LA RESTRICCIÓN DE LA PRODUCCIÓN
El presente capítulo pretende examinar aquellas medidas que directa o intencionadamente procuran desviar la producción —utilizando el término en su sentido más amplio que abarca también el transporte y el comercio— de aquellos cauces por los que habría discurrido bajo un régimen de mercado. Toda injerencia estatal en la actividad mercantil, desde luego, desvía la producción del curso que habría seguido presionada tan sólo por los consumidores a través del mercado. Lo característico de la interferencia restrictiva es que el desvío, lejos de ser un efecto secundario, inevitable e inintencionado, es precisamente el objetivo que busca la autoridad. Como cualquier otro acto de intervención, las medidas restrictivas afectan también al consumo. Pero no es éste el fin esencial que persigue la autoridad al implantarlas. El poder público desea intervenir la producción. La circunstancia de que tales decisiones afecten también al consumo es, desde su punto de vista, una secuela no deseada o, al menos, una desagradable repercusión que se tolera en razón a ser inevitable y por estimarse mal menor comparada con las consecuencias de la no intervención.
Restringir la producción significa que el poder público suprime o dificulta o hace más costosa la producción, transporte y distribución de determinados bienes o la aplicación de ciertos sistemas de producción, transporte o distribución. Las autoridades eliminan así algunos de los medios de que dispone el hombre para satisfacer las necesidades que le acucian. La interferencia impide a los individuos utilizar sus conocimientos y habilidades, su capacidad de trabajo y los factores materiales de producción del modo que les reportarían los máximos beneficios y las más cumplidas satisfacciones. Esta injerencia, por tanto, empobrece a la gente cuyas apetencias quedan sólo en menor grado satisfechas.
He aquí el nudo de la cuestión. Vanas son todas las sutilezas y bizantinismos que pretenden invalidar esta fundamental tesis. Como quiera que en el mercado inadulterado prevalece una tendencia irresistible a emplear cada factor de producción de la manera que mejor satisfaga las más urgentes necesidades del consumo, si el gobierno interfiere el proceso no logra otra cosa que desvirtuar esa tendencia; en ningún caso puede favorecerla.
La solidez de esta tesis ha sido demostrada de manera excelente e irrefutable en relación con el tipo históricamente más importante de interferencia en la producción por parte del gobierno, las barreras al comercio internacional. En esta materia, las enseñanzas de los economistas clásicos, especialmente de Ricardo, resultaron definitivas y despejaron para siempre todas las incógnitas. Con los aranceles no se consigue más que desplazar la producción de las zonas donde la productividad por unidad de inversión es mayor a otros lugares donde la rentabilidad es menor. En ningún caso se incrementa la producción; al contrario, se restringe.
La gente cree de buena fe que el gobierno puede impulsar el desarrollo económico. Pero el gobierno no puede ampliar un sector productivo más que restringiendo al propio tiempo otros sectores. La intervención estatal desvía los factores de producción de donde el mercado los hubiera empleado hacia otros diferentes cometidos. Escaso interés ofrece el examen del mecanismo utilizado por la autoridad para alcanzar este objetivo. Puede asignar explícitamente la oportuna subvención o puede también disimularla mediante protección arancelaria; es el consumidor, sin embargo, quien invariablemente paga el coste. He ahí lo único que importa destacar: que se obliga a la gente a prescindir de ciertas satisfacciones más apreciadas a cambio de otras que valoran en menor grado. En toda la filosofía intervencionista palpita constantemente la idea de que el estado opera fuera y por encima del mercado y que puede gastar en empresas propias ciertas míticas riquezas que no proceden de los ciudadanos. Tal es la fábula que Lord Keynes elevó a la categoría de dogma económico, dogma entusiásticamente en seguida acogido por todos aquéllos que del despilfarro público pensaban obtener ventajas personales. Es una perogrullada, pero conviene subrayar una y otra vez que el estado no puede gastar ni invertir un centavo siquiera que no haya detraído del público y que lo que el estado gasta o invierte lo detrae en la misma medida del gasto y la inversión de los ciudadanos.
Mientras que el intervencionismo del gobierno no puede hacer que la gente sea más próspera, sí puede dejarla empobrecida e insatisfecha mediante la restricción de la producción.
