El hombre se somete a la fatiga del trabajo, es decir, renuncia al ocio, por distintas razones.
Trabaja a veces para dar fuerza, vigor y agilidad a su mente o cuerpo. La fatiga no es un precio que se pague por la consecución del resultado, pues es precisamente lo que el sujeto busca. Los ejemplos más típicos de esta clase de actividad nos los brinda, de un lado, el deporte puro, cuando se practica sin perseguir la recompensa material o el aplauso popular, y, de otro, la búsqueda de la verdad y del saber en sí, o sea, no por mejorar la propia capacidad o habilidad en cometidos orientados hacia otros objetivos personales[1].
Tal vez se someta el hombre a la fatiga laboral por servir a Dios. Renuncia al descanso para agradar al Señor; le recompensa pensar que disfrutará un día de la felicidad eterna, mientras en este mundo le gratifica saber que está cumpliendo fielmente sus obligaciones religiosas. (En el caso de que el sujeto sirva a Dios con miras a conquistar bienes terrenos —el pan cotidiano, el triunfo en los negocios—, su conducta no se diferencia sustancialmente de la de quienes buscan a través del trabajo gratificaciones mundanas. El que la filosofía del actor sea o no correcta y el que sus previsiones lleguen o no a materializarse carece de importancia en relación con la conceptuación cataláctica que tal modo de actuar merece)[2].
Puede también trabajar para evitar otros males mayores. Puede, en efecto, trabajar para olvidar, para eludir tristes pensamientos, para no aburrirse; el trabajo es entonces como una refinada forma de juego. Tan depurada distracción no debe confundirse con los pasatiempos infantiles en que los niños buscan exclusivamente su propio deleite. (Incluso en los juegos infantiles cabe distinguir clases. Los niños son lo suficientemente complicados como para inventar también complejas diversiones).
Finalmente, puede trabajar porque valore en más el fruto del trabajo que el placer del ocio, del no someterse a la fatiga laboral.
El trabajo al que se refieren los apartados 1, 2 y 3 se realiza porque la fatiga del trabajo en sí satisface, independientemente del fruto generado. El interesado lucha y se esfuerza no por alcanzar determinado premio al final de la etapa, sino porque el mero hecho de cubrirla le gratifica. El montañero no quiere simplemente alcanzar la cúspide; quiere escalarla. Rechaza el funicular; aunque en él llegaría arriba más pronto, con menor esfuerzo e incluso —habida cuenta de lo que el necesario guía le cobrará— por menos dinero. El cansancio de la ascensión, por sí mismo, no le satisface; es trabajo fatigoso. El superar tal fatiga es lo que le gratifica. Una ascensión de mayor comodidad no le agradaría más, sino menos.
Podemos calificar de introversivo el trabajo de los apartados 1, 2 y 3 y de extroversivo el descrito bajo el apartado 4. Hay casos en que un trabajo introversivo —como subproducto, podríamos decir— provoca efectos por conseguir los cuales otras personas se someten a la fatiga laboral. Hay personas devotas que, sin esperar más premio que el celestial, cuidan enfermos; quien, sólo por alcanzar la verdad, estudia e investiga, y tal vez incidentalmente descubra algo útil. Estos supuestos de trabajo introversivo pueden influir en el mercado laboral. A la cataláctica, sin embargo, por lo general, sólo le interesa el trabajo extroversivo.
Los problemas psicológicos que el trabajo introversivo suscita carecen de relevancia cataláctica. Desde el punto de vista económico, el trabajo introversivo debe estimarse mero consumo. Su ejecución, por lo general, exige no sólo la intervención activa de los interesados, sino además el gasto de factores materiales de producción y aportación laboral extroversiva, es decir, no por sí misma gratificadora, de terceras personas a quienes por ello se paga el correspondiente salario. La actividad religiosa requiere disponer de inmuebles y útiles diversos; el deporte exige campos y aparatos, instructores y preparadores. Todo ello pertenece al mundo del consumo.
Sólo el trabajo extroversivo, el trabajo no inmediatamente gratificante es tema de la disquisición cataláctica. La nota característica de dicha actividad laboral es que se practica para conseguir un fin ajeno al propio trabajo, a la fatiga que el mismo provoca. La gente trabaja porque aprecia el fruto de su labor. El trabajo en sí fatiga. Pero al margen de esta fatiga, que es desagradable y que por sí sola haría que el hombre trabajase lo menos posible, aun cuando su capacidad laboral fuera ilimitada y le permitiera trabajar sin límite, al ejecutar determinados trabajos se producen particulares fenómenos emocionales y el interesado experimenta alegría o fastidio.
Estas sensaciones nada tienen que ver con la fatiga laboral. La alegría del trabajo no puede aliviar ni suprimir la fatiga que produce ni debe confundirse con la inmediata gratificación que ciertos trabajos producen. Es un fenómeno concomitante que procede de la retribución mediata del trabajo, el producto o recompensa, o bien de alguna otra circunstancia accesoria.
La gente no se somete a la fatiga del trabajo por el gozo que pueda acompañarle, sino por la retribución mediata. De hecho el gozo del trabajo presupone para la mayoría de la gente la fatiga o desutilidad del trabajo en cuestión.
La alegría del trabajo brota de lo siguiente:
1. De prever la mediata recompensa que el trabajo tendrá; de anticipar mentalmente el disfrute de su fruto o rendimiento. El trabajo es un medio que permite al actor conseguir determinado objetivo; por eso éste se alegra al contemplar cómo progresa la labor aproximándose el momento de alcanzar la meta ambicionada. Su alegría es avance de la que después le proporcionará el fruto de su trabajo. Dicha alegría, en una organización social, toma cuerpo en la satisfacción que el sujeto siente al pensar que ocupa un determinado puesto en la distribución social de las funciones productivas, observando cómo los demás aprecian sus servicios adquiriendo sus producciones o retribuyendo sus prestaciones. Complace al trabajador ese respeto ajeno y el saber que mantiene a los suyos sin depender de la caridad de nadie.
2. Del placer que al actor le produce la contemplación de su obra. No se trata de una satisfacción pasiva, como la puede experimentar quien contempla la creación ajena. Enorgullece al interesado el pensar: soy capaz de realizar con mi trabajo personal obras de esta categoría.
3. De ver completada la labor. El sujeto siente el placer de haber superado con éxito las dificultades y enojos de la tarea. Le alegra haberse quitado de encima una faena difícil, desagradable y penosa, quedando momentáneamente liberado de la fatiga laboral. Se regocija al pensar: «terminé».
4. De la gratificación que específicos trabajos proporcionan a determinadas apetencias. Existen tareas que, por ejemplo, producen satisfacciones eróticas, conscientes o inconscientes. Las correspondientes inclinaciones pueden ser normales y también morbosas. Hay labores que permiten a fetichistas, homosexuales, sádicos y otros satisfacer sus particulares proclividades. En consecuencia, tales trabajos les resultan especialmente gratos. A veces se ocultan también crueles y sanguinarias predisposiciones tras máscaras profesionales.
Es muy distinta la capacidad de los diversos tipos de trabajo para provocar la alegría que nos ocupa. Las gratificaciones a que aluden los párrafos 1 y 3 pueden ser más uniformemente sentidas que la gratificación a que se refiere el apartado 2. Más excepcionales, naturalmente, son las del párrafo 4.
La alegría del trabajo puede estar totalmente ausente. Los factores físicos pueden eliminarla del todo. Pero también es posible incrementarla de modo deliberado.
Los buenos conocedores del alma humana han sabido siempre acrecentar la alegría del trabajo. Así se explican gran parte de los triunfos alcanzados por caudillos y militares con tropas mercenarias. Facilitaba su labor el hecho de que la profesión de las armas resulta especialmente idónea para provocar las satisfacciones del párrafo 4. Tales alegrías, sin embargo, no las experimenta exclusivamente el militar leal. Puede igualmente disfrutarlas aquél que deja a su capitán en la estacada, pasándose al bando enemigo. Por eso, los jefes de mercenarios se cuidaron siempre de promover especialmente en sus tropas la fidelidad, el esprit de corps, al objeto de inmunizarlas contra la tentación de desertar. Hubo también, desde luego, adalides que para nada se preocuparon de cosas tan intangibles. En los ejércitos y las flotas guerreras del siglo XVIII se recurría a los más bárbaros castigos para asegurar la disciplina y evitar las huidas y traiciones.
El industrialismo moderno no se interesó específicamente por incrementar la alegría del trabajo. Le bastaba el enorme progreso material que proporcionaba a los trabajadores en su calidad tanto de asalariados como de consumidores. No parecía en verdad necesario conceder especiales atractivos cuando los obreros acudían en tropel a las fábricas y se desplazaban en masa hacia las zonas industriales. Eran tan evidentes los beneficios que la organización capitalista deparaba a los de menores medios que ningún empresario estimó necesario encandilar a los obreros con arengas procapitalistas. El capitalismo produce en masa para atender las necesidades de las masas. Los compradores de las mercancías producidas son, en su mayoría, las propias gentes que las producen como asalariados. El empresario, a través del continuo aumento de las ventas, constata la ininterrumpida elevación del nivel de vida del proletariado. No se preocupa de lo que puedan pensar sus trabajadores. Prefiere servirles devotamente en tanto consumidores. Incluso hoy, frente a la más persistente y fanática propaganda anticapitalista, apenas existe una contrapropaganda.
Esta propaganda anticapitalista es un plan sistemático para sustituir la alegría del trabajo por el tedio. La alegría de los apartados 1 y 2 depende hasta cierto punto de factores ideológicos; enorgullece al trabajador el puesto que ocupa en la sociedad y su activa contribución al esfuerzo común. Pero cuando tal actitud mental se desprestigia conscientemente, aireando ante el obrero que no es sino una desamparada víctima de explotadores sin entrañas, se destruye la alegría del trabajador y se la reemplaza por fastidio y tedio.
Ninguna ideología, por mucho que se pregone y propague, es capaz de suprimir la fatiga del trabajo. Es imposible anularla ni aminorarla por medio de la persuasión o la sugestión. Tampoco pueden incrementarla palabras y doctrinas. La fatiga laboral es una realidad insoslayable. El libre y espontáneo ejercicio de las propias energías es siempre más grato que el dedicarlas consciente y decididamente a la consecución de determinado objetivo. Incluso quien, con la más austera voluntad de sacrificio, se entrega en cuerpo y alma a un trabajo siente la fatiga del mismo. Aun cuando experimente la alegría a que se refiere el apartado 3, no por ello dejará de hacer cuanto esté en su mano por reducir el trabajo en cuanto no se perturbe la gratificación esperada.
Sin embargo, la alegría de los apartados 1 y 2, e incluso a veces la del 3, puede ser eliminada y sustituida por el fastidio a causa de influencias ideológicas. El trabajador a quien se ha logrado convencer de que trabaja, no porque subjetivamente valora en más la retribución convenida que el placer del ocio, sino porque le ha sido impuesto coactivamente el trabajo en el marco de una injusta organización social, no puede menos de odiar su tarea. Ofuscado por esa propaganda socialista, olvida que la desutilidad del trabajo es una realidad inexorable que ningún método de organización social puede suprimir. Es víctima de la falacia marxista según la cual en la sociedad socialista el trabajo no produce fatiga sino placer[3].
El hecho de que el tedio sustituya a la alegría del trabajo no afecta ni a la desutilidad del trabajo ni al producto del mismo. Ni la demanda ni la oferta de trabajo experimentan cambio alguno. La gente no trabaja por esa alegría, sino por la recompensa mediata que el trabajo proporciona. Lo único que cambia es la postura emocional del trabajador. Su trabajo, su posición en la división social del trabajo, sus relaciones con los demás miembros de la sociedad y con la sociedad en su conjunto se le presentan en una nueva perspectiva. Se considera víctima indefensa de un sistema injusto y absurdo. Se vuelve malhumorado, criticón e inestable, fácil presa de lunáticos y charlatanes. Cuando la gente aborda con jovial impulso la tarea diaria y sabe superar desenfadadamente la fatiga del trabajo, respira optimismo, siente simpatía por los demás y ve reforzada su energía y capacidad vital. En cambio, la sensación de tedio en el trabajo hace a la gente displicente y neurótica. Una comunidad en la que prevalezca el tedio en el trabajo es un conjunto de individuos descontentos, enojados y porfiadores.
Sin embargo, tanto la alegría como el tedio en el trabajo son circunstancias meramente accidentales en relación con los motivos que inducen al hombre a someterse a la fatiga que el trabajo produce. Nadie trabaja por la mera alegría de la tarea. Ni esta alegría puede sustituir la mediata recompensa que del trabajo se espera. La única forma de inducir a un hombre a trabajar más y mejor es incrementar dicha recompensa. El cebo de la alegría carece a estos efectos de eficacia. Así lo advirtieron los dictadores de la Rusia soviética, la Alemania nazi y la Italia fascista cuando pretendieron conceder a esa alegría una función específica en su sistema de producción.
Ni la alegría ni el fastidio del trabajo influyen en la cantidad de la oferta del mismo. Ello es evidente si suponemos que estos sentimientos se hallan presentes con la misma intensidad en toda clase de trabajo. Pero también es cierto respecto a la alegría y el fastidio que se hallan condicionados por las especiales características del trabajo en cuestión o por la particular personalidad del trabajador. Consideremos, por ejemplo, la alegría del apartado 4. El afán de ciertas personas por ocupar puestos que les permitan disfrutar de estas satisfacciones provoca una tendencia a la baja en los correspondientes salarios. Esta rebaja induce, como es natural, a que quienes no se ven atraídos por esos dudosos placeres prefieran otras ocupaciones mejor retribuidas. Y este segundo impulso viene a anular los efectos del primero.
La alegría y el fastidio del trabajo son fenómenos psicológicos que para nada influyen en la valoración subjetiva de la fatiga laboral por el interesado, en el valor que se concede a la mediata recompensa de la labor, ni en el precio con que el mercado retribuye cada tarea.
El trabajo es un factor de producción escaso. Como tal factor de producción se compra y se vende en el mercado. El precio del trabajo queda comprendido en el precio del producto o servicio si es el propio trabajador quien vende el producto o servicio. Cuando, en cambio, lo que se compra es trabajo puro, ya sea por un empresario dedicado a producir para el mercado o por un consumidor que desea consumir el fruto obtenido, denominamos salario a la cantidad pagada por tal contribución laboral.
Para el hombre que actúa, el propio trabajo no es sólo un factor de producción, sino también causa de fatiga y de desgaste; al valorar el trabajo personal, el sujeto no sólo pondera la recompensa mediata que obtendrá, sino también la fatiga que aquél habrá de producirle. Para él, como para todo el mundo, el trabajo ajeno que acude al mercado no es más que factor de producción. El hombre opera con la capacidad laboral ajena exactamente igual que con todos los demás escasos factores de producción. Valora, en definitiva, la aportación laboral con el mismo criterio que los restantes bienes económicos. El precio del trabajo se determina en el mercado del mismo modo que se fijan los precios de las mercancías. En este sentido, podemos afirmar que el trabajo es una mercancía más. Carecen de importancia las asociaciones emocionales que, bajo la influencia marxista, pueda suscitar este término en algunos. Baste señalar que el patrono, ante el trabajo y ante las restantes mercancías, no puede sino adoptar la misma postura, pues son los consumidores los que así le obligan a proceder.
