Podemos distinguir claramente la propiedad privada de los medios de producción (economía de mercado) y la propiedad pública de los mismos (socialismo, comunismo, o «planificación»). Cada uno de estos dos sistemas de organización económica de la sociedad admite una descripción y definición clara y precisa. No pueden confundirse con otro; no es posible combinarlos ni entremezclarlos; ninguna transición gradual lleva de uno a otro; son mutuamente incompatibles. Respecto a unos mismos factores de producción sólo puede haber control privado o control público. El que dentro de cierta economía determinados elementos productivos sean propiedad pública, mientras otros pertenecen a los particulares, no arguye la existencia de un sistema mixto, en parte socialista y en parte capitalista. Tal economía es de mercado, siempre y cuando el sector público no se desgaje del sistema y lleve una vida separada y autónoma. (En tal caso nos hallaríamos ante dos organizaciones —una capitalista y otra socialista— coexistiendo cada una por su lado). Porque lo cierto es que las empresas públicas, allí donde hay mercado y empresarios libres, lo mismo que los países socialistas que comercian con las naciones capitalistas, operan bajo la égida del mercado. Se hallan sujetos a las leyes del mercado y pueden consecuentemente apelar al cálculo económico[1].
Si hemos de considerar la posibilidad de colocar junto a estos dos sistemas o entre ellos un tercer sistema de cooperación humana bajo el signo de la división del trabajo, habremos de partir siempre de la noción de economía de mercado, no de la de socialismo. La noción de socialismo, con su rígido monismo y centralismo, que atribuye los poderes de elección y de acción a una sola voluntad exclusivamente, no admite ningún compromiso o concesión; esta construcción no es conducible a ningún ajuste o alteración. No sucede lo mismo con el esquema de la economía de mercado. En ésta el dualismo del mercado y del poder de coacción y compulsión del gobierno sugiere varias ideas. ¿Es realmente necesario o conveniente que el gobierno se coloque al margen del mercado? ¿Acaso no es función del gobierno intervenir y corregir el funcionamiento del mercado? ¿Es necesario plantear la alternativa de capitalismo o socialismo? ¿Acaso no son posibles otros sistemas de organización social que sean ni comunismo ni pura economía de mercado no intervenido?
Se han sugerido diversas terceras soluciones o sistemas situados, se dice, tan lejos del socialismo como del capitalismo. Se alega que estos sistemas no son socialistas porque mantienen la propiedad privada de los medios de producción y que tampoco son capitalistas porque eliminan las «deficiencias» de la economía de mercado. Para un tratamiento científico del problema, que necesariamente debe ser neutral respecto a todos los juicios de valor y que por lo tanto tiene que abstenerse de condenar cualquier aspecto del capitalismo como defectuoso, perjudicial o injusto, esta recomendación emocional del intervencionismo no es aceptable. La misión de la economía es investigar y buscar la verdad. No está llamada a apreciar o desaprobar sobre la base de preconcebidos postulados y prejuicios. Respecto al intervencionismo, la única pregunta a la que es preciso responder es ésta: ¿Cómo funciona?
Hay dos formas de realizar el socialismo.
La primera (a la que podemos denominar sistema ruso o de Lenin) es puramente burocrática. Todas las industrias y explotaciones agrícolas, así como el comercio todo, están formalmente nacionalizadas (verstaatlicht); hay departamentos administrativos atendidos por funcionarios públicos. Cada unidad del aparato de producción se encuentra en la misma relación con la organización central en que se encuentra la oficina local de Correos con su Dirección General.
La segunda forma (a la que denominaremos sistema germánico o de Hindenburg) mantiene nominal y aparentemente la propiedad privada de los medios de producción, así como un aparente mercado con supuestos precios, salarios y tipos de interés. Pero los empresarios han desaparecido, a no ser como jefes de empresa (los Betriebsführer en la terminología de la legislación nazi). Tales personajes, a primera vista, dirigen y ordenan las empresas a ellos encomendadas; compran y venden, contratan y despiden personal, conciertan operaciones financieras, pagan intereses y amortizan créditos. Pero en estas actuaciones se ven obligados a seguir rigurosamente las directrices que el gobierno les marca en cada caso. Este órgano administrativo (el Reichswirtschaftsministerium hitleriano) instruye detalladamente a los jefes de empresa acerca de qué y cómo han de producir; a qué precio y dónde deben comprar; a quiénes, en fin, han de vender. Cada uno halla predeterminado el puesto a desempeñar y la retribución a percibir. El mercado ya no es más que mera ficción. Sólo el gobierno determina los sueldos y salarios, los precios y los tipos de interés. Esos salarios, precios e intereses sólo en sentido formal pueden considerarse tales; en realidad no son más que puras expresiones cuantitativas manejadas por la administración para determinar el trabajo, los ingresos, el consumo y el nivel de vida de cada ciudadano. El gobernante, por sí y ante sí, ordena y encauza toda la actividad productora. Los jefes de empresa obedecen y cumplen las órdenes del gobierno, sin que para nada influyan los deseos y apetencias de los consumidores, y los precios de mercado ya no determinan la producción. Estamos ante un socialismo que pretende ocultarse tras máscaras capitalistas. Subsisten ciertos vocablos de la economía libre, términos que, sin embargo, se refieren a fenómenos totalmente distintos de aquéllos a los que se refiere el mercado con las mismas palabras.
Conviene destacar este hecho para evitar toda confusión entre socialismo e intervencionismo. El sistema intervencionista o economía de mercado intervenido se distingue del modelo germano de socialismo precisamente en que en él sigue existiendo el mercado. Las autoridades interfieren y perturban su funcionamiento, pero todavía no lo han abolido por entero. Quisieran, desde luego, que tanto la producción como el consumo se apartaran de los cauces que adoptarían libremente, y pretenden plasmar esos sus deseos mediante órdenes, mandatos y prohibiciones que respalda el coercitivo y compulsivo aparato policial. Pero estas medidas son sólo intervenciones aisladas. Las autoridades no pretenden combinarlas en un sistema integrado que determine los precios, los salarios y los tipos de interés poniendo así el pleno control de la producción y el consumo en manos del gobierno.
El sistema de economía de mercado intervenido o intervencionismo pretende conservar el dualismo de las distintas esferas de las actividades del gobierno por un lado y la libertad económica bajo el sistema de mercado por otro. Lo que caracteriza al intervencionismo es que el estado no limita sus actividades a defender la propiedad privada de los medios de producción y a protegerla contra toda intrusión violenta o fraudulenta. Las autoridades interfieren en la vida mercantil con mandatos y prohibiciones.
