CAPÍTULO XXIII

LOS DATOS DEL MERCADO

1. LA TEORÍA Y LOS DATOS

La cataláctica, es decir, la teoría de la economía de mercado, no es un sistema de teoremas válidos únicamente bajo condiciones ideales e irrealizables y aplicable a la realidad sólo con esenciales limitaciones y modificaciones. Todos los teoremas de la cataláctica son rigurosamente y sin excepción válidos para todos los fenómenos de la economía de mercado, siempre y cuando concurran las específicas circunstancias que esos teoremas presuponen que se dan. Por ejemplo, es pura cuestión de hecho si se da el cambio directo o indirecto. Ahora bien, si se da el cambio indirecto, son válidas todas las leyes de la teoría general del cambio indirecto en relación con los actos y los medios de intercambio. Como ya hemos dicho[1], el conocimiento praxeológico es un conocimiento preciso o exacto de la realidad. Toda referencia a los problemas epistemológicos de las ciencias naturales y toda analogía derivada de comparar estos dos campos de la realidad y del conocimiento radicalmente distintos son engañosas. A parte de la lógica formal, no existe ninguna regla «metodológica» que sea aplicable tanto al conocimiento a través de la categoría de causalidad como al que se obtiene mediante la categoría de finalidad.

La praxeología estudia la acción humana como tal, de modo genérico y universal. No se ocupa de las circunstancias particulares del medio en que el hombre actúa ni del contenido concreto de las valoraciones que le impulsan a realizar determinados actos. La praxeología parte, en sus estudios, de las efectivas circunstancias fisiológicas y psicológicas del hombre que actúa, de sus auténticos deseos y valoraciones, de las teorías, doctrinas e ideologías que mantiene por estimarlas idóneas para, dada la realidad circundante, alcanzar mejor las metas ambicionadas. Tales circunstancias, si bien siempre se hallan presentes, inexorablemente reguladas por las leyes que gobiernan el universo, fluctúan y varían de continuo, mudando en cada momento[2].

Para comprender cabalmente la realidad de nuestro mundo debemos apoyarnos, por un lado, en la concepción praxeológica, y, por otro, en la comprensión histórica, la cual exige, por supuesto, dominar las ciencias naturales. Sólo ese pleno conocimiento nos permite vislumbrar y prever el futuro. Cada rama del saber nos ilustra, pero siempre de forma incompleta; hay que colmar las lagunas con las enseñanzas de las demás ciencias. La división del trabajo reaparece en la especialización científica y en la subdivisión del saber en disciplinas diversas. Por lo mismo que el consumidor tiene que proveerse con las mercancías de múltiples sectores productivos, el hombre que actúa se guía por la especializada ilustración de las diferentes ciencias.

No podemos despreciar ninguna de estas disciplinas si queremos de verdad conocer la realidad. La Escuela Histórica y el Institucionalismo rechazan el análisis praxeológico y económico y prefieren dedicarse exclusivamente a la mera recopilación de datos y circunstancias, de instituciones, como ellos dicen. Ahora bien, no podemos emitir ningún juicio sobre esas instituciones sin referirnos a un determinado conjunto de teoremas económicos. Cuando el institucionalista atribuye un acontecimiento a una determinada causa, por ejemplo el paro masivo a las deficiencias del sistema capitalista de producción, indudablemente fundamenta su afirmación en un teorema económico. Al rechazar un examen más detallado del teorema tácitamente aplicado, sólo pretende evitar que quede patente la debilidad de su argumentación. De nada sirve la pretensión de recopilar hechos objetivos si no se formula una teoría científica. La mera asociación de dos hechos, o la inclusión de ambos en una misma clase, presupone ya recurrir a una teoría. Sólo el análisis teórico, es decir, la ciencia praxeológica en lo atinente a la acción humana, puede aclararnos si esos dos hechos guardan relación entre sí. Es inútil buscar coeficientes de correlación si no se parte de una visión teórica adquirida previamente. El coeficiente puede tener un alto valor numérico sin que ello indique una conexión significativa y relevante entre ambos fenómenos[3].

2. LA FUNCIÓN DEL PODER

La Escuela Histórica y el Institucionalismo rechazan la economía porque, según ellos, desconoce el papel que el poder desempeña en la vida real. La noción básica de la economía, es decir, el individuo que opta y actúa, es un concepto irreal. El hombre real no es libre de elegir y actuar. Está sometido a la presión social, al influjo de un poder irresistible. Lo que determina los fenómenos del mercado no son los juicios de valor de los individuos, sino la interacción de las diversas fuerzas.

Estas objeciones carecen de fundamento lo mismo que todas las demás de los críticos de la economía.

Ni la praxeología en general ni la economía y la cataláctica en particular proclaman ni suponen que el hombre es libre en el sentido metafísico asignado al término libertad. El individuo está incondicionalmente sometido a las condiciones naturales de su ambiente. En su acción, tiene que ajustarse a la inexorable regularidad de los fenómenos naturales. Es precisamente la escasez de los medios naturales lo que obliga al hombre a actuar[4].

En su acción, el hombre está dirigido por ideologías. Bajo la influencia de éstas, elige tanto los medios como los fines. El poder de la ideología puede ser directo o indirecto. Es directo cuando el actor está convencido de que el contenido de la ideología es correcto y de que sirve a sus propios intereses al atenerse al mismo. Es indirecto cuando el interesado rechaza como falso el contenido de la ideología, pero se ve precisado a acomodar su comportamiento al hecho de que esa ideología es aceptada por los demás. Los usos y costumbres del ambiente en que vivimos condicionan nuestro actuar. Quienes reconocen la falsedad de las opiniones y hábitos generalmente aceptados se ven en cada caso en la necesidad de elegir entre las ventajas que derivarían de actuar de un modo más eficaz y los inconvenientes implícitos de oponerse a los prejuicios, las supersticiones o las tradiciones populares.

