CAPÍTULO III

LA ECONOMÍA Y LA REBELIÓN CONTRA LA RAZÓN

1. LA REBELIÓN CONTRA LA RAZÓN

Es cierto que a lo largo de la historia ha habido filósofos que han exagerado la capacidad de la razón. Creían que el hombre puede descubrir mediante el raciocinio las causas originarias de los eventos cósmicos y hasta los objetivos perseguidos por la causa primera creadora del universo y determinante de su evolución. Abordaban lo «Absoluto» con la misma tranquilidad con que contemplarían el funcionamiento de su reloj de bolsillo. Descubrían valores inconmovibles y eternos; proclamaban normas morales que todos los hombres habrían de respetar incondicionalmente.

Recordemos, en este sentido, a tantos creadores de utopías y sus imaginarios paraísos terrenales donde sólo la razón pura prevalecería. No advertían que aquellos imperativos absolutos y aquellas verdades evidentes, tan pomposamente proclamadas, no eran más que fantasías de sus propias mentes. Se consideraban infalibles, abogando, con el máximo desenfado, por la intolerancia y la violenta supresión de heterodoxos y disidentes. Aspiraban a la dictadura, bien para sí, bien para gentes que fielmente ejecutarían sus planes. La doliente humanidad no podía salvarse más que si, sumisa, aceptaba las fórmulas por ellos recomendadas.

Recordemos a Hegel. Fue ciertamente un pensador profundo; sus escritos son un rico acervo de atractivas ideas. Pero siempre actuó bajo el error de suponer que el Geist, lo Absoluto, se manifestaba a través de sus palabras. Nada había demasiado arcano ni recóndito en el universo para la sagacidad de Hegel. Claro que se cuidaba siempre de emplear expresiones tan ambiguas que luego han podido ser interpretadas del modo más diverso. Los hegelianos de derechas entienden que sus teorías apoyan a la autocracia prusiana y a la iglesia teutona. Para los hegelianos de izquierdas, en cambio, el mismo ideario aboga por el ateísmo, el radicalismo revolucionario más intransigente y las doctrinas anarquistas.

No descuidemos, en el mismo sentido, a Augusto Comte. Estaba convencido de hallarse en posesión de la verdad; se consideraba perfectamente informado del futuro que la humanidad tenía reservado. Erigióse, pues, en supremo legislador. Pretendió prohibir los estudios astronómicos por considerarlos inútiles. Quiso reemplazar el cristianismo por una nueva religión e incluso arbitró una mujer que había de ocupar el puesto de la Virgen. A Comte se le pueden disculpar sus locuras, ya que era un verdadero demente en el más estricto sentido patológico del vocablo. Pero ¿cómo exonerar a sus seguidores?

Se podrían aducir innumerables ejemplos de este mismo tipo. Tales desvarios, sin embargo, en modo alguno pueden esgrimirse para argumentar contra la razón, el racionalismo o la racionalidad. Porque estos errores no guardan ninguna relación con el problema específico que a este respecto interesa y que consiste en determinar si es o no la razón instrumento idóneo, y además el único, para alcanzar el máximo conocimiento que al hombre resulte posible conseguir. Nadie que celosa y abnegadamente haya buscado la verdad osó jamás afirmar que la razón y la investigación científica permiten despejar todas las incógnitas. Fue siempre consciente de la limitación de la mente humana. Sería ciertamente injusto responsabilizar a tales pensadores de la tosca filosofía de un Haeckel o de la intelectual frivolidad de las diversas escuelas materialistas.

Los racionalistas se han preocupado siempre de resaltar las insalvables barreras con que, al final, tanto el método apriorístico como la investigación empírica forzosamente han de tropezar[1]. Ni un David Hume, fundador de la economía política inglesa, ni los utilitaristas y pragmatistas americanos pueden, en justicia, ser acusados de haber pretendido exagerar la capacidad del hombre para alcanzar la verdad. A la filosofía de las dos últimas centurias pudiera, más bien, echársele en cara su proclividad al agnosticismo y escepticismo; pero nunca una desmedida confianza en el poder de la mente humana.

La rebelión contra la razón, típica actitud mental de nuestra era, no cabe achacarla a supuesta falta de modestia, cautela o autocrítica por parte de los estudiosos. Tampoco se puede atribuir a unos imaginarios fracasos de las modernas ciencias naturales, disciplinas éstas en continuo progreso. Nadie sería capaz de negar las asombrosas conquistas técnicas y terapéuticas logradas por el hombre. La ciencia moderna no puede ser denigrada por incurrir en intuicionismo, misticismo o similares vicios. La rebelión contra la razón apunta, en verdad, a un objetivo distinto. Va contra la economía política; en el fondo, se despreocupa totalmente de las ciencias naturales. Fue una indeseada pero lógica consecuencia de la crítica contra la economía el que fuera preciso incluir en el ataque a tales disciplinas. Evidentemente, no se podía impugnar la razón en un solo campo científico sin cuestionarla en las restantes ramas del saber.

Esa tan insólita reacción fue provocada por los acontecimientos de mediados del siglo pasado. Los economistas habían demostrado la falta de fundamento de las fantasías de los socialistas utópicos. Las deficiencias de la ciencia económica clásica, no obstante, impedían demostrar plenamente la impracticabilidad del socialismo, si bien las ideas de aquellos investigadores bastaban ya para poner de manifiesto la vanidad de todos los programas socialistas. El comunismo estaba fuera de combate. No sabían sus partidarios cómo replicar a la implacable crítica que se les hacía, ni aducir argumento alguno en defensa propia. Parecía haber sonado la hora última de la doctrina.

Un solo camino de salvación quedaba franco. Era preciso difamar la lógica y la razón, suplantando el raciocinio por la intuición mística. Tal fue la empresa reservada a Marx. Amparándose en el misticismo dialéctico de Hegel, arrogóse tranquilamente la facultad de predecir el futuro. Hegel pretendía saber que el Geist, al crear el Universo, deseaba instaurar la monarquía prusiana de Federico Guillermo III. Pero Marx estaba aún mejor informado acerca de los planes del Geist. Había descubierto que la meta final de la evolución histórica era alcanzar el milenio socialista. El socialismo llegaría fatalmente, «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza». Puesto que, según Hegel, toda fase posterior de la historia es, comparativamente a las anteriores, una etapa superior y mejor, no cabía duda que el socialismo, fase final y última de la evolución humana, habría de suponer, desde cualquier punto de vista, el colmo de las perfecciones. De donde la inutilidad de analizar detalladamente su futuro funcionamiento. La historia, a su debido tiempo, lo dispondría todo del modo mejor, sin necesidad alguna del concurso de los mortales.

