro se deben precisamente a la indiscutida supremacía que bajo el capitalismo tiene el consumidor. La competencia típica de todo mercado inadulterado fuerza al empresario a introducir constantes mejoras técnicas en los métodos de producción, transformaciones éstas que posiblemente perjudiquen a ciertos trabajadores. El patrono no puede pagar al obrero más de lo que el consumidor está dispuesto a abonar por la específica contribución del trabajador. Aquél no hace más que ser fiel mandatario de los consumidores cuando, sobre la base de que un recién nacido en nada contribuye a la producción, deniega el aumento de sueldo solicitado por el asalariado cuya esposa acaba de dar a luz un hijo. Porque los consumidores, ellos, desde luego, no están dispuestos a pagar más caro un producto por la circunstancia de que la familia del obrero haya aumentado. La ingenuidad del sindicalista queda al descubierto al comprobar que jamás está dispuesto a otorgar a quienes producen los bienes que él consume aquellos privilegios que para sí tan vehemente reclama.

Los títulos de propiedad de las empresas, con arreglo a los postulados sindicales, serán confiscados a los «propietarios ausentistas» y equitativamente distribuidos entre los empleados de la correspondiente explotación; no se pagará en adelante ni el principal ni los intereses de los capitales obtenidos a crédito. Transformados los asalariados en accionistas, una junta elegida por los propios obreros asumirá la gerencia. Es de notar que, por tales cauces, no se igualará a los trabajadores ni en el ámbito nacional ni en la esfera mundial. En ese supuesto reparto, los asalariados de aquellas empresas en que sea mayor la cuota de capital invertido por obrero saldrán evidentemente beneficiados.

Es significativo que el sindicalista, en estas materias, hable mucho de la función de gerentes y directores, pero jamás haga alusión alguna a la típica actividad empresarial. El empleado sin preparación piensa que, para gobernar un negocio, basta con desempeñar celosamente aquellas tareas secundarias que el empresario confía a directores y gerentes. Supone que las plantas y explotaciones hoy existentes vienen a ser instituciones permanentes que nunca ya han de variar ni desaparecer. Tácitamente destierra de nuestro mundo la mutación y el cambio. La producción, para él, es inmodificable. No advierte, por lo visto, que el universo económico se halla en permanente evolución, que la actividad productora ha de ser continuamente reajustada para resolver los nuevos problemas que surgen a diario. Su filosofía es esencialmente estática. No piensa ni en la aparición de industrias hoy desconocidas ni en el descubrimiento de nuevas mercancías ni en la transformación y mejora de los métodos de fabricación de todo aquello que hoy producimos. Ignora por completo los problemas empresariales típicos; a saber, hallar los capitales que el montaje de las nuevas industrias y la ampliación y modernización de las existentes exige, restringir o incluso suprimir aquellas instalaciones que producen bienes cuya demanda previsiblemente va a decaer o desaparecer, o aplicar los progresos técnicos del caso. Podemos afirmar, sin temor a ser injustos, que el sindicalismo es una filosofía económica propia de gentes de cortos alcances, de mentes fosilizadas, temerosas de toda innovación, de seres esencialmente envidiosos, que, como aquellos pacientes que dicen pestes del médico que les cura, no saben sino abominar de quienes continuamente están poniendo a su alcance productos nuevos, mejores y más baratos.

3. ELEMENTOS SINDICALISTAS EN LAS POLÍTICAS POPULARES

La impronta sindicalista se observa en numerosas medidas preconizadas por la política económica hoy imperante. Tales medidas, en la práctica, no vienen sino a favorecer a determinadas minorías, con daño manifiesto para la inmensa mayoría de la población; restringen invariablemente tanto la riqueza como los ingresos de las masas trabajadoras.

Son muchos los sindicatos, por ejemplo, que aspiran a limitar el acceso de nuevos trabajadores a la profesión por ellos dominada. Las organizaciones sindicales tipográficas, concretamente, impiden la entrada de nuevo personal a talleres e imprentas, pese a que a la gente le agradaría disfrutar de más libros, revistas y periódicos a menores precios, lo que conseguirían bajo un régimen de mercado libre. Tal actitud provoca, como es natural, un incremento de las remuneraciones laborales de los obreros sindicados. Pero al mismo tiempo origina una disminución de los ingresos de aquellos trabajadores que no logran trabajo tipográfico y un alza general del precio de las publicaciones. Los mismos efectos causan los sindicatos cuando impiden la aplicación de adelantos técnicos o cuando recurren a la artificiosa creación de innecesarios puestos de trabajo, es decir, a lo que en la terminología americana se denomina feather bedding.

