LA CONSTRUCCIÓN IMAGINARIA DE UNA SOCIEDAD
Cuando la filosofía social del siglo XVIII sentó las bases de la praxeología y la economía, hubo de enfrentarse con la casi universalmente aceptada e indiscutida distinción entre el mezquino egoísmo de los particulares y el estado como representante de los intereses de toda la sociedad. Es cierto que no había entonces todavía llegado a su plenitud el proceso que acabaría elevando a quienes manejan el aparato estatal de fuerza y coerción a la categoría de deidades. Cuando la gente pensaban en el gobierno, aún no se representaban la cuasi-teológica imagen de un ente omnisciente y omnipotente, encarnación de todas las virtudes. Contemplaban, por el contrario, a los gobernantes de su tiempo tal y como efectivamente procedían en la escena política. Veían una serie de entidades soberanas cuya extensión territorial era fruto de sangrientas guerras, intrigas diplomáticas, matrimonios y sucesiones dinásticas. Príncipes que en muchos países confundían sus personales rentas y patrimonios con el erario público, y repúblicas oligárquicas —como Venecia y algunos cantones suizos— cuyo único objetivo en la gestión de la cosa pública consistía en enriquecer al máximo a la aristocracia gobernante. Los intereses de tales estados, naturalmente, tropezaban por un lado con los de sus «egoístas» súbditos, que sólo aspiraban al propio bienestar, y por otro con los de los gobiernos extranjeros, tan codiciosos como ellos de botín y conquistas territoriales. Los tratadistas de derecho político, al analizar tal antagonismo, solían defender la causa de su propio gobierno. Daban por supuesto, con manifiesta candidez, que el estado encarnaba el interés de la colectividad, siempre en irreductible conflicto con el egoísmo individual. El poder público, al domeñar la codicia de sus súbditos, promovía el bienestar general frente a las mezquinas apetencias de los particulares.
La filosofía liberal desmontó estas ideas. En la sociedad de mercado libre no hay oposición entre los intereses rectamente entendidos de unos y otros. Los de los ciudadanos no son contrarios a los del país, ni los de cada nación pugnan con los de las demás.
Ahora bien, al demostrar esta tesis los propios filósofos liberales aportaban un elemento esencial a la divinización del estado. Sustituyeron en sus investigaciones los estados reales de su tiempo por la imagen de un estado ideal. Construyeron la vaga imagen de un gobierno cuyo único objetivo sería promover la máxima felicidad de los ciudadanos. Este ideal carecía por completo de corporeidad real en la Europa del ancien régime. En ésta, por el contrario, actuaban reyezuelos alemanes que vendían a sus súbditos como ganado para engrosar las filas de los ejércitos extranjeros; monarcas que aprovechaban cualquier oportunidad para avasallar a sus más débiles vecinos; se producían las escandalosas particiones de Polonia; Francia era gobernada por los hombres más libertinos del siglo, el regente de Orleans primero y Luis XV después; y en España imperaba el rústico amante de una reina adúltera. Sin embargo, los filósofos liberales imaginaban un estado que nada tenía en común con aquellas corrompidas cortes y aristocracias. Al frente del estado ponían un ser perfecto, un rey cuya única preocupación consistía en fomentar el bienestar general. Sentadas tales premisas, se preguntaban por qué el actuar de los ciudadanos, libres de todo control autoritario, no habría de derivar por cauces que incluso aquel sabio y buen rey consideraría los mejores. Para el filósofo liberal, la cosa no ofrece duda. Es cierto, admite, que los empresarios son egoístas y buscan únicamente su propio provecho. Pero en la economía de mercado sólo pueden beneficiarse si atienden del mejor modo posible las más urgentes necesidades de los consumidores. Los objetivos del empresario no serán diferentes de los del perfecto y benevolente rey, el cual sólo aspira a que los medios de producción se aprovechen como más cumplidamente permitan atender las necesidades de la gente.