Pero quedaba por superar el obstáculo principal, a saber, la inquebrantable dialéctica de los economistas. Y Marx encontró la solución. La razón humana —arguyó— es, por naturaleza, incapaz de hallar la verdad. La estructura lógica de la mente varía según las diferentes clases sociales. No existe una lógica universalmente válida. La mente normalmente sólo produce «ideologías»; es decir, con arreglo a la terminología marxista, conjuntos de ideas destinados a disimular y enmascarar los ruines intereses de la propia clase social del pensador. De ahí que la mentalidad «burguesa» no interese al proletariado, esa nueva clase social que abolirá las clases y convertirá la tierra en auténtico edén.

La lógica proletaria, en cambio, jamás puede ser tachada de lógica de clase. «Las ideas que la lógica proletaria engendra no son ideas partidistas, sino emanaciones de la más pura y estricta lógica»[2]. Es más, en virtud de un privilegio especial, la mente de ciertos escogidos burgueses no está manchada por el pecado original de su condición burguesa. Ni Marx, hijo de un pudiente abogado, casado con la hija de un junker prusiano, ni tampoco su colaborador Engels, rico fabricante textil, jamás pensaron que también pudiera afectarles a ellos esa ley, atribuyéndose, por el contrario, pese a su indudable origen burgués, plena capacidad para descubrir la verdad absoluta.

Compete al historiador explicar cómo pudo ser que tan torpes ideas se difundieran. La labor del economista, sin embargo, es otra: analizar a fondo el polilogismo marxista, así como todos los demás tipos de polilogismo formados a semejanza de aquél y poner de manifiesto sus errores y contradicciones.

2. EL ASPECTO LÓGICO DEL POLILOGISMO

El polilogismo marxista asegura que la estructura lógica de la mente varía según las distintas clases sociales. El polilogismo racista difiere del anterior tan sólo en que esa dispar estructura mental la atribuye a las distintas razas, proclamando que los miembros de cada una de ellas, independientemente de su filiación clasista, poseen la misma estructura lógica.

No es necesario entrar ahora en una crítica detallada de los conceptos de clase social y raza en el sentido en que estas doctrinas los utilizan. Tampoco es preciso preguntar al marxista cuándo y cómo el proletario que logra elevarse a la condición de burgués pierde su originaria mentalidad proletaria para adquirir la burguesa. Huelga igualmente interrogar al racista acerca del tipo de estructura lógica que pueda tener una persona cuya estirpe racial no sea pura. Hay objeciones mucho más graves que oponer al polilogismo.

Lo más a que llegaron tanto los marxistas como los racistas y los defensores de cualquier tipo de polilogismo fue simplemente a asegurar que la estructura lógica de la mente difiere según sea la clase, la raza o la nación del sujeto. Pero nunca les interesó precisar concretamente en qué difiere la lógica proletaria de la burguesa; la de las razas arias de las que no lo son: la alemana de la francesa o inglesa. Para el marxista, la teoría ricardiana de los costes comparativos es falsa porque su autor era burgués. Los racistas arios, en cambio, la condenan sobre la base de que Ricardo era judío. Los nacionalistas alemanes, en fin, la critican por la condición británica del autor. Hubo profesores teutones que recurrieron a los tres argumentos a la vez en su deseo de invalidar las enseñanzas ricardianas. Ahora bien, una doctrina no puede ser rechazada en bloque simplemente por el origen de quien la expone. Quien tal pretende debe, indudablemente, comenzar por exponer una teoría lógica distinta de la del autor criticado, al objeto de que, una vez ambas contrastadas, quede demostrado que la impugnada llega a conclusiones que, si bien resultan correctas para la lógica de su patrocinador, no lo son, en cambio, para la lógica proletaria, aria o alemana, detallando seguidamente las consecuencias que llevaría aparejadas el sustituir aquellas torpes inferencias por esas segundas más correctas. Pero ningún polilogista, según a todos consta, ha querido ni podido argumentar así.

Por otra parte, es innegable que con frecuencia existen serias disparidades de criterio sobre cuestiones de la mayor trascendencia entre gentes que pertenecen a una misma clase, raza o nación. Hay alemanes —decían los nazis— que, por desgracia, no piensan de modo verdaderamente germano. Pues bien, admitida la posibilidad de que hay alemanes que no razonan según deberían por su sangre, es decir, personas que razonan con arreglo a una lógica no germana, se plantea el problema de determinar quién será competente para resolver qué ideas deben estimarse auténticamente germanas y cuáles no. Aseguraba el ya fallecido profesor Franz Oppenheimer que «yerra a menudo el individuo por perseguir sus propios intereses; la clase, en cambio, a la larga, no se equivoca nunca»[3]. De esta afirmación podría deducirse la infalibilidad del voto mayoritario. Los nazis, sin embargo, eran los primeros en rechazar el veredicto democrático por considerarlo manifiestamente antigermano. Los marxistas aparentan someterse al voto de la mayoría[4]. Pero a la hora de la verdad se inclinan invariablemente por el gobierno minoritario, siempre y cuando sea el partido quien vaya a detentar el poder. Recuérdese, en este sentido, cuán violentamente disolvió Lenin la Asamblea Constituyente rusa —elegida bajo los auspicios de su propio gobierno mediante sufragio universal de hombres y mujeres— porque tan sólo un 20 por 100 de sus miembros era bolchevique.

Los defensores del polilogismo, para ser consecuentes, deberían sostener que, si el sujeto es miembro de la clase, nación o raza correcta, las ideas que emita han de resultar invariablemente rectas y procedentes. La consecuencia lógica, sin embargo, no es virtud que suela brillar entre ellos. Los marxistas, por ejemplo, califican de «pensador proletario» a quienquiera defienda sus doctrinas. Quien se oponga a las mismas, en cambio, es inmediatamente tachado de enemigo de la clase o de traidor social. Hitler, al menos, era más franco cuando simplemente recomendaba enunciar al pueblo un programa genuinamente germánico y, con tal contraste, determinar quiénes eran auténticos arios y quiénes vil canalla, según coincidiesen o no con el plan trazado[5]. Es decir, un individuo cetrino, cuyos rasgos corporales en modo alguno coincidían con los rubios prototipos de la «raza de los señores», se presentaba como el único ser capaz de descubrir qué doctrinas eran adecuadas a la mente germana, exigiendo el ostracismo de la patria alemana para cuantos no aceptaran tales ideas, cualquiera que fuera su morfología fisiológica. Con esto basta para demostrar la falta de fundamento de toda la doctrina.