El sindicalismo radical propugna la supresión del pago de dividendos e intereses a accionistas y acreedores. Los intervencionistas, siempre deseosos de hallar terceras soluciones para apaciguar aquel extremismo, recomiendan la denominada participación del personal en los beneficios. He aquí una fórmula que ha adquirido gran predicamento. No es el caso de ocuparnos aquí de exponer de nuevo las falacias económicas en que la idea se basa. Baste denunciar los absurdos a que conduce.

Es posible que en pequeños talleres o en empresas con un cuerpo de obreros altamente especializado resulte a veces aconsejable conceder gratificaciones extraordinarias al personal cuando el negocio prospera. Ahora bien, lo que en determinadas ocasiones y en ciertas agrupaciones puede convenir no tiene por qué resultar siempre favorable para toda la organización productiva. No hay razón alguna por la que un soldador, por ejemplo, que trabaja con cierto patrón que está obteniendo grandes beneficios, haya de ganar más que otro compañero que realiza idéntica tarea, pero que sirve a un empresario que gana menos o que incluso soporta pérdidas. Si se aplicara con rigor y pureza este mecanismo retributivo, serían los propios trabajadores quienes en primer lugar se alzarían contra el mismo. La pervivencia del sistema, desde luego, no sería larga.

Una caricatura de la participación en beneficios es la reciente pretensión del sindicalismo americano de fijar las retribuciones laborales con arreglo a la «capacidad de pago» (ability to pay) del empresario. Mientras la participación en beneficios supone entregar a los asalariados unas ganancias efectivamente conseguidas, el nuevo sistema implica distribuir por adelantado futuros beneficios que un tercero supone que un día se obtendrán. La administración Truman, tras aceptar la nueva tesis sindical, vino a complicar aún más el planteamiento anunciando que iba a nombrar una comisión con poderes para examinar los libros de los comerciantes, investigar los «verdaderos hechos» y determinar así quiénes alcanzaban ganancias suficientes como para soportar una subida de salarios. La información que brindan, sin embargo, los estados contables se refiere exclusivamente a los costes y resultados del ayer, a pasados beneficios o pérdidas. Cuando se estiman producciones, ventas, costes, pérdidas y ganancias del mañana, en ningún caso se manejan hechos sino puras previsiones de carácter especulativo. Las ganancias futuras jamás son hechos[1].

Es totalmente impracticable el ideal sindicalista según el cual todos los beneficios de la empresa deben distribuirse entre los trabajadores, sin dejar nada para el interés del capital invertido y la acción del empresario. Si se desea abolir las llamadas «rentas no ganadas», será preciso instaurar el socialismo.

4. SOCIALISMO GREMIAL Y CORPORATIVISMO

La idea de un socialismo gremial y del corporativismo proceden de una doble línea de pensamiento.

Por un lado, los apologistas de las instituciones medievales ponderaron siempre las excelencias del gremio como ente productivo. Para suprimir los supuestos males de la economía de mercado bastará reimplantar los antiguos sistemas de producción acreditados por dilatada experiencia. Pero todas estas propuestas permanecieron estériles. Nadie se atrevía seriamente a trazar planes para reestructurar el mundo moderno de acuerdo con los principios del Medioevo. A lo más que se llegaba era a proclamar la supuesta superioridad de las antiguas asambleas cuasi-representativas —como los états généraux franceses y las Ständische Landtage alemanas— frente a las modernas asambleas parlamentarias. Y, aun con respecto a estos temas constitucionales, sólo vagas y confusas ideas se aportaban.

Las peculiares circunstancias políticas del Reino Unido en cierto momento histórico fueron la segunda fuente de inspiración del socialismo gremial. Cuando el conflicto con Alemania se agravó y finalmente condujo a la guerra en 1914, los jóvenes socialistas británicos comenzaron a no sentirse a gusto con su programa. La idolatría estatal de los fabianos y la admiración de éstos por las instituciones prusianas encerraban un innegable contrasentido cuando su país luchaba sin cuartel contra toda la administración germana. ¿Tenía sentido combatir a un país cuyo sistema los intelectuales ingleses más progresistas no ansiaban sino ver implantado? ¿Cómo ensalzar la libertad británica frente a la opresión teutona y, al propio tiempo, propugnar la adopción precisamente de los métodos ideados por Bismarck y sus continuadores? Tal situación provocó en los teóricos del socialismo inglés un afán obsesivo por encontrar un nuevo socialismo, específicamente británico, tan diferente como fuera posible del germano. Pretendían instaurar un original orden socialista que evitara la aparición del omnipotente estado totalitario; algo así como una variedad individualista del colectivismo.

