PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS DE LAS CIENCIAS DE LA ACCIÓN HUMANA
Las ciencias de la acción humana se dividen en dos ramas principales: la de la praxeología y la de la historia.
La historia recoge y ordena sistemáticamente todos los datos de experiencia concernientes a la acción humana. Se ocupa del contenido concreto de la actuación del hombre. Examina las empresas humanas en toda su multiplicidad y variedad, así como las actuaciones individuales en cualquiera de sus aspectos accidentales, especiales y particulares. Analiza las motivaciones que impulsaron a los hombres a actuar y las consecuencias provocadas por tal proceder. Abarca cualquier manifestación de la actividad humana. Existe, por eso, la historia general, pero también la historia de sucesos particulares; historia de la actuación política y militar, historia de las ideas y de la filosofía, historia económica, historia de las diversas técnicas, de la literatura, del arte y de la ciencia, de la religión, de las costumbres y de los usos tradicionales, así como de múltiples otros aspectos de la vida humana. También son materia histórica la etnología y la antropología, mientras no invadan el terreno de la biología. Lo mismo acontece con la psicología, siempre que no se meta en la fisiología, epistemología o filosofía. De no menos condición histórica goza la lingüística, en tanto no se adentre en el campo de la lógica o de la fisiología del lenguaje[1].
El objeto de estudio de todas las ciencias históricas es el pasado. No nos ilustran, por eso, con enseñanzas que puedan aplicarse a la totalidad de la actividad humana, es decir, a la acción futura también. El conocimiento histórico hace al hombre sabio y prudente. Pero no proporciona, por sí solo, saber ni pericia alguna que resulte útil para abordar ningún supuesto individualizado.
Las ciencias naturales, igualmente, se ocupan de hechos ya pasados. Todo conocimiento experimental se refiere a hechos anteriormente observados; no existe experiencia de acontecimientos futuros. La verdad, sin embargo, es que la experiencia a la que las ciencias naturales deben todos sus triunfos es fruto de la experimentación, merced a la cual se puede examinar aisladamente cada uno de los elementos del cambio. Los datos así reunidos pueden luego utilizarse para el razonamiento inductivo, una de las formas de raciocinio, que en la práctica ha demostrado ciertamente su indudable eficacia, si bien su fundamentación epistemológica todavía, hoy por hoy, no está clara del todo.
La experiencia de que tratan las ciencias de la acción humana es siempre experiencia de fenómenos complejos. En el campo de la acción humana no es posible recurrir a ningún experimento de laboratorio. Nunca se puede ponderar aisladamente la mutación de uno solo de los elementos concurrentes, presuponiendo incambiadas todas las demás circunstancias del caso. La experiencia histórica como experiencia de fenómenos complejos no nos proporciona hechos en el sentido en que las ciencias naturales emplean este término para significar sucesos aislados comprobados de modo experimental. La ilustración proporcionada por la historia no sirve para formular teorías ni para predecir el futuro. Toda realidad histórica puede ser objeto de interpretaciones varias y, de hecho, ha sido siempre interpretada de los modos más diversos.
Los postulados del positivismo y de escuelas metafísicas afines resultan, por tanto, falsos. No es posible conformar las ciencias de la acción humana con la metodología de la física y de las demás ciencias naturales. No hay manera de establecer una teoría a posteriori de la conducta del hombre y de los acontecimientos sociales. La historia no puede ni probar ni refutar ninguna afirmación de valor general como lo hacen las ciencias naturales, las cuales aceptan o rechazan las hipótesis según coincidan o no con la experimentación. No es posible en ese terreno comprobar experimentalmente la veracidad o la falsedad de una proposición general.
Los fenómenos complejos, engendrados por la concurrencia de diversas relaciones causales, no permiten evidenciar la certeza o el error de teoría alguna. Antes al contrario, esos fenómenos sólo resultan inteligibles si se interpretan a la luz de teorías previamente desarrolladas a partir de otras fuentes. En el ámbito de los fenómenos naturales la interpretación de un acontecimiento debe encajar en las teorías verificadas satisfactoriamente mediante la experimentación. En el terreno de los hechos históricos no existe tal restricción. Pueden formularse las más arbitrarias explicaciones. Cuando se trata de explicar algo, la mente humana no duda en inventar ad hoc las más imaginarias teorías carentes de toda justificación lógica.
Pero, en la esfera de la historia, la praxeología viene a imponer a la interpretación de los hechos restricciones semejantes a las que las teorías experimentalmente contrastadas imponen cuando se trata de interpretar y aclarar acontecimientos de orden físico, químico o fisiológico. La praxeología no es una ciencia histórica, sino teórica y sistemática. Su objeto es la acción humana como tal, con independencia de todas las circunstancias ambientales, accidentales e individuales de los actos concretos. Sus enseñanzas son de orden puramente formal y general, ajenas al contenido material y a las condiciones peculiares del caso de que se trate. Aspira a formular teorías que resulten válidas en cualquier caso en el que efectivamente concurran aquellas circunstancias implícitas en sus supuestos y construcciones. Sus afirmaciones y proposiciones no derivan del conocimiento experimental. Como los de la lógica y la matemática, son a priori. Su veracidad o falsedad no puede ser contrastada mediante el recurso a acontecimientos ni experiencias. Lógica y temporalmente, son anteriores a cualquier comprensión de los hechos históricos. Constituyen obligado presupuesto para la aprehensión intelectual de los sucesos históricos. Sin su concurso, los acontecimientos se presentan ante el hombre en caleidoscópica diversidad e ininteligible desorden.
Se ha puesto de moda una tendencia filosófica que pretende negar la posibilidad de todo conocimiento a priori. El saber humano, asegúrase, deriva íntegra y exclusivamente de la experiencia. Tal postura se comprende en tanto reacción, exagerada desde luego, contra algunas aberraciones teológicas y cierta equivocada filosofía de la historia y de la naturaleza. Porque, como es sabido, la metafísica pretendía averiguar, de modo intuitivo, las normas morales, el sentido de la evolución histórica, las cualidades del alma y de la materia y las leyes rectoras del mundo físico, químico y fisiológico. En alambicadas especulaciones, se volvía alegremente la espalda a la realidad evidente. Tales pensadores estaban convencidos de que, sin recurrir a la experiencia, sólo mediante el raciocinio cabía explicarlo todo y descifrar hasta los más abstrusos enigmas.
Las modernas ciencias naturales deben sus éxitos a la observación y a la experimentación. No cabe duda de que el empirismo y el pragmatismo llevan razón cuando de las ciencias naturales se trata. Ahora bien, no es menos cierto que se equivocan gravemente cuando pretenden recusar todo conocimiento a priori y suponen que la lógica, la matemática y la praxeología deben ser consideradas también como disciplinas empíricas y experimentales.
Por lo que a la praxeología atañe, los errores de los filósofos se deben a su total desconocimiento de la ciencia económica[2] e incluso, a veces, a su inaudita ignorancia de la historia. Para el filósofo, el estudio de los problemas filosóficos constituye una noble y sublime vocación situada muy por encima de aquellas otras ocupaciones mediante las cuales el hombre persigue el lucro y el provecho propio. Contraría al eximio profesor el advertir que sus filosofías le sirven de medio de vida, le repugna la idea de que se gana el sustento análogamente a como lo hace el artesano o el labriego. Las cuestiones dinerarias son temas groseros y no debe el filósofo, dedicado a investigar trascendentes cuestiones sobre la verdad absoluta y los valores eternos, envilecer su mente ocupándose de los problemas de la economía.
No debe confundirse el problema referente a si existen o no presupuestos apriorísticos del pensar —es decir, obligadas e ineludibles condiciones intelectuales del pensamiento, previas a toda idea o percepción— con el problema de la evolución del hombre hasta adquirir su actual capacidad mental típicamente humana. El hombre desciende de antepasados de condición no-humana, los cuales carecían de esa capacidad intelectiva. Tales antepasados, sin embargo, gozaban ya de una cierta potencialidad que a lo largo de la evolución les permitió acceder a la condición de seres racionales. Esta transformación se produjo mediante influencias ambientales que afectaron a generación tras generación. De ello deducen los empiristas que el raciocinio se basa en la experimentación y es consecuencia de la adaptación del hombre a las condiciones de su medio ambiente.
Estas ideas, lógicamente, implican afirmar que el hombre fue pasando por etapas sucesivas, desde la condición de nuestros prehumanos antepasados hasta llegar a la de homo sapiens. Hubo seres que, si bien no gozaban aún de la facultad humana de razonar, disfrutaban ya de aquellos rudimentarios elementos en que se basa la razón. Su mentalidad no era todavía lógica, sino prelógica (o, más bien, imperfectamente lógica). Esos endebles mecanismos lógicos progresaron poco a poco, pasando de la etapa prelógica a la de la verdadera lógica. La razón, la inteligencia y la lógica son, por tanto, fenómenos históricos. Podría escribirse la historia de la lógica como se puede escribir la de las diferentes técnicas. No hay razón alguna para suponer que nuestra lógica sea la fase última y definitiva de la evolución intelectual. La lógica humana no es más que una etapa en el camino que conduce desde el prehumano estado ilógico a la lógica sobrehumana. La razón y la mente, las armas más eficaces con que el hombre cuenta en su lucha por la existencia, están inmersas en el continuo devenir de los fenómenos zoológicos. No son ni eternas ni inmutables; son puramente transitorias.
Es más, resulta evidente que todo individuo, a lo largo de su personal desarrollo evolutivo, no sólo rehace aquel proceso fisiológico que desde la simple célula desemboca en el sumamente complejo organismo mamífero, sino también el proceso espiritual que de la existencia puramente vegetativa y animal conduce a la mentalidad racional. Tal transformación no queda perfeccionada durante la vida intrauterina, sino que se completa más tarde, a medida que, paso a paso, el hombre va despertándose a la vida consciente. De esta suerte, resulta que el ser humano, durante sus primeros años, partiendo de oscuros fondos, rehace los diversos estadios recorridos por la evolución lógica de la mente humana.
Por otra parte, está el caso de los animales. Advertimos plenamente el insalvable abismo que separa los procesos racionales de la mente humana de las reacciones cerebrales y nerviosas de los brutos. Sin embargo, también creemos percibir en las bestias la existencia de fuerzas que desesperadamente pugnan por alcanzar la luz intelectiva. Son como prisioneros que anhelaran fervientemente liberarse de su fatal condena a la noche eterna y al automatismo inexorable. Nos dan pena porque también nosotros nos hallamos en análoga situación, luchando siempre con la inexorable limitación de nuestro aparato intelectivo, en vano esfuerzo por alcanzar el inasequible conocimiento perfecto.
Pero el problema del conocimiento a priori es distinto. No se trata ahora de determinar cómo apareció el raciocinio y la conciencia. El tema que nos ocupa se refiere al carácter constitutivo y obligado de la estructura de la mente humana.
Las relaciones lógicas fundamentales no pueden ser objeto de demostración ni de refutación. El pretender demostrar su certeza obliga a presuponer su validez. Es imposible explicarlas a quien, por sí solo, no las advierta. Es vano todo intento de precisarlas recurriendo a las conocidas reglas de la definición. Estamos ante proposiciones de carácter primario, obligado antecedente de toda definición, nominal o real. Se trata de categorías primordiales, que no pueden ser objeto de análisis. La mente humana es incapaz de concebir otras categorías lógicas diferentes. Para el hombre resultan imprescindibles e insoslayables, aun cuando a una mente sobrehumana pudieran merecer otra conceptuación. Integran los ineludibles presupuestos del conocimiento, de la comprensión y de la percepción.
Al mismo tiempo, son presupuestos obligados de la memoria. Las ciencias naturales tienden a explicar la memoria como una manifestación específica de otro fenómeno más general. El organismo vivo queda indeleblemente estigmatizado por todo estímulo recibido y la propia materia inorgánica actual no es más que el resultado de todos los influjos que sobre ella actuaron. Nuestro universo es fruto del pasado. Por tanto, cabe decir, en un cierto sentido metafórico, que la estructura geológica del globo guarda memoria de todas las anteriores influencias cósmicas, así como que el cuerpo humano es la resultante de la ejecutoria y vicisitudes del propio interesado y sus antepasados. Ahora bien, la memoria nada tiene que ver con esa unidad estructural y esa continuidad de la evolución cósmica. Se trata de un fenómeno de conciencia, condicionado, consecuentemente, por el a priori lógico. Sorpréndense los psicólogos ante el hecho de que el hombre nada recuerde de su vida embrionaria o de lactante. Freud intentó explicar esa ausencia recordatoria aludiendo a la subconsciente supresión de indeseadas memorias. La verdad es que en los estados de inconsciencia nada hay que pueda recordarse. Ni los reflejos inconscientes ni las simples reacciones fisiológicas pueden ser objeto de recuerdo, ya se trate de adultos o niños. Sólo los estados conscientes pueden ser recordados.
