CAPÍTULO XXIV

ARMONÍA Y CONFLICTO DE INTERESES

1. EL ORIGEN DE LOS BENEFICIOS Y LAS PÉRDIDAS EN EL MERCADO

El continuo cambio de las circunstancias del mercado, al tiempo que imposibilita la aparición de una economía de giro uniforme, provoca de manera constante pérdidas y ganancias que favorecen a unos y perjudican a otros. Se ha dicho por ello que toda ganancia supone, invariablemente, un perjuicio para otro; que nadie prospera si no es a costa ajena. Este dogma ya fue sostenido por algunos autores antiguos. Entre los modernos, fue Montaigne el primero que lo reiteró; por ello lo consideraremos como el dogma de Montaigne. Expresa la íntima esencia del mercantilismo y del neomercantilismo. Aflora en todas las teorías modernas que afirman que en la economía de mercado prevalece una pugna irreconciliable entre los intereses de las distintas clases sociales y entre los de los diferentes países[1].

El dogma de Montaigne se cumple cuando las variaciones de origen dinerario del poder adquisitivo de la moneda provocan sus efectos típicos. Pero es falso en relación con las pérdidas o ganancias empresariales de cualquier índole, lo mismo si aparecen bajo una economía estacionaria —que iguala en su conjunto unas con otras— como si se registran en una economía progresiva o regresiva —donde tales magnitudes resultan distintas—.

Lo que en el ámbito de una sociedad de mercado libre de interferencias produce el beneficio de una persona no son los apuros y desgracias ajenos, sino el hecho de aliviar o eliminar completamente las causas de insatisfacción de los demás. Lo que perjudica al enfermo es su dolencia, no el médico que se la cura. La ganancia del profesional no brota del sufrimiento del paciente, sino de la asistencia que le facilita. Los beneficios derivan invariablemente de haber sabido prever acertadamente futuras situaciones. Quienes con mayor acierto que los demás se anticipan mentalmente a tales eventos futuros y acomodan sus actuaciones a la nueva disposición del mercado obtienen beneficios porque se hallan en situación de satisfacer las más urgentes necesidades de los consumidores. Los beneficios de quienes han producido bienes y servicios que los consumidores se disputan no es la causa de las pérdidas que sufren quienes ofertan productos por los que nadie está dispuesto a abonar un precio que compense su coste. Sus pérdidas se deben a su falta de visión para prever la futura disposición del mercado y la demanda de los consumidores.

Las alteraciones de la oferta y la demanda a veces resultan tan súbitas e inesperadas que, en opinión de la gente, nadie razonablemente habría podido preverlas. El envidioso, en tales casos, considera totalmente injustificados los beneficios conseguidos gracias a estos cambios. Pero tan arbitrarios juicios de valor no modifican la realidad. El enfermo prefiere ser curado —aunque deba abonar elevados honorarios al profesional— a verse privado de asistencia. En otro caso, no llamaría al médico.

En una economía de mercado no hay conflictos de intereses entre compradores y vendedores. Hay inconvenientes causados por una inadecuada previsión del futuro. Todos ganarían si quienes operan en el mercado fueran siempre capaces de prever con pleno acierto las circunstancias futuras y ajustaran su conducta a tales datos. No se dilapidaría entonces ni un adarme de capital ni el trabajo se malversaría colmando apetencias menos urgentes que otras dejadas insatisfechas. Pero el hombre no es omnisciente.

No es correcto enfocar estos problemas desde el punto de vista del resentimiento y la envidia. Tampoco lo es limitar el análisis a la momentánea y transitoria situación de ciertos individuos. Estamos ante problemas sociales que es forzoso abordar en el amplio sistema del mercado. El sistema que permite atender mejor —dentro siempre de lo posible— las apetencias de cuantos integran la sociedad es aquél que premia con ganancias a quienes consiguen prever mejor que los otros las condiciones futuras del mercado. Por el contrario, si se limita el beneficio empresarial en favor de aquellos cuyas previsiones resultaron erradas, no se favorece sino que se perjudica el ajuste de la oferta a la demanda. Si se impidiera a los médicos percibir ocasionalmente elevados honorarios no habría más sino menos estudiantes de medicina.

En toda operación mercantil ambas partes salen ganando. Incluso quien vende con pérdida se beneficia, pues estaría peor aún si no hubiera logrado colocar su mercancía o si hubiera tenido que hacerlo a un precio todavía más bajo. Su pérdida se debe a su falta de previsión; la venta limita su pérdida aunque el precio recibido sea bajo. Si ambas partes no consideraran la operación como la más ventajosa en las condiciones concurrentes, no la concertarían.

La afirmación de que las ganancias se obtienen a expensas de los demás es válida respecto al robo, la guerra o el saqueo. El botín del ladrón se realiza en detrimento de la víctima expoliada. Pero la guerra y el comercio son cosas totalmente distintas. Se equivocó Voltaire cuando —en 1764— escribió en el artículo «Patria» de su Dictionnaire philosophique: «Ser buen patriota consiste en desear que la propia república se enriquezca mediante el comercio y adquiera poder por las armas; es obvio que jamás puede prosperar una nación sino a costa de otra, resultando inconcebible una conquista que no infiera daño a tercero». Voltaire, como otros innumerables autores, anteriores y posteriores, no creía necesario documentarse en materia económica antes de escribir. Si hubiera leído los ensayos de su contemporáneo David Hume, se habría percatado del error en que incurría al identificar la guerra con el comercio internacional. Voltaire —el gran debelador de vetustas supersticiones y populares falacias—, sin darse cuenta, resultó víctima de la más grave de todas.

Cuando el panadero proporciona pan al dentista y éste, a cambio, le cura la boca, ninguno de los dos se perjudica. Es erróneo equiparar semejante intercambio voluntario de servicios con el pillaje de la panadería por una banda de forajidos. El comercio exterior se diferencia del interno tan sólo en que el intercambio de bienes y servicios se realiza a través de fronteras políticas. Es monstruoso que el príncipe Luis Napoleón Bonaparte —más tarde emperador Napoleón III— escribiera, décadas después de Hume, Adam Smith y Ricardo, que «la cantidad de mercancías exportadas por una nación es directamente proporcional al número de cañonazos que puede descargar sobre el enemigo cuando su honor o dignidad lo requieren»[2]. Todavía no han logrado las enseñanzas de los economistas convencer a la gente de los beneficiosos efectos del comercio internacional y de la implantación de un régimen de división del trabajo en la esfera supranacional; las masas siguen creyendo en el error mercantilista: «El objeto del comercio exterior es depauperar a los extranjeros»[3]. Tal vez corresponda a la investigación histórica averiguar por qué el hombre común resulta víctima tan fácil de este tipo de errores y sofismas. Por lo que respecta a la economía, hace ya mucho que la cuestión está aclarada.

2. LA LIMITACIÓN DE LA DESCENDENCIA

La escasez natural de los medios de subsistencia hace que todo ser vivo considere a sus congéneres como mortales enemigos en lucha por la existencia y se desencadene una despiadada competencia biológica. Pero en el caso del hombre estos irreconciliables conflictos se resuelven pacíficamente en cuanto la división del trabajo reemplaza entre los individuos, las familias, las tribus y las naciones a la primitiva autarquía económica. No hay en el ámbito social conflicto de intereses mientras no se rebase la cifra óptima de población. Prevalece la armonía si aumenta la producción a ritmo igual o superior al crecimiento de la población. La gente deja de ser rival en pugna por la asignación de unas insuficientes existencias rigurosamente tasadas. A la inversa, cooperan entre sí por conseguir objetivos comunes. El crecimiento de la población no obliga a reducir la ración de cada uno, sino que incluso permite incrementarla.

