EL INTERÉS, LA EXPANSIÓN CREDITICIA Y EL CICLO ECONÓMICO
En la economía de mercado, en la que todos los cambios interpersonales se efectúan por medio del dinero, la categoría del interés originario se manifiesta fundamentalmente en el interés sobre los préstamos monetarios.
Ya anteriormente se hizo notar que en la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme el interés originario es único. Prevalece en todo el sistema un sólo tipo de interés. Éste coincide con el interés originario tal como se manifiesta en la razón entre el precio de los bienes presentes y el de los futuros. Tal tipo de interés podemos calificarlo de interés neutral.
La economía de giro uniforme presupone un dinero neutro. Pero como en el mundo real el dinero jamás es neutro, surgen especiales problemas.
Al cambiar la relación monetaria, es decir, la relación entre la demanda de dinero para su tenencia en metálico, de un lado, y las existencias monetarias, de otro, también varían los precios de todos los bienes y servicios. Sin embargo, no cambian los precios de los diversos bienes y servicios en la misma proporción ni en la misma época. Ello, como es natural, provoca en las fortunas y los ingresos de la gente unos cambios que, a su vez, pueden modificar las circunstancias determinantes del tipo de interés originario. El tipo final de interés originario hacia el cual el sistema tiende, variada la relación monetaria, no es ya el mismo hacia el que anteriormente apuntaba. Vemos, pues, cómo la propia fuerza del dinero tiene poder bastante para provocar cambios permanentes en el tipo final del interés originario y en el tipo del interés neutro.
Se nos plantea un segundo problema, de mayor trascendencia aún, que podemos considerar como otro aspecto del que acabamos de mencionar. Las variaciones de la relación monetaria pueden, en determinados casos, afectar primeramente al mercado crediticio; la oferta y la demanda de préstamos influye entonces sobre el interés de mercado, tipo de interés este último que denominaremos bruto (o de mercado). ¿Pueden tales mutaciones del interés bruto hacer que varíe el tipo de interés neto en él comprendido, apartando permanentemente aquél del tipo concorde con el interés originario, es decir, con la diferencia valorativa entre bienes presentes y futuros? ¿Es posible que hechos acontecidos en el mercado crediticio puedan llegar a suprimir, total o parcialmente, el interés originario? Ningún economista dudará un momento en contestar negativamente tales interrogantes. Pero entonces surge otra cuestión: ¿Cómo reajusta el mercado el tipo de interés bruto al del interés originario?
Estamos ante asuntos de singular importancia. Se trata de problemas con los que los economistas hubieron de enfrentarse al estudiar la banca, los medios fiduciarios y el crédito circulatorio, la expansión crediticia, la gratuidad u onerosidad del crédito, los ciclos económicos y cuantos asuntos guardan relación con el cambio indirecto.
Los tipos de interés del mercado sobre los préstamos no son tipos de interés puros. Entre los componentes que contribuyen a su determinación hay elementos que no son interés. El prestamista es siempre empresario. Toda concesión de crédito es una acción empresarial especulativa cuyo futuro resultado —favorable o adverso— es siempre incierto. Quien presta dinero a otro sabe que puede perder todo o parte del principal. Y este riesgo condiciona las estipulaciones contractuales.
Jamás puede haber seguridad plena en el préstamo dinerario ni en ninguna operación crediticia o con pagos aplazados. Tanto el deudor como sus fiadores y avalistas pueden resultar insolventes; las hipotecas y demás garantías aportadas pueden esfumarse. El acreedor se constituye en una especie de socio del deudor; aparece como virtual copropietario de los bienes que aseguran la operación. Cualquier mutación mercantil que influya en el valor de esos bienes puede, a causa de tal relación, afectarle directa e inmediatamente. Ha unido su suerte con la del deudor; se ha interesado en los cambios que pueda registrar el precio de las mercancías dadas en garantía. El capital, por sí solo, no genera beneficio; es preciso emplearlo e invertirlo de modo acertado, no sólo para que produzca interés, sino incluso para que el principal no se desvanezca. El aforismo pecunia pecuniam parere non potest (el dinero no pare dinero) tiene plena vigencia en este sentido, un sentido, por supuesto, totalmente distinto del que le atribuían los filósofos antiguos y medievales. Sólo percibe interés bruto quien ha tenido éxito en sus préstamos. El interés neto que en tal caso obtenga se hallará incluido en el bruto, comprendiendo éste, además, otros integrantes que no pueden realmente considerarse interés. El interés neto es una magnitud que sólo nuestro pensamiento analítico nos permite separar de los ingresos totales del acreedor.
Sobre el componente empresarial de los rendimientos totales percibidos por el prestamista pueden influir todos los factores que condicionan la actividad empresarial. Aféctanle las circunstancias legales e institucionales. Los pactos que permiten al acreedor, si el deudor pierde el capital prestado, proceder contra las garantías o la restante fortuna de aquél se basan en instituciones y disposiciones legales. Corre el prestamista menos riesgos de pérdida que el deudor cuando hay un ordenamiento institucional y normativo que otorga acción al primero contra la mora del segundo. Sin embargo, no es interés de la economía estudiar detalladamente el aspecto jurídico de los empréstitos, las obligaciones, las acciones preferentes, hipotecas y demás transacciones crediticias.
El componente empresarial aparece en toda clase de préstamos. Suele distinguirse entre préstamos de consumo o personales y préstamos productivos o empresariales. La nota típica de los primeros consiste en permitir a quien los recibe gastar por adelantado ingresos futuros previstos. Al adquirir derecho a una parte de esas riquezas venideras, el prestamista adquiere condición empresarial; es como si se interesara en los rendimientos que los negocios del deudor hayan de producir. El buen fin de estos créditos es siempre incierto, pues jamás cabe una seguridad absoluta acerca de la efectiva aparición de esos supuestos ingresos futuros.
También suele distinguirse entre créditos privados y créditos públicos, aplicándose esta última calificación a los otorgados al gobierno o a los departamentos administrativos. La incertidumbre de tales operaciones se refiere a la vida de los poderes seculares. Los imperios se hunden; los gobiernos son revolucionariamente derribados; tal vez las nuevas autoridades se nieguen a atender las deudas contraídas por sus predecesores. Ya señalamos anteriormente el fondo hasta cierto punto inmoral de toda deuda pública a largo plazo[1].
Sobre todo cobro aplazado pende, como espada de Damocles, el peligro de la intervención gubernamental. Las masas han sido siempre incitadas contra los acreedores. El acreedor, para el pueblo, es el rico ocioso, mientras suele representarse al deudor como el sujeto pobre pero laborioso. La gente odia al primero y le considera explotador sin entrañas, mientras considera al segundo víctima inocente de la opresión. Por lo general, se cree que las medidas estatales que reducen las pretensiones de los acreedores benefician a la inmensa mayoría y que sólo se perjudica a una minoría de usureros recalcitrantes. No se advierte que las reformas capitalistas del siglo XIX hicieron variar por completo la composición de las clases deudoras y acreedoras. En la Grecia de Solón, en la Roma de las Leyes Agrarias y en los siglos del Medioevo, los acreedores normalmente eran los ricos, y los deudores los pobres. Pero en nuestra época de obligaciones y empréstitos, de bancos hipotecarios e instituciones populares de ahorro, de seguros de vida y cajas sociales, los amplios grupos integrados por los económicamente débiles son los auténticos acreedores. Los ricos, en cambio, propietarios de acciones, de industrias, de fincas y explotaciones agrícolas son más frecuentemente deudores que acreedores. Al reclamar la expoliación de los acreedores, las masas, insensatamente, van contra sus propios y privativos intereses. Con una opinión pública en tal grado desorientada, le es difícil al prestamista protegerse contra expoliatorias medidas estatales. Ello provocaría una manifiesta alza del componente empresarial contenido en el interés bruto si tales riesgos políticos se contrajeran al mercado crediticio y no afectaran por igual, como en realidad sucede, a toda propiedad privada de medios de producción. Tal como se presentan las cosas, no existe hoy inversión alguna que pueda estimarse segura contra el peligro político de una confiscación general. El capitalista, por ello, no reduce sus riesgos al invertir en negocios propios su fortuna, dejando de hacer préstamos tanto públicos como privados.
Los riesgos políticos implícitos en el préstamo dinerario no afectan a la cuantía del interés originario; sobre lo que influyen es sobre el componente empresarial contenido en el interés bruto de mercado. En el caso extremo —es decir, cuando se previera una general abrogación de todos los pagos aplazados—, el componente empresarial se incrementaría sin límite[2].
El dinero sería neutro si las variaciones de origen dinerario registradas por el poder adquisitivo de la moneda afectaran a los precios de todas las mercancías y servicios al mismo tiempo y en la misma proporción. Sobre la base de un dinero neutro, podría pensarse, siempre y cuando no hubiera pagos aplazados, en un tipo de interés también neutro. En el caso de existir pagos aplazados —dejando aparte la condición empresarial del acreedor y el correspondiente componente empresarial que, en consecuencia, incluye el interés bruto—, las posibles variaciones del futuro poder adquisitivo del dinero deberían preverse en las estipulaciones contractuales. El principal del crédito habría de ser periódicamente incrementado o disminuido con arreglo a un módulo porcentual que reflejaría los cambios del poder adquisitivo de la moneda. Al variar el principal, cambiaría también la base de cálculo del interés. Por lo tanto, ese interés sería neutro.
Con un dinero neutro, se podría neutralizar el tipo de interés por otro camino, siempre y cuando las partes pudieran prever con toda precisión las ulteriores variaciones del poder adquisitivo del dinero. En efecto, podrían estipular un interés bruto compensatorio de tales cambios mediante la aplicación al mismo de determinado porcentaje de aumento o la reducción del tipo de interés originario según procediera. Tal resarcimiento es lo que denominamos compensación —positiva o negativa— por variación de precios. En el caso de una pronunciada deflación, la compensación negativa por variación de precios (negative price premium) no sólo podría absorber íntegramente el tipo del interés originario, sino incluso llegar a hacer negativo el interés bruto, el cual vendría entonces representado por una suma que, lejos de ser cargada, sería abonada al deudor. Calculada correctamente esa compensación, ni acreedor ni deudor se verían afectados por las posibles variaciones del poder adquisitivo de la moneda. El interés sería neutro.
Sin embargo, todos estos planteamientos no sólo son imaginarios, sino que además no pueden llevarse a sus últimas consecuencias sin incurrir en evidentes contradicciones lógicas. Dada una economía cambiante, el interés nunca puede ser neutro, pues no existe en ella un tipo uniforme de interés originario; sólo una tendencia que apunta hacia tal uniformidad. Antes de que se alcance ese tipo final, el constante cambio de las circunstancias del mercado desvía el movimiento de los tipos de interés que pasan a tender hacia tipos finales distintos. Donde todo es cambio y variación no puede establecerse ningún tipo de interés neutro.
En nuestro mundo real, todos los precios fluctúan y los hombres tienen que acomodar sus actuaciones a tales transformaciones. Precisamente porque prevén cambios de los que pretenden obtener un beneficio, los empresarios se entregan a sus actuaciones mercantiles y los capitalistas modifican sus inversiones. La economía de mercado es un sistema social que se caracteriza por el predominio de un permanente empeño de mejora. Los individuos más emprendedores y providentes buscan el lucro personal readaptando continuamente la producción, para atender del modo mejor posible las necesidades de los consumidores, tanto las que éstos ya sienten y conocen como aquellas otras que todavía ni siquiera han advertido. Estas actuaciones especulativas revolucionan a diario la estructura de los precios y provocan las variaciones en el interés bruto de mercado.
Quien prevé el alza de determinados precios aparece en el mercado de capitales buscando créditos, dispuesto a pagar intereses superiores a los que abonaría en el caso de presumir un alza menor o la ausencia de toda subida de precios. Por su lado, el prestamista, cuando supone que va a producirse semejante encarecimiento, sólo otorga créditos si el interés bruto de mercado también sube por encima del que prevalecería en una situación en la que no se previera alza alguna o sólo una menor. No le asustan al prestatario esos superiores intereses si considera su proyecto de tal rentabilidad que piensa poder soportar fácilmente ese mayor coste. El prestamista no concede crédito, sino que aparece en el mercado como empresario y comprador de mercancías y servicios, si el interés bruto no le compensa por los beneficios que de esta forma podría obtener. La previsión de un alza de los precios desata una tendencia al encarecimiento del interés bruto de mercado, mientras que un presumido descenso de aquéllos desata una tendencia a la baja del interés. Si los cambios esperados en la estructura de los precios se refieren sólo a un grupo limitado de bienes y servicios, y son compensados por los cambios en sentido contrario de los precios de otros bienes, como sucede cuando no existen cambios en la relación monetaria, ambas tendencias se equilibran más o menos. En cambio, si la relación monetaria varía sensiblemente y se prevé un alza o una baja general de precios, una de ellas prevalece. Entonces se incorpora a toda transacción en que haya pagos aplazados una compensación específica —positiva o negativa— por variación de precios[3].
El papel de esta compensación en una economía cambiante es distinto del que le corresponde en el hipotético e impracticable esquema que expusimos anteriormente. Nunca puede anular enteramente, ni siquiera en la esfera crediticia pura, los efectos de los cambios registrados por la relación monetaria; no es capaz de generar tipos de interés enteramente compensatorios. No puede neutralizar la fuerza impulsiva propia del dinero. Aunque todos los interesados conocieran plena y exactamente las modificaciones cuantitativas registradas por las existencias de dinero (en sentido amplio), así como las épocas en que tales variaciones habrían de producirse y las personas que, en primer término, habían de ser afectadas, no por ello podrían llegar a saber de antemano si la demanda de dinero —para su tenencia a la vista— iba a variar ni, en todo caso, la magnitud de tal variación, ignorando igualmente la época y la cuantía en que cambiarían los precios de las diversas mercancías. La compensación por variación de precios podría contrabalancear los efectos que en materia crediticia provocan los cambios de la relación monetaria, sólo si dicha compensación apareciera antes de producirse las variaciones de precios provocadas por la cambiada relación monetaria. Para ello sería preciso que los interesados calcularan de antemano la época y proporción en que iban a producirse las variaciones de precios en las mercancías y servicios que directa o indirectamente afectan a su bienestar. Tales cálculos, en nuestro mundo real, no pueden efectuarse, pues su práctica exigiría un conocimiento pleno y perfecto del futuro.
La compensación por variación de precios no es el resultado de una operación aritmética por la que se pueda suprimir la incertidumbre del mañana, sino que surge de la idea que los promotores se formen de ese futuro y de los cálculos que formulen sobre esa base. Va paulatinamente tomando cuerpo a medida que, primero, unos pocos y, después, cada vez mayor número de personas advierten que el mercado se halla bajo los efectos de una variación en la relación monetaria de origen dinerario, variación que ha desatado una específica tendencia en los precios. Sólo cuando la gente comienza a comprar o a vender al objeto de lucrarse de esta tendencia se produce la compensación por variación de precios.
Conviene observar que dicha compensación es fruto de las especulaciones que anticipan los cambios en la relación monetaria. Lo que la induce, en el caso de que se sospeche el inicio de una tendencia inflacionaria, son los primeros signos de ese fenómeno que luego, al generalizarse, se calificará de «huida hacia valores reales» y, finalmente, provocará el cataclismo económico y la desarticulación del sistema monetario afectado. Al igual que sucede con toda previsión de circunstancias futuras, tales especulaciones pueden resultar erradas; es posible que se detenga o se reduzca la actividad inflacionaria o deflacionaria y que los precios sean distintos a los previstos.
