CAPÍTULO XXII

LOS FACTORES ORIGINARIOS DE PRODUCCIÓN NO HUMANOS

1. CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LA TEORÍA DE LA RENTA

En el marco de la economía ricardiana, con la idea de renta se pretende resolver los problemas que la economía moderna aborda mediante la teoría de la utilidad marginal[1]. La doctrina ricardiana, a la luz de nuestros actuales conocimientos, resulta bastante imperfecta; la vigente, basada en la condición subjetiva del valor, es incomparablemente superior. Pero no fue inmerecida la celebridad que en su día tuvo la teoría ricardiana de la renta; el esmero con que se gestó y la solicitud puesta en su posterior desarrollo dieron resultados positivos. Ante la historia económica, será siempre un noble esfuerzo digno de loa[2].

Ningún problema particular plantea hoy a nuestra ciencia el que se atribuya distinto valor a tierras de distinta calidad y fertilidad, es decir, tierras cuya respectiva productividad por unidad de inversión es diferente. La teoría ricardiana, al pretender valorar y graduar terrenos distintos, queda íntegramente comprendida en la moderna teoría de la determinación de los precios de los factores de producción. Lo que hemos de repudiar no es el contenido de la doctrina sobre la renta, sino la excepcional categoría que se le atribuye en el análisis económico. Rentas diferenciales aparecen por doquier, no quedando en modo alguno limitado el fenómeno al ámbito de las tierras. La bizantina distinción entre «rentas» y «cuasi rentas» resulta ya insostenible. El valor de la tierra y de los servicios que la misma proporciona al hombre debe valorarse con el mismo criterio que los demás factores de producción y los rendimientos que los mismos producen. La máquina más perfecta produce «renta» comparativamente a la productividad de otra menos perfecta, la cual, no obstante, sigue empleándose por la escasez de las primeras. El trabajador de mayor actividad y competencia percibe superior «renta» salarial que sus compañeros de menos habilidad y energía.

La mayoría de los problemas que la teoría de la renta pretendía resolver se suscitaron, única y exclusivamente, por el modo tan torpe como los teóricos empleaban los diversos vocablos. Los conceptos generales manejados por el profano en el lenguaje común no se elaboraron para utilizarlos en la investigación praxeológica y económica. Pero los primitivos economistas no se percataron del peligro que encerraba el emplear tales vocablos de uso general sin adoptar las oportunas precauciones. En cuanto empleamos ingenuamente términos generales como tierra o trabajo, se nos suscita el problema de por qué la tierra y el trabajo se valoran y aprecian de modo diferente. Quien no esté dispuesto a que las propias palabras empleadas le confundan, dejará a un lado las expresiones gramaticales y fijará su atención en la capacidad del factor en cuestión para cubrir necesidades humanas, logrando entonces fácilmente comprender por qué se pagan precios distintos por servicios también distintos.

La moderna teoría del valor y de los precios ya no necesita clasificar los factores de producción en tierra, capital y trabajo. Se limita fundamentalmente a distinguir entre bienes de orden superior y bienes de orden inferior, es decir, entre bienes de producción y bienes de consumo. Al subdividir después los bienes de producción en factores originarios (los que brinda la naturaleza) y factores de producción producidos (los semiproductos), y, a su vez, los originarios, en factores no humanos (externos) y humanos (trabajo), la ciencia económica jamás rompe la uniformidad de su modo de determinar los precios de los instrumentos de producción. Con arreglo a una misma e idéntica ley determina los precios de todos los factores de producción, sea cual fuere su clase o condición. El que, a causa de la diferente calidad del servicio que tales factores prestan, los mismos se valoren, aprecien y utilicen de forma distinta sólo sorprenderá a quien no logre comprender su distinta utilidad. Sólo quien sea ciego para los méritos pictóricos puede extrañarse de que valga más un cuadro de Velázquez que la producción de otro artista de inferior capacidad. Nadie se asombra en los medios agrícolas de que tanto los arrendatarios como los adquirentes de terrenos paguen mayores precios por las parcelas más feraces. Los antiguos economistas no acertaban a ver claro en estas materias únicamente por manejar el concepto tierra generalizándolo de manera incorrecta, sin parar mientes en su diferente calidad.

El mérito mayor de la teoría de la renta ricardiana estriba en haber advertido que la parcela marginal no produce renta. Comprendida esta verdad, ya sólo falta un paso para descubrir el principio subjetivo del valor. Cegados, sin embargo, por su concepto de los costes reales, ni los clásicos ni sus epígonos lograron dar ese último salto decisivo.