La mente humana no es una tabula rasa sobre la que los hechos externos graban su propia historia. Al contrario, goza de medios propios para aprehender la realidad. El hombre fraguó esas armas, es decir, plasmó la estructura lógica de su propia mente a lo largo de un dilatado desarrollo evolutivo que, partiendo de las amebas, llega hasta la presente condición humana. Ahora bien, esos instrumentos mentales son lógicamente anteriores a todo conocimiento.
El hombre no es sólo un animal íntegramente formado por aquellos estímulos que fatalmente determinan las circunstancias de su vida; también es un ser que actúa. Y la categoría de acción es antecedente lógico de cualquier acto determinado.
El que el hombre carezca de capacidad creadora bastante para concebir categorías disconformes con sus ilaciones lógicas fundamentales y con los principios de la causalidad y la teleología impone lo que cabe denominar apriorismo metodológico.
A diario, con nuestra conducta, atestiguamos la inmutabilidad y universalidad de las categorías del pensamiento y de la acción. Quien se dirige a sus semejantes para informarles o convencerles, para inquirir o contestar interrogantes, se ampara, al proceder de tal suerte, en algo común a todos los hombres: la estructura lógica de la razón humana. La idea de que A pudiera ser al mismo tiempo no-A, o que preferir A a B equivaliera a preferir B a A, es para la mente humana inconcebible y absurdo. Nos resulta incomprensible todo razonamiento prelógico o metalógico. Somos incapaces de concebir un mundo sin causalidad ni teleología.
No interesa al hombre determinar si, fuera de la esfera accesible a su inteligencia, existen o no otras en las cuales se opere de un modo categóricamente distinto a como funcionan el pensamiento y la acción humana. Ningún conocimiento procedente de tales mundos tiene acceso a nuestra mente. Carece de sentido inquirir si las cosas, en sí, son distintas de como a nosotros nos parecen; si existen universos inaccesibles e ideas imposibles de comprender. Esos problemas desbordan nuestra capacidad cognoscitiva. El conocimiento humano viene condicionado por la estructura de nuestra mente. Si, como objeto principal de investigación, se elige la acción humana, ello equivale a contraer, por fuerza, el estudio a las categorías de acción conformes con la mente humana, aquéllas que implican la proyección de ésta sobre el mundo externo de la evolución y el cambio. Todos los teoremas que la praxeología formula se refieren exclusivamente a las indicadas categorías de acción y sólo tienen validez dentro de la órbita en la que aquellas categorías operan. Dichos pronunciamientos en modo alguno pretenden ilustrarnos acerca de mundos y situaciones impensables e inimaginables.
De ahí que la praxeología merezca el calificativo de humana en un doble sentido. Lo es, en efecto, por cuanto sus teoremas, en el ámbito de los correspondientes presupuestos, aspiran a tener validez universal en relación con toda actuación humana. Y es humana igualmente porque sólo se interesa por la acción humana, desentendiéndose de las acciones que carezcan de tal condición, ya sean subhumanas o sobrehumanas.
Es un error bastante generalizado suponer que los escritos de Lucien Lévy-Bruhl abogan en favor de aquella doctrina según la cual la estructura lógica de la mente de los hombres primitivos fue y sigue siendo categóricamente diferente de la del hombre civilizado. Al contrario, las conclusiones a que Lévy-Bruhl llega, después de analizar cuidadosamente todo el material etnológico disponible, proclaman palmariamente que las ilaciones lógicas fundamentales y las categorías de pensamiento y de acción operan lo mismo en la actividad intelectual del salvaje que en la nuestra. El contenido de los pensamientos del hombre primitivo difiere del de los nuestros, pero la estructura formal y lógica es común a ambos.
Es cierto que Lévy-Bruhl afirma que la mentalidad de los pueblos primitivos es de carácter esencialmente «mítico y prelógico»; las representaciones mentales colectivas del hombre primitivo vienen reguladas por la «ley de la participación» y son, por lo tanto, diferentes de la «ley de la contradicción». Ahora bien, la distinción de Lévy-Bruhl entre pensamiento lógico y pensamiento prelógico se refiere al contenido, no a la forma ni a la estructura categorial del pensar. El propio escritor, en efecto, afirma que, entre las gentes civilizadas, también se dan ideas y relaciones ideológicas reguladas por la ley de la participación, las cuales, con mayor o menor independencia, con más o menos fuerza, coexisten inseparablemente con aquellas otras regidas por la ley de la razón. «Lo prelógico y lo mítico conviven con lo lógico»[3].
Lévy-Bruhl sitúa las doctrinas fundamentales del cristianismo en la esfera del pensamiento prelógico[4]. Se pueden formular, y efectivamente se han formulado, numerosas críticas contra las doctrinas cristianas y su interpretación por los teólogos. Pero nadie osó jamás afirmar que la mente de los Padres de la Iglesia y filósofos cristianos —entre ellos San Agustín y Santo Tomás— fuera de estructura lógica diferente a la nuestra. La diferencia entre quien cree en milagros y quien no tiene fe en ellos atañe al contenido del pensamiento, no a su forma lógica. Tal vez se equivoque quien pretenda demostrar la posibilidad y la realidad de los milagros. Pero demostrar su error —según bien dicen los brillantes ensayos de Hume y Mill— es una tarea lógica no menos ardua que la de demostrar el error de cualquier falacia filosófica o económica.
Exploradores y misioneros nos aseguran que en África y en la Polinesia el hombre primitivo rehúye superar mentalmente la primera impresión que le producen las cosas, no queriendo preocuparse de si puede mudar aquel planteamiento[5]. Los educadores europeos y americanos también, a veces, nos dicen lo mismo de sus alumnos. Lévy-Bruhl transcribe las palabras de un misionero acerca de los componentes de la tribu Mossi del Níger: «La conversación con ellos gira exclusivamente en torno a mujeres, comida y, durante la estación de las lluvias, la cosecha»[6]. Pero ¿es que acaso preferían otros temas numerosos contemporáneos y conocidos de Newton, Kant y Lévy-Bruhl?
La conclusión a que llevan los estudios de este último se expresa mejor con las propias palabras del autor. «La mente primitiva, como la nuestra, desea descubrir las causas de los acontecimientos, si bien aquélla no las busca en la misma dirección que nosotros»[7].
El campesino deseoso de incrementar su cosecha tal vez recurra a soluciones distintas, según la filosofía que le anime. Puede ser que se dé a ritos mágicos; acaso practique una piadosa peregrinación, o bien ofrezca un cirio a su santo patrón; o también es posible que proceda a utilizar más y mejor fertilizante. Ahora bien, sea cual fuere la solución preferida, siempre nos hallaremos ante una actuación racional consistente en emplear ciertos medios para alcanzar determinados fines. La magia, en determinado aspecto, no es más que una variedad de la técnica. El exorcismo también es una acción deliberada y con sentido, basada en una concepción que la mayoría de nuestros contemporáneos rechaza como supersticiosa y por tanto inadecuada. Pero el concepto de acción no implica que ésta se base en una teoría correcta y una técnica apropiada, ni tampoco que pueda alcanzar el fin propuesto. Lo único que, a estos efectos, importa es que quien actúe crea que los medios utilizados van a provocar el efecto apetecido.
Ninguno de los descubrimientos aportados por la etnología y la historia contradicen la afirmación de que la estructura lógica de la mente es común a todos los hombres de todas las razas, edades y países[8].
El razonamiento apriorístico es estrictamente conceptual y deductivo. De ahí que no pueda producir sino tautologías y juicios analíticos. Todas sus conclusiones se derivan lógicamente de las premisas en las que realmente se hallan contenidas. De donde la general objeción de que nada puede añadir a nuestro conocimiento.
Todos los teoremas geométricos se hallan ya implícitos en los correspondientes axiomas. El teorema de Pitágoras presupone el triángulo rectángulo. Este teorema es una tautología, su deducción se concreta en un juicio analítico. Pese a ello, nadie duda de que la geometría en general y el teorema de Pitágoras en particular dejen de ampliar el campo de nuestro conocimiento. La cognición derivada del puro razonamiento deductivo es también creativa y abre nuestra mente a esferas que antes nos eran desconocidas. La trascendente misión del razonamiento apriorístico estriba, de un lado, en permitirnos advertir cuanto se halla implícito en las categorías, los conceptos y las premisas y, de otro, en mostrarnos lo que éstos no contienen. Su función, por tanto, consiste en hacer claro y evidente lo que antes resultaba oscuro y arcano[9].
En el concepto de dinero están implícitos todos los teoremas de la teoría monetaria. La teoría cuantitativa del dinero no amplía nuestro conocimiento con enseñanza alguna que no esté ya virtualmente contenida en el concepto del propio medio de intercambio. Dicha doctrina no hace más que transformar, desarrollar y desplegar conocimientos; sólo analiza, y por tanto resulta tautológica, en el mismo sentido que lo es el teorema de Pitágoras en relación con el concepto de triángulo rectángulo. Nadie, sin embargo, negará la importancia cognoscitiva de la teoría cuantitativa del dinero. Ésta permanecerá desconocida si no se descubre mediante el razonamiento económico. Una larga lista de fracasos en el intento de resolver los problemas planteados demuestra que no fue tarea fácil alcanzar el actual nivel de conocimiento en la materia.
El que la ciencia apriorística no proporcione un conocimiento pleno de la realidad no supone deficiencia de la misma. Los conceptos y teoremas que maneja son herramientas mentales gracias a las cuales vamos abriendo el camino que conduce a percibir mejor la realidad; ahora bien, dichos instrumentos no encierran la totalidad de los conocimientos posibles sobre el conjunto de las cosas. No hay oposición entre la teoría y la comprensión de la viviente y cambiante realidad. Sin contar con la teoría, es decir, con la ciencia general apriorística de la acción humana, es imposible comprender la realidad de la acción humana.
La relación entre razón y experiencia ha constituido, desde antiguo, uno de los fundamentales problemas de la filosofía. Al igual que todas las demás cuestiones referentes a la crítica del conocimiento, los filósofos lo han abordado sólo en relación con las ciencias naturales. No se han interesado por las ciencias de la acción humana, por lo que sus contribuciones carecen de valor para la praxeología.
Se suele recurrir, al abordar los problemas epistemológicos que suscita la economía, a alguna de las soluciones que brindan las ciencias naturales. Hay autores que proponen el convencionalismo de Poincaré[10]. Entienden que las premisas del razonamiento económico son objeto de convención lingüística o postulados[11]. Otros prefieren acogerse a las ideas einstenianas. Einstein se pregunta: ¿Cómo puede la matemática, producto de la razón humana totalmente independiente de cualquier experiencia, ajustarse a los objetos reales con tan extraordinaria exactitud? ¿Es posible que la razón humana, sin ayuda de la experiencia, se halle capacitada para descubrir, mediante el puro raciocinio, la esencia de las cosas reales? Einstein responde: «En tanto en cuanto los teoremas matemáticos hacen referencia a la realidad, no son ciertos, y en tanto en cuanto son ciertos, no hacen referencia a la realidad»[12].
Ahora bien, las ciencias de la acción humana difieren radicalmente de las ciencias naturales. Quienes pretenden construir un sistema epistemológico de la acción humana según el modelo de las ciencias naturales yerran lamentablemente.
El objeto específico de la praxeología, es decir, la acción humana, brota de la misma fuente que el humano razonamiento. Acción y razón son cogenéricas y homogéneas; se las podría considerar como dos aspectos diferentes de una misma cosa. Precisamente porque la acción es fruto de la razón, es ésta capaz de ilustrar mediante el puro razonamiento las características esenciales de la acción. Los teoremas que el recto razonamiento praxeológico llega a formular no sólo son absolutamente ciertos e irrefutables, al modo de los teoremas matemáticos, sino que también reflejan la íntima realidad de la acción, con el rigor de su apodíctica certeza e irrefutabilidad, tal como ésta, efectivamente, se produce en el mundo y en la historia. La praxeología proporciona conocimiento preciso y verdadero de la realidad.
