Mantener en funcionamiento el aparato coactivo del estado exige el consumo de trabajo y de bienes. Bajo un régimen liberal, tales dispendios son de escasa importancia comparados con el volumen total de las rentas personales. En cambio, como es lógico, cuanto más amplía el poder público el ámbito de su acción, tanto más se hipertrofia el presupuesto.
Dado que los gobiernos generalmente poseen y explotan factorías, fincas agrícolas, bosques y minas, cabría pensar en cubrir las necesidades presupuestarias, total o parcialmente, con las rentas provenientes de tal patrimonio público. La gestión estatal es, sin embargo, en la mayoría de los casos, tan pobre e ineficaz que más bien provoca pérdidas que ganancias. Los poderes públicos no tienen, por eso, otro remedio que acudir a las medidas tributarias. Para nutrir el presupuesto, han de exigir de los ciudadanos una porción de su respectivo patrimonio o renta.
Podría pensarse en un sistema impositivo neutral que, al no interferir el funcionamiento del mercado, le permitiera deslizarse por aquellos mismos cauces que habría seguido en ausencia de cargas tributarias. Pero ni la tan extensa literatura producida en relación con temas fiscales ni los estadistas al elaborar sus proyectos prestaron apenas atención al problema de ese imaginable impuesto neutro. Se han preocupado más bien del impuesto justo.
Bajo la égida de un sistema tributario neutral, la situación económica de los ciudadanos se vería afectada sólo por aquella porción de trabajo y de materiales absorbidos por las necesidades estatales. En el imaginario modelo de una economía de giro uniforme, la hacienda pública percibe regularmente los impuestos y aplica exactamente la suma recaudada a sufragar los gastos que la burocracia ocasiona. Una parte de la renta de cada ciudadano se dedica al gasto público. Si suponemos que en aquella economía de giro uniforme prevalece una perfecta igualdad de ingresos, de tal manera que la renta de cada familia es proporcional al número de sus miembros, tanto un impuesto per cápita como una contribución sobre las rentas personales serían impuestos neutros. No habría diferencia entre unos y otros ciudadanos. El gasto público absorbería una porción de la renta de cada persona y la carga fiscal carecería de efectos secundarios.
Pero la economía cambiante no guarda la menor similitud con este imaginario modelo de una economía de giro uniforme con igualdad de ingresos. El cambio incesante y la desigualdad de rentas y patrimonios son características básicas y consustanciales de la cambiante economía de mercado. En su seno, ningún impuesto puede ser neutral. Las cargas tributarias, como el dinero, jamás pueden ser de tal condición, si bien las causas son distintas en uno y otro caso.
El gravamen que afecta a todos los ciudadanos de manera igual y uniforme, sin considerar el volumen de los respectivos ingresos y patrimonios, resulta más oneroso para quienes disponen de menores recursos. Restringe la producción de aquellos artículos consumidos por las masas relativamente a la de los artículos suntuarios adquiridos por los de mayores medios. Favorece, en cambio, el ahorro y la acumulación de capital. Impulsa la elevación de los salarios, al no frenar la tendencia a la baja de la productividad marginal de los bienes de capital, con respecto a la productividad marginal del trabajo.
La política fiscal que hoy impera en la mayoría de los países se inspira fundamentalmente en la idea de que las cargas presupuestarias deben ser distribuidas con arreglo a la capacidad de pago de cada ciudadano. El razonamiento que, en definitiva, condujo a la general aceptación del principio de la «capacidad de pago» presuponía de manera harto confusa que, si los más ricos soportan mayores cargas tributarias, el impuesto resulta algo más neutral. Influyeran o no tales consideraciones, es lo cierto que pronto se desechó por completo el más leve anhelo de neutralidad impositiva. El principio de la capacidad de pago ha sido elevado a la categoría de postulado de la justicia social. Los objetivos fiscales y presupuestarios del impuesto, tal como estos temas se enfocan en la actualidad, han quedado relegados a segundo término. Reformar, de acuerdo con los dictados de la justicia, el presente orden social es el objetivo principal de la política tributaria por doquier. La mecánica fiscal se convierte en instrumento para intervenir mejor en toda la vida mercantil. Desde este punto de vista, el impuesto es tanto más satisfactorio cuando menos neutral es y mejor sirve para desviar la producción y el consumo de los cauces por los que habrían discurrido bajo un sistema de mercado inadulterado.