Es obvio que este razonamiento introduce juicios de valor y sesgos políticos en el tratamiento de los problemas. Este paternal gobernante no es más que el otro «yo» del economista, quien mediante este artilugio pretende elevar sus personales juicios de valor al rango de normas universalmente válidas, de eternos valores absolutos. El interesado se identifica con el perfecto rey y califica los fines que él elegiría si fuera investido del poder real de bienestar general, interés colectivo y productividad volkswirtschaftliche, tan distintos de los fines que persigue el egoísmo de los individuos. La candidez de tales teóricos les impide percatarse de que no hacen más que personificar sus propios y arbitrarios juicios de valor en el imaginado soberano, y están plenamente convencidos de que saben de modo incontestable distinguir el bien del mal. Bajo la máscara del benévolo y paternal autócrata, el propio ego del autor se ensalza como la voz de la ley moral absoluta.
La característica esencial de la construcción imaginaria de este régimen ideal es que todos los ciudadanos se hallan sometidos incondicionalmente al control autoritario. El rey ordena; los demás obedecen. La economía de mercado se ha desvanecido; no existe ya propiedad privada de los medios de producción. Se conserva la terminología de la economía de mercado, pero en realidad han desaparecido la propiedad privada de los medios de producción, la efectiva compraventa, así como los precios libremente fijados por los consumidores. La producción es ordenada por las autoridades, no por el autónomo actuar de los consumidores. El gobernante asigna a cada uno su puesto en la división social del trabajo, determina qué y cómo debe producirse y cuánto puede cada uno consumir. Es lo que hoy podemos propiamente denominar la variedad germana de la gestión socialista[1].
Ahora los economistas comparan este sistema hipotético, que a su juicio encama la auténtica ley moral, con la economía de mercado. Lo mejor que pueden decir de la economía de mercado es que ésta no provoca una situación diferente de la que el supremo poder del perfecto jerarca hubiera implantado. Aprueban la economía de mercado porque, en su opinión, permite alcanzar los mismos objetivos que perseguiría la actuación del perfecto gobernante. Así, la simple identificación de lo que es moralmente bueno y económicamente eficaz con los planes del dictador totalitario que caracteriza a todos los defensores de la planificación y del socialismo no fue rechazada por muchos de los viejos liberales. Podemos incluso afirmar que generaron esta confusión al sustituir los malvados e inmorales déspotas y políticos del mundo real por la imagen ideal del estado perfecto. Es cierto que para los pensadores liberales este estado perfecto no era más que un auxiliar instrumento de razonamiento, un modelo con el que contrastar el funcionamiento de la economía de mercado. Pero a nadie extrañará que la gente acabara por preguntarse por qué no se trasplantaba ese estado ideal de la esfera del pensamiento al mundo de la realidad.
Los antiguos reformadores sociales pretendían implantar la sociedad perfecta confiscando toda propiedad privada y procediendo seguidamente a su redistribución; cada ciudadano recibiría idéntica porción de esa expropiada riqueza y una continua vigilancia por parte de las autoridades garantizaría el mantenimiento de dicha igualdad absoluta. Pero estos planes resultaron impracticables al aparecer las gigantescas factorías y las colosales empresas mineras y de transporte. No se podía ni siquiera pensar en desarticular las grandes compañías industriales en fragmentos iguales[2]. El antiguo programa de redistribución fue sustituido por la idea de socialización. Los medios de producción serían expropiados, pero no habría ulterior redistribución de los mismos. El propio estado gestionaría las fábricas y las explotaciones agrícolas.