Si los hombres sólo se preocuparan de la alimentación y la satisfacción sexual, la población tendería a crecer por encima de su cifra óptima, superando los límites marcados por las existencias alimenticias. Pero las aspiraciones del hombre son superiores al mero sustento y ayuntamiento carnal; desea vivir humanamente. Al incrementarse las disponibilidades materiales, suele aumentar también la población; pero este aumento es siempre menor que el que permitiría atender exclusivamente las más elementales necesidades. En otro caso, no habría sido posible ni establecer vínculos sociales ni desarrollar civilización alguna. Como acontece en las colonias de roedores y microbios, cualquier aumento de los alimentos habría ampliado la población hasta el límite impuesto por la mera supervivencia; habría sido imposible destinar ni la más mínima porción de nuestros bienes a cualquier cometido distinto de la estricta subsistencia fisiológica. El error básico de la ley de hierro de los salarios estriba precisamente en considerar a los seres humanos —o por lo menos a los asalariados— como seres movidos sólo por impulsos animales. Quien admite esa ley olvida que el hombre, a diferencia de las bestias, quiere alcanzar además otros fines netamente humanos, que podemos calificar de elevados o sublimes.

La malthusiana ley de la población es una de las grandes conquistas del pensamiento. Junto con la idea de la división del trabajo sirvió de base a la moderna biología y a la teoría de la evolución; la importancia de estos dos fundamentales teoremas para la ciencia de la acción humana es sólo inferior al descubrimiento de la regularidad e interdependencia de los fenómenos del mercado y su inevitable determinación por los datos de éste. Las objeciones opuestas tanto a la ley de Malthus como a la ley de los rendimientos son vanas y carecen de consistencia. Ambas leyes son incontrovertibles. Pero el papel que desempeñan dentro de las disciplinas de la acción humana es distinto del que les atribuyó Malthus.

Los seres no humanos se hallan inexorablemente sometidos a la ley biológica descrita por Malthus[4]. Para ellos la afirmación de que su número tiende a sobrepasar los medios de subsistencia y de que los ejemplares sobrantes son eliminados por la necesidad de subsistir es exacta sin posible excepción. En relación con los animales no humanos, el concepto de mínimo de subsistencia tiene un sentido rigurosamente unívoco. Pero en el caso del hombre el planteamiento es totalmente distinto. Hay un lugar en nuestra escala valorativa para los impulsos puramente zoológicos —comunes a todos los animales—, pero al tiempo hacemos en aquélla reserva para otras aspiraciones típicamente humanas. El hombre, al actuar, somete también al dictado de la razón la satisfacción de sus apetitos sexuales. Antes de entregarse a tales impulsos, pondera los pros y los contras. No cede a ellos ciegamente, como lo hace, por ejemplo, el toro. Se abstiene cuando considera el coste —las previsibles desventajas— excesivo. En este sentido podemos, al margen de cualquier valoración o connotación ética, aplicar el término freno moral empleado por Malthus[5].

La mera ordenación racional de la actividad sexual supone ya un cierto control de la natalidad. Se recurrió más tarde —independientemente de la abstención— a distintos métodos para limitar el crecimiento de la población. Aparte de las prácticas abortivas, se cometieron actos atroces y repulsivos, tales como abandonar e incluso matar a los recién nacidos. Finalmente, se descubrieron sistemas que evitaban la concepción en el acto sexual. Los métodos anticonceptivos se han perfeccionado en los últimos cien años y se aplican cada día con mayor frecuencia, si bien algunos de ellos son conocidos y practicados desde hace tiempo.

La riqueza que el moderno capitalismo derrama sobre la población allí donde existe una economía libre, unida a los constantes progresos higiénicos, terapéuticos y profilácticos, logrados también por el capitalismo, han reducido considerablemente la mortalidad, sobre todo la infantil, y alargado la vida media. Por ello ha sido preciso adoptar últimamente en estos países medidas más rigurosas en el control de la natalidad. La transición al capitalismo —es decir, la remoción de los obstáculos que antes perturbaban la libre iniciativa y el desenvolvimiento de la empresa privada— ha ejercido una poderosa influencia sobre los hábitos sexuales de la gente. No es que sea de ahora el control de la natalidad; lo totalmente nuevo es su intensificación y generalización. Tales prácticas no se circunscriben ya, como antes ocurría, a los estratos superiores de la población; gente de toda condición recurre a ellas en nuestros días. Ello demuestra cómo uno de los más típicos efectos sociales del capitalismo es la «desproletarización» de las masas. El sistema eleva de tal modo el nivel de vida de los trabajadores que los «aburguesa» y les induce a pensar y actuar como antes sólo lo hacían los más acomodados. Deseosos de preservar, en beneficio propio y en el de sus hijos, el nivel de vida alcanzado, hace tiempo que comenzaron a controlar conscientemente la natalidad. Esta conducta, con la expansión y progreso del capitalismo, va convirtiéndose en práctica universal. El capitalismo, pues, ha reducido los índices tanto de natalidad como de mortalidad. Ha alargado la vida media del hombre.

En la época de Malthus no era posible todavía apreciar esos peculiares efectos demográficos que el capitalismo iba a provocar. Hoy es imposible pretender ignorarlos. Sin embargo, cegados por prejuicios románticos, muchos los consideran síntomas de decadencia y degeneración de los pueblos de raza blanca de la civilización occidental, una raza envejecida y decrépita. Estos románticos se sienten seriamente alarmados por el hecho de que los asiáticos no practican el control de la natalidad en la misma medida en que se hace en la Europa occidental, Norteamérica y Australia. El crecimiento demográfico de los pueblos orientales —pues los nuevos sistemas terapéuticos y profilácticos también han reducido notablemente en tales zonas los índices de mortalidad— es mucho mayor que el de las naciones occidentales. ¿No serán, un día, éstas aplastadas por la simple superioridad numérica de las masas de la India, Malasia, China o Japón, que tan escasamente contribuyeron a un progreso y a un adelanto que recibieron como inesperado regalo?

Son temores sin fundamento. La experiencia histórica nos enseña que todos los pueblos caucásicos reaccionaron al descenso de la mortalidad producida por el capitalismo disminuyendo las tasas de natalidad. Desde luego, de semejante experiencia histórica no se puede deducir ninguna ley general. Pero el análisis praxeológico nos hace ver la obligada concatenación entre ambos fenómenos. Al incrementarse la cuantía de los bienes y riquezas disponibles, la población tiende también a crecer. Pero si tal aumento demográfico absorbe íntegramente los medios adicionales, resulta imposible toda ulterior elevación del nivel de vida de las masas. La civilización se congela; el progreso se paraliza.