Otro tanto sucede con la coacción y la violencia. El interesado, antes de actuar de uno u otro modo, valora y pondera la posibilidad de que otro ejerza coacción sobre él.

Todos los teoremas de la cataláctica son válidos también respecto a las acciones influidas por la presión social o física. El influjo directo o indirecto de una ideología y la amenaza de una coacción física son simplemente datos de la situación del mercado. Ningún interés tiene en este sentido, por ejemplo, cuál sea el motivo que induce a una persona a no elevar el precio ofertado por la mercancía que le interesa, quedándose consecuentemente sin ella. Para la determinación de su precio, es indiferente que el interesado prefiera dedicar la suma del caso a otra adquisición o que renuncie a pagar más por miedo a que sus convecinos le acusen de gastador y manirroto, por temor a infringir los precios máximos oficialmente marcados, o por evitar la violenta reacción de alguien que quiera quedarse con el bien en cuestión. En todo caso, la negativa del sujeto a pagar una suma superior influye invariablemente sobre el precio de mercado[5].

Hoy es frecuente calificar la posición que los propietarios y los empresarios ocupan en el mercado como poder económico o poder del mercado. Es una terminología engañosa cuando se aplica a las condiciones del mercado. Todo lo que acontece en una economía de mercado no adulterada obedece a las leyes de la cataláctica. En definitiva, todos los fenómenos del mercado responden a las decisiones de los consumidores. Si se desea aplicar la idea de poder a los fenómenos del mercado, es preciso reconocer que ese poder se halla encamado en los consumidores. El empresario, para hacer beneficios y evitar pérdidas, no tiene más remedio que atender del modo más cumplido y económico posible en cada caso los deseos de los consumidores y esto incluso en lo que suele estimarse «régimen interno» de los negocios, especialmente en lo atinente a las relaciones laborales. Genera confusión emplear el mismo término «poder» para expresar la capacidad de una empresa para abastecer a los consumidores de automóviles, zapatos o margarina mejor que otros proveedores y para referirse al poder que tienen las fuerzas armadas para quebrar toda resistencia.

El ser propietario de factores materiales de producción o el poseer habilidades empresariales o técnicas no confiere, en una economía de mercado, ningún «poder» en el sentido coactivo o impositivo del término. Su gran privilegio consiste en servir a los verdaderos señores del mercado, los consumidores, en una posición más destacada que los demás. La propiedad es un mandato; se es propietario sub conditione en tanto los bienes poseídos sean destinados a la mejor satisfacción de las necesidades de las masas. Quien desatiende tal mandato pierde su riqueza y queda relegado a un puesto desde el que en adelante no podrá perjudicar al bienestar de los demás.

3. LA FUNCIÓN HISTÓRICA DE LA GUERRA Y LA CONQUISTA

Muchos ensalzaron la acción revolucionaria, el derramamiento de sangre y la conquista bélica. Carlyle y Ruskin, Nietzsche, Georges Sorel y Spengler apadrinaron y propagaron aquellas ideas que luego Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini pusieron cumplidamente en práctica.

El curso de la historia, dicen estos filósofos, lo determinan no las ruines actividades de mercaderes y traficantes, sino las heroicas acciones de guerreros y conquistadores. Yerran los economistas al deducir del efímero episodio liberal una serie de teorías a las que quisieran atribuir validez universal. La época del liberalismo, del individualismo y el capitalismo; de la libertad, la democracia y la tolerancia; del menosprecio por los «auténticos» e «imperecederos» valores; la era, en definitiva, de la supremacía de los miserables, a Dios gracias, pasó para nunca volver. La viril edad que alborea exige perentoriamente la formulación de una nueva teoría de la acción humana.

Sin embargo, ningún economista afirmó jamás que la guerra y la conquista fueron cosas baladíes, ni negó que hunos y tártaros, vándalos y vikingos, normandos y conquistadores desempeñaran un papel importante en la historia. El triste estado de la humanidad es precisamente fruto, entre otras causas, de los miles de años que los hombres han dedicado al conflicto armado. Pero la civilización no es herencia que los guerreros nos legaran. Es hija, por el contrario, del espíritu «burgués», no de ese otro que anima al opresor belicoso. Cuantos prefirieron el botín a la eficaz labor productiva desaparecieron de la escena histórica. Si algún rastro queda de su paso es por las obras gestadas bajo el influjo civilizador de las naciones sometidas. La civilización latina sobrevivió en Italia, en Francia y en la península ibérica pese a las invasiones de los bárbaros. Sólo porque empresarios capitalistas suplantaron a un Lord Clive y a un Warren Hastings, el gobierno británico de la India no será un día considerado un episodio tan efímero como los ciento cincuenta años de ocupación turca que padeció Hungría.

