LA MANIPULACIÓN DEL DINERO Y DEL CRÉDITO
Tanto el dinero como los medios de intercambio son fenómenos del mercado. Es el actuar de las gentes en la esfera mercantil lo que confiere a un cierto objeto condición dineraria o de medio de intercambio. No obstante lo anterior, tienen las autoridades que ocuparse del dinero por lo mismo que han de pronunciarse, en el caso de cualquier convenio, cuando a ellas acude una de las partes pidiendo que se obligue a la otra al estricto cumplimiento de lo pactado. Raro es que se solicite la intervención judicial cuando los interesados llevan a cabo sus respectivas prestaciones de modo simultáneo. Por el contrario, cuando las obligaciones de una o ambas partes han sido objeto de aplazamiento, los tribunales muchas veces deben pronunciarse sobre cómo debe interpretarse y cumplirse el pacto originario. Si se trata del pago de una cantidad, tienen la función de precisar el significado que debe atribuirse a los términos monetarios empleados en el contrato.
Corresponde a las leyes y a los tribunales definir qué entienden las partes del contrato cuando hablan de una suma de dinero y establecer cómo la obligación de pagarla debe ajustarse a los términos acordados. Deben determinar qué es y qué no es moneda de curso legal. Cuando cumplen esta función, las leyes y los tribunales no crean dinero. Un cierto bien sólo se convierte en dinero cuando la gente lo utiliza efectivamente como medio de pago en sus transacciones mercantiles. El poder público, bajo una economía de mercado inadulterado, al reconocer curso legal a determinado medio de intercambio no hace sino sancionar de modo oficial lo que la gente, con sus usos y costumbres, ya ha establecido. Los órganos del estado interpretan el significado de las expresiones monetarias del mismo modo que fijan el sentido de los términos empleados por las partes en los demás tipos de contrato.
La acuñación de moneda fue de antiguo prerrogativa reservada al gobernante. La función del estado en esta materia se limitaba al principio a certificar el peso y la ley de las diversas piezas monetarias. Tales circunstancias eran las únicas que el sello oficial pretendía garantizar. Cuando más tarde príncipes y políticos se lanzaron a envilecer la moneda circulante, rebajando su ley mediante la sustitución de parte del metal noble por otros de menor valor, actuaban siempre furtivamente, a escondidas, conscientes de que realizaban una operación fraudulenta en perjuicio de sus administrados. Pues en cuanto los gobernados se percataban de tales manipulaciones, menospreciaban las nuevas piezas con respecto a las antiguas, siendo éstas valoradas en más por el mercado que aquéllas. La administración pública apelaba entonces a la conminación y la violencia. Se declaraba delictivo discriminar entre la moneda «mala» y la «buena» con motivo de pagos y transacciones, decretándose precios máximos para las adquisiciones efectuadas con la «mala». Pero los efectos así provocados no eran nunca los que el gobierno deseaba. Las disposiciones oficiales no impedían que la gente acomodara los precios cifrados en la moneda envilecida a la prevalente relación monetaria. Es más: inmediatamente aparecían los efectos que describe la ley de Gresham.
Pero las relaciones del gobernante con la moneda a lo largo de la historia no han consistido sólo en prácticas degradantes de la moneda y en fracasados intentos por evitar las inexorables consecuencias catalácticas de tal proceder. Hubo también administradores públicos que no quisieron ver en su prerrogativa de acuñar moneda un medio de estafar a aquellos súbditos que en ellos confiaban y que, por tanto, ignorantes, admitían a la par la moneda «mala» y la «buena». Tales estadistas no consideraban la acuñación monetaria como subrepticia fuente de ingreso fiscal, sino como servicio público destinado a asegurar la buena marcha del mercado. Pero, aun esas mismas autoridades, por diletantismo, por falta de preparación técnica, sin ellas mismas proponérselo, adoptaron medidas que equivalían a interferir en la estructura de los precios. Por ejemplo, al encontrarse con que el mercado empleaba como signo monetario tanto el oro como la plata, creyeron que debían establecer un tipo fijo de intercambio entre ambos metales. Este bimetalismo fue un completo fracaso. No se logró implantar un verdadero sistema bimetálico, sino que en la práctica se operó a base de un patrón alternante. Aquel metal que la tasación oficial sobrevaloraba, con respecto al cambiante precio de mercado del oro o de la plata, era el único que la gente manejaba y el otro desaparecía de la circulación interna. Los gobernantes acabaron por abandonar sus vanos proyectos bimetálicos e implantaron oficialmente el monometalismo. Las disposiciones que en relación con la plata ha adoptado el gobierno americano en diversas épocas no pueden ser estimadas como auténticas medidas de política monetaria. Lo único que con ellas se pretendía era elevar el precio de la plata en beneficio de los propietarios de las minas, de sus trabajadores y de los estados en que aquellas explotaciones estaban ubicadas. En definitiva, no eran sino un mal disimulado subsidio. Su importancia monetaria se limitaba al hecho de que implicaban la creación de billetes adicionales. Llevaban éstos la inscripción «Silver Certificate», pero, por lo demás, en nada diferían, a efectos prácticos, de los emitidos por la Federal Reserve.
La historia económica nos ofrece también casos de políticas monetarias bien diseñadas y fecundas cuyo propósito era únicamente dotar al país de un eficaz sistema monetario. El liberalismo del laissez faire no pretendió sustraer a la administración pública su facultad de acuñación. Pero esta prerrogativa varió de signo cuando fue ejercida por políticos liberales. Dejaron éstos, en efecto, de considerar dicho monopolio estatal como instrumento de intervención económica. Ya no se utilizó ni como fuente de ingresos fiscales ni tampoco para favorecer a unos en perjuicio de otros. La política monetaria tendía sólo a facilitar y simplificar la utilización de aquel medio de intercambio elevado por la conducta de la gente a categoría monetaria. Todos convenían en la importancia de mantener la moneda sana y estable. A tal fin, la moneda legal —es decir, aquélla a la que reglamentariamente se reconocía pleno poder liberatorio— debía confeccionarse partiendo de barras de metal noble convenientemente contrastadas; las piezas eran de peso prefijado e invariable y acuñadas de suerte que fuera fácil advertir su reducción, desgaste o falsificación. El sello estatal no asumía otra función que garantizar el peso y la ley del signo monetario. Las piezas desgastadas eran retiradas de la circulación. Quien recibía moneda de curso legal en buen uso no tenía necesidad de recurrir a la balanza o al crisol para conocer su contenido metálico. Por lo demás, cualquiera podía acudir a las cecas con metal en barra y conseguir su transformación en moneda legal, sin gasto alguno o cargándosele el simple coste de la operación. Fue así como una serie de monedas nacionales se convirtieron en auténticas monedas de oro. Quedaron con ello estabilizadas entre sí las de todos aquellos países que habían prohijado idénticos principios. El patrón oro de ámbito internacional quedó implantado sin necesidad de tratados ni de instituciones de carácter mundial.
Hubo países en los que el patrón oro se impuso por la propia vigencia de la ley de Gresham. Así, en Gran Bretaña, las autoridades no hicieron sino dar sanción oficial a lo que ya esta ley había provocado en otras naciones, y los gobernantes abandonaron oficialmente el bimetalismo cuando precisamente el tipo de intercambio en el mercado del oro y la plata iba a provocar que ésta desapareciera de la circulación. La adopción del patrón oro, en todos estos casos, no supuso más medida por parte de la legislatura y la administración que sancionar la ley.
