CAPÍTULO XXX

LA INTERVENCIÓN DE LOS PRECIOS

1. EL GOBIERNO Y LA AUTONOMÍA DEL MERCADO

El intervencionismo económico, en definitiva, significa que la autoridad pública, por los medios a su alcance, procura establecer para las mercancías, los servicios y los tipos de interés unos precios distintos de los que para ellos hubiera fijado un mercado libre de trabas. El poder implanta tasas máximas o mínimas —o faculta, tácita o expresamente, a determinadas organizaciones a instaurarlas por sí mismas— y adopta las medidas oportunas para que, por la fuerza y la coacción, tales mandatos se cumplan.

Al implantar las tasas, el gobernante aspira, o bien a defender a los compradores, cuando son máximas, o bien a los vendedores, si tienen el carácter de mínimas. Las primeras pretenden que el comprador pueda adquirir lo que precisa a precio inferior al que determinaría el mercado libre. El precio mínimo, en cambio, quisiera que el vendedor colocara su mercancía o servicios a un precio superior a aquél. Según sea la constelación de fuerzas políticas que prevalezca, el poder público instaura unas u otras. Han sido, por eso, a lo largo de la historia, decretados precios máximos y mínimos, salarios máximos y mínimos. Sólo el interés fue una notoria excepción: nunca conoció limitaciones mínimas; invariablemente se le fijaron precios máximos. Se desconfió siempre del ahorro y el crédito.

Cuando la fijación de precios, salarios e intereses llega a abarcar toda la economía, el socialismo de tipo germano reemplaza al mercado. Entonces el mercado, el cambio interpersonal, la propiedad privada de los medios de producción, la empresarialidad y la iniciativa privada, virtualmente desaparecen. Ya nadie puede influir por sí mismo en el proceso de producción; todo el mundo debe obedecer las directrices que emanan del supremo organismo rector. Lo que, en tan complicada ordenación, se denomina precios, salarios e interés ha dejado, en sentido cataláctico, de serlo. Estos conceptos son meras cifras que el jerarca fija sin relación alguna con el proceso del mercado. No tendríamos por qué estudiar separadamente este tipo de intervencionismo si lo que sus patrocinadores —intelectuales y políticos— pretendieran instaurar con él fuera simplemente el socialismo de tipo germano, que ya analizamos en capítulos anteriores.

Numerosos son los partidarios de la injerencia estatal que en torno a estos temas, una y otra vez, ponen de manifiesto su confusión mental por su incapacidad para apreciar la esencial diferencia que existe entre el sistema económico basado en el mercado y toda ordenación económica carente del mismo. Tal confusión les lleva a emplear una terminología inapropiada, un vago y ambiguo lenguaje.

Ha habido y hay defensores del control de precios que sin embargo se han declarado partidarios de la economía de mercado. Proclaman enfáticamente que el gobierno puede alcanzar sus objetivos fijando precios, salarios y tipos de interés, sin tener por ello que abolir ni el mercado ni la propiedad privada de los medios de producción, y sostienen que la regulación coactiva de los precios es el mejor —o más bien el único— procedimiento para conservar el régimen de empresa privada e impedir el advenimiento del socialismo. No admiten que alguien cuestione su doctrina y demuestre que el control de precios, no sólo empeora la situación —incluso desde el punto de vista de políticos y dirigistas doctrinarios—, sino que además conduce al socialismo. Proclaman con reiteración que ellos no son ni socialistas ni comunistas; dicen sostener la implantación de la libertad económica y no ocultan su animadversión hacia los regímenes totalitarios.

Vamos a examinar aquí este tipo de intervencionismo. El problema consiste en saber si el poder público puede alcanzar los fines a que aspira mediante la fijación de los precios, los salarios y los tipos de interés a nivel distinto del que habría determinado un mercado sin trabas. No hay duda de que un gobierno fuerte e inflexible puede imponer precios máximos y mínimos y sancionar a los infractores de los mismos. Pero la cuestión consiste en averiguar si aplicando tales medidas se alcanzan los objetivos anhelados.

La historia es un vasto catálogo de precios y leyes anti-usura. Una y otra vez, reyes y emperadores, dictadores y demagogos han pretendido manipular el mercado. Se infligió terribles castigos a campesinos y a comerciantes. Miles de víctimas sucumbieron en cruentas persecuciones que contaban con el cálido concurso de la masa. Pero todas esas tentativas acabaron siempre fracasando. La explicación que teólogos, filósofos y jurisperitos daban a tales fracasos coincidía plenamente con la opinión de gobernantes y masas. El hombre, argüían, es por naturaleza ruin y pecador; la autoridad fue harto remisa en imponer el respeto a sus propios mandatos; debía haber apelado a métodos aún más enérgicos y expeditivos.

La sensatez comenzó a imponerse con motivo de un problema específico. Durante siglos, los gobiernos se habían dedicado a envilecer la moneda circulante. Sustituían los metales nobles por otros de menor ley o valor o reducían el peso y tamaño de las monedas, asignaban a las envilecidas el nombre de las antiguas y decretaban su curso forzoso. Más tarde impusieron análogo criterio a sus súbditos en cuanto al tipo de cambio del oro y la plata y, por último, lo hicieron también por lo que respecta a la relación entre la moneda metálica y los billetes de banco o el papel moneda. Ya a finales de la Edad Media, los que hoy podríamos considerar precursores del moderno pensamiento económico, al preguntarse por qué todas esas maquinaciones monetarias fracasaban invariablemente, comenzaron a vislumbrar la que posteriormente se llamaría ley de Gresham. Pero había de transcurrir todavía mucho tiempo antes de que los estudiosos, avanzado el siglo XVIII, se percataran de la interconexión de todos los fenómenos del mercado.

Los economistas clásicos y sus continuadores utilizaron a veces expresiones que se prestaban a equívocas interpretaciones, pero sólo por parte de quienes deliberadamente deseaban hacerlo. Hablaron de la «imposibilidad» de controlar los precios. Con tal expresión no querían decir que fuera imposible dictar órdenes implantando precios; sólo afirmaban que mediante éstas no se conseguían las finalidades perseguidas por quienes las imponían y que las cosas, lejos de mejorar, invariablemente tenían que empeorar. Llegaban, en definitiva, a la conclusión de que tales prevenciones, a más de ineficaces, resultaban contraproducentes.

Conviene observar que el problema del control de los precios no es meramente uno de los problemas con que ha de enfrentarse la ciencia económica, ni siquiera un problema que permita a los economistas mantener, con fundamento, opiniones diferentes. La cuestión es, en definitiva, ésta: ¿Existe una ciencia económica? ¿Existen leyes que regulen efectivamente los fenómenos del mercado? Quien conteste negativamente a estas dos preguntas niega la misma posibilidad, racionalidad y existencia de la economía como rama del conocimiento. Pone de nuevo su fe en aquellos dogmas imperantes por doquier cuando la economía apenas iniciaba sus primeros balbuceos. Opina, en definitiva, que es equivocado afirmar la existencia de leyes económicas, que es erróneo suponer que los precios, salarios y tipos de interés derivan exclusivamente de los datos del mercado. Habrá de sostener que el gobierno tiene poder para determinar ad libitum los fenómenos del mercado. Un defensor del socialismo no necesita ser contrario a la ciencia económica; sus postulados no tienen por qué implicar la indeterminación de estos fenómenos. Pero el intervencionista, al propugnar la reglamentación coactiva de los precios, no tiene más remedio que negar la propia existencia de la teoría económica, pues nada de la misma sobrevive en cuanto se niega la ley del mercado.