No corresponde a la economía enjuiciar esa pretensión de insuflar nueva vida a los ideales vikingos. Bástale con refutar a quienes suponen que, por la existencia de conflictos armados, resultan inaplicables e inviables los estudios económicos. Conviene a este respecto reiterar:

Primero: Las enseñanzas de la cataláctica no son sólo aplicables en determinadas épocas históricas, sino que gozan de plena vigencia siempre que se esté operando bajo el signo de la división del trabajo y de la propiedad privada de los medios de producción, cualquiera que sea el lugar y la época. Resultan rigurosamente ciertos los teoremas catalácticos en todo tiempo y lugar, si la sociedad está basada en la propiedad privada de los medios de producción y la gente no se limita a producir para atender las propias necesidades, consumiendo, por el contrario, fundamentalmente, productos ajenos.

Segundo: Si, con independencia del mercado y al margen del mismo, se registran robos y asaltos, estos hechos son meras circunstancias de hecho. Los sujetos, en tales casos, actúan conscientes de que hay ladrones y homicidas. Si las muertes y los latrocinios adquieren tal magnitud que hacen inútil la prosecución de la actividad productiva, ésta llega a detenerse, apareciendo la guerra de todos contra todos.

Tercero: El botín bélico exige la previa acumulación de riquezas que puedan ser expoliadas. Los héroes sólo perviven mientras haya un número suficiente de «burgueses» a despojar. Los conquistadores, en ausencia de gentes que produzcan, desfallecen y mueren. En cambio, los productores para nada precisan de tales depredadores.

Cuarto: Existen, desde luego, otros sistemas imaginables de sociedad basada en la división del trabajo aparte del sistema capitalista de propiedad privada de los medios de producción. Los adalides del militarismo son coherentes cuando abogan por el establecimiento del socialismo. La nación debería organizarse como una comunidad de guerreros, en la cual los civiles no tendrían más ocupación que atender cumplidamente las necesidades de los combatientes. (Los problemas del socialismo los abordaremos en la Quinta Parte de este libro).

4. EL HOMBRE COMO DATO

La ciencia económica se ocupa de la efectiva actuación del hombre tal como éste opera en el mundo. Sus teoremas jamás se refieren a tipos humanos ideales o perfectos, a un fabuloso hombre económico (homo oeconomicus), ni a abstracciones estadísticas tales como la del hombre medio (homme moyen). Su objeto de estudio es el hombre con sus flaquezas y limitaciones, como en realidad actúa y vive. Toda acción humana interesa a la praxeología.

Por eso pretendemos analizar no sólo la sociedad, las relaciones sociales y los fenómenos de masa, sino además cualquier otra acción humana. De ahí que el utilizar en esta materia el término «ciencias sociales» y expresiones similares induce a veces a confusión.

El científico sólo puede valorar la acción humana examinando su idoneidad para conseguir los fines que el actor pretenda alcanzar. Tales fines últimos no pueden someterse a valoración ni a crítica científica. Nadie, por sí y ante sí, puede averiguar cómo será más feliz su prójimo. El investigador debe, por eso, limitarse a examinar si los medios que el sujeto aplica para lograr determinado fin resultan o no idóneos para ello. Sólo para responder a esta cuestión es libre el economista de enjuiciar las actuaciones de las personas y las asociaciones humanas, opinando acerca del proceder de los partidos políticos, los grupos de presión y los gobiernos.

Muchos, por evitar que se les rearguya que es siempre arbitraria la crítica de los juicios de valor ajenos, al condenar los gustos y preferencias de los demás dirigen sus censuras contra el capitalismo y la actuación empresarial. La economía no puede pronunciarse sobre tales apreciaciones subjetivas.

Frente a quienes afirman «el balance entre la producción de los diferentes bienes es a todas luces inadmisible bajo el capitalismo»[6], el economista no rearguye asegurando que ese balance sea irreprochable. Lo único que proclama es que, bajo la economía de mercado, la producción depende exclusivamente de los deseos de los consumidores según ellos mismos, gastando sus rentas, los reflejan[7]. El economista no tiene por qué condenar las preferencias de sus conciudadanos, ni consecuentemente vilipendiar los efectos que el respetar y atender tales deseos y preferencias pueda provocar.

No hay alternativa; o la gente, con arreglo a sus juicios de valor subjetivos, orienta la producción o el gobierno impone las preferencias del dictador autocrático, preferencias que, desde luego, son por lo menos tan arbitrarias como las de los individuos.

El hombre, indudablemente, no es perfecto. Y todas las instituciones —entre ellas la economía de mercado— que pueda crear participarán forzosamente de esa imperfección.

5. EL PERIODO DE AJUSTE

Todo cambio en los datos del mercado produce determinados efectos sobre el mismo. Se precisa un cierto lapso temporal para que estos efectos se produzcan, es decir, para que el mercado se ajuste completamente a la nueva situación.

La cataláctica se ocupa de las reacciones deliberadas y conscientes de los diversos individuos a los cambios en los datos del mercado y no, naturalmente, sólo del resultado final producido en la estructura del mercado por el juego de estas acciones. Puede suceder que los efectos de un cambio en los datos queden compensados por los efectos de otro cambio ocurrido, poco más o menos, al mismo tiempo y con la misma amplitud. En tal caso, los precios finales del mercado no registran un cambio considerable. Los estadísticos, preocupados exclusivamente tan sólo por los fenómenos de masa y por las variaciones totales de los precios de mercado, desconocen el hecho de que si el nivel de los precios no ha cambiado ello se debe a circunstancias puramente accidentales. Tal ausencia de variación no significa que perduren las primitivas circunstancias ni que hayan dejado de producirse los movimientos de adaptación a los cambios registrados. No comprenden los movimientos y las consecuencias sociales de éstos. Ahora bien, todo cambio en los datos del mercado tiene su propio curso, genera como reacción ciertas respuestas por parte de los individuos afectados y perturba la relación entre los diversos miembros del sistema de mercado, aunque eventualmente no se produzcan cambios considerables en los precios de los diversos bienes y permanezca idéntica la cuantía total del capital disponible en todo el sistema[8].