No fueron tan sencillas las cosas en aquellos países en que regía —de iure o de facto— un patrón plata o papel moneda. Así, Alemania, donde circulaba la plata, tropezó con dificultades cuando, hacia los años sesenta del siglo pasado, pretendió implantar el patrón oro. El gobierno no podía adoptar el procedimiento seguido en aquellas naciones donde el mercado empleaba el oro como medio de intercambio y donde las autoridades se limitaron a dar sanción pública a una situación de hecho. Era preciso canjear las piezas de plata circulantes por nuevas monedas de oro. Ello exigía tiempo, independientemente de los problemas financieros que suscitaban unas masivas compras de oro acompañadas de unas no menos importantes ventas de plata. Con similares dificultades hubieron de enfrentarse aquellos pueblos en que circulaban billetes o papel moneda.
Era importante recordar estos hechos, pues ilustran bien la diferencia entre las condiciones dominantes en la época liberal y las que prevalecen en la actual era del intervencionismo.
La manifestación más antigua y simple del intervencionismo monetario es rebajar el valor de las piezas dinerarias reduciendo su contenido de metal noble o su peso y tamaño, con miras a favorecer la posición de los deudores. Las autoridades decretan el curso forzoso de las nuevas monedas. Todos los pagos aplazados pueden saldarse empleando esa moneda envilecida con arreglo al valor nominal de la misma. Se beneficia de momento a los deudores, con daño para los acreedores. Las condiciones de los préstamos, sin embargo, resultarán más gravosas para aquéllos en el futuro. El interés bruto de mercado tiende a subir, ya que los prestamistas quieren protegerse contra el riesgo de que vuelvan a decretarse medidas antiacreedoras. Se ha mejorado la condición de los deudores presentes sólo para perjudicar a los futuros.
Lo contrario de la reducción de las deudas, es decir, su agravación mediante manejos monetarios, también a veces se ha practicado, aunque con frecuencia mucho menor. Es más, en tales casos no se pretendía favorecer deliberadamente a los acreedores; este indeseado efecto aparecía como consecuencia de medidas que, por otras razones, se creía ineludible adoptar. Los gobernantes soportaban esa no querida consecuencia bien porque consideraban que no podían evitarla, bien por estimar que las partes ya la habrían tomado en consideración y alterado oportunamente las condiciones de sus convenios. Los ejemplos más conspicuos de este tipo de intervencionismo nos los brinda Gran Bretaña al finalizar las guerras napoleónicas y, otra vez, después de la Primera Guerra Mundial. En ambos casos, los gobernantes ingleses, concluidas las hostilidades, mediante una política deflacionaria, pretendieron volver a la paridad que la libra esterlina tenía con respecto al oro antes del conflicto. No se quiso retornar al patrón oro y abandonar el patrón papel de los años de la guerra sobre la base de respetar el nuevo cambio que el mercado había ya implantado entre el oro y la libra esterlina posbélica. Se rechazó orgullosamente tal posibilidad porque equivalía a una especie de declaración de quiebra de la nación, a una recusación parcial de la deuda pública, a una maliciosa reducción de todos los créditos nacidos antes de la suspensión de la convertibilidad de la libra. Las autoridades inglesas fueron víctimas del error de suponer que los daños de la inflación podían compensarse mediante la deflación. Era claro que el retorno a la paridad de anteguerra no podía indemnizar a los acreedores que habían cobrado ya sus créditos en moneda depreciada. En cambio, favorecía a quienes habían concertado sus préstamos en esta última moneda, con daño para aquéllos que debían ahora devolver dinero revalorizado. Los gobernantes ingleses no previnieron las consecuencias de su política deflacionaria. Ignoraron los efectos tan perniciosos que, aun desde su propio punto de vista, iban a producirse. Pero la verdad es que, aunque los hubieran pronosticado, no habrían sabido cómo evitarlos. Se vieron favorecidos los acreedores, y en especial los tenedores de deuda pública, a costa de los contribuyentes. En los años veinte del siglo pasado, la política monetaria del gobierno británico perjudicó gravemente a la agricultura de las islas y, cien años después, no menos dañó a la industria exportadora. Sin embargo, sería un error considerar estas dos reformas monetarias como la consumación de un intervencionismo orientado deliberadamente a agravar las cargas de los deudores; esta consecuencia fue el resultado no deseado de una política que buscaba otros objetivos.
Cuando los gobernantes provocan una reducción de las deudas, invariablemente proclaman que nunca más se repetirá. Destacan que son las circunstancias excepcionales, que en el futuro es imposible que se reproduzcan, las que les han obligado a adoptar medidas de emergencia, recusables en cualquier otra situación. ¡Una y no más!, dicen. Es comprensible que así hablen, pues, conculcados los derechos del acreedor, el préstamo dinerario pronto se desvanece. Todo aplazamiento de pago presupone por parte de quien lo otorga la confianza en que oportunamente recuperará el principal con sus intereses.
De ahí que la derogación de deudas no pueda ser un sistema económico permanente. Carece de efecto positivo. Es más bien una bomba que destruye, sin producir beneficio alguno. Cuando una vez se ha recurrido a ella, es ciertamente posible reconstruir el malparado orden crediticio. Pero si se insiste, el sistema económico, en su conjunto, se viene abajo.
No es correcto contemplar la inflación o la deflación exclusivamente desde el punto de vista de sus efectos sobre los pagos aplazados. Ya vimos cómo los cambios de origen monetario del poder adquisitivo del dinero jamás pueden influir sobre los precios al mismo tiempo y en idéntica proporción. Vimos entonces las consecuencias que tal circunstancia origina[1]. Aunque ahora no volvamos sobre el tema, limitando nuestro análisis a cómo la inflación y la deflación afectan a las relaciones entre deudores y acreedores, conviene destacar que los fines perseguidos por las autoridades, al provocar tanto la una como la otra, no se alcanzan sino de un modo notoriamente imperfecto y además se desencadenan situaciones que repugnan incluso a quienes se hallan en el poder. Como sucede siempre con toda medida intervencionista, los resultados que la acción del gobierno provoca no sólo son contrarios a los que se quería conseguir, sino que producen un estado de cosas que, aun desde el punto de vista de las autoridades, es peor que el que habría prevalecido en ausencia de toda intervención.
Si de verdad lo que el poder pretende es favorecer a los deudores a costa de sus acreedores, con la inflación lo consigue sólo por lo que atañe a los créditos ya concertados. La inflación no abarata el crédito, antes al contrario lo hace más oneroso, provocando el alza del interés bruto de mercado al necesitar el acreedor una compensación por el riesgo que supone un posible envilecimiento ulterior del dinero. Y si la actividad inflacionista prosigue, llega un momento en que el crédito desaparece, pues nadie está ya dispuesto a aplazar los cobros.
Un sistema monetario con respaldo metálico escapa a las manipulaciones estatales. Los poderes públicos pueden, desde luego, otorgar curso forzoso a la moneda que prefieran. Pero entonces la ley de Gresham suele frustrar los designios del gobernante. Los patrones metálicos son por eso una salvaguardia segura contra los intentos de quienes desde el poder pretenden interferir en el funcionamiento del mercado mediante manipulaciones monetarias.
