LA IMPOSIBILIDAD DEL CÁLCULO ECONÓMICO BAJO EL SOCIALISMO
El director ha decidido construir una casa. Son muchos los procedimientos a que puede recurrir. Cada uno de ellos tiene para el jerarca sus ventajas y sus inconvenientes, según cuál sea el futuro destino que al edificio haya de darse. La vida probable del inmueble será distinta en unos y otros supuestos; tampoco serán iguales los materiales ni los obreros a emplear en cada caso; la duración de la obra también será distinta. ¿Qué método adoptará el director? Le resulta imposible reducir a común denominador los diversos materiales y las distintas categorías de trabajadores que, según el procedimiento adoptado, sea preciso emplear. No se halla en situación, por tanto, de establecer comparación alguna. No puede traducir a datos numéricos ni el tiempo que requerirá la obra (periodo de producción) ni la duración útil del futuro inmueble. Es incapaz, en una palabra, de contrastar aritméticamente costes y resultados. Los proyectos que los arquitectos someten a su consideración contienen infinidad de datos sobre múltiples materias primas, acerca de sus características físicas y químicas, sobre el rendimiento de las diversas máquinas y herramientas y acerca de las múltiples técnicas de construcción. Pero son datos sueltos que no guardan relación alguna entre sí. No hay forma de ensamblarlos ni de dar sentido a su conjunto.
Imaginemos la perplejidad del jerarca al enfrentarse a un proyecto. Tiene forzosamente que dilucidar si va a incrementar el bienestar general, si va ampliar la riqueza disponible o si, por el contrario, va a dejar desatendidas otras necesidades que él mismo considera de mayor valor. Pero ni uno solo de los informes que sus técnicos le facilitan contiene clave alguna que le permita resolver ese problema.
Dejaremos de lado por el momento las incógnitas que suscita el decidir qué bienes de consumo deban producirse. Vamos a dar por resuelta la cuestión. Nos enfrentamos, pues, tan sólo con el problema de decidir qué factores de producción vayamos a obtener y emplear y qué procedimiento, entre la infinita variedad de posibles sistemas de fabricación, vayamos a seguir para producir determinados bienes de consumo. Hemos de resolver cuál sea el mejor emplazamiento de cada industria, el tamaño de cada fábrica y la potencia de cada máquina. Es preciso que indiquemos qué energía ha de emplearse en cada factoría y cómo, en cada caso, deba ser la producida. Miles y miles de tales problemas se nos plantean a diario; son distintas las circunstancias de cada supuesto y, sin embargo, a cada caso debemos dar una racional y adecuada solución. El número de variantes que el director tiene que ponderar es muy superior al que arroja la mera enumeración técnica, con arreglo a sus condiciones físicas y químicas, de los factores de producción disponibles. La ubicación de cada uno de éstos ha de tomarse en consideración, así como el posible aprovechamiento del capital anteriormente invertido y ya inadaptable e intransformable. El director socialista no puede enfrentarse con el carbón como algo genérico; debe pensar en los miles de pozos en explotación, situados en los más variados lugares; debe ponderar la posibilidad de explotar nuevos yacimientos; debe optar entre múltiples métodos de extracción; debe valorar la diferente calidad de carbón que cada yacimiento produce; no debe olvidar que son múltiples los procedimientos que del carbón permiten obtener calor y energía; ni tampoco descuidar el sinnúmero de derivados que del mismo pueden conseguirse. Hoy en día es prácticamente posible obtener cualquier producto partiendo de cualquier otra materia. Nuestros antepasados, por ejemplo, tan sólo sabían aprovechar la madera en un corto número de aplicaciones. La moderna técnica ha descubierto infinidad de nuevos empleos: papel, textiles, alimentos, drogas y múltiples productos sintéticos.
Una ciudad puede ser abastecida de agua potable mediante dos métodos: transportarla de lejanos manantiales a través de acueductos —método empleado desde los tiempos más remotos—, o bien purificando químicamente el agua insalubre existente en la localidad. ¿Y por qué no producir agua sintéticamente? La técnica moderna ha tiempo que resolvió las dificultades que plantea semejante producción. El hombre medio, dominado siempre por su inercia mental, se limitaría a calificar la idea de absurda. La única razón, sin embargo, por la que no producimos hoy agua potable sintética —aunque tal vez en el futuro lo hagamos— es porque el cálculo económico nos dice que se trata del procedimiento más costoso de todos los conocidos. Eliminado el cálculo económico, la elección racional resulta imposible.
Rearguyen los socialistas que tampoco el cálculo económico es infalible. Los capitalistas también incurren a veces en el error. Desde luego, así ocurre y ocurrirá siempre, ya que la actuación del hombre apunta al futuro, y éste por fuerza resulta incierto. Los planes mejor concebidos fracasan si son falsas las previsiones del futuro. Pero no es tal el problema que ahora interesa. Al actuar partimos de nuestros conocimientos actuales y nos basamos en nuestra previsión de las circunstancias futuras. No estamos discutiendo si el director socialista será o no capaz de prever las condiciones futuras. Lo que decimos es que no podrá calcular, aunque demos por buenos sus juicios de valoración y su previsión del futuro, cualesquiera que ésta o aquéllos sean. Supongamos que el jerarca decide invertir capital en la industria conservera; si después varían los gustos de los consumidores o cambia el criterio de los higienistas acerca de la salubridad de los alimentos enlatados, la inversión, naturalmente, resultará desacertada. Pero no es ése el tema debatido. El problema crucial es el siguiente: ¿Cómo debemos hoy y aquí montar una fábrica de conservas para que resulte lo más económica posible?