La historia económica puede proporcionar a posteriori cierta vaga e inconcreta información acerca de la duración de los periodos de ajuste. El método para obtener esta información no es, desde luego, la medición, sino la comprensión histórica. Los diversos procesos de ajuste que todo cambio desata jamás se producen de modo aislado o independiente, sino al tiempo; cada uno adopta su propio curso, pero se entrecruza con los demás, ejerciendo una mutua influencia los unos sobre los otros. Desenredar tan complicada maraña, discernir y separar la cadena de todas esas acciones y reacciones provocadas por cualquier cambio, es ciertamente para la comprensión histórica una tarea difícil y de escasos y dudosos resultados.

Prever la duración del periodo de ajuste es también una de las tareas más difíciles que pesan sobre quienes pretenden comprender el futuro, es decir los empresarios. De poco sirve para triunfar en la actividad empresarial predecir meramente en qué sentido reaccionará el mercado ante cierto acontecimiento; es preciso además predeterminar cuánto durarán los múltiples procesos de ajuste desencadenados por el cambio en cuestión. La mayor parte de los errores que los empresarios cometen al ordenar la producción y la mayoría de los fracasos de los «expertos» al predecir el futuro económico se debe a no haber sabido prever acertadamente la duración del correspondiente periodo de ajuste.

Suele distinguirse, entre los varios efectos provocados por todo cambio, los más inmediatos de aquellos otros temporalmente más alejados, es decir, los efectos a corto y a largo plazo. Esta distinción es, desde luego, mucho más antigua de lo que algunos modernos teóricos quisieran hacernos creer.

Comprender los efectos inmediatos, a corto plazo, de un determinado evento no exige, por lo general, particular análisis. Suelen presentarse con la máxima evidencia y difícilmente pasan inadvertidos ni siquiera al observador más imperito en materia económica. Pero la economía como nueva ciencia surge precisamente cuando unos cuantos pensadores geniales comienzan a sospechar que los efectos a largo plazo de los cambios económicos pueden ser muy distintos de los efectos inmediatos que todos, hasta los más torpes, observan. El mérito principal de nuestra ciencia consistió en resaltar esos efectos a largo plazo que antes pasaban inadvertidos a gobernantes y súbditos.

De sus insólitos descubrimientos los economistas clásicos dedujeron una importantísima norma de gestión pública. Los gobiernos, los estadistas y los partidos políticos, argüían, al planear y actuar, deben considerar no sólo los efectos inmediatos sino además las consecuencias a largo plazo de sus medidas. La corrección de esta norma es incontestable. El hombre, al actuar, en definitiva, lo que pretende es transformar una cierta situación insatisfactoria en otra más grata. Sólo después de examinar todos los efectos que inexorablemente su acción provocará, tanto a la larga como a la corta, puede el interesado decidir si le conviene o no proceder del modo proyectado.

Se ha dicho que la ciencia económica descuida las consecuencias a corto plazo y que se preocupa sólo por los efectos a largo plazo. El reproche carece de fundamento. Para comprender los resultados de un acontecimiento, el economista tiene que comenzar por examinar los efectos inmediatos del cambio producido y analizar sucesivamente las ulteriores consecuencias hasta llegar a los resultados últimos. El estudio de los efectos a largo plazo presupone invariablemente el examen de las consecuencias inmediatas del fenómeno de que se trate.

Por razones obvias, hay individuos, partidos y grupos de presión que aseguran que sólo interesan los efectos a corto plazo. La acción política, dicen, no debe preocuparse por las consecuencias a largo plazo. Las medidas que inmediatamente pueden producir resultados beneficiosos no deben rechazarse simplemente porque las consecuencias finales puedan ser nocivas. Lo que importa son los efectos inmediatos; «a la larga, todos muertos». La economía, ante afirmaciones tan arbitrarias, se limita a recordar que al bienestar del hombre le conviene sopesar la totalidad de las consecuencias de sus actos, tanto las próximas como las remotas. Hay, desde luego, situaciones en que tanto los individuos como las naciones hacen bien provocando efectos a largo plazo altamente desagradables cuando de esa suerte evitan otras consecuencias inmediatas aún más incómodas. Puede haber ocasiones en que el sujeto actúe cuerdamente al quemar sus muebles para calentarse. El interesado, al proceder así, habrá ponderado previamente todos los efectos, los próximos y los remotos, de su acción, sin incidir en el error de suponer haber descubierto un nuevo y maravilloso sistema de calefacción.

No parece necesario dedicar más espacio a las quiméricas lucubraciones de quienes dogmáticamente recomiendan preocuparse sólo de los efectos a corto plazo del actuar humano. La historia tendrá en su día mucho más que decir acerca del particular. Destacarán los estudiosos el grave daño que tales principios —simple reiteración del tristemente célebre après nous le déluge de madame de Pompadour— irrogaron, en su más grave crisis, a la civilización occidental. Recordarán la fruición con que, escudados tras estos principios, gobernantes y políticos dilapidaron el capital material y moral pacientemente acumulado por anteriores generaciones.