Al examinar la evolución que ha dado a los gobiernos el poder de manipular los sistemas monetarios nacionales, debemos comenzar refiriéndonos a los errores que en materia monetaria cometieron los economistas clásicos. Tanto Adam Smith como David Ricardo consideraban gastos inútiles los costes exigidos por el mantenimiento de un patrón metálico. Si se implanta un sistema de papel moneda, pensaban, se puede dedicar el capital y el trabajo exigido por la minería del oro y de la plata a la producción de una serie de bienes de los que la gente en otro caso habría de privarse. Ricardo, partiendo de esta idea, escribió su conocido tratado Proposals for an Economical and Secure Currency, aparecido en 1816. La propuesta ricardiana, sin embargo, quedó relegada al olvido. No fue sino décadas después de la muerte del economista cuando un país tras otro fueron acogiendo su fórmula a través del patrón cambio-oro (gold exchange standard) cuya implantación se justificaba sobre la base del despilfarro que suponía el patrón oro (gold standard), hoy en día tildado de «clásico» u «ortodoxo».
Bajo este último patrón, una parte de las tesorerías de la gente queda materializada en monedas de oro. Con el patrón cambio-oro, por el contrario, sólo sustitutos monetarios componen los haberes líquidos del público. Tales sustitutos monetarios pueden canjearse a la par por oro o por divisas. El mecanismo monetario y bancario del país se orienta, sin embargo, de forma que hace muy difícil a la gente retirar oro del banco emisor y constituir sus propias reservas líquidas. Pero sólo la redención de los sustitutos monetarios a la vista y a la par puede asegurar la estabilidad del cambio extranjero.
Al tratar de los problemas que el patrón de cambio oro podía suscitar, los economistas —entre los que me incluyo— fuimos incapaces de advertir el hecho de que con ello se facultaba a los gobernantes para manipular a su agrado la oferta monetaria. Suponíamos con excesiva ligereza que ningún estado civilizado se atrevería a utilizar el patrón de cambio oro para provocar deliberadamente la inflación. Sin embargo, no debemos exagerar el papel que el patrón de cambio oro ha desempeñado en las actividades inflacionarias de las últimas décadas. El sistema no supuso más que una mayor facilidad ofrecida a quienes deseaban provocar vastas inflaciones. Su inexistencia en ciertos países no fue, desde luego, óbice a la implantación de medidas inflacionistas. El patrón oro todavía regía en los Estados Unidos en el año 1933. Pero esta circunstancia no impidió la actividad inflacionista típica del New Deal. Los Estados Unidos, un buen día, confiscando el oro de los ciudadanos, abolieron el patrón clásico y provocaron la devaluación del dólar.
Una nueva versión del patrón cambio oro, que adquirió gran predicamento en los años comprendidos entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, es la que podríamos denominar patrón cambio oro flexible o, en aras de la sencillez, patrón flexible (flexible standard). Bajo tal sistema, el banco central o el organismo encargado del manejo de las divisas canjea libremente los sustitutos monetarios en poder del público por oro o por divisas extranjeras y viceversa. Ahora bien, el tipo aplicado en tales transacciones no es rígido, sino variable. Hay una paridad flexible, como suele decirse. Pero en la práctica esta flexibilidad se ha orientado siempre a la baja. Los gobernantes han utilizado las facultades que el sistema les otorgaba para rebajar el valor de la moneda nacional con respecto al oro y a aquellas divisas extranjeras de mayor fortaleza; nunca se atrevieron a encarecerlo. Si en alguna ocasión determinadas monedas han subido de valor en relación con otras, tales nuevos tipos tan sólo venían a compensar la baja que las últimas, por su parte, habían sufrido con respecto al oro y a las divisas más estables. Mediante tales revaluaciones no se pretendía otra cosa que atemperar los cambios de las divisas devaluadas al verdadero valor de las mismas en relación con el oro.
Cuando, bajo el patrón flexible, el descenso de la paridad es importante, suele hablarse de devaluación. Si la alteración no es tan pronunciada, los comentaristas dicen que la cotización internacional de la moneda en cuestión se ha debilitado[2]. Tanto en uno como en otro caso suele afirmarse que en el país el precio del oro ha sido elevado.
No interesa en el estudio cataláctico del patrón flexible considerar su aspecto legal. Detalles puramente formales no pueden hacer variar las consecuencias económicas del sistema. Por ejemplo, es indiferente a este respecto si incumbe a los órganos legislativos o a los ejecutivos la facultad de alterar la paridad monetaria. Tampoco interesa si el departamento competente puede modificar esta paridad sin límite o si, por el contrario, como sucedía bajo el New Deal americano, su capacidad devaluadora está limitada. Lo único que, desde el punto de vista económico, importa es que la paridad dineraria antes fija ha sido sustituida por otra variable. Y, como decíamos, carecen de importancia los aspectos formales o constitucionales del cambio, pues ningún gobierno podría dedicarse a «elevar el precio del oro» si la opinión pública no se hallara de antemano conforme con tal manipulación; es más, siendo así que la gente gusta de tales arbitrismos, ninguna norma constitucional puede evitar la adopción de la correspondiente legislación. Lo acaecido en Gran Bretaña en 1931, en Estados Unidos en 1933 y en Francia y Suiza en 1936 demuestra que los mecanismos democráticos funcionan con la mayor prontitud y celeridad cuando la opinión pública respalda el dictamen de supuestos expertos que proclaman la necesidad y conveniencia de la devaluación.
La devaluación monetaria, sea de mayor o menor importancia, pretende —y es éste uno de sus principales objetivos— restablecer el normal desenvolvimiento del comercio exterior, según veremos en la sección siguiente. Las repercusiones de la manipulación de la moneda sobre el comercio exterior impiden a las pequeñas naciones interferir en los cambios de su divisa prescindiendo de cómo estén actuando en materia monetaria los países con quienes mantienen relaciones comerciales más intensas. Han de atenerse al rumbo que les marca la política monetaria del extranjero. Se convierten en satélites voluntarios de otra potencia. El deseo de mantener una paridad rígida de la moneda nacional con la de la correspondiente «potencia soberana» les obliga a modificar su valor según los cambios que registre la del «país jefe» en relación con el oro y las restantes divisas. Quedan así las naciones menores adscritas a «zonas» monetarias e incorporadas a ciertas «áreas». De éstas la más conocida es la «zona» o «área» de la libra esterlina.
El patrón flexible no debe confundirse con el sistema seguido por aquellas autoridades monetarias que, tras proclamar una supuesta paridad oficial de su moneda con el oro y las divisas, no llegan a hacer efectiva tal declaración. Lo típico del patrón flexible es que bajo el mismo se puede libremente y a la paridad previamente fijada canjear cualquier cantidad de moneda nacional por oro o divisas y viceversa. A la citada paridad, el banco central (o el organismo estatal encargado de estas funciones, sea cual fuere su denominación) compra y vende sin limitación moneda nacional y extranjera, o al menos la de aquellos países en que a su vez impera el patrón oro o el patrón flexible. Los billetes nacionales son efectivamente convertibles.
Cuando no concurre este típico rasgo del patrón flexible, las disposiciones que establecen autoritariamente una teórica paridad para la moneda cobran significación económica totalmente distinta[3].
