CAPÍTULO XXXII

CONFISCACIÓN Y REDISTRIBUCIÓN

1. LA FILOSOFÍA DE LA CONFISCACIÓN

Supone el dirigista que las medidas atentatorias contra el derecho de propiedad para nada influyen sobre el volumen total de la producción. De ahí que tan cándidamente se lance a todo género de actividades expoliadoras. La producción es para él una suma dada, sin relación alguna con el orden social existente. Considera que la misión del gobierno es la distribución «equitativa» de esta renta nacional entre los distintos miembros de la comunidad.

Intervencionistas y socialistas pretenden que los bienes económicos se generan a través de un proceso social de producción. Llegado éste a su término y recolectados sus frutos, se pone en marcha un segundo proceso que distribuye entre los miembros de la comunidad los bienes acumulados. Rasgo característico del capitalismo, dicen, es que las respectivas cuotas asignadas en este reparto a cada individuo son desiguales. Hay quienes —empresarios, capitalistas y terratenientes— se apropian más de lo debido. El resto de la gente, por lo tanto, ve su participación injustamente cercenada. El gobierno debe, pues, expropiar ese exceso retirado por los privilegiados para redistribuirlo entre los restantes ciudadanos.

Pero esa supuesta dualidad de procesos —uno de producción y otro de distribución— en la economía de mercado no se da. El mecanismo es único. Los bienes no son primero producidos y luego distribuidos. Es a todas luces falsa la imaginada apropiación de unas riquezas sin dueño. Todos los bienes, desde un principio, son siempre propiedad de alguien. Si se quiere redistribuirlos es preciso proceder previamente a su confiscación. El aparato coactivo del estado puede, desde luego, lanzarse a todo género de expoliaciones y expropiaciones. Pero ello no prueba que un duradero y fecundo sistema de colaboración social pueda fundarse sobre esta base.

Cuando los piratas vikingos, después de asolar una comunidad de autárquicos campesinos, reembarcaban en sus naves, las víctimas supervivientes reanudaban el trabajo, cultivaban la tierra y procedían a la reconstrucción de lo damnificado. Si los corsarios volvían al cabo de unos años, encontraban nuevas riquezas que expoliar. Pero la organización capitalista no resiste reiteradas depredaciones. La acumulación de capital y la inversión productiva presuponen que tales ataques no se prodigarán. En ausencia de tal esperanza, la gente preferirá consumir su capital a reservarlo para quienes han de expropiárselo. De ahí la íntima contradicción de aquellos planes que aspiran a combinar la propiedad privada con la reiterada expoliación de la riqueza individual.

2. LA REFORMA AGRARIA

Los antiguos reformadores sociales propugnaban el establecimiento de comunidades de campesinos autosuficientes. Las parcelas a distribuir serían todas iguales entre sí. Eran utopías que excluían la división del trabajo y la especialización en las artes industriales. Es un evidente error calificar este sistema de «socialismo agrario». No es en verdad otra cosa que una mera yuxtaposición de una serie de economías familiares autárquicas.

La tierra, en el marco de la economía de mercado, es un factor material de producción como cualquier otro. Todo plan tendente a redistribuir la tierra, con un sentido más o menos igualitario, entre la población campesina significa privilegiar a productores ineficientes, con daño para la inmensa mayoría de los consumidores. El proceso del mercado elimina de la función productora a aquellos campesinos cuyos costes son superiores a los marginales que el consumidor está dispuesto a pagar. El mercado determina la extensión de las explotaciones agrícolas y los métodos de producción a aplicar. Si el gobierno interfiere y altera la organización agraria, provoca indefectiblemente un alza en el precio medio de los productos del campo. Supongamos que, en competencia libre, m agricultores —cultivando cada uno de ellos mil acres— producen todos aquellos productos que el mercado consumidor está dispuesto a adquirir; pues bien, si el poder público interviene redistribuyendo la tierra entre cinco veces m agricultores a razón de doscientos acres por persona, es el consumidor quien soporta el aumento de costes. De nada sirve apelar al derecho natural ni a otros conceptos de índole metafísica para justificar las reformas agrarias. La única realidad es que tales medidas elevan el precio de los productos del campo y, además, entorpecen la producción no agraria. Cuanto mayor volumen de mano de obra requiera la producción de una unidad agrícola, mayor número de personas habrá de emplearse en la agricultura y, consecuentemente, menos tendrá a su disposición la industria manufacturera. La producción total disminuye y determinado grupo se beneficia a costa de la mayoría.