Esta conclusión resultó lógicamente insoslayable tan pronto como la gente comenzó a atribuir al estado la perfección no sólo moral sino también intelectual. Los filósofos liberales describieron su estado imaginario como un ser altruista, entregado exclusivamente a procurar el mayor bienestar posible a todos sus súbditos. Descubrieron que en una sociedad de mercado el egoísmo de la gente forzosamente tenía que provocar los mismos efectos que el estado altruista trataría de conseguir; y era este hecho precisamente el que justificaba, a su juicio, el mantenimiento de la economía de mercado. Pero las cosas cambiaron tan pronto como la gente empezó a atribuir al estado no sólo las mejores intenciones sino también la omnisciencia. Era razonable concluir que el estado infalible sabría ordenar las actividades productivas mucho mejor que los falibles individuos. Conseguiría evitar todos aquellos errores que a menudo frustran las actividades de los empresarios y capitalistas. Nunca más se producirían inversiones equivocadas ni se dilapidarían en mercancías menos valoradas por los consumidores los siempre escasos factores de producción, multiplicándose así la riqueza y el bienestar de todos. La «anarquía» de la producción aparece ruinosa comparada con la «planificación» del estado omnisciente. El sistema de producción socialista surgía entonces como el único método verdaderamente razonable, mientras que la economía de mercado aparecía como la encarnación de la sinrazón misma. Para los racionalistas defensores del socialismo la economía de mercado es simplemente una incomprensible aberración de la humanidad. Para los influidos por el historicismo, la economía de mercado es el orden social de una etapa inferior de la evolución humana que el ineludible proceso de progresivo perfeccionamiento eliminará para implantar un sistema más ordenado y lógico, cual es el socialismo. Ambas corrientes ideológicas coinciden en que la propia razón exige la transición al socialismo.
Lo que las mentes ingenuas denominan razón no es más que la absolutización de los propios juicios de valor. El interesado se limita a proclamar la coincidencia de sus valoraciones con supuestas conclusiones derivadas de una vaga razón absoluta. A ningún socialista se le ocurrió jamás pensar que aquella abstracta entidad a la que desea investir de los más ilimitados poderes —llámese humanidad, sociedad, nación, estado o gobierno— podría llegar a actuar en forma que él personalmente desaprobara. Si su ideal tanto le entusiasma es precisamente porque no duda que el supremo director de la comunidad socialista actuará siempre como él —el socialista individual— considera más razonable, persiguiendo aquellos objetivos que él —el socialista individual— estima de mayor interés, con arreglo a los métodos que él —el socialista individual— en su caso adoptaría. Por eso, el marxista sólo califica de socialismo genuino a aquel sistema que cumpla con las anteriores condiciones; toda otra organización, aun cuando se adjudique a sí misma el calificativo de socialista, nunca será más que espuria imitación en nada parecida al auténtico socialismo. Tras cada socialista se esconde un dictador. ¡Ay del disidente! ¡No tiene ni derecho a la vida; es preciso «liquidarlo»!
La economía de mercado permite a la gente cooperar pacíficamente entre sí, sin que a ello se opongan las diferencias de sus juicios de valor. La organización socialista, en cambio, no admite a quien discrepe. Su norma suprema es Gleichschaltung, una perfecta uniformidad mantenida por el rigor policiaco.
La gente califica frecuentemente de religión al socialismo. Y ciertamente lo es; es la religión de la autodivinización. El Estado y el Gobierno al que los planificadores aluden, el Pueblo de los nacionalistas, la Sociedad de los marxistas y la Humanidad de los positivistas son distintos nombres que adopta el dios de la nueva religión. Tales símbolos, sin embargo, tan sólo sirven para que tras ellos se oculte la personal voluntad del reformador. Asignando a su ídolo cuantos atributos los teólogos otorgan a Dios, el engreído ego se autobeatifica. También él es —piensa— infinitamente bueno, omnipotente, omnipresente, omnisciente y eterno; el único ser perfecto en este imperfecto mundo.
La economía debe rehuir el fanatismo y la ofuscación sectaria. Desde luego, ningún argumento convencerá al fiel devoto. La más leve crítica resulta para él escandalosa y recusable blasfemia, impío ataque lanzado por gente malvada contra la gloria imperecedera de su deidad. La economía se interesa por la teoría socialista, pero no por las motivaciones psicológicas que inducen a los hombres a caer en la estatolatría.
No fue Karl Marx el fundador del socialismo. El ideal socialista estaba plenamente elaborado cuando Marx lo adoptó. Nada cabía añadir a la teoría praxeológica del sistema y Marx, en efecto, nada agregó a la misma. No supo tampoco refutar las objeciones que investigadores anteriores y coetáneos formularon contra la viabilidad, deseabilidad y ventajas del socialismo. Jamás se lanzó a la empresa, convencido como estaba de que en ella, inevitablemente, habría de fracasar. A la crítica lógica del socialismo tan sólo opuso la ya antes examinada doctrina del polilogismo.