El patrón flexible es un instrumento ideado para provocar inflación. Fue implantado para evitar a las autoridades dificultades técnicas en su actividad inflacionaria.
Los sindicatos, durante aquella euforia alcista que en 1929 se desmoronaría, habían logrado prácticamente por doquier la implantación de unos salarios superiores a los que, aun a pesar de las barreras migratorias, el mercado hubiera implantado. Tales tasas salariales estaban ya provocando, no obstante la continua expansión crediticia, considerable paro institucional. Pero la cosa se agravó sobremanera cuando, finalmente, se produjo la insoslayable depresión y comenzaron a caer los precios. Los sindicatos, respaldados de lleno por los gobernantes, incluso por aquellos denostados con el calificativo de enemigos de los trabajadores, mantuvieron obstinadamente su política salarial. O rechazaban pura y simplemente toda rebaja de los salarios nominales o, cuando admitían alguna reducción, era tan escasa que resultaba insuficiente. El paro aumentaba de manera pavorosa. (Incidentalmente es de destacar que aquellos obreros que, pese a todo, continuaban trabajando, veían en verdad incrementadas sus retribuciones). La carga de los subsidios de paro se hacía cada vez más insoportable. Millones de parados constituían una seria amenaza para la paz social. El espectro de la revolución asomó en el horizonte de todos los grandes países industriales. Pero los dirigentes sindicales no transigían y ningún gobernante osaba plantarles cara.
Ante una situación tan erizada de peligros, las atribuladas autoridades acudieron a un expediente que los ideólogos del inflacionismo venían recomendando desde antiguo. Puesto que los sindicatos rechazaban toda posibilidad de reajustar los salarios al valor de la moneda y al nivel de los precios, lo que procedía era acomodar uno y otro a los emolumentos coactivamente impuestos. No es —decía el gobierno— que las rentas laborales sean demasiado altas; sucede que la moneda nacional está encarecida con respecto al oro y las divisas extranjeras, por lo que debe procederse a reajustar esta última relación. La devaluación monetaria iba a ser la panacea universal.
Los objetivos de la devaluación eran:
1. Mantener los salarios nominales y aun incluso poder aumentarlos mientras los reales más bien se reducían.
2. Incrementar en términos de moneda nacional los precios, especialmente los de los productos agrícolas, o al menos contener su descenso.
3. Favorecer a los deudores a costa de los acreedores.
4. Fomentar las exportaciones y reducir las importaciones.
5. Atraer al turismo y hacer más gravoso para los ciudadanos del país —siempre hablando en términos de moneda nacional— el desplazamiento al extranjero.
Pero ni los gobernantes ni aquellos intelectuales que defendían esa política se atrevieron a proclamar lealmente que lo que en verdad se pretendía con la devaluación era reducir los salarios reales. Preferían decir que la devaluación no tenía más objeto que combatir un supuesto «desequilibrio estructural» entre el «nivel» de los precios nacionales y el «nivel» de los internacionales. Reconocían que era necesario reducir los costes nacionales de producción; pero silenciaban cuidadosamente que uno de los costes que pensaban rebajar era los salarios reales y otro lo pagado por intereses y por principal en créditos a largo plazo.
Tan confusos y contradictorios resultan los argumentos aducidos en favor de la devaluación que casi no merecen ser objeto de crítica. La devaluación no fue una política serenamente aplicada, bien ponderados tanto los pros como los contras. Las autoridades, en realidad, no hicieron sino capitular ante los líderes sindicales, quienes, por salvar su prestigio, se resistían a admitir que la política salarial que preconizaron había fracasado y provocado el mayor paro que la historia había conocido. Fue un recurso desesperado al que acudieron unos estadistas débiles e ineptos, deseosos sin embargo de mantenerse en el poder a toda costa. Gustosos pasaban por alto las contradicciones del sistema, pues les permitía prolongar su mandato. A los agricultores y a los industriales les aseguraban que la devaluación mejoraría los precios. A los consumidores, en cambio, les prometían evitar toda alza del coste de la vida mediante rigurosa vigilancia y tasación.
Al menos los políticos pueden justificar su conducta alegando que una opinión pública totalmente influida por las falaces doctrinas sindicales les presionaba haciendo imposible cualquier otra alternativa. A tal exoneración, en cambio, no pueden apelar los teóricos y escritores que han defendido el cambio flexible. Porque mientras los gobernantes, pese a todo, no ocultaban que la devaluación había sido dictada por razones de emergencia y que no volvería a emplearse, muchos tratadistas no han dejado nunca de proclamar que el mejor patrón monetario es el flexible, esforzándose en demostrar los terribles daños que al comercio exterior inferiría un sistema de cambio fijo. En su ciego afán por complacer a las autoridades y a los poderosos grupos de presión organizados por los agricultores y los sindicatos, no han dudado en exagerar al máximo las aparentes ventajas de los cambios flexibles. Pero las perniciosas consecuencias del sistema pronto han aflorado y se ha desvanecido el primitivo entusiasmo por las devaluaciones. Apenas transcurridos diez años desde que en Gran Bretaña se implantara el sistema, el propio Lord Keynes y los más conspicuos representantes de su escuela no dejaron de proclamar, en plena Segunda Guerra Mundial, las ventajas de un cambio exterior estable. Uno de los principales objetivos del Fondo Monetario Internacional es precisamente estabilizar los cambios.
Cuando se contempla la devaluación monetaria bajo el prisma del economista y no desde el ángulo en que se sitúan quienes desean ser gratos a las autoridades y a los organismos sindicales, es fácil comprender que todas las pretendidas ventajas del sistema son, en el mejor de los casos, sólo temporales. Es más: la tan ensalzada bonanza del comercio exterior se consigue cuando es un país solo el que devalúa. Si los restantes proceden de igual modo, el saldo del comercio exterior se mantiene inalterado y, si devalúan en mayor grado, son ellos quienes cosechan esas transitorias ventajas. Por otra parte, generalizadas las devaluaciones, se establecería un pugilato que acabaría aniquilando el sistema monetario mundial.
Las tan encomiadas ventajas que la devaluación parece reportar en materia de comercio exterior y de turismo afloran sólo porque el reajuste de los precios y los salarios nacionales a la nueva situación provocada por la devaluación exige el transcurso de cierto tiempo. Mientras no se complete este proceso de adaptación, resulta primada la exportación y penalizada la importación. Pero este efecto transitorio es sólo consecuencia de que, a causa de la devaluación, la gente obtiene ahora menos por lo que exporta y en cambio paga más por lo que importa; el consumo interior se reduce fatalmente. Aquellas personas en cuya opinión el saldo de la balanza de pagos con el exterior determina la riqueza del país serán las únicas que pudieran estimar favorable para el bienestar de la gente la citada disminución del consumo patrio. El ciudadano inglés, en definitiva, tras la devaluación, para conseguir importar una misma cantidad de té tiene que exportar mayor cantidad de productos británicos que antes.