Si bien el concepto de renta diferencial puede encajarse en la teoría subjetiva del valor, aquella otra renta ricardiana, la renta residual, debe rechazarse por entero. Tal concepto residual presupone la existencia de costes reales y físicos, idea ésta totalmente inadmisible para la moderna teoría de la determinación de los precios de los factores de producción. No cuesta más el vino de Borgoña que el Chianti porque valgan más los viñedos borgoñones que los toscanos. El planteamiento es inverso. Puesto que la gente está dispuesta a pagar más por el borgoña que por el chianti, los viticultores no tienen inconveniente en satisfacer mayores precios por las tierras de Borgoña que por las de la Toscana.

En una perspectiva contable, el beneficio aparece como la parte remanente una vez pagados todos los costes de producción. En una economía de giro uniforme ese excedente de ingresos sobre costes no puede aparecer. Por el contrario, en una economía cambiante, la diferencia entre el precio obtenido por los artículos vendidos y la suma formada por el coste de todos los factores de producción empleados, más el interés correspondiente al capital manejado, puede ser tanto de signo positivo como negativo. En otras palabras: es posible el beneficio, pero también la pérdida. Las diferencias entre cobros y desembolsos surgen porque los precios varían durante el propio periodo de producción del artículo de que se trate. Quien, con mayor precisión que el resto, prevé la variación de precios y procede en consecuencia cosecha beneficios; por el contrario, quien no logra acomodar sus actividades empresariales a la futura disposición del mercado se ve castigado con pérdidas.

El defecto principal de la teoría ricardiana consiste en que pretende estudiar la distribución de todo lo producido por la nación. Ricardo, como los clásicos en general, no supo librar su pensamiento del fantasma mercantilista de la Volkswirtschaft. Los precios, en su opinión, dependen de la distribución del producto social. Es totalmente errónea la extendida opinión según la cual la economía ricardiana refleja la filosofía «típica de la clase media de los fabricantes ingleses de su época»[3]. A aquellos empresarios para nada les interesaba la producción global ni la distribución de la misma. Lo único que pretendían era obtener beneficios y evitar pérdidas.

Erraron los economistas clásicos al asignar a la tierra una posición peculiar en su esquema teórico. La tierra, en sentido económico, es sólo un factor más de producción, y las leyes que determinan el precio de la tierra son las mismas que determinan los precios de todos los demás factores de producción. Las peculiaridades de la doctrina económica referente a la tierra dependen únicamente de los datos en cuestión.

2. EL FACTOR TEMPORAL EN LA UTILIZACIÓN DE LA TIERRA

Nuestra ciencia, al analizar el concepto económico de tierra, comienza distinguiendo los factores originarios humanos de los no humanos. Comoquiera que, por lo general, para poder aprovechar y explotar estos factores de producción no humanos le es preciso al hombre disponer de cierta porción de la corteza terrestre, el análisis de esos factores suele incluirse en el estudio del factor tierra[4].

Es importante al estudiar la tierra desde el punto de vista económico, es decir, los factores originarios de producción no humanos, separar netamente el campo de la praxeología del de la cosmología. La cosmología puede proclamar la invariabilidad y permanencia de la masa y la energía. Dado el escaso influjo que el hombre ejerce sobre las circunstancias físicas del mundo, podemos asegurar que la naturaleza es indestructible e inmodificable o, mejor dicho, que resulta inmune a la capacidad destructiva del hombre.

La erosión terrestre (en el sentido más amplio del término) que podemos causar es ridícula comparada con la potencialidad de las fuerzas geológicas. Ignoramos si un día la evolución cósmica, dentro de millones de años, transformará lo que hoy son estepas y desiertos en fértiles vergeles y en estériles páramos las actuales selvas vírgenes. Precisamente porque nadie puede prever tales cambios ni atreverse a influir en los acontecimientos cósmicos capaces de producirlos, es inútil especular sobre ellos al tratar de los problemas de la acción humana[5].