6. LOS LÍMITES DE LOS DERECHOS DE PROPIEDAD Y LOS PROBLEMAS DE LOS COSTES EXTERNOS Y LAS ECONOMÍAS EXTERNAS

El contenido de los derechos de propiedad tal como las leyes los definen y los protegen los tribunales y la policía es fruto de una secular evolución. La historia nos ofrece un rico muestrario de tentativas, una y otra vez reiteradas, de abolir la propiedad privada. Despóticos gobernantes y populares alzamientos frecuentemente quisieron restringir o incluso suprimir todo derecho dominical. Es cierto que tales intentos fracasaron. Pero influyeron decisivamente en el aspecto formal y el contenido material del actual derecho de propiedad. Los conceptos legales de propiedad no tienen plenamente en cuenta la función social de la propiedad privada. Existen algunas insuficiencias e incongruencias que se reflejan en la determinación de los fenómenos del mercado.

En rigor, el derecho de propiedad debe, por un lado, legitimar al propietario para apropiarse de todos los rendimientos que la cosa poseída puede generar y, de otro, obligarle a soportar íntegramente todas las cargas que resulten de su empleo. Sólo el propietario debe disfrutar y soportar los efectos todos de su propiedad. Debe responsabilizarse enteramente, en el manejo de sus bienes, de los resultados provocados, tanto de los prósperos como de los adversos. Pero cuando una parte de los beneficios no se apunta al haber del propietario, ni determinadas desventajas se le cargan tampoco, éste deja de interesarse por la totalidad de los resultados de su actuación. Descuenta, en tales casos, tanto los lucros escamoteados como aquellos costes de que se le exonera. Procede, entonces, de modo distinto a como hubiera actuado si las normas legales se ajustaran más rigurosamente a los objetivos sociales que, mediante el derecho privado de propiedad, se pretende alcanzar. Acometerá obras que en otro caso hubiera rechazado, sólo porque la legalidad vigente echa sobre ajenos hombros algunos de los costes de la operación. Se abstendrá, en cambio, de otras actuaciones que habría practicado si no se viera privado por la normativa vigente de parte de los beneficios.

Las disposiciones referentes a la indemnización de daños y perjuicios son y siempre, en cierto modo, fueron imperfectas. Todos debemos teóricamente responder de los perjuicios que causemos a los demás. Pero este principio general siempre tuvo sus lagunas, sus legales excepciones. Dicho trato de privilegio, algunas veces, se otorgó deliberadamente a quienes se dedicaban a producciones que las autoridades deseaban impulsar. Para acelerar la industrialización y el transporte, en épocas pasadas, muchos países exoneraron parcialmente a los propietarios de fábricas y ferrocarriles de los perjuicios que tales instalaciones irrogaban en su salud y posesiones a colindantes, clientes, operarios y terceros a través de humos, cenizas, ruidos, contaminación de aguas y accidentes de trabajo causados por la imperfección de las máquinas y herramientas empleadas. Las mismas doctrinas que indujeron y siguen induciendo a muchos gobernantes a promover inversiones en fábricas y ferrocarriles mediante subsidios, exenciones fiscales, protecciones arancelarias y crédito barato han contribuido a plasmar una situación legal en la que, formal o prácticamente, desaparece su responsabilidad por los daños y perjuicios ocasionados. En otros casos se ha agravado la responsabilidad de las industrias y empresas ferroviarias comparativamente a la exigida a las personas individuales y a las demás firmas. También, en estos casos, son políticos los objetivos perseguidos. Se asegura estar protegiendo a los pobres, a los asalariados y a los campesinos contra los acaudalados capitalistas y empresarios.

El que la exoneración del propietario de la responsabilidad por algunos de los perjuicios resultantes de su conducta sea fruto de una política deliberada por parte del gobierno o el legislador o bien un efecto no intencionado de la redacción tradicional de las leyes es en cualquier caso un dato que el autor debe tomar en cuenta. Se trata del problema de los costes externos: se realizan ciertos actos simplemente porque los costes incurridos no los soporta el sujeto que actúa sino los demás.

Un ejemplo extremo nos lo proporciona el caso de la res nullius a la que antes nos referimos[9]. Las tierras carentes de dueño efectivo (es indiferente que se consideren propiedad pública desde un punto de vista meramente legal) las utiliza la gente sin preocuparse del daño que puedan sufrir. Cada cual procura lucrarse al máximo, por cualquier medio, de sus rentas —madera y caza de los bosques, riqueza piscícola de las aguas, minerales del subsuelo— desentendiéndose de los efectos que puedan producirse. La erosión de la tierra, el agotamiento de las riquezas naturales y demás quebrantos futuros son costes externos que los actores no tienen en cuenta en sus cálculos. Talan los árboles sin respetar los nuevos brotes ni pensar en repoblación alguna. Aplican métodos de caza y pesca que acaban con las crías y despueblan los lugares. Cuando antiguamente abundaban las tierras de calidad no inferior a las ya explotadas, la gente no se percataba de los inconvenientes de semejantes métodos predatorios. En cuanto flojeaba la producción de esas esquilmadas parcelas, se abandonaban para roturar otras todavía vírgenes. Sólo más tarde, cuando a medida que la población crecía, y fueron agotándose las tierras libres de primera calidad, comenzaron a comprender lo antieconómico de su proceder. De este modo se consolidó la propiedad privada de la tierra cultivable. A partir de tal momento, la institución dominical fue ampliando su ámbito hasta abarcar finalmente también los pastos, los bosques y la pesca. Paralela evolución registraron los territorios de ultramar colonizados por los occidentales, sobre todo los grandes espacios norteamericanos, cuya capacidad agraria hallaron los blancos prácticamente intocada. Hasta las últimas décadas del siglo pasado abundaron los terrenos libres en lo que se denominó la frontera. Ni la previa existencia de esas inmensas tierras libres ni su posterior desaparición son hechos exclusivamente americanos. La única circunstancia típicamente americana en esta materia es la de que, al acabarse esas tierras libres, toda una serie de factores ideológicos e institucionales impidieron que la explotación agraria se acomodara debidamente a la nueva circunstancia.