El hecho de que la restricción de la producción comporte siempre una reducción de la satisfacción de los individuos no significa que dicha reducción deba considerarse siempre como un mal. Es evidente que el gobierno no la aplica de manera irreflexiva. Pretende alcanzar determinados objetivos y considera la restricción como el procedimiento mejor para conseguirlos. Para enjuiciar con justeza la política restrictiva, es preciso resolver previamente un doble interrogante: ¿Son idóneos los medios elegidos para alcanzar la meta deseada? ¿Compensa la consecución del objetivo la privación impuesta a la gente? Mediante estas preguntas abordamos la restricción con criterio análogo al que aplicábamos al estudiar la imposición fiscal. El pago de las cargas tributarias reduce el bienestar del contribuyente. Esta insatisfacción es el precio que se paga por el servicio que el ente público presta a la sociedad y a sus miembros. En la medida en que la autoridad cumpla su función social y los impuestos no rebasen aquel límite indispensable que facilita el suave funcionamiento del aparato estatal, tales gravámenes son costes productivos y se hallan sobradamente compensados.
Lo acertado de esta manera de enjuiciar las medidas restrictivas adquiere mayor relieve cuando con ellas se sustituye la imposición fiscal. Los gastos que ocasiona la defensa nacional son incluidos, por lo general, en el presupuesto del estado. Pero, en determinadas circunstancias, se sigue un procedimiento distinto. Puede ocurrir que la producción de los elementos necesarios para repeler la agresión bélica dependa de la existencia de determinadas industrias pesadas que la iniciativa privada, en un primer momento, no se decide a instalar. El montaje de ese complejo industrial puede subvencionarse y su coste puede considerarse como gasto bélico. También se puede amparar la operación mediante tarifas proteccionistas. La diferencia estriba sólo en que en el segundo caso los consumidores soportan directamente el coste arancelario, mientras que en el primero lo soportan indirectamente a través de los impuestos con que se paga la ayuda.
Gobiernos y parlamentos, al implantar medidas restrictivas, nunca se percatan de las consecuencias que su injerencia en la vida económica ha de provocar. Con notoria ligereza imaginan que con las barreras aduaneras se puede elevar el nivel de vida del país y con obstinación rechazan las enseñanzas del economista cuando demuestra las inevitables consecuencias del proteccionismo. La condena de éste por parte del economista es irrefutable y está exenta de cualquier sesgo partidista. Cuando los economistas proclaman el carácter nocivo del proteccionismo, no se dejan llevar por dogmatismo alguno. Se limitan a poner de manifiesto que tales medidas no conducen a la meta que precisamente el poder público se propone alcanzar al implantarlas. No discuten el fin último de la política gubernamental; sólo rechazan el medio utilizado, inadecuado para la consecución del objetivo perseguido.
Las medidas restrictivas más populares son las que integran la denominada «legislación social». En este terreno, tanto la opinión pública como las autoridades son víctimas de un grave espejismo en lo que respecta a los efectos de estas medidas. Creen que la reducción de la jornada laboral y la prohibición del trabajo a mujeres y niños, por ejemplo, son medidas que exclusivamente gravan al patrono y que representan un auténtico progreso como «conquistas sociales». Sin embargo esto es cierto sólo en la medida en que tales medidas reducen la oferta de mano de obra y, por tanto, elevan la productividad marginal del trabajo frente a la productividad marginal del capital. Pero la reducción de la actividad laboral reduce la producción y, por tanto, por término medio, también el consumo per cápita. La tarta resulta más pequeña, pero la porción consumida por los asalariados es proporcionalmente mayor que la que recibían de la tarta anterior más voluminosa; al mismo tiempo, la porción que reciben los capitalistas se ve reducida[1]. Dependerá de las circunstancias de cada caso el que mejoren o empeoren los salarios reales de los diversos grupos de trabajadores.
La simpatía popular por la legislación laboral se basa en el error de creer que la cuantía de los salarios no guarda ninguna relación con el valor que la labor de los trabajadores añade al material. La cuantía del salario, dice la «ley de bronce», es el mínimo necesario para atender las más apremiantes necesidades del obrero; nunca supera el mínimo requerido por éste para subsistir. La diferencia entre el valor producido por el obrero y el salario la retiene, en beneficio propio, el patrono explotador. Cuando se reduce dicha plusvalía limitando la jornada laboral, se exonera al obrero de una parte de su pena y fatiga, su salario permanece invariable, y se priva al patrono de una parte de su injusta ganancia. La producción total así disminuida repercute exclusivamente sobre los ingresos del explotador.
Se ha señalado que el papel que la legislación laboral ha desempeñado en la evolución del capitalismo occidental ha sido hasta hace poco bastante menos importante de lo que cabría pensar a la vista del apasionamiento con que públicamente se ha debatido el tema. Las ordenaciones laborales promulgadas por los gobiernos, sustancialmente, no hicieron más que dar oficial consagración a los cambios producidos por la rápida evolución de la actividad industrial[2].2 Pero en los países que adoptaron tardíamente el sistema capitalista de producción y están atrasados en el desarrollo de los métodos modernos de fabricación, el problema de la legislación laboral es crucial. Fascinados por las espurias doctrinas del intervencionismo, los políticos de estos países imaginan que, para mejorar la condición de las masas indigentes, basta con copiar y promulgar la legislación social de las naciones capitalistas más desarrolladas. Enfocan estas cuestiones cual si tan sólo merecieran ser examinadas desde el equivocadamente titulado «aspecto humano» y prescinden del fondo real del tema.