Las ciencias naturales pueden afirmar que los factores naturales de producción aprovechados en la explotación forestal, la ganadería, la agricultura y en usos hidráulicos se reproducen por sí solos periódicamente. Es posible que, aun cuando nos propusiéramos destruir enteramente la capacidad productiva de la corteza terrestre, sólo lo lograríamos de un modo imperfecto y únicamente en reducidas zonas. Pero no es eso lo que el hombre considera cuando actúa. La periódica regeneración de la capacidad productiva de la tierra no influye sobre los sujetos actuantes de forma imperativa e invariable. Podemos explotar el suelo de modos muy diferentes; podemos reducir o incluso anular, durante cierto lapso temporal, la natural capacidad regenerativa del terreno en cuestión, teniendo que efectuar una desproporcionada inversión de capital y trabajo si se desea reponer rápidamente la primitiva feracidad. El hombre tiene que optar entre diferentes modos de explotar el suelo y son diferentes los efectos que causa cada uno de ellos sobre la conservación del terreno y la renovación de su capacidad productiva. El factor temporal en materia de caza, pesca, pastoreo, cría de ganado, cultivos agrarios, explotaciones forestales y aprovechamiento de aguas desempeña su papel como en cualquier otra rama productiva. Una vez más, vemos cómo el hombre se ve forzado a optar entre atender más pronto o más tarde sus necesidades. Reaparece el interés originario influyendo sobre el hombre en estas materias como en cualquier otra actividad humana.

Circunstancias institucionales pueden inducir a la gente a la más inmediata satisfacción de sus necesidades, desinteresándose de la futura provisión de las mismas. Cuando no existe la propiedad privada de las tierras y todo el mundo —o sólo determinado grupo de favorecidos, de hecho o por privilegios especiales— puede explotarlas en beneficio propio, nadie se preocupa del futuro aprovechamiento de los terrenos en cuestión. Otro tanto acontece cuando el propietario cree que va a ser en breve desposeído de sus tierras. En ambos supuestos, al sujeto sólo le interesa sacar el máximo provecho inmediato. Se despreocupa de las consecuencias futuras que su actuar puede provocar. El futuro deja de contar. La historia registra innumerables casos de destrucción, por estos motivos, de riquezas forestales, piscícolas y cinegéticas, así como de otros múltiples bienes naturales.

Desde el punto de vista físico, jamás puede decirse que la tierra se consuma como, por ejemplo, se consumen los bienes de capital. Los producidos factores de producción van, paulatinamente, inutilizándose a lo largo del proceso productivo, es decir, se van transformando en bienes diversos que, finalmente, serán consumidos por la gente. Para que no se desvanezca el ahorro y el capital acumulado, es necesario que, además de bienes de consumo, fabriquemos los bienes de capital necesarios para reponer los desgastados en el proceso productivo. En otro caso, estaríamos consumiendo bienes de capital. Sacrificaríamos el futuro al presente; viviríamos hoy en la opulencia, para estar mañana en la indigencia.

Ahora bien, se dice con frecuencia, no sucede lo mismo con la tierra. No puede ésta consumirse. Pero sólo en sentido geológico resulta admisible la afirmación. Tampoco desde tal punto de vista puede decirse que una máquina o un ferrocarril se consuman. El balasto de las explanaciones, el hierro y el acero de los carriles, los coches y las locomotoras, físicamente no se destruyen. Sólo en sentido praxeológico puede decirse que una herramienta, un ferrocarril, un horno metalúrgico se consume y desaparece. En tal sentido económico la capacidad productiva de la tierra también se desgasta. Esa capacidad productiva aparece, en las actividades forestales y agrícolas y en el aprovechamiento de las aguas, como factor específico de producción. El hombre, al explotar la capacidad productiva del suelo, como en cualquier otra rama de la producción, debe optar entre sistemas que de momento incrementan la producción, si bien perjudican la productividad futura, y otros cuya fecundidad inmediata es menor, pero, en cambio, no dañan la rentabilidad del futuro. Se puede forzar tanto la producción actual que la futura (por unidad de capital y trabajo invertido) se minimice o incluso se anule.

La capacidad devastadora del hombre tiene indudables límites. (Este poder destructivo puede ejercerse más ampliamente en materia forestal, cinegética o piscícola que en lo meramente agrario). Ello da lugar a que se pueda apreciar diferencia cuantitativa, aunque no cualitativa, entre el consumo de capital y el desgaste de la tierra por la intervención del hombre.

Ricardo calificaba los poderes de la tierra de «originarios e indestructibles»[6]. Sin embargo, la economía moderna debe sostener que carece de todo interés para el hombre, en lo que respecta a su valoración y apreciación, el que determinado factor sea originario o humanamente producido y que la indestructibilidad de la masa y la energía, sea cual fuere lo que ello signifique, no atribuye a la utilización de la tierra un carácter distinto del de las otras ramas de producción.