Era como querer cuadrar el círculo. En su inopia intelectual, los jóvenes oxfordienses no tuvieron más remedio que agarrarse, como a tabla de salvación, a las ya casi olvidadas ideas de los apologistas de las instituciones medievales, bautizando su sistema con el nombre de «socialismo gremial» (gild socialism). Quisieron ilustrar el ideario con los atributos más estimados por el pueblo inglés. Cada gremio tendría plena autonomía con respecto a los poderes centrales. Las siempre poderosas Trade Unions gozarían bajo el nuevo régimen de aún mayor prepotencia. Todo valía si servía para ennoblecer la idea y para hacerla atractiva a las masas.

Pero los más sagaces, cualquiera que fuera su modo de pensar, no se dejaban engañar por tan cautivadora apariencia ni por la alborotada propaganda empleada. El plan era contradictorio y evidentemente impracticable. A los pocos años ya nadie creía en el sistema, que quedó relegado al olvido en su país de origen.

Pero la idea resurgiría de sus cenizas en otra parte del globo. Los fascistas italianos, que acababan de alcanzar el poder, sentían apremiante necesidad de construir un ordenamiento económico auténticamente suyo. Habiéndose separado de la Internacional Socialista, tenían prohibido acudir al programa marxista. No podían tampoco ellos, los preclaros descendientes de las invencibles legiones romanas, hacer concesiones ni al capitalismo democrático ni al intervencionismo prusiano, espurias ideologías de pueblos bárbaros que no habían sabido sino destruir el más glorioso de los imperios. Precisaban, pues, los fascistas de una nueva filosofía social, pura y exclusivamente italiana. No vale la pena discutir si se percataban o no de que ese original evangelio económico que querían escribir no era sino mera reedición del ya descartado socialismo gremial británico. En realidad, el stato corporativo no fue sino un plagio, con distinta terminología, del ideario inglés. Las diferencias entre ambos sistemas no fueron nunca más que de detalle.

La aparatosa propaganda fascista difundió el corporativismo por doquier. No faltaron escritores extranjeros que se apresuraron a elogiar las virtudes del «nuevo» sistema. En Austria y en Portugal llegaron al poder gobernantes que se consideraban corporativistas. La encíclica Quadragesimo anno (1931) contenía pasajes que podían ser interpretados —aunque no necesariamente— en sentido favorable al pensamiento corporativista. De hecho, esta interpretación fue defendida por escritores católicos en publicaciones amparadas por el imprimátur eclesiástico.

Pero la verdad es que ni la Italia fascista ni tampoco los gobiernos de Austria y Portugal pretendieron jamás seriamente implantar la utopía corporativista. Los fascistas se limitaron a agregar el adjetivo «corporativo» a una serie de instituciones y, en este sentido, transformaron en cátedra de economia politica e corporativa la clásica disciplina universitaria. Pero en ningún momento llegaron a establecer el reiteradamente prometido, pero nunca alcanzado, autogobierno de las distintas ramas industriales y profesionales, con lo que desatendieron la norma suprema del corporativismo. El gobierno fascista comenzó aplicando las mismas medidas que hoy patrocinan todos los países intervencionistas que aún no han caído de lleno en la órbita del marxismo. Después, poco a poco, derivó hacia el socialismo de tipo germano, es decir, el pleno control estatal de toda la actividad económica.

La idea básica tanto del socialismo gremial como del corporativismo supone que cada rama industrial forma una monolítica unidad denominada gremio o corporazione[2]. Cada una de estas entidades, teóricamente, goza de plena autonomía; puede resolver sus propios asuntos sin intervención de terceros. Las cuestiones que afecten a varias industrias han de ser solventadas por las corporaciones interesadas; si no se llega a un arreglo, el asunto pasa a conocimiento de una asamblea general formada por delegados de todas las corporaciones. El gobierno, normalmente, no debe intervenir. Sólo en casos excepcionales, para dirimir conflictos insolubles, entra en juego el poder central[3].

Los socialistas gremiales no hacen sino plagiar el régimen municipal inglés, pretendiendo trasladar a la esfera industrial el sistema que regula las relaciones entre las autoridades locales y el gobierno central en Gran Bretaña. Cada sector industrial, como los municipios británicos, se autogobierna; se pretende instaurar, en palabras de los Webb, «el derecho de autodeterminación para cada profesión»[4]. El gremio decide autónomamente sus asuntos propios; el estado, al igual que acontece en materia municipal en Gran Bretaña, interviene sólo cuando está en juego el interés general.