Algunos de los ferrocarriles construidos a finales del siglo pasado no lo habrían sido ciertamente si se hubiera previsto la inminente aparición de los grandes y rápidos transportes por carretera y el desarrollo de la aviación. Sin embargo, quienes los tendieron podían perfectamente decidir cuál, entre los múltiples proyectos posibles, era el más aconsejable, a la vista de sus personales apreciaciones y futuras previsiones, habida cuenta de los correspondientes precios de mercado en los que se reflejaban las valoraciones de los consumidores. He ahí la ilustración y orientación con la que el director socialista jamás puede contar. Se ha de hallar éste tan desorientado como quien pretendiera dirigir un barco en alta mar sin saber nada de náutica; como un fraile medieval al mando de una moderna locomotora.
Hemos supuesto que el jerarca considera conveniente construir cierta factoría. Pero esta decisión tampoco puede adoptarse racionalmente sin antes recurrir al cálculo económico. El director socialista, para ordenar, por ejemplo, la construcción de determinada central hidroeléctrica, deberá previamente asegurarse de que es éste y no otro el procedimiento más económico para producir la deseada energía. Pero ¿cómo despejar tal incógnita si no puede calcular ni los costes ni la producción?
El régimen socialista tal vez al principio pudiera orientarse gracias a los recuerdos del anterior capitalismo. Pero ¿cómo podrá abordar el incesante cambio de circunstancias que el mundo real registra? Los precios de 1900 ¿de qué pueden servirle a quien tiene que planear y actuar en 1949? ¿Qué orientación pueden brindar los precios de 1949 al director socialista en 1980?
La paradoja de la «planificación» radica en que, al imposibilitar el cálculo económico, impide planificar. La llamada economía planificada puede ser todo menos economía. Significa caminar a tientas en la más densa oscuridad. Impide averiguar cuáles, entre los múltiples medios, son los más idóneos para alcanzar los objetivos deseados. Bajo la denominada planificación racional, ni la más sencilla operación puede practicarse de un modo razonable y reflexivo.
La oportunidad de suprimir la iniciativa privada sustituyéndola por una planificación de tipo socialista constituye desde hace más de cien años el tema político por excelencia. Miles de libros se han publicado en favor y en contra de los planes comunistas. Ningún otro asunto ha sido discutido con mayor pasión en la prensa, en las reuniones públicas, en los círculos académicos, en las campañas electorales y en los parlamentos. Por el socialismo ha habido guerras y se ha derramado sangre a raudales. Y, sin embargo, en medio de tanta confusión, nadie planteaba la única cuestión que de verdad interesaba.
Es cierto que algunos eminentes economistas —Hermann Heinrich Gossen, Albert Schäffle, Vilfredo Pareto, Nikolaas G. Pierson y Enrico Barone— entrevieron el problema. Pero ninguno de ellos, a excepción tal vez de Pierson, caló el fondo de la cuestión ni advirtió su decisiva importancia. Ninguno de ellos, por otra parte, supo engarzar el problema en la teoría general de la acción humana. Ello impidió que se prestara atención a sus incidentales observaciones y que apenas fueran escuchados y sus escritos pronto cayeran en el olvido.
Nada tienen que ver los errores de la Escuela Histórica o del Institucionalismo con el total abandono en que se tuvo tan vital problema para la humanidad. Ambas escuelas, a impulsos de exaltado fanatismo, denigran la economía —«ciencia funesta»— en el deseo de facilitar el triunfo de su demagogia socialista e intervencionista, no habiendo logrado, sin embargo, suprimir totalmente la investigación económica. A nadie, desde luego, puede extrañar que esos detractores de la economía como ciencia fueran incapaces siquiera de entrever el problema. Lo que, en cambio, resulta a primera vista sorprendente es que los auténticos economistas incurrieran en el mismo fallo.
Tan lamentable laguna científica se produjo a causa de los dos fallos típicos de los economistas matemáticos.
Tales estudiosos, en efecto, prácticamente limitan su análisis a lo que ellos denominan equilibrio económico o estado estático. La construcción imaginaria de una economía de giro uniforme, según observamos anteriormente[1], es una herramienta mental indispensable para el razonamiento económico. Pero es un grave error olvidar que se trata de una construcción puramente imaginaria, que jamás puede darse en nuestro mundo real y que ni siquiera se puede llevar consecuentemente hasta sus últimas conclusiones e inferencias lógicas. El economista matemático, en su deseo de construir la ciencia económica al modo de la mecánica newtoniana, aplicando siempre procedimientos puramente matemáticos, pierde de vista, al final, el único y verdadero objeto de investigación. Deja de analizar la acción humana y se concentra en el examen de un mecanismo inanimado actuado por misteriosas fuerzas que no es posible estudiar racionalmente. Naturalmente, en la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme no hay lugar para la función empresarial. El economista matemático elimina al empresario de su pensamiento. No tiene necesidad de este motor y agitador cuya incesante intervención impide que el imaginario sistema alcance el estado de perfecto equilibrio y absoluta quietud. Rechaza al empresario como elemento perturbador. Los precios de los factores de producción, tal como los ve el economista matemático, están determinados por la intersección de dos curvas, no por la acción humana.