Es realmente lamentable que en Asia millones de tiernos infantes sufran hambre y miseria; que los salarios sean extremadamente bajos comparados con los tipos americanos o europeos occidentales; que la jornada laboral sea larga y las condiciones higiénicas de trabajo deplorables. Pero tan insatisfactorias circunstancias sólo pueden ser modificadas incrementando la cuota de capital. No hay otra salida, si se desea alcanzar una mejora permanente. Las medidas restrictivas propugnadas por sedicentes filántropos son totalmente inoperantes.
No mejorarán las condiciones actuales, sino que tenderán a empeorarlas. Si el cabeza de familia es tan pobre que no puede alimentar suficientemente a sus hijos, vedar a éstos el acceso al trabajo es condenarles a morir de hambre. Si la productividad marginal del trabajo es tan baja que un obrero, mediante una jornada de diez horas, tan sólo puede ganar un salario muy inferior al mínimo americano, en modo alguno se le favorece prohibiéndole trabajar más de ocho horas.
No se trata de si es o no deseable la mejora del bienestar material de los asalariados. Los partidarios de la legislación mal llamada prolaboral desenfocan deliberadamente la cuestión al limitarse a repetir, una y otra vez, que con jornadas más cortas, salarios reales más altos y liberando a los niños y a la mujer casada de la fatiga laboral se acrecienta el bienestar del asalariado. Faltan conscientemente a la verdad, calumniando a quienes se oponen a la adopción de tales disposiciones por estimarlas perjudiciales al verdadero interés de los asalariados, al denostarles como «explotadores de los obreros» y «enemigos del pueblo trabajador». Porque la discrepancia no surge respecto a los objetivos perseguidos sino a los medios más adecuados para alcanzar las metas que todos ambicionan. La cuestión no estriba en si se debe o no incrementar el bienestar de las masas, sino en si los decretos y las órdenes del gobernante, imponiendo la reducción de la jornada laboral y prohibiendo el trabajo a hembras y menores, son o no vía adecuada para elevar el nivel de vida de los asalariados. Es éste un problema estrictamente cataláctico que el economista tiene la obligación de resolver. La fraseología emotiva está fuera de lugar. Apenas si sirve de cortina de humo para ocultar la incapacidad de farisaicos partidarios de la restricción en su vano intento de oponer una réplica convincente a la sólida argumentación de la ciencia económica.
El hecho de que el nivel de vida del trabajador medio americano sea incomparablemente superior al del obrero medio indio; que en Estados Unidos sea más corto el horario de trabajo y que los niños vayan a la escuela en vez de a la fábrica no se debe a las leyes ni a la acción del poder público: todo ello obedece simplemente a que hay mucho más capital invertido por cabeza en USA que en India y, por lo tanto, la productividad marginal del trabajo es mucho mayor. No es mérito de la «política social», sino resultado de los métodos propios del laissez faire que prevalecieron en el pasado sin poner trabas a la evolución del capitalismo. Son esos métodos los que deben adoptar los asiáticos si desean mejorar la suerte de sus pueblos.
La pobreza de Asia y de otros países poco desarrollados se debe a las mismas causas que hicieron penosas las condiciones de los primeros tiempos del capitalismo occidental. Mientras la población aumentaba rápidamente, la interferencia del gobernante no servía más que para demorar la acomodación de los métodos de producción a las necesidades del creciente número de bocas. A los paladines del laissez faire —que los libros de texto de nuestras universidades denigran como pesimistas y defensores de las inicuas cadenas del burgués explotador— corresponde el mérito imperecedero de haber abierto el camino a la libertad económica que elevó el nivel medio de vida a alturas sin precedentes.
La economía no es dogmática, como pretenden los autodenominados «no ortodoxos» defensores de la omnipotencia gubernamental y de la dictadura totalitaria. Ni aprueba ni censura las medidas del gobierno tendentes a restringir el trabajo y la producción. Considera que su deber se limita a exponer las consecuencias que en cada caso se producen de forma inexorable. Corresponde al pueblo decidir qué política se debe seguir. Pero en su elección no debe ignorar las enseñanzas de la economía si quiere alcanzar las metas a las que aspira.