El punto de partida de la praxeología no consiste en seleccionar unos ciertos axiomas ni en preferir un cierto método de investigación, sino en reflexionar sobre la esencia de la acción. No existe actuación alguna en la que no concurran, plena y perfectamente, las categorías praxeológicas. Es impensable un actuar en el cual no sea posible distinguir y separar netamente medios y fines o costes y rendimientos. Nada hay que se ajuste sólo aproximada o imperfectamente a la categoría económica del intercambio. Sólo hay cambio o no-cambio, y en relación con cualquier cambio son plena y rigurosamente válidos todos los teoremas generales referentes al intercambio, con todas sus implicaciones. No existen formas transicionales entre el intercambio y su inexistencia o entre el cambio directo y el cambio indirecto. Ninguna experiencia podrá jamás aducirse que contradiga tales afirmaciones.
Semejante experiencia sería imposible, ante todo, por el hecho de que cualquier experiencia referente a la acción humana viene condicionada por las categorías praxeológicas y resulta posible sólo mediante la aplicación de éstas. Si nuestra mente no dispusiera de los esquemas lógicos que el razonamiento praxeológico formula, jamás podríamos distinguir ni apreciar la acción. Advertiríamos gestos diversos, pero no percibiríamos compras ni ventas, precios, salarios, tipos de interés, etc. Sólo sirviéndonos de los esquemas praxeológicos podemos tener una experiencia relativa a un acto de compra o de venta, independientemente de que nuestros sentidos adviertan o no determinados movimientos o gestos de hombres o elementos no humanos del mundo externo. Sin el auxilio de la percepción praxeológica nada sabríamos acerca de los medios de intercambio. Si, carentes de dicho conocimiento previo, contemplamos un conjunto de monedas, sólo veremos unos cuantos discos metálicos. Para comprender qué es el dinero, es preciso tener conocimiento de la categoría praxeológica de medio de intercambio.
La experiencia relativa a la acción humana se diferencia de la referente a los fenómenos naturales en que exige y presupone el conocimiento praxeológico. De ahí que el método empleado por las ciencias naturales resulte inidóneo para el estudio de la praxeología, la economía y la historia.
Al proclamar la condición apriorística de la praxeología, no es que pretendamos diseñar una ciencia nueva distinta de las tradicionales disciplinas de la acción humana. En modo alguno afirmamos que la teoría de la acción humana deba ser apriorística, sino que efectivamente lo es y siempre lo ha sido. El examen de cualquiera de los problemas suscitados por la acción humana aboca, indefectiblemente, al razonamiento apriorístico. Es indiferente a este respecto que quienes discuten un problema sean teóricos que sólo buscan el conocimiento puro o estadistas, políticos o simples ciudadanos deseosos de comprender el fluir de los acontecimientos y decidir qué política o conducta ha de servir mejor a sus personales intereses. Aun cuando pueda comenzar la discusión económica en torno a un hecho concreto, el debate se desvía inevitablemente de las circunstancias específicas del caso, pasándose, de modo insensible, al examen de los principios fundamentales, con olvido de los sucesos reales que provocaron el tema. La historia de las ciencias naturales es un vasto archivo de repudiadas teorías e hipótesis en pugna con los datos experimentales. Recuérdese, en este sentido, las erróneas doctrinas de la mecánica antigua, desautorizadas por Galileo, o el desastrado final de la teoría del flogisto. La historia de la economía no registra casos similares. Los partidarios de teorías mutuamente incompatibles pretenden apoyarse en unos mismos hechos para demostrar que la certeza de sus doctrinas ha sido experimentalmente comprobada. Lo cierto es que la percepción de fenómenos complejos —y no hay otro tipo de percepción en el terreno de la acción humana— puede esgrimirse en favor de las más contradictorias teorías. El que dicha interpretación de la realidad se estime o no correcta depende de la opinión personal que nos merezcan las aludidas teorías formuladas con anterioridad mediante el razonamiento apriorístico[13].
La historia no puede instruirnos acerca de normas, principios o leyes generales. Es imposible deducir, a posteriori, de una experiencia histórica, teoría ni teorema alguno referente a la actuación o conducta humana. La historia no sería más que un conjunto de acaecimientos sin ilación, un mundo de confusión, si no fuera posible aclarar, ordenar e interpretar los datos disponibles mediante el sistematizado conocimiento praxeológico.
La praxeología se interesa por la actuación del hombre individual. Sólo más tarde, al progresar la investigación, se enfrenta con la cooperación humana, siendo analizada la actuación social como un caso especial de la más universal categoría de la acción humana como tal.
Este individualismo metodológico ha sido atacado duramente por diversas escuelas metafísicas y rechazado como falacia nominalista. El propio concepto de individuo, se afirma, no es más que una vacía abstracción. El hombre aparece siempre como miembro de un conjunto social. Es imposible incluso imaginar la existencia de un individuo aislado del resto de la humanidad y desconectado de todo lazo social. El hombre aparece invariablemente como miembro de una colectividad. Por tanto, siendo así que el conjunto, lógica y cronológicamente, es anterior a sus miembros o partes integrantes, el examen de la sociedad ha de preceder al del individuo. El único medio fecundo para abordar científicamente los problemas humanos es el recomendado por el universalismo o colectivismo.
Ahora bien, la controversia sobre la prioridad lógica del todo o de las partes carece de fundamento. Son lógicamente correlativas la noción de todo y la noción de parte. Ambas, como conceptos lógicos, quedan fuera del tiempo.
No menos infundada, por lo que respecta a nuestro tema, es la oposición entre el realismo y el nominalismo, según el significado que a tales vocablos dio la escolástica medieval. Nadie pone en duda que las entidades y agrupaciones sociales que aparecen en el mundo de la acción humana tengan existencia real. Nadie niega que las naciones, los estados, los municipios, los partidos y las comunidades religiosas constituyan realidades de indudable influjo en la evolución humana. El individualismo metodológico, lejos de cuestionar la importancia de tales entes colectivos, entiende que le compete describir y analizar la formación y disolución de los mismos, las mutaciones que experimentan y su mecánica, en fin. Por ello, porque aspira a resolver tales cuestiones de un modo satisfactorio, recurre al único método realmente idóneo.
Ante todo, conviene advertir que la acción es siempre obra de seres individuales. Los entes colectivos operan, ineludiblemente, por mediación de uno o varios individuos, cuyas actuaciones se atribuyen a la colectividad de modo mediato. Es el significado que a la acción atribuyan su autor y los por ella afectados lo que determina la condición de la misma. Dicho significado de la acción da lugar a que determinada actuación se considere de índole particular mientras otra sea tenida por estatal o municipal. Es el verdugo, no el estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en acción estatal. Un grupo de hombres armados ocupa una plaza; depende de la intención el que tal ocupación se atribuya a la nación y no a los oficiales y soldados allí presentes. Si llegamos a conocer la esencia de las múltiples acciones individuales, por fuerza habremos aprehendido todo lo relativo a la actuación de las colectividades. Porque una colectividad carece de existencia y realidad propia, independiente de las acciones de sus miembros. La vida colectiva se plasma en las actuaciones de quienes la integran. No es ni siquiera concebible un ente social que pudiera operar sin mediación individual. La realidad de toda asociación estriba en su capacidad para impulsar y orientar acciones individuales concretas. Por tanto, el único camino que conduce al conocimiento de los entes colectivos parte del análisis de la actuación del individuo.
El hombre, en cuanto ser que piensa y actúa, emerge ya como ser social de su existencia prehumana. El progreso de la razón, del lenguaje y de la cooperación es fruto del mismo proceso; se trata de fenómenos ligados entre sí, desde un principio, de modo inseparable y necesario. Ahora bien, dicho proceso operaba en el mundo individual. Suponía cambios en la conducta de los individuos. No se produjo en materia ajena a la específicamente humana. La sociedad no tiene más base que la propia actuación individual.
Sólo gracias a las acciones de ciertos individuos resulta posible apreciar la existencia de naciones, estados, iglesias y aun de la cooperación social bajo el signo de la división del trabajo. No cabe percibir la existencia de una nación sin advertir la de sus miembros. En este sentido, puede decirse que la actuación individual engendra la colectividad. No supone ello afirmar que el individuo anteceda temporalmente a la sociedad. Simplemente supone proclamar que la colectividad la integran concretas actuaciones individuales.
A nada conduce divagar en tomo a si la sociedad es sólo la suma de sus elementos integrantes o si representa algo más que esa simple adición; si es un ser sui generis o si cabe o no hablar de la voluntad, de los planes, de las aspiraciones y actos de la colectividad, atribuyéndolos a la existencia de una específica «alma» social. Es vano bizantinismo. Todo ente colectivo no es más que un aspecto particular de ciertas actuaciones individuales y sólo como tal realidad cobra importancia en orden a la marcha de los acontecimientos.
Es ilusorio creer que es posible contemplar los entes colectivos. No son éstos nunca visibles; su percepción es el resultado de saber interpretar el sentido que los hombres en acción atribuyen a sus actos. Podemos percibir una muchedumbre, es decir, una multitud de personas. Ahora bien, el que esa multitud sea mera agrupación o masa (en el sentido que la moderna psicología concede al término) o bien un cuerpo organizado o cualquier otro tipo de ente social es una cuestión que sólo se puede resolver ponderando la significación que dichas personas atribuyen a su presencia. Y esa significación supone siempre apreciaciones individuales. No son nuestros sentidos, sino la percepción, es decir, un proceso mental, lo que nos permite advertir la existencia de entidades sociales.
Quienes pretenden iniciar el estudio de la acción humana partiendo de los entes colectivos tropiezan con un obstáculo insalvable cual es el de que el individuo puede pertenecer simultáneamente, y (con la sola excepción de las tribus más salvajes) de hecho pertenece, a varias agrupaciones de aquel tipo. Los problemas que suscita esa multiplicidad de entidades sociales coexistentes y su mutuo antagonismo sólo pueden resolverse mediante el individualismo metodológico[14].
El Ego es la unidad del ser actuante. Es un dato incuestionable, cuya realidad no cabe desvirtuar mediante argumentos ni sofismas.
El Nosotros es siempre fruto de una agrupación que une a dos o más Egos. Si alguien dice Yo, no se precisa mayor ilustración para percibir el significado de la expresión. Lo mismo sucede con el Tú y, siempre que se halle específicamente precisada la persona de que se trate, también acontece lo mismo con el Él Ahora bien, al decir Nosotros, es ineludible una mayor información para identificar qué Egos se hallan comprendidos en ese Nosotros. Siempre es un solo individuo quien dice Nosotros; aun cuando se trate de varios que se expresen al tiempo, siempre serán diversas manifestaciones individuales.
El Nosotros actúa, indefectiblemente, según actúan los Egos que lo integran. Pueden éstos proceder mancomunadamente o bien uno de ellos en nombre de todos los demás. En este segundo supuesto la cooperación de los otros consiste en disponer de tal modo las cosas que la acción de uno pueda valer por todos. Sólo en tal sentido el representante de una agrupación social actúa por la comunidad; los miembros individuales o bien dan lugar a que la acción de uno solo les afecte a todos o bien consienten el resultado.
Pretende vanamente la psicología negar la existencia del Ego, presentándonoslo como una simple apariencia. La realidad del Ego praxeológico está fuera de toda duda. No importa lo que un hombre haya sido, ni tampoco lo que mañana será; en el acto mismo de hacer su elección es un Ego.
Conviene distinguir del pluralis logicus (y del pluralis majestaticus, meramente ceremonial) el pluralis gloriosus. Si un canadiense sin la más vaga noción del patinaje asegura que «somos los primeros jugadores del mundo de hockey sobre hielo», o si, pese a su posible rusticidad personal, un italiano se jacta de que «somos los más eminentes pintores del mundo», nadie se llama a engaño.
Ahora bien, tratándose de problemas políticos y económicos, el pluralis gloriosus se transforma en el pluralis imperialis y, como tal, desempeña un importante papel en la propagación de doctrinas que influyen en la adopción de medidas de grave trascendencia en la política económica internacional.
La praxeología parte en sus investigaciones, no sólo de la actuación del individuo, sino también de la acción individualizada. No se ocupa vagamente de la acción humana en general, sino de la acción realizada por un hombre determinado, en una fecha determinada y en determinado lugar. Desde luego, la praxeología prescinde de los accidentes que puedan acompañar a tal acción, haciéndola, en esa medida, distinta de las restantes acciones similares. Se interesa tan sólo por lo que cada acción tiene en sí de obligado y universal.