Por otra parte, al trazar sus preciosas gráficas de precios y costes el economista matemático no comprende que la reducción de costes y precios a magnitudes homogéneas exige el empleo de un medio cambio común. Se forja así la ilusión de creer que, aun prescindiendo de ese común denominador monetario que permite contrastar las diferentes relaciones de intercambio entre los distintos factores de producción, es posible calcular y ponderar costes y precios.
El resultado es que de los escritos de los economistas matemáticos emerge la construcción imaginaria de una sociedad socialista como un sistema realizable de cooperación bajo la división del trabajo, como perfecta alternativa al sistema económico basado en el control privado de los medios de producción. El director de la comunidad socialista podría distribuir los factores de producción de manera racional, es decir sobre la base del cálculo. No habría dificultad alguna en compaginar la cooperación socialista bajo la división del trabajo con el empleo racional de los factores de producción. Se puede adoptar el socialismo sin abandonar la economía en la elección de los medios. El socialismo no obliga a abandonar la racionalidad en el empleo de los factores de producción. Es una variedad de acción social racional.
En apoyo de tal modo de argumentar parecían venir los experimentos socialistas de la Rusia soviética y la Alemania nazi. No advertía, sin embargo, el observador superficial que tales sistemas en modo alguno eran organizaciones socialistas aisladas. Operaban dentro de un mundo en el que aún había precios libres. Podían, por tanto, recurrir al cálculo económico a través de los precios internacionales. Sin tal auxilio, el actuar de nazis y soviéticos habría carecido por completo de plan y sentido. Sólo porque conocían los precios internacionales podían calcular, contabilizar y preparar sus tan ponderados planes.
Los textos socialistas tratan de todo menos del problema único y básico del socialismo: el cálculo económico. Los teóricos de Occidente, sin embargo, no han podido últimamente rehuir por más tiempo una materia tan importante. Han comprendido que esa práctica tan grata al marxismo de denigrar sin más la economía «burguesa» no basta para justificar, desde un punto de vista científico, la implantación de la utopía socialista. Trataron de sustituir la grosera metafísica hegeliana de la doctrina marxista por una teoría del socialismo. Se lanzaron a ingeniar fórmulas para el cálculo económico socialista. Pero fracasaron del modo más lamentable. No valdría la pena perder el tiempo en analizar tales intentos si no fuera porque el examen nos ofrece buena oportunidad para aclarar aspectos decisivos tanto de la economía de mercado como de la construcción imaginaria de una economía sin mercado.
Las fórmulas elaboradas se clasifican en los siguientes grupos:
1. El cálculo económico socialista se practicaría, no en términos monetarios, sino en especie. El plan, evidentemente, carece de la menor viabilidad. No se puede sumar ni restar magnitudes de orden distinto (cantidades heterogéneas)[2].
2. Partiendo de las ideas de la teoría laboral del valor, se recomienda la hora-trabajo como unidad de medida y cálculo. Esta propuesta elude no sólo el problema de la valoración de los factores de producción originarios, sino también el referente a la diferente capacidad productiva horaria de la gente y aun la de una misma persona en momentos distintos.
3. La unidad de cálculo es una cierta «cantidad» de utilidad. Pero el hombre, al actuar, no mide ni cifra la utilidad, sino que las ordena en meras escalas valorativas. Los precios de mercado, lejos de reflejar una equivalencia de valor, atestiguan que los contratantes valoran la mercancía de modo diferente. No es lícito, a estas alturas, pretender ignorar el teorema básico de la moderna ciencia económica; es decir, que el valor de cada una de las unidades integrantes de un conjunto formado por n-1 objetos es mayor que el valor individual de las mismas si el conjunto tiene n unidades.
4. El cálculo resulta posible mediante el establecimiento de un cuasi-mercado artificial. Al estudio de esta solución se dedica la sección 5 del presente capítulo.
5. El cálculo puede realizarse con ayuda de las ecuaciones diferenciales de la cataláctica matemática. Tal solución se analiza más adelante en la sección 6.
6. El cálculo resulta superfluo por la aplicación del método de la prueba y el error. Examinemos a continuación esta idea.
Los empresarios y capitalistas nunca saben de antemano si sus planes distribuyen en la forma más conveniente los distintos factores de producción entre las diversas producciones posibles. Sólo a posteriori constatan si acertaron o no. En otras palabras, recurren al método denominado de la prueba y el error para atestiguar la idoneidad económica de sus operaciones. ¿Por qué, se preguntan algunos, no ha de poder el director socialista orientarse aplicando idéntico procedimiento?
El sistema de la prueba y el error únicamente puede aplicarse cuando indicaciones evidentes, ajenas e independientes del propio método empleado, permiten constatar sin lugar a dudas que ha sido hallada la solución correcta a la cuestión planteada. Si pierdo la cartera, la busco por distintos lugares. Tan pronto como la encuentro, la reconozco y ceso en la búsqueda; he aplicado, con éxito, el método de la prueba y el error; he resuelto, gracias al mismo, mi problema. Ehrlich, pretendiendo hallar un remedio contra la sífilis, ensayó centenares de productos. Quería dar con un fármaco que matara las espiroquetas sin perjudicar al paciente. La solución correcta, la droga 606, cumplía ambas condiciones, cosa fácilmente comprobable en la clínica y en el laboratorio. El gran investigador había resuelto el problema.