En las zonas centrales y occidentales de la Europa continental, donde desde hacía siglos imperaba con rigor la propiedad privada en lo tocante al aprovechamiento de la tierra, las cosas fueron diferentes. Las tierras jamás fueron esquilmadas, ni abusivamente se talaron los bosques, pese a que constituían la única fuente de toda la madera consumida en la construcción y la minería, en las forjas y herrerías, en las fábricas de vidrio y en las de cerámica. Los propietarios de los bosques, movidos por consideraciones egoístas, tuvieron siempre buen cuidado de mantener su capacidad productiva. Hasta hace bien poco, las zonas europeas más densamente habitadas y mayormente industrializadas, todavía conservaban de una quinta a una tercera parte de su superficie cubierta de bosques de primera categoría científicamente explotados[10].

No corresponde a la cataláctica examinar los complejos factores que han llevado a la moderna propiedad inmobiliaria americana. Lo que resulta indudable es que en Estados Unidos muchos agricultores y la mayoría de los productores de madera consideran costes meramente externos los causados cuando esquilman las tierras y abusivamente talan los bosques[11].

No hay duda de que cuando una parte considerable de los costes son costes externos desde el punto de vista del individuo que actúa o de las empresas, el cálculo económico que éstos hacen es manifiestamente deficiente y sus resultados falsos. Pero esta situación no puede atribuirse a una supuesta deficiencia del sistema de propiedad privada de los medios de producción, sino que es consecuencia de no haberse implantado con el debido rigor. Todos esos inconvenientes desaparecerían en cuanto se reformara oportunamente la responsabilidad por daños y perjuicios y se abolieran los obstáculos que impiden la plena implantación del derecho de propiedad privada.

El caso de las economías externas no es una simple contrafigura del caso de los costes externos. Tienen su ámbito propio y sus características particulares.

Cuando la actividad del sujeto no beneficia sólo a él, sino además a terceros, caben dos posibilidades:

1. El interesado estima tan grande su ganancia personal que está dispuesto a soportar íntegramente los costes. El hecho de que su proyecto beneficie también a otros no le impide realizar lo que contribuirá a su bienestar. Cuando una compañía ferroviaria protege con muros sus líneas contra el peligro de corrimientos y avalanchas, procura, sin proponérselo, igual protección a las viviendas y terrenos adyacentes. La empresa se desentiende de esos beneficios ajenos y lo único que pretende es proteger sus propias instalaciones.

2. El coste resulta tan elevado que ninguno de los potenciales beneficiarios está dispuesto a soportarlo íntegramente por separado. La obra únicamente puede llevarse a buen fin si un número suficiente de personas en ella interesadas aúnan sus esfuerzos.

No sería necesario insistir en el tema de las economías externas si no fuera porque estamos ante un fenómeno que la literatura pseudoeconómica hoy dominante lo suele interpretar del modo más torpe y erróneo.

El plan P no debe ejecutarse, pues los consumidores valoran en más las satisfacciones que consideran les proporcionarían otras actuaciones. P exigiría, en efecto, detraer capital y trabajo de cometidos estimados de mayor interés por los consumidores. Pero ni el hombre medio ni el teórico pseudoeconomista suelen percatarse de este hecho. Ante la indudable escasez de los factores de producción disponibles, adoptan la política del avestruz. Hablan como si P pudiera ejecutarse sin coste, es decir, sin obligar a la gente a desatender otras necesidades. Es el egoísmo de quienes sólo piensan en su lucro personal, aseguran, lo único que impide que las masas disfruten de los beneficios de P.

Queda patente la íntima deshonestidad del sistema basado en el beneficio privado, prosiguen los críticos, si observamos que la supuesta falta de rentabilidad de P se debe, única y exclusivamente, a que los empresarios no incluyen en sus cálculos como lucro efectivo lo que para ellos son meras economías externas. Desde el punto de vista de la sociedad, tales ventajas no pueden considerarse externas. Benefician por lo menos a algunos miembros de la sociedad y aumentan el «bienestar total». La sociedad, como tal, pierde al no ejecutarse P. Por eso, cuando el empresario privado, al que sólo interesa su lucro personal, rechaza egoístamente empresas que considera no rentables, tiene que intervenir el estado para suplir la insuficiencia de los particulares. En tales casos, la administración debe crear las oportunas empresas públicas o bien conceder las necesarias primas y subvenciones para que las obras resulten atractivas a los empresarios y capitalistas privados. Estas ayudas financieras pueden ser directas, con cargo al erario público, o indirectas a través de las barreras arancelarias que deberán soportar los compradores de los productos.