Existen ciertamente casos en los que la gente puede considerar justificadas ciertas medidas restrictivas. Las regulaciones referentes a la prevención de incendios son restrictivas y elevan el coste de producción. Pero la reducción de la producción es el precio que hay que pagar para evitar un mayor desastre. La decisión sobre cada medida restrictiva debe hacerse sobre la base de una meticulosa ponderación de los costes que hay que afrontar y de los beneficios que se obtendrán. Ningún hombre razonable cuestionará esta norma.
Los cambios de circunstancias del mercado no afectan a todos al mismo tiempo y del mismo modo. Para unos el cambio puede representar una ventaja, mientras que para otros puede ser un perjuicio. Sólo después de un cierto lapso temporal, cuando la producción queda ya reajustada a las nuevas circunstancias, se desvanecen estos efectos transitorios. Así pues, cualquier medida restrictiva, aun cuando perjudique a la mayoría, puede temporalmente beneficiar a algunos. Para éstos la restricción equivale a un privilegio; la reclaman precisamente porque les va a beneficiar.
También aquí el ejemplo más notable nos lo proporciona el proteccionismo. La tarifa arancelaria que impide o dificulta la importación perjudica a los consumidores. En cambio, el fabricante nacional se beneficia; desde su punto de vista, la imposición de aranceles o el aumento de los vigentes son medidas estupendas.
Con todas las medidas restrictivas ocurre lo mismo. Si el gobierno limita la actividad de las grandes sociedades y negocios —mediante órdenes directas o a través de la discriminación fiscal— se refuerza la posición competitiva de las empresas de menor tamaño. Si se pone trabas al funcionamiento de los grandes almacenes y de los establecimientos en cadena, los pequeños comercios se benefician.
Pero conviene notar que las ventajas así concedidas son sólo transitorias. Con el tiempo, el privilegio otorgado a una determinada clase de productores va perdiendo su primitiva virtualidad. El sector favorecido atrae a nuevas gentes y entonces la competencia desvanece las ganancias derivadas del privilegio. De este modo, la avidez de estos mimados de la ley para obtener privilegios es insaciable. Continúan exigiendo nuevos privilegios, puesto que los anteriores han perdido su fuerza.
La supresión de una medida restrictiva a la que se adaptó ya la producción implica, por otra parte, un nuevo desarreglo del mercado, que a corto plazo favorece a unos y perjudica a otros. Examinemos el caso refiriéndolo a la política arancelaria. Hace años —digamos en 1920— Ruritania implantó tarifas prohibitivas sobre la importación de cuero. Ello supuso enorme ventaja para las empresas ruritanas dedicadas a los curtidos. Pero más tarde, a medida que se establecían nuevas tenerías, las ganancias extraordinarias que en 1920 y años sucesivos conseguían los curtidores fueron paulatinamente desvaneciéndose. Pronto resultó que no se había hecho más que desplazar una parte de la industria mundial del cuero de los lugares donde tenían mayor productividad por unidad de inversión hacia Ruritania, donde los costes de producción eran más elevados. Los ruritanos pagaban los curtidos a precios superiores a como lo harían si las tarifas arancelarias no se hubieran implantado. Y como se destinaba en Ruritania más capital y trabajo a la producción de cuero de lo que habría ocurrido bajo un régimen de libre comercio, otras industrias nacionales trabajaban menos o, en todo caso, se hallaban congeladas. Se importaba menos cuero y, por tanto, también se exportaba menor cantidad de productos ruritanos. El volumen del comercio exterior de Ruritania se había contraído. Nadie, ni dentro ni fuera del país, derivaba ya ventaja alguna del mantenimiento del arancel; antes al contrario, toda la humanidad se perjudicaba por el descenso de la producción mundial. Si la política adoptada por Ruritania con respecto a los curtidos fuera seguida por todos los países y en todas las ramas de la producción de manera tan rigurosa que quedara suprimido el tráfico internacional e implantada la autarquía en todas las naciones, la gente se vería obligada a renunciar a las enormes ventajas que les proporciona la división internacional del trabajo.
Es evidente que la supresión del arancel ruritano sobre el cuero debería a la larga beneficiar a todos, ruritanos y extranjeros. Sin embargo, a corto plazo chocaría contra los intereses de los capitalistas que invirtieron en las tenerías ruritanas. Lesionaría también los intereses a corto plazo de los obreros especializados en el trabajo de curtir. Una parte habría de emigrar o cambiar de empleo. Estos perjudicados, desde luego, se opondrían enérgicamente a todo intento de suprimir o simplemente reducir las tarifas.