Desde tiempo inmemorial, la filosofía del universalismo ha pretendido perturbar el recto planteamiento de los problemas praxeológicos, e igualmente el universalismo contemporáneo es incapaz de abordar estas cuestiones. Tanto el universalismo como el colectivismo y el realismo conceptual sólo saben manejar conjuntos y conceptos generales. El objeto de su estudio es siempre la humanidad, las naciones, los estados, las clases; se pronuncian sobre la virtud y el vicio; sobre la verdad y la mentira; sobre tipos generales de necesidades y de bienes. Los partidarios de estas doctrinas son de los que se preguntan, por ejemplo, por qué vale más «el oro» que «el hierro». Tal planteamiento les impide llegar a ninguna solución satisfactoria, viéndose siempre cercados por antinomias y paradojas. En este sentido, recuérdese el caso del problema del valor, que tanto perturbó incluso el trabajo de los economistas clásicos.
La praxeología inquiere: ¿Qué sucede al actuar? ¿Qué significación tiene el que un individuo actúe, ya sea aquí o allá, ayer u hoy, en cualquier momento o en cualquier lugar? ¿Qué trascendencia tiene el que elija una cosa y rechace otra?
La elección supone siempre decidir entre varias alternativas que se le ofrecen al individuo. El hombre nunca opta por la virtud o por el vicio, sino que elige entre dos modos de actuar, uno de los cuales nosotros, con arreglo a criterios preestablecidos, calificamos de virtuoso, mientras al otro lo tachamos de vicioso. El hombre jamás escoge entre «el oro» y «el hierro», en abstracto, sino entre una determinada cantidad de oro y otra también específica de hierro. Toda acción se contrae estrictamente a sus consecuencias inmediatas. Si se desea llegar a conclusiones correctas, es preciso ponderar, ante todo, estas limitaciones del actuar.
La vida humana es una ininterrumpida secuencia de acciones individualizadas. Ahora bien, tales acciones no surgen nunca de modo aislado e independiente. Cada acción es un eslabón más en una cadena de actuaciones, las cuales, ensambladas, integran una acción de orden superior tendente a un fin más remoto. Toda acción presenta, pues, dos caras. Por una parte, supone una actuación parcial, enmarcada en otra acción de mayor alcance; es decir, mediante ella se tiende a alcanzar el objetivo que una actuación de más amplios vuelos tiene previsto. Pero, de otro lado, cada acción constituye en sí un todo con respecto a aquella acción que se plasmará gracias a la consecución de una serie de objetivos parciales.
Dependerá del volumen del proyecto que, en cada momento, el hombre quiera realizar el que cobre mayor relieve o bien la acción de amplios vuelos o bien la que sólo pretende alcanzar un fin más inmediato. La praxeología no tiene por qué plantearse los problemas que suscita la Gestaltpsychologie. El camino que conduce a las grandes realizaciones está formado siempre por tareas parciales. Una catedral es algo más que un montón de piedras unidas entre sí. Ahora bien, el único procedimiento para construir una catedral es el ir colocando sillar sobre sillar. Al arquitecto le interesa la obra en su conjunto, mientras que el albañil se preocupa sólo por cierto muro y el cantero por una determinada piedra. Lo que cuenta para la praxeología es el hecho de que el único método adecuado para realizar las grandes obras consiste en empezar por los cimientos y proseguir paso a paso hasta su terminación.
El contenido de la acción humana, es decir los fines a que se aspira y los medios elegidos y utilizados para alcanzarlos, depende de las particulares condiciones de cada uno. El hombre es fruto de larga evolución zoológica que ha ido modelando su estructura fisiológica. Es descendiente y heredero de lejanos antepasados; el sedimento, el precipitado, de todas las vicisitudes experimentadas por sus mayores constituye el acervo biológico del individuo. Al nacer, no es que irrumpa, sin más, en el mundo, sino que surge en una determinada circunstancia ambiental. Sus innatas y heredadas condiciones biológicas y el continuo influjo de los acontecimientos vividos determinan lo que sea en cada momento de su peregrinar terreno. Tal es su sino, su destino. El hombre no es «libre» en el sentido metafísico del término. Está determinado por el ambiente y por todos aquellos influjos a que tanto él como sus antepasados se han visto expuestos.
La herencia y el entorno moldean la actuación del ser humano. Le sugieren tanto los fines como los medios. No vive el individuo como simple hombre in abstracto; por el contrario, es siempre hijo de una familia, de una raza, de un pueblo, de una época; miembro de cierta profesión; seguidor de determinadas ideas religiosas, metafísicas, filosóficas y políticas; beligerante en luchas y controversias. Ni sus ideas ni sus módulos valorativos son obra personal, sino que adopta ajenos idearios y el ambiente le hace pensar de uno u otro modo. Pocos gozan, en verdad, del don de concebir ideas nuevas y originales que desborden los credos y doctrinas tradicionales.
El hombre común no se ocupa de los grandes problemas. Prefiere ampararse en la opinión general y procede como «la gente corriente»; es tan sólo una oveja más del rebaño. Esa inercia intelectual es precisamente lo que le concede investidura de hombre común. Pero no por ello deja de elegir y preferir. Se acoge a los usos tradicionales o a los de terceros únicamente por entender que dicho proceder le beneficia y modifica su ideología y, consecuentemente, su actuar en cuanto cree que un cambio determinado va a permitirle atender a sus intereses personales de modo más cumplido.
La mayor parte de la vida del hombre es pura rutina. Practica determinados actos sin prestarles especial atención. Muchas cosas las realiza porque así fue educado, porque otros proceden del mismo modo o porque tales actuaciones resultan normales en su ambiente. Adquiere hábitos y reflejos automáticos. Ahora bien, cuando sigue tales conductas es porque sus consecuencias le resultan gratas, pues tan pronto como sospecha que el insistir en las prácticas habituales le impide alcanzar ciertos sobrevalorados fines, rápidamente cambia de proceder. Quien se crio donde el agua generalmente es potable se acostumbra a utilizarla para la bebida o la limpieza, sin preocuparse de más. Pero si ese mismo individuo se traslada a un lugar donde lo normal sea la insalubridad del líquido elemento, pronto comenzará a preocuparse de detalles que antes en absoluto le interesaban. Cuidará de no perjudicar su salud insistiendo despreocupadamente en la anterior conducta irreflexiva y rutinaria. El hecho de que determinadas actuaciones se practiquen normalmente de un modo que pudiéramos denominar automático no significa que dicho proceder deje de venir dictado por una volición consciente y una elección deliberada. Abandonarse a una rutina que posiblemente pueda cambiarse es ya acción.
La praxeología no trata del mudable contenido de la acción, sino de sus formas puras y de su estructura categorial. El examen del aspecto accidental o ambiental que pueda adoptar la acción humana corresponde a la historia.
El análisis de los múltiples acontecimientos referentes a la acción humana constituye el objeto de la historia. El historiador recoge y analiza críticamente todas las fuentes disponibles. Partiendo de tal base, aborda su específico cometido.
Hay quienes afirman que la historia debería reflejar cómo sucedieron efectivamente los hechos, sin valorar ni prejuzgar (wertfrei, es decir, sin formular ningún juicio valorativo). La obra del historiador tiene que ser fiel trasunto del pasado; una, como si dijéramos, fotografía intelectual, que refleje las circunstancias de modo completo e imparcial, lo que equivale a reproducir, ante nuestra visión actual, el pasado, con todas sus notas y características.
Pero lo que sucede es que una auténtica y plena reproducción del ayer exigiría recrear el pasado entero, lo cual, por desgracia, resulta imposible. La historia no equivale a una copia mental; es más bien una imagen sintetizada de otros tiempos, formulada en términos ideales. El historiador jamás puede hacer «que los hechos hablen por sí mismos». Ha de ordenarlos según el ideario que informe su exposición. Nunca podrá reflejar todos los acontecimientos concurrentes; por eso se limita simplemente a destacar aquellos hechos que estima pertinentes. Jamás, desde luego, aborda las fuentes históricas sin suposiciones previas. Bien pertrechado con el arsenal de conocimientos científicos de su tiempo, o sea, con el conjunto de ilustración que le proporcionan la lógica, las matemáticas, la praxeología y las ciencias naturales, sólo entonces se halla capacitado para transcribir e interpretar el hecho de que se trate.
El historiador, desde luego, no debe dejarse influir por prejuicios ni dogmas partidistas. Quienes manejan los sucesos históricos como armas dialécticas en sus controversias no son historiadores, sino propagandistas y apologistas. Tales expositores no buscan la verdad; sólo aspiran a propagar el ideario de su partido. Son combatientes que militan en favor de determinadas doctrinas metafísicas, religiosas, nacionalistas, políticas o sociales. Usurpan el nombre de historia para sus escritos con miras a confundir a las almas cándidas. El historiador aspira, ante todo, al conocimiento. Rechaza el partidismo. En este sentido, debe ser neutral respecto a cualquier juicio de valor.
El postulado de la Wertfreiheit puede fácilmente respetarse en el campo de la ciencia apriorística —es decir, en el terreno de la lógica, la matemática o la praxeología—, así como en el de las ciencias naturales experimentales. Es fácil distinguir, en ese ámbito, un trabajo científico e imparcial de otro deformado por la superstición, las ideas preconcebidas o la pasión. Pero en el mundo de la historia es mucho más difícil atenerse a esa exigencia de neutralidad valorativa. Ello es obvio por cuanto la materia que maneja el estudio histórico, es decir, la concreta, accidental y circunstancial ciencia de la acción humana consiste en juicios de valor y en los cambiantes efectos que éstos provocaron. A cada paso tropieza el historiador con juicios valorativos. Sus investigaciones giran en torno a las valoraciones formuladas por aquellas gentes cuyas acciones narra.
Se ha dicho que el historiador no puede evitar el juicio valorativo. Ningún historiador —ni siquiera el más ingenuo reportero o cronista— refleja todos los sucesos como de verdad acontecieron. Ha de discriminar, ha de destacar ciertos aspectos que estima de mayor trascendencia, silenciando otras circunstancias. Tal selección, se dice, implica ya un juicio valorativo. Depende de cuál sea la filosofía del narrador, por lo cual nunca podrá ser imparcial, sino fruto de cierto ideario. La historia tiene, por fuerza, que tergiversar los hechos: en realidad, nunca podrá llegar a ser científica, es decir, imparcial con respecto a las valoraciones, sin otro objeto que el de descubrir la verdad.
No hay duda de que puede hacerse torpe uso de esa forzada selección de circunstancias que la historia implica. Puede suceder, y de hecho sucede, que dicha selección del historiador esté dictada por prejuicios partidistas. Ahora bien, los problemas implicados son mucho más complejos de lo que la gente suele creer. Sólo cabe abordarlos previo un minucioso análisis del método histórico.
Al enfrentarse con cualquier asunto, el historiador maneja todos aquellos conocimientos que le brindan la lógica, las matemáticas, las ciencias naturales y, sobre todo, la praxeología. Ahora bien, no le bastan, en su labor, las herramientas mentales que tales disciplinas no históricas le proporcionan. Constituyen éstas armas auxiliares, indispensables al historiador; sin embargo, no puede el estudioso, amparado sólo en ellas, resolver las graves incógnitas que se le plantean.
El curso de la historia depende de las acciones de los individuos y de los efectos provocados por dichas actuaciones. A su vez, la acción viene predeterminada por los juicios de valor de los interesados, es decir, por los fines que ellos mismos desean alcanzar y los medios que a tal objeto aplican. El que unos u otros medios sean preferidos también depende del conjunto de conocimientos técnicos de que se disponga. A veces, gracias a los conocimientos que la praxeología o las ciencias naturales proporcionan, se pueden apreciar los efectos a que dieron lugar los medios aplicados. Ahora bien, surgen muchos otros problemas que no pueden ser resueltos recurriendo al auxilio de estas disciplinas.
El objeto típico de la historia, para cuya consecución se recurre a un método también específico, consiste en estudiar estos juicios de valor y los efectos provocados por las correspondientes acciones, en tanto en cuanto no es posible su ponderación a la luz de las enseñanzas que brindan las demás ramas del saber. La genuina tarea del historiador estriba siempre en interpretar las cosas tal y como sucedieron. Pero no puede resolver este problema basándose sólo en los teoremas que le proporcionan las demás ciencias. Al final, siempre tropieza con situaciones para cuyo análisis de nada le sirven las enseñanzas de otras ciencias. Esas notas individuales y peculiares que, en todo caso, cada evento histórico presenta sólo pueden ser abordadas mediante la comprensión.