3. LOS ASPECTOS PRAXEOLÓGICOS DEL POLILOGISMO

Por ideología el marxista entiende una doctrina que, si bien resulta incorrecta analizada a la luz de la auténtica lógica proletaria, beneficia los egoístas intereses de la clase que la formula. Es objetivamente errónea, si bien favorece los intereses clasistas del expositor precisamente en razón de su error. Son numerosos los marxistas que creen haber demostrado su tesis simplemente destacando que el hombre no busca el saber per se. Al investigador —dicen— lo que de verdad le interesa es el éxito y la fortuna. Las teorías se formulan invariablemente pensando en la aplicación práctica de las mismas. Es falso cuanto se predica de una ciencia supuestamente pura, así como cuanto se habla de la desinteresada aspiración a la verdad.

Admitamos, aunque sólo sea a efectos dialécticos, que la búsqueda de la verdad viene inexorablemente guiada por consideraciones de orden material, por el deseo de conquistar concretos y específicos objetivos. Pues bien, ni aun entonces resulta comprensible cómo puede una teoría «ideológica» —es decir, falsa— provocar mejores efectos que otra teoría «más correcta». Cuando un ideario, aplicado en la práctica, provoca los efectos previstos, la gente proclama invariablemente su corrección. No tiene sentido afirmar que una tesis correcta, pese a tal condición, pueda ser menos fecunda que otra errónea.

El hombre emplea armas de fuego. Precisamente para servirse mejor de ellas investigó y formuló la balística. Ahora bien, los estudiosos de referencia, por cuanto aspiraban a incrementar la capacidad cinegética y homicida del hombre, procuraron formular una balística correcta. De nada hubiérales servido una balística meramente ideológica.

Para los marxistas es «orgullosa y vana pretensión» la postura de aquellos investigadores que proclaman su desinteresado amor a la ciencia. Si Maxwell investigó concienzudamente la teoría de las ondas electromagnéticas, ello fue sólo —dicen— a causa del interés que los hombres de negocios tenían por explotar la telegrafía sin hilos[6]. Ahora bien, aun concediendo que fuera cierta esta motivación, en nada queda aclarado el problema de las ideologías que venimos examinando. La cuestión que en verdad interesa estriba en determinar si aquel supuesto afán de la industria del siglo XIX por la telegrafía sin hilos, que fue ensalzada como la «piedra filosofal y el elixir de juventud»[7], indujo a Maxwell a formular una teoría exacta acerca del tema o si le hizo, por el contrario, arbitrar una superestructura ideológica acomodada a los egoístas intereses de la burguesía. Como es bien sabido, no fue tan sólo el deseo de combatir las enfermedades contagiosas, sino también el interés de los fabricantes de vinos y quesos por perfeccionar sus métodos de producción, lo que impulsó a los biólogos hacia la investigación bacteriológica. Los resultados que lograron no pueden, sin embargo, ser calificados de ideológicos en el sentido marxista del término.

Lo que Marx pretendió mediante la doctrina de las ideologías fue socavar el enorme prestigio de la economía. Con toda claridad advertía su incapacidad para refutar las graves objeciones opuestas por los economistas a la admisibilidad de los programas socialistas. La verdad es que el sistema teórico de la economía clásica inglesa le tenía de tal modo fascinado que lo consideraba lógicamente inatacable. O no tuvo ni noticia de las graves dudas que la teoría clásica del valor suscitaba en las mentes más preparadas o, si llegaron a sus oídos, fue incapaz de apreciar la trascendencia de estos problemas. El pensamiento económico de Marx no es más que pobre y mutilada versión de la economía ricardiana. Cuando Jevons y Menger abrían una nueva era del pensamiento económico, la actividad de Marx como escritor había ya concluido; el primer volumen de Das Kapital había visto la luz varios años antes. Ante la aparición de la teoría del valor marginal, Marx se limitó a demorar la publicación de los siguientes volúmenes, que sólo fueron editados después de su muerte.

La doctrina de las ideologías apunta, única y exclusivamente, contra la economía y la filosofía del utilitarismo. Marx no quería sino demoler la autoridad de esa ciencia económica cuyas enseñanzas no podía refutar de modo lógico y razonado. Si dio a la doctrina investidura de norma universal, válida en cualquier fase histórica de las clases sociales, ello fue exclusivamente porque un principio que sólo es aplicable a un determinado hecho histórico no puede considerarse como auténtica ley. De ahí que no quisiera Marx tampoco restringir la validez de su ideario al terreno económico, prefiriendo por el contrario proclamar que el mismo resulta aplicable a cualquier rama del saber.

Doble era el servicio que la economía, en opinión de Marx, había rendido a la burguesía. Desde un principio se había servido ésta de la ciencia económica para triunfar sobre el feudalismo y el despotismo real; y, conseguido esto, los burgueses pretendían seguir apoyándose en ella para sojuzgar a la nueva clase proletaria que surgía. La economía era un manto que servía para encubrir la explotación capitalista con una aparente justificación de orden racional y moral. Permitió, en definitiva —empleando un concepto posterior a Marx—, racionalizar las pretensiones de los capitalistas[8]. Subconscientemente avergonzados éstos de su vil codicia, en el deseo de evitar el rechazo social, obligaron a sus sicofantes, los economistas, a formular teorías que les rehabilitaran ante las gentes honradas.

El deseo de racionalizar las propias pretensiones proporciona una descripción psicológica de los incentivos que impulsan a una determinada persona o a un cierto grupo a formular teoremas o teorías. Tal explicación, sin embargo, nada nos aclara acerca de la validez o invalidez de la tesis formulada. Constatada la inadmisibilidad de la teoría en cuestión, la idea de racionalización es una interpretación psicológica de las causas que inducen al error a sus autores. A nada conduce, en cambio, esgrimir ese afán racionalizador si la doctrina de que se trata es justa y procedente. Aunque admitiéramos, a efectos dialécticos, que los economistas, en sus investigaciones, subconscientemente no pretendían más que justificar las inicuas pretensiones de los capitalistas, no nos sería lícito concluir que con ello había quedado demostrada la forzosa e invariable falsedad de sus teorías. Demostrar el error de una doctrina exige necesariamente refutarla mediante el razonamiento discursivo y arbitrar otra mejor que la sustituya. Al enfrentarnos con el teorema del cuadrado de la hipotenusa o con la teoría de los costes comparativos, para nada nos interesan los motivos psicológicos que posiblemente impulsaran a Pitágoras o a Ricardo a formular tales ideas; es un detalle que, en todo caso, podrá interesar a historiadores y a biógrafos. A la ciencia lo que le preocupa es determinar si los supuestos en cuestión resisten o no la prueba del análisis lógico. Los antecedentes sociales o raciales de sus autores no interesan en absoluto.