No se puede hablar de trabajo y de salarios en general sin establecer las oportunas distinciones. No existe una clase uniforme de trabajo o un tipo general de salario. El trabajo es muy diferente en calidad y cada forma de trabajo rinde servicios específicos. Cada trabajo se valora como factor complementario de producción que permite obtener determinados bienes y servicios. No existe, por ejemplo, relación directa entre el valor atribuido a la labor del cirujano y el otorgado a la del estibador. Pero indirectamente cada sector mercantil está relacionado con todos los demás. Por grande que fuera la demanda de cirujanos, no se lanzarían los estibadores en masa a practicar la cirugía. En todo caso, las fronteras entre las diversas zonas del mercado laboral no son insalvables. Prevalece una permanente tendencia de los trabajadores a pasar de unas ramas productivas a otras similares si las circunstancias en estas últimas les parecen más agradables. De ahí que toda variación de la demanda de determinado trabajo acabe influyendo en los restantes sectores laborales. Todas las actividades productivas compiten indirectamente entre sí por el trabajo. Si aumenta el número de médicos, se reduce el de quienes trabajan en otras profesiones semejantes, y el vacío que éstos dejan lo vienen a ocupar trabajadores de otros sectores, y así sucesivamente. En este sentido, todos los grupos ocupacionales se hallan relacionados entre sí por más diferentes que sean las exigencias en cada uno de ellos. Una vez más comprobamos cómo la diversidad en la cualidad del trabajo que se precisa para satisfacer nuestras necesidades es mayor que la diversidad de las habilidades innatas del hombre para realizarlo[4].
Existe conexión no sólo entre los distintos tipos de trabajo y los precios que por ellos se pagan, sino además entre el trabajo, de un lado, y los factores materiales de producción, de otro. El trabajo, dentro de ciertos límites, puede ser reemplazado por factores materiales de producción, y viceversa. El que tales sustituciones se practiquen depende de los respectivos precios de los diversos trabajos y medios de producción.
Los salarios —al igual que los precios de los factores materiales de producción— sólo puede fijarlos el mercado. No existen salarios fuera del mercado, como tampoco hay precios en ausencia del mismo. Con el trabajo, allí donde existen salarios, se opera igual que con los factores materiales de producción, comprándose y vendiéndose tanto aquél como éstos. Denominamos mercado laboral a aquel sector del mercado de los bienes de producción en el que se contrata el trabajo. El mercado laboral, al igual que todos los demás mercados, lo activan los empresarios deseosos de obtener beneficio. Cada empresario procura adquirir al precio más barato posible los tipos de trabajo que precisa. Sin embargo, el salario que ofrece tiene que ser lo suficientemente elevado para atraer al trabajador que le interese separándole de la solicitación de los demás empresarios que igualmente pretenden contratar sus servicios. El límite máximo del salario se halla prefijado por el precio a que el empresario piensa que podrá vender la mayor cantidad de mercancías producida gracias al nuevo trabajador contratado. El límite mínimo lo determinan las ofertas de los restantes empresarios, también deseosos de obtener el mayor lucro posible. A esta concatenación de circunstancias es a la que los economistas se refieren cuando afirman que la cuantía de cada salario depende de la cuantía de la oferta de trabajo y de factores materiales de producción, de un lado, y, de otro, del futuro precio previsto para los bienes de consumo.
Esta explicación cataláctica de la determinación de los salarios ha sido objeto de los más apasionados ataques, carentes, sin embargo, de toda base. Se ha dicho que la demanda de trabajo está monopolizada. La mayor parte de quienes sostienen esta doctrina piensan haber demostrado suficientemente su tesis con la simple referencia a una observación incidental de Adam Smith respecto a «una especie de tácito pero constante acuerdo» entre los patronos para mantener bajos los salarios[5]. Otros hablan vagamente de posibles asociaciones patronales. La vaciedad de todo ello es manifiesta. Pero comoquiera que esas confusas ideas son el principal fundamento ideológico en que se basan la acción sindical y la política laboral, es preciso analizarlas con la debida atención.
Los empresarios se encuentran frente a quienes enajenan su capacidad laboral en la misma posición que ante los vendedores de los factores materiales de producción. Desean adquirir los factores de producción que precisan al precio más barato posible. Pero en el caso de que algunos empresarios, ciertos grupos de empresarios o todos ellos, en su afán de reducir los costes, ofrecieran por los factores de producción precios o salarios excesivamente bajos, es decir, disconformes con la efectiva estructura del mercado, únicamente podrían adquirir esos factores si mediante barreras institucionales se cerrara el acceso al estamento empresarial. Mientras no se impida la libre aparición de nuevos empresarios, ni se obstaculice la ampliación de las actividades de aquéllos que ya operan como tales, toda rebaja de los precios de los factores de producción que no concuerde con la efectiva disposición del mercado brinda a cualquiera oportunidades de lucro. Aparecen de inmediato gentes que se aprovechan en beneficio propio de esa diferencia entre los salarios ofrecidos por el empresario y la productividad marginal del trabajador. Tales personas, al pujar y competir entre sí por dicha capacidad laboral, encarecen los salarios y hacen que se adapten a la productividad marginal. De ahí que aunque existiera el tácito acuerdo de empresarios a que se refiere Adam Smith, para lograr una reducción efectiva de los salarios por debajo del nivel del mercado competitivo sería preciso que el acceso a la condición empresarial exigiese no sólo inteligencia y capital (este último siempre disponible para los proyectos que prometen mayor rentabilidad), sino además determinado título institucional, una patente o licencia, concedida discrecionalmente a ciertos privilegiados.
Se ha dicho que el trabajador tiene que vender su trabajo a cualquier precio, por bajo que sea, puesto que depende exclusivamente de su renta laboral. No puede esperar y tiene que conformarse con lo que el patrono quiera darle. Esa inherente debilidad de la postura de los asalariados facilita la asociación de los de arriba, quienes sin dificultad logran, así, reducir las retribuciones laborales. Los patronos pueden cómodamente aguardar, pues no precisan de los servicios laborales tan acuciantemente como los trabajadores necesitan comer. El argumento es falso. Supone que los empresarios se apropian de la diferencia entre el salario correspondiente a la productividad marginal del trabajo de que se trate y ese otro más bajo impuesto coactivamente, como si se tratara de un mero beneficio de monopolio, dejando de transferir ese beneficio a los consumidores mediante la reducción de los precios. Es evidente que si los empresarios redujeran sus precios en la medida en que disminuyen sus costes de producción, en su calidad de empresarios y vendedores de sus mercancías no obtendrían ventaja alguna de la baja de los salarios. La ganancia pasaría íntegra a los consumidores y, por ende, a los asalariados en cuanto consumidores; los empresarios sólo se beneficiarían en cuanto consumidores. Por el contrario, para retener el beneficio extra resultante de la «explotación» del obrero a causa de su débil poder de contratación, los empresarios deberían ponerse de acuerdo y actuar todos de consuno en cuanto vendedores de sus productos. Tendrían que implantar un monopolio universal que comprendiera todas las actividades productoras, monopolio que sólo se puede crear mediante la restricción institucional al acceso a la acción empresarial.
Lo importante en esta materia es que esa monopolística asociación de patronos de la que hablan Adam Smith y la opinión pública en general sería un evidente monopolio de demanda. Pero ya hemos visto que el monopolio de demanda no puede darse y que los que erróneamente se denominan así son en realidad monopolios de oferta especiales. De ahí que los empresarios, aunque se pusieran de acuerdo y actuaran de consuno, sólo podrían rebajar efectivamente los salarios si además controlaran determinado factor necesario en toda producción y, en típica actuación monopolística, restringieran el uso y aprovechamiento de dicho factor. Comoquiera que no hay ningún factor natural cuya intervención sea precisa en todas las producciones, tendrían que monopolizar todos los factores materiales de producción existentes. Ello sólo es posible bajo una organización socialista, sin mercado, sin precios y sin salarios.
Los propietarios de los factores de producción, es decir, los capitalistas y los terratenientes, tampoco podrían formar un cartel universal en perjuicio de los trabajadores. La nota característica de las actividades productivas en el pasado y en el futuro previsible es que escasea mucho más el trabajo que la mayoría de los factores naturales de producción. Esa comparativamente mayor escasez del trabajo determina la amplitud en que pueden utilizarse los comparativamente más abundantes factores naturales o primarios. Hay tierras sin cultivar, minas sin explotar y riquezas naturales sin aprovechar porque no se dispone de suficiente fuerza laboral. Si los propietarios de las tierras que actualmente se cultivan formaran entre sí un cartel buscando ganancias monopolísticas, sus planes se vendrían abajo por la competencia de los propietarios de las tierras hoy submarginales. Por su parte, los dueños de los anteriormente producidos factores de producción tampoco podrían formar un cartel sin la cooperación de los propietarios de los factores primarios.
Otras objeciones se han formulado contra esa supuesta explotación monopolística del obrero mediante tácita o abierta asociación de los patronos. Se ha demostrado que en ninguna época ni en ningún lugar en que haya existido una economía de mercado no interferida ha podido constatarse la existencia de semejantes carteles. También se ha demostrado no ser cierto que el asalariado no pueda esperar y que por ello se vea obligado a aceptar cualquier salario por bajo que sea. El obrero no se muere de hambre si transitoriamente deja de trabajar, sino que cuenta con reservas que le permiten aguardar. Prueba palpable de ello es que en la práctica deja de trabajar hasta que mejoran las condiciones. Tal espera puede también ser desastrosa para los empresarios y capitalistas afectados. Gravemente se perjudican éstos cuando dejan de utilizar sus capitales. Así, pues, por ninguna parte aparece esa supuesta «ventaja empresarial» e «inferioridad obrera» en la contratación laboral[6].
Pero estas consideraciones son secundarias y accidentales. El hecho básico es que ni existe hoy ni jamás podrá darse un monopolio de demanda de trabajo bajo un mercado libre. Este fenómeno sólo podría darse como resultado de obstáculos institucionales que entorpecieran el acceso a la condición empresarial.
Sobre otro punto debemos aún insistir. La doctrina de la manipulación monopolística de los salarios por parte de los empleadores se refiere al trabajo como si fuera una realidad uniforme. Maneja conceptos tales como demanda de «trabajo en general» y oferta de «trabajo en general». Pero estas expresiones, como ya hemos observado, son inexactas. Lo que en el mercado se compra y se vende no es «trabajo en general», sino determinadas contribuciones laborales capaces de provocar efectos concretos. Cada empresario busca aquellos trabajadores que precisamente puedan desempeñar las precisas funciones que exige la realización de sus proyectos. Debe sacar a esos trabajadores especializados de los puestos que ahora ocupan. Para ello no tiene más remedio que ofrecerles mejores retribuciones. Toda innovación que el empresario quiera implantar —producir un nuevo artículo, imponer un nuevo sistema, mejorar la ubicación de cierta producción o, simplemente, ampliar la capacidad ya existente en su propia empresa o en otras empresas— precisa contratar trabajadores hasta entonces ocupados en otras tareas. Los empresarios no se enfrentan con escasez de «trabajo en general», sino con penuria de trabajadores idóneos para realizar específicas operaciones. La competencia que entre los patronos se plantea por conseguir la mano de obra apropiada no es menos dura que la que entre ellos se suscita al pujar por las materias primas requeridas, las máquinas y herramientas o por el necesario capital en el mercado crediticio y dinerario. La expansión de las diversas industrias y de la sociedad en general se ve coartada no sólo por la limitación de los bienes de capital disponibles y del «trabajo en general». Cada rama productiva tiene limitado su crecimiento por el número de especialistas disponibles. Desde luego, se trata de un problema sólo transitorio que tiende a desaparecer a largo plazo a medida que nuevos trabajadores, atraídos por la mejor remuneración de los especialistas en los sectores comparativamente menos guarnecidos, se preparan para desempeñar las tareas en cuestión. Pero en una economía cambiante esa escasez de especialistas se reproduce a diario y determina la conducta de los empleadores en su búsqueda de trabajadores.
El empresario procura siempre adquirir los factores de producción (entre los que se incluye el trabajo) que necesita al precio más bajo posible. El patrono que paga a sus asalariados sumas superiores al valor que el mercado atribuye a los servicios que le prestan es pronto desplazado de la función empresarial. Pero, por lo mismo, quien pretende pagar salarios inferiores a los de la utilidad marginal del trabajo en cuestión debe renunciar a aquellos trabajadores que le permitirían aprovechar mejor el equipo disponible. Prevalece en el mercado una insoslayable tendencia a que los salarios se igualen con el valor del correspondiente producto marginal. Cuando los salarios caen por debajo de ese nivel, las ganancias que pueden obtenerse de contratar obreros adicionales incrementan la demanda laboral y los hacen subir. En cambio, cuando sobrepasan dicha tasa, el mantener tantos obreros produce pérdidas. El empresario tiene que despedir a un cierto número de trabajadores. La competencia desatada entre los parados hace bajar las retribuciones salariales.
Cuando el asalariado no encuentra el trabajo que más le agrada, debe conformarse con otro menos grato. Por lo mismo, si no halla pronto patrono alguno dispuesto a pagarle el estipendio que el interesado quisiera percibir, no tiene más remedio que reducir sus pretensiones. En otro caso queda sin ocupación, en situación de desempleo.
Lo que causa el desempleo es el hecho de que —contrariamente a la doctrina antes mencionada de la incapacidad del trabajador para esperar— quienes desean percibir un salario pueden esperar y de hecho esperan. Quien no desea esperar, siempre encuentra trabajo en una economía de mercado, pues invariablemente existen recursos naturales sin explotar y, además, con frecuencia, inaprovechados factores de producción anteriormente producidos. Para encontrar trabajo, el interesado, o reduce sus exigencias salariales, o cambia de ocupación, o varía el lugar de trabajo.
Hubo y sigue habiendo gente que trabaja sólo cuando lo necesita y luego vive, durante un cierto periodo, de las reservas acumuladas. Donde la cultura de las masas es escasa, pocos son los trabajadores dispuestos a trabajar de modo permanente. En tales casos, el hombre medio es tan inerte y apático que dedica las retribuciones anteriormente obtenidas a procurarse mero ocio y descanso. Tales personas tan sólo trabajan para poder luego darse el gusto de no hacer nada.
No sucede lo mismo en las zonas más civilizadas. El obrero occidental considera el paro como una calamidad. Prefiere siempre trabajar, salvo cuando el consiguiente sacrificio le resulta excesivo. Opta entre el trabajo y el desempleo igual que resuelve todas las demás actuaciones y elecciones; a saber, ponderando los pros y los contras de cada alternativa. Cuando elige el desempleo, éste es un fenómeno de mercado de naturaleza idéntica a la de los demás fenómenos mercantiles que toda cambiante economía registra. A este tipo de paro generado por el mercado lo denominamos paro cataláctico.
Los diversos motivos que pueden inducir al hombre a preferir el desempleo podemos clasificarlos de la siguiente manera:
1. Tal vez no trabaja por pensar que más tarde hallará un puesto bien retribuido, en el lugar que le gusta residir, del tipo que más le agrada por haberse especializado en él. Pretende así evitar los gastos y molestias que supone cambiar de trabajo y de ubicación. Por otra parte, estos costes pueden, en determinados casos, ser más onerosos, mientras en otros lo serán menos. Quien posee casa propia está más atado que quien vive en un piso alquilado. La mujer casada goza de menos movilidad que el muchacho soltero. Hay ocupaciones que pueden impedir al sujeto volver a su trabajo preferido. El relojero que se dedica a herrero tal vez pierda la delicadeza manual exigida por el primer oficio. El interesado, en tales supuestos, opta temporalmente por el desempleo, pues entiende que, a la larga, ello ha de resultarle más ventajoso.