La unicidad o individualidad que permanece en el fondo de todo hecho histórico, una vez agotados todos los medios que para su interpretación proporcionan la lógica, la matemática, la praxeología y las ciencias naturales, constituye un dato irreductible. Mientras las ciencias naturales, al tropezar en su esfera propia con datos o fenómenos irreductibles, nada pueden predicar de los mismos más que, en todo caso, la realidad de su existencia, la historia, en cambio, aspira a comprenderlos. Si bien no cabe analizarlos recurriendo a sus causas —no se trataría de datos irreductibles si ello fuera posible—, el historiador puede llegar a comprenderlos, por cuanto él mismo es un ser humano. En la filosofía de Bergson esta clase de conocimientos se denomina intuición, o sea, «la sympathie par laquelle on se transporte à l’interieur d’un objet pour coincider avec ce qu’il a d’unique, et par conséquent d’inexprimable»[15]. La metodología alemana nos habla de das spezifische Verstehen der Geisteswissenschaften o simplemente de Verstehen. Tal es el método al que recurren los historiadores y aun todo el mundo, siempre que se trate de examinar pasadas actuaciones humanas o de pronosticar futuros eventos. El haber advertido la existencia y la función de esta comprensión constituye uno de los triunfos más destacados de la metodología moderna. Pero ello no significa que nos hallemos ante una ciencia nueva, que acabe de aparecer, o ante un nuevo método de investigación al que, en adelante, puedan recurrir las disciplinas existentes.
La comprensión a que venimos aludiendo no debe confundirse con una aprobación aunque sólo fuera condicional o transitoria. El historiador, el etnólogo y el psicólogo se enfrentan a veces con actuaciones que provocan en ellos repulsión y asco; sin embargo, las comprenden en lo que tienen de acción, percatándose de los fines que se perseguían y los medios técnicos y praxeológicos aplicados a su consecución. El que se comprenda determinado supuesto individualizado no implica su justificación ni condena.
Tampoco debe confundirse la comprensión con el goce estético de un fenómeno. La empatía o compenetración (Einfühlung) y la comprensión son dos actitudes mentales radicalmente diferentes. Una cosa es comprender históricamente una obra de arte, ponderando su trascendencia, significación e influjo en el fluir de los acontecimientos, y otra muy distinta apreciarla como tal obra artística, compenetrándose con ella emocionalmente. Se puede contemplar una catedral como historiador; pero también cabe observarla, bien con entusiasta admiración, bien con la indiferente superficialidad del simple turista. Una misma persona puede experimentar ambas formas de reacción, de apreciación estética y de comprensión científica.
La comprensión nos dice que un individuo o un grupo ha practicado determinada actuación surgida de precisas valoraciones y preferencias con el objeto de alcanzar ciertos fines, aplicando al efecto específicas enseñanzas técnicas, terapéuticas o praxeológicas. Además, la comprensión procura ponderar los efectos de mayor o menor trascendencia provocados por determinada actuación; es decir, aspira a constatar la importancia de cada acción, o sea, su peculiar influjo en el curso de los acontecimientos.
Mediante la comprensión se aspira a analizar mentalmente aquellos fenómenos que ni la lógica, las matemáticas, la praxeología, ni las ciencias naturales permiten aclarar plenamente, prosiguiendo la investigación cuando ya dichas disciplinas no pueden prestar auxilio alguno. Sin embargo, nunca debe permitirse que aquélla contradiga las enseñanzas de estas otras ramas del saber[16]. La existencia real y corpórea del demonio es proclamada en innumerables documentos históricos que, formalmente, parecen bastante fidedignos. Numerosos tribunales, en juicios celebrados con plenas garantías procesales, a la vista de las declaraciones de testigos e inculpados, proclamaron la existencia de tratos camales entre el diablo y las brujas. Ahora bien, pese a ello, no sería hoy admisible que ningún historiador pretendiera mantener, sobre la base de la comprensión, la existencia física del demonio y su intervención en los negocios humanos, fuera del mundo visionario de alguna mentalidad sobreexcitada.
Mientras que esto se admite generalmente en lo que respecta a las ciencias naturales, hay historiadores que no quieren proceder del mismo modo cuando de la teoría económica se trata. Pretenden oponer a los teoremas económicos el contenido de documentos que, se supone, atestiguan hechos contrarios a las verdades praxeológicas. Ignoran que los fenómenos complejos no pueden ni demostrar ni refutar la certeza de ningún teorema económico, por lo cual no pueden esgrimirse frente a ninguna afirmación de índole teórica. La historia económica es posible sólo en razón a que existe una teoría económica, la cual explica las consecuencias económicas de las actuaciones humanas. Sin doctrina económica, toda historia referente a hechos económicos no sería más que mera acumulación de datos inconexos, abierta a las más arbitrarias interpretaciones.
La misión de las ciencias de la acción humana consiste en descubrir el sentido y trascendencia de las distintas actuaciones. A tal efecto, recurren a dos diferentes procedimientos metodológicos: la concepción y la comprensión. Aquélla es la herramienta mental de la praxeología; ésta la de la historia.
El conocimiento praxeológico es siempre conceptual. Se refiere a cuanto es obligado en toda acción humana. Implica invariablemente manejar categorías y conceptos universales.
El conocimiento histórico, en cambio, se refiere a lo que es específico y típico de cada evento o conjunto de eventos. Analiza cada uno de sus objetos de estudio, ante todo, mediante los instrumentos mentales que las restantes ciencias le proporcionan. Practicada esta labor previa, se enfrenta con su tarea típica y genuina, la de descubrir mediante la comprensión las condiciones privativas e individualizantes del hecho en cuestión.
Como ya antes se hacía notar, hay quienes suponen que la historia nunca puede ser realmente científica, ya que la comprensión histórica está condicionada por los propios juicios subjetivos de valor del historiador. La comprensión, se afirma, no es más que un eufemismo tras el cual se esconde la pura arbitrariedad. Los trabajos históricos son siempre parciales y unilaterales, por cuanto no se limitan a narrar hechos; más bien sólo sirven para deformarlos.
Existen, ciertamente, libros de historia escritos desde dispares puntos de vista. La Reforma ha sido reflejada por católicos y también por protestantes. Hay historias «proletarias» e historias «burguesas»; historiadores tory e historiadores whig; cada nación, partido o grupo lingüístico tiene sus propios narradores y sus particulares ideas históricas.
Pero tales disparidades de criterio nada tienen que ver con la intencionada deformación de los hechos por propagandistas y apologistas disfrazados de historiadores. Aquellas circunstancias cuya certeza, a la vista de las fuentes disponibles, resulta indudable deben ser fielmente reflejadas por el historiador ante todo. En esta materia no cabe la interpretación personal. Es una tarea que ha de perfeccionarse recurriendo a los servicios que brindan las ciencias de índole no histórica. El historiador advierte los fenómenos, que después reflejará mediante el ponderado análisis crítico de las fuentes. Siempre que sean razonablemente fidedignas y ciertas las teorías de las ciencias no históricas que el historiador maneje al estudiar sus fuentes, no es posible ningún arbitrario desacuerdo respecto al establecimiento de los fenómenos en cuanto tales. Las afirmaciones del historiador son correctas o contrarias a los hechos, lo cual resulta fácil comprobar a la vista de los oportunos documentos; tales afirmaciones, cuando las fuentes no brinden información bastante, puede ser que adolezcan de vaguedad. En tal caso, los respectivos puntos de vista de los autores tal vez discrepen, pero siempre habrán de basar sus opiniones en una racional interpretación de las pruebas disponibles. Del debate quedan, por fuerza, excluidas las afirmaciones puramente arbitrarias.
Ahora bien, los historiadores discrepan con frecuencia en lo atinente a las propias enseñanzas de las ciencias no históricas. Resultan, así, discordancias por lo que se refiere al examen crítico de las fuentes y a las conclusiones que de ello se derivan. Surgen insalvables disparidades de criterio. Pero es de notar que éstas no obedecen a opiniones contrarias en torno al fenómeno histórico en sí, sino a disconformidad acerca de problemas imperfectamente resueltos por las ciencias de índole no histórica.
Un antiguo historiador chino posiblemente afirmaría que los pecados del emperador provocaron una catastrófica sequía que sólo cesó cuando el propio gobernante expió sus faltas. Ningún historiador moderno aceptaría semejante relato. Esa teoría meteorológica pugna con indiscutidas enseñanzas de la ciencia natural contemporánea. No existe, sin embargo, entre los autores semejante unidad de criterio en lo que respecta a numerosas cuestiones teológicas, biológicas o económicas. De ahí que los historiadores disientan entre sí.
Quien crea en las doctrinas racistas, que pregonan la superioridad de los arios nórdicos, estimará inexacto e inadmisible todo informe que aluda a cualquier gran obra de índole intelectual o moral realizada por alguna de las «razas inferiores». No dará a las fuentes mayor crédito que el que a los historiadores modernos merece el mencionado relato chino. Con respecto a los fenómenos que aborda la historia del cristianismo no hay posibilidad de acuerdo entre quienes consideran los evangelios como sagrada escritura y quienes los estiman documentos meramente humanos. Los historiadores católicos y protestantes difieren en muchas cuestiones de hecho, al partir, en sus investigaciones, de ideas teológicas discrepantes. Un mercantilista o un neomercantilista nunca coincidirá con un economista. Cualquier historia monetaria alemana de los años 1914 a 1923 forzosamente ha de hallarse condicionada por las ideas de su autor acerca de la moneda. Quienes crean en los derechos carismáticos del monarca ungido presentarán los hechos de la Revolución Francesa de modo muy distinto a como lo harán quienes comulguen con otros idearios.
Los historiadores disienten en las anteriores cuestiones, no como tales historiadores, sino al interpretar el hecho en cuestión a la luz de las ciencias no históricas. Discrepan entre sí por las mismas razones que, con respecto a los milagros de Lourdes, impiden todo acuerdo entre los médicos agnósticos y los creyentes que integran el comité dedicado a recoger las pruebas acreditativas de la certeza de tales acaecimientos. Sólo si se cree que los hechos, por sí solos, escriben su propia historia en la tabula rasa de la mente es posible responsabilizar a los historiadores por sus diferencias de criterio; ahora bien, tal actitud implica dejar de advertir que jamás la historia podrá abordarse más que partiendo de ciertos presupuestos, de tal suerte que todo desacuerdo en tomo a dichos presupuestos, es decir, en tomo al contenido de las ramas no históricas del saber, ha de predeterminar por fuerza la exposición de los hechos históricos.
Tales presupuestos modelan igualmente la elección del historiador en lo referente a qué circunstancias entiende deban ser mencionadas y cuáles, por irrelevantes, procede omitir. Ante el problema de por qué cierta vaca no produce leche, un veterinario moderno para nada se preocupará de si el animal ha sido maldecido por una bruja; ahora bien, hace trescientos años, su despreocupación al respecto no hubiera sido tan absoluta. Del mismo modo, el historiador elige, de entre la infinidad de acaecimientos anteriores al hecho examinado, aquellos capaces de provocarlo —o de retrasar su aparición—, descartando aquellas otras circunstancias carentes, según su personal concepción de las ciencias no históricas, de cualquier influjo.
Toda mutación en las enseñanzas de las ciencias no históricas exige, por consiguiente, una nueva exposición de la historia. Cada generación se ve en el caso de abordar, una vez más, los mismos problemas históricos, por cuanto se le presentan bajo nueva luz. La antigua visión teológica del mundo provocó un enfoque histórico distinto del que presentan las modernas enseñanzas de las ciencias naturales. La economía política de índole subjetiva da lugar a que se escriban obras históricas totalmente diferentes a las formuladas al amparo de las doctrinas mercantilistas. Las divergencias que, por razón de las anteriores disparidades de criterio, puedan registrar los libros de los historiadores, evidentemente, no son consecuencia de una supuesta imperfección o inconcreción de los estudios históricos. Al contrario, vienen a ser fruto de las distintas opiniones que coexisten en el ámbito de aquellas otras ciencias que suelen considerarse rigurosas y exactas.