Cierto es que la gente, cuando quiere justificar sus egoístas intereses, apela a doctrinas más o menos generalmente aceptadas por la opinión pública. Además, los hombres tienden a ingeniar y propagar doctrinas que consideran pueden servir a sus propios intereses. Ahora bien, lo que con ello no se aclara es por qué tales doctrinas, favorables a determinada minoría, pero contrarias al interés de la gran mayoría, son, sin embargo, aceptadas por la opinión pública. Aun conviniendo que esas doctrinas sean producto de la «falsa conciencia» que obliga al hombre, sin que él mismo se dé cuenta, a razonar del modo en que mejor sean servidos los intereses de su clase, o aun cuando admitamos que sean una deliberada distorsión de la verdad, lo cierto es que al pretender implantarlas habrán de tropezar invariablemente con las ideologías de las demás clases sociales. Y así surge la lucha abierta entre opiniones contrarias. Los marxistas atribuyen la victoria o la derrota en tales luchas a la intervención de la providencia histórica. El Geist, es decir, el primero y mítico motor que todo lo impulsa, sigue un plan definido y predeterminado. Etapa tras etapa va paulatinamente guiando a la humanidad hasta conducirla finalmente a la bienaventuranza del socialismo. Cada una de esas etapas intermedias viene determinada por los conocimientos técnicos del momento; las demás circunstancias de la época constituyen simplemente la obligada superestructura ideológica del estado de la tecnología. El Geist va induciendo al hombre a concebir y plasmar los progresos técnicos apropiados al estadio que esté atravesando. Las demás realidades son meras consecuencias del progreso técnico alcanzado. El taller manual engendró la sociedad feudal; la máquina de vapor, en cambio, dio lugar al capitalismo[9]. La voluntad y la razón desempeñan un papel puramente auxiliar en estos cambios. La inexorable ley de la evolución histórica impele al hombre —sin preocuparse para nada de su voluntad— a pensar y comportarse de la forma que mejor corresponda a la base material de la época. Se engaña la gente cuando cree ser libre y capaz de optar entre unas y otras ideas, entre la verdad y el error. El hombre, por sí, no piensa; es la providencia histórica la que utiliza los idearios humanos para manifestarse ella.

Se trata de una doctrina puramente mística, apoyada tan sólo en la conocida dialéctica hegeliana: la propiedad capitalista es la primera negación de la propiedad individual; por lo que originará, con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza, su propia negación, dando entonces paso a la propiedad pública de los medios de producción[10]. Pero una teoría mística, basada tan sólo en la intuición, no puede liberarse de esa condición por el hecho de apoyarse en otra doctrina de misticismo no menor. No nos aclara por qué el individuo tiene inexorablemente que formular ideologías concordes con los intereses de su clase social. Admitamos, en gracia al argumento, que todas las doctrinas que el sujeto ingenia tienden invariablemente a favorecer sus intereses personales. Pero ¿es que el interés individual coincide siempre con el de la clase? El mismo Marx reconoce abiertamente que encuadrar en una clase social y en un partido político al proletariado exige previamente vencer la competencia que entre sí se hacen los propios trabajadores[11]. Es evidente que se plantea un insoluble conflicto de intereses entre los trabajadores que cobran los altos salarios impuestos por la presión sindical y aquellos otros hermanos suyos condenados al paro forzoso en razón a que esos elevados salarios mantenidos coactivamente impiden que la demanda coincida con la oferta de trabajo. Igualmente antagónicos son los intereses de los trabajadores de los países relativamente superpoblados y los de los países poco poblados en lo atinente a las barreras migratorias. La afirmación según la cual a todo el proletariado le conviene la sustitución del capitalismo por el socialismo no es más que un arbitrario postulado que Marx y los restantes autores socialistas proclaman intuitivamente, pero que jamás prueban de manera convincente. En modo alguno puede considerarse demostrada su fundamentación simplemente alegando que la idea socialista ha sido arbitrada por la mente proletaria y, en consecuencia, que tal filosofía ha de beneficiar necesariamente los intereses de todo el proletariado como tal clase en general.

Una interpretación popular de las vicisitudes de la política referente al comercio exterior británico, basada en las ideas de Sismondi, Frederick List, Marx y la Escuela Histórica alemana, es la siguiente. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y la mayor parte del siglo XIX convenía a los intereses clasistas de la burguesía inglesa la política librecambista. Los economistas ingleses, consiguientemente, formularon sus conocidas teorías en defensa del libre comercio. En ellas se apoyaron los empresarios para organizar movimientos populares que, finalmente, consiguieron la abolición de las tarifas proteccionistas. Posteriormente cambiaron las circunstancias; la burguesía inglesa no podía ya resistir la competencia extranjera; su supervivencia exigía la inmediata implantación de barreras protectoras. Los economistas entonces reemplazaron la ya anticuada ideología librecambista por la teoría contraria y Gran Bretaña volvió al proteccionismo.

El primer error de esta exposición es suponer que la «burguesía» es una clase homogénea compuesta por gentes de coincidentes intereses personales. Los empresarios no tienen más remedio que acomodarse a las circunstancias institucionales bajo las cuales operan. Ni la existencia ni la ausencia de tarifas puede, a la larga, favorecer ni perjudicar al empresario y al capitalista. Cualesquiera que sean las circunstancias del mercado, el empresario tenderá siempre a producir aquellos bienes de los que piensa derivar la máxima ganancia. Son sólo los cambios en las instituciones del país los que, a corto plazo, le favorecen o perjudican. Ahora bien, tales mutaciones jamás pueden afectar igualmente a los diversos sectores y empresas. Una misma disposición puede favorecer a unos y perjudicar a otros. Cada empresario tan sólo se interesa por unas pocas partidas del arancel. Y aun ni siquiera con respecto a esos limitados epígrafes resultan coincidentes los intereses de los diversos grupos y entidades.

Los privilegios que el estado otorga pueden, ciertamente, favorecer los intereses de determinadas empresas y establecimientos. Ahora bien, si tales privilegios se conceden igualmente a todas las demás instalaciones, entonces cada empresario pierde, por un lado —no sólo como consumidor, sino también como adquirente de materias primas, productos semiacabados, máquinas y equipo en general—, lo mismo que, por el otro, puede ganar. El mezquino interés personal tal vez induzca a determinados sujetos a reclamar protección para sus propias industrias. Pero lo que indudablemente tales personas nunca harán es pedir privilegios para todas las empresas, a no ser que esperen verse favorecidos en mayor grado que los demás.