2. Hay trabajos cuya demanda varía notablemente según las épocas del año. En determinados meses, el mercado paga altos salarios, mientras en otras épocas dicha demanda decae o incluso desaparece. En los salarios se incluye una compensación específica por esas variaciones estacionales. Quienes demandan tales servicios sólo pueden competir en el mercado laboral si los salarios que pagan en la época de actividad son suficientes para compensar los inconvenientes de la distinta demanda estacional. Parte de estos obreros, con las reservas acumuladas en la época de salarios altos, se mantienen sin trabajar, en situación de desempleo.
3. Puede el interesado preferir la desocupación por algunas de esas razones que suelen considerarse no económicas y hasta irracionales. Es posible que el sujeto rechace trabajos incompatibles con sus creencias religiosas, morales o políticas. Tal vez desprecie ocupaciones que considera incompatibles con su categoría social, guiándose en tales casos por normas tradicionales como las que establecen qué cosas convienen a un caballero y cuáles no.
En una economía de mercado no interferida el paro es siempre voluntario. Aparece porque para el parado la desocupación es el menor de dos males. La estructura del mercado puede hacer bajar los salarios. Pero en un mercado libre existe siempre, para cada clase de trabajo, un cierto salario por el cual todo el que busca trabajo lo encuentra. Denominamos salario final a aquél al que cuantos ofertan su capacidad laboral encuentran comprador y quienes solicitan trabajadores hallan cuantos precisan. La cuantía de dicho salario depende de la productividad marginal de cada clase de trabajo.
A través de la disparidad y variabilidad de los salarios se manifiesta la soberanía de los consumidores en el mercado laboral. Permiten tales fluctuaciones repartir convenientemente la capacidad laboral entre las diversas ramas de la producción. Mediante ellas se sanciona a quien desatiende los deseos de los consumidores, disminuyéndose las retribuciones en aquellos sectores laborales relativamente superpoblados, mientras se premia la sumisión a la soberanía de los consumidores aumentando las retribuciones en aquellos sectores relativamente menos atendidos. De este modo imponen al individuo una dura servidumbre social. Limitan indirectamente la libertad de la persona para elegir ocupación. Pero esta coerción no es inexorable. Siempre se puede optar entre lo que agrada más y lo que agrada menos; dentro de tales límites, se puede proceder como mejor plazca. En el marco de la división social del trabajo, ésa es la máxima libertad de que es posible gozar. La coerción es la mínima que exige el mantenimiento de la cooperación social. No hay más que una alternativa a esa imposición cataláctica b asada en el sistema salarial: asignar a cada uno su trabajo mediante resoluciones inapelables emanadas de un organismo regulador de la actividad productiva general, lo cual implica suprimir toda libertad.
Es cierto que bajo el sistema salarial el hombre no es libre de optar por un desempleo permanente. Pero ningún otro sistema social imaginable puede garantizarle el derecho a un ocio ilimitado. El que el hombre tenga que someterse a la desutilidad del trabajo no es consecuencia de ninguna institución social. Es una inexorable condición natural de la vida y de la conducta humanas.
A nada conduce calificar, con metáfora tomada de la mecánica, de «friccional» al desempleo cataláctico. En la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme no hay paro, ya que, por definición, en tal economía no puede aparecer el desempleo. La desocupación es un fenómeno típico de la economía cambiante. El desempleo del trabajador despedido al suprimirse su puesto laboral por haber sido modificado el proceso productivo, y que el interesado prolonga voluntariamente, despreciando las oportunidades que se le ofrecen y esperando hallar más tarde otras mejores, no es consecuencia de la tardanza del sistema en adaptarse a la nueva situación, sino que es uno de los motivos por los cuales se demora la readaptación. No es una reacción automática a los cambios producidos, independiente de la voluntad y las opciones de los trabajadores afectados, sino efecto de sus decisiones conscientes. Es un paro conscientemente buscado, no «friccional».
El paro cataláctico no debe confundirse con el paro institucional. Éste no es fruto de las decisiones de los trabajadores individuales, sino consecuencia de la interferencia en los fenómenos de mercado tendiente a forzar mediante la coacción y la compulsión los tipos de salario por encima de los que determinaría un mercado no interferido. El análisis del paro institucional lo afrontaremos al tratar de los problemas del intervencionismo.
Lo que el patrono cobra en el mercado laboral y lo que recibe a cambio del salario que paga es una cierta obra o realización que valora según el precio del mercado. Los usos y costumbres que prevalecen en los diversos sectores del mercado de trabajo para nada influyen sobre el precio que efectivamente se paga por determinadas cantidades de específicas realizaciones. Los salarios brutos tienden siempre hacia el punto en que se igualan con el precio al que puede venderse en el mercado el incremento de producción logrado mediante el obrero marginal, deducción hecha del coste de los materiales empleados y del interés originario sobre el capital invertido.
Al ponderar las ventajas e inconvenientes de contratar un trabajador, el patrono se desentiende de qué porción del salario recibirá éste efectivamente. Sólo le interesa saber cuánto tiene que pagar en total para disponer del servicio laboral en cuestión. La cataláctica, al tratar de la determinación de los salarios, se refiere invariablemente al precio total que el patrono paga por procurarse una determinada cantidad de trabajo de específica calidad; es decir, la cataláctica maneja siempre salarios brutos. Si las leyes o los usos mercantiles obligan al patrono a efectuar otros desembolsos distintos del salario que percibe directamente el interesado, estas cantidades deberán computarse también como parte del coste laboral y por lo mismo integrarán la cuantía del salario bruto. Su importe recae enteramente sobre el asalariado. La retribución que el trabajador percibe directamente, es decir, el salario neto, se reduce en una suma igual al importe de esos desembolsos adicionales.
Conviene destacar las siguientes consecuencias de lo anterior:
1. Es indiferente que el salario sea horario o por unidades producidas. El empresario, cuando paga el salario con arreglo a plazos temporales, toma en consideración tan sólo el rendimiento medio de sus productores. Descuenta de antemano en sus cálculos las facilidades que el salario temporariamente pagado ofrece al obrero remiso y aranero para perder el tiempo y rehuir la labor. Despide a quienes no dan el mínimo rendimiento previsto. Por su parte, el trabajador que quiere ganar más, o cobra con arreglo a las unidades producidas o busca un puesto horariamente mejor retribuido, precisamente por ser más elevado ese mínimo laboral que se le exige.
También es indiferente, en un mercado laboral libre de interferencias, el que los salarios se paguen por días, semanas, meses o años. Tampoco es relevante que el preaviso de despido sea más largo o más corto, que los contratos de trabajo se concierten por plazo limitado o por la vida del trabajador, que el asalariado tenga o no derecho a retiros y haberes pasivos para sí, su viuda o sus descendientes, a vacaciones pagadas, a asistencia en caso de enfermedad o accidente, o a cualesquiera otros beneficios y privilegios. El dilema que invariablemente se plantea el patrono es: ¿Me conviene o no celebrar este contrato laboral? ¿No estaré pagando demasiado por lo que el trabajador, a cambio del salario, me va a dar?
2. Consiguientemente, es el asalariado quien en definitiva soporta, mediante reducción de su salario neto, todas las cargas y beneficios sociales. Es indiferente que el patrono deduzca o no materialmente del salario que entrega al productor las diversas partidas de la seguridad social. Tales contribuciones gravan siempre al trabajador, nunca al patrono.
3. Lo mismo puede decirse de los impuestos sobre las rentas de trabajo. También en este caso es indiferente que el empresario retenga o no su importe al pagar a su dependiente.
4. La reducción de la jornada laboral tampoco es un regalo que se haga al trabajador. Si éste no logra compensar esa reducción incrementando adecuadamente su productividad, le será reducida la retribución horaria. Y si las autoridades acuerdan la reducción de la jornada y al mismo tiempo prohíben rebajar los salarios, aparecerán inmediata e inevitablemente los típicos efectos que provoca toda alza coactiva de los sueldos. Lo mismo debemos decir de las demás supuestas conquistas sociales, como vacaciones pagadas y cosas parecidas.
5. Si el gobierno otorga a los empresarios una ayuda por dar trabajo a determinado tipo de obreros, el salario efectivo de éstos se incrementa en la cuantía íntegra de esa ayuda.
6. Si las autoridades conceden a todo trabajador cuyos ingresos no alcancen un cierto mínimo la cantidad necesaria hasta alcanzar este límite, no varía directamente el nivel de los salarios. Pero podría producirse indirectamente una baja de los mismos, pues es posible que el sistema induzca a que trabajen por cuenta ajena algunos individuos que antes no lo hacían y de este modo aumente la oferta de trabajo[7].
La vida del hombre primitivo era una lucha incesante contra la escasez de los medios de subsistencia brindados por la naturaleza. Sumidos en ese desesperado afán por sobrevivir, sucumbieron muchas personas, familias, tribus y razas enteras. El fantasma del hambre persiguió inexorablemente a nuestros antepasados. La civilización nos ha librado de tal zozobra. Acechan a la vida del hombre peligros innumerables; hay fuerzas naturales incontrolables o, al menos por ahora, ingobernables, que pueden aniquilar de repente la vida humana. Pero la angustia de la muerte por inanición ya no conturba a quienes viven bajo un régimen capitalista. Todo aquél que puede trabajar gana mucho más de lo que exige la mera subsistencia.
También hay, desde luego, personas impedidas incapaces de trabajar. Hay gente lisiada que sólo puede realizar trabajos fragmentarios; sus taras les impiden gozar de ingresos iguales a los que percibe un trabajador normal; los salarios de tales desgraciados tal vez sean tan exiguos que resulten insuficientes para la subsistencia del interesado, por lo que sólo puede sobrevivir si recibe ayuda de los demás. Los parientes próximos, los buenos amigos, la caridad de instituciones y personas benéficas o las organizaciones estatales deben prestar asistencia a tales desdichados. Quienes viven de la caridad no cooperan en el proceso social de producción; son gente que, en lo atinente a la provisión de sus necesidades, no actúa; viven porque otros se preocupan de ellos. Los problemas referentes a la atención a los pobres atañen a la distribución, no a la producción. Por tal motivo escapan al ámbito de la teoría de la acción humana, que sólo se ocupa de cómo arbitrar los bienes requeridos por el consumo de la gente, sin interesarse por el modo en que estos bienes deben ser efectivamente consumidos. La ciencia cataláctica analiza los sistemas caritativos de asistencia a los desamparados sólo en aquella medida en que los mismos pueden afectar a la oferta de trabajo. Las ayudas sancionadas por la ley en favor de los desvalidos han servido, a veces, para fomentar el ocio y disminuir la afición al trabajo de personas perfectamente sanas y capaces.
En la sociedad capitalista se tiende al continuo aumento de la suma de capital invertido por individuo. La acumulación de capital progresa con mayor rapidez que el incremento de la población. Tanto la productividad marginal del trabajo como los salarios y el nivel de vida de los trabajadores tienden, en consecuencia, al alza continua. Pero este progreso no es fruto de la supuesta ley que invariablemente presidiría la evolución humana, sino que es un efecto provocado por un conjunto de factores que sólo bajo el régimen capitalista pueden darse. Es posible y, dado el cariz de las actuales políticas, incluso no improbable que esta tendencia cambie de signo a causa, por un lado, del consumo de capital y, por otro, del aumento o insuficiente disminución de las cifras de población. Volverían entonces los hombres a saber lo que es la muerte por hambre; parte de los trabajadores, al resultar tan desproporcionada la relación entre la cifra de población y la cuantía de capital disponible, habrían de percibir salarios inferiores al gasto exigido por la mera subsistencia. La aparición de una situación así, indudablemente, provocaría conflictos de tal violencia que se desintegraría todo vínculo social. La división social del trabajo no puede mantenerse cuando los ingresos de ciertos miembros activos de la comunidad resultan inferiores al mínimo exigido por la mera subsistencia.
Ese mínimo fisiológico de subsistencia a que se refiere la «ley de hierro de los salarios» y que la demagogia gusta tanto de esgrimir carece de sentido y aplicación cuando se trata de formular una teoría cataláctica de la determinación del salario. Uno de los fundamentos en que se basa la cooperación social es el hecho de que el trabajo realizado de acuerdo con el principio de la división del trabajo es en tal medida más productivo que los esfuerzos de los individuos aislados que toda persona sana y normal se siente liberada de aquella amenaza de muerte por inanición que continuamente gravitaba sobre nuestros antepasados. En una organización capitalista, ese mínimo fisiológico de subsistencia no desempeña ningún papel cataláctico.
Por otra parte, la idea de un mínimo fisiológico de subsistencia carece de la precisión y el rigor científico que generalmente se le atribuye. El hombre primitivo se adaptaba a una vida más de animal que de persona y sobrevivía en condiciones que literalmente resultarían insoportables para sus melindrosos descendientes mimados por el capitalismo. No existe un mínimo común de subsistencia aplicable, por imperativo fisiológico y biológico, a todos los miembros de la especie zoológica homo sapiens. No menos recusable es la idea según la cual el hombre precisa de una cierta cantidad de calorías simplemente para mantener la salud y la capacidad procreadora, y otra ulterior para compensar las energías consumidas en la actividad laboral. Esos conceptos tal vez interesen en la cría de ganado o en la vivisección de conejillos; de nada le sirven al economista que quiere desentrañar los problemas de la actividad humana consciente. La «ley de hierro de los salarios» y la esencialmente idéntica doctrina marxista según la cual «el valor de la capacidad laboral» viene dado por «el tiempo de trabajo necesario para producir la misma y, por tanto, para reproducirla»[8], son las más inadmisibles de todas las que se han defendido en el campo de la cataláctica.
Pudo en otro tiempo atribuirse algún sentido a las ideas contenidas en la ley de hierro de los salarios. Es cierto que si consideramos al trabajador sólo como mero semoviente que no desempeña en la sociedad función alguna aparte de la laboral; sólo si admitimos que no aspira más que a comer y a reproducirse; y sólo si suponemos que no sabe dar a sus ingresos otros destinos que no sean los de categoría puramente animal, podríamos considerar la ley de hierro como teoría válida en orden a la determinación de los salarios. De hecho, a los economistas clásicos, cegados por su defectuosa doctrina del valor, les resultaba imposible resolver el problema. Que el precio natural del trabajo es aquél que permite a los trabajadores subsistir y reproducirse, sin incrementar ni disminuir su número, era la conclusión lógica en que forzosamente desembocaba la inadmisible teoría del valor mantenida por un Torrens o un Ricardo. Cuando sus continuadores advirtieron la imposibilidad de seguir apoyándose en teoría tan insostenible, quisieron revisarla, pero sus infructuosos intentos sólo dieron lugar a nuevos absurdos y en la práctica se renunció a hallar una explicación económica de la determinación de los salarios. Por no abandonar aquel tan querido mínimo de subsistencia, estos pensadores sustituyeron el anterior mínimo fisiológico por un mínimo «social». Dejaron de hablar del mínimo exigido por la subsistencia del trabajador y por el mantenimiento de la población laboral. Comenzaron a referirse al mínimo exigido por el nivel de vida que imponían la tradición histórica y los usos y hábitos heredados. Pese a que la experiencia diaria atestiguaba que, bajo el régimen capitalista, los salarios reales y el nivel de vida de los trabajadores aumentaban ininterrumpidamente, pese a que era cada vez más evidente cómo se desmoronaban las divisorias tradicionales entre los diversos estratos de la población, pues el progreso económico de los trabajadores estaba aniquilando las viejas ideas de rango y dignidad, estos doctrinarios anunciaron que eran costumbres arcaicas y viejos prejuicios los que determinan la cuantía de los salarios. Sólo una gente cegada por la parcialidad política podía recurrir a tales explicaciones en una época en que la industria no cesaba de suministrar a las masas nuevas y jamás conocidas mercancías y permitía al obrero medio disfrutar de cosas que ni siquiera los reyes del pasado habían tenido a su alcance.