La intervención es un decreto emanado directa o indirectamente de la autoridad que desempeña el poder administrativo de la sociedad y que obliga a los empresarios y capitalistas a explotar determinados factores de producción de forma distinta de como los explotarían si sólo tuvieran que obedecer a los dictados del mercado. Este mandato puede ser una orden de hacer algo o de no hacerlo. Ni siquiera es necesario que el decreto proceda directamente de la propia autoridad establecida y generalmente reconocida. Puede suceder que otras entidades se arroguen a sí mismas el poder de emanar tales órdenes o prohibiciones y las respalden con un aparato propio de violenta coacción y opresión. Si el gobierno reconocido permite tales procedimientos o incluso los apoya mediante el empleo de su aparato policial, es como si actuara el propio gobierno. Si el gobierno se opone a la acción violenta de otras entidades, pero no consigue, aunque quisiera, dominarlas y eliminarlas con la acción de sus propias fuerzas armadas, entonces tenemos una situación de anarquía.
Conviene recordar que la acción del gobierno supone siempre la violencia o la posibilidad de imponerla. Las sumas que el gobierno invierte en cualquiera de sus actividades han sido previamente detraídas a los particulares mediante las exacciones tributarias. El fisco consigue tales cantidades porque los contribuyentes no osan ofrecer resistencia a los agentes del gobierno. Saben que toda desobediencia o resistencia sería inútil. Mientras tal sea la situación, el gobierno puede recaudar todo el dinero que desee gastar. El gobernar es en última instancia el empleo de la fuerza armada, de policías y gendarmes, de soldados, cárceles y patíbulos. Lo que caracteriza al poder público es que quien lo detenta puede imponer su voluntad azotando, matando o encarcelando al oponente. Quienes reclaman mayor intervención estatal lo que en definitiva postulan es más imposición y menos libertad.
Llamar la atención sobre este hecho no significa enjuiciar ni condenar la existencia del estado, pues es indudable que no sería posible la pacífica cooperación social si no existiera un instrumento que evitara, por la fuerza incluso si fuera preciso, las actuaciones de los grupos o individuos antisociales. No nos engañemos proclamando, como muchos, que el gobierno es un mal, aunque necesario e indispensable. Para conseguir un fin hay que emplear los medios oportunos y pagar el correspondiente precio para su feliz realización. Considerar ese precio como un mal en el sentido moral del término es un arbitrario juicio de valor. Sin embargo, ante las modernas tendencias a la deificación del estado y del gobierno, es oportuno recordar que los antiguos romanos, al simbolizar al estado como un haz de fustas, fueron más realistas que nuestros contemporáneos cuando adjudican al estado los atributos de la Divinidad.
Algunos estudiosos de lo que pomposamente denominan filosofía del derecho y ciencia política pierden el tiempo discurriendo sobre las limitaciones de las funciones del gobierno. Partiendo de supuestos totalmente arbitrarios sobre los valores pretendidamente eternos y absolutos y sobre la justicia perenne, se arrogan la función de jueces supremos de los asuntos terrenales. Interpretan sus arbitrarios juicios de valor derivados de la intuición como la voz del Todopoderoso y de la naturaleza de las cosas.
En realidad no existe nada parecido a un criterio permanente y universal de lo que es justo e injusto. La naturaleza ignora el bien y el mal. No forma parte de un hipotético derecho natural el «no matarás». Lo típico y genuino del estado de naturaleza es que los animales inmisericordemente se aniquilen entre sí; hay incluso especies que sólo matando pueden sobrevivir. El bien y el mal son conceptos estrictamente humanos, expresiones utilitarias cuyo fin es hacer posible la cooperación social bajo el signo de la división del trabajo. Todas las leyes morales y las leyes humanas son medios para la consecución de determinados objetivos. No existe ningún otro método para apreciar su bondad o maldad que examinar su utilidad para conseguir los fines elegidos y deseados.
Deducen algunos del derecho natural la legitimidad de la propiedad privada de los medios de producción. Otros, por el contrario, basándose en ese mismo derecho natural, postulan la abolición de la propiedad. Son debates que carecen de sentido, ya que nadie puede decirnos cuál es efectivamente el contenido de ese derecho natural que tan alegremente suele invocarse.
El estado y el gobierno no son fines, sino medios. Sólo el sádico disfruta haciendo daño a los demás. Las autoridades recurren a la fuerza y a la coacción únicamente para implantar y mantener determinada organización social. La amplitud de la esfera en que deba aplicarse la violencia estatal y el contenido de las normas que la fuerza pública deba hacer respetar vienen exclusivamente determinados por el sistema social que en definitiva se quiera adoptar. No teniendo el estado otra misión más que la de permitir la pacífica pervivencia de la organización social, es evidente que la determinación de las legítimas funciones sociales dependerá de los cometidos encomendados al aparato gubernamental. Para poder enjuiciar la legislación y las medidas adoptadas para que ésta sea respetada, es preciso examinar previamente si tanto aquélla como éstas resultan idóneas para mantener el sistema social deseado.
La noción de justicia sólo tiene sentido si se refiere a un determinado sistema de normas aceptadas como incuestionables e inmunes a toda crítica. Muchos pueblos se han aferrado a la doctrina de que lo que es bueno y lo que es malo fue establecida en la más remota antigüedad y para siempre. La función de los legisladores y de los jueces no sería hacer las leyes, sino descubrir lo que es bueno en virtud de una idea inmutable de justicia. Esta doctrina, que condujo a un inexorable conservadurismo y a la petrificación de las antiguas costumbres e instituciones, fue impugnada por la doctrina del derecho natural. Las leyes positivas deben contrastarse con una ley «superior», o sea con la ley natural. A la luz de este arbitrario derecho natural se pretendió calificar de justas o injustas las normas e instituciones vigentes. Al buen legislador se le asignó la tarea de hacer coincidir las normas positivas con la ley natural.