Los industriales británicos, desde el punto de vista de sus apetencias clasistas, no tenían mayor interés que el resto de los ciudadanos ingleses en la abolición de las célebres leyes del trigo. Los terratenientes se oponían a la derogación de tales normas proteccionistas, ya que la baja del precio de los productos agrícolas reducía la renta de sus tierras. El que los intereses de toda la clase empresarial puedan resultar coincidentes sólo es concebible admitiendo la desde hace tiempo descartada ley de bronce de los salarios o de aquella otra doctrina, no menos periclitada, según la cual el beneficio empresarial deriva de la explotación de los trabajadores.

Tan pronto como se implanta la división del trabajo, cualquier mutación, de un modo u otro, forzosamente ha de influir sobre los inmediatos intereses de numerosos sectores. De ahí que resulte fácil vilipendiar toda reforma tachándola de máscara «ideológica», encubridora del vil interés de determinado grupo. Son muchos los escritores contemporáneos exclusivamente entregados a tal entretenimiento. No fue, desde luego, Marx el inventor de un juego de antiguo conocido. En este sentido recordemos el afán de algunos escritores del siglo XVIII por presentar los credos religiosos como fraudulentos engaños de los sacerdotes ansiosos de poder y riqueza para sí y para los explotadores, sus aliados. Los marxistas, más tarde, insistieron en el tema, asegurando que la religión es el «opio del pueblo»[12]. Quienes aceptan tales explicaciones jamás piensan que si hay personas que egoísticamente se interesan por cierta cosa, siempre habrá otras que no menos egoísticamente propugnen lo contrario. Proclamar que determinado acontecimiento sucedió porque favorecía a un cierto grupo en modo alguno basta para explicar su aparición. Es necesario aclarar, además, por qué el resto de la población perjudicada en sus intereses fue incapaz de frustrar las apetencias de aquéllos a quienes tal evento favorecía.

Toda empresa o sector mercantil de momento aumenta su beneficio al incrementar las ventas. Bajo el mercado, sin embargo, a la larga, tienden a igualarse las ganancias en todas las ramas de la producción. Ello es fácilmente comprensible, pues si la demanda de determinados productos aumenta, provocando un incremento del beneficio, el capital afluye al sector en cuestión, viniendo la competencia mercantil a cercenar aquellas elevadas rentabilidades. La venta de artículos nocivos no es más lucrativa que la de productos saludables. Lo que sucede es que, cuando la producción de determinadas mercancías se declara ilegal y quienes con ellas comercian quedan expuestos a persecuciones, multas y pérdidas de libertad, los beneficios brutos deben incrementarse en cuantía suficiente para compensar esos riesgos supletorios. Pero esto en nada influye sobre la cuantía del beneficio percibido.

Los ricos, los propietarios de las instalaciones fabriles, no tienen especial interés en mantener la libre competencia. Quieren que no se les confisquen o expropien sus fortunas; pero, en lo que atañe a los derechos que ya tienen adquiridos, más bien les conviene la implantación de medidas que les protejan de la competencia de otros potenciales empresarios. Quienes propugnan la libre competencia y la libertad de empresa en modo alguno están defendiendo a los hoy ricos y opulentos; lo que realmente pretenden es franquear la entrada a individuos actualmente desconocidos y humildes —los empresarios del mañana— gracias a cuya habilidad e ingenio se elevará el nivel de vida de las masas; no desean sino provocar la mayor prosperidad y el máximo desarrollo económico; forman, sin lugar a dudas, la vanguardia del progreso.

Las doctrinas librecambistas se impusieron en el siglo XIX porque las respaldaban las teorías de los economistas clásicos. El prestigio de éstas era tal que nadie, ni siquiera aquellos cuyos intereses clasistas más se perjudicaban, pudieron impedir que calaran en la opinión pública y se plasmaran en disposiciones legales. Son las ideas las que hacen la historia, no la historia la que engendra las ideas.

Es inútil discutir con místicos y videntes. Basan éstos sus afirmaciones en la intuición y jamás están dispuestos a someter sus posiciones a la dura prueba del análisis racional. Aseguran los marxistas que una voz interior les informa de los planes de la historia. Hay, en cambio, quienes no logran esa comunión con el alma histórica, lo cual demostraría que tales gentes no pertenecen al grupo de los elegidos. Siendo ello así, sería gran insolencia el que esas personas, espiritualmente ciegas y sordas, pretendieran contradecir a los iluminados. Más les valiera retirarse a tiempo y silenciar sus bocas.

La ciencia, sin embargo, no tiene más remedio que razonar, aunque nunca logre convencer a quienes no admiten la preeminente función del raciocinio. Pese a todo, nunca debe el científico dejar de resaltar que no se puede recurrir a la intuición para decidir, entre varias doctrinas antagónicas, cuáles sean ciertas y cuáles erróneas. Prevalecen actualmente en el mundo, además del marxismo, otras muchas teorías. No es, desde luego, aquélla la única «ideología» activa. La implantación de esas otras doctrinas, según los marxistas, perjudicaría gravemente los intereses de la mayoría. Pero lo cierto es que los partidarios de tales doctrinas proclaman exactamente lo mismo que el marxismo.

Los marxistas consideran errónea toda doctrina cuyo autor no sea de origen proletario. Ahora bien, ¿quién merece el calificativo de proletario? No era ciertamente proletaria la sangre del doctor Marx, ni la de Engels, industrial y «explotador», ni la de Lenin, vástago de noble ascendencia rusa. Hitler y Mussolini, en cambio, sí eran auténticos proletarios; ambos conocieron bien la pobreza en su juventud. Las luchas entre bolcheviques y mencheviques, o entre Stalin y Trotsky, no pueden, ciertamente, ser presentadas como conflictos de clase. Al contrario, eran pugnas entre fanáticas facciones que mutuamente se insultaban, tachándose de abominables traidores a la clase y al partido.

La filosofía de los marxistas consiste esencialmente en proclamar: tenemos razón por ser los portavoces de la naciente clase proletaria; la argumentación lógica jamás podrá invalidar nuestros asertos, pues a través de ellos se manifiesta aquella fuerza suprema que determina el destino de la humanidad: nuestros adversarios, en cambio, yerran gravemente al carecer de esa intuición que a nosotros nos ilumina, y la verdad es que, en el fondo, no tienen culpa; carecen, pura y simplemente, de la genuina lógica proletaria, resultando fáciles víctimas de las ideologías; los insondables imperativos de la historia nos darán la victoria, mientras hundirán en el desastre a nuestros oponentes. No tardará en producirse nuestro triunfo definitivo.

4. EL POLILOGISMO RACIAL

El polilogismo marxista no es más que un mero arbitrio urdido a la desesperada para apuntalar las insostenibles doctrinas socialistas. Al pedir que la intuición reemplace a la razón, el marxismo simplemente apela al alma supersticiosa de la masa. El polilogismo marxista y su derivado, la llamada «sociología del conocimiento», vienen así a situarse en posición de antagonismo irreconciliable frente a la ciencia y al raciocinio.