3. LA TIERRA SUBMARGINAL

Los servicios que una cierta parcela de terreno puede rendir durante un determinado periodo temporal son limitados. Si fueran ilimitados, la tierra dejaría de considerarse bien económico y factor de producción. La naturaleza, sin embargo, en este aspecto, ha sido tan pródiga con nosotros, hay tantas tierras sin cultivar, que puede decirse que sobra terreno. El hombre, por eso, sólo explota los campos de mayor productividad. Existen innumerables predios potenciales que la gente —bien sea por su limitada fecundidad, bien sea por su desfavorable ubicación— considera demasiado pobres para que valga la pena cultivarlos. La tierra marginal, es decir, la tierra más pobre que se cultiva, no produce, por tanto, renta en sentido ricardiano[7]. El terreno submarginal carecería por completo de valor si no fuera porque se prevé la posibilidad de su futuro aprovechamiento[8].

En la economía de mercado no hay mayor producción de artículos agrícolas porque escasea tanto el capital como el trabajo, no porque falte tierra cultivable. Si de pronto se pudiera incrementar la cantidad de terrenos disponibles —invariadas las restantes circunstancias— sólo se ampliaría la producción agraria en el caso de ser la feracidad de esos adicionales suelos superior a la de la tierra marginal a la sazón cultivada. Dicha producción, en cambio, aumentaría con cualquier incremento del capital o trabajo disponibles, siempre y cuando los consumidores no prefirieran dar a ese capital o a esa capacidad laboral adicional otro destino que permita atender mejor sus necesidades más urgentes[9].

Los minerales que el hombre tiene a su disposición también son limitados. Es cierto que algunas de dichas sustancias son fruto de diversos procesos naturales, de tal forma que todavía no se ha detenido la producción de las mismas. Pero la lentitud y la enorme duración de los procesos da lugar a que, por lo que atañe a la acción humana, tales efectos deban despreciarse. El hombre halla rigurosamente tasados los yacimientos minerales. No hay mina ni pozo petrolífero inagotable; numerosas explotaciones antes riquísimas se hallan totalmente exhaustas. Es posible que se descubran nuevos filones y se inventen procedimientos técnicos que permitan explotar veneros hoy inaprovechables. Podemos, igualmente, confiar en que las generaciones futuras, gracias al adelanto técnico, aprovecharán materias naturales que no sabemos hoy explotar. Esas posibilidades, sin embargo, para nada influyen en nuestras presentes actividades extractivas y de prospección. Nada hay en el mundo minero que otorgue a las correspondientes actuaciones una condición cataláctica distinta de la restante acción humana. Para nuestra ciencia son sólo diferencias adjetivas y puramente accidentales las que presentan las tierras explotadas con fines agrícolas y las aprovechadas en labores mineras.

Aun cuando en realidad son limitadas nuestras disponibilidades y se puede valorar teóricamente la posibilidad de que un día los yacimientos minerales se agoten totalmente, el hombre, al actuar, no procede como si los mismos estuvieran rígidamente limitados. Sabemos que hay filones y pozos que van a terminarse; pero no nos preocupa ese alejado e incierto día futuro en que las materias minerales que nos interesan habrán sido enteramente consumidas. Las existencias, hoy por hoy, son tan enormes que el hombre no llega a aprovechar depósitos perfectamente conocidos en aquel grado que sus conocimientos técnicos le permitirían. Las minas se explotan tan sólo mientras no haya otros cometidos más urgentes a los que se pueda destinar el capital y el trabajo. Existen, por tanto, minas submarginales sin explotar. La producción en las que se explotan está condicionada por la relación que en cada caso pueda darse entre el precio de los minerales obtenidos y el de los factores de producción no específicos que sea preciso invertir.

4. LA TIERRA COMO LUGAR DE UBICACIÓN

El que parte de la tierra existente se dedique a situar en ella viviendas, industrias y medios de comunicación viene a restringir la cantidad de terreno dedicado a otros empleos.

No es preciso que nos refiramos aquí al lugar especial que las antiguas teorías atribuían a la renta urbana. Nada tiene de particular que la gente esté dispuesta a pagar mejores precios por terrenos que consideran más adecuados para ubicar inmuebles que por otros subjetivamente menos atractivos para los interesados. Es lógico y natural que el hombre, para situar talleres, almacenes y estaciones ferroviarias, prefiera aquellos lugares que permitan reducir el coste de transporte y que, por consiguiente, la gente esté dispuesta a pagar mayores precios por aquellos terrenos en consonancia con las economías esperadas.