Sin embargo, los medios que el gobierno necesita para financiar las pérdidas de las empresas públicas o las subvenciones concedidas a proyectos no rentables tienen que salir forzosamente de los contribuyentes, con la consiguiente reducción de su capacidad gastadora e inversora, o bien obtenerse por medio de la inflación. El gobierno no es más capaz que los individuos para crear algo de la nada. Cuanto más gasta el gobierno, menos pueden gastar los particulares. No hay fórmula mágica que permita la financiación autónoma de las obras públicas. Se pagan éstas con fondos detraídos íntegramente a la gente. Los contribuyentes, en ausencia de esa intervención estatal, habrían dedicado su dinero a financiar empresas lucrativas, empresas que ya no podrán surgir, al faltar el numerario absorbido por el estado en sus obras. Por cada proyecto no rentable que se realiza con la ayuda del gobierno hay un correspondiente proyecto cuya realización fracasa por causa de esa intervención. Y lo más lamentable es que estos proyectos no realizados habrían sido rentables, es decir habrían empleado los escasos medios de producción en consonancia con las más urgentes necesidades de los consumidores. Desde el punto de vista de los consumidores el empleo de estos medios de producción para la realización de un proyecto no rentable es desastroso. Les priva de satisfacciones que habrían preferido a las que puedan proporcionarles los proyectos apoyados por el gobierno.

Las masas ignaras, incapaces de ver más allá de sus propias narices, se entusiasman con las maravillosas realizaciones del gobierno. No ven que son ellas mismas quienes pagan íntegramente los costes, dejando desatendidas muchas necesidades que habrían cubierto si el gobierno hubiera gastado menos dinero en empresas sin rentabilidad. No tienen imaginación suficiente para vislumbrar todas las posibilidades que el gobierno ha hecho abortar[12].

Los entusiastas de la acción estatal aún quedan más maravillados cuando la intervención del gobernante permite a productores submarginales proseguir sus actividades desafiando la competencia de industrias, comercios y explotaciones agrícolas más eficientes. En tales casos es indudable, arguyen, que se ha incrementado la producción total; dispone la gente de bienes que no habrían existido en ausencia de la actuación administrativa. Pero la verdad es lo contrario: la producción y la riqueza total ha sido rebajada. Porque, al amparo de aquella intervención estatal, se implantan o prosiguen sus actividades empresas con elevados costes de producción, lo cual forzosamente da lugar a que otras firmas de costes más reducidos dejen de funcionar o restrinjan la producción. Los consumidores, pues, en definitiva, no disponen de más, sino de menos cosas.

Es, por ejemplo, una idea muy popular la de que el gobierno debe promover el desarrollo agrícola de las zonas menos favorecidas del país. Los costes de producción en tales zonas son superiores a los de otras; por eso, precisamente, gran parte de estas tierras hay que estimarlas submarginales. Sin la ayuda del gobierno no podrían soportar la competencia de quienes cultivan tierras de mayor feracidad. La agricultura desaparecería o se restringiría grandemente en tales comarcas, que pasarían a considerarse zonas inaprovechables. Esta situación impide a la empresa privada, que busca el lucro, construir líneas ferroviarias entre esas inhóspitas regiones y los centros de consumo. No es la ausencia de medios de transporte la causa de su lastimosa situación. El planteamiento es inverso: los empresarios no construyen ferrocarriles precisamente porque ven que la comarca carece de porvenir; tales líneas ferroviarias, por falta de mercancías que transportar, producirían pérdidas. Así las cosas, si el gobierno, cediendo a los grupos de presión interesados, construye el ferrocarril y soporta las pérdidas consiguientes, beneficia ciertamente a los habitantes de estos lugares. Puesto que parte del coste del transporte lo paga el erario, pueden éstos competir con quienes no disfrutan de análogas ayudas financieras pero cultivan mejores tierras. En definitiva, son los contribuyentes quienes pagan el regalo que reciben los favorecidos campesinos, aportando de su bolsillo los fondos necesarios para cubrir el déficit ferroviario. Esta liberalidad ni influye en el precio de los productos agrícolas ni en la cuantía total de los mismos. Permite sólo explotar lucrativamente tierras antes submarginales y hacer submarginales tierras que antes eran rentables. Desplaza la producción de aquellos lugares donde los costes son más bajos a otros donde resultan superiores. No incrementa la riqueza ni la disponibilidad total de mercancías y productos; al contrario, restringe tanto la una como la otra, pues para cultivar campos donde los costes de producción son superiores se requiere más capital y trabajo que donde tales costes son inferiores, quedando detraído ese adicional capital y trabajo de otros empleos que hubieran permitido producir nuevos bienes de consumo. La acción del gobierno permite que la gente de determinadas comarcas disponga de cosas que en otro caso no habrían podido disfrutar; pero ello sólo a costa de provocar en otras zonas quebrantos superiores a los remediados entre aquel grupo de privilegiados.

Las economías externas de la creación intelectual

El caso extremo de economías externas nos lo brinda el trabajo intelectual en que se basa toda la actividad productora y constructora. La nota característica de las fórmulas, es decir, los artificios mentales que dirigen los procedimientos tecnológicos, es la inagotabilidad de los servicios que proporcionan. Por consiguiente, estos servicios no escasean ni es necesario economizarlos. Las consideraciones que antes hicimos acerca de la propiedad privada de los bienes económicos no son aplicables a estas creaciones intelectuales que son las fórmulas. Quedan fuera del ámbito de la propiedad privada no a causa de su condición inmaterial, intangible e impalpable, sino por ser inagotable el servicio que pueden proporcionar.

Se tardó mucho en comprender que esta situación también tiene sus inconvenientes. Coloca a los productores de estas fórmulas —especialmente a los inventores de procedimientos tecnológicos, a los escritores y compositores— en una posición peculiar. Son ellos quienes soportan enteramente los costes de producción, mientras que los servicios del producto que han creado puede disfrutarlos gratuitamente todo el mundo. Para ellos se trata completamente o casi completamente de economías externas.