Esto demuestra claramente por qué es políticamente muy difícil acabar con cualquier medida restrictiva, una vez la producción se ha ajustado a ella. Aun cuando la tarifa perjudica a todos, su supresión daña momentáneamente a algunos. Éstos, indudablemente, son minoría. En Ruritania sólo la pequeña fracción de la población dedicada a las tenerías podía salir perjudicada con la abolición del arancel. La inmensa mayoría era compradora de cuero y, por tanto, saldría beneficiada al rebajarse el precio. Más allá de los límites de Ruritania sólo quedarían lesionados los interesados en las industrias que hubieran de reducir sus negocios como consecuencia de la expansión de las tenerías nacionales.
Pero los enemigos de la libertad de comercio establecen una última línea de resistencia, y alegan: Concedido que sólo los ruritanos dedicados al curtido de pieles tienen interés inmediato en mantener el proteccionismo; ahora bien, todo ruritano pertenece a una u otra rama de producción. Si se otorga protección a todas ellas, suprimir las tarifas arancelarias perjudica a los intereses de toda la industria y, por tanto, a todo grupo capitalista o laboral cuya suma es la nación entera. La supresión del arancel, a corto plazo, perjudicaría a la masa ciudadana en su conjunto. Y el interés inmediato es lo que en definitiva cuenta.
El argumento implica un triple error. No es cierto, primero, que todos los sectores industriales quedarían perjudicados con la supresión de las medidas proteccionistas. Al contrario, aquellas ramas cuyos costes de producción fueran comparativamente más bajos progresarían. Sus intereses, no sólo a la larga, sino inmediatamente, se verían favorecidos. Las mercancías capaces de hacer frente a la competencia extranjera para nada precisan de tarifas arancelarias, puesto que en régimen de comercio libre su producción no sólo se puede mantener, sino también intensificar. La protección otorgada a mercancías cuyos costes son en Ruritania más elevados que en el extranjero les perjudica, pues canaliza hacia otros sectores el capital y el trabajo del que en otro caso podrían disponer.
En segundo lugar, el principio del corto plazo es totalmente falso. Cualquier cambio de coyuntura, a corto plazo, perjudica a quienes no acertaron a prevenirlo. Quien fuera consecuente defensor de esta idea debería abogar por una completa rigidez e inmovilidad, oponiéndose a todo cambio, incluso a cualquier perfeccionamiento técnico y aun terapéutico[3]. Si la gente, al actuar, hubiera de preferir siempre evitar un daño inmediato antes que suprimir un mal remoto, se situaría al nivel de los seres irracionales. La característica de la acción humana, en cuanto se distingue de la conducta animal, consiste en renunciar deliberadamente a una comodidad presente por disfrutar de un beneficio más remoto estimado mayor[4].
Por último, si lo que se discute es la supresión de un régimen de protección total, no debe olvidarse que en la supuesta Ruritania los intereses a corto plazo de los ocupados en las tenerías se perjudicarían por la supresión de una de las tarifas; pero se beneficiarían con la reducción de los precios de todas las demás explotaciones liberadas. Es cierto que los salarios de los curtidores se reducirían durante algún tiempo en relación con los percibidos en otros sectores, y sería necesario el transcurso de determinado lapso temporal para que se restableciera la adecuada proporción entre los salarios de las distintas ramas de producción ruritana. Pero coincidiendo con el recorte meramente transitorio de sus ingresos, los obreros afectados se beneficiarían de la reducción en los precios de muchos de los artículos por ellos adquiridos. Y esta mejora no sería meramente pasajera, sino beneficio consolidado, gracias al libre comercio, que ubica las industrias donde los costes resultan menores, lo que supone incrementar la productividad del trabajo y la disponibilidad general de bienes. Tal es la sólida ventaja que el libre comercio acaba proporcionando a todos los miembros de la sociedad de mercado.
La resistencia a abolir la protección arancelaria resultaría tal vez comprensible desde el punto de vista de los curtidores, si las medidas en cuestión sólo ampararan el cuero. Quienes vieran que de momento iban a ser perjudicados con la abolición del privilegio, posiblemente se opondrían a un régimen libre, pese a que el proteccionismo no les reporta ya ninguna ventaja especial. Pero precisamente entonces es cuando la resistencia de los curtidores resultaría vana. La mayoría del país los avasallaría. Lo que fortalece las filas de los proteccionistas es el hecho de que el arancel sobre el cuero no es una excepción, sino que son muchos los rectores industriales que se hallan en semejante posición y que igualmente rechazan la abolición de las respectivas tarifas que a ellas las amparan. Naturalmente, no se trata de un trust basado en intereses comunes. Cuando todos se hallan protegidos en igual medida, todos pierden como consumidores tanto como ganan a título de productores. Quedan todos, además, perjudicados por la disminución de productividad que supone el traslado de las industrias de lugares más apropiados a otros menos favorables. La abolición del régimen arancelario reportaría beneficios generales, independientemente de que la supresión de determinadas tarifas pudiera irrogar perjuicio a determinados intereses. Pero este perjuicio quedaría inmediatamente compensado, al menos en parte, por la abolición tarifaria sobre los productos que la gente adquiriera y consumiera.