3. LA FISCALIDAD CONFISCATORIA

El arma principal con que actualmente cuenta el intervencionismo en su afán confiscatorio es el impuesto. No importa si el objetivo que se persigue con el impuesto sobre la renta es un pretendido motivo social de igualación de la riqueza de los ciudadanos o si, por el contrario, lo que se persigue es conseguir mayores ingresos para el erario público. Lo único que importa son las consecuencias.

El hombre medio aborda estos problemas con envidia mal disimulada, preguntándose por qué ha de haber alguien más rico que él. El intelectual, en cambio, prefiere encubrir su resentimiento tras disquisiciones filosóficas, arguyendo que quien tiene diez millones no será mucho más feliz con un aumento de otros noventa. Inversamente, añade, quien posee cien millones, si pierde noventa, no por ello dejará de ser tan feliz como antes. El mismo razonamiento pretende aplicarlo al caso de las rentas personales más elevadas.

Enjuiciar de esta suerte equivale a hacerlo desde un punto de vista individualista. El criterio son los supuestos sentimientos de los individuos. Ahora bien, los problemas económicos son siempre de carácter social; lo que interesa es saber las repercusiones que las disposiciones provocarán sobre la generalidad de la gente. No se trata de ponderar la desgracia o la felicidad de ningún Creso ni sus méritos o vicios personales; lo que interesa es el cuerpo social y la productividad del esfuerzo humano.

Pues bien, cuando la ley, por ejemplo, hace prohibitivo el acumular más de diez millones o ganar más de un millón al año, aparta en determinado momento del proceso productivo precisamente a aquellos individuos que mejor están atendiendo los deseos de los consumidores. Si una disposición de este tipo se hubiera dictado en los Estados Unidos hace cincuenta años, muchos de los que hoy son multimillonarios vivirían en condiciones bastante más modestas. Pero todas aquellas nuevas ramas de la industria que proporcionan a las masas bienes y servicios nunca antes soñados no se habrían podido crear con las dimensiones que les permiten hacer que sus productos lleguen al hombre medio. Perjudica a los consumidores impedir que los empresarios más eficientes amplíen el ámbito de sus actividades de acuerdo con los deseos que la gente manifiesta al adquirir los productos que se les ofrecen. Se plantea de nuevo el dilema: ¿A quién debe corresponder la suprema decisión, a los consumidores o al jerarca? En un mercado sin trabas, el consumidor, comprando o absteniéndose de comprar, determina en definitiva los ingresos y la fortuna de cada uno. ¿Es prudente investir a quienes detentan el poder con la facultad de alterar la voluntad de los consumidores?

Los incorregibles adoradores del estado arguyen que no es la codicia de riquezas lo que impulsa al gran hombre de negocios a actuar, sino su ansia de poder. Un determinado «rey de la producción» no restringiría sus actividades, aseguran, aun cuando tuviera que entregar al recaudador de impuestos una gran parte de sus extraordinarios ingresos. Las consideraciones puramente monetarias no debilitarían su ambición. Admitamos, a efectos dialécticos, que tal interpretación psicológica sea correcta. Ahora bien, ¿en qué se asienta el poder del capitalista si no es sobre su riqueza? ¿Cómo se habrían hallado un Rockefeller o un Ford en condiciones de adquirir «poder» si se les hubiera impedido la acumulación de capital? Ciertamente que pisan terreno más firme aquellos fanáticos del estado que procuran impedir la acumulación de riqueza precisamente porque confiere al hombre un indudable poder económico[1].