Es hasta cierto punto natural que la Escuela Histórica Prusiana de las wirtschaftliche Staatswissenschaften considerara los salarios «categorías históricas», al igual que los precios de las mercancías y los tipos de interés, y tampoco debe extrañarnos que tales teóricos definieran el salario como «una renta congruente con el puesto jerárquico ocupado por el interesado en la escala social». Caracteriza precisamente a dicha escuela el negar la existencia de la economía como ciencia y sostener que la historia debe venir a ocupar el lugar de nuestra disciplina. Mucho más sorprendente es, en cambio, el que ni Marx ni sus seguidores advirtieran que al hacer suya esa errada idea estaban socavando las propias bases de lo que ellos denominaban sistema marxista de economía. Cuando los estudios publicados durante los años sesenta del siglo pasado en Gran Bretaña demostraron que no era ya posible seguir la teoría salarial de los economistas clásicos, Marx varió su doctrina acerca de la determinación del valor de la contribución laboral. «Es la evolución de la historia —afirmó— la que determina las llamadas necesidades naturales y la manera en que las mismas deben ser satisfechas» y ello «depende en gran parte del grado de civilización alcanzado por cada país y, sobre todo, de las costumbres, nivel de vida y circunstancias que hayan presidido la formación de la clase de trabajadores libres». Y así, «en la determinación del valor de la contribución laboral interviene un elemento histórico y moral». Pero cuando Marx agrega que, ello no obstante, «en un país dado y en todo momento histórico la cifra media de artículos de primera necesidad indispensable es una cantidad dada»[9], se contradice y confunde al lector. Ya no habla de «artículos indispensables», sino de lo que se considera indispensable desde el punto de vista tradicional, los bienes precisos para mantener un cierto nivel de vida congruente con el puesto ocupado por el trabajador en la jerarquía social tradicional. Al recurrir a semejante explicación, Marx renuncia a toda elucidación económica o cataláctica de la determinación del salario. Considera la retribución laboral como un mero dato histórico. No estamos ya ante un fenómeno de mercado, sino ante una realidad totalmente independiente de las fuerzas que en el mercado actúan.
Sin embargo, incluso quienes consideran que la cuantía de los salarios tal como actualmente existen se impone al mercado desde fuera como un dato no pueden dejar de formular una doctrina que, partiendo de las valoraciones y decisiones de los consumidores, justifique la determinación de aquéllos, pues sin esa aclaración cataláctica, todo análisis del mercado queda incompleto e insatisfactorio desde el punto de vista lógico. En efecto, carecería de sentido circunscribir el estudio cataláctico a la determinación de los precios de las mercancías y de los tipos de interés y considerar pura circunstancia histórica la cuantía de los salarios. Ninguna teoría económica digna de tal nombre puede contentarse con afirmar que «un elemento histórico y moral» determina las retribuciones laborales; debe entrar más a fondo en el tema. Lo que precisamente pretende la ciencia económica es explicar cómo fenómenos de mercado regulados por normas invariables dan lugar a las múltiples razones de intercambio plasmadas en las transacciones mercantiles. En eso se distingue la investigación económica de la comprensión histórica, la teoría de la historia.
Desde luego, la cuantía de los salarios puede fijarse recurriendo a la violencia y a la intimidación. Esta determinación coactiva de las retribuciones laborales es una práctica harto común en esta época intervencionista que nos ha tocado vivir. Pero la ciencia económica tiene que explicar los efectos que provoca en el mercado la diferencia entre ambos tipos de salario: el potencial que el mercado libre habría impuesto de acuerdo con la oferta y la demanda de trabajo y el impuesto mediante la coacción y la fuerza.
Es cierto que el trabajador está convencido de que el salario debe permitirle mantener un nivel de vida congruente con su puesto en la escala social. Cada asalariado tiene su propia idea acerca de cuánto deba ser ese mínimo que por razón de su «condición», «categoría», «tradición» o «costumbre» deba cobrar, al igual que tiene su opinión personal acerca de su propia valía y merecimientos. Pero estas pretensiones y aspiraciones carecen de todo valor cuando se trata de determinar el salario. No limitan el movimiento ascendente o descendente de la retribución salarial. El asalariado a veces tiene que contentarse con menos de lo que cree corresponde a su categoría y capacidad. Otras veces, en cambio, se le paga más de lo que él pensaba pedir, embolsándose entonces la diferencia sin preocupación alguna. La era del laissez faire, a la que precisamente pretendían aplicarse tanto la ley de hierro de los salarios como la doctrina marxista de la determinación histórica de las retribuciones laborales, registró una progresiva, si bien a veces transitoriamente interrumpida, tendencia al alza de las percepciones reales de los trabajadores de toda condición. El nivel de vida de las masas progresó en proporción jamás igualada, alcanzando cimas nunca soñadas.
Las organizaciones sindicales exigen que los salarios nominales aumenten siempre al menos en consonancia con los cambios que se producen en el poder adquisitivo de la moneda de suerte que el nivel de vida del trabajador no descienda. Mantienen estas pretensiones incluso en relación con las condiciones del tiempo de guerra y las medidas adoptadas para financiar los gastos bélicos. Según ellos, incluso en tiempo de guerra ni la inflación ni las exigencias fiscales deben afectar al salario real de los trabajadores. Esta doctrina coincide con la tesis del Manifiesto Comunista según la cual «los trabajadores carecen de patria» y «nada pueden perder más que sus cadenas»; por consiguiente deben considerarse siempre neutrales en las guerras desatadas por la burguesía explotadora y debe serles indiferente el que su país triunfe o sea derrotado. No compete a la economía analizar tales afirmaciones. Baste con proclamar que es indiferente la justificación que se esgrima para elevar los salarios por encima de la cuantía que para los mismos hubiera fijado el mercado libre. Siempre que los salarios reales impuestos de modo coactivo sobrepasan la productividad marginal del trabajo, se producen determinadas consecuencias al margen de la filosofía subyacente.
Desde la aparición de las primeras civilizaciones hasta nuestros días la productividad del trabajo humano ha aumentado sobremanera. Es indudable que los componentes de cualquier nación civilizada producen hoy incomparablemente más de lo que producían sus lejanos antepasados. Pero esta circunstancia es un mero hecho histórico, sin particular significación praxeológica o cataláctica; el incremento de la productividad laboral no puede medirse de forma cuantitativa y, desde luego, no viene a modificar ninguno de los planteamientos del mercado.
El moderno sindicalismo utiliza un concepto de productividad del trabajo construido precisamente para justificar éticamente las demandas sindicales. Define la productividad del trabajo bien como el cociente de dividir el valor agregado a las mercancías en el proceso productivo por el número de obreros empleados (bien en una empresa o en todas las empresas de una rama industrial), o el de dividir la producción de una empresa o industria por el número de horas trabajadas. La diferencia de las magnitudes así computadas entre el principio y el fin de un determinado periodo de tiempo se estima como «incremento de la productividad del trabajo». Como quiera que ese «incremento de la productividad» se atribuye exclusivamente a los trabajadores, se entiende que el aumento de los ingresos empresariales debe ir íntegramente a aumentar las percepciones salariales. La mayoría de los patronos, en esta tesitura, no saben qué responder e incluso admiten tácitamente la tesis sindical cuando se limitan a resaltar que los salarios han subido ya tanto o incluso más de lo que con arreglo a tal cómputo correspondería.
Ahora bien, esta valoración de la productividad laboral es a todas luces arbitraria. Mil obreros de una moderna fábrica americana de calzado producen m pares de zapatos al mes, mientras que el mismo número de obreros de algún recóndito país de Asia, empleando sistemas atrasados, produciría un número muy inferior de zapatos en el mismo periodo pese a trabajar posiblemente muchas más horas diarias. Entre Estados Unidos y Asia la diferencia de productividad computada según los métodos de los sindicatos es enorme. Ello no se debe ciertamente a ninguna virtud inherente al trabajador americano. No es más inteligente, laborioso, hábil ni esmerado que su compañero de otro continente. (Se puede incluso asegurar que los obreros de una factoría moderna realizan labores mucho más simples que las que se ve obligado a practicar el obrero que sólo maneja los tradicionales útiles de trabajo). La singularidad de la planta americana estriba exclusivamente en su mejor equipo industrial y en su dirección empresarial. Lo único que impide a los empresarios de los países atrasados adoptar los métodos americanos de producción es la carencia de capital; los obreros, cualquiera que sea su raza, pronto aprenden a manejar la maquinaria moderna en cuanto la tienen a su disposición.
La situación en Occidente al iniciarse la «Revolución Industrial» resultaba muy similar a la que hoy registra el mundo oriental. El radical cambio de circunstancias que dio a las masas occidentales su presente nivel medio de vida (un nivel de vida extraordinario comparado con el precapitalista o el soviético) se gestó gracias al capital acumulado por el ahorro y a la acertada inversión del mismo efectuada por un empresariado perspicaz. Ningún progreso técnico habría sido posible si no se hubiera podido disponer, gracias al ahorro, de los adicionales bienes de capital necesarios para la implantación de los inventos y descubrimientos de la era capitalista.
Aunque los trabajadores en cuanto tales no contribuyeron entonces ni contribuyen ahora al perfeccionamiento del sistema de producción, son (en una economía de mercado no saboteada por la interferencia estatal o sindical) los máximos beneficiarios del progreso económico, tanto en su condición de asalariados como en su condición de consumidores.
Este mejoramiento económico es fruto de los nuevos capitales generados por el ahorro. Gracias a ellos, podemos poner en marcha procesos productivos a los que anteriormente no se podía recurrir por carecer de los necesarios bienes de capital. Los empresarios, al pretender procurarse los factores productivos exigidos por los nuevos procesos, compiten entre sí y con aquéllos que a la sazón están empleándose en otros procesos fabriles. Este afán empresarial por conseguir materias primas y mano de obra provoca la consiguiente alza de precios y de salarios. Es así como, desde el inicio mismo del proceso, los trabajadores se benefician con una parte de esas riquezas hoy disponibles gracias a que no fueron ayer consumidas sino ahorradas por sus propietarios, y, luego, como consumidores, vuelven a verse favorecidos por la baja de precios hacia la que tiende el incremento de la producción[10].
La ciencia económica describe el resultado final de esta secuencia de cambios en los siguientes términos. Cuando, invariada la población laboral, aumenta la cuantía del capital disponible, se incrementa la utilidad marginal del trabajo y, consecuentemente, suben los salarios. Lo que acrecienta las retribuciones laborales es la ampliación del capital disponible a un ritmo superior al crecimiento de la población, o, dicho en otras palabras, ascienden los salarios a medida que se incrementa la cuota de capital invertida por obrero. El salario, en el mercado libre, tiende siempre a igualarse con la productividad marginal del trabajo, es decir, con el valor que para el mercado tiene aquel aumento o reducción de la producción que resultaría de contratar un obrero o de licenciarlo. A ese precio, todo aquél que busca fuerza laboral la encuentra y quienes desean trabajar encuentran un puesto. Pero, en cuanto las retribuciones laborales se elevan coactivamente por encima de este límite, queda en situación de desempleo un cierto número de potenciales trabajadores. A estos efectos, resulta indiferente que sean unos u otros los argumentos esgrimidos para justificar esa impuesta alza salarial; la consecuencia final es siempre la misma: paro en las filas obreras.
La cuantía de todo salario está determinada por el valor que la gente atribuye a la obra o servicio que el trabajador ejecuta. El trabajo se valora en el mercado exactamente igual que las mercancías, no porque los empresarios y los capitalistas sean duros y sin entrañas, sino porque deben someterse a la supremacía de las masas consumidoras, compuestas hoy fundamentalmente por trabajadores y asalariados. Tales consumidores no están en modo alguno dispuestos a soportar la presunción, la vanidad o el amor propio de nadie. Aspiran, invariablemente, a que se les sirva al menor coste posible.
Puede ser útil comparar la doctrina laboral defendida por el marxismo y la Escuela Histórica Prusiana, según los cuales los salarios son un dato histórico y no un fenómeno cataláctico, con el teorema regresivo del poder adquisitivo del dinero[11].
El teorema regresivo sostiene que ningún bien puede emplearse como medio general de intercambio si previamente a su utilización como tal no tenía ya un valor de intercambio en razón de otros empleos. Este hecho para nada influye en la determinación diaria del poder adquisitivo de la moneda, que depende de la demanda de dinero por parte de quienes desean poseer a la vista tal numerario y de las disponibilidades dinerarias existentes en el mercado. El teorema regresivo no afirma que las efectivas razones de intercambio que puedan darse actualmente entre el dinero de un lado y las mercancías y servicios de otro sea un dato histórico independiente de la situación actual del mercado. Sólo pretende explicar cómo se adopta un nuevo medio de intercambio y se hace de uso general. En este sentido afirma que existe un componente histórico en el poder adquisitivo del dinero.
Totalmente diferente es el teorema marxista y prusiano. Según esta doctrina, la efectiva cuantía de los salarios tal como aparece en el mercado es un mero dato histórico. Nada tienen que ver con ella las valoraciones de los consumidores, que mediatamente son los compradores del trabajo, y las de los perceptores de los salarios, que son sus vendedores. La cuantía de los salarios la fijan acontecimientos históricos del pasado. No puede ser superior ni inferior a lo que estos acontecimientos determinen. Sólo la historia puede decirnos por qué son superiores los salarios en Suiza que en China, del mismo modo que únicamente la ilustración histórica nos aclara por qué Napoleón fue francés y emperador en vez de italiano y abogado de Córcega. Para explicar la diferencia de las retribuciones de los pastores o los albañiles en los dos países mencionados, no se puede recurrir a factores que invariablemente operan en todo mercado. Sólo la historia de estas dos naciones puede explicarnos la diferencia.
Los principales hechos que afectan a la oferta de trabajo son las siguientes:
1. Cada individuo sólo puede desarrollar una cantidad limitada de trabajo.
2. Esta limitada cantidad de trabajo no puede realizarse en cualquier tiempo que desee. Es indispensable interpolar periodos de descanso y recreo.
3. No todos podemos realizar los mismos trabajos. Existe diversidad en las capacidades tanto innatas como adquiridas para realizar ciertos tipos de trabajo. Determinadas labores exigen ciertas facultades innatas que ningún adiestramiento o estudio pueden proporcionar.
4. Es preciso administrar convenientemente la capacidad laboral para que no disminuya o incluso se anule. El hombre debe cuidar de sus aptitudes —tanto las innatas como las adquiridas— si desea que no decaigan mientras disfrute de la necesaria fuerza vital.
5. Cuando se ha realizado toda aquella inversión laboral que el hombre puede desarrollar de modo continuado y se impone el obligado descanso, la fatiga perjudica tanto la cuantía como la calidad de la tarea[12].
6. El hombre prefiere no trabajar, es decir, le agrada más el recreo que la actividad laboral; como dicen los economistas, el trabajo lleva aparejada una desutilidad.
El hombre autárquico que trabaja en aislamiento económico para atender sus propias necesidades abandona la labor tan pronto como empieza a valorar el descanso, es decir, la ausencia de la desutilidad del trabajo, en más que las satisfacciones que le reportaría el prolongar la actividad laboral. Atendidas sus más perentorias necesidades, estima de menor interés satisfacer aquellas otras apetencias todavía no cubiertas que disfrutar del correspondiente asueto.