Las cosas cambian completamente si la única prueba de la solución correcta es que se ha alcanzado mediante la aplicación de un método considerado apropiado para la solución del problema. El producto de multiplicar un número por otro sólo podemos estimarlo exacto constatando si ha sido rectamente practicada la operación matemática del caso. Nada nos prohíbe intentar adivinar el resultado mediante la prueba y el error. Pero, al final, sólo practicando la oportuna multiplicación, constataremos si acertamos o no en nuestra adivinación. Si nos hallamos en la imposibilidad de formular la operación, de nada nos serviría el método de la prueba y el error.
Podemos, si tal nos place, considerar como de prueba y error el método empresarial; pero en tal caso no debemos olvidar que el empresario puede constatar lo acertado de sus actos comprobando si los beneficios de la operación son superiores a los costes de la misma. Las ganancias le indican al empresario que los consumidores aprueban sus operaciones; las pérdidas, por el contrario, que el público las recusa.
El problema del cálculo económico bajo un régimen socialista precisamente estriba en que, no existiendo precios de mercado para los factores de producción, resulta imposible decidir si ha habido pérdida o si, por el contrario, se ha cosechado ganancia.
Podemos suponer que en la sociedad socialista existe un mercado para los bienes de consumo, a los cuales se aplican precios monetarios. Podemos imaginar que el jerarca económico, periódicamente, entregaría a los miembros de la comunidad determinadas sumas dinerarias para que con ellas compraran esos bienes de consumo que serían entregados a quienes más caros los pagaran. O, igualmente, podemos imaginar que los bienes de consumo producidos se distribuyen entre la gente, la cual los intercambia libremente utilizando determinado medio común de intercambio, es decir, un hipotético dinero. Pero lo característico del sistema socialista es que un solo ente, en cuyo nombre actúan los demás subjefes y directores, controla todos los bienes de producción, que ni son comprados ni vendidos, y que por tanto carecen de precio. Siendo ello así, es claro que no es posible contrastar mediante operaciones aritméticas las inversiones efectuadas con los rendimientos conseguidos.
No afirmamos que el cálculo económico capitalista garantice invariablemente la óptima distribución de los factores de producción entre las diversas producciones posibles. Los mortales somos incapaces de resolver con tan absoluta perfección ningún problema. Pero lo que sí asegura el funcionamiento del mercado, cuando no se ve saboteado por la fuerza y la coacción, es que a los asuntos económicos siempre se dará la mejor solución permitida por el estado de la técnica y la capacidad intelectual de los más perspicaces cerebros de la época. Tan pronto como alguien advierta la posibilidad de dar otra orientación mejor[3] a la producción, el propio afán de lucro inducirá al interesado a practicar las oportunas reformas. Los resultados prósperos o adversos patentizarán si el plan era acertado o no. El mercado libre continuamente pone a prueba a los empresarios y elimina a los que flaquean, situando al frente de los negocios a quienes mejor han sabido satisfacer las más urgentes necesidades de los consumidores. Sólo en este importante aspecto podemos considerar la economía de mercado como un sistema de prueba y error.
Lo característico del socialismo es que una sola e indivisible voluntad gobierna todas las actividades productivas. Cuando los socialistas aseguran que una economía «ordenada» y «planificada» reemplazará a la «anarquía» de la producción capitalista; que actuaciones racionales sustituirán a la supuesta ausencia de lógica del mercado libre; que habrá verdadera cooperación entre los hombres en vez de enconada competencia; que se producirá para el consumo en vez de para el lucro, los socialistas, en definitiva, lo que pretenden es suprimir los innumerables proyectos y diferentes actuaciones de los consumidores y los de aquellas personas —los empresarios y capitalistas— que procuran atender del mejor modo posible los deseos del público, imponiendo en su lugar la exclusiva y monopolística voluntad del jerarca supremo. El socialismo exige la desaparición del mercado y de la competencia cataláctica. El sistema es incompatible con el mercado, con los precios y con la competencia, pues pone todos los resortes económicos en manos de una única autoridad. La intervención de los súbditos en la formulación de los planes que han de regular toda la actividad productiva consiste, como máximo, en designar al rector económico o a la asamblea de rectores. Por lo demás, deberán someterse dócil e incondicionalmente a cuanto estos jerarcas les ordenen, como meros pupilos de un tutor supremo. Los propios socialistas reconocen que sólo con esa férrea unidad y esa absoluta centralización pueden materializar las maravillas y las bienaventuranzas del sistema.
El obsesivo afán de los teóricos socialistas por demostrar que su sistema no exige suprimir la competencia cataláctica ni los precios de mercado es un abierto (o tácito) reconocimiento de cuán fundado es el diagnóstico y cuán irrefutable resulta la implacable crítica que los economistas hacen de los planes socialistas. La fulminante y arrolladora difusión que ha tenido el teorema según el cual es imposible el cálculo económico bajo un régimen socialista carece de precedente en la historia del pensamiento humano. Los socialistas reconocen la aplastante derrota que en lo científico han sufrido. Ya no consideran que el socialismo es incomparablemente superior al capitalismo precisamente porque acaba con el mercado, con los precios y con la competencia. Ahora quisieran, por el contrario, hacernos creer que tales instituciones podrían pervivir bajo el orden socialista. Tratan de ofrecemos un socialismo con precios y con competencia.