Esa incrementada propensión a comprar o vender que genera la compensación por variación de los precios afecta, por lo general, más pronto y en mayor grado al mercado crediticio a corto plazo que al mercado a largo plazo. Cuando así sucede, los préstamos a corto plazo registran, en primer término, la compensación y es sólo después, por la concatenación que existe entre todas las partes del mercado, cuando aquélla se traslada al mercado a largo plazo. Pero también puede suceder que la compensación aparezca en estos últimos préstamos con total independencia de lo que acontezca con los de corto plazo. Cuando todavía existía un activo mercado internacional de capitales, esto acontecía frecuentemente. Los prestamistas tenían confianza en el inmediato futuro de determinada valuta; no exigían, pues, compensación alguna, o sólo una muy reducida, en el caso de créditos a corto plazo. Pero el futuro más remoto no era tan halagüeño y, por lo tanto, en los correspondientes créditos se incluía una compensación por variación de precios. Por lo tanto, los empréstitos a largo plazo en dicha moneda sólo podían colocarse si sus condiciones resultaban más favorables para el suscriptor que las de los créditos pagaderos en oro o en moneda extranjera.
Hemos visto una de las razones por las que la compensación que nos ocupa puede amortiguar, pero nunca suprimir completamente, los efectos que sobre las respectivas prestaciones de las partes ejercen las variaciones de origen dinerario registradas por la relación monetaria. (Una segunda razón la examinaremos en la siguiente sección). Esa compensación que nos viene ocupando siempre se retrasa con respecto a los cambios del poder adquisitivo, pues no la producen las variaciones registradas por las existencias de dinero (en sentido amplio), sino que, al contrario, es consecuencia de los efectos —forzosamente posteriores— que dichas variaciones producen en la estructura general de los precios. Es sólo al final de una dilatada inflación cuando las cosas cambian. Al aparecer el pánico propio de la desarticulación del sistema monetario, al producirse el cataclismo económico (crack-up boom), no sólo hay alza desmesurada de todos los precios, sino también incremento no menos exagerado de la positiva compensación por variación de precios. Ningún interés bruto, por grande que sea, resulta bastante al potencial acreedor cuando piensa en las pérdidas que le irrogará la creciente baja del poder adquisitivo de la moneda. Deja de hacer préstamos y prefiere invertir su dinero en bienes «reales». El mercado crediticio se paraliza.
Los tipos brutos de interés que produce el mercado crediticio no son uniformes. El componente empresarial, comprendido en ellos invariablemente, cambia según las específicas circunstancias de cada operación concreta. Uno de los mayores defectos de los estudios y análisis que, desde un punto de vista estadístico, pretenden examinar el movimiento de los tipos de interés consiste precisamente en pasar por alto este factor. De nada sirve ordenar por épocas los tipos de interés del mercado o los tipos de descuento de los bancos centrales. Los datos así obtenidos no pueden ser objeto de medida. Un mismo tipo de descuento tiene valor diferente según el momento en que rija. Es más, resultan tan distintas las circunstancias institucionales que regulan la actividad de la banca central y privada de cada país y los respectivos mercados crediticios que induce a confusión comparar los tipos de interés sin ponderar debidamente las específicas diferencias de cada caso. A priori sabemos que, siendo iguales las demás circunstancias, el prestamista prefiere el interés alto al bajo, mientras que el prestatario busca lo contrario. Pero lo cierto es que las demás circunstancias nunca son iguales, sino siempre diferentes. En el mercado crediticio prevalece una tendencia a la igualación del interés bruto en los créditos en que el factor determinante de la magnitud del componente empresarial y la compensación por la variación de los precios sean iguales. Este conocimiento nos proporciona un instrumento mental para interpretar correctamente la historia de los tipos de interés. Sin la ayuda de este conocimiento, los copiosos datos históricos y estadísticos no son más que un cúmulo de cifras sin sentido. Al relacionar, según la época, los precios de determinadas materias primas, el empirismo puede aparentemente justificarse sobre la base de que las cifras manejadas se refieren al menos a unos mismos objetos físicos. (Sin embargo, el argumento no convence, pues los precios no dependen de las propiedades físicas de las cosas, sino del cambiante valor que los hombres atribuyen a tales propiedades). Pero tratándose del interés, ni siquiera esa mala excusa puede aducirse. Los diferentes tipos brutos de interés no tienen de común más que los distintos componentes que en ellos distingue la teoría cataláctica. Se trata de fenómenos complejos de los que no podemos servirnos para formular una teoría empírica o a posteriori del interés. Ni atestiguan ni contradicen lo que la teoría predica de estos problemas. Debidamente ponderados, a la luz de las enseñanzas de la ciencia, son datos de indudable interés para la historia económica; pero para la teoría económica carecen de toda utilidad.
Suele distinguirse entre el mercado de créditos a corto plazo (mercado del dinero) y el de los créditos a largo plazo (mercado de capitales). Un análisis más riguroso debe hacer mayores distinciones entre los préstamos sobre la base de su respectiva duración. Hay, además, diferencias de orden jurídico por razón de las acciones procesales que el correspondiente contrato pueda conceder al acreedor. El mercado crediticio, en conclusión, no es homogéneo. Las diferencias más conspicuas entre los tipos de interés, sin embargo, resultan del componente empresarial, integrante siempre del interés bruto. A este hecho se alude cuando se dice que el crédito se basa en la confianza y la buena fe.
La conexión entre todos los sectores del mercado crediticio y entre los tipos brutos de interés en él determinados se produce por la tendencia del interés neto incluido en el bruto hacia una tasa última de interés originario. En relación con esta tendencia, la teoría cataláctica puede tratar el interés de mercado como si fuera un fenómeno uniforme, separando del mismo el componente empresarial, siempre, como decíamos, incluido en el interés bruto, así como la compensación por diferencia de precios, a veces también comprendida en él.
Los precios de las mercancías y servicios se mueven constantemente hacia un determinado precio final. Si este último se alcanzara, mostraría en la proporción entre los precios de los bienes futuros y los de los presentes el tipo final del interés originario. Pero en la economía cambiante nunca se llega a alcanzar ese imaginario estado final. Continuamente se producen hechos nuevos que desvían la tendencia de los precios desde los fines a que tendían originariamente hacia un estado final distinto, al que puede corresponder un tipo de interés originario diferente. El interés originario no goza de mayor permanencia que los precios o los salarios.
Quienes se dedican prudentemente a reajustar el empleo de los factores de producción a los cambios que registran las circunstancias de cada momento —es decir, los empresarios y promotores— basan sus cálculos en los precios, salarios y tipos de interés que el mercado determina. Advierten la existencia de diferencias entre los precios actuales de los factores complementarios de producción y el previsto precio del producto terminado —una vez deducido del mismo el interés de mercado— aspirando a lucrarse con tales diferencias. Es clara la función que el interés desempeña en los cálculos del hombre de negocios. La cuantía del interés le dice hasta qué punto puede detraer factores de producción de la atención de necesidades más próximas y destinarlos a proveer otras temporalmente más remotas. Le indica cuál será el periodo de producción que en cada caso se ajusta efectivamente al diferente valor que la gente otorga a los bienes presentes con respecto a los futuros. Le prohíbe lanzarse a empresas que no se compaginen con las limitadas existencias de bienes de capital efectivamente ahorradas por la gente.
Debido a la influencia que puede ejercer sobre esta primordial función del tipo de interés, la fuerza impulsora del dinero adquiere un significado especial. Las variaciones de origen dinerario registradas por la relación monetaria pueden afectar, en determinados casos, al mercado crediticio antes que al precio de las mercancías y del trabajo. El incremento o la disminución de las existencias de dinero (en sentido amplio) pueden aumentar o restringir la oferta de numerario en el mercado crediticio, provocando, consecuentemente, un alza o baja del interés bruto, pese a no haber registrado el tipo de interés originario variación alguna. En tales supuestos, el interés de mercado se aparta del que corresponde a las existencias de bienes de capital disponibles y al tipo de interés originario. Deja entonces de cumplir su específica función, la de guiar y orientar las decisiones empresariales, y trastorna los cálculos del empresario, apartándole de aquellas vías que mejor permitirían atender las más urgentes necesidades de los consumidores.
Hay, además, otro aspecto que igualmente merece consideración. Si, permaneciendo idénticas las demás circunstancias, aumentan o disminuyen las existencias de dinero (en sentido amplio) y se provoca así una tendencia general al alza o a la baja de los precios, la compensación positiva o negativa (positive or negative price premium) habrá de incorporarse al interés incrementando o menguando el tipo de mercado. Pero si los cambios de la relación monetaria afectan, en primer término, al mercado crediticio, los tipos de interés registran variaciones, pero precisamente de signo contrario. Mientras se requeriría una compensación positiva o negativa para reajustar los tipos de interés de mercado a las variadas existencias monetarias, los tipos del interés bruto bajan o suben en sentido contrario. He aquí un segundo motivo por el cual la compensación no puede resarcir ni anular enteramente los efectos que las variaciones de origen dinerario registradas por la relación monetaria provocan en el contenido de los contratos con pagos aplazados. Porque lo cierto es que tal compensación se produce con retraso; como dijimos anteriormente, la misma se rezaga tras las ya acontecidas variaciones registradas por el poder adquisitivo del dinero. Ahora, además, observamos que a veces aparecen fuerzas que actúan en sentido diametralmente contrario al de la compensación y que surgen antes incluso de que esta última tome cuerpo.
Al igual que cualquier otro cambio de las circunstancias del mercado, las variaciones en la relación monetaria pueden influir sobre el tipo de interés originario. Según las tesis de los partidarios de la interpretación inflacionaria de la historia, la inflación, generalmente, incrementa las ganancias de los empresarios. Razonan así: Suben los precios de las mercancías más pronto y en mayor grado que los salarios. Obreros y asalariados, gente que ahorra poco y que suele consumir la mayor parte de sus ingresos, se ven perjudicados al tener que restringir sus gastos; se favorece, en cambio, a las clases propietarias, notablemente propicias a ahorrar una gran parte de sus rentas; tales personas no incrementan proporcionalmente el consumo, sino que refuerzan la actividad ahorradora. La comunidad, en su conjunto, registra una tendencia a intensificar la acumulación de nuevos capitales. Una inversión adicional es el corolario de la restricción del consumo impuesta a aquella parte de la población que consume la mayor parte del producto anual del sistema económico. Este ahorro forzoso rebaja el tipo del interés originario; acelera el progreso económico y la implantación de adelantos técnicos.
Es cierto que este ahorro forzoso podría ser provocado, y en alguna ocasión histórica efectivamente lo fue, por actividades inflacionarias. Al examinar los efectos de las variaciones de la relación monetaria en el nivel de los tipos de interés, no debe ocultarse que tales cambios, en determinadas circunstancias, pueden alterar el tipo del interés originario. Pero también hay que tener en cuenta muchos otros hechos.
Ante todo, conviene observar que el ahorro forzoso puede ser fruto de la inflación, aunque no necesariamente. Depende de las particulares circunstancias de cada caso el que efectivamente el alza de los salarios se rezague en relación con la subida de los precios. La baja del poder adquisitivo de la moneda no provoca por sí sola un descenso general de los salarios reales. Puede darse el caso de que los salarios nominales se incrementen antes y en mayor proporción que los precios de las mercancías[4].
Por otra parte, no debe olvidarse que la propensión a ahorrar de las clases adineradas es una simple circunstancia psicológica, no un imperativo praxeológico. Es posible que quienes ven aumentar sus ingresos gracias a la actividad inflacionaria no ahorren tales excedentes y los dediquen al consumo. No se puede predecir con la certeza apodíctica que caracteriza a los teoremas económicos cómo en definitiva procederán quienes se benefician con la inflación. La historia nos habla de lo que ha sucedido en el pasado, pero nada puede decirnos de lo que sucederá en el futuro.
Sería una grave omisión olvidar que la inflación también genera fuerzas que tienden al consumo de capital. Uno de los efectos de la inflación es falsear el cálculo económico y la contabilidad, apareciendo entonces beneficios puramente ficticios. Si las cuotas de amortización no se aplican teniendo bien en cuenta que la reposición de los elementos desgastados del activo exigirá un gasto superior a la suma que aquéllos costaron en su día, tales amortizaciones serán a todas luces insuficientes. De ahí el error, en caso de inflación, de calificar de beneficios la diferencia íntegra entre el coste de lo que se vende y el precio que efectivamente se percibe. No es menos ilusorio estimar como ganancia las alzas de precios que los inmuebles o las carteras de valores puedan registrar. Son precisamente esos quiméricos beneficios los que hacen a muchos creer que la inflación trae consigo prosperidad general. Se sienten eufóricos y gastan y se divierten alegremente. La gente embellece sus moradas, se construyen nuevos palacios, prosperan los espectáculos públicos. Al gastar unas ganancias inexistentes, generadas por cálculos falseados, lo que en verdad hacen es consumir capital. No importa quiénes sean estos derrochadores. Da igual que se trate de hombres de negocios o de jornaleros; tal vez sean asalariados cuyas demandas de mayores retribuciones fueron alegremente atendidas por patronos que se consideraban cada día más ricos; o gentes mantenidas con impuestos, pues generalmente es el fisco quien absorbe la mayor parte de esas aparentes ganancias.
A medida que progresa la inflación, un número cada vez mayor va advirtiendo la creciente desvalorización de la moneda. Las personas legas en asuntos bursátiles, que no se dedican a negocios, normalmente ahorran en cuentas bancarias, comprando deuda pública o pagando seguros de vida. La inflación deprecia todo ese ahorro. Los ahorradores se desaniman; la prodigalidad parece imponerse. La última reacción del público, la conocida «huida hacia valores reales», es una desesperada intentona por salvar algo de la ruina ya insoslayable. No se trata de salvaguardar el capital, sino tan sólo de proteger, mediante fórmulas de emergencia, alguna fracción del mismo.
El principal argumento esgrimido por los defensores de la inflación y la expansión es bastante endeble, como se ve. Podemos admitir que en épocas pasadas la inflación provocó a veces ahorro forzoso e incrementó así el capital disponible. Pero de ello no se sigue que tales efectos se vayan a producir siempre; más probable es que prevalezcan las fuerzas que impulsan al consumo de capital sobre las que tienden a su acumulación. En todo caso, el efecto final de tales cambios sobre el ahorro, el capital y el tipo del interés originario depende de las circunstancias particulares de cada caso.
Lo mismo, mutatis mutandis, podemos decir de los efectos y consecuencias de los movimientos deflacionarios o restriccionistas.
Sean cuales fueren las consecuencias que un movimiento inflacionario o deflacionario pueda provocar sobre el tipo del interés originario, ninguna relación guarda con las alteraciones transitorias del interés bruto de mercado provocadas por los cambios de origen dinerario de la relación monetaria. Cuando la entrada de los nuevos dineros o sustitutos monetarios arrojados al mercado —o la salida de los que se retiran del mismo— afecta en primer término al mercado crediticio, se perturba temporalmente la normal adecuación entre los tipos brutos de interés de mercado y el tipo del interés originario. El interés de mercado sube —o baja— a causa de la menor —o mayor— cantidad de dinero ofrecido en forma de préstamos sin haber registrado variación alguna el interés originario, que puede, no obstante, cambiar más tarde a causa de la mudada relación monetaria. El interés de mercado se aparta del nivel que corresponde al originario, sin perjuicio de que, de inmediato, comiencen a actuar fuerzas tendentes a reajustar aquél a éste. Sin embargo, es posible que durante el lapso de tiempo exigido por tal reajuste varíe el interés originario, variación ésta que también puede ser provocada por el propio proceso inflacionario o deflacionario que dio lugar a la divergencia de ambos tipos de interés. En tal caso, el tipo final del interés originario que determina el tipo final del de mercado hacia el cual, mediante el reajuste, tiende el interés imperante, será distinto del que prevalecía al iniciarse la inflación o deflación. El proceso de reajuste puede entonces variar en algunos aspectos; la esencia del mismo, sin embargo, permanece inalterable.