La cuestión resulta aún más evidente si suponemos que, por feliz coincidencia, se descubre un adelanto terapéutico cuya aplicación no exige grandes gastos ni inversiones. Ciertamente, la investigación médica moderna y más aún su aplicación práctica exigen enormes inversiones de capital y trabajo. Son también producto del capitalismo. Bajo ningún otro régimen social se habrían conseguido. Pero, hasta hace poco, el planteamiento era distinto. El descubrimiento de la vacuna antivariólica, por ejemplo, no exigió grandes inversiones y su primitivo coste de administración resultaba insignificante. Así las cosas, ¿qué efectos habría provocado tal descubrimiento en un mundo precapitalista refractario a la racionalización de la natalidad? Habría aumentado enormemente la población, mientras habría sido imposible aumentar correlativamente los medios de subsistencia; el nivel de vida de las masas habría registrado un notable descenso. No habría sido una bendición sino una calamidad.

Tal es, más o menos, la situación de Asia y África. El mundo occidental suministra a aquellas atrasadas poblaciones sueros y fármacos, médicos y hospitales. Es cierto que en algunos de esos países el capital extranjero y las técnicas importadas que vivifican el escaso capital indígena han permitido incrementar la producción per cápita, lo cual ha desatado una tendencia a la elevación del nivel medio de vida. Pero esta tendencia no puede compensar la contraria que el descenso del índice de mortalidad, sin la correspondiente reducción de la natalidad, pone en marcha. No logran los pueblos en cuestión obtener los enormes beneficios que el contacto con Occidente podría depararles, única y exclusivamente porque su mentalidad, estancada desde hace siglos, para nada ha cambiado. La filosofía occidental no ha podido liberar a las masas orientales de sus viejas supersticiones, prejuicios y errores; su conocimiento sólo se ha ampliado en el terreno de la técnica y la terapéutica.

Los reformadores de los pueblos orientales quisieran proporcionar a sus conciudadanos un bienestar material similar al de los pueblos occidentales. Desorientados por ideologías marxistas, nacionalistas y militaristas, creen que la mera adopción de la técnica europea y americana basta para alcanzar tan anhelado objetivo. Pero lo que no advierten los bolcheviques eslavos ni los nacionalistas, ni tampoco sus simpatizantes de la India, la China o el Japón, es que lo que necesitan esos pueblos, más que técnicas occidentales, es implantar ante todo la organización social que, aparte de otros muchos logros, generó el saber técnico que tanto admiran. Lo que requieren urgentemente son capitalistas y empresarios, iniciativa individual y libertad económica. Pero ellos sólo desean ingenieros, máquinas y herramientas. Lo único que de verdad separa el Este del Oeste es su respectivo sistema social y económico. El Este ignora por completo la mentalidad occidental que produjo el régimen capitalista. Mientras no se asimile su espíritu, los frutos materiales del capitalismo resultan totalmente inoperantes. Ninguno de los triunfos occidentales hubiera sido posible en un ambiente no capitalista y los mismos se desvanecerán tan pronto como se suprima el régimen de mercado.

Los asiáticos, si realmente desean acogerse a la civilización occidental, no tienen más remedio que adoptar sin reservas mentales un régimen de mercado. En tal caso, se verán liberados de su miseria proletaria y, desde luego, procederán al control de la natalidad tal como en los países capitalistas se practica. Entonces no se perturbaría ya una continua elevación del nivel de vida a causa de un desproporcionado crecimiento demográfico. Pero si, en cambio, prefieren limitarse a aprovechar las realizaciones materiales de Occidente, sin aceptar su filosofía e ideologías sociales, no harán más que perpetuar el actual atraso e indigencia. Tal vez su número aumente; pero no dejarán de seguir siendo simples masas de hambrientos mendigos que nunca podrán amenazar seriamente a Occidente. En tanto nuestro mundo precise estar armado, los empresarios, bajo el signo del mercado, producirán sin descanso más y mejores ingenios bélicos, incomparablemente superiores a los que los orientales, meros plagiarios anticapitalistas, puedan fabricar. Las dos últimas guerras han demostrado cumplidamente, una vez más, hasta qué punto los países capitalistas superan a los no capitalistas en cuanto a producción de armamentos. Sin embargo, la gente puede desde dentro socavar el funcionamiento del mercado y así destruir el sistema capitalista. Ésta es otra cuestión. Lo que decimos es que ningún enemigo externo podrá jamás aniquilar nuestra civilización si se le permite libremente funcionar. Las fuerzas armadas, allí donde hay un régimen de mercado, se encuentran tan eficazmente equipadas que ningún ejército de un país económicamente atrasado, por numeroso que sea, puede nunca vencerlas. Se ha exagerado el peligro de hacer públicas las fórmulas de las armas «secretas». La inventiva e ingenio del mundo capitalista, en el caso de una nueva guerra, supondría desde un principio enorme ventaja sobre aquellos otros pueblos capaces sólo de copiar e imitar servilmente lo que el mercado produce.

Los pueblos que económicamente se organizan bajo el signo del mercado y se mantienen fieles a sus principios superan en todos los terrenos a los demás. Su horror a la guerra no significa debilidad ni incapacidad bélica. Procuran la paz porque saben que los conflictos armados perturban y pueden llegar a destruir el orden social basado en la división del trabajo. Pero cuando la pugna se hace inevitable, no tardan en mostrar, también entonces, su incomparable eficacia. Repelen al bárbaro agresor por numerosas que sean sus huestes.

El mantener conscientemente la proporcionalidad entre las disponibilidades de bienes y la cifra de población es una insoslayable exigencia de la vida y la acción humana, condición sine qua non para que pueda incrementarse la riqueza y el bienestar general. Para decidir si la abstención sexual es el único procedimiento aconsejable en esta materia, es preciso dilucidar previamente toda una serie de problemas atinentes a la higiene tanto corporal como mental. Invocar preceptos éticos, formulados en épocas pasadas en circunstancias totalmente distintas a las presentes, sólo sirve para confundir el debate. No entra la praxeología en los aspectos teológicos del problema. Se limita a constatar que el mantenimiento de la civilización y la elevación del nivel de vida obligan al hombre a controlar su descendencia.

Un régimen socialista se vería igualmente obligado a regular la natalidad mediante el control autoritario. Tendría que reglamentar la vida sexual de sus súbditos, por lo mismo que ha de regular sus demás actividades. Bajo la economía de mercado, en cambio, cada uno tiende, por su propio interés, a no engendrar más hijos que aquéllos que puede mantener sin rebajar el nivel de vida familiar. De este modo se mantienen las cifras de población dentro del límite marcado por el capital disponible y el progreso técnico. La personal conveniencia de cada uno viene a coincidir con el interés de los demás.

Quienes se oponen a racionalizar la natalidad pretenden simplemente que el hombre renuncie a uno de los insoslayables medios puestos a su disposición para mantener la convivencia pacífica y el orden social basado en la división del trabajo. Cuando se reduce el nivel medio de vida como consecuencia de un excesivo crecimiento de la población surgen irreconciliables conflictos de intereses. Resurge la primitiva lucha por la existencia, en la cual cada individuo aparece como mortal enemigo de sus semejantes. Sólo la supresión del prójimo permite incrementar el propio bienestar. Aquellos filósofos y teólogos para los cuales el control de la natalidad va contra las leyes divinas y naturales no hacen más que cerrar los ojos a los hechos más evidentes. La naturaleza, avara y cicatera, tasa al hombre los medios materiales que su bienestar y aun su mera supervivencia exigen. Las circunstancias naturales sitúan al hombre ante el dilema de vivir en lucha constante contra todos sus semejantes o de organizar un sistema de cooperación social. Pero la cooperación social resulta imposible en cuanto la gente deja de reprimir sus impulsos genésicos. El hombre, al restringir la propia capacidad procreadora, no hace más que atemperar su conducta a las naturales condiciones de su existencia. La racionalización de la pasión sexual es una indispensable condición de la civilización y del mantenimiento de los vínculos sociales. La reproducción sin coto ni medida, por otra parte, no aumentaría la población, sino que la reduciría, pues los escasos supervivientes se verían condenados a una vida tan penosa y mísera como la de nuestros milenarios antepasados.