Lo que estos neosocialistas[4] sugieren es realmente paradójico. Por un lado, desean suprimir la propiedad privada de los medios de producción, anular el mercado y acabar con los precios y con la libre competencia; pero al mismo tiempo quisieran organizar la utopía socialista de tal suerte que la gente actuase como si existieran estas instituciones. Pretenden que los hombres jueguen al mercado como los niños juegan a guerras, a trenes o a colegios. No advierten la diferencia que existe entre los juegos infantiles y la realidad que pretenden imitar.
Para estos neosocialistas fue un gran error de los viejos socialistas (es decir, los anteriores a 1920) afirmar que el socialismo exige necesariamente la abolición del mercado y del intercambio mercantil: ello en modo alguno es consustancial a la economía socialista. Suprimir tales instituciones, reconocen reluctantes, sería absurdo y sólo produciría confusión y caos. El socialismo, por fortuna, tiene sus variantes. Los directores de las empresas capitalistas continuarán actuando como lo hacían bajo el régimen anterior. No operan aquéllos en la sociedad de mercado por su cuenta y riesgo, sino en beneficio de la empresa, es decir, de los poseedores del capital, de los socios. Implantado el socialismo, proseguirán su labor con el mismo celo y atención que ahora ponen en la tarea. La única diferencia consistirá en que el fruto de sus actuaciones vendrá a enriquecer a la sociedad, no a los accionistas. Los directores, por lo demás, comprarán y venderán, contratarán obreros y pagarán sueldos, procurando, como antes, obtener siempre la máxima ganancia. El sistema directorial del capitalismo «maduro» o «tardío» se transformará insensiblemente en un sistema socialista planificado. Nada, salvo la propiedad del capital, habrá cambiado. La sociedad se colocará en el lugar de los accionistas y será el pueblo quien en adelante percibirá los dividendos. Eso es todo.
El principal defecto de este y similares argumentos consiste en contemplar la realidad económica desde el limitado punto de vista del funcionario subalterno que no ve más allá del estrecho horizonte de sus tareas administrativas. Se supone que la estructura de la producción industrial y la asignación de capital a las diversas ramas y elementos productivos son rígidas e invariables, y no se toma en cuenta la necesidad de alterar esta estructura para adaptarla a los cambios de las situaciones. Se argumenta como si ya no tuviera que haber más cambios, como si la historia económica se hubiera congelado. No se comprende que el director de una compañía se limita a ejecutar lealmente las instrucciones de sus superiores, los accionistas, y que al cumplir las órdenes recibidas debe ajustarse a la estructura de los precios del mercado, determinados en definitiva por factores ajenos a las funciones gerenciales. La actuación de los directores de empresa, sus compras y sus ventas constituyen tan sólo una pequeña parte del mercado. Se practican en éste además todas aquellas otras operaciones que tienen por fin distribuir el capital existente entre las diversas ramas de la producción. Los empresarios y capitalistas crean sociedades y demás entidades mercantiles; las amplían o reducen; las disuelven o fusionan; compran y venden acciones y obligaciones de empresas ya existentes o de nueva creación; otorgan, deniegan y amortizan créditos; en una palabra, realizan todos aquellos actos que en conjunto forman el mercado monetario y de capitales. Tales operaciones financieras de promotores y especuladores encauzan la producción por aquellas vías que mejor permiten satisfacer las más urgentes necesidades de los consumidores. En estas transacciones consiste propiamente el mercado. Si se eliminan, no subsiste parte alguna del mercado. Lo que permanece es un fragmento que no puede existir solo ni puede funcionar como mercado.
La función del buen director en el ámbito capitalista es bastante más modesta de lo que estos teóricos creen. Su actividad es puramente de gestión; auxilia a los empresarios y capitalistas en específicas tareas subordinadas. El director jamás puede reemplazar al empresario[5]. Los especuladores, promotores, inversores y banqueros, al constituir el mercado de capitales y las Bolsas, predeterminan la órbita en que los directores desarrollarán discrecionalmente tareas menores. Han de acomodarse éstos en su labor a un mercado cuya disposición condicionan factores totalmente ajenos a las propias funciones gerenciales.
El problema que nos ocupa nada tiene que ver con la típica actividad del director capitalista; lo que interesa es averiguar cómo repartimos el capital existente entre las distintas ramas de la producción; en otras palabras, definir qué sectores productivos deben ser ampliados y cuáles restringidos, qué empresas deben variar su producción, qué nuevas fabricaciones es preferible abordar. En relación con estas cuestiones nada tiene que ver el honesto gerente de una empresa y su acreditada eficiencia. Quienes confunden empresarialidad y gestión (mana gement) desconocen el verdadero problema económico. Los conflictos laborales no se plantean entre el director y los trabajadores, sino entre el empresariado (o capital) y los asalariados. El sistema capitalista no es un sistema gerencial; es un sistema empresarial. Reconocer que no es la conducta de los gerentes la que determina la asignación de los factores de producción a las diversas ramas de la economía no significa ignorar los méritos de estos directores.