La tierra también se emplea a veces para jardines, para parques y para la contemplación de la majestad y esplendor de los paisajes naturales. Al difundirse ese amor a la naturaleza, tan típico de la mentalidad «burguesa», se ha acrecentado enormemente la demanda de terrenos. Por parcelas antes consideradas estériles e inaprovechables situadas entre riscos y veneros se pagan hoy elevados precios, pues permiten al hombre moderno disfrutar de exquisitos placeres de orden contemplativo.

El acceso a tales fragosos lugares se ha considerado siempre libre. Sus propietarios, aunque sean personas particulares, por lo general, no pueden prohibir el paso a turistas y montañeros ni cobrar por la entrada precio ni merced alguna. Quienquiera llega a tales parajes puede disfrutar su grandeza, resultándole, en este sentido, como cosa propia. El nominal propietario no deriva beneficio alguno del placer que sus terrenos proporcionan al visitante. Pero como no por ello dejan los lugares en cuestión de procurar satisfacciones al hombre, los mismos tienen valor económico. Estamos, más bien, ante precios sobre los que pesa una específica servidumbre que permite a todo el mundo entrar en ellos e incluso instalarse. La servidumbre en cuestión, al no poderse dedicar esos terrenos a ningún otro cometido, viene a absorber toda la utilidad que producen y que el propietario podría cobrar. Esa situación legal, por cuanto el uso contemplativo no consume ni desgasta los peñascos y ventisqueros en cuestión, ni exige tal disfrute la inversión de capital o trabajo, no ha provocado las consecuencias a que semejantes situaciones dieron siempre lugar en materia de caza, pesca y aprovechamientos forestales.

Cuando existen, en las proximidades de tales lugares, limitadas áreas idóneas para la instalación de albergues, hoteles y medios de transporte (funiculares, por ejemplo), los propietarios de dichas parcelas, precisamente por su escasez, pueden venderlas o arrendarlas a precios más elevados de los que en otros caso podrían exigir, lucrándose entonces con parte de ese beneficio que el libre acceso concede al visitante. Bajo cualquier otro supuesto, el turista goza gratuitamente de estas ventajas.

5. EL PRECIO DE LA TIERRA

En la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme, la compraventa de los específicos servicios que los terrenos pueden proporcionar en nada se diferencia de la compraventa de los servicios de los restantes factores de producción. El precio de todo factor de producción depende de los futuros servicios y ventajas que el mismo se espera reportará, descontada la preferencia temporal. La tierra marginal (y, desde luego, la submarginal) no cotiza precio alguno. Por los suelos rentables (es decir, aquéllos que por unidad de inversión producen más que los marginales) se pagan precios proporcionales a su superioridad productiva. Tal precio equivale a la suma de todas las rentas futuras, descontada cada una de éstas con arreglo al tipo del interés originario[10].

Bajo una economía de mercado, por el contrario, la gente, al comprar y vender, pondera las variaciones que el precio de esos servicios pueda registrar en el futuro. Los interesados, desde luego, a veces se equivocan en tales previsiones; pero ése es problema de otra índole. Hacen cuanto pueden por predecir acertadamente una serie de eventos futuros que, de producirse, alterarían las circunstancias del mercado, procediendo de conformidad con tales previsiones. Cuando se supone que la rentabilidad neta de un cierto terreno va a incrementarse, el precio de mercado se eleva por encima de aquella cifra que en otro caso habría registrado. Eso es precisamente lo que acontece con los terrenos suburbanos próximos a ciudades en proceso de crecimiento; otro tanto sucede con los bosques y tierras labrantías, allí donde se prevé que determinados grupos de presión harán que se eleve el precio de la madera o de los productos agrícolas. Cuando, por el contrario, la gente cree que va a disminuir o incluso desaparecer la rentabilidad en determinadas zonas, bajan sus precios. Suele hablarse de la «capitalización» de la renta; pero entonces resalta la notoria disparidad de los tipos de capitalización, los cuales varían según la clase de terreno o de las parcelas de que se trate. Esta terminología puede inducir a confusión al falsear el verdadero proceso subyacente.

Compradores y vendedores reaccionan ante las cargas fiscales, como lo hacen ante cualquier otro evento que pueda reducir la rentabilidad neta del terreno de que se trate. Los impuestos reducen los precios de mercado proporcionalmente a la prevista cuantía futura de la carga tributaria. Todo nuevo gravamen fiscal (salvo que se suponga que será pronto derogado) hace descender el precio de mercado de los terrenos afectados. Estamos ante el fenómeno que la teoría tributaria denomina «amortización» del impuesto.