3. LA ARMONÍA DE LOS INTERESES «RECTAMENTE ENTENDIDOS»

Desde la más remota antigüedad, el hombre ha fantaseado en torno a la paradisíaca felicidad de sus antepasados en un originario «estado de naturaleza». Desde los viejos mitos, fábulas y poemas la imagen de esta felicidad primitiva pasó a muchas filosofías populares de los siglos XVII y XVIII. En su lenguaje el término natural denota lo que es bueno y conveniente para el género humano, mientras que el término civilización tiene una connotación negativa. La caída del hombre se interpretaba como una desviación de las primitivas condiciones del tiempo en que la diferencia entre el hombre y los animales era escasa. En aquel tiempo, afirman estos apologistas del pasado, no había conflictos entre los hombres. Una paz imperturbada reinaba en el jardín del Edén.

Lo cierto es que la naturaleza no genera paz ni buena voluntad entre los hombres. El «estado de naturaleza» desata conflictos imposibles de solucionar por medios pacíficos. Cada ser actúa como implacable enemigo de los demás seres vivos. Todos no pueden sobrevivir, pues la escasez de los medios de subsistencia lo prohíbe. La conciliación resulta impensable. Aunque algunos se asocien transitoriamente para expoliar a los demás, la pugna reaparece en cuanto hay que repartirse el botín. Como el consumo de uno implica reducir la ración de otro, la contienda se reproduce invariablemente.

Sólo la enorme productividad social de la división del trabajo permite la aparición de relaciones pacíficas y amistosas entre los humanos. Queda abolida la causa misma del conflicto. No se trata ya de distribuir unos bienes cuya cuantía resulta imposible ampliar. El sistema centuplica la producción. Surge un interés común —el de mantener e intensificar los vínculos sociales— que sofoca la natural belicosidad. La competencia cataláctica pasa a ocupar el lugar de la anterior competencia biológica. Los respectivos intereses comienzan a armonizarse. La propia causa que origina la lucha y la competencia biológica —el que los humanos todos deseemos más o menos las mismas cosas— se transforma en factor que milita por la concordia. Puesto que son muchos, por no decir todos, los que desean pan, vestido, calzado o automóviles, resulta posible implantar la producción en gran escala, con la consiguiente reducción de los costes unitarios y la baja de los precios. El que mi prójimo desee calzado no dificulta, sino que facilita, el que yo también lo tenga. Si los zapatos son caros es por la cicatería con que la naturaleza proporciona el cuero y demás materias primas necesarias y por el trabajo que exige transformar dichos materiales en calzado. La competencia cataláctica desatada entre todos los que, como yo, desean comprar zapatos no los encarece, sino que los abarata.

En esto consiste la armonía de los intereses rectamente entendidos de todos los miembros de la sociedad de mercado[6]. Cuando los economistas clásicos hicieron esta afirmación, insistían en dos puntos: en primer lugar, que a todos interesa la división social del trabajo, sistema que multiplica la productividad del esfuerzo humano; en segundo lugar, que bajo un régimen de mercado, es la demanda de los consumidores la fuerza que orienta y dirige la producción. El que no sea posible atender todas las necesidades humanas no debe atribuirse a las instituciones sociales y a una supuesta imperfección de la economía de mercado, sino a la propia condición de la vida en este mundo. Es un grave error creer que la naturaleza derrama sobre la humanidad un inagotable cuerno de abundancia o que la miseria se deba a la incapacidad de los hombres para organizar convenientemente la sociedad. El «estado de naturaleza» que utopistas y reformadores nos describen como algo paradisíaco es, en realidad, un estado de la más extremada penuria e indigencia. «La pobreza —decía Bentham— no es consecuencia de las leyes, sino la condición primitiva de la raza humana»[7]. Incluso quienes ocupan la base de la pirámide social gozan de un nivel de vida muy superior al que tendrían en ausencia de la cooperación social. También a ellos les beneficia el funcionamiento de la economía de mercado, proporcionándoles mercancías y servicios que sólo pueden disfrutarse en una sociedad civilizada.

Los reformadores del siglo XIX siguieron creyendo la fábula del originario paraíso terrenal. Federico Engels la incorpora a la teoría marxista del desarrollo social de la humanidad. Sin embargo, estos reformadores no colocaban la felicidad de la aurea aetas como modelo de la reconstrucción social y económica. Contrastaban la supuesta depravación del capitalismo con el bienestar ideal que la humanidad gozaría en el paraíso socialista. El sistema socialista de producción suprimiría los obstáculos que el capitalismo opone a la marcha de las fuerzas productivas, logrando así incrementar la riqueza de modo imponderable. La libre empresa y la propiedad privada de los medios de producción beneficia sólo a un reducido número de ociosos explotadores y perjudica a la mayoría, integrada por trabajadores y campesinos. He ahí por qué, bajo la economía de mercado, chocan y pugnan entre sí los intereses del «capital» y los del «trabajo». Sólo mediante la implantación de una organización social más justa —ya sea socialista, ya sea meramente intervencionista— que acabe con los abusos capitalistas será posible poner fin a la lucha de clases.

Tal es la filosofía social hoy imperante por doquier, casi unánimemente aceptada. Aun cuando no fue inventada por Marx, se difundió principalmente gracias a los escritos de Marx y de los marxistas. Actualmente no la defienden sólo los marxistas, sino también la mayoría de los partidos que enfáticamente se proclaman antimarxistas y aseguran respetar la libre empresa. Es la doctrina social tanto del catolicismo romano como de la Iglesia de Inglaterra; es propugnada por destacadas personalidades luteranas y calvinistas y por los ortodoxos orientales. Formó parte esencial del fascismo italiano, del nazismo alemán y de todas las escuelas intervencionistas. Integraba la ideología de la Sozialpolitik de los Hohenzollern; era la doctrina de los monárquicos franceses de Borbón-Orleáns; la filosofía del New Deal rooseveltiano y la del moderno nacionalismo asiático e iberoamericano. Las discrepancias entre todos estos partidos y facciones se refieren exclusivamente a cuestiones accidentales —como el dogma religioso, las instituciones constitucionales, la política exterior— y, antes que nada, a las características del sistema social que deba sustituir al capitalismo. Todos sus partidarios coinciden en la tesis fundamental: el capitalismo infiere graves daños a la inmensa mayoría, integrada por obreros, artesanos y modestos agricultores, y claman unánimemente, en nombre de la justicia social, por la abolición del capitalismo[8].