Los impuestos ciertamente son necesarios. Ahora bien, la política fiscal discriminatoria —aceptada universalmente hoy bajo el equívoco nombre de tributación progresiva sobre las rentas y las sucesiones— dista mucho de ser un verdadero sistema impositivo. Más bien se trata de una disfrazada expropiación de los empresarios y capitalistas más capaces. Es incompatible con el mantenimiento de la economía de mercado, digan lo que quieran los turiferarios del poder. En la práctica sólo sirve para abrir las puertas al socialismo. Si se analiza la evolución de los tipos impositivos sobre la renta en América, no es difícil profetizar que un día no demasiado lejano cualquier ingreso que rebase el sueldo del individuo medio será absorbido por el impuesto.

Nada tiene que ver la economía con las espurias doctrinas metafísicas aducidas en favor de la política fiscal progresiva; interesan tan sólo a nuestra ciencia las repercusiones de la misma sobre el mercado. Los políticos y los escritores intervencionistas enjuician estos problemas con arreglo a lo que ellos entienden que es «socialmente deseable». Desde su punto de vista, «el objetivo de la imposición fiscal no consiste ya en recaudar», puesto que los poderes públicos «pueden procurarse cuanto dinero precisen con sólo imprimirlo». La verdadera finalidad de la imposición fiscal es dejar «menos dinero en manos del contribuyente»[2].

Pero los economistas enfocan el problema desde otro ángulo. Formulan, en primer lugar, este interrogante: ¿Qué repercusión provoca la política fiscal confiscatoria sobre la acumulación de capital? La mayor parte de los elevados ingresos que las cargas impositivas cercenan se habrían dedicado a la formación de capital adicional. En cambio, si el gobierno aplica lo recaudado a atender sus gastos, la acumulación de nuevos capitales disminuye. Ocurre lo propio —aun cuando en mayor grado— con los impuestos que gravan las transmisiones mortis causa. El heredero se ve obligado a enajenar una parte considerable del patrimonio del causante. No se destruye, claro está el capital; cambia únicamente de dueño. Pero las cantidades que los testadores ahorraron primero e invirtieron después en la compra de esos mismos bienes enajenados por los herederos habrían incrementado el capital existente. Se frena la acumulación de nuevos capitales. El progreso técnico se paraliza; la cuota de capital invertido por obrero en activo disminuye; el incremento de la productividad se detiene y se impide la elevación real de los salarios. Es, pues, evidente que la tan difundida creencia de que la política fiscal confiscatoria sólo daña al rico —o sea, a la víctima inmediata— es falsa.

En cuanto el capitalista sospecha que el conjunto de los impuestos y la contribución sobre la renta van a absorber el ciento por ciento de sus ingresos, opta por consumir el capital acumulado, evitando que continúe al alcance del fisco.

El sistema impositivo confiscatorio obstaculiza el progreso económico y la mejora de la vida de los pueblos no sólo al dificultar la acumulación de nuevos capitales. Provoca además una amplia tendencia hacia el inmovilismo, favoreciendo el desarrollo de hábitos mercantiles que inexorablemente desaparecen en el marco competitivo propio de la economía de mercado libre.

La esencial característica del mercado consiste en que no respeta los intereses creados, presionando, en cambio, a empresarios y capitalistas para que ajusten de modo incesante su conducta a la siempre cambiante estructura social. En todo momento han de mantenerse en forma. Mientras permanezcan en la palestra mercantil, jamás podrán disfrutar pacífica y cómodamente de la riqueza ganada o de los bienes que sus antepasados les legaron, ni tampoco adormecerse en brazos de la rutina. Tan pronto como olvidan que han de servir a los consumidores de la mejor manera posible, se tambalea su privilegiada posición y de nuevo son relegados a las filas de los hombres comunes. Las riquezas que acumularon y la correspondiente función rectora se ven constantemente amenazadas por las acometidas de los recién llegados.