Sin embargo, los servicios que Marx prestó a la propaganda socialista no se limitaron a la invención del polilogismo. Todavía más importante fue su doctrina de la inevitabilidad del socialismo.
Marx vivió en una época en la que prácticamente todos creían en el mejorismo evolucionista. La mano invisible de la Providencia conduce a los hombres, haciendo caso omiso de la voluntad de éstos, de inferiores y menos perfectos estadios a otros más elevados y perfectos. En el curso de la historia humana prevalece la inevitable tendencia a mejorar y progresar. Cada ulterior escalón evolutivo, precisamente por ser el último, es un estadio superior y mejor. Nada es permanente en la condición humana, salvo ese irresistible progreso. Hegel, muerto pocos años antes de que apareciera Marx, había ya desarrollado la doctrina en su fascinante filosofía de la historia, y Nietzsche, que entraba en escena cuando precisamente Marx se retiraba, hizo de ella la tesis central de sus no menos sugerentes escritos. Pero la verdad es que estamos ante el mito de los últimos doscientos años.
Marx se limitó a integrar el credo socialista en la doctrina del mejorismo. La inevitable venida del socialismo demuestra según él que se trata de un sistema más acabado y perfecto que el capitalismo precedente. Vana es, pues, toda discusión en torno a los pros y los contras del socialismo. Se implantará «con la inexorabilidad de las leyes de la naturaleza»[3]. Sólo mentalidades deficientes pueden ser tan ignaras como para preguntarse si lo que fatalmente ha de acontecer puede no ser más beneficioso que cuanto le precedió. Vendidos apologistas de las injustas pretensiones de los explotadores son los únicos que insolentemente se atreven a señalar defectos en el socialismo.
Si calificamos de marxistas a cuantos comulgan con la anterior doctrina, habremos de considerar tales a la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos. Las masas están convencidas de que la venida del socialismo no sólo es absolutamente inevitable, sino además altamente deseable. La «ola del futuro» empuja a la humanidad hacia el socialismo. Pero la gente disiente cuando se trata de nombrar al capitán de la nave socialista. Pues, desde luego, hay muchos candidatos para el puesto.
Marx intentó probar la certeza de su profecía de dos maneras. Recurrió, en primer término, a la dialéctica hegeliana. La propiedad privada capitalista —dijo— es la primera negación de la propiedad privada individual; aquélla, por tanto, habrá de generar su propia negación; a saber, la propiedad colectiva de los medios de producción[4]. Así de sencillas eran las cosas para la hueste de escritores hegelianos que a la sazón pululaban por Alemania.
Pretendió después resaltar las insatisfactorias condiciones inherentes al capitalismo. La crítica marxista, a este respecto, yerra en absoluto. Ni los socialistas más ortodoxos se atreven a mantener en serio la tesis fundamental de Marx de que el capitalismo empobrece progresivamente a las masas. Pero aun admitiendo, a efectos dialécticos, cuantos absurdos contiene la crítica marxista del capitalismo, siguen sin demostrarse sus dos tesis básicas: que es inevitable el advenimiento del socialismo y que éste es un sistema no sólo superior al capitalismo, sino además la más perfecta ordenación posible, cuya implantación proporcionará al hombre eterno bienestar en su vida terrenal. Pese a los alambicados silogismos que contienen los plúmbeos volúmenes de Marx, Engels y los centenares de autores marxistas, siempre al final resulta que la profecía marxista brota de una visión personal; se trata de una inspiración divina que informa al escritor de los planes de esas misteriosas fuerzas que determinan el curso de la historia. Marx, como Hegel, se consideraba sublime profeta impartiendo al pueblo las revelaciones que esotéricas voces le proporcionaban.