En orden a evitar todo posible error interpretativo, conviene destacar algunos otros extremos. Las divergencias de criterio que nos vienen ocupando nada tienen en común con los supuestos siguientes:
1. La voluntaria distorsión de los hechos con fines engañosos.
2.El pretender ensalzar o condenar determinadas acciones desde puntos de vista legales o morales.
3. El consignar, de modo incidental, observaciones que impliquen juicios valorativos dentro de una exposición de la realidad rigurosa y objetiva. No se perjudica la exactitud y certeza de un tratado de bacteriología porque su autor, desde un punto de vista humano, considere fin último la conservación de la vida y, aplicando dicho criterio, califique de buenos los acertados métodos para destruir microbios y de malos los sistemas en ese sentido ineficaces. Indudablemente, si un germen escribiera el mismo tratado, trastrocaría esos juicios de valor; sin embargo, el contenido material del libro sería el mismo en ambos casos. De igual modo, un historiador europeo, al tratar de las invasiones mongólicas del siglo XIII, puede hablar de hechos «favorables» o «desfavorables» al ponerse en el lugar de los defensores de la civilización occidental. Ese adoptar los módulos valorativos de una de las partes en modo alguno hace desmerecer el contenido material del estudio, el cual puede ser —habida cuenta de los conocimientos científicos del momento— absolutamente objetivo. Un historiador mongol aceptaría el trabajo íntegramente, salvo por lo que se refiere a aquellas observaciones incidentales.
4. El examinar los conflictos militares o diplomáticos por lo que atañe sólo a uno de los bandos. Las pugnas entre grupos antagónicos pueden ser analizadas partiendo de las ideas, las motivaciones y los fines que impulsaron a uno solo de los contendientes. Cierto es que, para llegar a la comprensión plena del suceso, resulta obligado percatarse de la actuación de ambas partes interesadas. La realidad se fraguó al calor del recíproco proceder. Ahora bien, para comprender cumplidamente el evento de que se trate, el historiador ha de examinar las cosas tal y como éstas se presentaban en su día a los interesados, evitando limitar el análisis a los hechos bajo el aspecto en que ahora aparecen ante el estudioso que dispone de todas las enseñanzas de la cultura contemporánea. Una historia que se limite a exponer las actuaciones de Lincoln durante las semanas y los meses que precedieron a la Guerra de Secesión americana resultaría ciertamente incompleta. Ahora bien, incompleto es todo estudio de índole histórica. Con independencia de que el historiador pueda ser partidario de los unionistas o de los confederados o que, por el contrario, pueda ser absolutamente imparcial en su análisis, puede en todo caso ponderar con plena objetividad la política de Lincoln durante la primavera de 1861. Su estudio constituirá obligado antecedente para poder abordar el más amplio problema de por qué estalló la guerra civil americana.
Aclarados estos problemas, podemos finalmente enfrentamos a la cuestión decisiva: ¿Acaso la comprensión histórica se halla condicionada por un elemento subjetivo, y, en tal supuesto, cómo influye éste en la obra del historiador?
En aquella esfera en que la comprensión se limita a constatar que los interesados actuaron impelidos por determinados juicios valorativos, recurriendo al empleo de ciertos medios específicos, no cabe el desacuerdo entre auténticos historiadores, es decir, entre estudiosos deseosos de conocer, efectivamente, la verdad del pasado. Tal vez haya incertidumbre en torno a algún hecho, provocada por la insuficiente información que proporcionan las fuentes disponibles. Ello, sin embargo, nada tiene que ver con la comprensión histórica. El problema atañe tan sólo a la labor previa que con anterioridad a la tarea comprensiva debe realizar el historiador.
Pero, con independencia de lo anterior, mediante la comprensión es preciso ponderar los efectos provocados por la acción y la intensidad de los mismos; ha de analizarse la importancia de los móviles y de las acciones.
Tropezamos ahora con una de las más notables diferencias existentes entre la física o la química, de un lado, y las ciencias de la acción humana, de otro. En el mundo de los fenómenos físicos y químicos existen (o, al menos, generalmente, se supone que existen) relaciones constantes entre las distintas magnitudes, siendo capaz el hombre de percibir, con bastante precisión, dichas constantes mediante los oportunos experimentos de laboratorio. Pero en el campo de la acción humana no se registran tales relaciones constantes, salvo por lo que atañe a la terapéutica y a la tecnología física y química. Creyeron los economistas, durante una época, haber descubierto una relación constante entre las variaciones cuantitativas de la cantidad de moneda existente y los precios de las mercancías. Suponíase que un alza o un descenso en la cantidad de moneda circulante había de provocar siempre una variación proporcional en los precios. La economía moderna ha demostrado, de modo definitivo e irrefutable, lo equivocado de este supuesto[17]. Se equivocan los economistas que pretenden sustituir por una «economía cuantitativa» la que ellos denominan «economía cualitativa». En el mundo de lo económico no hay relaciones constantes, por lo cual toda medición resulta imposible. Cuando una estadística nos informa de que en cierta época un aumento del 10 por 100 en la producción patatera de Atlantis provocó una baja del 8 por 100 en el precio de dicho tubérculo, tal ilustración en modo alguno prejuzga lo que sucedió o pueda suceder en cualquier otro lugar o momento al registrar una variación la producción de patatas. Los datos estadísticos no han «medido» la «elasticidad de la demanda» de las papas, únicamente reflejan un específico e individualizado evento histórico. Nadie de mediana inteligencia puede dejar de advertir que es variable el aprecio de las gentes por lo que se refiere a patatas o cualquier otra mercancía. No estimamos todos las mismas cosas de modo idéntico y aun las valoraciones de un determinado sujeto cambian al variar las circunstancias concurrentes[18].
Fuera del campo de la historia económica, nadie supuso jamás que las relaciones humanas registraran relaciones constantes. En las pasadas pugnas entre los europeos y los pueblos atrasados de otras razas, un soldado blanco, desde luego, equivalía a varios indígenas. Ahora bien, a ningún necio se le ocurrió «medir» la magnitud de la superioridad europea.
La imposibilidad, en este terreno, de toda medición no ha de atribuirse a una supuesta imperfección de los métodos técnicos empleados, sino que proviene de la ausencia de relaciones constantes en la materia analizada. Si se debiera a una insuficiencia técnica, cabría, al menos en ciertos casos, llegar a cifras aproximadas. Pero no; el problema estriba, como se decía, en que no hay relaciones constantes. Contrariamente a lo que ignorantes positivistas se complacen en repetir, la economía en modo alguno es una disciplina atrasada por no ser «cuantitativa». Carece de esta condición y no se embarca en mediciones por cuanto no maneja constantes. Los datos estadísticos referentes a realidades económicas son datos puramente históricos. Nos ilustran acerca de lo que sucedió en un caso específico que no volverá a repetirse. Los fenómenos físicos pueden interpretarse sobre la base de las relaciones constantes descubiertas mediante la experimentación. Los hechos históricos no admiten tal tratamiento.
El historiador puede registrar todos los factores que contribuyeron a provocar un cierto evento, así como aquellas otras circunstancias que se oponían a su aparición, las cuales pudieron retrasar o paliar el efecto finalmente conseguido. Ahora bien, tan sólo mediante la comprensión puede el investigador ordenar los distintos factores causales con criterio cuantitativo en relación a los efectos provocados. Ha de recurrir forzosamente a la comprensión si quiere asignar a cada uno de los n factores concurrentes su respectiva importancia para la aparición del efecto P. En el terreno de la historia, la comprensión equivale, por así decirlo, al análisis cuantitativo y a la medición.
La técnica podrá ilustramos acerca de cuál deba ser el grosor de una plancha de acero para que no la perfore la bala de un Winchester disparada a una distancia de 300 metros. Tal información nos permitirá saber por qué fue o no fue alcanzado por determinado proyectil un individuo situado detrás de una chapa de acero de cierto espesor. La historia, en cambio, es incapaz de explicar, con semejante simplicidad, por qué se han incrementado en un 10 por 100 los precios de la leche; por qué el presidente Roosevelt venció al gobernador Dewey en las elecciones de 1944; o por qué Francia, de 1870 a 1940, se gobernó por una constitución republicana. Estos problemas sólo pueden abordarse mediante la comprensión.
La comprensión aspira a ponderar la importancia específica de cada circunstancia histórica. No es lícito, desde luego, al manejar la comprensión, recurrir a la arbitrariedad o al capricho. La libertad del historiador se halla limitada por la obligación de explicar racionalmente la realidad. Su única aspiración debe ser la de alcanzar la verdad. Ahora bien, en la comprensión aparece por fuerza un elemento de subjetividad. Está siempre matizada por la propia personalidad del sujeto y viene, por tanto, a reflejar la mentalidad del expositor.
Las ciencias apriorísticas —la lógica, la matemática y la praxeología— aspiran a formular conclusiones universalmente válidas para todo ser que goce de la estructura lógica típica de la mente humana. Las ciencias naturales buscan conocimientos válidos para todos aquellos seres que no sólo disponen de la facultad humana de razonar, sino que se sirven además de los mismos sentidos que el hombre. La uniformidad humana por lo que atañe a la lógica y a la sensación confiere a tales ramas del saber su validez universal. Sobre esta idea se ha orientado hasta ahora la labor de los físicos. Sólo últimamente han comenzado dichos investigadores a advertir las limitaciones con que en sus tareas tropiezan y, repudiando la excesiva ambición anterior, han descubierto el «principio de incertidumbre». Admiten ya la existencia de cosas inobservables cuya inobservabilidad es cuestión de un principio epistemológico[19].
La comprensión histórica nunca puede llegar a conclusiones que hayan de ser aceptadas por todos. Dos historiadores, pese a que coincidan en la interpretación de las ciencias no históricas y convengan en los hechos concurrentes en cuanto quepa dejar éstos sentados sin recurrir a la comprensión de la respectiva importancia de los mismos, pueden hallarse, sin embargo, en total desacuerdo cuando se trate de aclarar este último extremo. Tal vez coincidan en que los factores a, b y c contribuyeron a provocar el efecto P y, sin embargo, pueden disentir gravemente al ponderar la relevancia de cada uno de dichos factores en el resultado finalmente producido. Por cuanto la comprensión aspira a calibrar la respectiva relevancia de cada una de las circunstancias concurrentes, resulta terreno abonado para los juicios subjetivos. Naturalmente, éstos no son juicios de valor ni reflejan las preferencias del historiador. Son juicios de relevancia[20].
Los historiadores pueden disentir por diversas razones. Tal vez sustenten diferentes criterios por lo que respecta a las enseñanzas de las ciencias no históricas; tal vez sus diferencias surjan de sus respectivos conocimientos, más o menos perfectos, de las fuentes, y tal vez difieran por sus ideas acerca de los motivos y aspiraciones de los interesados o acerca de los medios que al efecto aplicaron. Ahora bien, en todas estas cuestiones se puede llegar a fórmulas de avenencia, previo un examen racional, «objetivo», de los hechos; no es imposible alcanzar un acuerdo, en términos generales, acerca de tales problemas. En cambio, a las discrepancias entre historiadores, con motivo de sus respectivos juicios de relevancia, no se puede encontrar soluciones que todos forzosamente hayan de aceptar.
Los métodos intelectuales de la ciencia no difieren específicamente de los que el hombre corriente aplica en su cotidiano razonar. El científico utiliza las mismas herramientas mentales que el lego; pero las emplea con mayor precisión y pericia. La comprensión en modo alguno es privilegio exclusivo de historiadores. Todo el mundo se sirve de ella. Cualquiera, al observar las condiciones de su medio ambiente, adopta una actitud de historiador. Al enfrentarse con la incertidumbre de futuras circunstancias, todos y cada uno recurren a la comprensión. Mediante ella aspira el especulador a comprender la respectiva importancia de los diversos factores intervinientes que plasmarán la realidad futura. Porque la acción —hagámoslo notar desde ahora al iniciar nuestras investigaciones— se enfrenta siempre y por fuerza con el futuro, es decir, con circunstancias inciertas, por lo cual el actuar tiene invariablemente carácter especulativo. El hombre mira al futuro, por así decirlo, con ojos de historiador.