Hace tiempo que han sido desenmascarados los errores de estas dos doctrinas. Quien no está ofuscado por ellas advierte la petición de principio que implica apelar a la justicia en un debate referente al diseño de nuevas leyes. De lege ferenda no cabe hablar de justicia ni de injusticia. Sólo de lege lata puede predicarse lógicamente la idea de justicia, la cual sólo tiene sentido cuando aprueba o desaprueba una conducta concreta desde el punto de vista de las leyes vigentes en el país. Cuando se trata de variar el ordenamiento legal existente, de reformar o derogar normas vigentes o de decretar normas nuevas, lo decisivo no es la justicia, sino la utilidad o el bienestar social. Para que tenga sentido el concepto de una justicia absoluta es preciso referirse a una determinada organización social. No es la justicia la que nos señala qué sistema social debemos adoptar; es, por el contrario, el orden en definitiva preferido el que nos indicará qué actos son buenos y cuáles recusables. No hay ni bien ni mal fuera del nexo social. Para un hipotético individuo aislado y autosuficiente los conceptos de justicia e injusticia carecerían de sentido. Este individuo sólo podría distinguir entre lo que le favorece y lo que le perjudica. La idea de justicia se refiere siempre a la cooperación social.
No tiene sentido justificar o condenar el intervencionismo a la luz de una ficticia y arbitraria idea de justicia absoluta. Carece igualmente de sentido pretender averiguar cuáles son las limitaciones de las funciones del gobierno partiendo de imaginarios valores supuestamente preestablecidos e inmutables. Menos aún se pueden deducir de los propios conceptos de gobierno, estado, ley y justicia los límites que deben fijarse a la acción estatal. He ahí el gran error de la escolástica medieval, de Fichte, de Schelling, de Hegel y de la Begriffsjurisprudenz alemana. Los conceptos son instrumentos del razonar. Nunca se les puede considerar como principios reguladores que dictan las normas de conducta.
Es puro juego mental afirmar que los conceptos de estado y de soberanía implican lógicamente una supremacía absoluta y que por tanto excluyen la idea de cualquier limitación a las actividades del gobierno. Nadie cuestiona el hecho de que un estado tiene el poder de establecer el totalitarismo dentro del territorio en el que es soberano. El problema es si semejante modo de gobierno es conveniente desde el punto de vista de la conservación y el funcionamiento de la cooperación social. En relación con este problema, para nada sirve la sofisticada exégesis de conceptos y nociones. Hay que resolverlo mediante la investigación praxeológica, no mediante una espuria metafísica del estado y del derecho.
La filosofía del derecho y la ciencia política no entienden por qué no ha de poder el gobierno fijar los precios y castigar a quienes no respetan los precios máximos establecidos lo mismo que persigue y sanciona a ladrones y homicidas. Según ellas, la institución de la propiedad privada no es sino una concesión revocable otorgada graciosamente por el soberano todopoderoso a los miserables individuos. Nada se opone a que el gobierno derogue parcial o totalmente las leyes que otorgan este favor; ninguna objeción puede oponerse a la expropiación y confiscación. El legislador es libre de sustituir un sistema social basado en la propiedad privada de los medios de producción, del mismo modo que puede variar el himno nacional adoptado en el pasado. La fórmula car tel est notre bon plaisir es la única máxima de la conducta legisladora del soberano.
Frente a este formalismo y dogmatismo legal conviene reiterar que el fin único de las normas legales y del aparato estatal de coacción y compulsión es permitir que la cooperación social funcione pacíficamente. Es claro que el gobierno goza de poder para decretar precios máximos y por lo tanto castigar e incluso ajusticiar a quien ose contravenir tales disposiciones. Pero la cuestión es si semejante política permite o no alcanzar los objetivos a los que el estado aspira cuando la impone. Es un problema exclusivamente praxeológico y económico. A este respecto, nada pueden decirnos la filosofía del derecho ni la ciencia política.
El problema del intervencionismo no es un problema sobre la correcta delimitación de las funciones «naturales», «justas» o «adecuadas» del estado y del gobierno. La cuestión es: ¿Cómo funciona un sistema intervencionista? ¿Puede alcanzar los fines a que aspira la gente cuando recurre a él?
Realmente notables son la confusión y falta de juicio que reinan al tratar el problema del intervencionismo. Por ejemplo, hay quienes argumentan como sigue: Es evidente que la regulación del tráfico en la vía pública resulta necesaria. Nadie discute que el gobierno pueda intervenir en el comportamiento de los conductores. Los defensores del laissez faire se contradicen a sí mismos al oponerse a la regulación de los precios por el gobierno y no defender la abolición de las ordenanzas del tráfico rodado.
El argumento es a todas luces falaz. La regulación del tráfico en las vías públicas compete evidentemente al organismo —estatal o municipal— que posee y administra tales vías. La compañía ferroviaria determina el horario y la frecuencia de los trenes, lo mismo que el regente del hotel es quien decide si habrá música o no durante el almuerzo. Será, desde luego, un funcionario público, si el hotel o el ferrocarril son de propiedad estatal, quien resuelva tales cuestiones. No implica ciertamente intervencionismo económico el que el director general de Correos señale el tamaño y el color de los sellos. Es la administración pública en un teatro oficial quien decide qué óperas deban darse; de ello, sin embargo, no se sigue que sea también el estado quien resuelva ese mismo asunto si la sala es de propiedad particular.
Los intervencionistas doctrinarios proclaman una y otra vez que no desean suprimir la propiedad privada de los medios de producción, que no quieren acabar con la actividad empresarial ni destruir el mercado. En este sentido, los representantes de la alemana Soziale Marktwirtschaft, la más reciente variedad del intervencionismo económico, proclaman que consideran que la economía de mercado es el sistema mejor posible y más deseable de organización económica de la sociedad, y que se oponen a la omnipotencia gubernamental del socialismo. Pero estos partidarios de «terceras vías» rechazan con la misma energía las teorías manchesterianas y el liberalismo del laissez faire. El estado debe intervenir, dicen, siempre y cuando el «libre juego de las fuerzas económicas» pueda provocar efectos no deseables desde un punto de vista «social». Creen que compete al gobierno dictaminar en cada caso qué es y qué no es lo «socialmente» deseable. Al hacer esta afirmación dan por supuesto que es el gobierno quien tiene que determinar en cada caso si un concreto hecho económico debe o no considerarse rechazable desde el punto de vista «social» y, por consiguiente, si la situación del mercado requiere o no una intervención especial por parte del gobierno.