Todos los autores y políticos socialistas e intervencionistas basan su análisis y crítica de la economía de mercado en dos errores fundamentales. Primero, desconocen el carácter especulativo inherente a todo intento de proveer a la satisfacción de necesidades futuras, es decir, a todas las acciones humanas. Creen ingenuamente que no existe duda alguna acerca de las medidas que deben aplicarse para servir de la mejor manera posible a los consumidores. En una sociedad socialista, el jerarca (o el comité central encargado de dirigir la producción) no tiene por qué especular sobre el futuro. «Simplemente» adoptará las medidas que sean beneficiosas para sus súbditos. Los defensores de una economía planificada no han comprendido nunca que el problema está en anticipar las necesidades futuras, que pueden ser muy distintas de las actuales, y en emplear los factores de producción disponibles en la forma más conveniente para la mejor satisfacción posible de las inciertas necesidades futuras. No comprenden que el problema consiste en asignar los escasos factores de producción a las distintas ramas de producción de tal manera que ninguna necesidad considerada más urgente quede insatisfecha porque los factores de producción requeridos para su satisfacción se han empleado, es decir dilapidado, en la satisfacción de necesidades consideradas menos urgentes. Este problema económico no debe confundirse con el problema técnico. La técnica sólo nos indica qué puede en cada momento realizarse, dados los progresos obtenidos por la investigación científica. Pero nada nos dice sobre qué cosas, entre las múltiples posibles, conviene producir, ni menos aún en qué cuantía ni con arreglo a qué métodos. Los partidarios de la economía planificada, así desorientados, suponen que el jerarca podrá siempre ordenar acertadamente la producción. Con frecuencia, afirman, se equivocan los empresarios y capitalistas bajo la economía de mercado, pues no saben qué van a desear los consumidores ni cuáles serán las actuaciones de sus competidores. En cambio, el director socialista será infalible, ya que será él solo quien decida qué y cómo haya de producirse, sin que actuaciones ajenas puedan perturbar sus planes[9].

El segundo error fundamental de la crítica socialista a la economía de mercado deriva de su errónea teoría de los salarios. No comprenden que el salario es el precio pagado por la obra específica que el trabajador ejecuta, el precio de la contribución concreta del asalariado a la realización de la obra en cuestión o, como dice la gente, al valor que sus servicios añaden al valor de los materiales. Lo que el patrono adquiere —ya se paguen los salarios por tiempo o por unidad producida— no es el tiempo del trabajador, sino una obra específica, una concreta realización. Por eso resulta totalmente inexacto decir que el trabajador, bajo una economía libre, no pone interés personal en la labor realizada. Se equivocan los socialistas cuando aseguran que no se ve el sujeto impulsado por su propio egoísmo a trabajar con la mayor eficiencia cuando se le paga el salario por horas, semanas, meses o años. Son, por el contrario, muy interesadas consideraciones —y no altos ideales ni sentimiento alguno del deber— lo que induce al trabajador en tal caso a trabajar con diligencia y evitar toda ociosa pérdida de tiempo. Quien, bajo la égida del mercado libre, trabaja más y mejor —en igualdad de circunstancias— también gana más. El que quiere incrementar sus ingresos sabe —invariados los restantes datos— que ha de incrementar la cuantía o mejorar la calidad de su aportación laboral. Harto difícil resulta, como bien sabe todo empleado haragán y marrullero, engañar al severo patrono; no hay duda de que es más fácil pasarse la mañana leyendo el periódico en una oficina pública que en una empresa privada. Muy tonto será el trabajador que no advierta cómo sanciona el mercado la holgazanería y la ineficiencia en la labor[10].

Los teóricos del socialismo, desconociendo por completo la condición cataláctica de los salarios, urdieron las más absurdas fábulas en torno al enorme incremento que la productividad laboral registraría bajo su sistema. El obrero, en el régimen capitalista, no pone interés en su trabajo, pues sabe que no recogerá el fruto íntegro del mismo. Su sudor sólo sirve para enriquecer al patrono, al parásito, al ocioso explotador. Bajo el socialismo, en cambio, el trabajador verá cómo la productividad de su esfuerzo revertirá íntegramente a la sociedad, de la que él es miembro. Esta constatación le proporcionará el más poderoso incentivo para dar lo mejor de sí. El resultado será un enorme aumento de la productividad del trabajo y por tanto de la riqueza.

Sin embargo, identificar los intereses personales del trabajador con los de la sociedad socialista no pasa de ser una mera ficción legalista y formalista que nada tiene que ver con la realidad. Lo primero que advertirá el obrero socialista es que, pese a soportar él personalmente todo el esfuerzo necesario para incrementar la producción, sólo recibe una parte infinitesimal del resultado conseguido. Si, en cambio, se entrega a la holganza y disfruta íntegramente de su descanso y ocio, el recorte que experimenta en su participación en el dividendo social es prácticamente despreciable. Podemos, pues, afirmar que el socialismo enerva forzosamente los incentivos egoístas que en el capitalismo impulsan a la gente trabajar y, en cambio, premia la inercia y el abandono. Nada impide a los socialistas seguir hablando de esa maravillosa transformación de la naturaleza humana que se producirá al implantarse su sistema y que hará que el egoísmo sea suplantado por el más noble altruismo. Lo que ya no pueden es seguir manteniendo la fábula de los maravillosos efectos del egoísmo de los individuos bajo el socialismo[11].

Ninguna persona sensata dejará de concluir partiendo de estas consideraciones que en la economía de mercado la productividad del trabajo es incomparablemente mayor que en el socialismo. Sin embargo, esta constatación no basta para resolver, desde un punto de vista praxeológico, es decir, científico, la controversia entre los partidarios del socialismo y los del capitalismo.

El socialista de buena fe que está libre de fanatismo, prejuicios y malicia podría argumentar: «Concedido que P, es decir, la producción total en una sociedad de mercado, puede ser mayor que p, la producción total en una sociedad socialista. Pero si el sistema socialista asigna a cada uno de sus miembros una participación equivalente de p (es decir p/z = d), quienes en la sociedad de mercado gozan de unos ingresos inferiores a d ganan al implantarse la sociedad socialista. Es posible que este grupo comprenda la mayoría de la gente. En todo caso resulta evidente que la doctrina de la armonía entre los intereses rectamente entendidos de todos los miembros de la sociedad de mercado es insostenible. Hay una clase de hombres cuyos intereses son perjudicados por la propia existencia del mercado y que estaría mejor bajo el socialismo». Los defensores de la sociedad de mercado rechazan la lógica de este razonamiento. Piensan que en una sociedad socialista p resultará tan inferior a P, que d será invariablemente una suma menor de la que perciben quienes en el mercado cobran los salarios más modestos. No hay duda de que esta objeción es sólida. Sin embargo, no se basa en consideraciones praxeológicas y por lo tanto carece de la fuerza argumentativa apodíctica e incontestable inherente a la demostración praxeológica. Se basa en un juicio de relevancia, la estimación cuantitativa de la diferencia entre las dos magnitudes P y p. En el ámbito de la acción humana tales conocimientos cuantitativos se obtienen mediante la comprensión, respecto a la cual no se puede alcanzar un pleno acuerdo entre los hombres. La praxeología, la economía y la cataláctica no sirven para arreglar tales discrepancias sobre temas cuantitativos.