La Escuela Histórica Alemana era consecuente al condenar de modo categórico la ciencia económica pura, sustituyéndola por las wirtschaftliche Staatswissenschaften, es decir, por el aspecto económico de la ciencia política. Del mismo modo razonaban la mayoría de los partidarios del fabianismo británico y del institucionalismo americano. En cambio, quienes admiten la existencia de la ciencia económica y mantienen al mismo tiempo que mediante la regulación coactiva de los precios se pueden alcanzar los objetivos propuestos se contradicen de modo lamentable. No es posible conciliar el modo de pensar del economista con el del dirigista. Si es cierto que los precios son consecuencia del funcionamiento del mercado, no pueden ser libremente manipulados por el gobierno. La intervención gubernamental es justamente un dato nuevo cuyas consecuencias el propio funcionamiento del mercado determinará, de modo que al final no tienen por qué producirse los resultados que el poder público buscaba. Las consecuencias últimas, incluso desde el punto de vista del gobernante, pueden resultar menos deseables que la situación que el mismo pretendía cambiar.

No disminuye la fuerza del argumento el que, entre comillas, hablemos de «leyes económicas», para así denostar mejor la idea de ley. Cuando se trata de las leyes de la naturaleza, todos advertimos su inexorabilidad, tanto por lo que se refiere a la física como a la biología. Se trata de normas que el hombre, cuando actúa, debe acatar si desea evitar lo indeseado. En el terreno de las leyes de la acción humana, aunque parece mentira, se registra la misma inexorable interconexión fenomenológica, por lo que también aquí el individuo que actúa no tiene más remedio que respetar la norma reguladora si desea triunfar en su cometido. Las leyes de la praxeología se hacen evidentes mediante los mismos signos que revelan la realidad de las leyes naturales, toda vez que en ambos casos la posibilidad de lograr cualquier objetivo queda limitada y condicionada a que el hombre se atenga a las leyes en cuestión. Si tales leyes praxeológicas no existieran, el ser humano, o bien gozaría de omnipotencia y quedaría inmune a todo malestar —ya que en su mano estaría suprimirlo instantánea y radicalmente— o bien no podría actuar, al no saber cómo debería proceder.

Por lo demás, sería absurdo confundir las leyes del universo con las leyes políticas o con los preceptos morales que los mortales decretan. Las leyes del universo que rigen los ámbitos de la física, la biología o la praxeología nada tienen que ver con la voluntad de los individuos; son fenómenos ontológicos primarios que de modo fatal condicionan la humana capacidad de actuar. Los preceptos morales y las leyes políticas no son sino medios utilizados por el hombre para el logro de fines determinados. Ahora bien, el que tales objetivos puedan o no alcanzarse de este modo depende de las leyes del universo. Las leyes elaboradas por el hombre son apropiadas y útiles si facilitan el logro de los fines propuestos e inadecuadas y contraproducentes en otro caso. Se puede discutir su idoneidad. Pero cuando se trata de las leyes del universo, toda discusión acerca de si son convenientes o perturbadoras es vacua e inútil. Son éstas lo que son; y nada ni nadie es capaz de cambiarlas. Su violación es automáticamente sancionada. Las normas de origen humano, en cambio, fácilmente quedan conculcadas en cuanto se debilita el aparato represor del estado.

Sólo deficientes mentales osarían desafiar las leyes físicas y biológicas. En cambio, son innumerables los que creen poder ignorar las leyes económicas. Los gobernantes pocas veces admiten que su poder se halle limitado por leyes distintas de las físicas y biológicas. Jamás aceptan que los tan lamentados fracasos son consecuencia de haber violado perentorias leyes económicas.

La Escuela Histórica Alemana se destacó en el rechazo del conocimiento económico. No podían admitir aquellos catedráticos que sus ídolos —los electores Hohenzollern de Brandenburgo y los reyes de Prusia— carecieran de omnipotencia. Con la sola finalidad de contradecir las conclusiones sentadas por el economista, exhumaron vetustos rollos y pergaminos que acabaron asfixiándoles y, en plúmbeos volúmenes, historiaron las gestas de sus gloriosos príncipes. Según ellos, sólo así era posible abordar las cuestiones de estado y las medidas políticas con criterio realista. Nuestros trabajos —añadían— se nutren de hechos verdaderos y reflejan la vida, al margen de exangües abstracciones, generalizaciones o equivocadas vaguedades, tan del gusto de los doctrinarios británicos. Ahora bien, tan soporíferos volúmenes no se limitaban sino a recopilar interminables series de normas y medidas políticas que fracasaron precisamente por menospreciar las leyes económicas. Jamás podría escribirse una historia de casos más instructiva que estas Acta Borussica.

Pero la economía no puede contentarse con semejante ejemplificación. Debe analizar a fondo el modo en que el mercado reacciona a la intervención del gobierno en la estructura de los precios.

2. LA REACCIÓN DEL MERCADO A LA INTERVENCIÓN DEL GOBIERNO

La nota característica del precio de mercado es que tiende a igualar la oferta con la demanda. El equilibrio entre el volumen de la oferta y el de la demanda no se registra únicamente en la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme. La idea de un estado natural de reposo, tal como se desarrolla en la teoría elemental de los precios, es una exacta descripción de lo que ocurre en todo momento en el mercado. Cualquier alteración de los precios más allá del tipo a que se igualan oferta y demanda —en un mercado inadulterado— se autocompensa.

Cuando las autoridades fijan los precios a nivel distinto de aquél que un mercado no intervenido hubiera señalado, el equilibrio de la oferta y la demanda queda evidentemente perturbado. En tal supuesto —con precios máximos— existen compradores potenciales que, no obstante hallarse dispuestos a abonar el precio fijado por la autoridad o incluso superior, no pueden comprar. Y de igual manera —con precios mínimos— existen vendedores potenciales que, a pesar de hallarse dispuestos a hacerlo al precio fijado por la autoridad o incluso a otro más bajo, no pueden vender. El precio no discrimina ya los compradores y vendedores potenciales capaces de comprar o vender de los que no pueden hacerlo. Entra en acción necesariamente un nuevo dispositivo para distribuir los bienes y servicios afectados y para la selección de quienes han de recibir porciones de la oferta disponible. Acontece entonces que o bien se hallan en condiciones de comprar los primeros solicitantes o bien aquellos otros que por circunstancias especiales (amistades o relaciones personales) gocen de privilegio; o únicamente pueden hacerlo los seres desalmados que mediante la violencia y la intimidación apartan del mercado a sus rivales. Por tanto, si la autoridad pretende impedir que la suerte o la violencia gobiernen la distribución de los bienes existentes y desea evitar el caos, se ve obligada a imponer normas reguladoras al objeto de que cada uno adquiera la porción prevista. Y en tal supuesto resulta ineludible implantar el racionamiento[1].