Todos estos defensores del intervencionismo ignoran que su programa conduce a la implantación de la plena supremacía del gobierno en todos los sectores de la economía y acaba produciendo una situación que no difiere de lo que hemos llamado el socialismo de tipo germano o de Hindenburg. Si el gobierno puede intervenir allí donde y cuando lo estime oportuno, no hay ya esfera económica alguna que sea regulada por el mercado. No son ya los consumidores quienes deciden qué, cómo, cuánto, por quién y dónde debe producirse; es el gobierno quien resuelve tales cuestiones. Sus representantes intervienen en cuanto el mercado adopta una medida estimada indeseable. El mercado, en otras palabras, es «libre» mientras actúe tal y como las autoridades desean que lo haga; tiene «plena libertad» para realizar lo que la superioridad considera «bueno», pero carece de toda independencia en cuanto se trata de hacer algo que estima «malo» quien está en el poder. Porque es el gobierno, desde luego, el único competente para definir «lo bueno» y «lo malo». La teoría y la práctica del intervencionismo van paulatinamente apartándose de aquello que lo distinguía del socialismo puro y simple, y acaban finalmente adoptando los principios de la planificación totalitaria.
Es opinión muy extendida que es posible, incluso en ausencia de la injerencia estatal en los negocios, desviar el comportamiento de la economía de mercado del cauce por el que habría discurrido a impulsos del mero afán de lucro. Los partidarios de acometer reformas sociales, inspirándose en los principios del cristianismo o ateniéndose a las exigencias de un «auténtico» sentido moral, aseguran que la conciencia sería suficiente para guiar a las personas bienintencionadas en el mundo de los negocios. Si la gente estuviera dispuesta a tener en cuenta, no sólo su provecho personal, sino también los preceptos de la religión y la moral, no sería necesario acudir a la presión del estado para ajustar y ordenar la vida social. Lo fundamental no es tanto que cambien los gobiernos o que se modifiquen las leyes, sino la purificación interna del hombre, el retorno a los mandamientos de Dios y a los preceptos del código moral, el rechazo de la codicia y del egoísmo. Sería así fácil conciliar la propiedad privada de los medios de producción con la justicia, la rectitud y la honestidad. Los perniciosos efectos del capitalismo serían eliminados sin mengua de la libertad y de la iniciativa del individuo. Se destronaría el Moloch capitalista sin entronizar en su lugar al Moloch estatal.
Carece de interés examinar ahora los arbitrarios juicios de valor en que tales opiniones se basan. Las censuras que estos críticos formulan acerca del capitalismo son intrascendentes; sus errores y falacias no hacen al caso. Lo único que importa es la idea de organizar un sistema social sobre la doble base de la propiedad privada y de unos principios morales que deben poner ciertos límites a su desenvolvimiento. El sistema preconizado, dicen sus defensores, no será socialista ni capitalista ni intervencionista. No será socialismo, porque se mantendrá la propiedad privada de los medios de producción; ni capitalismo, porque los mandatos de la conciencia prevalecerán sobre el afán de lucro; ni intervencionismo, porque será innecesario que el gobierno interfiera la actividad mercantil.
En la economía de mercado, el individuo es libre para proceder como le plazca dentro de los límites que le impone la propiedad ajena. Las resoluciones del particular son decisivas; sus conciudadanos deben tomarlas en cuenta al actuar y es el propio funcionamiento del mercado el que coordina estas acciones autónomas. La sociedad se abstiene de indicar a los hombres lo que deben o no deben hacer. Resulta innecesario imponer la cooperación mediante órdenes y prohibiciones. Toda actuación antisocial lleva consigo su propio castigo. Al no existir conflictos entre los intereses de la sociedad y los del individuo, no se precisa ningún método coactivo para solucionarlos. El mecanismo opera y alcanza sus objetivos sin la intervención de una autoridad que dicte órdenes y prohibiciones y castigue a los infractores.
Traspasadas las fronteras de la propiedad privada y del mercado, se halla el mundo de la coacción y la fuerza. Estamos ante la muralla que la sociedad levanta para proteger la propiedad privada y el mercado contra la violencia, la malicia y el fraude. Allende se extiende el reino de la imposición, bien distinto del de la libertad; donde ya todo son normas, discriminando lo legal de lo ilegal, lo que está permitido de lo que está prohibido, y un implacable mecanismo de armas, prisiones y horcas, con los hombres que lo manejan, siempre dispuestos a aniquilar a quienquiera ose desobedecer.
Pues bien, los reformistas a los que nos referimos pretenden, en definitiva, que, junto a las normas destinadas a proteger y conservar la propiedad privada, prevalezcan otras de carácter ético. Aspiran a que en el ámbito de la producción y el consumo operen factores distintos de los que registra aquel orden social en el que los individuos sólo se ven obligados a no dañar al prójimo desconociendo el derecho de propiedad ajeno. Quieren suprimir las motivaciones que dirigen al individuo en el ámbito de la economía de mercado (las denominan egoísmo, codicia, afán de lucro) y sustituirlas por otros impulsos (hablan de conciencia, rectitud, altruismo, temor de Dios, caridad). Están convencidos de que esta reforma moral bastaría para instaurar un sistema de cooperación social mejor que el del capitalismo inadulterado, sin tener necesidad de recurrir a las especiales medidas de gobierno propias tanto del socialismo como del intervencionismo.
Pero quienes así razonan no comprenden el papel que las motivaciones que condenan por viciosas desempeñan en el funcionamiento del mercado. No alcanzan a comprender que si la economía libre funciona sin injerencias administrativas ni órdenes superiores que indiquen a cada uno lo que deba hacer y cómo hacerlo, es porque no obliga a la gente a desviarse de la conducta que mejor sirve a su propio interés. Lo que armoniza las acciones de los individuos con el sistema social de producción en su conjunto es el hecho de que cada uno no hace sino perseguir sus propios objetivos. Al no impedir que la propia «codicia» actúe, todo el mundo, sin quererlo, contribuye al mejor desenvolvimiento posible de la actividad productora. De esta suerte, en la esfera de la propiedad privada y del mecanismo legal que la protege frente a los actos hostiles de fraude o violencia, no se origina conflicto alguno entre los intereses individuales y los sociales.
Suprimida la propiedad privada —que el reformador menosprecia en razón a que el egoísmo constituye su rasgo característico—, la economía de mercado se convierte en un caos absoluto. Porque no se puede instaurar un orden social satisfactorio y eficaz simplemente incitando a la gente a que escuche la voz de la conciencia y sustituya las motivaciones que derivan del afán de lucro por consideraciones atinentes al bienestar general. No es suficiente instar al individuo a no comprar en el mercado más barato y a no vender en el más caro. Es insuficiente decirle que no se afane por la ganancia y que no evite la pérdida. Es preciso establecer reglas inequívocas que orienten su conducta en cada caso concreto.