La postura económica de inventores y escritores, en ausencia de patentes y derechos de autor, se identifica con la del empresario. Disfrutan de una cierta ventaja temporal con respecto a sus competidores. En efecto, pueden disfrutar antes que los demás de sus obras o inventos y ofrecerlos a terceras personas (editores e industriales). Pueden obtener beneficios propios de sus obras durante el periodo en que las mismas todavía no son de dominio público. Pero tan pronto como se generaliza su conocimiento, se convierten en «bienes libres» y a su autor o descubridor le queda sólo la gloria como recompensa.

Los problemas que ahora nos ocupan nada tienen que ver con la actividad intelectual de las mentes geniales. El genio, cuando explora y descubre regiones del espíritu anteriormente jamás holladas, no produce ni trabaja en el sentido que dichos vocablos tienen para la actividad del hombre común. Tales seres excepcionales se despreocupan totalmente de la acogida que la gente pueda deparar a sus obras. Nada ni nadie tiene que impulsarles en su labor creadora[13].

No sucede lo mismo con esa amplia clase que forman los intelectuales de profesión, de cuyos servicios no puede prescindir la sociedad. Dejemos de lado el caso de los escritores de poesías, novelas y obras teatrales sin valor, así como el de los compositores de musiquillas intrascendentes; no queremos entrar a dilucidar si la humanidad se perjudicaría grandemente con la pérdida de tales obras. Fijemos nuestra atención tan sólo en que, para transmitir el saber de una generación a otra y para dar a los hombres los conocimientos que necesitan en sus actuaciones, es necesario disponer de manuales y obras de divulgación científica. Es muy dudoso que los expertos se tomaran la molestia de escribir tales estudios si cualquiera pudiera copiárselos. En materia de adelantos técnicos, la cosa resulta aún más evidente. El dilatado trabajo de experimentación que exige el desarrollo de la técnica presupone normalmente la inversión de sumas de gran importancia. El progreso es muy posible que se retrasara gravemente si, para el inventor y quienes aportan los capitales precisos, los adelantos obtenidos fueran meras economías externas.

Las patentes y copyrights son fruto de la evolución legal de los últimos siglos. Resulta todavía dudoso qué lugar ocupan en el cuerpo tradicional de los derechos de propiedad. Son muchos los que consideran que estas propiedades carecen de base y justificación. Las asimilan a privilegios y las consideran vestigios trasnochados de cuando los inventores y escritores obtenían protección para sus obras sólo a través de la licencia real. Son, además, derechos en cierto modo equívocos, pues sólo resultan provechosos cuando permiten imponer precios de monopolio[14]. Por otra parte, se discute que las leyes de patentes sean justas debido a que protegen sólo a quien da el último toque que conduce a la aplicación práctica de descubrimientos en los que han intervenido muchos predecesores. Estos precursores, cuya contribución muchas veces fue más importante que la de quien obtiene la patente, no reciben nada por sus desvelos.

Desborda el campo de la cataláctica examinar todos los argumentos esgrimidos tanto en favor como en contra de la propiedad intelectual e industrial. La ciencia económica debe tan sólo dejar constancia de que estamos una vez más ante el problema de la delimitación del derecho de propiedad, destacando que, en ausencia de patentes y exclusivas de autor, inventores y escritores no serían prácticamente más que productores de economías externas.

Privilegios y cuasi-privilegios

Las trabas y cortapisas que leyes e instituciones oponen a la libertad del hombre para optar y actuar según más le plazca no siempre son tan grandes que la gente no se decida a despreciar y superar tales obstáculos. Siempre, desde luego, puede haber favorecidos del momento a quienes se exceptúe de la obligación impuesta al resto de la población, bien en virtud de un privilegio legalmente reconocido, bien mediante la connivencia de la autoridad encargada de hacer cumplir las disposiciones. Pero igualmente cabe la existencia de personas con osadía suficiente como para desatender el mandato del legislador pese a la vigilancia de los funcionarios; ese atrevimiento procura a tales sujetos un manifiesto cuasi-privilegio.

La ley que nadie cumple es ineficaz. Pero la disposición que a algunos privilegia o que determinados individuos desobedecen puede otorgar a tales sujetos exceptuados —ya sea por las propias previsiones legales o por la audacia personal de los interesados— oportunidades para obtener rentas diferenciales o ganancias monopolísticas.

Desde el punto de vista del mercado, no tiene ninguna importancia el que la exceptuación se haya otorgado legalmente en forma de privilegio o, por el contrario, sea un cuasi-privilegio ilegal. Tampoco tiene importancia el que los costes que, en su caso, la persona natural o jurídica haya pagado por obtener el privilegio o cuasi-privilegio sean regulares (impuestos sobre licencias, por ejemplo) o irregulares (cohechos, pongamos por caso). Si se importa cierta cantidad de una mercancía cuya entrada en el país está prohibida, los precios nacionales quedan afectados proporcionalmente al volumen de la importación y a la cuantía de los costes que haya sido preciso desembolsar para disfrutar del privilegio o cuasi-privilegio. Pero no tiene ninguna influencia sobre los precios el que la importación haya sido legal (es decir, efectuada, por ejemplo, previa la concesión de una de aquellas licencias que es preciso obtener para comerciar con el extranjero en cuanto se implanta un régimen de intervención cuantitativa del tráfico exterior) o que, por el contrario, la misma se haya practicado mediante contrabando ilegal.