Pero lo cierto es que, bajo un sistema de cooperación social basado en la división del trabajo, no hay ningún problema que interese sólo a una determinada explotación, empresa o rama industrial; todas las cuestiones económicas afectan a la colectividad en su conjunto. No hay temas privativos de este o aquel gremio o corporazione; cualquier resolución de índole económica repercute sobre la totalidad social. Las industrias jamás operan en beneficio exclusivo de quienes en ellas trabajan, sino que están al servicio de la comunidad. La colectividad toda se perjudica cuando cualquier sector industrial actúa ineficazmente, cuando en el mismo se invierten torpemente los siempre escasos factores de producción, cuando no se aplican los necesarios adelantos o mejoras técnicas. No puede, por tanto, dejarse al gremio que, por sí y ante sí, decida los métodos productivos a emplear, la cantidad y calidad de las fabricaciones, la cuantía de los salarios, la duración de la jornada laboral y mil otras cuestiones que afectan por igual a quienes integran el gremio que a quienes no forman parte del mismo. En la economía de mercado, el empresario resuelve tales extremos de acuerdo con el mandato imperativo de los consumidores, quienes en ningún caso dejan de exigirle las más estrechas cuentas. El empresario que, voluntaria o involuntariamente, desatiende los deseos de su principal, el consumidor, sufre pérdidas y pronto es apartado de toda función rectora. Los gremios, en cambio, soberanos monopolistas, nada tienen que temer de la competencia. Pueden ordenar su respectivo sector industrial como a cada uno mejor le plazca. Tales entes, al tenerlo todo permitido, de servidores se transforman en dueños y señores de los consumidores. Cualquier medida beneficiosa para sus asociados pueden adoptarla, por dañosa que resulte para el común de las gentes.

Carece de importancia si el gremio es gobernado por obreros exclusivamente o si en el mismo, en grado mayor o menor, intervienen también capitalistas y ex empresarios. Tampoco importa si en los órganos directivos están o no representados los consumidores. Porque lo único que importa es que ninguna fuerza, dada la autonomía del gremio, puede presionar obligándole a actuar del modo en que mejor queden atendidos los deseos del consumidor. Ni los socialistas gremiales ni los corporativistas advierten que toda la producción está en función, única y exclusivamente, de las necesidades del consumo. Bajo tales regímenes todo se trastroca. La producción se convierte en fin de sí misma.

El New Deal americano, a través de la National Recovery Administration, sabía bien lo que pretendía alcanzar; ni el gobierno ni su célebre «trust de cerebros» ocultaban que pretendían regular la actividad económica; en otras palabras, implantar un sistema socialista. Los partidarios de los gremios y las corporaciones son, en cambio, más cándidos y patentizan bien claramente su escasa capacidad intelectual cuando suponen que sobre la base de tales entes se puede organizar un sistema viable de cooperación social.

Sería sumamente fácil para los gremios ordenar los asuntos pretendidamente internos de modo que privilegiaran a sus componentes. Cualquier acuerdo que supusiera incrementar los salarios, acortar la jornada laboral, oponerse a adelantos técnicos que de algún modo perjudicaran a quienes trabajan en la industria contaría sin duda con su cálido apoyo. Ahora bien, ¿qué sucedería si todos los sectores industriales procedieran de la misma forma?

En cuanto se pretende implantar una organización gremial o corporativa, desaparece el mercado. Se esfuman los precios, en el sentido cataláctico del concepto. No hay ya precios, ni de competencia, ni de monopolio. En tal situación, los gremios que controlaran los artículos de primera necesidad quedarían investidos de poder omnímodo. Quienes gobernaran la producción de alimentos, los transportes, las fuentes de energía, estarían en situación de imponer la más rigurosa servidumbre al resto de la población. ¿Puede alguien pensar que la mayoría soportaría pacientemente semejante abuso? Pocos negarán que la implantación de la utopía corporativa habría de desatar necesariamente sangrientos conflictos tan pronto como las asociaciones gremiales que disfrutaran del control de las industrias básicas vitales pretendieran beneficiar a sus componentes a costa del resto de la gente, salvo, naturalmente, que el poder público interviniera con la fuerza armada. Pero entonces la interferencia estatal, que para el corporativista debería ser sólo una medida excepcional, se convertiría en práctica corriente. Es más, significaría la destrucción misma del sistema, ya que toda la vida económica pasaría a ser regida por el estado. Quedaría entonces entronizado un socialismo de tipo germano, la Zwangswirtschaft, precisamente lo que se quería evitar.

No es necesario abundar en otros decisivos vicios del socialismo gremial. Adolece de todos los inconvenientes del sindicalismo. Pasa por alto los problemas relativos al traslado de capital y de mano de obra de unas producciones a otras. Ignora todo lo referente a la creación de nuevas industrias. Se desentiende del ahorro y de la acumulación de capital. No es, en definitiva, sino un amasijo de disparates.