Dice el reformador: El empresario es desalmado y egoísta cuando, aprovechándose de su superioridad, ofrece precios inferiores a los del competidor menos eficiente y le fuerza a retirarse del mercado. Pero ¿cómo debería proceder el empresario «altruista»? ¿Es que, tal vez, en ningún caso había de vender a menor precio que sus competidores? ¿O se registran circunstancias específicas en las que sí le es lícito forzar la baja?
Pero también añade el reformador: El empresario es desaprensivo y explotador cuando, sirviéndose de la coyuntura del mercado, eleva los precios de tal suerte que impide al económicamente débil adquirir los bienes necesarios. Pero ¿cómo debería proceder el empresario «bueno»? ¿Deberá regalar la mercancía? Por bajo que sea el precio solicitado siempre habrá algunos que no podrán comprar, o, por lo menos, no comprarán tanta mercancía como adquirirían si los precios fueran todavía más bajos. ¿A quiénes, entre todos los que desean comprar, deberá el empresario excluir de la posibilidad de obtener la mercancía?
No es necesario, por el momento, entrar en el examen de las consecuencias que de manera inexorable provoca cualquier desviación del nivel de precios libremente fijado por el mercado. Si el vendedor evita vender a precio inferior al de sus competidores menos eficientes, al menos una parte de su stock quedará invendida. Y si facilita su mercancía a precio inferior al de la coyuntura económica, la oferta resultará insuficiente para atender a cuantos se hallan dispuestos a pagar el precio fijado. Más tarde analizaremos estas y otras consecuencias que derivan de cualquier desviación de los precios fijados por el mercado[2]. Pero ya desde ahora habremos de quedar persuadidos de que es insuficiente decir al empresario que no se deje llevar por la coyuntura económica. Es forzoso indicarle hasta dónde puede llegar al fijar los precios. Cuando el afán de lucro no dirige la actividad empresarial ni determina qué ha de producirse y en qué cantidad; cuando el beneficio no induce al empresario a servir al consumidor lo mejor que le es posible, es preciso instruirle convenientemente en cada caso concreto. Es inevitable guiar su conducta mediante órdenes y prohibiciones específicas, regulación que precisamente caracteriza la injerencia estatal. Es vano cualquier intento de supeditar aquella intervención a los mandatos de la conciencia, la caridad y el amor al prójimo.
Los partidarios de una reforma social cristiana estiman que su anhelo de que la conciencia y la observancia de la ley moral suavice y modere la codicia y el afán de lucro fue un hecho en el pasado. El alejamiento de los mandatos de la Iglesia es la causa de todos los males de la época. Si la gente no se hubiera rebelado contra los mandamientos, si no se hubiera impuesto la codicia, la humanidad seguiría gozando de la bienandanza que disfrutó durante la Edad Media, cuando al menos la élite ajustaba su conducta a los principios del Evangelio. Se necesita, por tanto, volver a aquel feliz tiempo pasado e impedir así que una nueva apostasía prive a los hombres de sus beneficiosos efectos.
Pasemos por alto el análisis de las condiciones económicas y sociales del siglo XIII que estos reformadores ensalzan como la mejor época de la historia. Lo que interesa es precisar el concepto de precios y salarios justos, esencial en las enseñanzas sociales de los teólogos, y que los reformadores desean convertir en criterio básico de la actividad económica.
Es evidente que, para quienes la propugnan, la noción de precios y salarios justos guarda y guardó siempre relación con un determinado orden social que reputan como el mejor posible. Aspiran a la implantación de su ideal y a su eterno mantenimiento. No toleran el más leve cambio. Cualquier cambio en el ordenamiento establecido, que se considera óptimo, equivale a empeorar. La visión del mundo de estos filósofos prescinde de la inextinguible ansiedad característica del ser humano, que tiende al constante incremento de su bienestar. Los cambios históricos y la mejora general del nivel de vida son nociones ajenas a esa visión. Estiman «justo» cuanto favorece el mantenimiento de su inalterable utopía, e «injusto» todo lo demás.
Ahora bien, la consideración que merece al común de la gente el concepto de precio y salario justo es totalmente diferente del que tienen los filósofos. Cuando el no filósofo califica de justo un precio, quiere decir que su implantación mejora, o al menos no perjudica, sus ingresos y posición social. Denomina injusto todo precio que ponga en riesgo su posición y bienestar. Para él es «justo» que los precios de los servicios y bienes que ofrece se eleven constantemente y que los precios de los bienes y servicios que desea desciendan cada vez más. Al campesino ningún precio del trigo, por alto que sea, le parece injusto. Al asalariado ningún tipo de salario, por alto que sea, le parece exorbitante. El primero no duda un momento en reputar cualquier baja de precio del trigo como una violación de las leyes humanas y divinas, mientras el segundo se rebela si se reducen los salarios. Ahora bien, un sistema social organizado sobre la base de la cooperación únicamente dispone del mecanismo del mercado para adaptar la producción a los cambios de coyuntura. Mediante la alteración de los precios se induce a la gente a disminuir la producción de los artículos apetecidos con menos apremio y a ampliar la de aquéllos que el consumidor con más urgencia demanda. Lo absurdo de cualquier intento de estabilización de precios radica precisamente en que impide todo progreso y conduce a la rigidez y al inmovilismo. Las mutaciones de precios y salarios, en cambio, provocan soluciones de armonía, incrementan el bienestar y son vehículos de progreso económico. Los que condenan por injusta cualquier modificación de precios y salarios y desean mantener el estado de cosas que reputan justo, en realidad se oponen a todo esfuerzo conducente al mejoramiento de las condiciones económicas de la gente.
No es injusto que desde hace tiempo venga prevaleciendo en el proceso formativo de los precios de los productos agrícolas una tendencia que ha impulsado a grandes núcleos de la población a abandonar el agro y a enrolarse en las industrias manufactureras. De no haber ocurrido así, el 90 por 100, o quizá más, de la población continuaría dedicada al campo, obstaculizando el desarrollo de la industria. Todo el mundo, sin excluir los campesinos, viviría peor. Si se hubiera aplicado la doctrina tomista del «justo precio», prevalecerían todavía hoy las condiciones económicas del siglo XIII. La población no habría alcanzado su actual volumen y el nivel de vida sería notablemente inferior.