Pero el racionamiento no resuelve el núcleo de la cuestión. Asignar a cuantos desean participar en el volumen de bienes disponibles la porción que les corresponda es una función meramente secundaria del mercado. Su cometido principal es dirigir la producción. Asigna a los que participan en el proceso de producción aquella misión que mejor contribuye a satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores. Cuando el poder público establece precios máximos para determinado bien de consumo o para una cantidad limitada de tales bienes —en tanto los precios de los restantes factores de producción quedan libres— la elaboración de las mercancías intervenidas decrece. Los empresarios marginales, con objeto de eludir pérdidas, interrumpen la fabricación. Los factores de producción de carácter no absolutamente específico se aplican a la obtención de bienes excluidos del precio. Una parte de los factores específicos de producción, que sin la concurrencia del precio máximo se habrían destinado a la fabricación de aquellos específicos bienes, dejan simplemente de aprovecharse. Se desvía la actividad productora de las mercancías tasadas a las no intervenidas. Tal resultado es evidentemente contrario al ambicionado por el intervencionista. Porque, al implantar los precios máximos, lo que precisamente deseaba era facilitar al consumidor la adquisición de los bienes intervenidos; puesto que los consideraba de primera necesidad, dictó sus normas con miras a que todos, incluso los más pobres, quedaran ampliamente abastecidos. Pero esta intervención acabó mermando la producción de la tan ambicionada mercancía e incluso pudo hacerla desaparecer del mercado. El fracaso acompaña fatalmente la interferencia en la vida mercantil.

Sería tarea inútil para el gobierno pretender evitar tales indeseadas consecuencias decretando precios máximos para aquellos factores de producción utilizados en la elaboración de bienes de consumo ya sujetos al régimen de precios máximos. Sólo si todos los factores de producción fueran específicos conseguiría el gobierno sus objetivos. Pero como ello no acontece, las autoridades se ven obligadas a completar aquella primera medida —que fijaba el precio de determinado producto por debajo del que señalaría el mercado— decretando sucesivamente nuevos precios máximos aplicables no sólo a otros bienes de consumo y a sus factores materiales de producción, sino también a los salarios. Además, tiene que ordenar a todos los empresarios, capitalistas y empleados que prosigan la producción ajustada a los precios, salarios y tipos de interés prefijados por el gobierno; a fabricar el volumen de mercancías que se les ordena y a venderlas precisamente a aquellas personas —productores o consumidores— que la autoridad indique. Pues si uno de los sectores de producción quedara libre de la indicada reglamentación, atraería capital y trabajo; la producción disminuiría en otros sectores —los intervenidos—, precisamente los considerados más importantes por el gobierno, razón por la cual interfirió éste el funcionamiento del mercado en el vano deseo de incrementar sus disponibilidades.

La economía no afirma que la regulación esporádica de los precios, cuando afecta tan sólo a un producto o a unos pocos bienes, sea injusta, nociva o inviable. Advierte únicamente que la injerencia provoca efectos distintos de los apetecidos y que, lejos de mejorar, empeora la situación, incluso considerada desde el punto de vista del gobierno y de los propios partidarios de la intervención. Antes de que se produjera la interferencia, los bienes en cuestión se cotizaban, a juicio de los gobernantes, excesivamente caros. Pero al implantarse el precio, o bien la oferta se contrae o bien desaparece en absoluto. El poder público intervino el mercado por considerar singularmente vitales, necesarios e indispensables tales bienes. Pero lo que esa actuación provoca es una reducción de la cantidad disponible. Por tanto, aun partiendo de los objetivos que la autoridad perseguía, la injerencia resulta absurda y disparatada.

Si el gobernante no se aviene a aceptar las indeseadas consecuencias señaladas y, perseverando en su criterio, se adentra más y más en el camino emprendido, insistiendo en regular precios y salarios, y obliga a la gente a seguir produciendo y trabajando con sujeción a los precios y salarios impuestos, al final aniquila el mercado. Surge la economía planificada, es decir, la Zwangswirtschaft, o sea, el socialismo de tipo germano. Los consumidores dejan, comprando o absteniéndose de comprar, de ordenar la producción; sólo el gobierno desempeña esa función.

Hay sólo dos excepciones a la regla de que la fijación de precios máximos provoca un descenso de la oferta y un estado de cosas contrario al objetivo perseguido con su implantación. Una se refiere al concepto de renta absoluta y la otra a los precios de monopolio.

La fijación de precios máximos reduce las existencias, puesto que el productor marginal sufre pérdidas, viéndose obligado a cesar en su actividad. Los factores no específicos de producción se dedican a obtener otros bienes que quedaron sin intervenir, mientras se restringe el aprovechamiento de los rigurosamente específicos. En un mercado inadulterado éstos se habrían empleado en la medida exigida por la máxima utilización de los factores no específicos, en tanto el empleo de estos últimos no supusiera dejar desatendidas apetencias más valoradas. Intervenidos los precios, sólo parte de los mismos es aprovechada; la porción desaprovechada aumenta. Pero si el volumen de los factores típicamente específicos es tan reducido que, a los precios de mercado, eran utilizados totalmente, resta una posibilidad de que la injerencia no provoque un descenso en la producción. El precio no restringe la producción mientras no absorbe la totalidad de la renta del productor marginal de ese factor absolutamente específico. Sin embargo, en todo caso provoca una alteración en la demanda y la oferta del bien en cuestión.

De esta manera la cuantía en que la renta urbana de una parcela de tierra excede a su renta agrícola facilita un margen que, si no es rebasado, hace posible que el control de alquileres opere sin que se registre una disminución en la cantidad de solares dedicados a la construcción. Si los tipos de alquileres máximos se hallan tan acertadamente ponderados que dejan un margen de ganancia suficiente para que nadie desee dedicar la tierra al cultivo agrícola con preferencia a la edificación, la medida no afectará a la oferta de viviendas y locales comerciales. Sin embargo, provoca un incremento en la demanda de unas y otros, originando precisamente aquella escasez que la autoridad pretendía combatir mediante el bloqueo de alquileres. Catalácticamente carece de importancia que las autoridades recurran o no al racionamiento de la superficie disponible. De todos modos, sus precios tope no suprimen el fenómeno cataláctico de la renta urbana. Simplemente obligan a los propietarios a que la cedan en beneficio del inquilino.

En la práctica, como es natural, los gobiernos, cuando regulan los alquileres y establecen un tope a los mismos, nunca tienen en cuenta estas consideraciones. O bien bloquean rígidamente las rentas brutas vigentes la víspera de adoptar la medida o bien autorizan únicamente incrementar un porcentaje determinado. Ahora bien, comoquiera que la proporción de los dos elementos que componen la renta bruta —la renta que deriva directamente de la utilización del solar y el precio pagado por la utilización de la superestructura— varía con arreglo a las circunstancias especiales de cada edificio, el efecto del bloqueo de los alquileres es también muy distinto. En unos casos, la porción de sus ingresos que el propietario se ve obligado a transferir al arrendatario sólo supone una parte de la diferencia entre la renta urbana y la renta agrícola; en otros rebasa con mucho dicha diferencia. Sea cual fuere la alternativa, la regulación de los alquileres provoca inexorablemente escasez de viviendas. Incrementa la demanda y contrae la oferta.

Pero la regulación de los alquileres no afecta tan sólo a los inmuebles ya existentes, sino que repercute también sobre los que puedan construirse, puesto que los nuevos edificios dejan de ser remuneradores. O las construcciones se paralizan o disminuyen de manera alarmante; la insuficiencia se hace crónica. Pero incluso cuando se permite la libre fijación del alquiler de los edificios de nueva planta, la construcción se contrae. Los potenciales inversores dudan, porque advierten el peligro de que, más tarde, el poder público, ante cualquier nueva crisis, limite la renta a percibir, como hizo con las viviendas antiguas.