Muchos consideran la tarifa proteccionista como si fuera un privilegio concedido a los asalariados del país que les proporciona un nivel de vida superior al que disfrutarían bajo el libre cambio. Esta idea prevalece no sólo en los Estados Unidos, sino también en cualquier estado del mundo donde el salario medio real es superior al de otros lugares.
Es cierto que bajo un régimen de perfecta movilidad del capital y del trabajo aparecería por doquier una tendencia a la igualación de las remuneraciones laborales de una misma clase e igual calidad[5]. Ahora bien, aun cuando hubiera libertad de comercio para las mercancías, esta tendencia no se produciría en nuestro mundo real erizado de obstáculos para el desplazamiento de mano de obra y de instituciones que dificultan la inversión de capital extranjero. La productividad marginal del trabajo es superior en Estados Unidos que en la India porque el capital por trabajador invertido es mayor y porque, además, a los obreros indios se les impide el desplazamiento a América prohibiéndoseles competir en ese mercado laboral. No es necesario discutir ahora si los recursos naturales de América son más abundantes que los de India, ni tampoco si el obrero indio es racialmente inferior al americano. Porque, con independencia de estos hechos, otras circunstancias institucionales, contrarias al libre desplazamiento del capital y del trabajo, bastan para explicar la ausencia de aquella tendencia igualitaria. Y como quiera que la abolición del arancel americano no modificaría esta doble realidad, en modo alguno podría su supresión influir en sentido adverso sobre el nivel de vida del asalariado estadounidense.
Al contrario. Dado que se halla seriamente dificultado el libre desplazamiento de trabajadores y capitales, la transición al libre comercio de mercancías por fuerza habría de elevar el nivel de vida americano. Las industrias en que los costes americanos fueran más altos (productividad americana inferior) se contraerían, y las de costes menores (productividad mayor) se incrementarían.
Bajo un régimen de mercado libre los relojeros suizos incrementarían sus ventas en Estados Unidos y los relojeros americanos reducirían las suyas. Pero ello es sólo una de las facetas del libre comercio. Al producir y vender más, los suizos también ganarían y comprarían más. No tiene importancia el hecho de que adquieran a otras industrias americanas mayor cantidad de mercancías, que incrementen el consumo nacional o que intensifiquen sus compras en otros países, en Francia, por ejemplo. Los dólares adicionales acabarían volviendo a los Estados Unidos, incrementando las ventas de determinadas industrias americanas. Salvo que los suizos regalaran sus productos, no tendrían más remedio que emplear sus dólares en Estados Unidos.
La falsa y tan difundida opinión contraria se basa en la ilusoria idea de que América puede ampliar la compra de mercancías extranjeras a base de reducir las disponibilidades líquidas de sus ciudadanos. Se trata de la conocida falacia según la cual la gente adquiere cosas sin tener en cuenta el estado de su propia tesorería y también según la cual el efectivo en caja es el remanente no gastado una vez realizadas todas las compras apetecidas. Más arriba demostramos el error de esta doctrina típicamente mercantilista[6].
El efecto de las tarifas arancelarias en el campo de los salarios y el nivel de vida de los asalariados es algo totalmente distinto.
En un mundo en el que las mercancías circulan libremente, mientras se obstaculizan los movimientos de personas y capital extranjero, prevalece una tendencia al establecimiento de una determinada relación entre los salarios que se pagan por el mismo tipo y calidad de trabajo en varios países. No se da, ciertamente, una tendencia hacia la igualación de los salarios. Pero el precio final de éstos en diversos países se hallaría en una cierta relación numérica. Este precio final se caracterizaría por el hecho de que todo el que deseara trabajo lo encontraría, y todo el que buscara mano de obra la tendría en la cuantía deseada. Habría «pleno empleo».
Imaginemos que sólo existen dos países: Ruritania y Laputania. En Ruritania, los salarios finales son el doble de los de Laputania. El gobierno ruritano, en tal situación, decreta una de esas denominadas «conquistas sociales» e impone al empresariado determinado desembolso proporcional al número de obreros contratados. Reduce, por ejemplo, la jornada laboral sin permitir el correspondiente recorte de los salarios. La medida ocasiona una contracción de la producción y un alza en el coste unitario de cada mercancía. La gente disfruta de más descanso, pero desciende su nivel de vida. ¿Qué otra cosa cabe esperar de una reducción general de los bienes disponibles?