Ambas interpretaciones del justo precio, la filosófica y la vulgar, convienen en la condena de los precios y tipos de salario que el mercado inadulterado registraría. Pero semejante actitud negativa no aporta en realidad fórmula alguna para determinar el nivel que habrían de alcanzar aquéllos. Erigida la rectitud en norma suprema de la actuación económica, debe señalar a la gente de manera inequívoca cómo tiene que conducirse en la esfera mercantil y cuáles son los precios a solicitar y a abonar en cada caso concreto. Y no sólo esto; deberá al propio tiempo —mediante el aparato coactivo— exigir el sometimiento de cuantos sientan la menor veleidad de no acatar lo ordenado. Se hace preciso entronizar una suprema autoridad que dicte preceptos y normas de conducta en cada caso, los modifique si fuera preciso, los interprete auténticamente y no permita que nadie los infrinja. De todo ello se infiere que la implantación de la justicia y la rectitud moral, en sustitución del egoísta afán de lucro, exige adoptar precisamente las mismas medidas de injerencia estatal que los partidarios del mejoramiento moral de la humanidad deseaban evitar. Cualquier desvío de la libre economía de mercado requiere la implantación de un régimen autoritario. El que poder tan omnímodo sea laico o clerical carece de importancia.
Cuando los reformadores exhortan a la gente a no dejarse avasallar por el egoísmo, se dirigen a capitalistas y empresarios y algunas veces también, aunque muy tímidamente, a los asalariados. Ahora bien, la economía de mercado es un sistema en que el consumidor es soberano. Tales admoniciones deberían ser dirigidas, por tanto, a los consumidores, no a los productores. Habría que persuadirles de que renunciaran a preferir las mercancías mejores y más baratas, evitando así todo perjuicio a los productores menos eficientes. Sería indispensable convencerles de que redujeran sus compras, a fin de permitir a otros más necesitados incrementar las suyas. Pero cuando se exige al consumidor que actúe así, es preciso indicarle con claridad lo que debe comprar, en qué cantidad, de quién y a qué precios; y acudir a la coacción para que tales indicaciones sean acatadas. Ahora bien, en este supuesto queda implantado idéntico mecanismo de control autoritario que la reforma moral deseaba hacer innecesario.
De cuánta libertad pueden disfrutar los individuos en un régimen de cooperación social, depende del grado en que vengan a coincidir el interés del particular y el interés público. Cuando, en la persecución de su propio bienestar, provoca también —o, al menos, no perjudica— el de sus semejantes, jamás puede el particular que sigue su propio camino amenazar la estabilidad social ni dañar el interés ajeno. El reino de la libertad y de la iniciativa individual queda así entronizado y, en su ámbito, el hombre decide y actúa con plena independencia. De la libertad económica derivan todas las libertades que son compatibles con la cooperación social bajo el signo de la división del trabajo. Estamos ante la economía de mercado, o capitalismo, con su corolario político —su «superestructura», dirían los marxistas—, el gobierno representativo.
Quienes pretenden que existe un conflicto entre la codicia de los diversos individuos o entre la codicia de los particulares, de un lado, y el bien común de otro, es lógico que deseen privar a los seres humanos de su derecho a actuar y a decidir. La discrecionalidad de los ciudadanos debe ser sustituida por la supremacía de un organismo central que gestione la producción. En su modelo de sociedad perfecta no hay espacio para la iniciativa privada. La autoridad ordena y el individuo, de buen o mal grado, obedece.
Los pensadores liberales de la Francia del siglo XVIII condensaron su filosofía en la conocida frase laissez faire, laissez passer. Aspiraban a implantar un mercado libre de trabas; abogaban por la abolición de todos los obstáculos que impedían al hombre eficaz e industrioso prevalecer sobre sus más torpes e ineficientes competidores; de todo lo que perturbaba el desplazamiento de las personas y la circulación de las cosas. Esto era lo que quería decir la famosa máxima.
En nuestra época de apasionado anhelo de la omnipotencia gubernamental la fórmula ha caído en desgracia. La opinión pública la considera hoy como manifestación de depravación moral y de supina ignorancia.
El intervencionista plantea la disyuntiva entre unas «fuerzas ciegas y automáticas» y una «planificación consciente»[3]. Es evidente, deja entender, que confiar en procesos irreflexivos es pura estupidez. Nadie en su sano juicio puede propugnar la inhibición; que todo siga su curso sin que intervenga ninguna voluntad consciente. Cualquier ordenamiento racional de la vida económica será siempre superior a la ausencia de todo plan. El laissez faire significa: Dejad que perduren las desgracias; no interfiráis, no hagáis nada por mejorar racionalmente la suerte de la humanidad.
Es éste un planteamiento falaz. El argumento a favor de la planificación deriva exclusivamente de una inadmisible interpretación de una metáfora. No tiene otra base que las connotaciones implícitas en el término «automático», que suele aplicarse en un sentido metafórico para describir el proceso de mercado[4]. «Automático», según el Concise Oxford Dictionary[5], significa «inconsciente, ininteligente, meramente mecánico», y según el Webster’s Collegiate Dictionary[6], lo «no sujeto al control de la voluntad (…), realizado sin reflexión mental, sin intención o dirección consciente». ¡Qué gran baza para los partidarios del dirigismo poder jugar tan valiosa carta!
Lo cierto es que la alternativa no se plantea entre inerte mecanismo, de un lado, y sabia organización, de otro; entre la presencia o la ausencia de un plan. La cuestión es: ¿Quién planifica? ¿Debe cada miembro de la sociedad hacer sus propios planes o debe planificar para todos un gobierno benevolente? El dilema no es: automatismo frente a acción consciente, sino acción autónoma de cada individuo frente a acción exclusiva del gobierno, o bien: libertad frente a omnipotencia gubernamental.
El laissez faire no pretende desencadenar unas supuestas fuerzas ciegas e incontroladas. Lo que quiere es dejar a todos en libertad para que cada uno decida cómo concretamente va a cooperar en la división social del trabajo y que sean, en definitiva, los consumidores quienes determinen lo que los empresarios hayan de producir. La planificación, en cambio, supone autorizar al gobernante para que, por sí y ante sí, sirviéndose de los resortes de la represión, resuelva e imponga.
Pero bajo el laissez faire, replica el dirigista, no se producen aquellos bienes que la gente «realmente» necesita, sino los que mayor beneficio reportan, y el objetivo de la planificación debe ser encauzar la producción de suerte que queden satisfechas las «verdaderas» necesidades. Pero ¿quién es capaz de decidir cuáles son esas «verdaderas» necesidades?