A la posesión de tierras y de fincas acompaña, en muchos países, señalado prestigio político o social. Tales circunstancias también influyen en sus precios.

El mito del suelo

Suelen las personas sensibleras vituperar la teoría económica de la tierra por su utilitaria estrechez de miras. Los economistas, dicen, contemplan el viejo terruño con los ojos del frío especulador; envilecen valores eternos traduciéndolos a meras cifras. La antigua gleba no puede considerarse como mero factor de producción. Estamos ante la fuente inagotable de donde brota la energía y hasta la propia vida humana. La agricultura jamás debe encasillarse como una subdivisión más de las actividades productivas. Es, por el contrario, el oficio natural y honroso por excelencia; la ocupación obligada de quien desea llevar una vida recta y en verdad humana. No puede valorarse el campo a la luz mezquina de la rentabilidad que el mismo puede producir. El suelo no sólo nos da el pan que fortalece nuestro cuerpo; genera, además, la energía espiritual y moral que sirve de fundamento a nuestra civilización. Las grandes urbes, la industria y el comercio son frutos inmorales y decadentes; su existencia es parasitaria; consumen y destrozan aquello que el campesino incansablemente reproduce.

Cuando hace miles de años las primitivas tribus de cazadores y pescadores se asentaron y comenzaron a cultivar la tierra, nadie se entregaba a tan románticas ensoñaciones. Pero si hubieran existido mentes así, habrían indudablemente ensalzado la caza, denigrando el cultivo agrario como producto éste de la decadencia. En tal caso, habría sido despreciado el labriego al deshonrar con su arado tierras destinadas por los dioses a inmarcesible reserva cinegética, que quedaba ahora rebajada a vil instrumento de producción.

La tierra, hasta el romanticismo, se consideró por todos simplemente como un objeto que incrementa el bienestar material de la gente, un medio más para atender las necesidades humanas. Nuestros antepasados, mediante diversos ritos y fórmulas mágicas, lo único que pretendían era incrementar la feracidad del suelo y aumentar su rendimiento. No buscaban ninguna unio mystica con misteriosas fuerzas y energías de la tierra. Querían, exclusivamente, ampliar y mejorar las cosechas. Recurrían a exorcismos y conjuros por suponer que tal era la mejor manera de alcanzar el fin apetecido. Sus absurdos descendientes se equivocaron al interpretar tales ceremonias como ritos «idealistas». El campesino auténtico jamás profiere admirativas sandeces acerca de los campos y de sus supuestos poderes. La tierra es para él un factor de producción, nunca causa de sentimentales emociones. Quiere ampliar la extensión de sus posesiones únicamente en el deseo de incrementar sus rentas y elevar el propio nivel de vida. Los agricultores, sin sufrir congojas morales de ningún género, compran y venden terrenos según más les conviene e, incluso, cuando les hace falta, los hipotecan; ofrecen después en el mercado sus productos y airados se revuelven contra todo si los precios conseguidos no les resultan tan remuneradores como ellos quisieran.

La población rural jamás sintió el amor a la naturaleza ni apreció sus bellezas. Tales emociones arribaron al campo procedentes de la ciudad. Fueron los habitantes de la urbe quienes comenzaron a ver el campo como naturaleza, mientras que los campesinos lo valoraron sólo desde el punto de vista de su productividad en cosechas, piensos, maderas y caza. Las cimas y los glaciares alpinos jamás atrajeron a los indígenas. Variaron estos últimos de criterio sólo cuando gentes ciudadanas empezaron a escalar los picachos, inundando de rubia moneda aquellos valles antes tan despreciados. Los primeros montañeros y esquiadores eran objeto de mofa y burla por parte de la población alpina, que cambió, sin embargo, de actitud cuando advirtió el lucro que cabía derivar de aquellos excéntricos caballeros.

No fueron, desde luego, pastores de ganados, sino refinados aristócratas y delicados vates, quienes ingeniaron la poesía bucólica y pastoril. Dafnis y Cloe son personajes creados por la imaginación de gente bien acomodada. El mito de la tierra es una fantasmagoría análoga sin relación alguna con la realidad agraria. No brotó del musgo de los bosques ni del humus de los campos, sino del asfalto ciudadano y de las alfombras urbanas. Los campesinos se sirven de ello porque lo consideran un medio práctico para obtener privilegios políticos que permiten encarecer las tierras y sus productos.