No sucede lo mismo con el polilogismo de los racistas. Este tipo de polilogismo es consecuencia de ciertas tendencias del moderno empirismo, tendencias que, si bien son a todas luces erróneas, se hallan hoy en día muy de moda. Nadie pretende negar la división de la humanidad en razas; en efecto, se distinguen las unas de las otras por la disparidad de los rasgos corporales de sus componentes. Para los partidarios del materialismo filosófico, los pensamientos no son más que una secreción del cerebro, como la bilis lo es de la vesícula. Siendo ello así, la consistencia lógica vedaría a tales pensadores rechazar de antemano la hipótesis de que los pensamientos segregados por las diversas mentes pudieran diferir esencialmente según fuera la raza del pensador. Porque el que la ciencia no haya hallado todavía diferencias anatómicas entre las células cerebrales de las distintas gentes no debiera bastarnos para rechazar, sin más, su posible disparidad lógica. Tal vez los investigadores lleguen un día a descubrir peculiaridades anatómicas, hoy por hoy no apreciadas, que diferenciarían la mente del blanco de la del negro.

Algunos etnólogos afirman que no se debe hablar de civilizaciones superiores e inferiores, ni considerar atrasadas a determinadas razas. Ciertas culturas, desde luego, son diferentes de la occidental que las naciones de estirpe caucásica han elaborado. Pero esa diferencia en modo alguno debe inducirnos a considerar a aquéllas inferiores. Cada raza tiene su mentalidad típica. Es ilusorio pretender ponderar una civilización utilizando módulos propios de otras gentes. Para Occidente, la china es una civilización anquilosada y de bárbaro primitivismo la de Nueva Guinea. Los chinos y los indígenas de esta última, no obstante, desdeñan nuestra civilización tanto como nosotros podemos despreciar la suya. Estamos ante puros juicios de valor, arbitrarios por fuerza siempre. La estructura de aquellos pueblos es distinta de la nuestra. Han creado civilizaciones que convienen a su mentalidad, lo mismo que la civilización occidental concuerda con la nuestra. Cuanto nosotros consideramos progreso puede ser para ellos todo lo contrario. Contemplado a través de su lógica, el sistema que han establecido permite mejor que el nuestro, supuestamente progresivo, que prosperen ciertas instituciones típicamente suyas.

Tienen razón tales etnólogos cuando aseguran no ser incumbencia del historiador —y el etnólogo, a fin de cuentas, es un historiador— formular juicios de valor. Sin embargo, se equivocan cuando suponen que las razas en cuestión han perseguido objetivos distintos de los que el hombre blanco, por su lado, pretendió siempre alcanzar. Los asiáticos y los africanos, al igual que los europeos, han luchado por sobrevivir, sirviéndose, al efecto, de la razón como arma fundamental. Han querido acabar con los animales feroces y con las sutiles enfermedades; han hecho frente al hambre y han deseado incrementar la productividad del trabajo. En la consecución de tales metas, sus logros son, sin embargo, muy inferiores a los de los blancos. Buena prueba de ello es el afán con que reclaman todos los adelantos occidentales. Sólo si los mongoles o los africanos, al ser víctimas de penosa dolencia, renunciaran a los servicios del médico europeo, sobre la base de que sus opiniones y su mentalidad les hacen preferir el sufrimiento al alivio, tendrían razón los investigadores a que nos venimos refiriendo. El mahattma Gandhi echó por la borda todos sus principios filosóficos cuando ingresó en una moderna clínica para ser operado de apendicitis.

Los pieles rojas americanos desconocían la rueda. Los habitantes de los Alpes jamás pensaron en calzarse unos esquís que hubieran hecho notablemente más grata su dura existencia. Ahora bien, no soportaban estos inconvenientes porque su mentalidad fuera distinta de la de aquellas otras gentes que mucho antes conocieron la rueda y el esquí; se trataba más bien de graves fallos, aun contemplados desde el personal punto de vista de los propios indios o de los habitantes de los Alpes.

Estas reflexiones se refieren exclusivamente a la motivación de concretas y específicas acciones, no al problema realmente trascendente de si es o no distinta la estructura mental de las diferentes razas. Pero eso es lo que los racistas pregonan[13].

Nos remitimos aquí a cuanto en anteriores capítulos se dijo acerca de la estructura lógica de la mente y de los principios categóricos en que se basan el pensamiento y la acción. Unas pocas observaciones más bastarán para demostrar definitivamente la inanidad del polilogismo racista y de todos los demás tipos de polilogismo.

Las categorías del pensamiento y de la acción humana no son ni arbitrarios productos de la mente ni meros convencionalismos. No llevan una vida propia externa al universo y ajena al curso de los eventos cósmicos. Son, por el contrario, realidades biológicas que desempeñan una función tanto en la vida como en la realidad. Son herramientas que el hombre emplea en su lucha por la existencia, en su afán por acomodarse lo mejor posible a las realidades del universo y de evitar el sufrimiento hasta donde se pueda. Concuerdan dichas categorías con las condiciones del mundo externo y retratan las circunstancias que presenta la realidad. Desempeñan una determinada función y, en tal sentido, resultan efectivas y válidas.

De ahí que sea a todas luces inexacto afirmar que el conocimiento apriorístico y el razonamiento puro no pueden proporcionamos ilustración alguna acerca de la efectiva realidad y estructura del universo. Las reacciones lógicas fundamentales y las categorías del pensamiento y de la acción constituyen las fuentes primarias de todo conocimiento humano. Concuerdan con la estructura de la realidad; advierten a la mente humana de tal estructura y, en tal sentido, constituyen para el hombre hechos ontológicos básicos[14]. Nada sabemos acerca de cómo una inteligencia sobrehumana pensaría y comprendería. En el hombre toda cognición está condicionada por la estructura lógica de su mente, quedando aquélla implícita en ésta. Así lo demuestran los éxitos alcanzados por las ciencias empíricas, o sea, la aplicación práctica de tales disciplinas. Dentro de aquellos límites en que la acción humana es capaz de lograr los fines que se propone, es obligado rechazar todo agnosticismo.

De haber existido razas de estructura lógica diferente a la nuestra, no habrían podido recurrir a la razón como herramienta en la lucha por la existencia. Para sobrevivir habrían tenido que confiar exclusivamente en sus reacciones instintivas. La selección natural habría suprimido a cuantos individuos pretendieran recurrir al raciocinio, prosperando únicamente aquéllos que no fiaran más que en el instinto. Ello implica que habrían sobrevivido sólo los ejemplares de las razas en cuestión cuyo nivel mental no fuera superior al de los animales.