En Ruritania, el resultado es un fenómeno interno. Aun sin comercio exterior alguno, todo hubiera ocurrido igual. La circunstancia, sin embargo, de que Ruritania no sea un país autárquico y compre y venda a Laputania, no entraña modificaciones en el mencionado fenómeno interno. Pero, de rechazo, afecta a Laputania; como quiera que los ruritanos producen y consumen menos que antes, habrán de restringir sus adquisiciones laputanias. En este segundo país, desde luego, no se registra un descenso general de la producción; algunas de sus industrias, sin embargo, que trabajan para la exportación, habrán de renunciar al mercado ruritano, colocando sus productos en el propio mercado. Laputania verá descender el volumen del comercio exterior; quiera o no quiera, se hará más autárquica. Para los proteccionistas esto sería una ventaja. Pero en realidad no significa sino que se ha reducido el nivel de vida; unas mercancías fabricadas a mayor coste sustituyen a otras menos costosas. A Laputania le ocurre lo que experimentarían los naturales de un país autárquico si un cataclismo redujera la productividad de alguna de las industrias locales. Todo el mundo queda afectado, bajo un régimen de división del trabajo, si se reducen las aportaciones con que la gente contribuye a abastecer el mercado.
Pero esas tan inexorables consecuencias finales de la política supuestamente «social» de Ruritania no afectan a todas las industrias de Laputania ni del mismo modo ni al mismo tiempo. Ciertos lapsos temporales habrán de transcurrir antes de que las dos economías se ajusten a la reducción de la producción ruritana. Los resultados a corto plazo son distintos de los que a la larga se producirán y, sobre todo, resultan más espectaculares. Nadie puede dejar de percibir aquéllos, mientras que de los segundos sólo se percata el estudioso. No es difícil ocultar al común de las gentes las consecuencias producidas a la larga; pero, por lo que se refiere a las inmediatas, algo debe hacerse para impedir que se desvanezca prematuramente el entusiasmo en favor de aquella infecunda legislación social.
El primer efecto a corto plazo que aparece es la debilitación de la capacidad competitiva de algunos sectores industriales de Ruritania frente a los de Laputania. El incremento de dichos costes hace que suban los precios en Ruritania abriendo mercados a los fabricantes laputanios. La verdad es que se trata tan sólo de un efecto momentáneo; en definitiva, el total de las ventas laputanias habrá de reducirse. A pesar del descenso general de las exportaciones laputanias a Ruritania, es posible que algunas industrias laputanias a la larga incrementen sus ventas. (Esto dependerá de la nueva configuración de los costes comparativos). Ahora bien, no existe una conexión necesaria entre los efectos a corto y a largo plazo. Los reajustes del periodo de transición provocan situaciones que varían incesantemente y que pueden diferir por completo del resultado final. Y, sin embargo, la escasa perspicacia de la gente únicamente atisba los efectos a corto plazo. Comprueban que los hombres de negocios se quejan de las nuevas leyes ruritanas que permiten a los laputanios hacerles la competencia tanto en Ruritania como en Laputania. También advierten que ciertas industrias del país han de cerrar y dejar a los obreros sin trabajo. Y comienzan a sospechar que algo debe estar mal en las doctrinas de los autodenominados «amigos no ortodoxos del trabajo».
El cuadro cambia completamente si en Ruritania se implanta una tarifa suficientemente elevada como para impedir a los laputanios, incluso temporalmente, intensificar sus ventas en el mercado ruritano. En tal supuesto, los intensos y espectaculares efectos a corto plazo de la mencionada «conquista social» quedan enmascarados de tal suerte que la gente no los percibe. Los efectos a largo plazo son, desde luego, inevitables, provocados por una invariable cadena de eventos a corto plazo que impresionan menos al no ser tan llamativos. Las supuestas «ventajas sociales» derivadas de la reducción de la jornada laboral no se ven degradadas por hechos que todos, especialmente los obreros en paro, considerarían altamente perjudiciales.
Lo que fundamentalmente hoy se pretende mediante las barreras arancelarias y demás medidas proteccionistas es ocultar los efectos reales de las políticas intervencionistas diseñadas para elevar el nivel general de vida de las masas. El nacionalismo económico es el obligado corolario de esa política intervencionista, tan popular, que asegura estar incrementando el bienestar de la clase trabajadora, cuando realmente lo que hace es dañarla gravemente[7].
Como ya hemos indicado, en algunos casos las medidas restrictivas pueden alcanzar los fines perseguidos al implantarlas. Cuando quienes recurren a tales métodos estiman que el logro de su objetivo tiene mayor importancia que las desventajas que implica la restricción —es decir, la reducción del volumen de bienes disponibles para el consumo—, el recurso a ésta se justifica desde el punto de vista de sus juicios de valor. Se soporta el coste y se paga un precio por algo que se valora en más que aquello a lo que ineludiblemente hay que renunciar. Nadie, y menos aún el teórico, puede juzgar, ni en favor ni en contra, esos juicios de valor.