La segunda excepción se refiere a los precios de monopolio. La diferencia entre los precios de monopolio y los precios competitivos deja un margen suficiente para implantar precios máximos sin contrariar los objetivos perseguidos por el gobierno. Si el precio competitivo es p y el menor entre los posibles precios monopolísticos es m, un precio tope de c, si c es inferior a m, haría desventajoso para el vendedor elevar el precio por encima de p. El precio máximo provocaría la reimplantación del precio competitivo e incrementaría la demanda, al propio tiempo que la producción y la oferta. Una vaga percepción de esta concatenación sugiere a veces la conveniencia de la intervención del gobierno precisamente para mantener la competencia y orientarla de suerte que actúe de un modo beneficioso.

No es necesario insistir en la circunstancia de que todas estas fórmulas carecen de base real cuando se pretende aplicarlas a los precios de monopolio originados por la injerencia estatal. Si el poder público se opone a los precios de monopolio derivados de los nuevos inventos, lo que debería hacer es no otorgar patente alguna de invención. Es absurdo concederlas y anularlas seguidamente obligando al beneficiario a enajenar el producto a precio de competencia. Si el gobierno combate los carteles, es mejor que suprima todas las medidas (por ejemplo, los derechos arancelarios sobre la importación) que hacen posible la aparición de los mismos.

La cosa es distinta cuando los precios de monopolio se originan sin el concurso estatal. En tal supuesto, las tasas reinstaurarían las condiciones de competencia si fuera posible, mediante cálculos teóricos, determinar el nivel de precios que, de operar, el mercado habría fijado. Pero ya hemos demostrado que las tentativas de elaborar precios sin mercado son totalmente vanas[2]. La esterilidad a que de antemano aparecen condenados los esfuerzos realizados para determinar la tarifa justa e idónea en un servicio público es bien conocida de todos los expertos.

El estudio de estas dos excepciones pone de relieve por qué, en algún caso concreto, los precios máximos, aplicados con extraordinaria prudencia y en reducido margen, no aminoran la oferta del producto o servicio en cuestión. Pero esta doble excepción no invalida la regla general de que la interferencia de los precios provoca inexorablemente situaciones menos deseables —incluso contempladas desde el ángulo en que se sitúa la autoridad al ordenarla— que las que se habrían registrado sin control de precios.

Consideraciones sobre las causas de la decadencia de la civilización clásica

El conocimiento de las consecuencias de la interferencia del gobierno en los precios del mercado nos permite comprender las causas económicas de un importante acontecimiento histórico, la decadencia de la civilización clásica.

Carece de interés entrar aquí a precisar si la organización económica del Imperio Romano era un sistema capitalista o no. Lo que sí puede afirmarse, sin lugar a dudas, es que, al llegar el Imperio a su cénit en el siglo II —bajo los Antoninos, los emperadores «buenos»—, se había instaurado un avanzado régimen de división social del trabajo apoyado en un activo comercio interregional. Varios centros metropolitanos, un número considerable de ciudades y muchas aglomeraciones urbanas más pequeñas formaban núcleos de refinada civilización. Los habitantes de estas poblaciones eran abastecidos de alimentos y materias primas procedentes no ya de las comarcas agrícolas próximas, sino también de lejanas provincias. Algunos de estos suministros afluían en concepto de rentas que los ciudadanos ricos retiraban de sus propiedades rústicas. Pero la porción más considerable provenía del intercambio de los productos manufacturados por los habitantes de la ciudad y los artículos ofrecidos por la población rural. Además, se registraba un comercio intensivo entre las distintas regiones del vasto Imperio. No sólo la industria, sino también la agricultura, tendían a una creciente especialización. Las diversas partes del Imperio no eran ya económicamente autárquicas; operaban de modo interdependiente.

No fueron las invasiones bárbaras la causa y origen de la caída del Imperio Romano y del ocaso de su civilización, sino el resquebrajamiento de esta interconexión económica. Los agresores exteriores no hicieron más que aprovechar la oportunidad que la debilidad interna del Imperio les deparaba. Desde un punto de vista militar, las hordas invasoras de los siglos IV y V no eran en modo alguno superiores a aquellas otras fácilmente vencidas por las legiones imperiales poco antes. Roma era la que había cambiado; su estructura económica y social pertenecía ya al Medioevo.

La libertad que Roma reconoció a la economía estuvo siempre, sin embargo, bastante mediatizada. El comercio de cereales y demás bienes considerados de primera necesidad fue invariablemente objeto de una intervención mayor que otros aspectos de la actividad mercantil. Se consideraba inmoral pedir por el trigo, el aceite o el vino —los artículos esenciales de aquellos tiempos— precios superiores a los que la gente estimaba normales. Las autoridades municipales intervenían enérgicamente para cortar lo que consideraban abusos de los especuladores. Se impedía así, cada vez más, el desenvolvimiento de un eficiente comercio mayorista. Mediante la annona —es decir, la nacionalización o municipalización del comercio de granos— se pretendió remediar la situación, pero sin éxito, empeorándose aún más las cosas. Los cereales escaseaban en las aglomeraciones urbanas y los agricultores, por su parte, se quejaban de que el cultivo no era remunerador[3]. La creciente interferencia de las autoridades impedía que se equilibrara la oferta con una siempre creciente demanda.

El desastre final sobrevino cuando, ante los disturbios sociales de los siglos III y IV, los emperadores se lanzaron a rebajar y envilecer el valor de la moneda. Tales prácticas inflacionarias, unidas a unos congelados precios máximos, paralizaron definitivamente la producción y el comercio de los artículos básicos, desintegrando toda la organización económica. Cuanto más celo desplegaban las autoridades en hacer respetar las tasas, tanto más desesperada se hacía la situación de las masas urbanas, que dependían siempre de la disponibilidad de productos alimenticios. El comercio de granos y de otros artículos de primera necesidad desapareció por completo. Para no morir de hambre, la gente huía de las ciudades; regresaban al campo y se dedicaban al cultivo de cereales, olivos, vides y otros productos, pero sólo para el propio consumo. Los grandes terratenientes restringían, por falta de compradores, las superficies cultivadas, fabricando en las propias heredades —las villae— los productos artesanos que precisaban. Paso a paso, la agricultura en gran escala, seriamente amenazada ya por el escaso rendimiento del trabajo servil, resultaba cada vez menos racional, a medida que era sucesivamente más difícil traficar a precios remuneradores. Como los propietarios rurales no podían vender en las ciudades, los artesanos urbanos perdieron también su clientela. Para cubrir las necesidades requeridas por la explotación agraria hubieron aquéllos de acudir a emplear en la propia villa artesanos que trabajaran por su cuenta. Al final, el terrateniente abandonó la explotación en gran escala y se convirtió en mero perceptor de rentas abonadas por arrendatarios y aparceros. Estos coloni eran o esclavos liberados o proletarios urbanos que huían de las ciudades y volvían a labrar la tierra. Los latifundios fueron haciéndose cada vez más autárquicos. La actividad económica de las grandes urbes, el tráfico mercantil y el desenvolvimiento de las manufacturas ciudadanas se redujo de modo notable. El progreso de la división del trabajo, tanto en Italia como en las provincias del Imperio, se contuvo. La estructura económica de la antigua civilización, que tan alto nivel alcanzara, retrocedió a un nivel que hoy denominaríamos feudal.