Los investigadores occidentales han reunido cuantiosa información tanto de las refinadas civilizaciones de la China y la India como de las primitivas civilizaciones aborígenes de Asia, América, Australia y África. Se puede asegurar que sabemos de tales razas cuanto merece ser conocido. Pero ningún polilogista ha pretendido jamás utilizar dichos datos para demostrar la supuesta disparidad lógica de estos pueblos y civilizaciones.

5. POLILOGISMO Y COMPRENSIÓN

Hay, no obstante, marxistas y racistas dispuestos a interpretar de otro modo las bases epistemológicas de sus propios idearios. En tal sentido, proclaman que la estructura lógica de la mente es uniforme en todas las razas, naciones y clases. El marxismo o el racismo jamás pretendieron —dicen— negar un hecho tan indiscutible. Lo que ellos sostienen es que tanto la comprensión histórica como los juicios de valor y la apreciación estética dependen de los antecedentes personales de cada uno. Evidentemente, esta nueva presentación no concuerda con lo que sobre el tema escribieron los defensores del polilogismo. Ello no obstante, conviene examinar el punto de vista en cuestión a título de doctrina propia e independiente.

No es necesario proclamar una vez más que los juicios de valor, así como los objetivos que el hombre pueda perseguir, dependen de las peculiares circunstancias físicas y la personal disposición de cada uno[15]. Ahora bien, ello en modo alguno implica que la herencia racial o la filiación clasista predeterminen fatalmente los juicios de valor o los fines apetecidos. Las discrepancias de opinión que se dan entre los hombres en cuanto a su respectivo modo de apreciar la realidad y de valorar las normas de conducta individual en modo alguno coinciden con las diferentes razas, naciones o clases.

Sería difícil hallar una mayor disparidad valorativa que la que se aprecia entre el asceta y la persona ansiosa de gozar alegremente de la vida. Un abismo separa al hombre o a la mujer de condición verdaderamente religiosa de todo el resto de los mortales. Ahora bien, personas pertenecientes a las razas, naciones, clases y castas más diversas han abrazado el ideal religioso. Mientras algunas descendían de reyes y ricos nobles, otras habían nacido en la más humilde pobreza. San Francisco y Santa Clara y sus primeros fervorosos seguidores nacieron todos en Italia, pese a que sus paisanos, tanto entonces como ahora, jamás se distinguieron por rehuir los placeres sensuales. Anglosajón fue el puritanismo, al igual que la desenfrenada lascivia de los reinados de los Tudor, Estuardo y Hannover. El principal defensor del ascetismo en el siglo XIX fue el conde León Tolstoi, acaudalado miembro de la libertina aristocracia rusa. Y Tolstoi consideró siempre la Sonata a Kreutzer, de Beethoven, obra maestra del hijo de unos padres extremadamente pobres, como la más fidedigna representación de ese mundo que él con tanto ardor condenaba.

Lo mismo ocurre con las valoraciones estéticas. Todas las razas y naciones han hecho arte clásico y también arte romántico. Los marxistas, pese a cuanto proclama una interesada propaganda, no han creado ni un arte ni una literatura específicamente proletarios. Los escritores, pintores y músicos «proletarios» ni han creado nuevos estilos ni han descubierto nuevos valores estéticos; tan sólo se diferencian de los «no proletarios» por su tendencia a considerar «burgués» cuanto detestan, reservando en cambio el calificativo de «proletario» para cuanto les agrada.

La comprensión histórica, tanto en el caso del historiador profesional como en el del hombre que actúa, refleja invariablemente la personalidad del interesado[16]. Ahora bien, el historiador, al igual que el político, si son gentes competentes y avisadas, cuidarán de que no les ciegue el partidismo cuando desean captar la verdad. El que califiquen cierta circunstancia de beneficiosa o de perjudicial carece de importancia. Ninguna ventaja personal puede derivar de exagerar o minimizar la respectiva relevancia de los diversos factores intervinientes. Sólo la torpeza de algunos pseudohistoriadores puede hacerles creer que sirven mejor a su causa falseando los hechos. Las biografías de Napoleón I y Napoleón III, de Bismarck, Marx, Gladstone y Disraeli, las personalidades más discutidas del siglo pasado, difieren ampliamente entre sí en lo que respecta a juicios de valor; pero coinciden ampliamente en lo que atañe al papel histórico que dichos personajes desempeñaron.

Otro tanto ocurre al político. ¿Qué gana el partidario del protestantismo con ignorar el vigor y el prestigio del catolicismo o el liberal al menospreciar la fuerza del socialismo? Para triunfar, el hombre público ha de contemplar las cosas tal como realmente son; quien vive de fantasías fracasa sin remedio. Los juicios de relevancia difieren de los valorativos en que aquéllos aspiran a ponderar circunstancias que no dependen del criterio subjetivo del actor. Ahora bien, como igualmente los matiza la personalidad del sujeto, no puede haber acuerdo unánime en tomo a ellos. Pero de nuevo surge la interrogante: ¿Qué ventaja puede derivar una raza o clase de la alteración «ideológica» de la verdad?

Como dijimos anteriormente, las profundas discrepancias que los estudios históricos registran no tienen su causa en que sea distinta la lógica de los respectivos expositores, sino en disconformidades surgidas en el seno de las ciencias no históricas.

Muchos escritores e historiadores modernos comulgan con aquel dogma marxista según el cual el advenimiento del socialismo es tan inevitable como deseable, habiendo sido encomendada al proletariado la histórica misión de implantar el nuevo régimen previa la violenta destrucción del sistema capitalista. Partiendo de tal premisa, consideran muy natural que la «izquierda», es decir, los elegidos, recurran a la violencia y al homicidio. No se puede hacer la revolución por métodos pacíficos. De nada sirve perder el tiempo con nimiedades tales como el asesinato de las hijas del zar, de León Trotsky, de decenas de millares de burgueses rusos, etc. Si «sin romper los huevos no puede hacerse la tortilla», ¿a qué viene ese afán por resaltar tan inevitable rotura? El planteamiento, no obstante, cambia por completo cuando alguna de esas víctimas osa defenderse y repeler la agresión. Pocos se atreven ni siquiera a mencionar los daños, las destrucciones y las violencias de los obreros en huelga. En cambio, cuando una compañía ferroviaria, por ejemplo, adopta medidas para proteger contra tales desmanes sus bienes y la vida de sus funcionarios y usuarios, los gritos se oyen por doquier.