Esto es igualmente aplicable al asalariado. No trabaja ininterrumpidamente hasta agotar totalmente su capacidad laboral. Deja la faena tan pronto como la gratificación mediata que la misma ha de proporcionarle no compensa la desutilidad del trabajo adicional.
La opinión popular, sujeta a inveterados prejuicios y deliberadamente ofuscada por la propaganda marxista, apenas ha comprendido este hecho. Consideró siempre y aun hoy considera al trabajador como un siervo, equiparando el salario capitalista a aquel mínimo de subsistencia que el señor daba al esclavo o el dueño proporciona a las bestias de carga. El asalariado es un individuo que, forzado por la miseria, vende su libertad. Las hipócritas fórmulas de los leguleyos burgueses califican de voluntaria tal servidumbre y de libre convención entre contratantes mutuamente independientes las concertadas por patronos y obreros. Estos últimos, en verdad, no gozan de libertad alguna; actúan coaccionados; deben someterse al yugo de la opresión, pues, desheredados por la sociedad, no tienen otra salida si no quieren morir de hambre. Hasta ese aparente derecho que se le atribuye de elegir a su patrono es pura farsa. Los empresarios, tácita o abiertamente confabulados, imponiendo unas condiciones de trabajo prácticamente uniformes, escamotean incluso esa ventaja al trabajador.
Si admitimos que el salario no es más que la estricta compensación de los costes que el obrero soporta en el mantenimiento y reproducción de su capacidad laboral, o que la cuantía del mismo es una cantidad fijada por tradición, forzosamente habremos de estimar como ganancia efectiva del trabajador todo aligeramiento de sus obligaciones en el contrato laboral. Si la cuantía del salario no depende de la cantidad y calidad de la tarea ejecutada, si el patrono jamás paga al trabajador el valor íntegro que el mercado atribuye a su labor, si el empleador no compra una determinada cantidad y calidad de mano de obra sino un mero siervo, si los salarios se mantienen invariablemente tan bajos que, por razones naturales o «históricas», no pueden ya reducirse más, cualquier disminución de la jornada laboral impuesta coactivamente deberá mejorar la suerte de los asalariados. Las disposiciones que recortan las horas de trabajo entroncan así con las normas legales a través de las cuales los gobiernos europeos, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y comienzos del XIX, fueron disminuyendo, hasta acabar suprimiendo completamente, el trabajo gratuito (corvée) que los siervos de la gleba estaban obligados a prestar a sus señores, o con las ordenanzas tendentes a aligerar el trabajo de los reclusos. La reducción de la jornada laboral, que en realidad es un fruto del industrialismo capitalista, debería considerarse como una victoria de los explotados asalariados sobre el rudo egoísmo de sus explotadores. Las leyes que imponen al empleador el deber de realizar ciertos gastos en beneficio de los trabajadores se consideran «mejoras sociales» que los asalariados obtienen sin tener que realizar ningún sacrificio.
Se considera generalmente que esta doctrina está suficientemente demostrada por el hecho de que el asalariado individual tiene muy escasa influencia en la fijación de los términos del contrato laboral. Las decisiones relativas a la duración de la jornada laboral, si se ha de trabajar o no en domingos y días festivos, a qué hora interrumpirán su tarea los asalariados para comer y múltiples cuestiones similares las toman los patronos sin consultar con sus empleados. El obrero no tiene otra opción que someterse a tales dictados o morir de hambre.
El error fundamental de esta argumentación ya lo denunciamos en las secciones anteriores. Los patronos no buscan trabajo en general, sino trabajadores específicos capaces de realizar determinadas tareas. Lo mismo que el empresario intenta dar a su explotación la ubicación más favorable e instalar en ella la maquinaria más perfecta, empleando las materias primas más apropiadas, así también debe contratar aquellos trabajadores que mejor convengan a sus planes. Debe organizar el trabajo en forma tal que atraiga a los productores que más le interesan. Es cierto que el trabajador individual tiene poca voz en tales disposiciones. Éstas, al igual que la cuantía de los salarios, los precios de las mercancías y la forma de los artículos producidos en serie, son el resultado de las decisiones conjuntas de las innumerables personas que intervienen en el proceso social del mercado. Se trata de fenómenos masivos, sobre los cuales poco influyen las actuaciones individuales. Pero no puede decirse que carece de valor el voto personal de cada elector simplemente porque para influir decisivamente en materia política se precise de miles o incluso de millones de sufragios, ni tampoco puede afirmarse que es nulo el efecto de quienes no van a votar. Es más: ni aun admitiendo, a efectos dialécticos, las tesis contrarias, ello en modo alguno nos autorizaría a concluir que, suprimiendo el régimen electoral, el autócrata gobernante representaría más cumplidamente la voluntad mayoritaria que las autoridades democráticamente designadas. Ese mito totalitario, sin embargo, reaparece en el terreno económico y suele oírse decir que, bajo la democracia del mercado, el consumidor individual no puede imponerse a sus suministradores ni el trabajador reaccionar frente al patrono. Los artículos que se producen masivamente para atender los deseos de las masas no responden a los especiales gustos de una persona determinada, sino a las preferencias de la mayoría. Las condiciones de los convenios laborales en cada rama de la producción no las determina el trabajador individual sino las masas trabajadoras. Si lo más usual es que los asalariados almuercen de doce a una, quien prefiera hacerlo de dos a tres pocas probabilidades tiene de que sus gustos sean atendidos. Pero la presión social que se ejerce sobre este individuo aislado no proviene del patrono sino de sus propios compañeros de trabajo.
Los empresarios en su búsqueda de buenos trabajadores se ven obligados a soportar serios y costosos inconvenientes si de otra manera no pueden encontrarlos. En muchos países, algunos de ellos estigmatizados como socialmente atrasados por los campeones del anticapitalismo, los patronos no tienen más remedio que atender las exigencias que sus trabajadores les imponen por razón de casta, religión o procedencia. Deben adaptar la jornada laboral, los días feriados y otros muchos problemas técnicos a esos deseos, por onerosos que puedan resultarles. El empresario que pide realizaciones consideradas incómodas o repulsivas por su personal, deberá incrementar la retribución laboral para compensar esa mayor desutilidad que la tarea tiene para el trabajador.
Los contratos laborales no se refieren exclusivamente a los salarios, sino que regulan todas las demás circunstancias del trabajo. La labor de equipo dentro de cada planta y la interdependencia entre el trabajo de los distintos centros da lugar a que los convenios no puedan apartarse de los usos laborales imperantes en el país o en la rama productiva de que se trate. Por eso se parecen tanto entre sí los diversos contratos de trabajo. Esta circunstancia en modo alguno aminora la decisiva intervención de los productores en su formulación. Para el trabajador individual, dichos pactos constituyen, desde luego, un hecho inalterable, al igual que lo es el horario de los trenes para el viajero aislado. Pero nadie cree que no les preocupe a las compañías ferroviarias los deseos de sus posibles clientes. Lo que precisamente quiere la empresa es dar gusto al mayor número posible.
La interpretación de la evolución del industrialismo moderno se ha visto frecuentemente viciada por los prejuicios anticapitalistas de gobernantes y escritores e historiadores que pretendían defender los intereses del trabajo. El alza de los salarios reales, la reducción de la jornada laboral, la supresión del trabajo infantil, la disminución de la actividad laboral de la mujer casada, sostienen, fueron logros conseguidos gracias a la intervención del estado, a la acción de los sindicatos y a la presión de una opinión pública despertada por escritores sociales y humanitarios. Si los empresarios y capitalistas no se hubieran visto enfrentados con tales exigencias sociales, se habrían apropiado de la totalidad de los beneficios generados por los nuevos capitales acumulados y por los adelantos técnicos que de este modo fue posible aplicar. Se elevó así el nivel de vida de los trabajadores a costa de las rentas «no ganadas» de los capitalistas, los empresarios y los terratenientes. Es preciso proseguir con estas políticas, beneficiando a la mayoría a expensas de unos pocos explotadores egoístas y reducir así cada vez más la injusta participación de las clases propietarias.
El error de esta interpretación es evidente. Todas las medidas que limitan la oferta de trabajo perjudican, directa o indirectamente, a los capitalistas en la medida en que incrementan la productividad marginal del trabajo y reducen la de los factores materiales de producción. Al disminuir la oferta de trabajo sin reducir la oferta de capital, aumenta la porción que del producto total neto corresponde a los asalariados. Pero este producto total neto disminuirá igualmente, dependiendo ya de las peculiares circunstancias de cada caso el que efectivamente la cuantía de ese mayor porcentaje de una cifra menor resulte, en realidad, superior a la del primitivo más reducido porcentaje de una suma más grande. Pero, nótese bien, ni en el tipo de interés ni en el beneficio empresarial influye la reducción de la oferta de trabajo. Bajan los precios de los factores materiales de producción y se elevan los salarios por unidad de producción (lo cual no quiere decir que forzosamente hayan de incrementarse las retribuciones laborales per cápita). Los precios de las mercancías también suben. Y, como decíamos, depende de las particulares circunstancias de cada caso el que todos estos cambios impliquen una ganancia o una pérdida neta para los trabajadores.
Ahora bien, el supuesto de que tales medidas no afectan a la oferta de factores materiales de producción es inaceptable. La reducción de la jornada laboral, la restricción del trabajo nocturno, las cortapisas impuestas a la contratación laboral de determinadas personas, todo ello menoscaba la utilización de una parte del equipo existente y equivale a una indudable reducción de las existencias de bienes de capital. La disminución de la cifra de capital puede fácilmente absorber el teórico incremento de la productividad marginal del trabajo en relación con la de los bienes de capital.
Si, al tiempo de reducir obligatoriamente la jornada laboral, las autoridades o los sindicatos impiden la correspondiente reducción de los salarios que el mercado impondría, o si por razones institucionales resulta imposible esta reducción, aparecerán necesariamente los efectos que produce toda elevación de los salarios por encima del nivel que el mercado libre impondría: el paro institucional.
La historia del capitalismo en Occidente durante los últimos doscientos años revela una constante alza del nivel de vida de los asalariados. Lo característico del capitalismo es la producción de mercancías en masa para el consumo de las masas bajo la dirección de los empresarios más enérgicos y perspicaces dedicados incondicionalmente a obtener cada vez mejores resultados. La fuerza impulsora del sistema es el afán de lucro, que inexorablemente fuerza al empresariado a producir para los consumidores la mayor cantidad posible de mercancías, de la mejor calidad y al más bajo precio que las circunstancias, en cada caso, permitan. Sólo en una economía progresiva puede la cifra total de beneficios superar la cuantía total de las pérdidas, y ello tan sólo en aquella medida en que efectivamente mejore el nivel de vida de las masas[13]. De ahí que el capitalismo sea el sistema que fuerza a los cerebros de mayor capacidad y agilidad a promover, en la mayor medida posible, el bienestar de la apática mayoría.
En el campo de la experiencia histórica es imposible recurrir a la medición. Como quiera que el dinero no permite medir el valor o la satisfacción, no puede aplicarse para comparar el nivel de vida de épocas distintas. Sin embargo, todos los historiadores cuyos juicios no se ven afectados por preocupaciones románticas coinciden en que el desarrollo capitalista ha ampliado las existencias de capital en proporción enormemente superior al incremento de las cifras de población. El porcentaje de aquéllas, tanto por individuo como por trabajador, resulta hoy notablemente superior al de hace cincuenta, cien o doscientos años. Ha aumentado al propio tiempo la porción percibida por los asalariados de la cifra total de mercancías producidas, conjunto éste que también crece sin cesar. El nivel de vida de las masas, comparativamente a épocas anteriores, se ha elevado como por ensalmo. En los «felices tiempos pasados», aun los más ricos vivían míseramente en comparación con el estándar del actual obrero medio americano o australiano. El capitalismo, dice Marx, repitiendo sin darse cuenta la tesis favorita de los admiradores de la Edad Media, empobrece inexorablemente a las masas. Pero la verdad es que la organización capitalista ha derramado el cuerno de la abundancia sobre un proletariado que frecuentemente hizo cuanto pudo por impedir la implantación de aquellos sistemas que tanto han mejorado la vida de las masas. ¡Qué desgraciado se sentiría un moderno obrero americano en un castillo feudal, privado del agua corriente, de la calefacción y demás comodidades que en su casa disfruta!
A medida que se incrementa el bienestar material, varía el valor que el trabajador atribuye al descanso y al ocio. Al tener a su alcance mayor número de comodidades y placeres, el interesado llega ahora más pronto a aquel punto en que considera que no compensa suficientemente el incremento de la desutilidad del trabajo la mediata gratificación que ese mayor esfuerzo le proporcionaría. Prefiere acortar la inversión laboral, evitar a su mujer y a sus hijos los sinsabores del trabajo remunerado. No es la legislación social ni la coacción sindical lo que ha reducido la jornada y excluido a la mujer casada y a los niños de las fábricas; el capitalismo, por sí solo, provocó tales reformas, enriqueciendo al trabajador hasta el punto de permitirle vacar y descansar, exonerando del yugo laboral a sus seres queridos. La legislación social decimonónica, sustancialmente, no hizo más que ratificar progresos sociales ya impuestos por el propio funcionamiento del mercado. Cuando a veces tales disposiciones se adelantaron al necesario desarrollo económico, el enorme incremento de riqueza que el capitalismo imponía venía rápidamente a compensar los desfavorables efectos que tal precipitación habría provocado en otro caso. Contrariamente a lo que se piensa, estas medidas ingeniadas para beneficiar al obrero, cuando no se limitaron a ratificar progresos que el mercado no habría tardado en imponer, perjudicaron gravemente los intereses de las masas trabajadoras.
La expresión «conquistas sociales» sólo sirve para provocar confusión. Si a un trabajador que preferiría trabajar cuarenta y ocho horas semanales la ley le obliga a no trabajar más de cuarenta horas, y si se obliga a los patronos a efectuar determinados gastos en favor de sus empleados, ello ciertamente no favorece al trabajador a costa del empresario. Sean cuales fueren las ventajas que las normas legales otorgan al obrero, es este último, nunca el patrono, quien paga y financia, de su exclusivo peculio, esos beneficios. Dichas imposiciones reducen la porción del salario percibida en mano por el interesado; y si en su conjunto vienen a elevar el precio a pagar por su aportación laboral hasta exceder la cuantía que el mercado libre establecería por dicho trabajo, aparece de inmediato el paro institucional. Los seguros sociales no hacen que el patrono dedique mayores sumas a la adquisición de trabajo, sino que fuerzan al trabajador a dedicar parte de sus ingresos a determinadas inversiones. Restringen la libertad del asalariado para ordenar su hacienda como mejor estime.
Si semejante sistema de seguridad social es bueno o malo es un problema esencialmente político. Podemos abogar por su implantación alegando que los asalariados carecen de suficiente formación y carácter para la previsión del futuro. Pero en tal caso es difícil replicar a quienes resaltan lo paradójico que resulta ordenar la cosa pública con arreglo a la voluntad de unos votantes que el propio legislador considera incapaces de administrar sus propios intereses. ¿Cómo se puede investir del poder político supremo a gentes que precisan de un tutelaje paternal para que no malgasten sus rentas? ¿Es lógico que el pupilo designe a su tutor? Tal vez no sea una mera casualidad el que las tendencias políticas más antidemocráticas, tanto marxistas como no marxistas, surgieran en Alemania, la cuna de la seguridad social.