La cosmogonía, la geología y las ciencias que se ocupan de las acaecidas mutaciones biológicas son, todas ellas, disciplinas históricas, por cuanto el objeto de su estudio consiste en hechos singulares que sucedieron en el pasado. Ahora bien, tales ramas del saber se atienen exclusivamente al sistema epistemológico de las ciencias naturales, por lo cual no precisan recurrir a la comprensión. A veces, se ven obligadas a ponderar magnitudes de un modo sólo aproximado. Dichos cálculos estimativos no implican, sin embargo, juicios de relevancia. Se trata simplemente de determinar relaciones cuantitativas de un modo menos perfecto que el que supone la medición «exacta». Nada tiene ello que ver con aquella situación que se plantea en el campo de la acción humana que se caracteriza por la ausencia de relaciones constantes.
Por eso, al decir historia, pensamos exclusivamente en historia de las actuaciones humanas, terreno en el que la comprensión constituye la típica herramienta mental.
Contra la afirmación de que la moderna ciencia natural debe al método experimental todos sus triunfos, suele aducirse el caso de la astronomía. Ahora bien, la astronomía contemporánea es esencialmente la aplicación a los cuerpos celestes de leyes físicas descubiertas en nuestro planeta de modo experimental. Antiguamente, los estudios astronómicos suponían que los cuerpos celestes se movían con arreglo a órbitas inmutables. Copérnico y Kepler intentaban adivinar, simplemente, qué tipo de curvas describía la Tierra alrededor del Sol. Por estimarse la circunferencia como la curva «más perfecta», Copérnico la adoptó en su hipótesis. Por una conjetura similar, Kepler, más tarde, recurrió a la elipse. Sólo a partir de los descubrimientos de Newton llegó a ser la astronomía una ciencia natural en sentido estricto.
La historia se interesa por hechos singulares e irrepetibles, es decir, por ese irreversible fluir de los acaecimientos humanos. Ningún acontecimiento histórico puede describirse sin hacer referencia a los interesados en el mismo, así como al lugar y la fecha en que se produjo. Si un suceso puede ser narrado sin aludir a dichas circunstancias es porque carece de condición histórica, constituyendo un fenómeno de aquéllos por los que las ciencias naturales se interesan. El relatar que el profesor X el día 20 de febrero de 1945 practicó en su laboratorio determinado experimento es una narración de índole histórica. Sin embargo, el físico considera oportuno prescindir de la personalidad del actor, así como de la fecha y del lugar del caso. Alude tan sólo a aquellas circunstancias que considera relevantes en orden a provocar el efecto en cuestión, las cuales siempre que sean reproducidas, darán otra vez lugar al mismo resultado. De esta suerte aquel suceso histórico se transforma en un hecho de los manejados por las ciencias naturales empíricas. Se prescinde de la intervención del experimentador, quien se desea aparezca más bien como simple observador o imparcial narrador de la realidad. No compete a la praxeología ocuparse de los aspectos epistemológicos de semejante filosofía.
Aunque únicos e irrepetibles, los hechos históricos tienen un rasgo común: son acción humana. La historia los aborda en cuanto acciones humanas; concibe su significado mediante el conocimiento praxeológico y lo comprende considerando sus circunstancias individuales y únicas. Lo único que interesa a la historia es el significado atribuido a la realidad en cuestión por los individuos intervinientes, es decir, la que les merezca la situación que pretenden alterar, la que atribuyan a sus propias actuaciones y la concedida a los resultados provocados por su intervención.
La historia ordena y clasifica los innumerables acaecimientos con arreglo a su respectiva significación. Sistematiza los objetos de su estudio —hombres, ideas, instituciones, entes sociales, mecanismos— con arreglo a la similitud de significación que entre sí puedan éstos tener. De acuerdo con esta similitud ordena los elementos en tipos ideales.
Son tipos ideales los conceptos manejados en la investigación histórica, así como los utilizados para reflejar los resultados de dichos estudios. Los tipos ideales son, por tanto, conceptos de comprensión. Nada tienen que ver con las categorías y los conceptos praxeológicos o con los conceptos de las ciencias naturales. Estos tipos ideales en modo alguno son conceptos de clase, ya que su descripción no indica los rasgos cuya presencia determina clara y precisamente la pertenencia a una clase. Los tipos ideales no pueden ser objeto de definición; para su descripción es preciso enumerar aquellos rasgos que, generalmente, cuando concurren en un caso concreto, permiten decidir si el supuesto puede o no incluirse en el tipo ideal correspondiente. Nota característica de todo tipo ideal es el que no sea imperativa la presencia de todos sus rasgos específicos en aquellos supuestos concretos que merezcan la calificación en cuestión. El que la ausencia de algunas de dichas características impida o no que un caso determinado sea considerado como correspondiente al tipo ideal en cuestión depende de un juicio de relevancia plasmado mediante la comprensión. En definitiva, el tipo ideal es un resultado de la comprensión de los motivos, las ideas y los propósitos de los individuos que actúan, así como de los medios que aplican.
El tipo ideal nada tiene que ver con promedios estadísticos. La mayor parte de los rasgos que le caracterizan no admiten la ponderación numérica, por lo cual es imposible pensar en deducir medias aritméticas en esta materia. Pero la razón fundamental es otra. Los promedios estadísticos nos ilustran acerca de cómo proceden los sujetos integrantes de una cierta clase o grupo, formado, de antemano, en virtud de una definición o tipificación, que maneja ciertas notas comunes, en supuestos ajenos a los aludidos por la indicada definición o tipificación. Ha de constar la pertenencia a la clase o grupo en cuestión antes de que el estadístico pueda comenzar a averiguar cómo proceden los sujetos estudiados en casos especiales, sirviéndose de los resultados de esta investigación para deducir medias aritméticas. Se puede determinar la media de la edad de los senadores americanos y también averiguar, promediando, cómo reacciona, ante cierta circunstancia, una determinada clase de personas formada por individuos de la misma edad. Ahora bien, lo que lógicamente resulta imposible es formar una clase sobre la base de que sus miembros registren las mismas cifras promedias.
Sin la ayuda de los tipos ideales no es posible abordar ningún problema histórico. Ni aun cuando el historiador se ocupa de un solo individuo o de un hecho singular, puede evitar referirse a tipos ideales. Al tratar de Napoleón, el estudioso habrá de aludir a tipos ideales tales como los de capitán, dictador o jefe revolucionario; si se enfrenta con la Revolución Francesa, tendrá que manejar los tipos ideales de revolución, desintegración de un régimen, anarquía, etc. Tal vez la alusión a cierto tipo ideal consista sólo en negar la aplicabilidad del mismo al caso de que se trata. De una forma u otra, cualquier acontecimiento histórico ha de ser descrito e interpretado sobre la base de tipos ideales. El profano, por su parte, igualmente ha de manejar, cuando pretende abordar hechos pasados o futuros, tipos ideales, y a éstos recurre de modo inconsciente.
Sólo mediante la comprensión se puede decidir si procede o no aludir a determinado tipo ideal para la mejor aprehensión mental del fenómeno de que se trate. El tipo ideal no viene a condicionar la comprensión; antes al contrario, es el deseo de una más perfecta comprensión lo que exige estructurar y emplear los correspondientes tipos ideales.
Los tipos ideales se construyen mediante ideas y conceptos formulados por las ciencias de índole no histórica. Todo conocimiento histórico está condicionado, como decíamos, por las enseñanzas de las demás ciencias, depende de ellas, y jamás puede estar en contradicción con las mismas. Ahora bien, lo cierto es que el conocimiento histórico se interesa por asuntos y emplea métodos totalmente diferentes de los de estas ciencias, las cuales, por su parte, no pueden recurrir a la comprensión. Por ello, los tipos ideales nada tienen en común con los conceptos que manejan las ciencias no históricas. Lo mismo les sucede con respecto a las categorías y conceptos praxeológicos. Los tipos ideales, desde luego, brindan las ineludibles herramientas mentales que el estudio de la historia exige. Pero el historiador no se sirve de ellos para desarrollar su labor de comprender hechos individuales y singulares. Por tanto, jamás podrá constituir un tipo ideal la simple adopción de cierto concepto praxeológico.
Sucede con frecuencia que vocablos empleados por la praxeología para designar determinados conceptos praxeológicos los utilizan también los historiadores para referirse a ciertos tipos ideales. En tal caso, el historiador está sirviéndose de una misma palabra para expresar dos ideas distintas. En ocasiones empleará el término para designar el correspondiente concepto praxeológico. Con mayor frecuencia, sin embargo, recurrirá al mismo para referirse al tipo ideal. En este último supuesto, el historiador atribuye a dicha palabra un significado distinto de su significado praxeológico; le transforma transfiriéndolo a un campo de investigación distinto. El concepto económico de «empresario» no coincide con el tipo ideal «empresario» que la historia económica y la economía descriptiva manejan. (Una tercera significación corresponde al concepto legal de «empresario»). El término «empresario», en el terreno económico, encarna una idea precisa y específica, idea que, en el marco de la teoría del mercado, sirve para designar una función claramente individualizada[21]. El ideal tipo histórico de «empresario» no abarca los mismos sujetos que el concepto económico. Nadie piensa, al hablar de «empresario», en el limpiabotas, ni en el taxista que trabaja con su propio automóvil, en el vendedor ambulante, ni en el humilde labriego. Todo lo que la economía predica de los empresarios es rigurosamente aplicable a cuantos integran esa clase con total independencia de las particulares circunstancias de tiempo, espacio u ocupación que a cada particular puedan corresponder. Por el contrario, lo que la historia económica establece en relación con sus tipos ideales puede variar según las circunstancias particulares de las distintas edades, países, tipos de negocio y demás situaciones. Por eso, los historiadores apenas manejan el tipo ideal general de «empresario». Se interesan más por ciertos tipos empresariales específicos, tales como el americano de los tiempos de Jefferson, el de la industria pesada alemana en la época de Guillermo II, el correspondiente a la industria textil de Nueva Inglaterra en las décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial, el de la haute finance protestante de París, el de empresario autodidacta, etc.
El que el uso de un determinado tipo ideal deba o no ser recomendado depende totalmente del modo de comprensión. Hoy en día es frecuente recurrir a dos conocidos tipos ideales: el integrado por los partidos de izquierda (progresistas) y el de los partidos de derecha (fascistas). Entre los primeros se incluyen las democracias occidentales, algunas de las dictaduras iberoamericanas y el bolchevismo ruso; el segundo grupo lo forman el fascismo italiano y el nazismo alemán. Tal clasificación es fruto de un cierto modo de comprensión. Otra forma de ver las cosas prefiere contrastar la democracia y la dictadura. En tal caso, el bolchevismo ruso, el fascismo italiano y el nazismo alemán pertenecen al tipo ideal de régimen dictatorial, mientras los sistemas occidentales de gobierno corresponden al tipo ideal democrático.
Fue un error fundamental de la Escuela Histórica de las Wirtschaftliche Staatswissenschaften en Alemania y del Institucionalismo en Norteamérica considerar que la ciencia económica lo que estudia es la conducta de un cierto tipo ideal, el homo oeconomicus. La economía clásica u ortodoxa —asegura dicho ideario— no se ocupó del hombre tal y como en verdad es y actúa, limitándose a analizar la conducta de un imaginario ser guiado exclusivamente por motivos económicos, impelido sólo por el deseo de cosechar el máximo beneficio material y monetario. Ese supuesto personaje jamás gozó de existencia real; es tan sólo un fantasma creado por arbitrarios filósofos de café. Nadie se guía exclusivamente por el deseo de enriquecerse al máximo; muchos ni siquiera experimentan esas apetencias materialistas. De nada sirve estudiar la vida y la historia ocupándose de tan fantasmal engendro.
Pero, con independencia del posible significado que los economistas clásicos concedieran a la figura del homo oeconomicus, es preciso advertir que ésta, en ningún caso, es un tipo ideal. En efecto, la abstracción de una faceta o aspecto de las múltiples aspiraciones y apetencias del hombre no implica la plasmación de un tipo ideal. Antes al contrario, el tipo ideal viene a representar siempre fenómenos complejos realmente existentes, ya sean de índole humana, institucional o ideológica.