El fenómeno que nos interesa es el siguiente: el tipo del interés originario viene determinado por el descuento de bienes futuros frente a bienes presentes. Este interés es ajeno a la cuantía de las existencias de dinero y sustitutos monetarios, si bien, indirectamente, el tipo del mismo puede verse afectado al variar esas disponibilidades. En el interés bruto de mercado, por el contrario, sí influyen los cambios que pueda registrar la relación monetaria. Cuando, por esta razón, el de mercado varía, resulta forzoso reajustar de nuevo ambos tipos de interés. ¿Cuál es el proceso que provoca el reajuste?
En este apartado nos ocuparemos sólo de la inflación y la expansión crediticia. Para simplificar la exposición, vamos a suponer que ese dinero y esos sustitutos monetarios adicionales hacen su aparición en el mercado crediticio influyendo sólo posteriormente sobre los demás sectores mercantiles a través de los nuevos créditos otorgados. Este planteamiento coincide con las circunstancias de cualquier expansión del crédito circulatorio[5]. Nuestro análisis equivale, pues, a examinar el típico proceso de la expansión crediticia.
Al tratar este asunto, debemos referimos una vez más a la compensación por variación de precios (price premium). Ya hemos dicho que al iniciarse la expansión del crédito no surge una compensación positiva. Ésta aparece sólo a medida que las existencias adicionales de dinero (en sentido amplio) comienzan a influir sobre los precios de mercancías y servicios. Ahora bien, mientras se mantiene la expansión crediticia y se inyectan sin cesar nuevos medios fiduciarios en el mercado crediticio, continúa actuando una presión sobre el interés bruto del mercado. Éste debería elevarse en razón de la compensación positiva por variación de precios (positive price premium) que, a medida que progresa el proceso expansionista, se incrementa sin cesar. Pero el interés de mercado queda siempre rezagado sin alcanzar la cuantía necesaria para abarcar el interés originario y la compensación positiva por variación de precios.
Conviene insistir sobre este punto, pues sirve para refutar los criterios que suelen adoptarse para distinguir lo que la gente denomina intereses altos e intereses bajos. Por lo general, se toma en consideración simplemente la cuantía de los tipos o la tendencia que refleja. La opinión pública considera «normal» el interés comprendido entre un tres y un cinco por cien. Cuando el tipo de mercado sobrepasa este límite, o simplemente cuando los tipos —con independencia de su cuantía aritmética— tienden a subir, el hombre medio cree expresarse correctamente al hablar de intereses altos o en alza. Frente a tales errores, es obligado resaltar que, al producirse una subida general de precios (es decir, rebaja del poder adquisitivo de la moneda), para que el interés bruto de mercado pueda estimarse incambiado es preciso que se incremente con la positiva compensación por variación de precios que sea precisa. En tal sentido ha de considerarse bajo —ridículamente bajo— el tipo de descuento del noventa por cien aplicado, en el otoño de 1923, por el Reichsbank, pues resultaba a todas luces insuficiente para cubrir la necesaria compensación por variación de precios, dejando, además, desatendidos los restantes componentes que entran en el interés bruto de mercado. Este mismo fenómeno se reproduce sustancialmente en toda prolongada expansión crediticia. El interés bruto de mercado sube durante el curso de toda expansión; sin embargo, siempre resulta bajo en comparación con la previsible alza ulterior de los precios.
En nuestro análisis del desenvolvimiento de la expansión crediticia suponemos que un hecho nuevo —la presencia en el mercado crediticio de una serie de medios fiduciarios antes inexistentes— viene a perturbar la adecuación del sistema económico a las circunstancias de aquel mercado, perturbando la tendencia hacia determinados precios y tipos de interés finales. Hasta que hacen aparición esos nuevos medios fiduciarios, todo aquél que estaba dispuesto a pagar, independientemente del componente empresarial específico de cada caso, el tipo de interés bruto a la sazón prevalente podía obtener cuanto crédito deseara. Para poder colocar una cantidad mayor de préstamos es preciso rebajar el interés de mercado. Esta rebaja de intereses debe practicarse forzosamente reduciendo la cuantía aritmética de los mismos. Cabe mantener invariables unos porcentajes nominales y, sin embargo, colocar más créditos a base de rebajar las exigencias relativas al componente empresarial. En la práctica, ello implica reducir el tipo bruto de mercado y provoca los mismos efectos que una reducción de intereses propiamente dicha.
Una baja del interés bruto de mercado influye en los cálculos del empresario acerca de la rentabilidad de las operaciones que proyecta.
Junto con los precios de los factores materiales de producción, los salarios, los futuros precios de venta de los productos, los tipos de interés entran en los cálculos que el empresario hace cuando planifica sus negocios. El resultado que tales cálculos arrojan indica al empresario si el negocio es o no rentable. Le informa sobre las inversiones que conviene realizar dada la razón entre el valor que el público otorga a los bienes presentes y frente a los futuros. Le obliga a acomodar sus actuaciones a esta valoración. Le desaconseja embarcarse en proyectos cuya realización desaprobarían los consumidores por el largo periodo de espera que precisarían. Le fuerza a emplear los bienes de capital existentes del mejor modo posible para satisfacer las necesidades más acuciantes de la gente.
Pero aquí la baja del interés viene a falsear el cálculo empresarial. Pese a que no hay una mayor cantidad de bienes de capital disponibles, se incluyen en el cálculo parámetros que serían procedentes sólo en el supuesto de haber aumentado las existencias de bienes de capital. El resultado, consecuentemente, induce a error. Los cálculos hacen que parezcan rentables y practicables negocios que no lo serían si el tipo de interés no se hubiera rebajado artificialmente mediante la expansión crediticia. Los empresarios se embarcan en la realización de tales proyectos. La actividad mercantil se estimula. Comienza un periodo de auge o expansión (boom).
La demanda adicional desatada por los empresarios que amplían sus operaciones pone en marcha una tendencia al alza de los precios de los bienes de producción y de los salarios. Al incrementarse éstos, el precio de los bienes de consumo también se encarece. Los empresarios, por su parte, contribuyen igualmente a ese encarecimiento, pues, engañados por unas ilusorias ganancias que sus libros arrojan, incrementan el consumo propio. La general subida de precios genera optimismo. Si sólo se hubieran encarecido los factores de producción y se hubiera mantenido estático el precio de los bienes de consumo, los empresarios se habrían inquietado. Pero la mayor demanda de artículos de consumo y el aumento de las ventas, pese al alza de los precios, tranquiliza sus inquietudes. Confían en que, no obstante el aumento de los costes, sus operaciones resultarán beneficiosas. Y las prosiguen sin mayores preocupaciones.
Ahora bien, para financiar la producción en esta mayor escala que la expansión crediticia ha provocado, todos los empresarios, tanto los que ampliaron sus negocios como quienes mantienen invariadas sus actividades, necesitan mayores fondos de maniobra, al haberse elevado los costes de producción. Si la contemplada expansión crediticia consiste en una única y no repetida inyección de determinada cantidad de medios fiduciarios en el mercado crediticio, el periodo de expansión no puede tener larga vida. No conseguirán los empresarios procurarse los fondos que exige la prosecución de sus operaciones. Se incrementa el interés de mercado, pues el efecto de la nueva demanda de créditos no es anulado por el aumento de dinero disponible para prestar. Los precios de las mercancías descienden debido a que algunos empresarios realizan inventarios, mientras otros restringen sus adquisiciones. La actividad mercantil vuelve a contraerse. Termina el periodo de expansión simplemente porque las fuerzas que lo generaron han dejado de actuar. La cantidad adicional de crédito circulatorio ha agotado su capacidad de influir sobre precios y salarios. Tanto unos como otros, e igualmente los saldos de tesorería de la gente, han quedado acomodados a la nueva relación monetaria; todos ellos se mueven hacia el nuevo estado final que corresponde a esa relación monetaria, sin que tal tendencia se vea perturbada por nuevas inyecciones de medios fiduciarios adicionales. El interés originario que corresponde a la nueva estructura del mercado ejerce su pleno influjo sobre el interés bruto de mercado. No se ve ya este último afectado por la perturbadora influencia de las variaciones de las existencias de dinero (en sentido amplio).
El defecto fundamental de quienes pretenden explicar el periodo de expansión —o sea, la tendencia general a la ampliación de las actividades mercantiles y a la subida de precios— sin referirse al incremento de las existencias de dinero o medios fiduciarios consiste precisamente en pasar por alto esta circunstancia. Para que se produzca un alza general de precios es preciso, o bien que disminuyan las existencias de todas las mercancías, o bien que aumenten las disponibilidades de dinero (en sentido amplio). A efectos dialécticos, vamos a admitir que son fundadas las explicaciones no monetarias de la expansión. Suben los precios y se amplían las operaciones mercantiles pese a no haberse registrado incremento alguno de las existencias dinerarias. Pero en tal caso no tardarán en comenzar a bajar los precios; aumentará, forzosamente, la demanda de créditos, nueva demanda que ha de alimentar un alza de interés; de ahí que la expansión, apenas nacida, tiene que desplomarse. La verdad es que todas las teorías no monetarias del ciclo económico presumen tácitamente —o al menos lógicamente así deberían hacerlo— que la expansión crediticia es un fenómeno que no puede dejar de acompañar a la expansión[6]. Se ven forzadas a admitir que, en ausencia de la expansión crediticia, la expansión no podría producirse y que el aumento de las existencias de dinero (en sentido amplio) es condición necesaria para que aparezca la tendencia al alza de los precios. Resulta, pues, que, examinadas más de cerca, tales explicaciones no monetarias de las fluctuaciones cíclicas se limitan a afirmar que la expansión crediticia, si bien es requisito indispensable para la aparición de la expansión, no es por sí sola condición suficiente para que el mismo se produzca, sino que se precisa la concurrencia de otras circunstancias.
Aun en este restringido aspecto, yerran las teorías no monetarias. Es indudable que toda expansión crediticia tiene por fuerza que provocar el auge anteriormente descrito. La tendencia de la expansión crediticia a provocar ese auge sólo queda enervada en el caso de que al tiempo aparezcan otras circunstancias de signo contrario. Si, por ejemplo, pese a que los bancos intentan ampliar el crédito, existe la convicción de que el gobierno confiscará con medidas tributarias los beneficios «extraordinarios» de los empresarios o de que la expansión crediticia se detendrá tan pronto como comiencen a subir los precios, es imposible que se produzca el auge. En tal caso, los empresarios no ampliarán sus negocios ni harán uso del crédito barato ofrecido por la Banca, ya que no esperan poder obtener con ello ningún beneficio. Convenía mencionar este hecho, pues nos explica el fracaso del método de «cebar la bomba» adoptado por el New Deal, así como otros fenómenos de los años treinta.
El auge persiste sólo mientras se mantiene, a ritmo cada vez más acelerado, la expansión crediticia. Se desfonda tan pronto como dejan de inyectarse nuevos medios fiduciarios al mercado crediticio. Es más, aunque la inflación y la expansión crediticia se mantuvieran, ello no permitiría mantener indefinidamente el auge. Entrarían entonces en juego los factores que impiden proseguir ininterrumpidamente la expansión crediticia. Se produciría la quiebra económica (crack-up boom), la ruina del sistema monetario.
La base de la teoría monetaria consiste en proclamar que las variaciones de origen dinerario de la relación monetaria no afectan ni en la misma época ni en la misma proporción a los diversos precios, salarios y tipos de interés. Si tal disparidad no se produjera, ello significaría que el dinero es neutro; los cambios registrados por la relación monetaria no influirían en la estructura de los negocios, en la cuantía y condición de la producción de las distintas ramas industriales, en el consumo ni en los ingresos y las fortunas de los distintos sectores de la población. El interés bruto de mercado, en tal caso, tampoco sería afectado —ni transitoria ni definitivamente— por los cambios registrados en la esfera del dinero y del crédito circulatorio. Tales variaciones influyen en el tipo del interés originario precisamente porque la diferente reacción de los precios provoca cambios en las fortunas e ingresos de la gente. El que, con independencia de las variaciones del interés originario, también se modifique temporalmente el tipo del interés bruto de mercado es una prueba más de la existencia de la mencionada diferencia. Si las adicionales sumas dinerarias acceden al mercado siguiendo vías que, de momento, eluden el sector crediticio, que sólo es influido después de haberse producido las correspondientes alzas en los precios de las mercancías y del trabajo, los efectos que el dinero en cuestión provoca sobre el interés de mercado son muy exiguos o totalmente nulos. Cuanto más temprano acudan al mercado crediticio las nuevas existencias de dinero o de medios fiduciarios, con tanta mayor violencia se verá afectado el tipo de interés bruto de mercado.
Cuando, bajo una expansión crediticia, la totalidad de los sustitutos monetarios adicionales se invierte en préstamos a los negocios, la actividad mercantil se incrementa. Los empresarios amplían lateralmente la producción (es decir, no alargan el periodo de producción de ninguna industria) o la amplían longitudinalmente (o sea, dilatando el periodo de producción). Las nuevas explotaciones, en cualquiera de los casos, exigen la inversión de factores de producción adicionales. Sin embargo, la cuantía de los bienes de capital existentes no ha aumentado. Por otra parte, la expansión crediticia no provoca una tendencia hacia la restricción del consumo. Es cierto, como veíamos al tratar del ahorro forzoso, que, después, según vaya progresando la expansión, una parte de la población tendrá que restringir su consumo. Pero depende de las específicas circunstancias de cada caso el que ese ahorro forzoso de algunos sectores llegue o no a superar el mayor consumo de otros grupos y provoque, en definitiva, un aumento efectivo del ahorro disponible. La consecuencia inmediata de la expansión crediticia es incrementar el consumo de aquellos asalariados cuyos ingresos han aumentado a causa de la mayor demanda laboral desatada por los empresarios cuyas actividades se amplían. Supongamos que ese mayor consumo de los grupos favorecidos por la expansión ha sido exactamente compensado por la restricción que han tenido que imponerse los perjudicados por la inflación, de tal suerte que en conjunto el consumo permanece invariado. La situación es, pues, la siguiente: Se ha variado la producción en el sentido de ampliar el periodo de espera. Sin embargo, la demanda de bienes de consumo no se ha restringido de suerte que permita una mayor duración de las existencias disponibles. Naturalmente, este hecho eleva los precios de los bienes de consumo y así provoca la tendencia al ahorro forzoso. Pero esta alza de los bienes de consumo refuerza la tendencia expansiva de los negocios. Del aumento de la demanda y de la subida de los precios los empresarios deducen que será rentable invertir y producir más. Esta expansión de la actividad empresarial da lugar a un nuevo encarecimiento de los factores de producción, elevación de los salarios y, consecuentemente, subida del precio de los bienes de consumo. Los negocios seguirán ampliándose mientras los bancos sigan estando dispuestos a aumentar el crédito.