Cualquiera que posea el suficiente ingenio puede iniciar nuevas empresas. Quizá sea pobre, tal vez sus recursos resulten escasos e incluso es posible que los haya recibido en préstamo. Pero si satisface mejor y más barato que los demás las apetencias de los consumidores, triunfará y obtendrá «extraordinarios» beneficios. Reinvirtiendo la mayor parte de tales ganancias verá rápidamente prosperar sus empresas. Es el actuar de esos emprendedores parvenus lo que imprime a la economía de mercado su «dinamismo». Estos nouveaux riches son quienes impulsan el progreso económico. Bajo la amenaza de tan implacable competencia, las antiguas y poderosas empresas se ven en el trance de servir a la gente sin titubeos y del mejor modo posible o de abandonar el campo, cesando en sus actividades.

Pero hoy ocurre que las cargas fiscales absorben la mayor parte de los «extraordinarios» beneficios obtenidos por el nuevo empresario. La presión tributaria le impide acumular capital y desarrollar convenientemente sus negocios; jamás podrá convertirse en un gran comerciante o industrial y luchar entonces denodadamente contra la rutina y los viejos hábitos. Los antiguos empresarios no tienen por qué temer la posible competencia; la mecánica fiscal les cubre con su manto protector. Pueden así abandonarse a la rutina, fosilizarse en su conservadurismo, desafiar impunemente los deseos de los consumidores. Cierto que la presión tributaria les impide también a ellos acumular nuevos capitales. Pero lo importante para los hombres de negocios ya situados es que se impida al peligroso recién llegado disponer de mayores recursos. En realidad, el mecanismo tributario los sitúa en posición privilegiada. La imposición progresiva obstaculiza, así, el progreso económico, fomentando la rigidez y el inmovilismo. En tanto que bajo un orden capitalista inadulterado las riquezas obligan a quien las posee a servir a los consumidores, los modernos métodos fiscales convierten la propiedad en un privilegio.

El intervencionista se lamenta de la burocratización y estancamiento cada día mayor de las grandes empresas y del hecho cierto de no hallarse los nuevos hombres de negocios en condiciones de amenazar, como antaño, las ventajas de que gozan las tradicionales familias ricas. Sin embargo, si existe un mínimo de sinceridad en tales protestas, no hacen más que lamentar las consecuencias provocadas por el ideario hoy prevalente.

El afán de lucro es el motor que impulsa a la economía de mercado. Cuanto mayor es la ganancia, mejor están siendo atendidas las necesidades de los consumidores. Ello es así en razón a que sólo obtienen beneficios aquéllos que logran eliminar los obstáculos interpuestos entre los deseos del consumidor y la precedente situación de la actividad productora. Quien mejor sirve a la gente obtiene mayores beneficios. Siempre que los poderes públicos intervienen para reducir los beneficios no hacen otra cosa que sabotear la economía de mercado.

Tributación confiscatoria y riesgo empresarial

Una falacia popular considera que la ganancia del empresario es la recompensa por el riesgo que asume. Equipárase al empresario con el jugador, quien, tras ponderar las probabilidades favorables o adversas de la jugada, se decide por una determinada apuesta. Tal falacia sobre todo aflora en relación con las operaciones de bolsa, por muchos asimiladas a los lances de azar. Cuantos quedan bajo el hechizo de tan extendido error estiman que el daño que causa la fiscalidad confiscatoria a la estructura económica estriba en que, dentro de aquel imaginario juego, reduce las probabilidades de obtener premios. La carga fiscal viene a disminuir las ventajas sin rebajar el riesgo. Ello hace que capitalistas y empresarios pierdan interés en operar, negándose a emprender negocios arriesgados.

Todo lo anterior es falso. El capitalista jamás opta entre inversiones seguras, arriesgadas y excepcionalmente arriesgadas. El mecanismo del mercado le obliga a invertir de suerte tal que las más urgentes necesidades de los consumidores queden satisfechas en la mayor medida posible. Cuando el sistema tributario impuesto por las autoridades provoca consumo de capital o impide el incremento del mismo, se carece del necesario para atender las inversiones marginales, dejando de producirse aquel incremento de la inversión que, en ausencia de la expoliación fiscal, se habría producido. Las necesidades de los consumidores quedan peor atendidas. Pero ello no se debe a que el empresario haya eludido el riesgo, sino que es una pura y simple consecuencia de no haber suficiente capital disponible.