Suele decirse que la historia del industrialismo moderno y sobre todo la historia de la «Revolución Industrial» en Gran Bretaña brinda una verificación empírica de las doctrinas «realistas» o «institucionales» y refuta totalmente el «abstracto» dogmatismo de los economistas[14].
Los economistas niegan terminantemente que la acción sindical o la legislación social hayan jamás beneficiado permanentemente y elevado el nivel de vida de las masas trabajadoras en su conjunto. Pero los hechos, arguyen los antieconomistas, han puesto de manifiesto la inexactitud de tales afirmaciones. Los gobernantes y legisladores que comenzaron a reglamentar las relaciones laborales percibieron la realidad con más precisión que los economistas. Mientras los teóricos del laissez faire, sin piedad ni compasión, aseguraban que no era posible remediar los sufrimientos de las masas trabajadoras, el buen sentido de gentes carentes de especialización económica supo poner coto a los peores excesos del afán de lucro de mercaderes y negociantes. Si las condiciones de trabajo de los obreros han mejorado hoy en día, ello se debe exclusivamente a la intervención de las autoridades y a la presión de los sindicatos.
Tales son las ideas que dominan en la mayor parte de los estudios históricos que se ocupan de la evolución del industrialismo moderno. Sus autores comienzan siempre por presentar al lector una visión idílica de la situación anterior a la revolución industrial. En aquella época, afirman, prevalecía un estado de cosas sustancialmente agradable. Los agricultores eran felices. Los artesanos también se sentían satisfechos bajo el sistema de producción doméstica. Trabajaban en sus propias casas, gozando hasta cierto punto de independencia económica, al sentirse propietarios de sus tierras y sus instrumentos de trabajo. Y de pronto sobre aquellas felices gentes «cayó la revolución industrial como una guerra, como una plaga»[15]. La fábrica sometió al antes trabajador libre a una virtual esclavitud; rebajó su nivel de vida, permitiéndole meramente sobrevivir; al hacinar a mujeres y niños en infectos talleres, destruyó la vida familiar y minó las bases en que se asienta la sociedad, la moralidad y la salud pública. Un puñado de explotadores sin escrúpulos logró arteramente imponer un yugo servil sobre la inmensa mayoría.
La verdad es que las condiciones económicas anteriores a la Revolución Industrial eran harto precarias. El tradicional orden social carecía de elasticidad suficiente para atender las más elementales necesidades de una población en continuo crecimiento. Ni los campos ni los gremios podían dar acogida a las nuevas generaciones de trabajadores. Privilegios y monopolios enrarecían la vida mercantil; por doquier prosperaban las licencias y patentes monopolísticas; una filosofía de restricción, que rehuía la competencia, tanto en la esfera nacional como en la internacional, dominaba las mentes. Era mayor cada día el número de personas sin puesto que ocupar en aquel rígido sistema surgido del paternalismo y el intervencionismo estatal. Eran gentes virtualmente desheredadas. La mayor parte de ellas vivían indolentemente de las migajas que los privilegiados les echaban. Durante la época de la recolección ganaban una mísera paga ayudando en las faenas del campo; el resto del año dependían de la caridad pública o privada. Miles de bizarros muchachos no tenían más remedio que alistarse en el ejército o en la marina; muchos de ellos morían o se malograban en acciones guerreras; más aún perecían sin gloria a causa de la bárbara disciplina, las enfermedades tropicales o la sífilis[16]. Otros, más osados y aguerridos, infestaban campos y ciudades como vagabundos, mendigos, picaros, salteadores y prostitutas. Las autoridades no sabían qué hacer con tales gentes, a no ser encerrarlas en asilos o dedicarlas a trabajos públicos obligatorios. El apoyo que en las esferas oficiales hallaban los prejuicios populares contra las máquinas ahorradoras de trabajo y los nuevos inventos impedía dar solución eficaz al problema.
Aparecieron y se desarrollaron los primeros talleres y fábricas en lucha incesante contra todo género de dificultades. Tenían aquellos empresarios que combatir los prejuicios de las masas, los usos tradicionales, las vigentes normas legales y reglamentarias, la animosidad de las autoridades, la oposición de los privilegiados, la rivalidad de los gremios. El capital y el equipo de tales empresas era insuficiente; resultaba difícil y oneroso obtener crédito. Nadie tenía experiencia técnica ni comercial. La mayor parte de los nuevos industriales fracasaban; pocos, relativamente, lograban triunfar. Las ganancias a veces eran grandes; pero también lo eran las pérdidas. Habían de transcurrir décadas antes de que el hábito de reinvertir los beneficios permitiera acumular más sólidos capitales y ampliar las actividades.
El que las industrias, pese a tantos obstáculos, lograran pervivir se debió a dos factores. Los nuevos promotores se veían amparados, en primer lugar, por las enseñanzas de la nueva filosofía social difundida por los economistas. Tales doctrinas estaban ya minando el prestigio, aparentemente inconmovible, del mercantilismo, del paternalismo y el restriccionismo. Socavaron definitivamente la idea de que las máquinas y los procesos ahorradores de trabajo provocaban paro y empobrecían a las masas. Los economistas del laissez faire fueron, por eso, los adalides del progreso técnico sin precedentes que los últimos doscientos años han contemplado.
Un segundo factor contribuyó a debilitar la oposición contra las nuevas industrias. En efecto, las fábricas resolvían a los gobernantes y a los aristocráticos terratenientes en el poder los arduos problemas que ellos mismos no habían sabido solucionar. Las nuevas instalaciones proporcionaban medios de vida a aquellas masas de desheredados que antes todo lo invadían. Se vaciaban los asilos, las galeras, las cárceles. Los ayer meros pordioseros se trasmutaban, de pronto, en activos trabajadores que, con su propio esfuerzo, conseguían ganarse la vida.
Los nuevos industriales jamás gozaron de poder coactivo para enrolar a nadie en las fábricas contra su voluntad. Contrataban sólo a quienes querían ganar un salario. Pese a su escasez, estas retribuciones representaban para aquellas míseras gentes un premio muy superior al que podían conseguir en cualquier otra parte. No se arrancó a las mujeres de sus hogares y a los niños de sus juegos; esas madres no tenían qué ofrecer a sus hijos, sumidas en el hambre y la indigencia. Las fábricas eran la única salvación posible. El taller los rescató, en el estricto sentido de la palabra, de la muerte por inanición.
Es lamentable que los hombres tuvieran que vivir en similares condiciones. Pero la culpa no puede atribuirse a los industriales, quienes —impelidos, desde luego, no por motivos «altruistas», sino egoístas— hicieron cuanto estaba en su mano por remediar dichos sufrimientos. Tan graves aflicciones habían sido causadas por la organización económica de la era precapitalista, por el sistema imperante en los «felices tiempos pasados».
Durante las primeras décadas de la Revolución Industrial, el nivel de vida de los obreros era tremendamente bajo, comparado con el de las clases a la sazón privilegiadas o con el de las modernas masas proletarias. Se trabajaba muchas horas, en malas condiciones higiénicas. El hombre consumía rápidamente su capacidad laboral. A pesar de todo, las fábricas abrían un camino de salvación a aquellas masas a las que los sistemas restrictivos imperantes habían condenado a la miseria, privándolas de todo acomodo dentro del sistema. Estos desgraciados acudieron en tropel a las plantas fabriles única y exclusivamente porque éstas les permitían elevar su nivel de vida.
La filosofía del laissez faire y su retoño, la Revolución Industrial, demolieron las barreras ideológicas e institucionales que cerraban el camino al desarrollo económico y al bienestar social. Derribaron una organización que condenaba a un número siempre creciente a la indigencia y al abandono más absolutos. La artesanía había trabajado, prácticamente en exclusiva, para los ricos. Los talleres artesanos podían ampliarse sólo en la medida en que los poderosos incrementaban sus pedidos. Salvo la gente dedicada a las producciones básicas, los demás trabajadores únicamente podían colocarse si los de arriba estaban dispuestos a utilizar sus habilidades y servicios. Tal planteamiento cambió de la noche a la mañana. Las nuevas industrias arrumbaron los antiguos sistemas de producción y venta. Los bienes económicos no se fabricaban ya pensando sólo en unos cuantos ricos; se producían para atender las necesidades de quienes hasta entonces prácticamente nada habían podido consumir. Mercancías baratas, que muchos pudieran adquirir, eran las que iban a inundar los comercios. La industria textil algodonera fue la típica de los primeros años de la Revolución Industrial. Aquellos tejidos no eran, desde luego, para gente pudiente. Los ricos gustaban de la seda, el hilo y los encajes. Las fábricas, con su producción en masa, gracias a la implantación de sistemas mecánicos, al iniciar una nueva producción comenzaban siempre fabricando los artículos más económicos, pensando invariablemente en el consumo de las grandes masas. Sólo más tarde, gracias a la elevación sin precedentes del nivel de vida del proletariado que los propios talleres provocaban, se comenzó a producir en serie mercancías de mejor calidad. Al principio, por ejemplo, sólo los «proletarios» gastaban calzado hecho; los ricos lo preferían a medida. Los famosos «telares del sudor» no producían ropas para los ricos, sino para los económicamente débiles. Las elegantes damas y los distinguidos caballeros preferían los servicios de sus tradicionales sastres y modistas.
Lo más saliente de la Revolución Industrial es que abrió una nueva era de producción en masa para cubrir las necesidades de las masas. Los trabajadores dejaron de ser personas meramente dedicadas a atender deseos ajenos. A partir de entonces iban a ser ellos mismos los principales consumidores de los artículos que en las fábricas se producían. La industria moderna no puede subsistir sin los amplios mercados que forman los propios trabajadores. No hay actualmente en América ninguna gran industria que no se dedique a atender las necesidades de las masas. La actividad empresarial capitalista sólo progresa cuando sirve al hombre común. Como consumidor, este último es el soberano que, comprando o dejando de comprar, enriquece o arruina a los empresarios. En la economía de mercado, sólo es posible enriquecerse proporcionando a las masas populares, del modo más económico y cumplido, las mercancías que reclaman.
Cegados por sus prejuicios, muchos historiadores y escritores no logran comprender este hecho fundamental. Creen que los asalariados trabajan para beneficiar a otros. Pero nunca se preguntan quiénes son esos hipotéticos «otros».
Los Hammond nos aseguran que los trabajadores eran más felices en 1760 que en 1830[17]. Es un juicio de valor puramente arbitrario. No hay forma alguna de comparar ni medir la respectiva felicidad de personas diferentes ni aun de un mismo individuo en momentos distintos. Podemos, a efectos dialécticos, admitir que la persona nacida en 1740 era en 1760 más feliz que en 1830. No olvidemos, sin embargo, que en 1770 (según Arthur Young) Inglaterra tenía 8,5 millones de habitantes, mientras que en 1831 (con arreglo al censo) la población inglesa era ya de 16 millones[18]. Tan notable incremento sólo fue posible gracias a la Revolución Industrial. La afirmación de esos eminentes historiadores, por lo que atañe a esos millones de ingleses adicionales, únicamente pueden admitirla quienes respaldan los melancólicos versos de Sófocles: «No nacer es, sin duda, lo mejor; ahora bien, lo que, en segundo lugar, más conviene al hombre, una vez vista la luz del día, es retomar con la máxima celeridad a aquel lugar de donde procede».
Los primitivos industriales, por lo general, era gente que procedía de la misma clase social que sus dependientes. Vivía modestamente; gastaba en el consumo familiar sólo una pequeña porción de sus ganancias, reinvirtiendo el resto en el negocio. A medida que fue enriqueciéndose, sus hijos fueron invadiendo paulatinamente los círculos antes reservados a los aristócratas. Los caballeros de noble cuna envidiaban la fortuna de aquellos parvenus y los odiaban por ser partidarios de la reforma económica. El contraataque de la aristocracia tomó cuerpo imponiendo toda clase de investigaciones que pretendían averiguar la condición material y moral de los trabajadores industriales y promulgando diversas reglamentaciones laborales.
La historia del capitalismo en Gran Bretaña, al igual que en todos los demás países capitalistas, registra una invariable tendencia al alza del nivel de vida de las masas trabajadoras. Esta evolución coincidió temporalmente, por un lado, con la aparición de la legislación social y la general implantación del sindicalismo y, por otro, con un insospechado incremento de la productividad marginal del trabajo. Sostienen los economistas que el aumento del bienestar material de los obreros se debió a la elevación del porcentaje de capital por habitante y a haberse implantado, gracias precisamente a ese capital adicional, todo género de adelantos técnicos. La legislación social y la coacción sindical, mientras no imponían retribuciones totales superiores a las que los trabajadores, en todo caso y sin presión alguna, hubieran conseguido, resultaban superfluas. En cambio, siempre que se sobrepasó ese límite, no sirvieron sino para perjudicar los intereses de las propias clases de trabajadores a quienes se quería proteger. Retrasaron la acumulación de capital y así demoraron el incremento de la productividad marginal del trabajo y el alza de los salarios. Privilegiaron a ciertos trabajadores a costa de los demás. Provocaron paro masivo y restringieron la suma de bienes que los trabajadores, como consumidores, en otro caso hubieran disfrutado.
Los defensores del intervencionismo estatal y sindical atribuyen toda la mejora en las condiciones de los trabajadores a la actuación de gobernantes y asociaciones obreras. Sin esa actuación, afirman, el nivel de vida de los asalariados sería hoy tan bajo como lo era en las primeras etapas de la Revolución Industrial.
Es claro que esta controversia no puede zanjarse acudiendo a la experiencia histórica. No difieren ambos grupos en lo que respecta al establecimiento de los hechos. Su antagonismo brota de la diferente interpretación de esos hechos, interpretación que se inspira en la teoría elegida. Las consideraciones epistemológicas y lógicas que determinan la corrección o incorrección de la teoría son lógica y temporalmente anteriores a la explicación del problema histórico de que se trate. Los hechos históricos, por sí solos, no permiten ni demostrar ni refutar ninguna teoría. Es preciso interpretarlos a la luz de una visión teórica.
La mayoría de los autores que han descrito las condiciones de trabajo bajo el capitalismo desconocían la economía, e incluso se vanagloriaban de esa ignorancia. Sin embargo, su desprecio por las enseñanzas de la economía no significa que abordaran sus temas de estudio libres de prejuicios y sin parcialidad por determinadas doctrinas. Se inspiraban en la popular falacia referente a la omnipotencia gubernamental y a la supuestamente benefactora acción sindical. Nadie duda, por ejemplo, que a los Webb, a Lujo Brentano y a la legión de otros escritores de segunda fila impelía, en sus estudios, un odio fanático contra la economía de mercado y una admiración sin límites por el socialismo y el intervencionismo. Eran ciertamente honestos y sinceros en sus convicciones y trataron de comportarse en consecuencia. Ahora bien, su buena fe les exoneraba en cuanto personas, pero no en cuanto historiadores. Por más puras que sean las intenciones de un historiador, no tiene excusa si recurre a falsas y falaces doctrinas. El primer deber de un historiador es analizar con el máximo rigor las teorías que van a guiarle en el tratamiento de la realidad histórica. Si no lo hace y acepta ingenuamente las amañadas y confusas ideas de la opinión popular, deja de ser historiador para convertirse en apologeta y propagandista.
El antagonismo entre ambos puntos de vista no es en absoluto un problema meramente histórico. Se halla íntimamente relacionado con los más candentes temas del momento. En ese antagonismo precisamente se basa la extendida controversia sobre lo que en América se denominan relaciones industriales.