La idea de justicia social implícita en el principio de la capacidad de pago es la de una completa igualdad financiera de todos los ciudadanos. En tanto se mantenga la menor diferencia de rentas y patrimonios, por ínfima que sea, se puede insistir en este ideal igualitario. El principio de la capacidad de pago —cuando se lleva a sus últimas e inexorables consecuencias— exige llegar a la más absoluta igualdad de ingresos y fortunas mediante la confiscación de cualquier renta o patrimonio superior al mínimo de que disponga el más miserable de los ciudadanos[1].
El concepto de impuesto total es la antítesis del impuesto neutro. El impuesto total grava íntegramente —confisca— todo ingreso o patrimonio. Los poderes constituidos pueden así, primero, colmar las arcas del tesoro público y asignar luego a cada ciudadano la cantidad que consideren oportuna para que atienda a sus necesidades. O también pueden, al fijar las cargas impositivas, liberar del gravamen aquella cantidad que consideren equitativa, complementando las rentas de los de menores ingresos hasta dejarlas todas adecuadamente equilibradas.
Pero la idea del impuesto total no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias lógicas. Si empresarios y capitalistas no obtienen beneficios ni sufren pérdidas, les resulta indiferente actuar de esta o aquella manera al decidir la forma mejor de emplear los medios de producción disponibles en cada momento. Desvanecida su función social, quedan transformados en meros administradores de la cosa pública, sin que les acucie el propio interés, abandonando todo sentido de responsabilidad. Nada les induce a ordenar la producción con arreglo a las apetencias del consumidor. Si sólo se grava la renta, quedando exentos los bienes de capital, se ofrece un incentivo al propietario para que consuma parte de su patrimonio en perjuicio del interés común. El impuesto total sobre la renta sería, en todo caso, una torpe vía para instaurar el socialismo. Pero si afectara no sólo a las rentas, sino también a los patrimonios, dejaría de ser exacción tributaria; no sería ya instrumento recaudatorio destinado a nutrir el presupuesto estatal bajo la égida de la economía de mercado. Sería la instauración del socialismo. Tan pronto como el impuesto total se implantara, el socialismo sustituiría al capitalismo.
Es opinable que pueda llegarse al socialismo a través del impuesto total, pero indudablemente hubo socialistas que formularon programas de reforma fiscal en tal sentido. Propugnaban, o un impuesto del cien por cien sobre patrimonios y sucesiones, o sobre la renta de la tierra, o sobre toda renta no ganada, es decir, de acuerdo con la terminología socialista, sobre cualquier ingreso que no proceda del trabajo personal. Carece totalmente de interés examinar semejantes proyectos. Basta aquí con advertir que son totalmente incompatibles con el mantenimiento de la economía de mercado.
Los objetivos fiscales y los no fiscales del impuesto distan mucho de ser coincidentes.
Examinemos, por ejemplo, el arbitrio sobre las bebidas alcohólicas. Considerado como fuente de ingreso público, es indudable que cuanto más rinda, tanto mejor. Pero como quiera que, cuando vinos y licores son gravados fiscalmente, su precio se encarece, es natural que disminuyan las ventas y se contraiga el consumo. Resulta, por tanto, ineludible fijar mediante tanteos el tipo óptimo de rendimiento del impuesto en cuestión. En cambio, si lo que se persigue es reducir el consumo de bebidas alcohólicas, lo acertado sería elevar al máximo los tipos impositivos. Porque, más allá de cierto límite, las cargas fiscales hacen que se contraiga el consumo y se reduzca por lo tanto la renta impositiva. Si el gravamen logra su objetivo no fiscal, es decir, si consigue apartar por completo a la gente de las bebidas alcohólicas, se volatilizarían los ingresos tributarios. La finalidad fiscal desaparece; los efectos de la imposición son meramente prohibitivos. Lo mismo es válido no sólo respecto a toda clase de impuestos indirectos sino también para los directos. Los gravámenes discriminatorios aplicados a las sociedades anónimas y las grandes empresas, en cuanto rebasen cierta medida, resultan autodestructivos. Las levas sobre el capital, los derechos que gravitan sobre las transmisiones inter vivos y mortis causa y la contribución sobre las rentas personales dan lugar a las mismas consecuencias.