La historia del socialismo entre los años 1848 y 1920 registra el hecho sorprendente de que apenas nadie se preocupara de cómo tenía el sistema que funcionar en la práctica. Quien pretendía examinar los problemas económicos de una comunidad socialista era despectivamente tildado de «no científico» por el tabú marxista. Pocos tuvieron valor para enfrentarse con tal veto. Tanto los partidarios como los adversarios del socialismo tácitamente convenían en que se trataba de un sistema de organización económica perfectamente viable y que se podía ensayar. La vastísima literatura socialista se limita a destacar supuestas deficiencias del capitalismo y a ensalzar los beneficios culturales que el socialismo había de traer consigo. Nunca se enfrentaron tales ideólogos con los aspectos económicos del socialismo.
El credo socialista descansa sobre tres dogmas:
Primero: La sociedad es omnisciente y omnipotente, un ser perfecto, inmune a las flaquezas y debilidades humanas.
Segundo: El advenimiento del socialismo es inevitable.
Tercero: Puesto que la historia no es sino un ininterrumpido progreso desde estadios menos perfectos a otros más perfectos, el socialismo es un sistema cuya implantación resulta altamente deseable.
A la praxeología y a la economía, sin embargo, lo único que les interesa es determinar si el socialismo, manteniéndose la división social del trabajo, puede funcionar como sistema.
La nota esencial del socialismo es que en él actúa una sola voluntad, siendo indiferente quién sea el sujeto de esa voluntad. El director puede ser un rey ungido o un dictador que gobierna en virtud de su carisma; un führer o una junta de jerarcas designados por sufragio popular. Lo fundamental es que un solo agente controla el destino que deba darse a todos los factores de producción. Una sola voluntad elige, decide, dirige, actúa, ordena. Todos los demás se limitan a obedecer sus órdenes e instrucciones. Una organización y un orden planificado sustituyen a la «anarquía» de la producción y a las diversas iniciativas particulares. La cooperación social bajo la división del trabajo se mantiene a base de vínculos hegemónicos que permiten al jerarca exigir absoluta obediencia de todos sus vasallos.
Denominando a ese rector económico sociedad (como hacen los marxistas), Estado (con mayúscula), gobierno o autoridad, la gente tiende a olvidar que quien ordena es siempre un ser humano, no una noción abstracta o una mítica entidad colectiva. Podemos admitir que el jerarca o la junta de jerarcas goce de capacidad extraordinaria, máxima sabiduría y superior bondad. Pero sería el colmo de la estupidez suponer que se trata de seres omniscientes e infalibles.
En un análisis praxeológico del socialismo no nos interesa el carácter ético y moral del director. Tampoco tenemos por qué recusar sus juicios de valor ni los objetivos que pueda perseguir. De lo que se trata es de saber si un hombre mortal, dotado de la estructura lógica de la mente humana, puede estar a la altura de las tareas que pesan sobre el director de una sociedad socialista.
Suponemos que el director tiene a su disposición todos los conocimientos tecnológicos de su tiempo. Además, tiene un completo inventario de todos los factores materiales de producción disponibles y un detalle completo de toda la mano de obra empleable. Multitud de expertos y especialistas le proporcionan una información perfecta y le resuelven correctamente todos los interrogantes que les plantea. Voluminosos informes se acumulan sobre su mesa de trabajo. Pero ha llegado el momento de actuar. Tiene que elegir entre una infinita variedad de proyectos de tal suerte que ni una sola de las necesidades que él considera más urgentes quede insatisfecha en razón a que los factores de producción necesarios para esta satisfacción se emplean para satisfacer otras necesidades que él considera menos urgentes.
Es importante observar que este problema no tiene nada que ver con la valoración de los fines últimos. Se refiere sólo a los medios que deben emplearse para alcanzar esos fines. Suponemos que el director ha decidido cuáles son las metas que conviene alcanzar. No discutimos su elección. Ni tampoco planteamos la posibilidad de que la gente, los vasallos, desaprueben las decisiones del director. Suponemos, a efectos dialécticos, que una fuerza misteriosa induce a todos los hombres a coincidir con el jefe y aun entre ellos mismos en cuanto al valor y oportunidad de los objetivos perseguidos.
El problema que nos interesa, el único y crucial problema del socialismo, es un problema puramente económico, y como tal se refiere solamente a los medios, no a los fines últimos.