El defensor del socialismo podría incluso agregar: «Concedido que en mi sistema todo el mundo sería materialmente más pobre que bajo el capitalismo. Ello no impide que el mercado, pese a su superior productividad, nos repugne. Rechazamos el capitalismo por razones éticas, por ser un sistema manifiestamente injusto e inmoral. El socialismo nos atrae por motivos no económicos, y no nos importa ser un poco más pobres»[12]. No puede negarse que esta gran indiferencia por el bienestar material es un privilegio reservado a los intelectuales encerrados en su torre de marfil, apartados de la realidad, y a los ascéticos anacoretas. Lo que popularizó y propagó el ideario socialista fue precisamente lo contrario: la creencia de que el sistema proporcionaría a las masas un cúmulo de cosas que el mercado les negaba. Sea ello lo que fuere, de nada sirve, desde luego, esgrimir, frente a esta última tesis, el argumento de la mayor productividad del trabajo bajo el mercado capitalista.

No podría la praxeología pronunciar un juicio definitivo sobre el socialismo si la única objeción contra el mismo fuera la de ser un sistema que rebaja el nivel de vida de todos o al menos de la inmensa mayoría. La gente tendría que optar entre capitalismo y socialismo sobre la base de juicios de valor y juicios de relevancia. Se decidirían entre uno u otro sistema al igual que deciden otras múltiples alternativas. Ningún módulo objetivo permitiría de forma incontestable resolver la disyuntiva que lógicamente todo el mundo hubiera de aceptar. No tropezaría el hombre en esta materia con ningún imperativo racional que le impidiera optar libremente entre una y otra solución. Pero en nuestro mundo el planteamiento es bien distinto. No se trata de escoger entre dos sistemas. La cooperación humana bajo el signo de la división social del trabajo sólo es posible a través de la economía de mercado. El socialismo no puede funcionar como sistema, puesto que hace imposible el cálculo económico. A este fundamental problema está dedicada la Quinta Parte de este libro.

El reconocimiento de esta verdad no equivale a desconocer la lógica y el poder de convicción del argumento antisocialista derivado del menoscabo de la productividad bajo el socialismo. El peso de esta objeción es tan abrumador que ninguna persona sensata puede dudar elegir el capitalismo. Con todo, seguiría siendo necesario elegir entre sistemas alternativos de organización económica de la sociedad, preferir un sistema a otro. Pero la alternativa no es ésa. El socialismo es imposible porque su realización como sistema social supera las fuerzas humanas. La disyuntiva es: o capitalismo o caos. Si nos presentan un vaso de leche y otro de cianuro potásico, la opción no estriba en escoger entre dos bebidas, sino en optar entre la vida y la muerte. Al decidirse por el socialismo o por el capitalismo, el sujeto no está prefiriendo uno entre dos posibles sistemas de organización económica, sino que opta entre la cooperación o la desintegración de la sociedad. El socialismo no es una alternativa al capitalismo; es una alternativa a todo sistema en el que los hombres puedan vivir como seres humanos. Demostrar este punto es tarea de la economía como tarea de la biología y de la química es enseñar que el cianuro potásico no es una bebida sino un veneno mortal.

La fuerza de convicción del argumento de la productividad es tan irresistible que los defensores del socialismo han tenido que abandonar sus viejas tácticas y recurrir a nuevos métodos. Pretenden distraer la atención del tema de la productividad para centrarla en el problema del monopolio. Es una verdadera obsesión de los socialistas actuales. Políticos e intelectuales pugnan por ver quién pinta el monopolio con más negras tintas. El capitalismo, se dice por doquier, es esencialmente monopolístico. Estamos ante el argumento socialista por excelencia.

Es cierto que el precio de monopolio, no el monopolio por sí, hace contradictorio el interés del consumidor y el del monopolista. El factor monopolizado deja de aprovecharse tal y como los consumidores quisieran. El interés del monopolista prevalece sobre el de éstos; en este campo se desvanece la democracia del mercado. Ante la aparición del precio de monopolio desaparece la armonía de intereses y se contraponen los de los distintos miembros del mercado.

Puede negarse que tal sea el efecto de los precios de monopolio percibidos al amparo de patentes y derechos de autor. Se puede argumentar que, en ausencia de la propiedad intelectual e industrial, los consumidores se habrían visto privados de estas publicaciones, piezas musicales e inventos técnicos. La gente paga precios monopolísticos por bienes que bajo un régimen de precios competitivos no habrían podido disfrutar. Pero no es éste el aspecto de la cuestión que ahora interesa, pues guarda escasa relación con la gran controversia actual sobre el monopolio. Se da tácitamente por supuesto en esta materia que el propio funcionamiento del mercado hace desaparecer paulatinamente los precios competitivos, imponiendo en su lugar precios monopolísticos. Se trata, afirman, de una nota característica del capitalismo «tardío» o «maduro». Al margen de las condiciones que pudieran haberse dado en las primeras etapas de la evolución capitalista y de lo que podamos pensar acerca de la validez de las afirmaciones de los economistas clásicos sobre la armonía de los intereses rectamente entendidos, lo cierto es que hoy esa armonía no existe.

Como ya hemos dicho[13], no existe semejante tendencia hacia la monopolización. Es un hecho que en muchos países prevalecen actualmente, para muchas mercancías, precios monopolísticos; aun en el mercado mundial hay artículos por los que se cobran precios de monopolio. Ahora bien, casi todos estos casos de precios de monopolio se deben a la interferencia del gobierno en los negocios, no al juego de los factores que operan en un mercado libre. No son fruto del capitalismo, sino precisamente del afán de impedir el libre funcionamiento de los factores que determinan los precios de mercado. Hablar de capitalismo monopolista es desfigurar los hechos. Más correcto sería hablar de intervencionismo o estatismo monopolista.

Los casos de precios de monopolio que hubieran podido aparecer aun en ausencia de todo intervencionismo estatal, tanto nacional como internacional, tienen una importancia muy escasa. Habrían afectado exclusivamente a ciertos minerales cuyos yacimientos se hallan muy irregularmente distribuidos y a ciertos monopolios locales. Sin embargo, no debe negarse que esos precios monopolísticos habrían podido aparecer incluso en ausencia de toda acción estatal tendente a implantar el monopolio. La soberanía del consumidor no es siempre total, y en determinados supuestos falla el proceso democrático del mercado. Se da en algunos casos raros y excepcionales de menor importancia, incluso en un mercado libre de interferencias y sabotajes administrativos, un antagonismo entre los intereses de los propietarios de ciertos factores de producción y los del resto de la población. Pero la existencia de tales antagonismos en modo alguno impide la concordancia de los intereses de todos respecto al mantenimiento de la economía de mercado. La economía de mercado es el único sistema de organización económica de la sociedad que puede funcionar y que realmente ha funcionado. El socialismo es irrealizable porque es incapaz de desarrollar un método de cálculo económico. El dirigismo puede provocar situaciones, incluso desde el propio punto de vista del intervencionista, peores que las que impondría el funcionamiento del mercado libre que se pretendía alterar. Además, el intervencionismo se destruye a sí mismo tan pronto como se pretende ampliarlo más allá de muy estrechos límites[14]. De ahí que el único sistema social capaz de preservar e intensificar la división del trabajo sea la economía de mercado. Todos aquéllos que no quieren desintegrar la cooperación social y volver a las condiciones del primitivo barbarismo están interesados en mantener este sistema económico.