Permítasenos subrayar únicamente un aspecto de la cuestión. Extensas áreas geográficas de nuestro planeta —el Oriente asiático, las Indias neerlandesas, la Europa meridional y suroriental, la América latina— sólo muy superficialmente han recibido hasta ahora la influencia del capitalismo. La situación en estos países no difiere mucho de la que prevalecía en Gran Bretaña al comenzar la Revolución Industrial. Millones y millones de seres carecen de empleo y de posible encaje dentro de los sistemas económicos tradicionales. Sólo la industrialización puede salvar a tan desgraciadas masas. Empresarios y capitalistas es lo que esos países necesitan con mayor urgencia. Puesto que sus descabelladas políticas les impiden contar con ulteriores aportaciones de capital extranjero, no tienen más remedio que proceder a la acumulación de capital nacional. Tienen que rehacer todas y cada una de las penosas etapas por las que pasó la industrialización de Occidente. De ahí que al principio tendrán que conformarse con salarios relativamente bajos y largas jornadas laborales. Pero, ofuscados por las ideas que hoy prevalecen en Europa y en Norteamérica, los gobernantes de esos países creen poder recurrir a otras soluciones. Promulgan una legislación social avanzada e incitan a los sindicatos a la «acción directa». Su radical intervencionismo coarta y retrasa la implantación de nuevas industrias autóctonas. Su dogmatismo está perjudicando grave e inmisericordemente a los coolies chinos e indios, a los peones mejicanos y a millones de seres humanos que, al borde de la muerte por inanición, luchan por sobrevivir.
El trabajo es un factor de producción. El precio que el vendedor de trabajo pueda conseguir por su capacidad laboral depende de las circunstancias del mercado.
Tanto la cantidad como la calidad del trabajo que cada individuo puede ofrecer dependen de sus cualidades innatas y adquiridas. Las innatas no podemos variarlas. Son herencia que al nacer recibimos de nuestros antepasados. Podemos cultivar nuestros talentos individuales, perfeccionarlos y evitar que se malogren prematuramente. Pero nadie puede sobrepasar los límites que la naturaleza impone a su fuerza y capacidad. Unos son más habilidosos que otros para vender en el mercado su propia capacidad laboral, logrando así los más listos, por el trabajo específicamente ofertado, el mayor precio posible dadas las circunstancias concurrentes; pero nadie puede transmutar su condición natural acomodándola a todas las cambiantes facetas que el mercado puede presentar. Es una suerte que las condiciones del mercado sean tales que el tipo de trabajo que un sujeto puede realizar sea espléndidamente retribuido; es una suerte, no un mérito personal el que sus talentos naturales sean altamente apreciados por los demás. Greta Garbo seguramente habría ganado mucho menos dinero si hubiera nacido cien años antes de la era del cinematógrafo. Por lo que se refiere a sus talentos innatos, se encuentra en una posición análoga a la del agricultor cuyo campo puede venderse a un alto precio por su recalificación como terreno edificable.
Dentro siempre de los rigurosos límites señalados por la naturaleza, el hombre puede cultivar sus innatas habilidades formándose y aprendiendo la realización de determinados trabajos. El interesado o sus padres soportan los gastos que esta educación exige con miras a adquirir destrezas o conocimientos que le permitirán desempeñar determinadas funciones. Esta educación y aprendizaje especializan al sujeto; cada vez que avanza en su formación el actor incrementa el carácter específico de su capacidad laboral, restringiendo el campo de sus posibles actividades. Las molestias y sinsabores, la desutilidad del esfuerzo exigido por la consecución de tales habilidades, el coste de oportunidad de las ganancias potenciales que podría haber obtenido durante el periodo de formación, los gastos dinerarios, todo ello se soporta confiando en que el incremento de los ingresos futuros compensará ampliamente esos inconvenientes. Estos costes son una auténtica inversión; se trata, pues, de una verdadera especulación. Depende de la futura disposición del mercado el que la inversión resulte o no rentable. Al especializarse, el trabajador adopta la condición de especulador y empresario. La futura disposición del mercado determinará si su inversión le produce beneficios o pérdidas.
Así, el sujeto tiene intereses creados en un doble sentido: en cuanto posee determinadas cualidades innatas y en cuanto adquiere especiales habilidades o destrezas.
El trabajador vende su capacidad laboral al precio que el mercado, en cada caso, le permite. En la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme la suma de los respectivos precios que el empresario paga por los diferentes factores complementarios coincide —descontada la preferencia temporal— con el precio del artículo producido. Por el contrario, en la economía cambiante los cambios que la estructura del mercado registra hacen que estas dos magnitudes se diferencien. Las ganancias o pérdidas que se producen no afectan al trabajador. Recaen exclusivamente sobre el empresario. La incertidumbre del futuro afecta al trabajador solamente si se ven afectados los siguientes puntos:
1. Los costes soportados en forma de tiempo, desutilidad o dinero dedicado al aprendizaje.
2. Los costes impuestos por los desplazamientos al puesto de trabajo.
3. En caso de que se estipule un contrato laboral por un periodo definido, los cambios en el precio de específicos tipos de trabajo que se producen durante la duración del contrato, así como los que tienen lugar en la solvencia del patrono.
Denominamos salario al precio que se paga por el factor de producción trabajo humano. Como sucede con los precios de todos los demás factores de producción, la cuantía de los salarios, en definitiva, depende del precio que al contratarse el trabajo se espera poder exigir por los productos. Es indiferente que el interesado venda su trabajo a un empresario dispuesto a combinarlo con distintos factores materiales de producción y con servicios de terceras personas o que, por su propia cuenta y riesgo, se lance a efectuar esa combinación de factores de producción. El precio final del trabajo de la misma calidad es en todo caso el mismo en todo el sistema de mercado. El salario es siempre igual a la productividad marginal del trabajo. El popular eslogan «el derecho del trabajador al producto íntegro de su labor» no es más que una absurda formulación de la exigencia según la cual los bienes de consumo deberían distribuirse íntegramente entre los trabajadores, sin dejar nada a los empresarios y a los propietarios de los factores materiales de producción. Ninguna mercancía es fruto exclusivo del trabajo. Se trata siempre del resultado de una intencionada combinación de trabajo y factores materiales de producción.
En la economía cambiante los salarios vigentes tienden siempre a igualarse con los salarios finales. Pero este ajuste exige tiempo. La duración del periodo de ajuste depende del tiempo que requiera el adiestramiento para nuevas ocupaciones o el traslado de trabajadores a los nuevos lugares de trabajo. También influyen en la duración de dicho periodo factores subjetivos tales como, por ejemplo, la información y conocimiento que los potenciales trabajadores tengan de las condiciones y perspectivas del mercado de trabajo. El ajuste es una aventura especulativa, ya que tanto el prepararse para un trabajo distinto como el cambiar de residencia suponen costes diversos que la gente sólo está dispuesta a soportar cuando cree que la futura disposición del mercado los hará rentables.
En este orden de cosas no hay nada que sea peculiar del trabajo, los salarios y el mercado laboral. Lo único que confiere un carácter especial al mercado laboral es que el trabajador no es sólo un proveedor del factor de producción trabajo, sino también un ser humano y que es imposible separar al individuo de sus realizaciones. Con frecuencia se ha apelado a este hecho para proferir desatinos y para criticar vanamente las enseñanzas económicas en materia de salarios. Pero el que se hayan dicho sobre esto tantas insensateces no debe inducir al economista a pasar por alto la realidad primordial.
Para el trabajador es ciertamente importante la clase de trabajo que realiza entre las varias que puede realizar, el lugar en que tiene que realizarlo, así como las condiciones y circunstancias de su trabajo. El frío observador tal vez califique de vacuos e incluso ridículos prejuicios las ideas y los sentimientos que inducen al trabajador a preferir ciertas ocupaciones, ciertos lugares de trabajo y ciertas condiciones laborales a otros. Pero estos juicios académicos de fríos censores carecen de importancia. Para un tratamiento económico de los problemas en cuestión no hay nada especialmente destacable en el hecho de que el trabajador, al valorar su propia fatiga e incomodidad, no se limite a contrastar la específica desutilidad del trabajo en sí con la retribución ofrecida, sino que además sopese toda otra serie de circunstancias y detalles de indudable importancia subjetiva para el interesado. El que el trabajador renuncie frecuentemente a mayores ingresos por no variar de residencia y prefiera permanecer en su país o incluso en su pueblo natal es una conducta dictada por las mismas consideraciones que inducen al rico sin ocupación a preferir una vida más cara en la ciudad a otra más barata en la pequeña aldea. Consumidor y trabajador son siempre un misma y única persona; y es sólo el razonamiento económico el que integra las funciones sociales y divide esta unidad en aspectos diferentes. El individuo concreto no puede separar sus decisiones referentes al empleo de su fuerza de trabajo de las que se refieren al disfrute de sus ganancias.
El nacimiento, la lengua, la educación, las creencias religiosas, la mentalidad, los lazos familiares y el medio social influyen poderosamente en el trabajador, de tal suerte que al optar por determinada labor o lugar de trabajo, no se guía exclusivamente por la cuantía del salario.
Los salarios que, para las distintas clases de trabajo, prevalecerían en el mercado si la gente no discriminara por razón del lugar de trabajo y, en caso de igualdad retributiva, no prefiriera unas ubicaciones a otras, podemos denominarlos salarios estándar (S). Pero como lo cierto es que los asalariados, por las razones indicadas, valoran de manera distinta los diferentes lugares de trabajo, aparecen los salarios de mercado efectivos (M), que pueden apartarse permanentemente de los primeros. Denominaremos factor de afección (A) a la diferencia máxima que entre el salario de mercado y el estándar puede llegar a darse sin que el trabajador varíe su ubicación. Tal factor de afección a determinado lugar lo mismo puede ser de signo positivo que negativo.
También debe tenerse presente que los diversos lugares y zonas difieren respecto a la disponibilidad de bienes de consumo en razón de los costes del transporte (en el sentido más amplio de la expresión). Estos costes son más bajos en algunas zonas y más altos en otras. Tampoco puede olvidarse que igualmente se diferencian unos puntos geográficos de otros por la cantidad de gastos que es preciso efectuar para obtener un mismo resultado. El hombre, para conseguir idéntica satisfacción, ha de gastar más en unas localidades que en otras, con independencia del factor afectivo. O dicho de otra forma, existen lugares donde el sujeto puede evitarse determinados gastos sin que ello implique reducción de su bienestar material. Esos gastos que el trabajador tiene que hacer en determinadas zonas para alcanzar un mismo grado de satisfacción o aquellos otros que puede ahorrarse podemos agruparlos bajo la denominación de factor coste (C). El factor coste, para una determinada zona, puede igualmente ser positivo o negativo.
Supongamos que no existieran obstáculos institucionales que impidieran o dificultaran el desplazamiento de los bienes de capital, de los trabajadores ni de los bienes de consumo de un lugar a otro, e imaginemos asimismo que a los asalariados les resultara totalmente indiferente habitar y trabajar en unos lugares u otros. En tales supuestos, la población humana tendería a distribuirse sobre la faz de la tierra según la productividad física de los factores primarios de producción y con arreglo a la inmobilización de los factores de producción inconvertibles tal como se realizó en el pasado. La retribución pagada para un mismo tipo de trabajo, descontado el factor coste, tendería a alcanzar una cifra uniforme en todo el mundo.
Podrían entonces calificarse de comparativamente superpobladas aquellas zonas en las cuales los salarios, incluido el (positivo o negativo) factor coste, fueran inferiores a los salarios estándar y poco poblados aquellos sectores donde los salarios de mercado, más el (positivo o negativo) factor coste, resultaran superiores a los estándar. Sin embargo, estas definiciones inducen fácilmente a error, pues no reflejan debidamente las circunstancias que determinan los salarios ni aclaran tampoco la conducta de los asalariados. Hay otras expresiones, en este orden de cosas, más oportunas. Calificaremos, en este sentido, de superpobladas aquellas zonas donde los salarios de mercado resulten inferiores a los estándar más el (positivo o negativo) factor de afección y el (positivo o negativo) factor coste; es decir, aquellos lugares donde M es menor que S + A + C. Estimaremos, en cambio, poco poblados los lugares donde M es mayor que S + A + C. En ausencia de barreras institucionales, los trabajadores emigran de las zonas relativamente superpobladas a las de menor densidad relativa de población hasta el momento en que M se iguala con S + A + C.
Todo lo anterior, mutatis mutandis, es aplicable a los movimientos migratorios de quienes trabajan por cuenta propia y venden su trabajo disponiendo de sus productos o servicios.
Tanto el factor de afección como el factor coste son conceptos igualmente aplicables al movimiento migratorio de trabajadores de unas ramas productivas a otras.
No es necesario añadir que tales desplazamientos sólo pueden producirse en ausencia de barreras institucionales que perturben la libre movilidad del capital, el trabajo o las mercancías. En la situación actual, cuando paso a paso va desintegrándose la división internacional del trabajo y en todas partes se tiende a la autarquía económica, estos movimientos únicamente se registran dentro de las fronteras políticas de cada país.
Los animales constituyen para el hombre un factor material más de producción. Tal vez llegue el día en que la variada sensibilidad induzca a los humanos a tratar mejor a las bestias. Ello no obstante, mientras no dejemos a los irracionales totalmente en paz y en libertad, siempre estaremos utilizándolos como medios para conseguir nuestros fines. Porque la cooperación social sólo es posible entre seres racionales, ya que únicamente ellos logran comprender el objetivo perseguido y los beneficios derivados de la división del trabajo y de la asociación pacífica.
El hombre subyuga al bruto integrándolo, como instrumento material, en sus planes de acción. Al someter, amansar y adiestrar a los irracionales, el domador, desde luego, establece un cierto contacto psicológico con el animal; apela, como si dijéramos, al alma del bruto. Pero, aun en tales casos, el abismo que separa al ser humano del bruto sigue siendo insalvable. No se le puede proporcionar a éste más que satisfacciones alimenticias y sexuales y protección contra los peligros externos. El animal nos resulta siempre de índole bestial e inhumana precisamente porque actúa tal como la ley de hierro de los salarios quiere presentamos a los obreros. Si a los hombres sólo les interesara el alimento y el ayuntamiento carnal, indudablemente la civilización jamás habría surgido; por eso es por lo que entre los animales jamás se establecen lazos sociales, ni nunca llegarán a integrarse en nuestra sociedad humana.
El hombre, una y otra vez, ha pretendido manejar y tratar a sus semejantes como si fueran bestias. Recurrió al látigo en las galeras y obligó a hermanos suyos a tirar de pesados carros como percherones. Pero la experiencia histórica atestigua invariablemente el mínimo rendimiento de tan brutales sistemas. Hasta el individuo de mayor tosquedad y apatía produce más cuando trabaja por propio convencimiento que cuando actúa bajo la amenaza de la tralla.
El hombre primitivo no distinguía entre las mujeres, hijos y esclavos de un lado y el resto de sus propiedades de otro. Pero en cuanto el dueño pide al esclavo servicios de calidad superior a la que el ganado de carga y tiro pueden proporcionarle, se ve obligado a ir paulatinamente aflojando el lazo servil. El incentivo del miedo va dando paso al incentivo del interés personal; entre el siervo y el señor comienzan a surgir relaciones humanas. Tan pronto como ya no es el grillete o la presencia del vigilante lo que impide al esclavo huir; en cuanto comienza a trabajar sin pensar en la amenaza del látigo, la relación entre las partes se convierte en nexo social. El siervo, sobre todo si se mantiene aún fresco el recuerdo de los más felices días de la libertad, tal vez lamente su situación y sueñe en la manumisión. Pero se aviene a soportar un estado aparentemente incambiable; se acomoda a su destino intentando hacerlo lo más grato posible. Procura, entonces, satisfacer los deseos del señor y cumplir del mejor modo posible cuanto se le encomienda; el dueño, por su parte, también trata de fomentar el celo y la fidelidad de aquél dándole mejor trato. Poco a poco, comienzan a brotar entre ambos lazos que pueden incluso calificarse de amistosos.