Los emperadores se alarmaron ante un estado de cosas que minaba gravemente su poderío militar y financiero. Pero las medidas adoptadas resultaron ineficaces puesto que no atacaban la raíz del mal. Apelar a la coacción y compulsión para invertir la tendencia hacia la desintegración social era contraproducente, ya que la descomposición precisamente traía su origen del recurso a la fuerza y a la coacción. Ningún romano, sin embargo, fue capaz de comprender que la decadencia del Imperio era consecuencia de la injerencia estatal en los precios y del envilecimiento de la moneda. De nada servía que los emperadores dictaran leyes contra quien abandonara la ciudad para refugiarse en el campo, o, por decirlo con arreglo al texto legal, contra quien relicta civitate rus habitare maluerit[4]. El sistema de las liturgiae —los servicios públicos que habían de prestar los ciudadanos ricos— no hacía más que acelerar el proceso de descomposición del régimen de división del trabajo. Las disposiciones relativas a las obligaciones especiales de los navieros, los navicularii, no tuvieron más éxito en su pretensión de detener la decadencia de la navegación que las leyes cerealistas en su aspiración a apartar los obstáculos que dificultaban abastecer de productos agrícolas a las aglomeraciones urbanas.

La maravillosa civilización de la antigüedad desapareció porque fue incapaz de amoldar su código moral y su sistema legal a las exigencias de la economía de mercado. Cualquier sistema social se halla inexorablemente condenado a perecer cuando los actos humanos indispensables para que funcione normalmente son menospreciados por la moral, declarados contrarios al derecho por los códigos y perseguidos por jueces y magistrados. El Imperio Romano sucumbió porque sus ciudadanos ignoraron el espíritu liberal y repudiaron la iniciativa privada. El intervencionismo económico y su corolario político, el gobierno dictatorial, descompusieron la poderosa organización de aquel Imperio, como también, en el futuro, lo harán con cualquier otro régimen social.

3. LOS SALARIOS MÍNIMOS

Propugnar un alza constante de la remuneración laboral —bien por decisión del poder público o como consecuencia de la intimidación y la fuerza de los sindicatos— constituye la esencia del intervencionismo. Elevar los salarios más allá del límite que el mercado señalaría se considera una medida maravillosa para la economía en general, que además se apoya en eternas normas morales. Quien tenga audacia suficiente para oponerse a este dogma ético-económico se verá inmediatamente denigrado como imagen viva de la maldad y de la ignorancia. El temor y asombro con que las tribus primitivas contemplaban a quien osara violar cualquier norma reputada tabú es idéntico al que embarga a la mayoría de nuestros contemporáneos cuando alguien es lo bastante temerario como para romper una línea de piquetes de huelga. Millones de seres exultan de alegría cuando los esquiroles reciben merecido castigo de manos de los huelguistas, en tanto que policías, fiscales y jueces guardan ante el hecho altiva neutralidad o incluso se ponen del lado de quienes fomentan la violencia.

Los tipos de salario establecidos por el mercado tienden a alcanzar un nivel tal que facilita empleo a todos los que lo desean, y permiten a quienes buscan trabajadores contratar tantos como precisan, con lo que se logra ese pleno empleo hoy tan reclamado por todos. Cuando ni el poder público ni los sindicatos interfieren el mercado, únicamente puede haber o paro voluntario o paro cataláctico. Pero, tan pronto como mediante métodos coactivos externos al funcionamiento del mercado —ya provengan de actos del gobierno o de la intromisión de los sindicatos— se pretende que los salarios rebasen aquel límite, surge el paro institucional. Así como en el mercado no interferido prevalece una inexorable tendencia a la extinción del paro cataláctico, el paro institucional, por el contrario, no puede desaparecer en tanto los poderes públicos o sindicales impongan sus particulares decisiones. Si el tipo mínimo de salario afecta sólo a una parte de los posibles sectores de ocupación, quedando libres otras ramas del mercado laboral, quienes pierden su empleo a consecuencia de la elevación de los salarios invaden las industrias libres de aquella injerencia incrementando la oferta de mano de obra. Cuando tan sólo los obreros más cualificados se hallaban asociados, los aumentos salariales conseguidos por los sindicatos no provocaban paro institucional. Rebajaban simplemente las retribuciones laborales de aquellos otros trabajadores todavía no asociados o cuyos sindicatos eran menos eficientes. Corolario de la mejora conseguida por los obreros organizados era la reducción de remuneraciones que soportaban los demás. Hoy en día, sin embargo, acentuada la interferencia del poder público en la fijación de la remuneración laboral y reforzada la organización sindical con el apoyo del gobierno, las cosas han cambiado. El paro institucional se ha convertido ya en un fenómeno social crónico y permanente.

Lord Beveridge, más tarde entusiasta defensor de la injerencia gubernamental y sindical en el mercado laboral, subrayaba en 1930 que la capacidad de «una política de salarios altos» para provocar paro «no la niega ningún investigador de autoridad reconocida»[5]. Desconocer esta concatenación causal implica poner en duda la existencia misma de leyes que regulen la sucesión e interconexión de los fenómenos de mercado. Los economistas que al principio simpatizaron con las asociaciones obreras pronto comprendieron que las organizaciones sindicales sólo pueden alcanzar sus objetivos mientras se preocupan exclusivamente de minorías trabajadoras. La actividad sindical sólo puede beneficiar a una aristocracia laboral privilegiada, desentendiéndose de las repercusiones que el resto del mundo salarial tiene que soportar[6]. Nadie ha podido afirmar coherentemente que mediante la acción de los sindicatos obreros fuera posible ni mejorar la condición ni elevar el nivel de vida de todos los asalariados.

Vale la pena recordar aquí que el propio Marx nunca pensó que la acción sindical pudiera incrementar los salarios en general. «La tendencia normal de la producción capitalista —decía— no apunta al alza sino a la baja del nivel medio de los salarios». Las asociaciones obreras, por tanto, lo único que podían hacer con respecto a los salarios era procurar «sacar el mejor partido posible de oportunidades ocasionales a fin de mejorarlos circunstancialmente»[7]. Marx, sin embargo, apoyaba la existencia de tales asociaciones obreras porque permitían arremeter contra «el sistema mismo de la esclavitud del salario y los actuales métodos de producción»[8]. Los sindicatos deberían comprender que «en lugar del lema conservador ¡Un buen jornal por un buen trabajo! deberían inscribir en su bandera la consigna revolucionaria ¡Abajo el sistema salarial!»[9]. Los marxistas lógicos combatieron siempre todo intento de imponer tipos mínimos de salario, pues entendían que perjudicaban al interés de la masa laboral en su conjunto. Desde que se inició el moderno movimiento obrero no ha cesado el antagonismo entre los sindicatos y los socialistas revolucionarios. Las tradicionales uniones laborales inglesas y americanas se dedicaban exclusivamente a obtener, mediante la coacción, salarios más altos. Pero desconfiaban del socialismo, tanto del «utópico» como del «científico». En Alemania hubo tremenda rivalidad entre los partidarios del marxismo y los líderes sindicalistas. Y consiguieron éstos, en los decenios anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial, imponer sus ideas. Los socialdemócratas hicieron suyos entonces los principios del intervencionismo y del sindicalismo. En Francia, Georges Sorel pretendió imbuir en los sindicatos el espíritu de ruda combatividad y belicosidad revolucionaria que Marx deseaba imprimirles. Todavía hoy, en todos los países no socialistas, se aprecia dentro de las asociaciones obreras aquel conflicto entre las dos facciones, incapaces siempre de llegar a entenderse. Una de ellas considera el sindicalismo como medio idóneo para mejorar la situación del obrero en el seno del capitalismo; la otra, por el contrario, no ve en los sindicatos sino organizaciones al servicio del comunismo militante, aprobando su existencia sólo en la medida en que, convertidas en la vanguardia del ejército proletario, su violencia permita derrocar el sistema capitalista.