Nadie ha afirmado jamás que la sociedad socialista invitaría a los promotores y especuladores a seguir en su tarea para entregar después sus beneficios a la caja común. Quienes propugnan el cuasi-mercado para el sistema socialista jamás piensan en mantener el mercado de valores, las Bolsas de comercio, las especulaciones a plazo, ni menos todavía la Banca y los banqueros como cuasi-instituciones. No se puede jugar a especulaciones e inversiones. Quienes invierten y especulan arriesgan su propio dinero, su propio futuro. Este hecho les hace responsables ante el consumidor, el auténtico dueño y señor de la economía capitalista. Si se les exonera de esta responsabilidad, se les priva de su verdadero carácter. No son ya empresarios, sino un grupo de personas a quienes el jerarca ha entregado su principal tarea, la dirección suprema de los negocios. Tales personas —y no el director nominal— son los verdaderos directores y tienen que enfrentarse con el mismo problema que el director nominal no pudo resolver: el problema del cálculo.
Conscientes de la inviabilidad de sus propuestas, algunos partidarios del cuasi-mercado, tímida y vagamente, sugieren una nueva fórmula. La autoridad socialista actuaría como un banco y prestaría al mejor postor los fondos que le fueran solicitados. Es una idea no menos disparatada que las anteriormente examinadas. Los peticionarios de los fondos en cuestión deben carecer, como corresponde al orden socialista, de bienes propios. Pueden ofrecer a este hipotético banquero oficial cualquier tipo de interés por elevado que sea, pues no corren riesgo personal alguno. Su intervención no alivia consecuentemente en lo más mínimo la pesada responsabilidad que gravita sobre el jerarca. Es más: a diferencia de lo que acontece bajo el capitalismo, no se podría exigir a estos prestatarios garantías ni avales de ningún género, pues carecen de toda riqueza propia. El riesgo de las correspondientes operaciones recaería íntegro sobre la sociedad, única propietaria de todos los recursos. Si el jerarca concediera los créditos a quien le ofreciera mayor interés no haría sino premiar la audacia, el desenfado y el alocado optimismo. Estaría renunciando en favor de picaros y visionarios a la función rectora que le corresponde en exclusiva, pues es a él tan sólo a quien compete decidir en qué ha de invertirse el capital social disponible. Pero estamos otra vez como al principio: no puede el jerarca, al pretender orientar y dirigir la producción, servirse de esa división intelectual del trabajo que bajo el capitalismo proporciona un método viable para el cálculo económico[6].
Los factores de producción pueden ser controlados o bien por los particulares o bien por el aparato estatal coercitivo. En el primer caso hay mercado, hay precios para todos los factores y es posible el cálculo económico. En el segundo, tales instituciones desaparecen. Es vano pretender escamotear este hecho afirmando que los organismos rectores de la economía colectiva gozarán de los divinos atributos de «omnisciencia» y «ubicuidad»[7]. No interesa a la praxeología cómo podría actuar una deidad omnipresente y omnisciente; lo que nuestra ciencia pretende averiguar es cómo efectivamente han de actuar quienes sólo disponen de una mente humana. Y es lo cierto que nuestra mente no puede planificar sin cálculo económico.
Un sistema socialista con mercado y precios de mercado es tan contradictorio como un cuadrado triangular. La producción no puede estar dirigida más que por empresarios deseosos de obtener beneficios propios o por funcionarios a quienes para ello se les conceda un poder supremo y exclusivo. El dilema consiste en determinar si es mejor producir aquellos bienes de los que el empresario espera derivar el máximo beneficio o, por el contrario, aquellos otros que el jerarca desea producir. ¿Quién conviene más que mande, los consumidores o el jerarca? ¿Quién debe decidir, en última instancia, si determinado capital se destina a la producción del bien a o del bien b? Estas preguntas no admiten respuestas ambiguas ni evasivas. Hay que contestarlas limpia y derechamente[8].
Para apreciar adecuadamente la idea de que las ecuaciones diferenciales de la economía matemática permitirían el cálculo económico socialista, debemos recordar qué es lo que tales ecuaciones efectivamente significan.
En la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme suponemos que todos los factores de producción se utilizan de tal forma que cada uno de ellos reporta los más valiosos servicios que puede proporcionar. No es posible dar a estos factores ningún destino que satisfaga mejor las necesidades de la gente. Esta situación, en la que no se producen ulteriores cambios en la disposición de los factores de producción, puede muy bien describirse mediante sistemas de ecuaciones diferenciales. Pero estas ecuaciones nada nos dicen sobre las acciones humanas que provocaron la aparición de ese hipotético estado de equilibrio. Sólo nos aseguran que, bajo tal situación de equilibrio estático, si m unidades de a se dedican a producir p, y n unidades de a a producir q, no es posible atender más cumplidamente las necesidades de la gente invirtiendo de otro modo las unidades disponibles de a. (Aun imaginando que a fuera perfectamente divisible y que cada unidad de a fuera infinitesimal, sería un grave error afirmar que la utilidad marginal de a es la misma en ambas utilizaciones).
Este estado de equilibrio es una construcción puramente imaginaria. En un mundo cambiante jamás puede realizarse. Difiere de la situación presente lo mismo que de cualquier otra situación realizable.