Así, por ejemplo, el profesor Harold Laski, presidente que fue del Partido Laborista inglés, señalaba como objetivo de la acción estatal «la canalización del ahorro hacia la construcción de viviendas antes que hacia la apertura de salas cinematográficas»[7]. Es indiferente que se esté o no de acuerdo con la opinión del profesor de que las casas son preferibles a las películas. El hecho es que los consumidores, gastando parte de su dinero en adquirir boletos de cine, expresan diariamente una opinión diferente. Si las masas de Gran Bretaña, las mismas que con sus votos llevaron al Partido Laborista al poder, en vez de frecuentar los cinematógrafos hubieran preferido invertir su dinero en la adquisición de saneadas casas y cómodos pisos, sin necesidad de ningún tutelaje estatal, por impulso puramente lucrativo, la industria se habría orientado hacia la edificación en vez de producir costosos films. Lo que en el fondo pretendía Mr. Laski era desafiar la voluntad de los consumidores y sustituir por sus propias valoraciones los auténticos deseos de aquéllos. Aspiraba a suprimir la democracia del mercado e implantar el absolutismo zarista en la producción. Sin duda, pensaba que tenía razón desde un punto de vista «más elevado» y que, como superhombre, estaba facultado para imponer su propio criterio a la masa de seres inferiores. Pero nunca fue lo bastante franco como para reconocerlo.
Los encendidos elogios a las excelencias de la acción estatal difícilmente ocultan la autodivinización del dirigista. El gran dios estatal lo es tan sólo en razón a que cada defensor del intervencionismo imagina que la deidad pública hará exclusivamente lo que él aspira a ver realizado. El único plan genuino es aquél que el propio dirigista personalmente apoya. Todos los demás son burdas falsificaciones. Al ensalzar «el plan» se está refiriendo exclusivamente a su propio plan, sin aceptar que también pudiera haber otros «planes». Los intervencionistas sólo están de acuerdo en oponerse al laissez faire, es decir, a que el individuo pueda elegir y actuar. El desacuerdo entre los mismos es absoluto por lo que atañe al programa concreto. Siempre que se les ponen de manifiesto los desastrosos efectos provocados por cierta intervención, reaccionan invariablemente diciendo que las indeseadas consecuencias fueron fruto de una intervención desacertada; nosotros, dicen, propugnamos el buen intervencionismo, no un intervencionismo nocivo. Y, naturalmente, el «buen intervencionismo» es sólo aquél que preconiza el correspondiente profesor.
El laissez faire no significa sino autorizar al hombre común para que elija y actúe; que no tenga, en definitiva, que doblegarse ante ningún tirano.
Al investigar los problemas económicos que plantea el intervencionismo, no es preciso examinar las medidas de gobierno que pretenden influir de modo inmediato en la elección de los bienes por parte de los consumidores. Toda injerencia estatal en la esfera mercantil repercute indirectamente sobre el consumo. Puesto que altera el mecanismo del mercado, influye forzosamente en la conducta y estimaciones valorativas de los consumidores. Cuando el poder se limita a forzar directamente al consumidor a adquirir mercancías distintas de las que habría preferido en ausencia del mandato gubernamental, no surge ningún problema especial que deba analizar la economía. No hay duda de que cualquier mecanismo policiaco fuerte y despiadado dispone de poder suficiente para hacer respetar tales mandatos.
Al contemplar la elección realizada por el consumidor no pretendemos, desde luego, inquirir los motivos que pudieran inducirle a comprar a y a no comprar b. Sólo consideramos los efectos que en la determinación de los precios de mercado y consiguientemente en la producción provoca la concreta conducta de los consumidores. Estos efectos no guardan relación directa con motivaciones anímicas; se producen por el acto concreto de comprar a y no comprar b. En la determinación de los precios de las máscaras antigás para nada influye que la gente se decida a adquirirlas por propio impulso o en razón a que el gobierno obliga a todos a tenerla. Lo único que influye es la cuantía de la demanda efectiva.
El gobernante que desea mantener las apariencias externas de libertad, a pesar de procurar seriamente cercenarla, disimula la interferencia directa en el consumo so capa de intervención en la vida mercantil. La denominada ley seca americana pretendía que los residentes en el país se abstuvieran de las bebidas alcohólicas. Pero hipócritamente la ley no sancionaba el acto de beber. Lo que prohibía era, en cambio, la fabricación, venta y transporte del licor, es decir, toda la actividad mercantil previa al acto de ingerir alcohol. La gente comete excesos alcohólicos, se decía, inducida por los fabricantes de bebidas carentes de todo escrúpulo. Pero a lo que realmente aspiraba la ley seca era a suprimir la libertad del americano para gastar sus dólares y gozar de la vida a su manera. Las medidas restrictivas impuestas a la industria eran meras consecuencias del objetivo efectivamente perseguido.
La intervención directa del gobierno en el consumo, como decíamos, no suscita problemas catalácticos; va más allá del ámbito de la cataláctica y atañe al fundamento de la organización social y de la propia vida humana terrenal. Si la autoridad del gobernante procede de Dios y ha recibido de la Providencia el encargo de erigirse en incontestado guardián de unas masas ignorantes y estúpidas, debe ciertamente reglamentar y vigilar celosamente la conducta de sus súbditos. Este gobernante enviado de Dios conoce lo que conviene a sus vasallos mucho mejor que ellos mismos. Su deber es evitarles cualquier daño que pudieran hacerse si se les dejara actuar libremente.
Quienes gustan de calificarse de «realistas» son incapaces de apreciar la importancia de los temas que estamos abordando. Opinan que se trata de problemas que no se pueden examinar desde un punto de vista que se apresuran a calificar de filosófico y académico. Sus consideraciones, dicen, obedecen exclusivamente a motivos prácticos. Es un hecho que algunas personas se perjudican a sí mismas y a sus propios e inocentes deudos mediante el uso de estupefacientes; nadie que no sea un puro doctrinario, impulsado por su dogmatismo, se puede oponer a que los poderes públicos regulen el tráfico de drogas. Los beneficiosos efectos que de tal intervención se derivan son evidentes.