La devaluación, afirman sus partidarios, alivia la situación de los deudores. Así es, en efecto. La devaluación opera en beneficio de los deudores y en perjuicio de los acreedores. Quienes todavía no hayan comprendido que hoy ya no se puede identificar a los acreedores con los ricos y a los deudores con los pobres estimarán sin duda beneficioso este efecto de la devaluación. Pero la realidad es que, hoy en día, quienes más se lucran con la reducción de las cargas de los deudores son los grandes terratenientes y los grandes industriales, que obtienen facilidades crediticias con los fondos aportados por la masa humilde que invierte sus ahorros en valores de renta fija, préstamos hipotecarios, depósitos bancarios y seguros.
Aparte está el problema de los empréstitos extranjeros. Cuando Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Suiza y algunos otros países acreedores devaluaban sus divisas no hacían sino pura y simple donación a todos sus deudores extranjeros.
Se arguye también en favor del patrón flexible que su implantación permite rebajar el tipo de interés dentro del país. Las autoridades monetarias bajo el patrón oro clásico, y lo mismo bajo un rígido patrón de cambio oro, deben acomodar el tipo de interés interior a las condiciones del mercado monetario internacional. En cambio, con el patrón flexible, se dice, el gobernante puede fijar aquel tipo de interés que desde el punto de vista nacional resulte más conveniente.
El argumento, evidentemente, carece de sentido con respecto a aquellos países que podemos denominar deudores, es decir, aquéllos que obtienen más crédito del extranjero del que ellos a su vez conceden. Algunas de estas naciones implantaron durante el siglo XIX sistemas monetarios sanos y estables; sus súbditos, a partir de ese momento, sin dificultad alguna podían obtener préstamos extranjeros en su propia moneda. Pero estas facilidades se desvanecieron en cuanto variaron de política monetaria. Ningún banquero americano, antes de la guerra, hubiera concedido créditos o colocado emisiones de valores en liras italianas. Por lo que atañe a los créditos extranjeros, como se ve, ninguna ventaja reporta tal arbitrismo monetario. Y en lo atinente a los créditos internos, según antes ya se destacó, la devaluación favorece tan sólo a los deudores que obtuvieron sus créditos con anterioridad a la misma, pues provoca una tendencia al alza del interés bruto de mercado al incluir una positiva compensación por la posible variación futura de los precios.
Esto último es igualmente aplicable al caso de las naciones normalmente acreedoras en el mercado crediticio internacional. No parece necesario volver a demostrar aquí que el interés no es un fenómeno monetario y que a la larga no puede ser afectado por medidas monetarias.
Es cierto que las devaluaciones de los años treinta redujeron los salarios reales en el mundo occidental y, por ende, paliaron el tremendo paro a la sazón existente. El historiador, al estudiar el periodo, tal vez pueda afirmar que las manipulaciones monetarias fueron un éxito al evitar que se lanzaran a la revolución las enormes masas de parados forzosos; tal vez también quiera destacar que, dadas las corrientes ideológicas imperantes, ninguna otra fórmula permitía mejor hacer frente a la situación. Pero el estudioso deberá añadir que no se suprimió por esa vía el auténtico motivo de aquel tremendo paro institucional; es decir, quedó incólume el doctrinarismo sindicalista prevalente por doquier. La devaluación fue una hábil maniobra que momentáneamente permitió eludir la tiranía de las asociaciones laborales. Funcionó porque no menoscababa el prestigio del sindicalismo. Pero, precisamente porque dejaba intacta esa doctrina, sólo por poco tiempo fue eficaz. Los líderes obreros pronto aprendieron a distinguir entre salarios nominales y salarios reales. Hoy en día no se conforman con la mera subida de los primeros. No es posible ya engañar a la gente a base de reducir el poder adquisitivo de la moneda. La devaluación, por eso, ha perdido su eficacia en el orden laboral.
Reconocer estos hechos nos permite valorar el papel que desempeñaron Lord Keynes y su pensamiento entre las dos guerras mundiales. Keynes no aportó ninguna idea original; se limitó a vestir con nuevos ropajes las falacias inflacionistas, mil veces refutadas por los economistas. Su programa tenía incluso menos coherencia y encerraba más contradicciones que el de algunos de sus predecesores que, como Silvio Gesell, habían sido generalmente recusados por su condición de vanos arbitristas. Keynes, apelando a la artificiosa terminología de la economía matemática, se limitó a dar más presentabilidad a las tesis de quienes desde antiguo habían defendido la inflación monetaria y la expansión crediticia. Los partidarios del intervencionismo no sabían ya cómo presentar sus recomendaciones de gastar sin tasa; se reconocían incapaces de combatir con éxito el teorema económico relativo al paro institucional. En tal situación, saludaron gustosos la «revolución keynesiana» con los versos de Wordsworth: «Bliss was it in that dawn to be alive, but to be young was very heaven» (Divino era el mero asistir a aquel amanecer; pero si además se gozaba de juventud entonces era como hallarse en el propio paraíso)[4]. Pero tan celestial felicidad fue de corta duración. Puede admitirse que los gobernantes británicos y americanos de los años treinta no tenían más remedio que lanzarse a la devaluación monetaria, a la inflación, a la expansión crediticia, al desequilibrio presupuestario y al gasto desmesurado. El político no puede evitar la presión de la opinión pública; no puede ir contra las ideologías dominantes, por falaces que sean. Todo ello es cierto; pero también es verdad que podían dimitir en vez de preconizar políticas tan desastrosas para el país. Y menos excusa aún tienen los intelectuales que pretendieron justificar el más torpe de los errores populares: la inflación.
Se ha dicho que sería un error considerar la expansión crediticia exclusivamente como una forma de interferencia del gobierno en el mercado. El dinero fiduciario no fue una creación gubernamental tendente a elevar los precios y los salarios nominales, a rebajar el interés y a reducir las deudas. Fue creado por los banqueros, quienes, al ver que sus recibos por cantidades depositadas a la vista solían emplearse como sustitutos monetarios, se lanzaron a prestar a terceros una parte de los fondos que tenían en custodia, buscando con ello su propio beneficio. No creían que encerraba peligro alguno ese no mantener en sus cajas el total equivalente a los resguardos de depósitos por ellos librados. Estaban convencidos de que nunca les faltaría el numerario líquido necesario para atender sus obligaciones y poder abonar a la vista los billetes que les fueran presentados. El propio funcionamiento del mercado libre e inadulterado transformó los billetes de banco en moneda fiduciaria. La expansión crediticia fue obra de la Banca, no de la autoridad pública.
Pero hoy la expansión crediticia es exclusivamente obra del gobierno. La intervención que en las aventuras expansivas del gobierno tienen los bancos y banqueros privados es meramente técnica y de colaboración. El poder público, en la actualidad, regula, ordena y dirige toda la actividad bancaria; Las autoridades determinan sin apelación la cuantía y circunstancias todas de las operaciones crediticias. Mientras la Banca privada, bajo el signo del mercado no intervenido, tiene rigurosamente limitada su capacidad expansiva, los gobernantes pueden provocar, y efectivamente provocan, una continua y grave expansión del crédito. Esa expansión crediticia es el arma principal con que cuentan en su lucha contra la economía de mercado. Les permite conjurar aparentemente la escasez de capital, reducir el interés y, teóricamente, incluso podrían llegar a suprimirlo totalmente. Sobre esta base financian con la máxima prodigalidad el gasto público, expropian a los capitalistas, alimentan euforias alcistas aparentemente inacabables y, según dicen, hacen próspero a todo el mundo.