Un exceso de verbalismo pseudohumanitario ha hundido en la confusión y el apasionamiento las cuestiones que suscita el sindicalismo obrero. Quienes propugnan coactivos salarios mínimos —ya sea impuestos por el poder público o por la violencia sindical— aseguran estar combatiendo por la mejora y bienestar de las masas laborales. No toleran que nadie ponga en duda ese su peculiar dogma según el cual los tipos mínimos de salario constituyen el método único, idóneo e indispensable para incrementar las retribuciones laborales de modo permanente y para todos los asalariados. Alardean de ser los verdaderos amigos del «obrero», del «hombre común»; los auténticos partidarios tanto del «progreso» como de los eternos principios de la «justicia».

Pero el problema es más profundo. Consiste en determinar si no es más cierto que el único e insoslayable método para elevar el nivel de vida de todos los trabajadores consiste, precisa e inequívocamente, en aumentar la productividad marginal del trabajo mediante el incremento del capital disponible a ritmo superior al crecimiento de la población. Los teóricos del sindicalismo pugnan con denuedo por escamotear tan fundamental cuestión. Nunca hacen referencia al tema básico, es decir, a la relación entre el número de obreros y la cantidad disponible de bienes de capital. Determinadas medidas sindicales suponen una tácita admisión de los teoremas catalácticos relativos a la determinación de los tipos de salario. Los sindicatos, impidiendo la entrada de mano de obra extranjera y poniendo todo género de obstáculos al acceso de competidores nacionales a aquellos sectores que controlan, lo que en definitiva provocan es una reducción de la oferta laboral allí donde les interesa. Por otra parte, se muestran hostiles a la exportación de capitales. ¿Qué sentido tendría todo esto si no fuera cierto que la cuota de capital disponible por individuo determina el quantum salarial?

La explotación de la masa laboral constituye la base y fundamento de la ideología sindicalista. De acuerdo con la versión que de esa tesis ofrece el sindicalismo —versión que no coincide del todo con la del credo marxista— en la producción de bienes sólo el trabajo cuenta y el valor del trabajo invertido constituye el único coste real. Todos los beneficios que proporciona la cosa elaborada deberían en justicia llegar íntegramente a manos del obrero, quien sólo así llegaría a cosechar el producto íntegro de su trabajo. El daño que el sistema capitalista irroga a la masa laboral radica en permitir que terratenientes, capitalistas y empresarios retengan y hagan suya una parte de esos beneficios. La porción que retiran tales parásitos sociales constituye la renta no ganada. Es una renta sustraída a otros; un robo, en definitiva. Tienen, pues, sobrada razón los obreros cuando persiguen la paulatina pero constante alza de los salarios hasta lograr que nada reste para el mantenimiento de explotadores ociosos, carentes de toda utilidad social. Las masas laborales, por esta vía, no hacen sino proseguir la batalla que pretéritas generaciones iniciaran por la emancipación de esclavos y siervos y la abolición de los impuestos, tributos, diezmos y prestaciones gratuitas que pesaban sobre los siervos de la gleba en beneficio de la nobleza detentadora de la tierra. De ahí que la actividad obrera resulte invariablemente favorable a la libertad, la igualdad y a los inalienables derechos del hombre. Y no cabe dudar de la victoria final; la inexorable evolución histórica tiende a barrer los privilegios de clase, para instaurar últimamente el reino de la libertad y la igualdad. De antemano está condenada al fracaso la reaccionaria actitud empresarial en su vana pretensión de detener el progreso.

Tales son los principios de la filosofía social hoy imperante. No faltan, sin embargo, quienes, aun aceptando estas ideas filosóficas, no quieren llegar a admitir las conclusiones lógicas preconizadas por los extremistas. Son personas más suaves, más comedidas, que creen que al empresario también le corresponde algún beneficio, aunque éste no debe sobrepasar los límites de lo «justo». Pero, comoquiera que los módulos para fijar en términos de equidad la porción correspondiente a empresarios y capitalistas varían en extremo, la diferencia de criterio entre radicales y moderados, al final, cuenta poco y, además, los segundos en ningún caso dejan de prohijar el principio de que los salarios reales deben subir siempre; en ninguna circunstancia deben bajar. Muy pocos, en este sentido, fueron los que en los Estados Unidos, durante el curso de las dos guerras mundiales, se atrevieron a discutir la pretensión de los sindicatos según la cual, incluso en medio de una crisis nacional, la retribución neta de los salarios debía ser incrementada a ritmo superior al coste de la vida.

Afirma el sindicalismo que la confiscación, total o parcial, de los beneficios de empresarios y capitalistas no produce daño alguno. Los partidarios del dogma sindical emplean el término beneficio en el sentido que le dieron los economistas clásicos. No se establece distinción alguna entre el beneficio empresarial propiamente dicho, los intereses del capital aportado y la oportuna compensación por los servicios laborales prestados por el propio empresario. Abordaremos más tarde las consecuencias que derivan de la confiscación de intereses y dividendos; y veremos también qué es lo que la teoría sindical pretende sacar de los dogmas de la «capacidad de pago» y de la «participación en beneficios»[10]. Hemos examinado ya el argumento del poder adquisitivo que se aduce para justificar la elevación del salario por encima de los tipos potenciales del mercado[11]. Resta por analizar el denominado efecto Ricardo.

Ricardo fue quien por primera vez expuso explícitamente la tesis según la cual el alza salarial impulsa a los capitalistas a sustituir mano de obra por maquinaria y viceversa[12]. Los sindicalistas concluyen que una política de elevación de salarios ha de resultar invariablemente beneficiosa para todos, al poner en marcha perfeccionamientos técnicos que acrecientan la productividad del trabajo. Esos más altos salarios se pagan por sí solos. Los obreros, forzando en tal sentido a los empresarios, se constituyen en la vanguardia que impulsa la prosperidad y el progreso.

Muchos economistas aprueba la tesis de Ricardo, pero no son consecuentes y rechazan las radicales conclusiones que deberían admitir una vez aceptada la premisa. La verdad es que el efecto Ricardo no pasa de ser un argumento que sólo deslumbra a principiantes en ciencia económica. Pero, por eso mismo, es una falacia altamente peligrosa cuyo íntimo error conviene poner de manifiesto.