En la economía de mercado es la actividad empresarial la que hace continuamente variar las razones de intercambio entre los diversos factores de producción, así como el destino de éstos. El individuo emprendedor advierte que el precio de los factores de producción no coincide con el que él supone tendrá el producto terminado, y ello le induce a aprovechar en beneficio propio la diferencia. Ese futuro precio, desde luego, no es el hipotético precio de equilibrio. A quienes actúan nada les interesa el equilibrio ni los precios de equilibrio, conceptos éstos totalmente ajenos a la acción y a la vida real; en los razonamientos praxeológicos se emplean como meras herramientas intelectuales, a causa de la incapacidad humana para concebir y aprehender mentalmente el incesante variar de la acción si no es contrastándolo con una hipotética quietud perfecta. Para el teórico, cada cambio supone un paso más por aquella vía que, si no aparecieran nuevas circunstancias, abocaría finalmente al estado de equilibrio. Pero ni los teóricos, ni los capitalistas y empresarios, ni los consumidores pueden, a la vista de la realidad presente, descubrir cuál sería, en su caso, ese precio de equilibrio. Ni necesitan ese conocimiento. Lo que impulsa a un hombre a provocar cambios e innovaciones no es la visión de unos precios de equilibrio, sino la anticipación de la cuantía de los precios de un número limitado de artículos tal como prevalecerán en el mercado cuando él se disponga a vender. Lo que el empresario, cuando se embarca en un determinado proyecto, tiene en la mente es sólo el primer paso de una transformación que, si no se producen en los datos otros cambios que los inducidos por su proyecto, acabaría estableciendo el estado de equilibrio.
Ahora bien, para utilizar las ecuaciones que describen el estado de equilibrio es preciso conocer la escala valorativa de los diferentes bienes de consumo en este estado de equilibrio. Esta graduación es uno de los elementos de estas ecuaciones que se dan por conocidos. Pero el jerarca conoce sólo sus valoraciones actuales, no las que hará bajo el hipotético estado de equilibrio. Opina que, respecto a sus valoraciones presentes, la asignación de los factores de producción no es satisfactoria y desea cambiarla. Pero nada sabe acerca de cómo él mismo valorará cuando el equilibrio se produzca. Tales valoraciones reflejarán las condiciones que resulten de los sucesivos cambios en la producción que él pone en marcha.
Llamemos D1 al día de hoy y Dn al día en que se establezca el equilibrio. En el mismo sentido denominaremos las siguientes magnitudes correspondientes a estos dos días: la escala de valoración de los bienes del primer orden V1 y Vn, la oferta total[9] de todos los factores originales de producción O1 y On, la oferta total de todos los factores de producción producidos P1 y Pn, y resumir O1 + P1 como M1 y On + Pn como Mn. Representaremos, finalmente, por T1 y Tn los conocimientos técnicos de uno y otro momentos. Para poder resolver las ecuaciones necesitamos conocer Vn, On + Pn = Mn' y Tn. Pero lo único que conocemos hoy es V1, O1 + P1 = M1' y T1.
No podemos suponer que estas magnitudes para D1 son iguales a las de Dn, puesto que el estado de equilibrio no puede alcanzarse si se producen nuevos cambios en los datos. La ausencia de nuevos cambios en los datos que es la condición requerida para el establecimiento del equilibrio se refiere sólo a los cambios capaces de perturbar el ajuste de condiciones a la actuación de aquellos elementos que ya están actuando en la actualidad. El sistema no puede alcanzar el estado de equilibrio si aparecen agentes externos que impiden que se produzcan aquellos movimientos que precisamente han de instaurar el equilibrio[10]. Pero mientras no se alcance el equilibrio, el sistema se encuentra en mutación permanente que produce continua variación de las circunstancias. La tendencia a la implantación del equilibrio no perturbada por variaciones provenientes del exterior constituye un proceso de sucesivos cambios.
P1 es un conjunto de bienes cuya magnitud no concuerda con las actuales valoraciones de la gente. Porque P1 es el resultado de actuaciones practicadas con arreglo a pasadas valoraciones, a superados conocimientos técnicos y a pretéritos informes acerca de las fuentes disponibles de materias primas. Una de las razones por las cuales el sistema no se halla en equilibrio es precisamente porque P1 no se ajusta a las circunstancias del momento presente. Hay fábricas, herramientas y otros muchos factores de producción que bajo un estado de equilibrio no subsistirían; es preciso, igualmente, para que el mismo pueda darse, que se produzcan otras plantas, máquinas y factores de producción que ahora no existen. El equilibrio no puede aparecer en tanto esa perturbadora porción de P1, todavía utilizable, no quede totalmente consumida, siendo reemplazada por factores que compaginen con las sincrónicas circunstancias, es decir, con las correspondientes V, O y T. No es el estado de equilibrio en sí lo que interesa al hombre que actúa, sino saber cómo, del modo mejor, puede gradualmente transformar P1 en Pn. Y para esto de nada le sirven las ecuaciones.
No cabe eludir estas dificultades prescindiendo de P y contemplando únicamente O. Es cierto que tanto la calidad como la cantidad de los factores de producción producidos, es decir, la cantidad y calidad de los productos intermedios, dependen exclusivamente de la forma en que aprovechemos los factores originarios de producción. Pero la información que por esta vía podemos conseguir se refiere sólo a las circunstancias correspondientes al estado de equilibrio. Es total nuestra ignorancia por lo que atañe a cómo y de qué manera se puede llegar al estado de equilibrio. Nos encontramos hoy con unas existencias de que no coinciden con las del estado de equilibrio. Tenemos que abordar la realidad tal cual se presenta, es decir, hemos de operar con P1, no con la hipotética Pn.