Ninguna inversión es segura. Si los empresarios procedieran como la fábula del riesgo supone y buscaran siempre las inversiones seguras, su propio actuar las transformaría en inseguras. Jamás puede el empresario eludir la ley del mercado que, invariablemente, le obliga en todo momento a satisfacer las apetencias de los consumidores del mejor modo posible dado el capital existente, los conocimientos técnicos del momento y las futuras valoraciones de los compradores. El capitalista nunca busca la inversión menos arriesgada. Persigue, por el contrario, aquélla que, dadas las circunstancias, estima que ha de proporcionarle el mayor beneficio neto. Los capitalistas que no se consideran capaces de prever el futuro renuncian a invertir personalmente sus capitales; los prestan a empresarios a quienes el riesgo no asusta. Establecen así una especie de asociación con quienes suponen dotados de mayor habilidad para enjuiciar las circunstancias mercantiles. El capital-acciones de las empresas suele calificarse de capital especulativo. Pero lo que la gente no suele advertir es que el buen fin de esas otras inversiones consideradas no especulativas, tales como obligaciones, bonos, hipotecas y cualquier otra modalidad de préstamos, depende en último término del buen fin de las de tipo especulativo[3]. No hay inversión alguna inmune a las vicisitudes del mercado.

Si, por ejemplo, como consecuencia de la presión fiscal aumentara la oferta de capital a préstamo (obligaciones) y, en cambio, se retrajera la de capital escriturado (acciones), descendería el tipo de interés de los préstamos, perjudicándose además la seguridad de éstos por su mayor volumen en relación con el capital propio. La tendencia inversora, consecuentemente, pronto variaría de signo.

No es el deseo de minimizar su «riesgo de jugador» lo que impulsa por lo general al capitalista a no concentrarse en un solo negocio o rama industrial y a repartir sus inversiones unas veces en acciones, otras en préstamos; procede así única y exclusivamente porque desea obtener la mayor rentabilidad posible del capital de que dispone.

El capitalista invierte sólo cuando cree ver un buen negocio. Nadie mete deliberadamente su dinero en malas inversiones. Es la aparición de circunstancias en su día no previstas por el inversor lo que convierte en desfavorable aquél que en un principio parecía ser tan buen negocio.

El capital, como ya anteriormente se indicó[4], en ningún caso está no empleado u ocioso. El capitalista jamás puede optar entre invertir o no invertir, ni tampoco puede desviar sus capitales de aquellas utilizaciones que permitan en cada caso atender las más urgentes necesidades de los consumidores a la sazón aún insatisfechas. El empresario ha de adivinar cuáles concretamente serán mañana los deseos y apetencias de los consumidores. La acción fiscal puede, desde luego, frenar la acumulación de nuevos capitales e incluso dar lugar a que se consuma y se volatilice el existente. Ahora bien, el capital efectivamente disponible, cualquiera que sea su montante, siempre está íntegramente empleado, no teniendo nada que ver los impuestos con esa su íntegra utilización[5].

La gente de mayores medios, cuando una tributación de pronunciada progresividad impone gravosa carga sobre rentas y transmisiones mortis causa, puede tender a congelar sus riquezas en numerario o en cuentas bancarias sin interés. Consumen los depositantes, desde luego, parte de su capital, pero logran eludir las penalizadoras imposiciones sobre beneficios y sucesiones. Pero esto en ningún caso afecta a la actividad inversora del capital de hecho existente. Influye sobre los precios, pero nunca impele a dejar inaprovechada una parte de los bienes de capital disponibles. Y la mecánica del mercado orienta las inversiones hacia aquellos cometidos en los que se supone podrá satisfacer mejor la todavía desatendida demanda del público comprador.