La confusión comienza con lo de que la máquina «sustituye» al obrero. La máquina lo único que hace es dar más eficiencia y productividad al factor trabajo. Con una misma inversión de mano de obra se obtienen bienes en mayor cantidad o de mejor calidad. La utilización de máquinas y herramientas no origina por sí sola reducción del número de obreros dedicados a la fabricación del artículo A. Este efecto secundario se origina porque, en igualdad de condiciones, una mayor oferta de A disminuye la utilidad marginal de las correspondientes unidades en comparación con la de otros artículos; de ahí que, desde un punto de vista social, convenga detraer mano de obra de la producción de A para dedicarla a la elaboración de otros bienes. El perfeccionamiento tecnológico registrado en la fabricación de A hace posible que en adelante puedan realizarse proyectos que antes no podían llevarse a la práctica porque la mano de obra requerida estaba precisamente dedicada a producir el artículo A demandado a la sazón más urgentemente por los consumidores. La reducción del número de obreros en la industria A deriva de la creciente demanda que, gracias al nuevo capital, provocan aquellos otros sectores como consecuencia de la oportunidad que se les presenta de expansionarse. Todo esto pone incidentalmente de relieve la inconsistencia de todas las vaguedades que sobre el «paro tecnológico» suelen escucharse.

Las máquinas y las herramientas no son primariamente dispositivos para economizar mano de obra, sino medios que aumentan la producción por unidad de gasto. El utillaje industrial tan sólo economiza mano de obra si se considera desde el punto de vista del particular sector de producción afectado. Contemplado desde el punto de vista del consumidor y en relación con el interés de la colectividad, las máquinas no son más que instrumentos que multiplican la productividad del esfuerzo humano. Incrementan la cuantía de bienes disponibles y permiten, de un lado, ampliar el consumo y, de otro, disponer de más tiempo libre. Qué bienes serán consumidos en mayor cantidad y hasta qué punto preferirá la gente disponer de más ocio depende de los individuales juicios valorativos.

El empleo de más y mejores herramientas es factible sólo en la medida en que puede disponerse del capital necesario. Ahorrar —es decir, provocar un excedente de producción sobre el consumo— es una condición indispensable para todo perfeccionamiento tecnológico. De nada sirve el dominar las oportunas técnicas, si no se dispone del capital necesario. Los indios conocen perfectamente los métodos americanos de producción; no es, desde luego, el bajo nivel de los salarios indios lo que les impide adoptarlos; el problema está en su insuficiente capitalización.

El ahorro capitalista conduce necesariamente a la mejora e incremento de los equipos industriales; el ahorro simple —es decir, el almacenamiento de bienes de consumo como reserva para el día de mañana— desempeña en una economía de mercado un papel despreciable. Dentro del sistema capitalista el ahorro es siempre ahorro capitalista. El excedente de la producción sobre el consumo se invierte, o directamente en el propio negocio del sujeto que ahorra, o indirectamente en empresas de terceros mediante cuentas bancarias de depósito, suscripción de acciones, bonos y obligaciones o hipotecas[13]. En el grado en que la gente mantiene el consumo por debajo de sus ingresos, va creándose un capital adicional que tan pronto como es acumulado se destina a incrementar los bienes que integran el mecanismo de producción. Como ya dijimos anteriormente, este resultado no puede ser desvirtuado por cualquier tendencia sincrónica hacia una mayor liquidez[14]. Por un lado, la acumulación de capital adicional es condición indispensable si se quiere disponer de más y mejores herramientas; por otro, no existe para el capital adicional otro destino que la adquisición de más y mejores herramientas.

La teoría de Ricardo y la doctrina sindicalista que de ella deriva alteran por completo el planteamiento. La tendencia a elevar los salarios no es la causa, sino el efecto del perfeccionamiento técnico. La actividad mercantil basada en el lucro se ve compelida a utilizar los más eficientes métodos de producción. Tan sólo la insuficiencia de capital pone freno al empresario en su constante afán por mejorar el equipo industrial manejado. Si se carece del capital indispensable, es inútil recurrir a un aumento salarial para obtenerlo.

Los tipos mínimos de salario únicamente influyen en el empleo de maquinaria desviando la inversión adicional de uno a otro sector. Supongamos que en un país económicamente atrasado, Ruritania, el sindicato de estibadores fuerza a los patronos a abonar salarios más elevados en comparación con los que satisfacen las restantes industrias del país. En tal supuesto puede acontecer que el más provechoso empleo de capital adicional consista en instalar artefactos mecánicos para la carga y descarga de buques. Sin embargo, el capital empleado sería sustraído de otros sectores industriales que sin la imposición sindical lo habrían utilizado de un modo más beneficioso. El aumento de salarios concedido a los estibadores no provoca incremento alguno en la producción total ruritana, sino por el contrario una disminución[15].

En igualdad de circunstancias, sólo si se incrementa el capital aumentan los salarios. Cuando el poder público o los sindicatos imponen salarios superiores a los que habría fijado un mercado laboral no interferido, la oferta de mano de obra excede la demanda y surge el paro institucional.

Bajo el hechizo avasallador del intervencionismo, tratan los gobiernos de corregir las indeseadas consecuencias de su injerencia acudiendo a la hoy denominada política de pleno empleo e implantan el subsidio contra el paro, el arbitraje como medio de resolver los conflictos laborales, la realización de obras públicas, la expansión crediticia y, en fin, la inflación. Estos remedios son peores que el propio mal que pretenden curar.

La ayuda a los parados no pone fin al paro; les facilita medios para permanecer ociosos. Cuanto más se aproxima el subsidio al nivel que para la remuneración laboral habría señalado el mercado, en mayor grado se aminora el incentivo de hallar nueva colocación. Más que un método para suprimir el paro, es un simple medio de prolongarlo. Las desastrosas repercusiones económicas que tales subvenciones provocan son harto conocidas.

El arbitraje no es un sistema adecuado para resolver las discrepancias para determinar la cuantía de los salarios. Si la decisión arbitral coincide exactamente con el tipo potencial que señala el mercado o indica un salario inferior, resulta superflua. Si, en cambio, los fija por encima del tipo potencial de mercado, se producen las mismas consecuencias que las de cualquier otro sistema de fijación de salarios mínimos por encima de los de mercado, es decir el paro institucional. Es irrelevante la motivación a que recurra el árbitro para justificar su fallo. Lo que importa no es si los salarios son «justos» o «injustos» con arreglo a criterios arbitrarios, sino si dan lugar a un exceso de oferta de mano de obra sobre la demanda. Es posible que haya gente que considere acertado fijar los salarios a tal nivel que se condene a la mayor parte de la masa obrera potencial a un paro permanente. Ahora bien, nadie osará afirmar que ello sea conveniente y beneficioso para la sociedad.

Si los gastos del gobierno en obras públicas se financian mediante la imposición fiscal o emitiendo deuda, la capacidad de gastar e invertir de los ciudadanos se reduce en la misma proporción en que aumenta el erario público. No se crean puestos de trabajo adicionales.

Pero si el gobierno nutre su presupuesto acudiendo a manipulaciones inflacionistas —aumento de la circulación fiduciaria o mayor expansión crediticia—, lo único que hace es provocar un alza general de los precios. Si durante el proceso inflacionario el incremento de los salarios resulta rebasado por la subida de los precios, es posible que el paro institucional se atenúe e incluso que desaparezca. Pero ello no significa sino que se reducen los salarios reales. Lord Keynes aseguraba que la expansión crediticia podía acabar con el paro; pensaba que la «rebaja gradual y automática de los salarios reales como consecuencia del alza de los precios» no hallaría una resistencia tan vigorosa en la masa laboral como cualquier otra tentativa de reducir nominalmente los salarios[16]. El que tan sofisticado plan tenga efecto positivo exige mantener a los asalariados en un estado de ignorancia y estupidez altamente improbable. Mientras sigan creyendo que los salarios mínimos les benefician, no consentirán que se les defraude mediante tan simples maquinaciones.