Al iniciarse la expansión crediticia, se pusieron en marcha todos aquellos proyectos que, dadas las específicas circunstancias del mercado, resultaban rentables. El sistema se movía hacia un estado en el que encontrarían trabajo todos los que quisieran emplearse por cuenta ajena y se aprovecharían los factores inconvertibles de producción en el grado aconsejado por la demanda de los consumidores y por las disponibles existencias de trabajo y de factores no específicos de producción. Una ulterior expansión de la producción es posible sólo si la cuantía de los bienes de capital aumenta por efecto de un nuevo ahorro, es decir, un excedente de la producción sobre el consumo. Lo característico del auge de la expansión crediticia es que con ella estos nuevos bienes de capital no se producen. Por lo que los bienes de capital que se precisan para ampliar las actividades económicas deberán ser detraídos de otras producciones.
Denominemos p a las existencias totales de bienes de capital disponibles al comenzar la expansión crediticia y g a la cantidad total de bienes de consumo que p puede producir durante un cierto lapso de tiempo sin perjuicio para la ulterior producción. Así las cosas, los empresarios, instigados por la expansión crediticia, se lanzan a elaborar una nueva cantidad g3 de bienes de la misma clase que los anteriormente producidos, y una cantidad g4 de mercancías que antes no se fabricaban. Para la producción de g3 se necesitan unas supletorias existencias p3 de bienes de capital, y para g4 bienes de capital que denominaremos p4. Pero, comoquiera que permanece invariada la cuantía de bienes de capital disponible, ni p3 ni p4 cobran existencia real. Precisamente en esto estriba la diferencia que distingue un auge «artificial» ingeniado a base de expansión crediticia de un «normal» aumento de producción, que sólo puede provocarse con el efectivo concurso de p3 y p4.
Denominaremos r a aquellos bienes de capital que, detraídos de la producción total de un determinado periodo temporal, es preciso reinvertir al objeto de reponer el desgaste sufrido por p durante el proceso productivo. Si r se destina a esta reposición, se podrá producir de nuevo g durante el siguiente periodo; en cambio, si r no se reinvierte, la cuantía de p quedará disminuida en la cantidad r y, entonces, p - r ya sólo producirá g - a en el siguiente periodo temporal. Podemos igualmente suponer que es una economía progresiva la afectada por la expansión crediticia que nos ocupa. En el periodo anterior a la expansión crediticia el sistema produjo, como si dijéramos, «normalmente» unos bienes de capital adicionales, que denominaremos p1 + p2. En ausencia de toda expansión crediticia, p1 se habría dedicado a producir una adicional cantidad g1 de bienes ya anteriormente producidos, y p2 a la elaboración de unas nuevas mercancías g2 no producidas antes. Los bienes de capital que los empresarios tienen a su libre disposición son r + p1 + p2. Confundidos, sin embargo, por la aparición del dinero barato, los empresarios proceden como si dispusieran de r + p1 + p2 + p3 + p4 y como si consecuentemente, estuviera en su mano producir no sólo g + g1 + g2, sino además g3 + g4. Pujan entre sí por unas existencias de bienes de capital a todas luces insuficientes para llevar adelante sus ambiciosos planes.
El resultante encarecimiento de los factores de producción tal vez se adelante al alza de los precios de los bienes de consumo. En tal caso, podría apreciarse una tendencia a la baja del interés originario. Sin embargo, al progresar el movimiento expansionista, la subida del precio de los bienes de consumo sobrepasará el aumento de los factores de producción. El alza de salarios y jornales y las ganancias de capitalistas, empresarios y agricultores, si bien en gran parte son tan sólo nominales, intensifican la demanda de bienes de consumo. No vale la pena analizar ahora la afirmación de quienes, argumentando en favor de la expansión crediticia, aseguran que el auge puede, por virtud del ahorro forzoso, incrementar efectivamente las existencias de bienes de consumo. Porque es indudable que la intensificada demanda de estos últimos ha de afectar al mercado mucho antes de que las nuevas inversiones hayan podido generar los correspondientes productos. La desigualdad entre los precios de los bienes presentes y los de los bienes futuros vuelve a crecer. La tendencia al alza del interés originario sustituye a la contraria que posiblemente se produjera al comienzo de la expansión.
Esta tendencia al alza del interés originario, así como la aparición de una positiva compensación por variación de precios, nos permite comprender algunas características del auge o expansión. Los bancos se encuentran con una mayor demanda de créditos y descuentos. Los empresarios están dispuestos a pagar mayores intereses brutos. Siguen concertando préstamos pese a que los bancos cobran más caro el crédito. Los tipos brutos de interés son aritméticamente superiores a los que regían antes de la expansión. Pero su crecimiento, desde un punto de vista económico, se ha rezagado, siendo su cuantía insuficiente para cubrir el interés originario y, además, el componente empresarial y la compensación por variación de precios. Los banqueros están convencidos de que, al hacer más onerosas sus condiciones, han hecho cuanto estaba en su mano para suprimir las especulaciones «perniciosas». Consideran infundadas las críticas de quienes les acusan de atizar el fuego de la expansión. No advierten que, al inyectar en el mercado más y más medios fiduciarios, avivan el auge. Es la continua creación de medios fiduciarios lo que produce, alimenta y acelera el boom. El alza del interés bruto de mercado es sólo consecuencia del aumento de medios fiduciarios. Para averiguar si hay o no expansión crediticia, es preciso examinar la cantidad existente de medios fiduciarios, no la cuantía aritmética de los tipos de interés.
Suele describirse el auge como una sobreinversión. Sin embargo, lo cierto es que sólo es posible incrementar las inversiones si se dispone de nuevos bienes de capital. Comoquiera que, aparte del ahorro forzoso, el auge en sí no restringe, sino que aumenta el consumo, es imposible que a través de él surjan los nuevos medios de capital requeridos por la ulterior inversión. El auge, en realidad, no supone inversiones excesivas, sino torpes e inoportunas inversiones. Los empresarios pretenden emplear las existencias de r + p1 + p2 como si de r + p1 + p2 + p3 + p4 se tratara. Se embarcan en una expansión de la inversión a una escala para la que los bienes de capital disponibles resultan insuficientes. Tales proyectos no pueden tener buen fin debido a la insuficiente oferta de bienes de capital. Más pronto o más tarde, fracasarán. El triste final de las expansiones crediticias acaba patentizando los errores cometidos. Hay industrias que no pueden funcionar porque otras fábricas no producen los factores complementarios que ellas necesitan; hay mercancías que no es posible colocar, pues los consumidores prefieren otros bienes que no se fabrican en suficiente cantidad; hay instalaciones a medio construir que no se concluyen por resultar manifiesto que su explotación produciría pérdidas.
La errónea creencia de que lo esencial del auge es la sobreinversión y no la mala inversión es consecuencia del inveterado hábito de juzgar las cosas sólo por sus aspectos visibles y tangibles. El observador percibe sólo las malas inversiones, sin advertir que su fallo consiste en que otras industrias no pueden proporcionarle los factores complementarios de producción que necesita así como otros bienes de consumo que el público más urgentemente precisa. Por razones técnicas, toda ampliación de la producción debe comenzarse aumentando las existencias de aquellos factores que se precisan en los estadios más alejados de los bienes de consumo. Para incrementar la producción de zapatos, tejidos, automóviles, mobiliarios y viviendas, es preciso comenzar por ampliar la fabricación de hierro, de acero, de cobre y demás mercancías análogas. Si se pretende invertir las existencias r + p1 + p2, que permitirían producir a + g1 + g2, como si se tratara de r + p1 + p2 + p3 + p4, con las cuales cabría producir a + g1 + g2 + g3 + g4, es preciso cuidarse de antemano de ampliar la producción de aquellas mercancías e instalaciones cuyo concurso, por razones materiales, será previamente requerido si ha de llevarse a buen fin la ampliación del proceso productivo. La clase empresarial, en su conjunto, se asemeja a un constructor que, con una limitada cantidad de materiales, pretende edificar una casa. Si sobreestima sus disponibilidades, trazará proyectos que excederán la capacidad de los medios de que dispone. Dedicará una parte excesiva de los mismos a trabajos de explanación y a cimentaciones, para después advertir que con los materiales restantes no puede terminar el edificio. El error de nuestro constructor no consistió en efectuar inversiones excesivas, sino en practicarlas desatinadamente, habida cuenta de los medios de que disponía.
Es erróneo igualmente suponer que la crisis fue provocada por haberse «inmovilizado» una parte excesiva de capital «circulante». El empresario individual, al enfrentarse con la restricción de créditos, con ocasión de la crisis, lamentará, desde luego, el haber invertido demasiados fondos en la ampliación de sus instalaciones y en la adquisición de equipo duradero; su posición sería hoy más holgada si pudiera disponer de esos fondos para la normal gestión del negocio. Cuando el auge se transforma en depresión, no escasean ni las materias primas ni las mercancías básicas ni los semiproductos ni los artículos alimenticios. Lo que caracteriza a la crisis es el que la oferta de tales bienes sea tan abundante que echa por tierra sus precios.
Todo esto explica por qué la ampliación de los elementos productivos y de la capacidad de las industrias pesadas, así como de los bienes duraderos, es típico de todo periodo de auge crediticio. Las publicaciones y los editorialistas financieros han estado en lo cierto —durante más de cien años— al ver en las cifras de producción de las citadas industrias, así como en las de la construcción, una clara indicación del ciclo económico. Sólo se equivocan al hablar de sobreinversiones.
Naturalmente, el auge influye también en las industrias productoras de bienes de consumo. Lo que sucede es que muchas veces los nuevos centros productivos y las ampliaciones de los anteriormente existentes no ofrecen a los consumidores las mercancías que éstos más desean. Lo más probable es que los empresarios del sector también hayan trazado planes pretendiendo producir r + g1 + g2 + g3 + g4. El fracaso de estos planes desmedidos revela su falta de fundamento.
Un marcado encarecimiento de los precios no es un fenómeno que necesariamente haya de acompañar al auge. El aumento de los medios fiduciarios tiende siempre teóricamente a hacer subir los precios. Sin embargo, es posible que esa tendencia tropiece con fuerzas de signo contrario que reduzcan el alza o incluso la supriman por entero. El periodo histórico durante el cual el suave y ordenado funcionamiento del mercado se vio una y otra vez descoyuntado por actividades expansionistas fue una época de continuo progreso económico. La incesante acumulación de nuevos capitales permitió implantar los últimos progresos de la técnica. Se incrementó la productividad por unidad de inversión y la actividad mercantil anegó los mercados con cantidades crecientes de artículos baratos. Si en ese periodo el aumento de las existencias de dinero (en sentido amplio) no hubiera sido tan señalado como efectivamente fue, se habría registrado una tendencia a la baja de los precios de todas las mercancías. Las modernas expansiones crediticias se han producido siempre sobre un trasfondo de poderosas fuerzas que se oponían al alza de los precios. Pero en esa pugna prevalecieron normalmente las tendencias encarecedoras. Hubo también casos en que la subida de los precios fue muy reducida; un ejemplo bien conocido nos lo brinda la expansión crediticia de 1926-1929[7].
Lo esencial de la expansión crediticia no varía por la aparición de tales casos particulares. Lo que induce al empresario a embarcarse en determinados proyectos no son ni los precios altos ni los precios bajos, sino la discrepancia entre los costes de producción, incluido entre ellos el interés del capital necesario, y el previsto precio de los productos terminados. La rebaja del tipo de interés bruto de mercado que la expansión crediticia invariablemente provoca hace que parezcan rentables proyectos que antes no lo eran. Da lugar, según decíamos, a que r + p1 + p2 se manejen como si en verdad fueran r + p1 + p2 + p3 + p4. Determina necesariamente una estructura de la inversión y de la producción en desacuerdo con las efectivas existencias de bienes de capital y que forzosamente acabará derrumbándose. Sólo accidentalmente varía el planteamiento cuando los cambios de precios coinciden, en determinado medio económico, con una tendencia al alza del poder adquisitivo de la moneda, no llegando esta última a cambiar totalmente de signo, con lo cual, en la práctica, los precios quedan más o menos invariados.
Es claro que en ningún caso puede la manipulación bancaria proporcionar al sistema económico los bienes de capital. Para una efectiva expansión de la producción, lo que se necesita son nuevos bienes de capital, no dinero ni medios fiduciarios. El auge de la expansión crediticia se apoya en las arenas movedizas del papel moneda y el dinero bancario; por eso, al final, se viene abajo.
La crisis aparece en cuanto los bancos se ponen nerviosos ante el acelerado paso de la inflación y pretenden reducir la expansión crediticia. El auge sólo puede mantenerse mientras alegremente sigan concediéndose créditos a las empresas para continuar sus desorbitados programas, a todas luces disconformes con las reales existencias de factores de producción y las auténticas valoraciones de los consumidores. Los quiméricos planes surgidos del falseamiento del cálculo económico provocado por la política de dinero barato sólo pueden ser financiados mediante créditos otorgados con un interés bruto artificialmente rebajado en relación con el que regiría en un mercado crediticio inadulterado. Es precisamente ese margen el que hace aparentemente rentables esos proyectos. No es el cambio de actitud de los bancos lo que provoca la crisis. Lo único que hace ese cambio es poner de manifiesto el daño provocado por los disparates cometidos durante el periodo de expansión.
Aunque las instituciones crediticias persistieran obstinadamente en su actitud expansionista, no por ello el auge podría mantenerse eternamente. Tiene que fracasar por fuerza todo intento de reemplazar unos inexistentes bienes de capital (es decir, las expresiones p3 y p4) por nuevos medios fiduciarios. Si la expansión crediticia no se detiene a tiempo, el auge da paso a la catástrofe monetaria (the crack-up boom); aparece la huida hacia valores reales y todo el sistema monetario se viene abajo. Por lo general, hasta ahora, los bancos no llevaron las cosas hasta el último extremo. Se asustaron cuando todavía estaba lejos el desastre final[8].
Tan pronto como cesa la creación de medios de pago adicionales se viene abajo el castillo de naipes del auge. Los empresarios se ven obligados a restringir sus actividades, al carecer de los fondos exigidos para proseguirlas a la exagerada escala comenzada. Caen los precios, debido a que hay empresas que se deshacen como pueden de sus inventarios a cualquier precio. Las fábricas se cierran; proyectos iniciados se interrumpen; comienza el despido de obreros. Comoquiera que, de un lado, hay firmas que precisan desesperadamente de numerario para evitar la quiebra y, de otro, ya nadie goza del crédito antes tan generosamente a todos concedido, el componente empresarial del interés bruto de mercado se dispara.
Circunstancias accidentales, de orden institucional y psicológico, suelen transformar la iniciación de la crisis en pánico abierto. Podemos dejar a los historiadores la descripción de las lamentables situaciones que entonces se producen. No compete a la teoría cataláctica examinar con detalle las calamidades propias de los días y las semanas de pánico, ni detenerse en los diversos aspectos del mismo, a veces realmente grotescos. La economía no se interesa por lo que es puramente accidental y dependiente de las circunstancias históricas de cada caso concreto. La ciencia debe, al contrario, distinguir y separar lo esencial y apodícticamente necesario de lo sólo adventicio y desdeñar los aspectos psicológicos del pánico. Le interesa sólo constatar que la expansión crediticia conduce forzosamente a ese fenómeno que conocemos con el nombre de depresión, la cual es en realidad el proceso de reajuste que readapta de nuevo la producción a las efectivas circunstancias del mercado; es decir, a las existencias disponibles de factores de producción, a las preferencias de los consumidores y, sobre todo, al tipo del interés originario según queda reflejado en las valoraciones del público.