Las inexorables consecuencias de la expansión crediticia son las que la teoría del ciclo económico prevé. Ni siquiera aquellos economistas que se resisten a aceptar la teoría monetaria de las fluctuaciones cíclicas ponen en duda los insoslayables efectos de la expansión crediticia. Tienen que admitir que el movimiento alcista es consecuencia de una expansión crediticia previa; que sin ésta la euforia no se mantendría, reconociendo asimismo que, en cuanto el progreso de la expansión del crédito se frene, automáticamente surge la depresión. En sus estudios sobre el ciclo económico, lo más que se atreven a afirmar es que la expansión crediticia no es la causa inicial del movimiento alcista, sino que son otros los factores que lo desencadenan. Reconocen que la expansión crediticia, requisito indispensable de la euforia alcista, no es provocada a sabiendas para rebajar el interés o para efectuar inversiones de momento improcedentes, dada la insuficiencia del capital disponible. El fenómeno, vienen a decir, se origina, si en la coyuntura concurren determinados factores, de un modo milagroso, sin intervención de las autoridades.
Es evidente que tales economistas incurren en manifiesta contradicción cuando se oponen a cualquier medida tendente a conjurar la crisis evitando la expansión crediticia. Los defensores de la ingenua visión inflacionista de la historia son coherentes cuando de sus principios —sin duda falaces y contradictorios— deducen que la expansión crediticia es la panacea económica. En cambio, los teóricos que reconocen que sin la expansión crediticia la euforia alcista sería imposible contradicen sus propias teorías cuando combaten las medidas tendentes a contener dicha expansión. Tanto los portavoces gubernamentales como los representantes de los poderosos grupos de presión, al igual que los defensores de la economía «no ortodoxa» que hoy por doquier se enseña, todos ellos proclaman que para evitar la crisis, a nadie grata, es preciso no provocar booms alcistas. No saben cómo replicar a los estudiosos que propugnan medidas que de verdad impiden ab initio la expansión crediticia. Y, sin embargo, se niegan tenazmente a escuchar cualquier sugerencia en tal sentido. Formulan apasionadas censuras contra quienes se oponen a la expansión crediticia, acusándoles de querer perpetuar la depresión. Esta actitud pone bien de manifiesto que el ciclo económico es una consecuencia provocada por quienes desean deliberadamente rebajar el interés y dar paso a artificiosas euforias.
Es un hecho que hoy cualquier medida orientada a la rebaja del interés se considera altamente plausible y acertada, y se estima generalmente que el método mejor para conseguir tal reducción es el de la expansión crediticia. De ahí la oposición al patrón oro. El «expansionismo» es el tópico del día. Los grupos de presión y los partidos políticos se muestran unánimemente favorables a la política de dinero fácil[5].
Mediante la expansión crediticia lo que se busca es perjudicar a unos en beneficio de otros. Este resultado es el mejor que en tal caso puede provocar el intervencionismo, pues no es raro que las medidas intervencionistas dañen a todos sin favorecer a nadie. El dirigismo, desde luego, empobrece a la comunidad, pero eso no quiere decir que determinados grupos no puedan prosperar con él. Quiénes concretamente hayan de hallarse entre los perdedores y quiénes entre los ganadores depende de las circunstancias específicas de cada caso.
El deseo de orientar los nuevos préstamos de suerte que con los supuestos beneficios de la expansión crediticia se lucren tan sólo determinados grupos y se impida que otros los consigan ha dado origen a lo que se denomina control cualitativo del crédito. Las nuevas facilidades crediticias, se arguye, no deben emplearse en Bolsa, haciendo subir las cotizaciones. Tales créditos deben, por el contrario, ir a nutrir las «legítimas» actividades mercantiles, las industrias manufactureras, la minería, el comercio «sano» y, sobre todo, la agricultura. No faltan partidarios del control cualitativo del crédito que desearían evitar la inmovilización del nuevo dinero en capitales fijos; quisieran que se destinara a activos líquidos. Los gobernantes deben indicar concretamente a la Banca qué préstamos ha de conceder y cuáles ha de denegar.
Tales órdenes y prevenciones son inútiles. La discriminación entre los potenciales prestatarios jamás puede equivaler a una efectiva restricción de la expansión crediticia, único medio que en la práctica impide el alza de las cotizaciones bursátiles y obstaculiza nuevas inversiones en capital fijo. Es de importancia secundaria la forma en que los nuevos préstamos encuentran su aplicación dentro del mercado crediticio. Lo decisivo es que el mercado recibe el impacto de los nuevos medios de pago. Si la Banca, por ejemplo, amplía los préstamos a los agricultores, pueden éstos pagar deudas, abonar sus compras al contado, etc. Si la industria recibe fondos frescos para destinarlos a capital circulante, se encuentra automáticamente en situación de aplicar a distintos cometidos las sumas antes destinadas a aquella finalidad. En cualquier caso se incrementan las disponibilidades líquidas, que sus poseedores destinarán a cualquier inversión que consideren de mayor rentabilidad. Pronto tales medios de pago aparecerán en Bolsa o se materializarán en activos inmovilizados. Es totalmente absurdo suponer que pueda hacerse expansión crediticia sin provocar al mismo tiempo euforias bursátiles o incrementos de los activos inmovilizados[6].
El curso característico de los acontecimientos bajo la expansión crediticia estaba hasta hace pocas décadas determinado por dos hechos: que la expansión se producía bajo el patrón oro, y que no existía sobre el particular acción concertada entre los distintos países y sus respectivos bancos centrales. El primero de estos hechos obligaba al poder público a mantener la convertibilidad de la divisa nacional a una cierta paridad fija. El segundo daba lugar a que nunca fuera cuantitativamente uniforme la expansión crediticia de los distintos países. Unos hacían más inflación que otros, lo que de inmediato se traducía en grave amenaza para sus reservas de oro y divisas que escapaban al extranjero. Los bancos, por ello, se veían obligados a imponer una drástica política restrictiva en la concesión de créditos. Se desataba de tal suerte la desconfianza y comenzaba la depresión. El pánico pronto saltaba las fronteras. Cundía la alarma entre los hombres de negocios de los demás países, quienes incrementaban su petición de créditos en el deseo de mejorar su liquidez para poder hacer frente a cualquier contingencia. La creciente demanda crediticia alarmaba aún más a las autoridades, ya inquietas por la crisis iniciada en el primer país, lo que les hacía recurrir a su vez a la restricción de crédito. En pocos días o semanas, la crisis era de alcance mundial.
La política de devaluación ha venido en cierta medida a alterar esta típica secuencia de acontecimientos. El gobierno, al verse amenazado por el drenaje exterior, en vez de restringir créditos o elevar el tipo de descuento, devalúa. Pero la medida no resuelve el problema. Si no inquieta al gobernante el alza de las divisas extranjeras, durante algún tiempo podrá continuar su política de expansión crediticia. Pero un día la euforia se interrumpirá y se hundirá el sistema monetario. Por eso, si las autoridades no desean verse forzadas a devaluar a un ritmo cada vez más acelerado, tienen que evitar que su expansión crediticia supere la que practiquen aquellos países con quienes desean mantener equilibrado el cambio exterior.