Tal vez los defensores de la esclavitud no se equivocaban del todo al asegurar que muchos esclavos estaban satisfechos con su situación y no pretendían variarla. Existen, posiblemente, individuos, grupos y aun pueblos y razas enteras a quienes satisface plenamente esa sensación de seguridad y protección típica del estado servil; no se sienten humillados ni ofendidos y gustosos cumplen unos servicios no muy duros a cambio de las comodidades que se disfrutan en las distinguidas mansiones; los caprichos y las destemplanzas de los señores no les molestan demasiado, y consideran esos inconvenientes sólo como mal menor.
Sin embargo, la situación de los esclavos en los latifundios y explotaciones agrarias, en las minas e instalaciones industriales y en las galeras era bien distinta de aquella idílica y feliz existencia atribuida a los lacayos, cocineras, doncellas y niñeras de las grandes casas e incluso de la que llevaban los cultivadores, porquerizos y vaqueros de las pequeñas explotaciones agrícolas pese a su condición servil. Ningún defensor de la esclavitud ha tenido la osadía de considerar atractiva la suerte de los esclavos agrarios de la antigua Roma, hacinados y cargados de cadenas en el ergastulum, o la de los negros americanos en las plantaciones de algodón y de azúcar[19].
Ahora bien, la abolición de la esclavitud y de la servidumbre no puede atribuirse ni a las enseñanzas de teólogos y moralistas ni tampoco a la generosidad o debilidad de los dueños. Entre los grandes maestros de la religión y la ética hubo tan decididos defensores de la esclavitud como oponentes de la misma[20]. Desapareció el trabajo servil porque no pudo soportar la competencia del trabajo libre; por su mínima rentabilidad, recurrir a él resulta ruinoso en una economía de mercado.
El precio que el adquirente paga por el esclavo depende de los beneficios netos que se supone puede aportar el siervo (tanto a título de trabajador como a título de progenitor de esclavos), por lo mismo que el precio de una vaca es función de los ingresos netos que se espera producirá el animal. El propietario de esclavos no obtiene de éstos ninguna renta especial. No se lucra con específicos beneficios derivados de «explotar» al siervo, de no pagarle salario alguno, del posible mayor valor del servicio que éste presta frente al coste total de su alimentación, alojamiento y vigilancia. Porque en la misma proporción en que tales ganancias resultan previsibles debe el adquirente pagar las mismas a través del precio de compra; abona el valor íntegro de dichas ventajas, descontada la preferencia temporal. La institución servil, per se, como decimos, no reporta ningún beneficio específico al propietario de esclavos, siendo a estos efectos indiferente que el dueño, en su casa, aproveche el trabajo de los siervos o lo arriende a terceras personas. Sólo el cazador de esclavos, es decir, aquél que priva a hombres libres de su libertad convirtiéndolos en siervos, obtiene una ventaja específica de la institución. Es claro que la cuantía de esta ganancia depende de los precios que los compradores estén dispuestos a pagar. Si estos precios son inferiores a los costes de la caza y transporte de los esclavos, el negocio producirá pérdidas y deberá abandonarse.
En ningún lugar ni ocasión pudo jamás el trabajo servil competir con el trabajo libre. Sólo cuando se goza de protección contra la competencia del trabajo voluntariamente contratado se puede recurrir al trabajo de esclavos.
Quien pretenda tratar a los hombres como a bestias sólo obtendrá de ellos comportamientos animales. Puesto que las energías físicas de los seres humanos son notablemente inferiores a las de los bueyes o caballos, y puesto que alimentar y vigilar a un hombre es mucho más costoso, en proporción al resultado conseguido, que cuidar y atender al ganado, resulta que los esclavos, cuando se les da trato de irracionales, producen por unidad de coste mucho menos que los brutos. Para obtener del trabajador servil realizaciones humanas, es preciso ofrecerle incentivos también humanos. Si el patrono desea que su dependiente produzca cosas que superen, tanto en calidad como en cantidad, a las que produce la amenaza del látigo, tiene que hacer partícipe al trabajador del beneficio de su trabajo. En vez de castigar la pereza y la incuria, debe premiar la diligencia, la habilidad y el fervor. Pero por más que insista, jamás conseguirá el dueño que el trabajador servil —es decir, aquél que no se beneficia del total valor que el mercado atribuye a su contribución laboral— produzca tanto como el hombre libre —o sea, aquel cuyos servicios se contratan en un mercado laboral inadulterado. Tanto en cantidad como en calidad, la mejor producción de siervos y esclavos es invariablemente muy inferior a la de trabajadores libres. En la producción de artículos de calidad superior, una empresa que emplea los aparentemente baratos servicios del trabajo coactivo jamás puede competir con quien recurre a trabajadores libres. Y esta circunstancia es la que ha hecho desaparecer todo sistema de trabajo coactivo.
Las instituciones sociales han impuesto a veces el trabajo servil en sectores completos de producción impidiendo en ellos la libre competencia del mercado laboral. La esclavitud y la servidumbre sólo pueden medrar allí donde prevalecen rígidos sistemas de castas que el individuo no puede romper ni despreciar. Son los propios dueños quienes, en ausencia de tales circunstancias protectoras, adoptan medidas que, poco a poco, socavan la propia institución servil. No fueron razones humanitarias las que indujeron a los duros y despiadados propietarios romanos a aflojar las cadenas de sus esclavos, sino el deseo de explotar mejor sus latifundios. Abandonaron la producción centralizada en gran escala y convirtieron a sus esclavos en arrendatarios que, por cuenta y riesgo propio, explotaban determinadas parcelas, debiendo simplemente entregar a cambio al dueño o una renta o una parte de la producción. Los siervos, en las industrias artesanas y en el comercio, se transformaron en empresarios, manejando fondos —peculium— que constituían una cuasi propiedad legal. Las manumisiones se multiplicaban, pues el liberto debía ofrecer al antiguo señor —patronus— prestaciones valoradas por este último en más que los servicios que como esclavo aquél venía proporcionándole. La manumisión no era en modo alguno una mera gracia o liberalidad del dueño hacia su servidor. Más bien se trataba de una operación de crédito, de una compra a plazos de la libertad. El liberto, durante años y a veces por toda la vida, tenía que prestar determinados servicios a su patrono, que incluso tenía ciertos derechos hereditarios en caso de muerte[21].
Al desaparecer el trabajo servil en las grandes explotaciones agrícolas e industriales, la esclavitud, como sistema de producción, prácticamente desapareció; pasó a ser mero privilegio de determinadas familias reservado en específicas organizaciones de carácter feudal y aristocrático. Tales propietarios percibían, desde luego, tributos en efectivo y en especie de sus vasallos; los hijos de éstos incluso tenían que servir como criados o milites al señor durante ciertos periodos. Ello no obstante, la esclavitud, como sistema de producción, había desaparecido, pues tales vasallos cultivaban las tierras y trabajaban en sus talleres independientemente y por cuenta propia. Sólo una vez terminado el proceso productivo, aparecía el dueño y se apropiaba de una parte del beneficio.
A partir del siglo XVI, otra vez se recurrió al trabajo servil para el cultivo de los latifundios agrarios y a veces incluso para la producción industrial en gran escala. Los esclavos negros constituyeron la fuerza laboral típica en las plantaciones del continente americano. En la Europa oriental —en el nordeste de Alemania, en Bohemia, Moravia y Silesia, en Polonia, en los Países Bálticos, en Rusia, así como en Hungría y zonas adyacentes— la agricultura en gran escala funcionaba a base del trabajo de siervos no remunerados. El trabajo servil, en ambos lados del Atlántico, se vio protegido por instituciones políticas contra la posible competencia de gentes que emplearan trabajo libre. En las plantaciones coloniales, los elevados costes de transporte, así como la ausencia de garantías legales y de protección jurisdiccional contra las arbitrariedades de los funcionarios públicos y de los nuevos aristócratas procedentes de Europa impidieron que apareciera un número suficiente de trabajadores libres, así como la formación de un estamento de agricultores independientes. En la Europa oriental el imperante sistema de castas se alzaba frente a cualquiera que pretendiera iniciar nuevas explotaciones agrarias. La agricultura en gran escala estaba reservada a la nobleza. Las pequeñas fincas eran regentadas por siervos. A todos, sin embargo, constaba que tales explotaciones agrarias basadas en el trabajo obligatorio jamás hubieran soportado la competencia de los productos obtenidos por trabajadores libres. Sobre este particular, la opinión en el siglo XVIII y principios del XIX era tan unánime como la de los tratadistas agrarios de la antigua Roma. La mecánica del mercado resultaba impotente en tales supuestos para emancipar a los esclavos y siervos, pues la organización social imperante había sustraído las tierras de la nobleza y las plantaciones coloniales a la soberanía de los consumidores. Fue necesario, en estos casos, para liberar a esclavos y siervos, recurrir a actuaciones políticas cuya base intelectual fue precisamente la hoy tan denostada filosofía del laissez faire.
La humanidad se ve hoy de nuevo amenazada por gente que desea suprimir el derecho del hombre libre a vender su capacidad laboral «como una mercancía» en el mercado y pretende reimponer por doquier el trabajo coactivo. Desde luego, la gente cree que el trabajo de los camaradas de la comunidad socialista será muy diferente del que antiguamente se exigía de siervos y esclavos. Trabajaban éstos —piensa— en beneficio de un señor. Bajo el socialismo, en cambio, la propia sociedad, de la que forma parte el trabajador, será la beneficiaria, de suerte que en realidad el obrero trabajará para sí mismo. Lo que esta observación no advierte es la imposibilidad de identificar al sujeto individual ni tampoco al conjunto de todos ellos con el ente público que se apropia la totalidad de la producción. No interesa ahora destacar, por ser cuestión de segundo orden, el que los fines y objetivos que persiguen los gobernantes es muy posible que difieran radicalmente de los que la gente en verdad quisiera conseguir. Es mucho más importante observar que bajo el socialismo jamás se le paga al trabajador su aportación personal a la riqueza común a través del salario que fija el mercado. La república socialista tiene vedado el cálculo económico; no puede determinar separadamente qué porción del total producido corresponde a cada uno de los diversos factores. Al no poderse conocer la importancia de la contribución de cada trabajo, resulta imposible remunerar a nadie con arreglo al auténtico valor de su aportación personal.
No es preciso perdernos en sutilezas metafísicas desentrañando la esencia de la libertad y de la coacción, para distinguir el trabajo libre del coactivo. Consideramos libre el trabajo extroversivo que por sí mismo no gratifica y que, sin embargo, el hombre realiza, ya sea para cubrir directamente sus personales necesidades, ya sea para atender las mismas de un modo indirecto, al disponer del precio que por su labor cobra en el mercado. Es coactivo el trabajo que el interesado realiza obligado por imperativos diferentes. Es fácil evitar toda contrariedad a quienquiera moleste esta terminología, por emplear vocablos tales como libertad y coacción, los cuales pudieran sugerir juicios de valor incompatibles con la fría y objetiva lógica que debe presidir el análisis de estos temas sustituyéndolos por otros. En efecto, se puede denominar trabajo L al anteriormente llamado libre, y trabajo C, al que hemos considerado coactivo. La nomenclatura empleada no hace variar el problema básico. Lo que interesa determinar es qué incentivo puede inducir al hombre a vencer la desutilidad del trabajo cuando la satisfacción de sus necesidades no depende directa ni —en grado apreciable— indirectamente de la cuantía y calidad de su contribución.
Admitamos, a efectos dialécticos, que parte o incluso la mayoría de los trabajadores ejecuten pundonorosamente y del mejor modo las tareas que la superioridad señala. (Pasamos ahora por alto los insolubles problemas que a una comunidad socialista plantearía el determinar qué trabajo debería cada uno realizar). Pero, aun en tal caso, ¿qué haríamos con los perezosos y descuidados? Habría que castigarlos y, para ello, sería necesario investir al superior jerárquico de poderes bastantes para que pueda determinar las faltas, enjuiciarlas con arreglo a consideraciones subjetivas y, finalmente, imponer los correspondientes castigos. De este modo los lazos contractuales son sustituidos por lazos hegemónicos. El trabajador queda sometido a la voluntad discrecional de su superior; el jefe goza ahora de decisivas facultades punitivas.
El trabajador, en la economía de mercado, oferta y vende sus servicios como los demás ofertan y venden otras mercancías. El obrero no rinde vasallaje al patrono. Compra éste a aquél unos servicios al precio señalado por el mercado. El patrono, como cualquier otro comprador, puede, desde luego, proceder arbitrariamente. Pero entonces tendrá que atenerse a las consecuencias. El empresario o el jefe de personal pueden actuar extravagantemente al contratar a sus trabajadores. Pueden despedirlos sin causa u ofertar salarios inferiores a los del mercado. Pero tal actuación perjudica inmediatamente en sus intereses económicos al propio sujeto y debilita su posición social, reduciendo la productividad y rentabilidad de su empresa. Tal género de caprichos, bajo una economía de mercado, llevan en sí su propia sanción. El mercado brinda al obrero protección real y efectiva a través de la mecánica de los precios. Independiza al trabajador del capricho del patrono. Queda el asalariado exclusivamente sujeto a la soberanía de los consumidores, como también lo está el empresario. Los consumidores, al determinar, comprando o dejando de hacerlo, los precios de las mercancías y el modo en que deben explotarse los diversos factores de producción, vienen a fijar un precio para cada tipo de trabajo.
El trabajador es libre precisamente porque el empresario, forzado por los propios precios del mercado, considera la capacidad laboral como una mercancía, como un medio para obtener beneficio. El asalariado, para el patrono, es una persona que, por impulso meramente crematístico, contribuye a que él gane dinero. El empresario paga una suma monetaria por una precisa contribución laboral, mientras que el trabajador trabaja única y exclusivamente por obtener su salario. Esa relación establecida entre patrono y obrero no viene dictada ni por el afecto ni por el odio. Nada tiene el trabajador que agradecer a su principal; no tiene aquél respecto a éste más obligación que la de aportar la convenida actuación laboral, en la pactada cuantía y calidad.
No es preciso, por eso, en la economía de mercado, otorgar al patrono facultades punitivas. Bajo cualquier sistema de producción carente de mercado, en cambio, es preciso que el superior pueda castigar al obrero remiso, constriñéndole así a aplicarse al trabajo con más celo. Como la cárcel detrae al operario del trabajo o al menos reduce notablemente la utilidad de la labor, para reforzar la actividad de siervos y esclavos ha habido siempre que recurrir al castigo corporal. Sólo al desaparecer el trabajo coactivo fue posible también desterrar el palo como incentivo laboral, quedando el látigo tan sólo como emblema pertinente del estado servil. En la sociedad de mercado, la gente considera hasta tal punto humillantes e inhumanos los castigos corporales que incluso han sido suprimidos ya en las escuelas, en los establecimientos penales y en las fuerzas armadas.
Quien crea que una comunidad socialista podrá prescindir de la coacción y violencia contra el trabajador moroso, pensando que bajo tal sistema todo el mundo estará pundonorosamente a la altura de su cometido, es víctima de los mismos espejismos que ofuscan a quienes creen en el ideal anarquista.