Sin embargo, estos datos no son ya idénticos a los que prevalecían al iniciarse el proceso expansionista. Muchas cosas han cambiado. El ahorro forzoso, y aún más el común, posiblemente han producido nuevos bienes de capital que es de esperar no se hayan esfumado en su totalidad a causa del sobreconsumo y las malas inversiones. La desigualdad típica de la inflación ha hecho variar la fortuna y los ingresos de los diversos grupos e individuos. El número de habitantes, independientemente de la expansión crediticia, también puede haber cambiado, así como la composición de los distintos sectores de la población. Tal vez se han registrado progresos técnicos y es posible que haya cambiado la demanda de las diversas mercancías. El estado final al que el mercado tiende ya no es el mismo al que apuntaba antes de las perturbaciones provocadas por la expansión crediticia.
Hay inversiones efectuadas durante el auge que examinadas fríamente, con ojos que ya no nublan los espejismos de la expansión, carecen de sentido y utilidad. No pueden en modo alguno aprovecharse, ya que el precio de sus productos no compensa la cuantía de los fondos que la explotación de tales instalaciones exige invertir en las mismas; el capital «circulante» se precisa con mayor urgencia para satisfacer otras necesidades, como lo demuestra el hecho de que ese capital resulta más rentable en otros cometidos. También habrá inversiones desafortunadas cuyas perspectivas, sin embargo, no sean tan pesimistas. Si se hubiera hecho el oportuno cálculo objetivo, no se habría invertido el capital en tales proyectos. Los factores inconvertibles utilizados han de estimarse dilapidados. Ahora bien, por su propia condición de inconvertibles, son un fait accompli que plantea a la acción humana un nuevo problema. Si los ingresos por la venta de sus productos superan los costes operativos, es provechoso continuar la producción. Aun cuando, dados los precios que los consumidores están dispuestos a pagar, la totalidad de la inversión no resulte rentable, una parte, por pequeña que sea, de la misma sí lo es. La proporción improductiva ha de estimarse perdida sin contrapartida, capital malbaratado y perdido.
Si estos hechos se consideran desde el punto de vista de los consumidores, el resultado es ciertamente el mismo. Las necesidades de las masas se verían mejor atendidas si los espejismos provocados por el dinero barato no hubieran inducido a los empresarios a malgastar los siempre escasos bienes de capital, detrayéndolos de cometidos en los cuales hubieran permitido satisfacer necesidades más urgentemente sentidas por los consumidores, para dedicarlos, en cambio, a la atención de otras menos acuciantes. Es ciertamente algo lamentable, pero que ya no se puede modificar. La gente deberá de momento renunciar a satisfacciones que podían haber disfrutado si la expansión no hubiera provocado desatinadas inversiones. Pueden, al menos, consolarse parcialmente pensando que disfrutan de bienes que, si no se hubiera perturbado la actividad económica por el despilfarro del auge, les habrían resultado prohibitivos. Flaca compensación ciertamente, pues los bienes de que no pueden disponer por la torpeza con que han sido invertidos los factores de producción disponibles les interesan mucho más que los «sucedáneos» que ahora se les ofrecen. Pero no hay más alternativa, dadas las circunstancias y los datos concurrentes.
En definitiva, la expansión crediticia empobrece a la gente. Habrá quienes sepan aprovechar la coyuntura para enriquecerse; personas cuyo razonamiento no ha ofuscado la histeria general y que han sabido aprovechar las oportunidades que la movilidad del inversor les brindaba. Otros, sin mérito personal alguno, también saldrán favorecidos simplemente en razón a que las cosas por ellos vendidas se iban encareciendo antes que las que compraban. La masa mayoritaria, sin embargo, pagará íntegramente en su carne el inmoderado consumo y la torpeza inversora del episodio inflacionista.
El hablar de empobrecimiento no debe inducirnos a confusión. No se trata de graduar la pobreza antes y después del auge. El que la gente, con posterioridad a la inflación, sea efectivamente más pobre que antes de ella depende por entero de las circunstancias particulares de cada caso. La cataláctica no puede predecir apodícticamente el resultado. La ciencia económica, al proclamar que la expansión crediticia forzosamente ha de provocar empobrecimiento, quiere destacar que las masas, al sufrir la expansión crediticia, se empobrecen comparativamente a las satisfacciones que habrían disfrutado si no se hubiera producido esta última. La historia económica del capitalismo registra un progreso económico ininterrumpido, un continuo incremento de las disponibilidades de bienes de capital, un alza permanente del nivel medio de vida. Este progreso se produce a un ritmo tan rápido que muchas veces logra compensar y superar las pérdidas provocadas por el excesivo consumo y las desacertadas inversiones de la expansión crediticia. En tales casos, el sistema económico goza, después del auge, de mayor prosperidad que antes de producirse el mismo; sin embargo, podemos hablar de empobrecimiento si tenemos en cuenta las enormes posibilidades de prosperidad que se han desperdiciado.
Muchos autores socialistas aseguran que la depresión y la crisis económica son fenómenos inherentes al sistema capitalista de producción. El socialismo resulta inmune a tales lacras.
Sin perjuicio de volver más adelante sobre el tema, parece haber quedado ya demostrado que las fluctuaciones cíclicas de la economía no las provoca el funcionamiento del mercado libre, sino que, por el contrario, son efecto exclusivo del intervencionismo estatal que pretende reducir el tipo del interés por debajo del que el mercado libre fijaría[9]. De momento, sin embargo, conviene concentrar nuestra atención en esa supuesta estabilidad de la planificación socialista.
Conviene, ante todo, destacar que es el proceso democrático del mercado el que origina la crisis. Los consumidores no están conformes con el modo en que los empresarios emplean los factores de producción. Muestran su disconformidad comprando y dejando de comprar. Los empresarios, cegados por el espejismo de unos tipos de interés artificialmente rebajados, no han realizado las inversiones que permitirían atender del mejor modo posible las más acuciantes necesidades del público. Tales yerros quedan al descubierto en cuanto la expansión crediticia se detiene. La actitud de los consumidores obliga a los empresarios a reajustar sus actividades, siempre con miras a dejar atendidas, en la mayor medida posible, las necesidades de la gente. Eso que denominamos depresión es precisamente el proceso liquidatorio de los errores del auge, readaptación de la producción a los deseos de los consumidores.
Por el contrario, en la economía socialista sólo cuentan los juicios de valor del gobernante; las masas no tienen medios que les permitan imponer sus preferencias. El dictador no se preocupa de si la gente está o no conforme con la cuantía de lo que él acuerda dedicar al consumo y de lo que decide reservar para ulteriores inversiones. Si la importancia de estas últimas obliga a reducir drásticamente el consumo, el pueblo pasa hambre y se aguanta. No hay crisis, por la simple razón de que la gente no puede expresar su descontento. Donde no existe vida mercantil, ésta no puede ser próspera ni adversa. En tales circunstancias habrá pobreza e inanición, pero nunca crisis en el sentido que el vocablo tiene en la economía de mercado. Cuando los hombres no pueden optar ni preferir, en forma alguna pueden protestar contra la orientación dada a las actividades productivas.
Supongamos que durante un proceso deflacionario la cuantía total en que se reducen las existencias de dinero (en sentido amplio) ha sido detraída del mercado crediticio. En tal caso, tanto el mercado crediticio como el interés bruto se verán desde el primer momento afectados por el cambio de la relación monetaria, es decir, incluso antes de que varíen los precios de las mercancías y los servicios. Imaginemos que el gobierno, para provocar la deseada deflación, coloca un empréstito en el mercado y seguidamente destruye el papel moneda con tal motivo recibido del público. Durante los últimos doscientos años eso se ha practicado una y otra vez. Se pretendía, después de un dilatado periodo inflacionario, restablecer la anterior paridad metálica de la moneda nacional. Pero semejantes proyectos deflacionarios fueron rápidamente abandonados en su mayor parte debido a la creciente oposición con que tropezaban y a que resultaban onerosos para el erario público. Podemos también suponer que los bancos, atemorizados por los desagradables recuerdos de las crisis provocadas por la expansión crediticia, desean incrementar su propia liquidez y restringir la concesión de créditos. Un tercer planteamiento posible consistiría en suponer que la crisis ha provocado la quiebra de aquellas instituciones que venían otorgando crédito circulatorio; la desaparición de los medios fiduciarios emitidos por tales entidades reduciría las disponibilidades monetarias del mercado.
En todos estos casos aparece una tendencia al alza del interés bruto de mercado. Proyectos que antes parecían rentables ahora ya no lo son. Los precios de los factores de producción primero y después los de los artículos de consumo tienden a la baja. La vida mercantil se debilita. La coyuntura sólo varía cuando los salarios y los precios quedan readaptados a la nueva relación monetaria. El mercado crediticio, por su parte, también se acomoda entonces a la nueva situación y el tipo de interés de mercado deja de verse perturbado por la escasa cuantía de dinero ofrecido para créditos. Como vemos, un alza de origen dinerario del tipo bruto de interés provoca paralización mercantil. La deflación y la contracción crediticia son fenómenos que perturban el normal desenvolvimiento del mercado generando malestar, al igual que la inflación y la expansión crediticia. Pero sería un grave error suponer que la deflación y la contracción son simplemente el reverso de la inflación y la expansión.
La expansión produce al principio la ilusoria apariencia de prosperidad. Es tan popular precisamente porque parece que se está enriqueciendo a la mayoría o incluso a todo el mundo. La gente se deja embaucar. Se precisa una fuerza moral poco común para hacer frente a tales tentaciones. La deflación, por el contrario, inmediatamente provoca situaciones comúnmente consideradas desagradables. Su impopularidad es aún mayor que la popularidad de la inflación. Contra la deflación se forma de inmediato la oposición más feroz, haciéndose pronto irresistibles las fuerzas políticas contrarias a la misma.
Con la inflación, el fisco, a través del dinero fiat y de los créditos públicos baratos, ve sus arcas siempre bien repletas; la deflación, en cambio, depaupera al Tesoro. La expansión crediticia enriquece a los bancos; la contracción, los inmoviliza. La inflación y la expansión atraen, mientras la deflación y la restricción repelen.
Pero la diferencia entre ambas manipulaciones del dinero y el crédito no estriba sólo en que una de ellas agrada a todos, mientras la otra no gusta a nadie. El daño que la deflación y la contracción provocan es siempre menor, con independencia de que son medidas que en la práctica muy contadas veces se llegan efectivamente a aplicar. Pero por su propia esencia son fenómenos menos perniciosos. La expansión malbarata los siempre escasos factores de producción, por el excesivo consumo y las torpes inversiones que provoca. Cuando concluye, se abre un largo y tedioso periodo de recuperación hasta compensar todo el empobrecimiento ocasionado. La contracción, en cambio, no irroga ni sobreconsumo ni erradas inversiones. La reducción temporal de la actividad mercantil coincide sustancialmente con la reducción del consumo de los obreros que dejan de trabajar y de los propietarios de los factores materiales de producción cuyas ventas se contraen. Pero no quedan daños latentes. Al concluir la contracción no hay pérdidas de capital a compensar.
La deflación y la restricción crediticia nunca han desempeñado un papel importante en la historia económica. Los casos más señalados los registró Gran Bretaña al querer retornar, después de los conflictos napoleónicos y otra vez al concluir la Primera Guerra Mundial, a la paridad de anteguerra de la libra esterlina con respecto al oro. En ambos casos el Parlamento y el Gobierno inglés adoptaron una política deflacionista sin sopesar las ventajas e inconvenientes de los dos sistemas que pueden adoptarse para retornar al patrón oro. Es excusable que procedieran así en la segunda década del siglo XIX, pues la teoría del dinero todavía no había logrado aclarar estos problemas. Pero el que más de cien años después se reincidiera en los mismos errores fue manifestación de ignorancia supina, tanto en materia económica como en historia monetaria[10].
También se manifiesta la ignorancia en la confusión de la deflación y la contracción con el proceso de reajuste a que conduce todo auge expansionista. Depende de las circunstancias institucionales propias del sistema crediticio que provocó la expansión el que la crisis efectivamente dé lugar a una disminución de la cantidad de medios fiduciarios. Puede producirse esta disminución si, por ejemplo, la crisis pone en situación de quiebra los bancos que estaban otorgando crédito circulatorio, siempre y cuando tal mengua no sea compensada por una correspondiente ampliación a cargo de los bancos que se salvan. Pero esta minoración de medios fiduciarios no es un fenómeno que necesariamente haya de acompañar a la depresión; en Europa, jamás se produjo durante los últimos ochenta años y su aparición en los Estados Unidos, bajo la Federal Reserve Act de 1913, se ha exagerado mucho. La penuria de crédito que caracteriza a la crisis no obedece a que se den menos créditos, sino a que no se sigue ya, como antes, ampliando continuamente su concesión. Tal escasez perjudica a todos, tanto a las empresas de antemano condenadas a desaparecer como a las entidades sanas, que podrían prosperar y ampliar sus operaciones si dispusieran del crédito necesario. La Banca, sin embargo, comoquiera que los prestatarios no devuelven los créditos que en su día se les concedió, se ve imposibilitada para conceder nuevos préstamos ni siquiera a las firmas más acreditadas. Ello hace que la crisis se generalice y que todo el mundo se vea obligado a restringir el ámbito de sus respectivas actividades. No hay forma de eludir estas consecuencias secundarias de la expansión precedente.
Tan pronto como aparece la depresión, se producen quejas generalizadas contra la deflación y la gente reclama una reanudación de la política inflacionista. Es cierto que, aunque no se produzca disminución en las existencias de dinero propiamente dicho y de medios fiduciarios, la depresión desata una tendencia, de origen monetario, al alza del poder adquisitivo de la moneda. Las empresas desean incrementar sus tesorerías y tal pretensión hace variar la razón entre las existencias de dinero (en sentido amplio) y la demanda del mismo (igualmente, en sentido amplio) para su tenencia como numerario. Podemos calificar tal fenómeno de deflación. Pero es un grave error suponer que la baja del precio de las mercancías se produce a causa de la tendencia a incrementar los saldos de tesorería. Las cosas se plantean al revés. Los precios de los factores de producción —tanto materiales como humanos— han alcanzado un nivel excesivamente elevado durante el auge. El precio de los mismos tiene que bajar para que los negocios puedan ser rentables. Los empresarios incrementan su tenencia de numerario por cuanto restringen las adquisiciones y la contratación de personal mientras la estructura de precios y salarios no se reajuste a la verdadera situación del mercado. De ahí que pedir o retrasar el reajuste en cuestión no sirve sino para prolongar el marasmo mercantil.
Esta concatenación ha pasado inadvertida con frecuencia incluso a los economistas. Argumentaban así: La estructura de precios que se formó durante el auge fue consecuencia de la presión expansionista; si dejaran de crearse nuevos medios fiduciarios, el alza de precios y salarios habría de detenerse. Mientras no haya deflación, no tiene por qué aparecer una tendencia a la baja de los precios y salarios.
El razonamiento sería exacto siempre y cuando la presión inflacionista no hubiera afectado al mercado crediticio antes de producir sus plenos efectos sobre los precios de las mercancías. Supongamos que el gobierno de un país aislado emite papel moneda adicional para pagar subsidios a las gentes de más exiguos ingresos. El alza de precios trastrocaría la producción, desplazándose de los artículos normalmente adquiridos por los sectores que no recibían esa ayuda dineraria hacia las mercancías deseadas por los receptores de la ayuda en cuestión. Si más tarde el gobierno abandonara la política protectora de ciertos grupos, descenderían los precios de los bienes que los mismos adquirirían y se encarecerían rápidamente los artículos preferidos por quienes no reciben particulares apoyos. Pero no por ello el poder adquisitivo de la moneda habría de retornar a su nivel preinflacionario. La estructura de los precios quedará permanentemente marcada por la inflación en tanto el gobierno no retire del mercado ese papel moneda adicional inyectado en forma de subsidios.