Ese diferente tratamiento no proviene de encontrados juicios de valor, ni de disimular un modo de razonar. Es consecuencia de las contradictorias teorías sobre la evolución histórica y económica. Si es inevitable el advenimiento del socialismo y sólo puede ser implantado por métodos revolucionarios, esos asesinatos cometidos por los «progresistas» carecen, evidentemente, de importancia. En cambio, la acción defensiva u ofensiva de los «reaccionarios», que puede demorar la victoria socialista, cobra gravedad máxima. Son hechos importantes, mientras que los actos revolucionarios son mera rutina.

6. EN DEFENSA DE LA RAZÓN

Los racionalistas nunca pensaron que el ejercicio de la inteligencia pudiera llegar a hacer omnisciente al hombre. Advirtieron que, por más que se incrementara el saber, el estudioso acabaría enfrentado con datos últimos no susceptibles de ulterior análisis. Pero hasta donde el hombre puede razonar, entendieron, debe aprovechar su capacidad intelectiva. Es cierto que los datos últimos resultan inabordables para la razón; pero lo que en definitiva puede conocer la humanidad pasa siempre por el filtro de la razón. Ni cabe un conocimiento que no sea racionalista ni una ciencia de lo irracional.

En lo atinente a problemas todavía no resueltos, es lícito formular diferentes hipótesis, siempre y cuando éstas no pugnen ni con la lógica ni con los hechos demostrados por la experiencia. Tales soluciones, sin embargo, de momento no serán más que eso: hipótesis.

Ignoramos cuáles sean las causas que provocan la diferencia intelectual que se aprecia entre los hombres. La ciencia no puede explicar por qué un Newton o un Mozart fueron geniales, mientras la mayoría de los humanos no lo somos. Pero lo que no se puede aceptar es que la genialidad dependa de la raza o la estirpe del sujeto. El problema consiste en saber por qué un cierto individuo sobresale de entre sus hermanos de sangre y por qué se distingue del resto de los miembros de su propia raza.

Suponer que las hazañas de la raza blanca derivan de una superioridad racial es un error ligeramente más justificable. Pero tal afirmación no pasa de ser una vaga hipótesis, en pugna, además, con el hecho incontrovertible de que fueron pueblos de otras estirpes quienes echaron los cimientos de nuestra civilización. También es posible que en el futuro otras razas sustituyan a los blancos, desplazándoles de su hoy preeminente posición.

La hipótesis en cuestión debe ser ponderada por sus propios méritos. No cabe descartarla de antemano sobre la base de que los racistas la esgrimen para justificar su afirmación de que existe un irreconciliable conflicto de intereses entre los diversos grupos raciales y que, en definitiva, prevalecerán las razas superiores sobre las inferiores. La ley de asociación de Ricardo patentizó hace mucho tiempo el error de semejante modo de interpretar la desigualdad humana[17]. Pero lo que no puede hacerse para combatir el racismo es negar hechos evidentes. Es evidente que, hasta el momento, determinadas razas no han contribuido en nada, o sólo en muy poco, al progreso de la civilización, pudiendo las mismas ser, en tal sentido, calificadas de inferiores.

Si nos empeñáramos en destilar, a toda costa, de las enseñanzas marxistas, un adarme de verdad, podíamos llegar a convenir en que los sentimientos emocionales ejercen gran influencia sobre el raciocinio. Pero esto nadie ha pretendido jamás negarlo y, desde luego, no fueron los marxistas los que descubrieron tan evidente verdad. Es más, es algo que carece de todo interés por lo que respecta a la epistemología. Son muchos los factores que impulsan al hombre tanto cuando descubre la verdad como cuando se equivoca. Pero corresponde a la psicología el enumerar y ordenar tales circunstancias.

La envidia es una flaqueza harto extendida. Son muchos los intelectuales que envidian la prosperidad del afortunado hombre de negocios. Tal resentimiento les arroja frecuentemente en brazos del socialismo, pues creen que bajo ese régimen cobrarían sumas superiores a las que perciben en un régimen capitalista. Ahora bien, la ciencia no puede conformarse con demostrar simplemente la concurrencia de ese factor envidioso, debiendo por el contrario analizar, con el máximo rigor, la doctrina socialista. El investigador no tiene más remedio que estudiar todas las tesis como si quienes las defienden persiguieran única y exclusivamente la verdad. Las escuelas polilogistas jamás están dispuestas a examinar bajo el prisma puramente teórico las doctrinas de sus contraopinantes; prefieren limitarse a subrayar los antecedentes personales y los motivos que, en su opinión, indujeron a sus autores a formular sus teorías. Tal proceder pugna con los más elementales fundamentos del razonar.

Es ciertamente un pobre arbitrio, cuando se pretende combatir cierta doctrina, limitarse a aludir a sus precedentes históricos, al «espíritu» de la época, a las circunstancias materiales del país en que surgió o a las personales condiciones de su autor. Las teorías sólo pueden valorarse a la luz de la razón. El módulo aplicado ha de ser siempre racional. Una afirmación científica o es verdadera o es errónea; tal vez nuestros conocimientos resulten hoy insuficientes para aceptar su total veracidad; pero ninguna teoría puede resultar lógicamente válida para un burgués o un americano si no lo es también para un proletario o un chino.

Resulta incomprensible —en el caso de admitirse las afirmaciones de marxistas y racistas— ese obsesivo afán con que quienes detentan el poder pretenden silenciar a sus meramente teóricos opositores, persiguiendo a cuantos propugnan otras posiciones. La sola existencia de gobiernos intolerantes y de partidos políticos dispuestos a exterminar al disidente es prueba manifiesta del poder de la razón. Apelar a la policía, al verdugo o a la masa violenta no basta para acreditar la veracidad de las ideas defendidas. Lo que tal procedimiento demuestra es que quien a él apela como único recurso dialéctico está en su interior plenamente convencido de que las tesis que defiende son insostenibles.

No se puede demostrar la validez de los fundamentos apriorísticos de la lógica y la praxeología sin acudir a ellos mismos. La razón es un dato último que, por tanto, no puede someterse a mayor estudio o análisis. La propia existencia es un hecho de carácter no racional. De la razón sólo cabe predicar que es el sello que distingue al hombre de los animales y que sólo gracias a ella ha podido aquél realizar todas las obras que consideramos específicamente humanas.

Quienes aseguran que los mortales serían más felices si prescindieran del raciocinio y se dejaran guiar por la intuición y los instintos, deberían ante todo recordar el origen y las bases de la cooperación humana. La economía política, cuando estudia la aparición y el fundamento de la vida social, proporciona amplia información para que cualquiera, con pleno conocimiento de causa, pueda optar entre continuar sirviéndose del raciocinio o prescindir de él. El hombre puede llegar a repudiar la razón; pero antes de adoptar medida tan radical, bueno será que pondere todo aquello a que en tal caso habrá de renunciar.