El único modo adecuado de contemplar las medidas restrictivas de la producción es considerarlas como sacrificios realizados para alcanzar un determinado fin. Equivalen a un cuasi-gasto, a un cuasi-consumo. Suponen el empleo de bienes que podrían haber sido producidos y consumidos en cometidos diferentes. Se imposibilita que ciertos bienes lleguen a tener existencia, pero precisamente quienes imponen las restricciones prefieren ese cuasi-consumo al incremento de aquellos bienes que sin la política restrictiva se habrían producido.
Respecto a ciertas medidas restrictivas este punto de vista es generalmente aceptado. Cuando el gobierno decreta, en efecto, que una porción de suelo debe mantenerse en estado natural, dedicado a parque colectivo, todo el mundo lo considera un gasto. El gobierno, con la finalidad de proporcionar a los ciudadanos otra suerte de satisfacciones, les priva de los productos que en aquellos campos se habrían obtenido, prefiriendo, en definitiva, aquello a esto.
Las medidas restrictivas son, pues, meros elementos auxiliares del sistema de producción. No se puede construir un sistema de acción económica basándolo únicamente sobre ellas. No se puede formar con ellas un sistema económico integrado y coherente, y menos aún construir sobre su base un sistema de producción. Pertenecen a la esfera del consumo; quedan al margen de la actividad productiva.
Al examinar los problemas del intervencionismo ya vimos la postura de quienes lo consideran como una alternativa a otros sistemas económicos. Semejante pretensión resulta aún más inadmisible cuando se trata de las medidas restrictivas. La consecuencia única que las mismas provocan es la reducción de la producción y el bienestar. La riqueza proviene del empleo dado a unos siempre escasos factores de producción. Cuando tal utilización se restringe, no aumenta sino que disminuye el volumen de bienes disponibles. Aun en el supuesto de que se lograra la finalidad perseguida al reducir coactivamente la jornada laboral, la medida distaría mucho de favorecer la producción; inevitablemente la reduciría.
El capitalismo es un sistema social de producción. El socialismo, según sus partidarios, también lo es. Los dirigistas, en cambio, no osan decir lo mismo de las medidas restrictivas. Se limitan a argumentar que la producción capitalista es notoriamente excesiva y que lo que desean es limitar tal superabundancia para así alcanzar otras realizaciones, admitiendo tácitamente que algún límite habrán de poner a su propia actividad restrictiva.
La ciencia económica no afirma que los métodos restrictivos sean un sistema inadecuado de producción. Lo que sí afirma del modo más terminante es que tales métodos, lejos de ser un sistema de producción, son más bien formas de cuasi-consumo. La mayor parte de los objetivos que los intervencionistas desean lograr mediante la implantación de normas restrictivas no pueden alcanzarse por esta vía. Pero incluso cuando las medidas restrictivas son adecuadas para alcanzar los fines propuestos, son solamente eso, restrictivas[8].
La extraordinaria popularidad de que en la actualidad goza la política restrictiva se debe a que la gente no se percata de sus ineludibles consecuencias. Al enfrentarse con el problema de la reducción coactiva de las horas de trabajo, nadie percibe que ello implica forzosamente la disminución del volumen global de bienes y que consecuentemente lo más probable es que también descienda el nivel de vida de los asalariados. El erróneo supuesto de que las disposiciones laborales son auténticas «conquistas sociales» y que su coste recae exclusivamente sobre el patrono ha sido ya elevado a categoría de dogma por esa «no ortodoxia» típica de nuestros días. Quienquiera que cuestione este dogma se verá no sólo perseguido implacablemente, sino además estigmatizado de vil apologista de las inicuas pretensiones de desalmados explotadores que quieren reimplantar las agotadoras jornadas de los primeros tiempos del industrialismo moderno y reducir a los asalariados a la más negra miseria.
Frente a tan viles calumnias debemos reiterar una y otra vez que la riqueza y el bienestar son consecuencia de la producción, no de la restricción. La circunstancia de que en los países capitalistas el asalariado medio disponga de mayor cantidad de bienes, disfrute de más tiempo para el descanso y pueda mantener a su mujer y a sus hijos sin que se vean obligados a acudir al trabajo, no es una conquista sindical ni fruto de la acción del gobierno. Estos beneficios se deben exclusiva y directamente a que la búsqueda del lucro empresarial ha permitido acumular e invertir mayores capitales, multiplicando así la productividad del trabajo.