Distinto es el planteamiento cuando se trata de una expansión crediticia que afecta ante todo al mercado crediticio. En tal caso, los efectos inflacionarios se refuerzan a causa del sobreconsumo y las malas inversiones. Los empresarios, al pujar entre sí por una mayor participación en las limitadas existencias de trabajo y bienes de capital, encarecen los precios de estos factores, que alcanzan un nivel que sólo puede mantenerse mientras continúe la expansión crediticia a ritmo siempre creciente. Los precios de todos los bienes y servicios registrarán por fuerza una baja radical tan pronto como se detenga la creación de medios fiduciarios adicionales.
Mientras se mantenga el auge, prevalecerá una general tendencia a comprar cuanto más mejor, pues se prevé una continua subida de precios. En la depresión, por el contrario, la gente no compra, pues supone que los precios han de seguir bajando. La recuperación, la vuelta a la normalidad, sólo puede producirse cuando precios y salarios han descendido en tal proporción que fuerzan la aparición de un grupo suficientemente amplio de personas que creen que ya no van a bajar más. La única forma de acortar el periodo doloroso de la depresión consiste en evitar toda actuación que pueda retrasar o dificultar la baja de precios y salarios.
Sólo cuando la recuperación comienza a tomar impulso, empieza la estructura de los precios a reflejar la variación que la relación monetaria experimentara a causa del incremento de los medios fiduciarios puestos en circulación.
Al analizar las consecuencias de la expansión crediticia hemos supuesto que los medios fiduciarios adicionales acceden al mercado, a través del sistema crediticio, en forma de préstamos. Todo lo dicho sobre las consecuencias de la expansión crediticia se refiere a esta condición.
Pero hay casos en que, bajo la apariencia legal y técnica de una expansión crediticia, en realidad se está produciendo otro fenómeno totalmente distinto desde un punto de vista cataláctico. Por conveniencias políticas o institucionales, pueden los gobernantes a veces preferir servirse de la capacidad crediticia de la Banca para eludir la necesidad de emitir oficialmente dinero fiat. El Tesoro recibe créditos de la banca, la cual se procura los necesarios fondos o bien produciendo billetes o simplemente acreditando a la administración pública la suma correspondiente en una cuenta a la vista. El banco, formalmente, se hace acreedor del Tesoro. Pero, en realidad, la operación no es más que un caso típico de inflación mediante la emisión de dinero fiat. Los medios fiduciarios adicionales acceden al mercado a través de los gastos públicos en forma de pagos que la administración hace a sus suministradores. Es precisamente esa demanda estatal adicional la que induce a las empresas a ampliar sus actividades. La creación del nuevo dinero no influye directamente sobre el interés bruto de mercado, sea cual fuere el que el Estado pague a la entidad bancaria. El nuevo dinero, con independencia de provocar la aparición en el mercado crediticio de una compensación positiva por variación de precios (positive price premium), afecta al mercado crediticio y al tipo del interés bruto únicamente si parte del mismo accede al mercado crediticio antes de haber quedado plenamente consumados sus efectos sobre los salarios y los precios de las mercancías.
Éste fue el procedimiento de financiación de los gastos estatales que adoptaron los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Con independencia de la política de expansión crediticia que ya desde antes del conflicto se venía siguiendo, la administración americana concertó enormes créditos con la Banca privada. Desde un punto de vista técnico, tales operaciones podían ser calificadas de expansión crediticia; sin embargo, en la práctica eran un remedio equivalente a la emisión de papel moneda. En otros países se recurrió a procedimientos aún más complejos. El Reich alemán, por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, emitía deuda pública. El Reichsbank financiaba las correspondientes adquisiciones prestando a los suscriptores la mayor parte del precio de dichos valores, admitiendo los mismos en garantía de los créditos. Con independencia de aquel exiguo porcentaje que el particular aportaba de su propio peculio, la intervención del público y del banco en toda la operación era meramente formularia. Los billetes de banco adicionales creados al efecto no eran en la práctica más que papel moneda inconvertible.
Conviene tener presentes estos hechos para no confundir los efectos de la expansión crediticia en sentido propio con los de las inflaciones provocadas por el gobierno mediante la creación de dinero fiat.
La teoría de los ciclos económicos elaborada por la Escuela Monetaria inglesa (Currency School) adolecía de dos defectos.
En primer lugar, no advertía que se puede conceder crédito circulatorio no sólo mediante la creación de billetes de banco en cuantía superior a las reservas de numerario de la entidad emisora, sino también otorgando créditos por cifras mayores a los depósitos efectivamente recibidos mediante cuentas bancarias de las que el beneficiario puede disponer mediante cheques o talones (dinero-talonario, moneda bancaria). No se percataba de que facilidades crediticias pagaderas a la vista pueden utilizarse para ampliar el crédito. Tal error resultaba en verdad de poca monta, pues no era difícil subsanarlo. A este respecto, basta afirmar que cuanto se ha dicho de la expansión crediticia es igualmente aplicable a toda ampliación del crédito por encima de lo efectivamente ahorrado por la gente, sea cual fuere la modalidad con que se practique, resultando indiferente que los medios fiduciarios adicionales sean billetes de banco o meras cuentas deudoras a la vista. Las teorías de la Escuela Monetaria inspiraron la legislación británica dictada —cuando aún no se había reconocido este defecto— con miras a evitar la expansión crediticia y su inexorable secuela, las depresiones. Ni la Ley de Peel de 1844 ni las normas legales que, siguiendo sus pasos, se promulgaron en otros países produjeron los efectos deseados, lo cual minó el prestigio de la doctrina monetaria. La Escuela Bancaria (Banking School) logró así inmerecidamente triunfar.
El otro yerro de la Escuela Monetaria fue de mayor gravedad. Sus representantes, en efecto, se interesaron sólo por el problema referente a la sangría de los capitales que huían al extranjero. Se ocuparon únicamente de un caso particular, el referente a la existencia de expansión crediticia en un determinado país, mientras tal política no era practicada o lo era sólo en menor escala por los demás. Con ello, es cierto, quedaban sustancialmente explicadas las crisis británicas de comienzos del siglo pasado. Pero de este modo sólo se rozaba la superficie del problema. La cuestión decisiva ni siquiera se planteaba. Nadie se preocupó de determinar qué consecuencias podía tener una expansión general del crédito, no limitada a unos cuantos bancos con restringida clientela, ni tampoco de ponderar qué relación podía haber entre la cuantía de las existencias dinerarias (en sentido amplio) y el tipo de interés. Los múltiples planes ideados para, mediante reformas bancadas, reducir o incluso suprimir el interés, eran despectivamente ridiculizados como puros arbitrismos; no se les sometió a una crítica efectiva para demostrar su inconsistencia. Quedaba tácitamente reforzada la ingenua idea de suponer el carácter neutro del dinero. Las más variadas explicaciones de las crisis cíclicas, basadas exclusivamente en el cambio directo, podían proliferar sin trabas. Muchas décadas habían aún de transcurrir antes de que el hechizo se quebrara.
Pero los obstáculos con que ha tropezado la explicación monetaria o del crédito circulatorio de las crisis no son sólo de carácter teórico, sino también político. La opinión pública no suele ver en el interés más que una mera traba a la expansión económica. No se advierte que el descuento de bienes futuros por bienes presentes es una invariable y necesaria categoría del actuar humano que no puede ser abolida mediante manipulaciones bancarias. Para los arbitristas y los demagogos, el interés es fruto de siniestras maquinaciones de desalmados explotadores. La tradicional condena del interés se ha reencarnado en las modernas doctrinas intervencionistas. Se reitera el antiguo dogma según el cual uno de los primordiales deberes del buen gobernante consiste en reprimir o incluso, si fuera posible, abolir el interés. Se aboga hoy, con el mayor fanatismo, en todos los países, por el dinero barato. El propio gobierno británico, como ya antes se hizo notar, proclamó que la expansión crediticia permite practicar «el milagro (…) de transformar las piedras en pan»[11]. Un presidente del Federal Reserve Bank, de Nueva York, llegó a decir que «todo estado soberano puede independizarse del mercado monetario si dispone de una institución que funcione con arreglo a las normas de un moderno banco central y dispone de una moneda no transformable en oro ni en ninguna otra mercancía»[12]. Gobiernos, universidades y centros de investigación económica pagan generosamente a cuantos están dispuestos a ensalzar las virtudes de la expansión crediticia y a injuriar a cualquier oponente, calificándole de malicioso defensor de los egoístas intereses de la usura.
Las continuas alzas y bajas de la actividad económica, la inevitable secuencia de auges y depresiones, son los insoslayables efectos provocados por los reiterados intentos de rebajar el interés bruto de mercado mediante la expansión crediticia. No hay forma de evitar el colapso final de todo auge desatado a base de expansión crediticia. Tan sólo cabe optar entre provocar más pronto la crisis poniendo fin voluntariamente a la expansión crediticia o dejar que, por sí solos, el desastre y la ruina total del sistema monetario se produzcan algo más tarde.
La única objeción que se ha hecho a la teoría del crédito circulatorio es realmente débil. Se dice que la reducción del interés bruto por debajo del tipo que al mismo hubiera correspondido en un mercado libre podría ser efecto no de una política consciente de la Banca y de las autoridades monetarias, sino un resultado indeseado provocado por el propio conservadurismo de tales personas y entidades. Al producirse una situación que, por sí, debía provocar el alza del interés de mercado, los bancos, por su apego a la tradición, no aumentan el coste del crédito y, sin darse cuenta, inician la coyuntura expansionista[13]. Tales afirmaciones carecen totalmente de base. Ahora bien, aunque las admitiéramos a efectos dialécticos, no por ello habríamos de variar la esencia de la explicación monetaria de los ciclos económicos. Porque no interesa cuáles sean los motivos que inducen a los bancos a ampliar el crédito y a rebajar el tipo bruto del interés que el mercado libre hubiera impuesto. Lo único que de verdad importa es que los bancos y las autoridades monetarias consideran perniciosa la cuantía del interés que el mercado determina libremente y consideran que puede rebajarse mediante la expansión crediticia sin dañar a nadie más que a unos cuantos parasitarios prestamistas. Tales prejuicios les inducen a adoptar medidas que fatalmente acaban provocando la crisis.
A la vista de estos hechos, podría parecer más oportuno no examinar en esta parte, dedicada al análisis de la economía de mercado libre de toda extraña influencia, los problemas planteados y dejarlos para cuando abordemos el intervencionismo, es decir, la injerencia estatal en los fenómenos mercantiles. Es indudable que la expansión crediticia es una de las cuestiones fundamentales que plantea el dirigismo. Pero estos temas deben abordarse al tratar de la economía de mercado pura, no al estudiar el intervencionismo. Pues el tema que, en definitiva, se trata de abordar es el referente a la relación entre las existencias dinerarias y el tipo del interés, siendo los efectos de la expansión crediticia simplemente un caso particular del problema general.
Todo lo que hemos afirmado sobre la expansión crediticia es igualmente aplicable a cualquier aumento de las existencias de dinero propiamente dicho, siempre y cuando ese dinero adicional aparezca sobre el mercado crediticio a poco de entrar en el sistema económico. Si esas nuevas sumas dinerarias vienen a incrementar la cuantía del dinero ofrecido en préstamo, cuando todavía los salarios y precios no se han ajustado a la variada relación monetaria, sus efectos en nada se diferencian de los propios de una expansión crediticia. Con el estudio de la expansión crediticia la cataláctica completa la estructura científica de la teoría del dinero y el interés. Desenmascara viejos errores referentes a este último y pone de manifiesto la inanidad de todos los quiméricos planes urdidos para «abolirlo» mediante reformas monetarias y crediticias.
Las diferencias que pueden darse entre una expansión crediticia y el aumento de las existencias monetarias que podría registrar, por ejemplo, una economía que sólo empleara dinero-mercancía, desconociendo los medios fiduciarios, dependen de la respectiva cuantía del incremento dinerario y de la época en que el dinero adicional vaya sucesivamente influyendo sobre los diferentes sectores mercantiles. El incremento, aunque sea rápido, de la producción de metales preciosos jamás puede producir efectos tan señalados como aquéllos que una expansión crediticia es capaz de provocar. El patrón oro es un eficaz obstáculo a la expansión crediticia al impedir a los bancos sobrepasar rigurosos límites en sus actividades expansionistas[14]. La potencial capacidad inflacionaria del mismo quedaba severamente tasada por las posibilidades mineras. Además, sólo una parte del oro adicional venía a incrementar la oferta en el mercado crediticio. La mayor parte del mismo influía primero sobre los precios y los salarios y sólo en posterior etapa afectaba al mercado crediticio.
El continuo aumento de las existencias de dinero-mercancía ejerció constante presión inflacionista sobre el mercado crediticio. El tipo del interés bruto de mercado, durante todo el siglo pasado, estuvo permanentemente sometido al impacto del nuevo dinero que, sin interrupción, llegaba al mercado crediticio. Los efectos de dicho incremento dinerario fueron, desde luego, señaladamente amplificados por la expansión crediticia provocada, desde hace ciento cincuenta años, en Gran Bretaña y, desde hace cien, en el resto de Europa, en intentos, una y otra vez reiterados, de rebajar el interés bruto de mercado mediante una mayor ampliación del crédito. Tres procesos, pues, tendentes a la baja del interés de mercado operaban al mismo tiempo, reforzando sus mutuos efectos. Por un lado, estaba el continuo incremento de las disponibilidades de dinero-mercancía; después venía la espontánea generalización del uso de medios fiduciarios en las operaciones bancarias; y, finalmente, la política antiacreedora practicada por la mayoría de los gobernantes con el cálido apoyo de la opinión pública. Sería imposible calcular cuantitativamente el efecto conjunto ni el individual de cada uno de estos factores; sólo la comprensión del historiador puede atreverse a abordar tal incógnita.
Sólo el razonamiento cataláctico puede demostrar que la ligera pero continua presión que sobre el tipo del interés bruto de mercado ejercen las crecientes existencias de oro y el parvo incremento de los medios fiduciarios, mientras la misma no se vea reforzada por decidida política de abaratar el dinero, fácilmente queda compensada por las fuerzas de acomodación y reajuste consustanciales a la economía de mercado. La adaptabilidad del mundo mercantil, mientras su funcionamiento no se vea perjudicado por actuaciones ajenas, basta para reparar los efectos que esas ligeras perturbaciones pueden provocar.
Por medios estadísticos, los aficionados a tales estudios numéricos han pretendido analizar los denominados ciclos económicos largos. Son vanas pretensiones. La historia del capitalismo europeo refleja un continuo progreso económico, una y otra vez, sin embargo, interrumpido por frenéticos auges y su inexorable secuela: las sórdidas depresiones. Las estadísticas recogen, por lo general, tales movimientos contrarios a la general tendencia hacia un continuo aumento del capital invertido y un permanente incremento de la producción. En esta tendencia general no puede observarse ninguna fluctuación rítmica.
La terminología común refleja bien el atractivo que sobre la mente popular ejercen la inflación y la expansión crediticia, atractivo en el que se han apoyado numerosas tentativas de enriquecer a la gente por medios expansionistas, causa, a su vez, de las típicas oscilaciones del mundo económico. El auge se considera enriquecedor; se habla de prosperidad y de progreso. La consecuencia insoslayable, el reajuste de todas las operaciones a las verdaderas circunstancias del mercado, se califica, en cambio, de depresión, crisis, estancamiento y retroceso. El público se alza contra quienes proclaman y demuestran que tan lamentadas perturbaciones provienen exclusivamente de las malas inversiones y del excesivo consumo en tiempos de expansión, condenado de antemano al fracaso. Se busca con ansia la piedra filosofal que daría perenne virtualidad al mismo.