Las enseñanzas de los economistas clásicos relativas a la armonía de los intereses rectamente entendidos tenían un punto débil: no reconocer que el proceso democrático del mercado no es perfecto, ya que en algunas circunstancias de menor importancia, incluso tratándose de un mercado no interferido, pueden aparecer los precios de monopolio. Pero más grave aún fue su fallo al no reconocer que y por qué ningún sistema socialista puede considerarse como un sistema de organización económica de la sociedad. Basaban la doctrina de la armonía de intereses en el erróneo supuesto de que no hay excepciones a la regla de que los propietarios de los medios de producción se ven obligados por el proceso del mercado a emplearlos de acuerdo con la voluntad de los consumidores. Este teorema debe basarse hoy en el conocimiento de que no es posible el cálculo económico en el socialismo.

4. LA PROPIEDAD PRIVADA

La institución fundamental de la economía de mercado es la propiedad privada de los medios de producción. Caracteriza y tipifica al sistema. El mercado, en su ausencia, se desvanece.

La propiedad significa el control pleno de todos los servicios que un bien puede proporcionar. Este concepto cataláctico del derecho de propiedad nada tiene que ver con la definición que del mismo den los diversos ordenamientos jurídicos. Los legisladores y tribunales han definido el concepto legal de propiedad en el sentido de que al propietario se le concede la plena protección por el aparato gubernamental de coacción y compulsión y se impide que los demás usurpen estos derechos. En la medida en que esta idea se aplicaba efectivamente, el concepto legal de derechos de propiedad venía a coincidir con el concepto cataláctico. Por el contrario, en la actualidad se tiende a abolir la propiedad privada a base de modificar su contenido. Manteniéndola en apariencia, se desea suprimirla, implantando un dominio público total. A ello aspira el socialismo, tanto el cristiano como el nacionalista, en sus múltiples y diversas manifestaciones. En este sentido se expresaba el filósofo nazi Othmar Spann cuando decía que, con arreglo a sus planes, la propiedad privada perviviría sólo «en un sentido formal y que de hecho sólo permanecería la propiedad pública»[15]. Convendría llamar la atención sobre estos hechos para evitar todo confusionismo y aclarar errores harto extendidos. Cuando la cataláctica habla de propiedad privada, se refiere al control efectivo, no a términos legales, conceptos y definiciones. La propiedad privada significa que los propietarios deciden el empleo que deba darse a los factores de producción, mientras que la propiedad pública significa que es el gobierno quien controla ese empleo.

La propiedad privada es una invención humana. Nada tiene de sagrado ni carismático. Se creó en los orígenes de la historia a medida que la gente, por sí y ante sí, se iba apropiando de bienes anteriormente sin dueño. Una y otra vez, los propietarios fueron expoliados de sus posesiones. La historia de la propiedad privada no comienza con procedimientos que puedan calificarse de muy legales y reglamentarios. Virtualmente todo propietario es el sucesor legal directo o indirecto de alguien que adquirió la propiedad mediante una apropiación arbitraria de cosas sin dueño o por la expoliación violenta de sus predecesores.

El que toda propiedad pueda ser retrotraída a meras apropiaciones sin título jurídico o a violentas expoliaciones carece completamente de importancia por lo que se refiere a las condiciones de una sociedad de mercado. La propiedad en la economía de mercado no depende ya de su remoto origen histórico. Los acontecimientos que tuvieron lugar en la noche de los tiempos de la primitiva historia de la humanidad carecen de interés en la actualidad. Bajo la égida del mercado libre, los consumidores deciden a diario quiénes y cuánto cada uno deba poseer, poniendo los factores de producción en manos de aquellas personas que, con mayor acierto, los destinan a la satisfacción de las necesidades más urgentemente sentidas por la gente. Sólo desde un punto de vista formal y teórico son los actuales propietarios herederos de primitivos apropiadores y expoliadores. Actúan como mandatarios de los consumidores y se ven forzados por el propio funcionamiento del mercado a servirles dócilmente y del mejor modo posible. En el capitalismo, la propiedad privada es la consumación de la autodeterminación de los consumidores.

El significado de la propiedad privada en la sociedad de mercado es radicalmente distinto del que tiene en un sistema de economía familiar autárquica. En una economía familiar autárquica, los medios de producción sirven exclusivamente a su propietario. Sólo él recibe los beneficios derivados de su empleo. En la sociedad de mercado los propietarios del capital y de la tierra pueden disfrutar de su propiedad sólo si los emplean para satisfacer las necesidades de otros. Tienen que servir a los consumidores para poder obtener algún beneficio de su propiedad. La mera posesión de medios de producción obliga al sujeto a atender las apetencias del público. La propiedad beneficia exclusivamente a quien sabe destinarla a servir mejor a los consumidores. He ahí su función social.

5. LOS CONFLICTOS DE NUESTRO TIEMPO

Suele atribuirse el origen de las guerras y las revoluciones a la colisión de los intereses «económicos» nacidos al amparo del mercado capitalista; la rebelión de las masas «explotadas» contra las clases «explotadoras» enciende las pugnas civiles, y la injusta apropiación de las riquezas naturales del mundo lanza a las «naciones pobres» contra «las que todo lo tienen». Quien ante estos hechos se atreve a hablar de armonía de intereses indudablemente es o retrasado mental o infame defensor de un orden social a todas luces injusto. Ninguna persona normal y honesta puede negar la existencia de graves conflictos de intereses que sólo la fuerza de las armas puede solucionar.

No hay duda de que nuestro tiempo está lleno de conflictos que acaban en guerra. Sin embargo, estos conflictos no proceden del funcionamiento de una sociedad de mercado no interferido. Podemos llamarlos conflictos económicos, pues atañen a la esfera de la vida humana que, en el lenguaje común, se conoce como la esfera de las actividades económicas. Pero sería un grave error inferir de esta apelación que la fuente de tales conflictos son las condiciones en que se desenvuelve la sociedad de mercado. No es el capitalismo el que los produce, sino precisamente las medidas anticapitalistas ingeniadas para impedir el funcionamiento del capitalismo. Son consecuencia de las diversas interferencias del gobierno en la economía, de las barreras impuestas al comercio y a la migración y de la discriminación de los trabajadores, los productos y los capitales extranjeros.

Ninguno de estos conflictos habría surgido bajo una economía de mercado libre. Supongamos un mundo en el que todos pudieran trabajar, como empresarios o como trabajadores, allí donde y como a cada uno pareciera mejor. ¿Habría entonces conflicto? Supongamos un modelo en el que se ha implantado perfectamente la propiedad privada de los medios de producción; en el que ni barreras ni cortapisas de ningún género perturban la libre movilidad del capital, del trabajo y de las mercancías; en el que ni leyes, jueces ni funcionarios discriminan contra individuo ni grupo alguno, ya sea nacional o extranjero; supongamos que la acción estatal se orienta exclusivamente a proteger la vida, la salud y la propiedad de la gente contra los ataques de que puedan ser objeto por la violencia o el fraude. Pues bien, en tales condiciones, las fronteras políticas se transforman en meras rayas trazadas sobre los mapas; no oponen obstáculo a nadie para que todo el mundo actúe según crea que sirve mejor a sus intereses. Nadie siente, entonces, deseos de expansionar el propio país. La conquista y la agresión armada resultan antieconómicas y la guerra no es ya más que una antigualla superada.