Muchos economistas piensan que, hoy como ayer, cuantas veces los poderes públicos desencadenen la expansión crediticia se sucederán, en regular alternativa, los periodos de euforia y de depresión. Estiman que en el futuro la expansión habrá siempre de provocar efectos similares a los que registró Gran Bretaña desde el siglo XVIII y Europa Central y Occidental y América del Norte desde mediados del XIX. Pero es posible que las circunstancias hayan cambiado. La teoría del ciclo económico es actualmente tan conocida, incluso fuera del ámbito especializado, que aquel cándido optimismo que animaba al empresario durante los periodos de euforia ha dado paso a un desconfiado escepticismo. No sería, pues, extraño que en el futuro variara la reacción del mundo empresarial ante la expansión crediticia. Posiblemente se hayan ya percatado los hombres de negocios de que la expansión tiene siempre el mismo final y, consecuentemente, es posible que renuncien a ampliar sus operaciones durante las épocas de dinero fácil. Hay síntomas que parecen anunciar el cambio. Pero sería prematuro deducir conclusiones definitivas.
En otra dirección la teoría monetaria del ciclo económico ha afectado ciertamente al curso de los acontecimientos. Nadie que hoy desempeñe un cargo dependiente de la administración —ya sea en los organismos fiscales, en los bancos de emisión o en las neo-ortodoxas cátedras universitarias— se avendrá a admitirlo, pero la opinión ya no duda de la certidumbre de las dos conclusiones básicas de la teoría; a saber, que la causa originaria de la depresión es el previo auge y que éste es, a su vez, consecuencia de la anterior expansión crediticia. Por eso en la actualidad se generaliza la alarma tan pronto como aparecen los primeros síntomas. Incluso las autoridades comienzan en seguida a hablar de la conveniencia de impedir nuevas subidas de precios y de reducir los márgenes de beneficio, imponiendo una restricción efectiva del crédito. Se yugula así rápidamente la euforia y comienza la recesión. Tal es la razón por la que en la última década los ciclos económicos se han hecho mucho más cortos. En este periodo hemos tenido auges y depresiones, pero sus respectivas fases han sido de escasa duración, sucediéndose las unas a las otras con mayor frecuencia. Nos hallamos ya muy lejos del ciclo «clásico» de los diez años y medio que Jevons relacionara con la variabilidad cíclica de las cosechas. Y lo más interesante es que, como el auge concluye antes, hay menos malas inversiones y, en su consecuencia, la subsiguiente depresión es también de gravedad menor.
Afirman las teorías «no ortodoxas» de socialistas e intervencionistas que las crisis económicas son fruto inevitable de la propia organización capitalista y que las provoca el vicioso funcionamiento de la economía de mercado. Para los socialistas, sólo la sustitución del capitalismo por el socialismo permitirá eliminar las crisis cíclicas; los dirigistas, en cambio, creen que se pueden evitar si el gobierno interviene oportuna y convenientemente. La autoridad pública, piensan, puede imponer lo que hoy suele denominarse «estabilidad económica». Nada cabría objetar a tales dirigistas si, para evitar las depresiones, lo que pidieran a los poderes públicos fuera la supresión de la expansión crediticia. Pero el intervencionista rechaza de antemano semejante solución. Aspira a intensificar la expansión, pretendiendo conjurar la crisis mediante las que él denomina «medidas anticíclicas».
En el contexto de estos planes el gobierno aparece como una deidad situada fuera de la órbita de los negocios humanos, por completo independiente de los mortales, con poder para influir sobre la vida y las aspiraciones de éstos. Imaginan que el gobierno dispone de fondos propios, ilimitados, que ni proceden de los gobernados ni nada tienen que ver con ellos. Se supone que tales riquezas las autoridades pueden destinarlas libremente a lo que estimen más conveniente. Corresponde en todo caso a los «expertos» dictaminar cuáles son las inversiones a que dichas sumas deben dedicarse.
Las dos medidas anticíclicas más importantes en la actualidad son las obras públicas y la inversión de grandes sumas en empresas estatales. Pero estas fórmulas no son tan originales como sus partidarios suponen. Cuando antiguamente venía la depresión, la opinión pública reclamaba la iniciación de ambiciosos proyectos que crearan puestos de trabajo y contuvieran la caída de los precios. La proposición, a primera vista, parece plausible; pero el verdadero problema estriba en cómo financiar tales obras. Si el gobierno incrementa los impuestos o lanza empréstitos, en nada aumenta lo que los keynesianos denominan gasto conjunto total, pues reduce la capacidad de consumo y de inversión de los particulares en igual medida que incrementa la propia. Si en cambio recurre a la inflación, en vez de mejorar empeora las cosas. Quizá consiga así el gobernante diferir por algún tiempo el estallido de la crisis. Pero cuando llegue el inevitable final, la depresión será tanto más violenta cuanto más tiempo el gobierno haya venido aplazándola.
La verdad es que los «expertos» del dirigismo no acaban de percatarse del problema subyacente. Lo fundamental para ellos es tener bien preparados «los planes de inversión pública y articulados los grandes proyectos que habrán de ponerse en marcha al primer signo de peligro». Tal es, dicen, «el método más acertado, cuya adopción recomendamos a todos los países»[7]. Pero el problema no consiste en elaborar proyectos, sino en hallar los medios necesarios para su ejecución. Los dirigistas piensan que esto se podría obtener fácilmente frenando las inversiones públicas durante la euforia y lanzando al mercado al sobrevenir la crisis los fondos así retenidos.
No está mal, ciertamente, restringir el gasto del gobierno. Pero con ello no se proporciona al erario los recursos que más tarde necesitará para efectuar las deseadas inversiones. La persona individual puede proceder así; puede crear reservas cuando tiene mayores ingresos y disponer de lo ahorrado en el momento en que sus ganancias disminuyen. Pero la cosa es distinta cuando se trata de una nación o del conjunto de todas las naciones. Puede el tesoro público retener una parte de los abundantes recursos fiscales resultantes de la euforia alcista. En tanto tales cantidades queden detraídas de la circulación, lo que en realidad se está practicando es una política deflacionaria y anticíclica que bien puede frenar la euforia generada precisamente por los nuevos medios de pago puestos en circulación. Ahora bien, si tales recursos son de nuevo lanzados al mercado, se modificará con ello la relación monetaria y se reducirá el poder adquisitivo del dinero. En ningún caso pueden dichos fondos generar los factores de producción exigidos por las proyectadas obras públicas.
Los intervencionistas coinciden en el error básico de ignorar que el capital disponible es siempre escaso. La crisis, en su opinión, aparece porque de pronto se apodera de la gente una misteriosa aversión tanto a invertir como a consumir. Cuando lo que de verdad interesa es incrementar la producción y restringir el consumo, con miras a aumentar así el capital disponible, los intervencionistas quisieran ampliar al mismo tiempo el consumo y la inversión. Preconizan que el poder público acometa empresas que precisamente no son rentables porque factores de producción deben sustraerse a otras producciones que permiten atender necesidades que los consumidores consideran más urgentes que las que cubrirá la acción del gobierno. No comprenden que las grandes obras públicas que recomiendan no sirven realmente sino para empeorar las cosas, ya que vienen a incrementar la escasez de capital.