Ya hemos indicado en qué sentido se puede considerar progreso económico la ampliación de la producción y la mejora de la calidad. Si aplicamos este criterio a las diversas fases del ciclo económico, tenemos que estimar forzosamente retroceso a la expansión y progreso a la depresión. El auge malbarata en torpes inversiones los siempre escasos factores de producción y reduce, por un exceso de consumo, las disponibilidades de capital; los supuestos beneficios del auge no son más que un empobrecimiento efectivo de las masas. La depresión, en cambio, hace retornar los factores de producción a aquellos cometidos que mejor permiten satisfacer las más urgentes necesidades de los consumidores.
Se ha intentado desesperadamente hallar en el auge alguna contribución positiva al progreso económico. Se ha exagerado la eficacia del ahorro forzoso en la acumulación de capital. El argumento carece de toda virtualidad dialéctica. El ahorro forzoso, como decíamos anteriormente, sólo sirve, en el mejor de los casos, para compensar parcialmente el consumo de capital que el propio auge provoca. Si quienes ensalzan los supuestos beneficios del ahorro forzoso fueran consecuentes, más bien propugnarían la implantación de un régimen fiscal que concediera ayudas a los ricos e impusiera nuevas cargas a los de menores medios. El ahorro forzoso, así ingeniado, incrementaría positivamente la cifra de capital disponible, sin provocar al tiempo por otro camino un consumo mucho mayor del mismo.
Los defensores de la expansión crediticia han subrayado también que algunas de las desafortunadas inversiones realizadas durante el auge resultan después rentables. Tales inversiones se hicieron demasiado pronto, es decir, cuando las existencias de capital y las valoraciones de los consumidores todavía no las aconsejaban. Pero el daño causado no fue tan grave como podría parecer, pues en todo caso el proyecto se habría ejecutado algo más tarde. Podemos admitir que esta descripción es adecuada para algunos casos de malinversión inducida por el auge. Pero nadie osará sostener que semejante afirmación puede aplicarse a todos los proyectos que se acometieron bajo el espejismo creado por la política de dinero barato. Por otro lado, es indudable que esto no puede cambiar los efectos finales del auge, ni escamotear o aminorar la insoslayable depresión subsiguiente. Las consecuencias de las malas inversiones practicadas se producen independientemente de que dichas inversiones, al variar después las circunstancias, lleguen a resultar acertadas. Cuando, por ejemplo, en 1845, se tendía en Gran Bretaña una línea ferroviaria que, en ausencia de la expansión crediticia, no se habría construido, para nada variaban los efectos de tales actuaciones por el hecho de que los bienes de capital necesarios para la obra habrían podido invertirse en 1870 ó 1880. La ganancia que después representó el no tener que construir el ferrocarril, con la consiguiente inversión de capital y trabajo, en modo alguno compensó los daños provocados en 1845 por su prematura realización.
El auge empobrece. Pero los quebrantos morales que ocasiona son aún más graves que los perjuicios materiales. La gente pierde la fe en sí misma y desconfía de todo. Cuanto mayor fue primero su optimismo, tanto más honda es luego la desesperanza y frustración. Suele el hombre atribuir los favores del destino a la propia valía, considerándolos justo premio a su laboriosidad, talento y probidad. Para los reveses de la fortuna, en cambio, busca siempre a alguien a quien responsabilizar y suele atribuirlos a la irracionalidad de las instituciones políticas y sociales. No se queja de los gobernantes cuando fomentan la expansión, pero les achaca el insoslayable resultado final. Para el público, el único remedio contra los males producidos por la inflación y la expansión crediticia consiste en incrementarlas.
Hay, dicen, instalaciones y explotaciones agrícolas cuya capacidad productiva no se aprovecha o al menos no en el grado en que podría serlo. Hay montones de mercancías sin salida y ejércitos de obreros sin trabajo. También hay multitudes que desearían ampliar su consumo, cubrir sus necesidades del modo más cumplido posible. Lo único que falta es crédito. La expansión crediticia permitirá a los empresarios proseguir o ampliar la producción y quienes se encuentran sin trabajo hallarán nuevos empleos que reforzarán su capacidad adquisitiva y les permitirá comprar todas esas mercancías invendidas. El argumento parece plausible, pero es totalmente falso.
Si las mercancías no pueden venderse y los obreros no encuentran trabajo es porque los precios y los salarios son demasiado elevados. Quien desea colocar sus mercaderías o su capacidad laboral debe reducir sus pretensiones hasta encontrar comprador. Tal es la ley del mercado. Es así precisamente como se orientan las actividades de cada uno por los cauces que permiten atender mejor las necesidades de los consumidores. Las inversiones desacertadas hechas en el periodo de auge han inmovilizado factores inconvertibles de producción en determinados cometidos, detrayéndolos de otros donde eran más urgentemente requeridos. Esos factores están mal repartidos entre las diversas ramas industriales, y su imperfecta distribución sólo puede remediarse mediante la acumulación de nuevos capitales y su inversión donde más se necesitan. Se trata de un proceso necesariamente lento. Mientras se desarrolla no es posible aprovechar plenamente la capacidad de algunas instalaciones por no disponerse de los necesarios elementos complementarios.
No es válida la objeción de que con frecuencia también hay desaprovechada capacidad en plantas productoras de bienes cuyo carácter específico es bajo. La retracción de ventas de estos artículos, se dice, no puede explicarse invocando la mala distribución del equipo de capital entre las diversas ramas industriales, pues tales mercancías pueden emplearse efectivamente y se precisan en múltiples cometidos. El argumento resulta igualmente falso. Si no se aprovecha toda la capacidad de las factorías productoras de hierro y acero, de las minas de cobre y de las explotaciones madereras, ello acontece porque no hay en el mercado compradores suficientes para adquirir la totalidad de su producción a precios rentables que cubran los costes variables de la empresa. Pero como tales costes variables consisten en el precio de las mercancías o salarios que es preciso invertir, y lo mismo sucede con los precios de esas otras mercancías, al final tropezamos siempre con que los salarios resultan excesivamente altos para que puedan hallar trabajo cuantos desean emplearse y para que pueda aprovecharse plenamente el equipo inconvertible existente, sin detraer capacidad laboral y bienes de capital convertibles de aquellos cometidos que permiten atender las necesidades más urgentes de los consumidores.
Del colapso producido por la expansión sólo se puede salir produciendo nuevos ahorros y con ellos los bienes de capital que permitan aprovisionar armoniosamente a todas las ramas de la producción, pasando así a un mercado en el cual la progresiva acumulación de capital garantizará la continua elevación del nivel de vida de las masas. Es preciso aportar a los sectores indebidamente desatendidos durante el auge los bienes de capital que precisan. Han de bajar los salarios; la gente deberá reducir temporalmente su consumo mientras se repone el capital dilapidado en desafortunadas inversiones. Quienes tan dolorosamente sienten las penalidades del reajuste deberían cuidarse de impedir a tiempo toda expansión crediticia.
A nada conduce perturbar el proceso de readaptación mediante nuevas actividades expansionistas. Tales intervenciones, en el mejor de los casos, sólo sirven para interrumpir, dificultar y, en definitiva, retrasar el fin de la depresión, si no es que incluso llegan a desatar una nueva expansión con todas sus inexorables consecuencias.
Se retrasa el proceso de reajuste, aun sin nuevas expansiones crediticias, por los efectos psicológicos que provocan en la gente los desengaños y sinsabores. Todo el mundo quiere engañarse creyéndose poseedor de inexistentes riquezas. Los hombres de negocios prosiguen proyectos sin rentabilidad y gustosos cierran los ojos ante la desagradable realidad. Los trabajadores demoran la rebaja salarial que la situación del mercado exige; quisieran evitar tener que reducir su nivel de vida, cambiar de ocupación o trasladarse a otras zonas. La gente está tanto más descorazonada cuanto mayor había sido antes su optimismo. Magníficas oportunidades, por falta de fe y de espíritu emprendedor, quedan desaprovechadas. Pero lo peor es que los hombres son incorregibles; al poco tiempo, redescubrirán la expansión crediticia y, una vez más, la triste historia se reiniciará.
En una economía cambiante siempre hay mercaderías invendidas (aparte de aquéllas que por razones técnicas deban tenerse permanentemente en almacén), obreros que han quedado sin trabajo, así como desaprovechada capacidad productiva de instalaciones inconvertibles. El sistema se mueve hacia una situación en la cual no habrá ni trabajadores sin empleo ni existencias sin salida[15]. Pero como surgen nuevas circunstancias que orientan el sistema hacia distintos objetivos, jamás llega a implantarse la economía de giro uniforme.
El que haya inversiones inconvertibles cuya capacidad productiva no se explota es consecuencia de los errores cometidos en el pasado. Las previsiones de los inversores, según demuestran los acontecimientos posteriores, no fueron correctas; el mercado reclama con mayor intensidad bienes diferentes de los que esas explotaciones pueden producir. La excesiva acumulación de existencias y el paro cataláctico tienen origen especulativo. El propietario de las mercancías afectadas se niega a vender porque espera obtener más tarde por las mismas un precio mejor. El trabajador sin empleo no desea variar de trabajo, ni de residencia, ni conformarse con un salario menor, confiando en hallar posteriormente trabajo de la clase que más le agrada, mejor remunerado, en la propia localidad. Tanto el uno como el otro demoran ajustar sus pretensiones a la imperante disposición del mercado por suponer que variarán en su favor las circunstancias. Tal actitud dubitativa es precisamente una de las razones por las cuales el sistema todavía no se ha acomodado a las efectivas circunstancias imperantes.
Los partidarios de la expansión crediticia opinan que lo que se precisa es incrementar la cuantía de los medios fiduciarios. La industria comenzará entonces a funcionar a plena capacidad, las mercancías invendidas se colocarán a precios satisfactorios para sus poseedores y los trabajadores parados encontrarán ocupación a salarios que estimarán suficientes. Una idea tan popular y extendida presupone que, pese al alza general de los precios de todas las mercancías y servicios, provocada por los supletorios medios fiduciarios lanzados al mercado, los propietarios de los rebosantes almacenes y los trabajadores parados se contentarán con esos mismos precios nominales que en vano hoy solicitan. Si tal hicieran, los precios y los salarios reales que los propietarios y obreros percibirían quedarían reducidos —en relación con los precios de las demás mercancías y servicios— en aquella misma cuantía en que ahora habrían de rebajar sus pretensiones para hallar compradores y patronos empleadores.
El curso del auge no varía por la existencia de capacidad inaprovechada, excedentes invendidos y obreros sin trabajo. Supongamos que hay minas de cobre inexplotadas, existencias de dicho metal sin colocar y mineros parados. El precio del cobre es tal que no resulta rentable explotar determinadas minas; los obreros quedan sin empleo; hay especuladores que se resisten a vender sus stocks. Lo que se precisa para que dichos yacimientos sean de nuevo rentables, para que vuelvan los mineros a encontrar trabajo y se vendan las existencias en cuestión, sin llegar a reducir los precios por debajo de los costes, es un incremento p de los bienes de capital disponibles, en cuantía suficiente para permitir el aumento de las inversiones, la ampliación de la producción y el incremento del consumo. En cambio, si esa mayor demanda no aparece y, sin embargo, los empresarios, cegados por la expansión crediticia, proceden como si la misma efectivamente se diera, mientras perdure el auge, el mercado del cobre funcionará como si los bienes de capital hubieran aumentado en la cantidad p. Lo que anteriormente dijimos sobre las consecuencias que inevitablemente provocará la expansión crediticia resulta aplicable al caso que ahora examinamos. La única diferencia consiste en que la improcedente expansión de la producción, por lo que al cobre se refiere, no habrá forzosamente de practicarse detrayendo capital y trabajo de otros cometidos que mejor hubieran permitido atender los deseos de los consumidores. En lo relativo al cobre, el nuevo auge encuentra capital y trabajo que ya anteriormente fueron malinvertidos y que el reajuste todavía no ha logrado reabsorber.
Resulta, pues, manifiesta la falta de fundamento de los argumentos que pretenden justificar una nueva expansión crediticia amparándose en la existencia de una capacidad inaprovechada, stocks invendidos (o, como erróneamente suele decir la gente, «invendibles») y obreros sin trabajo. El comienzo de una nueva expansión crediticia se encuentra con restos de desacertadas inversiones de capital y trabajo que el proceso de reajuste no ha podido aún absorber, y aparentemente logra remediar los errores cometidos. Pero en realidad se trata únicamente de la interrupción del proceso de reajuste y del retomo a la situación correcta[16]. La existencia de desempleo y de capacidad desaprovechada no demuestra que la teoría del crédito circulatorio sea incorrecta. Es falso suponer, como hacen los defensores de la expansión crediticia y la inflación, que la depresión se perpetuaría si no se aplicaran los remedios que ellos recomiendan. Por supuesto, tales remedios no serían capaces de mantener la expansión indefinidamente; no harían más que perturbar el proceso de recuperación.
Antes de entrar en el examen de los varios intentos practicados para explicar las cíclicas fluctuaciones mercantiles mediante doctrinas no monetarias, conviene detener la atención en una cuestión que, hasta ahora, tal vez indebidamente, no ha sido abordada.
Hubo escuelas para las cuales el interés no era más que el precio pagado por la posibilidad de disponer de una cierta cantidad de dinero o de sustitutos monetarios. De tal creencia lógicamente deducían sus defensores que, si se suprimía la escasez de dinero o de sustitutos monetarios, se podría abolir totalmente el interés y el crédito sería gratuito. Pero quienes no comparten este criterio, por haber calado en la esencia del interés originario, se encuentran con un problema que no sería honesto rehuir. Mediante la ampliación del crédito, que el incremento de las existencias de dinero o de sustitutos monetarios permite, se puede ciertamente reducir el tipo del interés bruto de mercado. Si, a pesar de ello, mantenemos que el interés no es un mero fenómeno monetario, habremos de concluir que el mismo no puede ser permanentemente abolido ni rebajado por un aumento —cualquiera que sea su cuantía— de las existencias de dinero o de medios fiduciarios, viéndonos obligados a aclarar cómo, después de esa rebaja, vuelve a imponerse el tipo de interés determinado por las circunstancias no monetarias del mercado. Habremos de indicar cuál es el proceso que desvirtúa aquella tendencia, provocada por medidas de índole dineraria, que aparta al interés bruto del tipo condicionado por la razón existente entre las valoraciones que, respectivamente, el público otorga a los bienes presentes y a los futuros. Si la ciencia económica fuera incapaz de aclarar este punto, tácitamente vendría a proclamar que el interés es, en definitiva, un fenómeno monetario, pudiendo, incluso, llegar a desaparecer una vez practicados los cambios oportunos en la relación monetaria.
Lo fundamental para las explicaciones no monetarias del ciclo económico es la reiterada aparición de las depresiones económicas. Los defensores de tales doctrinas son, sin embargo, incapaces de señalar, en su planteamiento de los sucesos económicos, ningún factor al que se pudiera atribuir el origen y paternidad de esos tan misteriosos desórdenes. En consecuencia, recurren a cualquier explicación arbitraria que, como mejor pueden, hilvanan a sus tesis para darles la apariencia de auténticas explicaciones de los ciclos económicos.