Hasta la aparición del liberalismo y la implantación del moderno capitalismo, los pueblos aprovechaban sustancialmente sólo aquello que las materias primas de la propia región permitían producir. La extensión a la esfera mundial de la división del trabajo vino a variar radicalmente tal planteamiento. Las masas occidentales consumen hoy cantidades fabulosas de alimentos y primeras materias importadas de los más lejanos países. Si se privara a Europa de tales importaciones, el descenso de su nivel de vida y el de los países más prósperos y adelantados sería enorme. Mediante la exportación de manufacturas —en gran parte fabricadas con primeras materias ultramarinas— pagan tales naciones sus importaciones de madera, minerales, aceites, cereales, grasas, café, cacao, frutas, lana y algodón. Es evidente que al proletariado occidental le perjudica la política proteccionista adoptada por los países exportadores de esas materias primas.

Poco podía importarle hace doscientos años al ciudadano suizo o sueco el que un lejano país explotara torpemente sus recursos naturales. Por el contrario, el atraso económico de regiones con grandes riquezas naturales perjudica hoy a cuantos gozarían de un más elevado nivel de vida si tales factores fueran mejor aprovechados. El principio de la soberanía ilimitada de cada país, en un mundo donde triunfa incontestado el intervencionismo estatal, es una gravísima amenaza para todos los demás pueblos. Es dramático, desde luego, el antagonismo que se plantea entre las naciones ricas en recursos y aquellas otras pobres y maltratadas por la naturaleza. Pero esta colisión de intereses aparece exclusivamente porque los estados gozan hoy de poderes económicos que les permiten infligir un daño tremendo a terceros —empezando por los súbditos propios— impidiendo que la gente disfrute de bienes que hubieran tenido a su alcance si se hubieran explotado mejor los recursos. Lo grave y pernicioso, sin embargo, no es la soberanía per se, sino el otorgar poder soberano a gobernantes que tercamente se niegan a imponer y respetar las leyes de la economía de mercado.

El liberalismo no pretende suprimir la soberanía nacional, lo cual, por otra parte, supondría desatar inacabables pugnas. Aspira sólo a demostrar a la gente las ventajas de la libertad económica. Tan pronto como se aceptaran generalmente las ideas liberales y comprendieran las masas que el mercado libre es el sistema que mayor riqueza y bienestar puede proporcionarles, la soberanía política dejaría de ser una amenaza y un factor de guerra. No son pactos y tratados, tribunales internacionales, ni organismos como la difunta Sociedad de las Naciones o la actual ONU lo que precisa el mantenimiento de la paz. Tales artilugios, si universalmente se acepta la filosofía de la libertad económica, resultan innecesarios; en caso contrario, son totalmente inútiles. Sólo un cambio radical de las ideologías imperantes permitirá implantar una paz duradera. Mientras la gente siga creyendo en el dogma de Montaigne y piense que sólo a costa de los demás se puede prosperar económicamente, la paz no será nunca otra cosa que un periodo de preparación para la próxima guerra.

El nacionalismo económico es incompatible con la paz duradera. Es inevitable cuando el gobierno interviene en la economía. El dirigismo exige la implantación de medidas proteccionistas. Pues el comercio libre, según es notorio, haría inalcanzables los objetivos que el intervencionista pretende conseguir[16].

Vana ilusión es el creer que unas naciones permitirán pacíficamente que otras perjudiquen sus más vitales intereses. Supongamos que en el año 1600 hubiera existido una organización como las Naciones Unidas y que entre sus miembros se contaran los aborígenes pieles rojas de Norteamérica. La soberanía de tales tribus se habría considerado sagrada e intocable. Nadie habría discutido a los jefes indios el derecho a prohibir la entrada en sus territorios a los extranjeros, vedando a éstos la explotación de los ricos recursos naturales de aquellas tierras, recursos que los indígenas ni siquiera sabían cómo aprovechar. ¿Puede alguien creer sinceramente que un pacto o convención internacional habría impedido a los europeos invadir y conquistar esos territorios?

Riquísimos depósitos minerales se hallan ubicados en regiones cuyos habitantes son ignorantes, indolentes o torpes en exceso para explotar debidamente esos regalos que la naturaleza les hizo. Cuando los gobiernos interesados impiden al extranjero aprovechar dichos recursos o cuando el desorden reinante ahuyenta al capital vivificador, se perjudican gravemente todos aquéllos que vivirían mejor si se utilizaran más cuerdamente tales riquezas. Es indiferente que dichas situaciones sean fruto del atraso cultural del país o que, por el contrario, sean resultado de seguir y aplicar dócilmente la filosofía occidental intervencionista y nacionalista, tan en boga. Las consecuencias, tanto en uno como en otro caso, son las mismas.

Estos conflictos no se pueden evitar con simples buenas intenciones. Sólo si cambian las ideologías dominantes se podrá imponer una paz duradera. Es la filosofía económica hoy en día casi universalmente adoptada por gobernantes y políticos la causa única de esas modernas guerras que tantos sufrimientos están costando. Esta filosofía asegura que, bajo la égida del mercado, prevalece un irreconciliable conflicto de intereses entre las distintas naciones; que el librecambismo daña y perjudica, empobreciendo a todos; que debe, por tanto, el gobernante impedir el comercio libre aplicando las oportunas barreras. Olvidemos de momento que el proteccionismo perjudica ante todo a la propia nación que lo aplica, ya que lo fundamental en este momento es advertir el grave daño que ese proteccionismo infiere a los demás. Es ilusorio suponer que los pueblos perjudicados por el proteccionismo ajeno tolerarán sumisamente tales quebrantos si creen que pueden suprimirlos por la fuerza. La filosofía proteccionista es una filosofía de guerra. El imperante belicismo coincide con las actuales ideas económicas; las pugnas que nos afligen son la insoslayable consecuencia de las doctrinas prevalentes.

La Liga de Naciones no fracasó a causa de una imperfecta organización, sino porque le faltó genuino espíritu liberal. Era una asociación de gobiernos dominados por el nacionalismo económico, ansiosos de hacerse mutuamente la más feroz guerra económica. Mientras los delegados peroraban en Ginebra recomendando buena voluntad entre los pueblos, todas las naciones allí representadas se infligían unas a otras el mayor daño posible. Las dos décadas que duró la Sociedad de Naciones se caracterizaron por la guerra económica más despiadada de todos contra todos. El proteccionismo arancelario de 1914 parece un juego de niños comparado con las medidas —tarifas prohibitivas, cupos para las importaciones, fijación de cambios, devaluaciones monetarias— acordadas por doquier durante los años veinte y treinta de nuestro siglo[17].

Las perspectivas de las Naciones Unidas no son mejores, sino incluso peores. Todos los estados consideran la importación de mercancías, especialmente la de productos manufacturados, como la mayor de las calamidades. La política oficial de muchos gobiernos consiste en impedir el acceso al mercado interior de los productos extranjeros. La mayor parte de las naciones lucha hoy contra el fantasma de una balanza de pagos desfavorable. No quieren los pueblos colaborar entre sí; prefieren empobrecerse mutuamente arbitrando todo género de protecciones contra imaginarios peligros que en la cooperación internacional sospechan ver.