Pero el problema no es tan sencillo. El opio y la morfina son ciertamente drogas nocivas que producen hábito. Ahora bien, admitido el principio de que compete al gobernante proteger al individuo contra su propia necedad, no cabe oponer ya objeciones serias a ninguna ulterior intervención estatal. Lo mismo puede decirse del alcohol y la nicotina. Pero, entonces, ¿por qué la benévola providencia del gobernante no se extiende más allá del cuidado corporal? El daño que el hombre puede infligir a su mente y a su alma ¿no es, acaso, más perturbador que cualquier padecimiento físico? ¿Por qué no impedirle que lea libros perniciosos y que presencie detestables representaciones teatrales; que contemple pinturas y esculturas reñidas con la estética y que oiga mala música? Las consecuencias que derivan de una ideología social nociva son, sin duda, mucho más perniciosas, tanto para el individuo como para la colectividad, que todas las que pudieran derivarse del uso de drogas y narcóticos.
Y esto que decimos no es, como algunos podrían pensar, mero producto de la calenturienta imaginación de asustadizos y solitarios pensadores. Porque lo que conviene advertir es que ningún gobierno intervencionista, ni antiguo ni moderno, se abstuvo jamás de reglamentar las ideas, las opiniones y las creencias de sus súbditos. Tan pronto como se cercena la libertad de cada uno para decidir aquello que personalmente prefiera consumir, todas las demás libertades quedan igualmente suprimidas. Quienes admiten ingenuamente la interferencia de los poderes públicos en el consumo, se engañan cerrando los ojos a lo que, con menosprecio, denominan aspectos filosóficos de la cuestión. No advierten que de este modo se están convirtiendo en paladines de la censura, de la inquisición, de la intolerancia religiosa y de la persecución del disidente.
Al analizar el intervencionismo desde el punto de vista cataláctico prescindimos deliberadamente de las consecuencias políticas que acompañan a toda injerencia en el consumo. Destacamos simplemente que empresarios y capitalistas van a tener que aprovechar los factores de producción de modo distinto de como lo harían si actuaran sólo bajo los dictados del mercado. No suscitamos el tema de si tal intervención, contemplada desde cualquier otro preconcebido punto de vista, pueda considerarse plausible o nociva. Nos limitamos a preguntar si mediante la intervención se pueden alcanzar aquellos objetivos que los intervencionistas desean conseguir.
Quedaría incompleto el examen del intervencionismo si no nos refiriéramos al fenómeno de la corrupción.
No hay prácticamente ninguna intervención estatal en el funcionamiento del mercado que, desde el punto de vista de los ciudadanos por ella afectados, pueda dejar de calificarse o como una confiscación o como un donativo. La actividad intervencionista da lugar a que ciertos grupos o individuos se enriquezcan a costa de otras personas o agrupaciones. Lo que no impide que, con frecuencia, el daño infligido a unos no beneficie a nadie, con lo que al final todos salen perjudicados.
No existe nada parecido a un método justo y eficaz para ejercer el tremendo poder que el intervencionismo pone en manos tanto del poder legislativo como del ejecutivo. Los defensores del intervencionismo pretenden que la actuación del gobernante, siempre sabio y ecuánime, y la de sus no menos angélicos servidores, los burócratas, evitará las tan perniciosas consecuencias que, «desde un punto de vista social», provocan la propiedad individual y la acción empresarial. El hombre común, para tales ideólogos, no es más que un débil ser necesitado de paternal tutelaje que le proteja contra las ladinas tretas de una pandilla de bribones. Los partidarios del estatismo hacen escarnio de todo lo que los conceptos de ley y legalidad hasta hace poco significaron, en aras de una «más noble y elevada noción de la justicia». Los actos de los administradores públicos están siempre autorizados; esa justicia sui generis que hoy por doquier se invoca precisamente les faculta para sancionar a quienes ellos entiendan haberse egoístamente apropiado de lo que pertenecía a otros.
Los conceptos de egoísmo y altruismo, tal como los intervencionistas los manejan, resultan vanos y contradictorios. El hombre, al actuar, como más de una vez se ha destacado, aspira invariablemente a provocar una situación que él aprecia en más que la que piensa habría prevalecido en ausencia de su actuación. Toda actividad humana, en este sentido, viene siempre dictada por el egoísmo. Quien entrega dinero para alimentar niños hambrientos lo hace o bien porque piensa que su acción será premiada en la otra vida o bien porque disfruta más remediando la necesidad infantil que con cualquier otra satisfacción que la suma en cuestión pudiera proporcionarle. El político, por su lado, también es siempre egoísta; tanto cuando, para alcanzar el poder, hace suyas las doctrinas más populares, como cuando se mantiene fiel a sus propias convicciones despreciando las ventajas y beneficios que conseguiría si traicionara tal ideario.
La mentalidad anticapitalista, que considera la igualdad de ingresos y patrimonios como lo único natural y justo; que califica de explotador a quienquiera tenga riquezas superiores a las del hombre medio y que recusa la actividad empresarial por estimarla perjudicial al bien común, utiliza los términos egoísta y altruista de acuerdo con lo que tal ideario le sugiere. El burócrata, en su fuero interno, estima torpe y deshonesto el mundo de los negocios, el depender de los consumidores, cortejar a la clientela, obtener beneficio sólo cuando se ha conseguido atender a las masas compradoras mejor que la competencia. Para él, sólo son espíritus nobles y elevados quienes aparecen en la nómina del gobierno.
Pero, por desgracia, no es angélica la condición de los funcionarios y sus dependientes y pronto advierten que sus decisiones, bajo un régimen intervencionista, pueden irrogar al empresario graves pérdidas y a veces también pingües beneficios. Hay, desde luego, empleados públicos rectos y honorables; pero también los hay que no dudan, si la cosa puede hacerse de un modo «discreto», en llamarse a la parte en los beneficios que generan sus autorizaciones.
Hay muchos campos en los que, dada una organización intervencionista, es imposible evitar el favoritismo. Piénsese, por citar un solo ejemplo, en la cuestión de las licencias de importación. ¿A quién otorgarlas y a quién denegarlas? No existe ningún criterio que permita hacer tal distribución de manera objetiva y libre de consideraciones personales. El que efectivamente se llegue o no a pagar dinero por la adjudicación, en el fondo poco importa, pues no resulta menos recusable conceder sin cobrar nada las deseadas licencias a aquéllos de quienes la administración espera conseguir en el futuro particulares servicios (sus votos electorales, por ejemplo).
El intervencionismo genera siempre corrupción. Su tratamiento, en este sentido, es tarea de historiadores y juristas[8].