No sucede lo mismo con la teoría monetaria o del crédito circulatorio. Las modernas investigaciones han demostrado la inexactitud de las doctrinas que se basan en una supuesta condición neutra del dinero. Se ha demostrado de forma irrefutable que en la economía de mercado actúan unos factores sobre los que nada tiene que decir una doctrina que ignore la fuerza impulsora del dinero. En cambio, las doctrinas catalácticas, que proclaman la no neutralidad del dinero, así como su fuerza impulsora, deben aclarar cómo las variaciones de la relación monetaria influyen, primero a la corta y después a la larga, en el tipo del interés. Tales doctrinas quedarían cojas e incompletas si no lograran desentrañar estos problemas. Incurrirían en íntima contradicción si no supieran explicar las crisis cíclicas. La moderna cataláctica, aun en el caso de no haber jamás existido ni los medios fiduciarios ni el crédito circulatorio, habría tenido que analizar la dependencia existente entre las variaciones de la relación monetaria y el tipo de interés.
Ya hemos dicho que toda explicación no monetaria de los ciclos económicos tiene que admitir que el aumento de la cantidad de dinero o de medios fiduciarios es condición indispensable para que se produzca la expansión. Es evidente que, si no se registra una general disminución de la producción, con la consiguiente reducción de la oferta de todos los bienes, sólo podría producirse una general tendencia al alza de éstos en razón a un previo aumento de las existencias de dinero (en sentido amplio). Veremos ahora una segunda razón de que los oponentes de la explicación monetaria se vean obligados, finalmente, a recurrir a la teoría que tanto denigran. Sólo esta teoría explica cómo influyen en el mercado crediticio y en el interés bruto las adicionales cantidades de dinero o de medios fiduciarios creadas. Sólo quienes entienden el interés como fruto de una escasez dineraria institucionalmente impuesta pueden dejar de reconocer la explicación de los ciclos económicos basada en el crédito circulatorio. Esto explica por qué nunca se ha formulado ninguna crítica fundada contra esta teoría.
El fanatismo con que los defensores de las doctrinas antimonetaristas se niegan a reconocer su error se basa en consideraciones políticas. Los marxistas fueron los primeros en denunciar las crisis económicas como vicio típico de la organización capitalista, consecuencia ineludible de la «anarquía» de la producción[17]. Los intervencionistas, así como los socialistas no marxistas, por su parte, tienen interés no menor en demostrar que la economía de mercado es, por sí sola, incapaz de evitar las depresiones. Les importa impugnar la teoría monetaria toda vez que el dirigismo dinerario y crediticio es el arma principal con que los gobernantes anticapitalistas cuentan para imponer la omnipotencia estatal[18].
Los intentos de relacionar las depresiones económicas con influencias cósmicas, el más notable de los cuales fue el de las manchas solares de William Stanley Jevons, fracasaron lamentablemente. La economía de mercado ha sabido adaptar de modo bastante satisfactorio la producción y el comercio a todas las circunstancias y medios en que se manifiesta la vida humana. Es, pues, a todas luces arbitrario suponer que hay un único hecho natural —como las supuestas variaciones cíclicas de las cosechas— que el mercado es incapaz de dominar. ¿Acaso los empresarios son incapaces de advertir las fluctuaciones agrícolas y acomodar sus actividades económicas de suerte que puedan descontar en sus planes los desastrosos efectos de esas fluctuaciones?
Influidos por el eslogan marxista sobre la «anarquía de la producción», los partidarios de las explicaciones no monetarias de los ciclos económicos arguyen que en la economía de mercado prevalece una tendencia a distribuir desproporcionadamente las inversiones entre las diversas ramas industriales. Pero ni siquiera estas doctrinas niegan el hecho de que los empresarios ponen el máximo interés en evitar errores que les produzcan graves quebrantos económicos. Lo típico de empresarios y capitalistas precisamente es evitar las operaciones que puedan irrogarles pérdidas. Admitir que existe una tendencia en los hombres de negocios a fracasar en sus intentos equivale a reconocer que todos ellos son poco perspicaces. Son torpes en exceso para evitar ciertos peligros; una y otra vez recaen en los mismos vicios al dirigir las operaciones productivas. Lo malo es que la sociedad, al final, tiene que pagar las deficiencias de tan necios promotores, especuladores y empresarios.
No hay duda de que los hombres son falibles, y desde luego los hombres de negocios no son inmunes a las flaquezas humanas. Pero conviene no olvidar que en el mercado se produce un ininterrumpido proceso de selección. Los empresarios menos eficaces, es decir, aquéllos que no logran prever acertadamente los futuros deseos de los consumidores, quedan inexorablemente eliminados. Si hay empresarios que se dedican a producir mercancías en cuantía superior a la demanda y por lo tanto no consiguen venderlas a precios remunerativos y sufren las correspondientes pérdidas, los demás empresarios, los que ofrecen a los consumidores los bienes y servicios que éstos desean, ven incrementados sus beneficios. Hay sectores que pierden, mientras otros ganan. No hay una depresión general.
Pero los defensores de las doctrinas que ahora nos interesan arguyen de modo diferente. Presuponen no sólo la general estulticia de los empresarios, sino además la ceguera mental de todo el mundo. La clase empresarial no es un estamento cerrado. A él puede acceder cualquiera que lo desee, y la historia del capitalismo nos ofrece de ello ejemplos reiterados. Han sido muchos los individuos sin tradición ni fortuna que triunfaron al producir mercancías que sólo ellos comprendieron permitirían atender las más urgentes necesidades del público. De ahí que proclamar que los empresarios, una y otra vez, son víctimas de los mismos errores implica suponer que los hombres somos todos idiotas. No hay, por lo visto, empresario, ni persona alguna que aspire a serlo en cuanto se lo permitan los errores de quienes a la sazón lo son, que tenga perspicacia bastante para darse cuenta de la verdadera situación del mercado. En cambio, los teóricos, que jamás han dirigido personalmente ningún negocio y sólo se dedican a filosofar sobre las actuaciones de los demás, ellos sí logran ver, con toda claridad, las trampas en que incesantemente caen los incautos hombres de negocios. Los errores que pierden a sus semejantes, desde luego, jamás embotan la capacidad mental de esos profesores que todo lo saben. Conocen exactamente dónde falla la empresa privada. Tienen, pues, toda la razón cuando piden poderes dictatoriales para ordenar el mundo económico.
Lo más peregrino de tales doctrinas es que, además, suponen que los hombres de negocios, en su estrechez mental, insisten obstinadamente en sus erradas actuaciones, pese a que los estudiosos hace tiempo que han desmontado sus errores. Los hombres de negocios persisten en sus equivocaciones, aunque las tengan bien refutadas en cualquier libro de texto. Para evitar las crisis siempre repetidas —de acuerdo con las utópicas ideas de Platón—, es preciso entregar el poder supremo a los filósofos.
Examinemos brevemente las dos variedades más populares de las doctrinas de la desproporcionalidad.
La primera es la que se basa en la durabilidad de las mercancías. Hay bienes, los llamados duraderos, cuyos servicios pueden aprovecharse durante cierto espacio de tiempo. Mientras los mismos perduran, el propietario no los reemplaza por otros similares. De ahí que, cuando todo el mundo se ha proveído de esos artículos, su demanda prácticamente se anula. Las empresas productoras sufren pérdidas. Sólo resurgen cuando, pasado ya algún tiempo, los edificios, los automóviles, los frigoríficos y los demás artículos similares se han desgastado y es preciso reponerlos.
Contrariamente a lo que esta idea supone, la previsión de los hombres de negocios, por lo general, es bastante mayor. Se preocupan de ajustar la producción al previsto volumen de la demanda. El panadero calcula que cada ama de casa le comprará un pan diario, y el constructor de ataúdes sabe que la total venta anual no puede exceder del número de fallecimientos acaecidos en el mismo periodo. Los fabricantes de maquinaria ponderan la «vida» media de sus productos, como hacen los sastres, los zapateros, los fabricantes de automóviles, de radios, de neveras y las empresas constructoras. Desde luego, hay siempre promotores que, engañados por el optimismo, pretenden ampliar excesivamente sus actividades. Arrebatan factores de producción de otras plantas de su misma clase o de ramas industriales distintas. Su expansión hace que se reduzcan relativamente otras producciones. Determinado sector crece mientras otros se contraen hasta el momento en que la falta de rentabilidad del primero y los grandes beneficios de los segundos alteran las cosas. Pero tanto el auge primitivo como la depresión subsiguiente afectan sólo a una parte del mercado.
La segunda variedad de las doctrinas de la desproporcionalidad es la que se basa en el principio de la aceleración. Un alza temporal de la demanda de cierta mercancía da lugar a que se incremente la producción de la misma. Si, después, la demanda baja, las ampliaciones efectuadas serán malas inversiones. El planteamiento resulta particularmente pernicioso en relación con los bienes duraderos. Cuando la demanda del bien de consumo a aumenta en un diez por ciento, los empresarios incrementan, también en un diez por ciento, el equipo p necesario para producir aquél. El incremento de la demanda de p tiene tanta mayor importancia en relación con la previa demanda de p cuanto más tiempo perdura la posibilidad de emplear cada pieza de p y, consecuentemente, menor fuera la anterior demanda de tales unidades para la reposición de las desgastadas. Si la vida media de una pieza de p es de diez años, la anterior demanda anual de dicho artículo equivaldría a un diez por ciento de las existencias de p empleadas por la industria. Al aumentar en un diez por ciento la demanda de a, se dobla la demanda de p, lo cual da lugar a que sea preciso incrementar en un cien por cien el equipo r necesario para producir p. Si entonces la demanda de a deja de aumentar, quedará desaprovechado un cincuenta por ciento de la capacidad productiva de r. En el caso de que el incremento de la demanda se reduzca del diez al cinco por ciento, dejará de ser explotado un veinticinco por ciento de la capacidad productiva de r.
El error fundamental de esta doctrina es suponer que las actividades empresariales consisten en meras reacciones automáticamente provocadas por cada disposición transitoria de la demanda. En efecto, se presupone que tan pronto como sube la demanda, aumentando con tal motivo la rentabilidad de la correspondiente rama industrial, se amplía de inmediato proporcionalmente la capacidad productiva en cuestión. Tal creencia carece de base. Los empresarios se equivocan con frecuencia y caros les cuestan sus yerros. Quien procediera tal como el principio de la aceleración presupone no sería un empresario, sino más bien un autómata. El verdadero empresario especula[19], pretendiendo lucrarse a través de sus personales premoniciones acerca de la futura estructura del mercado. Ese adivinar el incierto futuro no se adapta a reglas ni sistemática alguna. Ni se enseña ni se aprende. En otro caso, todo el mundo podría dedicarse a ser empresario con la misma probabilidad de éxito. Lo que precisamente distingue a los empresarios y promotores que triunfan del resto de la gente es el no dejarse guiar por el hoy ni por el ayer, ordenando, en cambio, sus actividades exclusivamente con arreglo a la opinión que a ellos solos les merece el futuro. Ven el pasado y el presente igual que los demás; sin embargo, su opinión del futuro es diferente. Actúan de forma que no coincide con la visión que la gente tiene del mañana. Otorgan a los factores de producción un valor distinto del que los demás les dan y prevén, para los productos que con dichos factores piensan obtener, futuros precios también en desacuerdo con los que el resto presupone, siendo tales circunstancias las que les impulsan en sus operaciones. Si la vigente estructura de los precios da lugar a que sea muy lucrativa la venta de determinados artículos, la producción de los mismos se ampliará sólo si los empresarios creen que esa favorable disposición del mercado va a perdurar lo suficiente como para que resulten rentables las inversiones del caso. Por elevados que sean los beneficios percibidos por las empresas hoy operantes, en ningún caso se ampliará la capacidad productiva de las mismas si los empresarios no están convencidos de que, financieramente hablando, vale la pena efectuar las inversiones de que se trate. Es precisamente esa aprensión, esa desconfianza típica del empresario ante todo nuevo negocio, lo que tanto critican quienes son incapaces de comprender el funcionamiento de la economía de mercado. La formación tecnocrática de los ingenieros se rebela cuando, en su opinión, el afán de lucro impide que los consumidores se vean abastecidos de un sinfín de artículos que los progresos de la técnica permitirían ofrecerles. Gritan los demagogos contra la avaricia capitalista, supuestamente empeñada siempre en imponer la escasez.
Es recusable todo análisis de los ciclos económicos que pretenda explicarlos basándose en que determinadas empresas o grupos empresariales se equivocan al prever el futuro y por tanto realizan inversiones desafortunadas. El objeto de estudio de la teoría de los ciclos económicos es el auge general de la actividad económica, el afán de ampliar la producción en todas las ramas mercantiles y la subsiguiente crisis general. Tales fenómenos no pueden atribuirse a que los beneficios de determinadas industrias, provocados por la oportuna expansión de la demanda, dan lugar a la ampliación de las mismas y a las excesivas inversiones realizadas en los centros productores del equipo requerido por la ampliación.
Es un hecho bien conocido que, cuanto mayores proporciones toma el auge, tanto más difícil es adquirir máquinas y equipos. Las carteras de pedidos de las empresas productoras de dichos artículos alcanzan cifras impresionantes. Las entregas a los clientes se hacen tras periodos de espera extraordinariamente dilatados. Ello demuestra claramente que los fabricantes de elementos de producción no amplían su propia capacidad con la rapidez que el principio supone.
Es más, aun cuando, a efectos dialécticos, admitiéramos que capitalistas y empresarios efectivamente proceden según suponen las teorías de la desproporcionalidad, todavía habrían de aclararnos cómo podían aquéllos proseguir sus desatinados planes sin el auxilio de la expansión crediticia. La obsesión por efectuar las ampliaciones y nuevas inversiones provocarán forzosamente el alza de los precios de los complementarios factores de producción y la subida del tipo de interés en el mercado crediticio. Tal circunstancia pronto acabaría con las tendencias expansionistas si no concurriera la correspondiente expansión crediticia.
Los partidarios de las doctrinas de la desproporcionalidad invocan determinados acontecimientos registrados en ciertos mercados agrícolas como prueba de la pregonada falta de previsión de la empresa privada. Pero es imposible juzgar la característica esencial de la libre empresa competitiva tal como se manifiesta en la economía de mercado a la vista de las circunstancias en que hoy se desenvuelve el agricultor pequeño o mediano. En casi todos los países tales esferas agrícolas han sido sustraídas a la supremacía del mercado y de los consumidores. El intervencionismo estatal protege al agricultor contra la sanción del mercado. Tales cultivadores no operan en un mercado libre; son gente a la que se privilegia y se mima con medidas de diverso tipo. Su mundo económico es como una campana neumática en la cual pueden prosperar artificialmente el atraso técnico, la estrechez de miras y la ineficiencia, a costa, naturalmente, de los sectores no agrarios de la población. Cuando su conducta habría de producir pérdidas a tales favoritos, interviene el gobierno exonerándoles de una carga que transfiere a los consumidores, a los contribuyentes y a los acreedores de aquéllos.
Se da, desde luego, el ciclo maíz-cerdo (corn-hog cycle) y otros fenómenos semejantes en el mercado agrícola. Ahora bien, la reiteración de tales ciclos se debe a que la mayor parte de los agricultores goza de franquicia contra las sanciones con que el mercado castiga a los empresarios torpes o poco diligentes. Están exentos de responsabilidad; son los niños mimados de gobiernos y políticos. De no ser así, hace tiempo que se habrían arruinado, pasando sus explotaciones a manos de gentes más capaces.