Ese imaginario futuro estado de equilibrio aparecerá sólo cuando los métodos de producción se correspondan con las valoraciones de los diferentes actores y con la más adelantada técnica. Todo el mundo a la sazón trabajará en el lugar más idóneo y con arreglo al sistema de máxima perfección. Nuestra actual economía, sin embargo, es distinta. Maneja medios que no coinciden con aquéllos con los que, una vez alcanzado el estado de equilibrio, se contará; tales medios, según es evidente, no pueden reflejarse en unos sistemas de ecuaciones que se refieren exclusivamente a un distante estado de equilibrio. De nada le sirve al director económico, que ha de actuar hoy bajo las condiciones ahora prevalentes, conocer los datos relativos al día en que el equilibrio se alcance. Lo que le interesa es saber cómo puede, del modo más económico, manipular los medios de que efectivamente dispone, legados por anteriores actores, por épocas que valoraban las cosas de manera diferente, que disponían de conocimientos técnicos diferentes de los nuestros y se servían de información igualmente distinta de la que ahora manejamos acerca de las disponibles fuentes de materias primas. Lo que aquel director quiere conocer es el próximo paso que debe dar. De nada le sirven para ello las ecuaciones.
Supongamos un país aislado, de circunstancias económicas similares a las de la Europa central de mediados del siglo pasado, cuyos gobernantes, sin embargo, conocieran perfectamente todos los adelantos de la moderna técnica americana. Tales jerarcas, sustancialmente, sabrían la meta a la que desearían conducir el país. Pese a ello, su ceguera sería absoluta en cuanto al modo más perfecto y expeditivo para ir transformando su sistema económico en el otro deseado.
Vemos, pues, que, aun cuando admitiéramos que una inspiración milagrosa indicara al jerarca, sin necesidad de recurrir al cálculo económico, cómo conviene ordenar la producción en todas sus facetas e incluso que le permitiera columbrar con toda precisión la meta final perseguida, quedan todavía cuestiones de la máxima trascendencia sin resolver. Porque la tarea del director no consiste en actuar como si con él comenzara la civilización, cual si se iniciara de la nada la historia económica. Las herramientas con que ha de operar jamás son meros recursos naturales anteriormente inexplotados. Hay bienes de capital producidos con anterioridad, inconvertibles o sólo imperfectamente convertibles cuando se trata de atender nuevos cometidos. Nuestra riqueza cristalizó en útiles y dispositivos cuya fabricación fue dictada por valoraciones, conocimientos técnicos y otras múltiples circunstancias totalmente distintas de las nuestras actuales. La condición de tales elementos, su cantidad, calidad y ubicación son hechos de la máxima importancia cuando se trata de decidir las futuras operaciones económicas. Algunos, posiblemente, resulten ya inaprovechables por completo; pervivirán sólo como «factores inexplotados». Pero la mayor parte de esos medios deberá ser de algún modo aprovechada si no queremos recaer en la extremada pobreza e indigencia del hombre primitivo, si deseamos sobrevivir durante ese periodo comprendido entre el día de hoy y aquel futuro en que el nuevo aparato de producción comience a operar. No puede el jerarca limitarse a atender la producción de mañana desentendiéndose de la suerte que sus tutelados puedan correr durante la correspondiente espera. Debe cuidarse de que sean explotados del mejor modo posible todos y cada uno de los bienes de capital disponibles.
No sólo los tecnócratas, sino también los socialistas de todos los colores, reiteran una y otra vez que es precisamente la enorme cantidad de riqueza acumulada lo que ha de permitir la realización de sus ambiciosos proyectos. Pero al mismo tiempo pasan por alto que una gran proporción de tales riquezas se concretó ya en específicos bienes de capital producidos en el pasado y que hoy resultan más o menos anticuados desde el punto de vista de nuestras actuales valoraciones y nuestros actuales conocimientos técnicos. Opinan que la actividad productiva debe íntegra y exclusivamente dedicarse a la radical transformación del aparato industrial para que las generaciones futuras puedan disfrutar de un más alto nivel de vida. Sus contemporáneos son una pobre generación perdida, cuya única misión consiste en sufrir y trabajar para la mayor gloria y bienestar de seres aún no nacidos. Pero los hombres reales son distintos. No pretenden sólo crear un mundo mejor para sus bisnietos; también ellos quisieran disfrutar de la vida. Desean saber cómo podrán aprovechar del modo más perfecto posible todos los bienes de capital que tienen a su disposición. Aspiran a un futuro mejor; pero procuran alcanzarlo del modo más económico. Tal pretensión exige perentoriamente recurrir al cálculo económico.
Es un gran error creer que mediante operaciones matemáticas es posible averiguar las circunstancias del estado de equilibrio partiendo de una situación carente de tal equilibrio. Y no menos pernicioso es imaginar que, una vez conocidos los datos de semejante hipotético estado de equilibrio, podría el hombre que actúa solventar acertadamente con dicha ilustración la serie de problemas que de continuo ha de resolver. Siendo ello así, no parece necesario resaltar el fabuloso número de ecuaciones que cotidianamente el sistema obligaría a despejar, exigencia ésta que por sí sola bastaría para hacerlo inviable, aun suponiendo que el mismo pudiera reemplazar al cálculo económico del mercado[11].