En la práctica, todos estos artificios de una supuesta política de pleno empleo no conducen al final sino a instaurar un socialismo de tipo germano. Comoquiera que los miembros de un tribunal arbitral paritario, con representantes patronales y obreros, nunca llegan a ponerse de acuerdo en cuanto a la remuneración que deba reputarse justa, la decisión virtualmente incumbe a los vocales designados por el gobierno. Queda así el poder público investido de facultades para fijar los salarios.

Cuanto más proliferen las obras públicas, cuanto mayor número ponga en marcha el gobierno para llenar el vacío que provoca la «incapacidad de la empresa privada para el logro del empleo total», el ámbito de la actividad individual se irá progresivamente reduciéndose, con lo que el dilema capitalismo o socialismo vuelve a surgir. Es, por tanto, impensable una política permanente de salarios mínimos.

Aspectos catalácticos del sindicalismo

El único problema cataláctico que la existencia de asociaciones obreras plantea no es otro sino el de decidir si mediante la coacción y la fuerza se puede elevar los salarios de todos los que aspiran a obtenerlos por encima del límite que un mercado inadulterado señalaría.

En todos los países los sindicatos han conseguido el privilegio de apelar a la violencia. El poder público les ha transferido su más típico atributo, a saber, el uso exclusivo de la coacción. Las leyes penales, que configuran como delito recurrir a la violencia salvo en caso de legítima defensa, mantienen plena vigencia; no han sido ni modificadas ni derogadas. Sin embargo, en nuestra época es tolerada, dentro de límites muy amplios, la utilización de procedimientos de fuerza y coacción si son las asociaciones obreras quienes a ellos apelan. Los sindicatos gozan de libertad para impedir con la fuerza que sus órdenes fijando la cuantía de los salarios o estableciendo las demás condiciones en materia laboral que reputan de interés sean desatendidas. Con impunidad plena infligen daños corporales a los esquiroles y a los empresarios o a sus representantes si así lo estiman oportuno. Pueden atentar contra los bienes de los patronos e incluso causar perjuicio a los clientes que acudan a sus establecimientos. Las autoridades, con el beneplácito de la opinión pública, justifican tales actos. La policía no detiene a los culpables, ni el ministerio público formula denuncia alguna, de suerte que jueces y magistrados no tienen posibilidad siquiera de aplicarles las sanciones legalmente previstas. En casos excepcionales, cuando la violencia rebasa ya todos los límites, se intenta ponerles coto adoptando algunas tímidas medidas de escasa eficacia que por lo demás generalmente fracasan. Este fracaso se debe unas veces a la desidia burocrática y otras a la insuficiencia de los medios de que dispone la autoridad; en la mayoría de los casos, sin embargo, lo que se constata es la total ausencia del necesario brío y decisión en todos los órganos administrativos por actuar eficazmente[17].

En los países no socialistas, tal es lo que desde hace mucho sucede. Los economistas, al poner de manifiesto esta situación, ni culpan ni acusan. Se limitan, por un lado, a exponer cómo las asociaciones obreras se hallan investidas de poder suficiente para establecer tipos mínimos de salarios y, por otro, a precisar el real significado de la expresión «contratación colectiva».

Contratación colectiva, para los teóricos del sindicalismo, no significa sino sustituir por una negociación sindical la que cada obrero llevaría a cabo individualmente. Bajo una economía de mercado desarrollada, la contratación de los productos que suelen comprarse y venderse en importantes cantidades nunca se efectúa como cuando se trata de bienes no fungibles. El comprador o vendedor de bienes o servicios fungibles fija un precio arbitrario que luego modifica, de acuerdo con la reacción que su oferta provoca, hasta alcanzar aquel nivel que le permite comprar o vender cuanto desea. No se puede utilizar otro método. Los grandes almacenes no pueden regatear con sus clientes. Fijan el precio de un artículo y esperan. Quien necesita quinientos soldadores establece el tipo de salario que en su opinión ha de permitirle contratar quinientos hombres. Si se presenta un número menor, no tendrá otro remedio que ofrecer más. El patrono debe elevar el salario hasta alcanzar el límite que impida a sus competidores quitarle el personal mediante una remuneración superior. Los salarios mínimos coactivamente fijados resultan estériles por la precisa razón de que ahuyentan a aquellos potenciales empleadores que harían que quedara totalmente absorbida la oferta laboral.

Si las asociaciones obreras actuaran en realidad como agencias de contratación, la negociación colectiva no elevaría los tipos de salario por encima del nivel del mercado libre. En tanto existan obreros sin colocar, el empresario no debe ofrecer mayor salario. Una auténtica negociación colectiva no diferiría catalácticamente de la contratación individual. De igual manera que ocurre cuando se negocia individualmente, el hacerlo colectivamente daría virtual oportunidad a quienquiera que todavía no hubiera encontrado la deseada colocación.

Pero lo que, de manera eufemística, denominan los dirigentes sindicales negociación colectiva y legislación «pro laboral» tiene en realidad carácter bien distinto. Es un diálogo entre una parte pertrechada de medios coactivos y decidida a emplearlos y otra inerme e intimidada. No es la transacción de mercado; es un dictado impuesto al patrono. Y sus efectos no difieren de los que provocan las alzas salariales decretadas por el estado con el respaldo de las fuerzas policiacas y los tribunales. Ambas, invariablemente, generan paro.

Tanto la opinión pública como numerosos estudios pseudoeconómicos abordan estas cuestiones en una atmósfera de falacias. El problema básico nada tiene que ver con el derecho de asociación. De lo que se trata es de decidir si conviene o no conferir a un cierto grupo el privilegio de recurrir impunemente a la acción violenta. Estamos ante el problema del Ku Klux Klan.

No menos incorrecto es enfocar el asunto desde el ángulo del derecho de huelga. La cuestión nada tiene que ver con el derecho a holgar, sino con la facultad de obligar a otros —mediante la intimidación y la violencia— a dejar de trabajar impidiendo que nadie pueda trabajar en una empresa a cuyos obreros el sindicato ordenó que cesaran en su actividad. Cuando, para justificar su actuación intimidatoria y violenta, los sindicatos invocan el derecho a la huelga, no quedan mejor emplazados que lo estaría un grupo religioso que pretendiera ampararse en la libertad de cultos para perseguir a los disidentes.

Cuando en épocas pasadas las leyes denegaban, en algunos países, el derecho a asociarse, tal criterio derivaba del temor a que mediante la sindicación sólo se aspiraba a implantar un régimen de intimidación y violencia en la esfera laboral. Si en otros tiempos las autoridades utilizaron la fuerza pública para proteger a los patronos, a sus representantes y a la propiedad en general ante las acometidas de los huelguistas, ello no quiere decir que realizaran ningún acto hostil a la masa obrera. Cumplían tan sólo con lo que todo gobierno debe considerar deber fundamental; estaban salvaguardando el exclusivo derecho estatal al uso de la coacción.

No tiene la ciencia económica por qué entrar en la distinción entre huelgas «legales» e «ilegales», ni tampoco adentrarse en aquellas legislaciones, como la del New Deal americano, conscientemente orientadas contra el empresariado, que han situado a los sindicatos en una posición de privilegio. Tan sólo hay que destacar un aspecto. Lo mismo si el poder público decreta, como si los sindicatos imponen mediante la violencia y la intimidación, salarios que sobrepasen el nivel potencial del mercado, se provoca inexorablemente paro institucional.