No hay manera de superar el inconciliable conflicto entre los fines fiscales y los no fiscales del impuesto. La facultad de devengar impuestos y contribuciones, como advirtió acertadamente Marshall, presidente del Tribunal Supremo estadounidense, es un poder de destrucción. Se puede desarticular y destrozar la economía de mercado utilizando el poder impositivo y son numerosos los gobernantes y los partidos políticos deseosos de alcanzar semejante objetivo por esta vía. Ahora bien, cuando el socialismo desplaza al capitalismo, el dualismo, la coexistencia de las dos distintas esferas de acción, la pública y la privada, desaparece. El estado impide cualquier actividad autónoma individual y se transforma en totalitario. No depende ya de las contribuciones ciudadanas. Desaparece la separación del patrimonio público y el privado.
La imposición tributaria sólo es posible en la economía de mercado. El doble rasgo característico de tal sistema económico consiste, por un lado, en que bajo su égida los poderes públicos se abstienen de interferir en los fenómenos mercantiles y, por otro, en que la organización administrativa es tan sencilla que, para operar, le basta disponer de muy escasa porción de los ingresos totales de los ciudadanos. En tal situación, la exacción fiscal es un mecanismo adecuado para dotar al estado de los fondos necesarios. Dada su moderación, se convierte en el medio más idóneo para ello, sin apenas perturbar la producción y el consumo. Cuando, en cambio, proliferan desmesuradamente los impuestos, se desnaturalizan y se convierten en arma que puede fácilmente destruir la economía de mercado.
Esta metamorfosis del mecanismo impositivo en instrumento de destrucción es la nota característica de las finanzas públicas actuales. No se trata de arbitrarios juicios de valor respecto a si la elevada imposición fiscal implica daños o beneficios, como tampoco si los gastos financiados de este modo son o no acertados y, en definitiva, remuneradores[2]. Lo fundamental es que cuanto mayor es la presión tributaria más fácilmente se puede desbaratar la economía de mercado. No entramos en la discusión de si es o no verdad que «ningún país se ha arruinado jamás por excesivas inversiones estatales destinadas al público»[3]. Lo único que decimos es que las grandes inversiones públicas pueden descomponer la economía de mercado y que son muchos los que por esta vía desean acabar con ella.
Los hombres de negocios se quejan de la abrumadora carga que comporta la presión tributaria. Los estadistas se alarman ante el riesgo de matar la «gallina de los huevos de oro». Ahora bien, el talón de Aquiles del mecanismo fiscal radica en la paradoja de que cuanto más se incrementan los impuestos, tanto más se debilita la economía de mercado y, consecuentemente, el propio sistema impositivo. El mantenimiento de la propiedad privada y las confiscatorias medidas fiscales resultan incompatibles. Cualquier impuesto concreto —de igual manera que todo el sistema fiscal de un país— se autodestruye en cuanto rebasa ciertos límites.
Los diferentes métodos de tributación que pueden emplearse para regular la economía —es decir como instrumento de política intervencionista— pueden clasificarse en tres grupos.
1. El impuesto se propone restringir o suprimir totalmente la producción de determinados bienes. Este mecanismo tributario influye, aunque indirectamente, sobre el consumo. El que la finalidad perseguida se logre bien mediante el establecimiento de contribuciones especiales, o bien eximiendo a ciertos productos de las cargas tributarias generales o gravando particularmente aquellos bienes que los consumidores habrían preferido de no concurrir la discriminación fiscal, en definitiva, resulta indiferente. Cuando se trata de tarifas arancelarias, la exención actúa como auténtico mecanismo intervencionista. La tarifa deja de aplicarse al producto nacional para gravar exclusivamente la mercancía importada. Numerosos países recurren a la discriminación tributaria para reordenar la producción nacional. Privilegian, por ejemplo, la producción vinícola (cultivo propio de pequeños o medianos cosecheros) frente a la elaboración de cerveza (artículo fabricado por grandes empresas), imponiendo un tipo de gravamen mayor a la cerveza que al vino.
2. El impuesto expropia una parte de la renta o del patrimonio.
3. El impuesto expropia totalmente la renta y el patrimonio.
No podemos ocuparnos del estudio de los sistemas comprendidos en el tercer grupo, ya que en realidad no son más que el cauce que conduce a la implantación del socialismo, por lo que escapan al ámbito del estudio del intervencionismo.
El primer grupo tiene efectos idénticos a los de las medidas restrictivas que trataremos en el capítulo siguiente.
El segundo grupo comprende las medidas confiscatorias que trataremos en el capítulo XXXII.