Se podría también teóricamente imaginar una utilización distinta de esas reservas acumuladas durante el periodo de la euforia alcista. El erario podría destinar tales fondos a la adquisición de todos aquellos factores de producción y artículos de consumo que más tarde, al sobrevenir la depresión, habrá de invertir en las obras públicas proyectadas y en atender las necesidades de quienes en ellas trabajan. Pero si las autoridades procediesen así, impulsarían notablemente la euforia alcista, acelerarían el estallido de la crisis y la agravarían[8].
Con tanta palabrería acerca de las medidas anticíclicas no se pretende más que confundir a la opinión pública e impedir que la gente comprenda la verdadera causa que provoca las fluctuaciones cíclicas. Todos los gobiernos se han entregado con entusiasmo a una política de intereses bajos, de expansión crediticia, de inflación, en fin. Y luego, cuando afloran las inevitables consecuencias de tales manipulaciones, quienes están en el poder no saben sino provocar nuevas y mayores inflaciones.
Tan pronto como el gobierno pretende dar al signo monetario nacional, con respecto al oro y a las divisas extranjeras, un valor superior al que el mercado le reconoce, es decir, en cuanto el gobernante fija al oro y a las divisas tasas máximas inferiores a su precio de mercado, se producen las consecuencias previstas por la ley de Gresham. Aparece lo que, inadecuadamente, suele denominarse escasez de divisas
Todo bien económico, por definición, escasea; en otras palabra: las disponibilidades de cualquier bien económico resultan siempre insuficientes para atender todos los empleos que se les podría dar útilmente. Un bien que por su abundancia esté al alcance de todos no puede calificarse nunca de económico; su precio es cero; nadie está dispuesto a dar nada por él. Si el dinero es necesariamente un bien económico, por fuerza tiene que ser escaso. Cuando las autoridades se lamentan de la escasez de divisas, de lo que en verdad se quejan es de otra cosa, del efecto que provoca su política de fijación de precios. Al precio oficial fijado arbitrariamente, la demanda excede a la oferta. Si el poder público, tras rebajar mediante la inflación el poder adquisitivo de la moneda en relación con el oro, las divisas extranjeras y los bienes y servicios en general, se abstuviera de interferir en los cambios exteriores, nunca aparecería aquella escasez a que se refieren los gobernantes. Todo el que estuviera dispuesto a pagar el precio de mercado hallaría todas las divisas que deseara.
Pero el gobierno quiere evitar la elevación de las cotizaciones extranjeras y, confiado en el poder de tribunales y policías, prohíbe cualquier transacción que no concuerde con el precio oficial.
Los gobernantes y sus corifeos sostienen que el alza de la moneda extranjera es consecuencia de una desfavorable balanza de pagos aprovechada por los especuladores en beneficio propio. En el deseo de remediar la situación se adoptan medidas tendentes a restringir la demanda de divisas. Sólo quienes vayan a destinarlas a operaciones previamente aprobadas por la administración podrán en lo sucesivo adquirirlas. Aquellos bienes que las autoridades consideren superfluos dejarán de importarse. Se evitará en la medida de lo posible el pago de principal e intereses de las deudas con el extranjero. Se limitarán los viajes allende las fronteras. El gobierno, sin embargo, no se percata de que con tales medidas jamás puede «mejorar» la balanza de pagos. Reducidas las importaciones, las exportaciones disminuyen también; no porque se impida a la gente adquirir mercancías extranjeras, pagar créditos extranjeros, viajar más allá de las fronteras propias, etc., va a atesorar el correspondiente efectivo. Al contrario, incrementará sus adquisiciones tanto de bienes de consumo como de factores de producción en el interior del país, desatando así una tendencia alcista en los precios. Y cuanto más suban éstos, menos se exportará.
El gobierno entonces da un paso más. Todo aquél que reciba divisas —procedentes, por ejemplo, de una exportación— deberá cederlas, al precio oficialmente fijado, al organismo de control de los cambios exteriores. Si el mandato de la autoridad —que equivale a gravar la exportación— se acata rigurosamente, las ventas al extranjero se reducen, pudiendo incluso cesar por completo. Esto, ciertamente, contraría al jerarca. Pero se resiste a reconocer que su injerencia está fallando cada vez más y que se ha provocado una situación que, incluso desde el punto de vista del propio gobernante, es mucho peor que aquélla que deseaba corregir. Las autoridades apelan entonces a un nuevo artilugio. Proceden a subvencionar las exportaciones en la medida precisa para compensar las pérdidas que a los exportadores les ocasiona la política de cambios.
La oficina que controla la compraventa de divisas, por su lado, aferrándose obstinadamente a la ficción de que los tipos «en realidad» no se han elevado y que la paridad legalmente establecida es la efectiva, facilita divisas a los importadores al cambio oficial. Ello supone primar las importaciones. Todo comerciante que consigue divisas obtiene señalados beneficios al vender en el interior las mercancías importadas. Por ello, los poderes públicos recurren a nuevos arbitrismos. O elevan las tarifas arancelarias o imponen cargas y gravámenes a las importaciones; en definitiva, encarecen, por un procedimiento u otro, la adquisición de divisas.
Entonces, por supuesto, el control de cambios funciona. Pero funciona sólo porque virtualmente reconoce las cotizaciones del mercado libre de divisas. El exportador obtiene su equivalente por las que entrega al organismo oficial y además el correspondiente subsidio, con lo que acaba por cobrar una suma igual al cambio libre. El importador, a su vez, abona por la divisa el precio oficial y además una prima, tasa o impuesto especial, de tal suerte que, en definitiva, desembolsa el cambio de mercado. En esta situación, los únicos seres de inteligencia tan obtusa que no aciertan a percatarse de la realidad y se dejan sorprender por la fraseología burocrática son aquellos autores que en sus trabajos y libros ensalzan las nuevas experiencias y métodos del dirigismo monetario.
La monopolización del tráfico de las divisas confiere a las autoridades el control absoluto del comercio exterior. Pero no por ello logran influir en las cotizaciones extranjeras. De nada sirve que el poder público prohíba la publicación en periódicos y revistas de los cambios reales. En tanto haya comercio exterior, sólo las cotizaciones libres y efectivas serán tenidas en cuenta por quienes operen en ese mercado.
El gobernante, a fin de ocultar en lo posible la realidad, quisiera que la gente eludiera mencionar los verdaderos tipos de cambio manejados. En este sentido procura organizar el comercio exterior a base de trueque, evitando así las expresiones monetarias. A tal efecto se conciertan los llamados tratados comerciales bilaterales y las operaciones de clearing. Cada parte se compromete a entregar determinada cantidad de bienes y servicios y recibe en pago otra serie de bienes y servicios. En tales convenios se evita con sumo cuidado toda alusión al dinero y a los cambios. Pero los contratantes, en su fuero interno, calculan el valor de lo que compran y venden a base de los precios internacionales en oro. Mediante estos conciertos de trueque y compensación, el comercio bilateral viene a sustituir al comercio triangular o multilateral de la época liberal. Ahora bien, lo que no se consigue con ello es variar la pérdida de poder adquisitivo que la moneda nacional experimenta con respecto al oro, las divisas y los bienes económicos en general.
El control de cambios no es, en realidad, sino un nuevo paso por el camino que conduce a la implantación del socialismo. Contemplado desde cualquier otro ángulo, su ineficacia es notoria. Ni a la corta ni a la larga, influye lo más mínimo en la determinación del precio de las divisas extranjeras.