La economía clásica pretendió explicar el fenómeno de la formación de los precios. Advertían bien aquellos pensadores que los precios en modo alguno son fruto exclusivamente de la actuación de un específico grupo de personas, sino la resultante provocada por la recíproca acción de cuantos operan en el mercado. Por ello proclamaron que los precios vienen condicionados por la oferta y la demanda. Pero aquellos economistas fracasaron lamentablemente al pretender formular una teoría válida del valor. No supieron resolver la aparente antinomia del valor. Les desconcertaba la paradoja de que «el oro» valiera más que «el hierro», pese a ser éste más «útil» que aquél. Tal deficiencia les impidió advertir que las apetencias de los consumidores constituyen la única causa y razón de la producción y el intercambio mercantil. Por ello tuvieron que abandonar su ambicioso plan de llegar a formular una teoría general de la acción humana. Contentáronse con formular una teoría dedicada exclusivamente a explicar las actividades del hombre de empresa, descuidando el hecho de que las preferencias de todos y cada uno de los humanos es el factor económico decisivo. Se interesaron sólo por el proceder del hombre de negocios, que aspira siempre a comprar en el mercado más barato y a vender en el más caro. El consumidor quedaba excluido de su campo de observación. Más tarde, los continuadores de los economistas clásicos pretendieron explicar y justificar dicha actitud investigadora sobre la base de que era un método deliberadamente adoptado y epistemológicamente conveniente. Sostenían que los economistas pretendían limitar expresamente sus investigaciones a una determinada faceta de la acción humana: al aspecto «económico». Deseaban ocuparse tan sólo de la imaginaria figura del hombre impelido, de manera exclusiva, por motivaciones «económicas», dejando de lado cualesquiera otras, pese a constarles que la gente, en realidad, actúa movida por numerosos impulsos de índole «no económica». Algunos de estos exegetas aseguraron que el análisis de esas motivaciones no corresponde a la ciencia económica, sino a otras ramas del saber. También hubo quienes, si bien convenían en que el examen de las apetencias «no económicas», así como su influjo en la formación de los precios, competía a la economía, opinaban que dicha tarea debería ser abordada más tarde por ulteriores generaciones. Comprobaremos después que la distinción entre motivos «económicos» y «no económicos» es imposible de mantener[22]. De momento basta con resaltar que esas doctrinas que pretenden limitar la investigación al aspecto «económico» de la acción humana vienen a falsear y tergiversar por completo las enseñanzas de los economistas clásicos. Jamás pretendieron éstos lo que sus comentaristas suponen. Se interesaban por aclarar la formación de los precios efectivos y verdaderos, desentendiéndose de aquellos imaginarios precios que surgirían si la gente operara bajo unas hipotéticas condiciones distintas de las que efectivamente concurren. Los precios que pretendieron y llegaron a explicar —si bien olvidándose de las apetencias y elecciones de los consumidores— son los precios auténticos de mercado. La oferta y la demanda de que nos hablan constituyen realidades efectivas, engendradas por aquellas múltiples motivaciones que inducen a los hombres a comprar o a vender. Su teoría resultaba incompleta por cuanto abandonaban el análisis de la verdadera fuente y origen de la demanda, descuidando el remontarse a las preferencias de los consumidores. Por ello no lograron formular una teoría de la demanda plenamente satisfactoria. Pero jamás supusieron que la demanda —empleando el vocablo tal y como ellos en sus escritos lo utilizan— respondiera exclusivamente a motivos «económicos», negando trascendencia a los «no económicos». Lamentablemente, dejaron de lado el estudio de las apetencias de los consumidores, limitando su examen a la actuación del hombre de empresa. Su teoría de los precios, no obstante, pretendía abordar los precios reales, si bien, como decíamos, prescindiendo de los motivos y voliciones que impulsan a los consumidores a actuar de uno u otro modo.
Nace la moderna economía subjetiva cuando se logra resolver la aparente antinomia del valor. Sus teoremas en modo alguno se contraen ya a las actuaciones del hombre de empresa y para nada se interesan por el imaginario homo oeconomicus. Pretenden aprehender las inmodificables categorías que informan la acción humana en general. Abordan el examen de los precios, de los salarios o del interés, sin interesarse por las motivaciones personales que inducen a la gente a comprar y vender o a abstenerse de comprar y vender. Hora es ya de repudiar aquellas estériles construcciones que pretendían justificar las deficiencias de los clásicos a base de recurrir al fantasmagórico homo oeconomicus.
La praxeología tiene por objeto investigar la categoría de la acción humana. Todo lo que se precisa para deducir todos los teoremas praxeológicos es conocer la esencia de la acción humana. Es un conocimiento que poseemos por el simple hecho de ser hombres; ningún ser humano carece de él, salvo que influencias patológicas le hayan reducido a una existencia meramente vegetativa. Para comprender cabalmente esos teoremas no se requiere acudir a experimentación alguna. Es más; ningún conocimiento experimental, por amplio que fuera, haría comprensibles los datos a quien de antemano no supiera en qué consiste la actividad humana. Sólo mediante el análisis lógico de aquellos conocimientos que llevamos dentro, referentes a la categoría de acción, es posible la asimilación mental de los teoremas en cuestión. Debemos concentrarnos y reflexionar sobre la estructura misma de la acción humana. El conocimiento praxeológico, como el lógico y el matemático, lo llevamos en nuestro interior; no nos viene de fuera.
Todos los conceptos y teoremas de la praxeología están implícitos en la propia categoría de acción humana. En orden a alcanzar el conocimiento praxeológico, lo fundamental es analizar y deducir esos conceptos y teoremas, extraer las correspondientes conclusiones y determinar las características universales del actuar como tal. Una vez conocidos los requisitos típicos de toda acción, conviene dar un paso más en el sentido de determinar —desde luego, de un modo puramente categórico y formal— los requisitos más específicos de formas especiales de actuar. Cabría abordar esta segunda tarea formulando todas las situaciones imaginables, para deducir seguidamente las debidas conclusiones lógicas. Tal sistemática omnicomprensiva nos ilustraría no sólo acerca de la acción humana tal y como se produce en este mundo real, donde vive y actúa el hombre, sino también acerca de unas hipotéticas acciones que se registrarían en el caso de concurrir las irrealizables condiciones de mundos imaginarios.
Pero lo que la ciencia pretende es conocer la realidad. La investigación científica no es ni mera gimnasia mental ni pasatiempo lógico. De ahí que la praxeología restrinja su estudio al análisis de la acción tal y como aparece bajo las condiciones y presupuestos del mundo real. Únicamente en dos supuestos se aborda la acción tal como aparecería bajo condiciones que ni nunca se han presentado ni en el momento actual pueden aparecer. Se ocupa de situaciones que, aunque no sean reales en el presente y en el pasado, pueden llegar a serlo en el futuro. Y analiza las condiciones irreales e irrealizables siempre y cuando tal análisis permita una mejor percepción de los efectivos fenómenos que se trate de examinar.
Sin embargo, esta referencia a la experiencia en modo alguno afecta al carácter apriorístico de la praxeología y de la economía. Nuestros conocimientos experimentales vienen simplemente a indicamos cuáles son los problemas que conviene examinar y cuáles procede desatender. Nos informan sobre lo que debemos analizar, pero nada nos dicen de cómo debemos proceder en nuestra investigación. Además, no es la experiencia, sino el propio pensar, el que nos indica que, y en qué casos, es necesario investigar las condiciones hipotéticas irrealizables en orden a comprender lo que sucede en el mundo real.
El que el trabajo fatigue no es algo categórico y apriorístico. Se puede imaginar, sin caer en contradicción, un mundo en el que el trabajo no fuera penoso y deducir las correspondientes conclusiones[23]. Ahora bien, en la vida real continuamente tropezamos con la «desutilidad» del trabajo. Sólo los teoremas basados en el supuesto de que el trabajo es fuente de malestar son aplicables para la comprensión de lo que sucede en nuestro mundo.
La experiencia nos muestra la desutilidad del trabajo. Pero no lo hace directamente. No existe, en efecto, fenómeno alguno que, por sí solo, denote la desutilidad del trabajo. Sólo hay datos de experiencia que se interpretan, sobre la base de un conocimiento apriorístico, en el sentido de que el hombre, en igualdad de circunstancias, prefiere el ocio —es decir, la ausencia de trabajo— al trabajo mismo. Vemos gentes que renuncian a placeres que podrían disfrutar si trabajaran más, es decir que están dispuestas a sacrificar ciertos goces en aras del descanso. De este hecho deducimos que el hombre aprecia el descanso como un bien y considera el trabajo una carga. Pero si llegamos a semejante conclusión, ello es sólo porque hemos apelado previamente al discernimiento praxeológico.
La teoría del cambio indirecto y todas las que en ella se basan —la del crédito circulante, por ejemplo— sólo son aplicables a la interpretación de acontecimientos que se producen en un mundo en el que el cambio indirecto se practique. En un mundo en el que sólo existiera el trueque, tales construcciones serían mero pasatiempo intelectual. No es probable que los economistas de esa imaginaria sociedad se hubieran jamás ocupado del cambio indirecto, del dinero y demás conceptos conexos, aun suponiendo que en ella pudiera llegar a surgir la ciencia económica. Pero en nuestro mundo real dichos estudios son una imprescindible faceta del saber económico.
El que la praxeología, al pretender captar la realidad, limite su investigación a aquellas cuestiones que, en ese sentido, tienen interés en modo alguno modifica la condición apriorística de su razonar. Queda, no obstante, de este modo prefijado el campo de acción de la economía, la única parte de la praxeología hasta ahora elaborada.
La economía no utiliza el método de la lógica ni el de las matemáticas. No se limita a formular puros razonamientos apriorísticos, desligados por completo de la realidad. Se plantea supuestos concretos siempre y cuando su análisis permita una mejor comprensión de los fenómenos reales. No existe en los tratados y monografías económicas una separación tajante entre la pura ciencia y la aplicación práctica de sus teoremas a específicas situaciones históricas o políticas. La economía formula sus enseñanzas entrelazando el conocimiento apriorístico con el examen e interpretación de la realidad.
Es evidente que este método resulta ineludible, habida cuenta de la naturaleza y condición de la materia que trata la economía, y ha dado pruebas suficientes de su utilidad. Pero, ello no obstante, conviene advertir que el empleo de esa singular e, incluso, algo extraña sistemática, desde el punto de vista de la lógica, exige especial cautela y pericia por parte del estudioso, hasta el punto de que personas de escasa preparación han caído en graves errores al manejar imprudentemente ese bifronte sistema, integrado por dos métodos epistemológicamente diferentes.
Tan erróneo es suponer que la vía histórica permite, por sí sola, abordar el estudio económico, como creer que sea posible una economía pura y exclusivamente teórica. Naturalmente, una cosa es la economía y otra la historia económica. Nunca ambas disciplinas deben confundirse. Todo teorema económico resulta válido y exacto en cualquier supuesto en el que concurran las circunstancias previstas por el mismo. Desde luego, ninguno de esos teoremas tiene interés práctico cuando en el caso no se dan los correspondientes presupuestos. Las doctrinas referentes al cambio indirecto carecen de todo valor si aquél no existe. Ahora bien, ello nada tiene que ver con la exactitud y certeza de las mismas[24].
El deseo de muchos políticos y de importantes grupos de presión de vilipendiar la economía política y difamar a los economistas ha provocado confusión en el debate. El poder embriaga lo mismo al príncipe que a la democrática mayoría. Aunque sea a regañadientes, todo el mundo ha de someterse a las inexorables leyes de la naturaleza. Sin embargo, los gobernantes no piensan lo mismo de las leyes económicas. Porque, ¿acaso no legislan como les place? ¿No disponen de poder bastante para aplastar a cualquier oponente? El belicoso autócrata se humilla sólo ante una fuerza militar superior a la suya. Siempre hay, además, plumas serviles dispuestas a justificar la acción estatal formulando doctrinas ad usum Delphini. De «economía histórica» suelen calificarse esos arbitrarios escritos. La verdad es que la historia económica ofrece un rico muestrario de actuaciones políticas que fracasaron en sus pretensiones precisamente por haber despreciado las leyes de la economía.
Es imposible comprender las vicisitudes y obstáculos con que el pensamiento económico siempre ha tropezado si no se advierte que la economía, como tal ciencia, es un abierto desafío a la vanidad personal del gobernante. El verdadero economista jamás será bienquisto por autócratas y demagogos. Para ellos será siempre un personaje díscolo y poco grato y tanto más le odiarán cuanto mejor adviertan la certeza y exactitud de sus críticas.
Ante tan frenética oposición, bueno será resaltar que la base de todo el raciocinio praxeológico y económico, es decir, la categoría de acción humana, no admite crítica ni objeción alguna. Ninguna referencia a cuestiones históricas o empíricas puede invalidar la afirmación de que la gente trabaja conscientemente para alcanzar ciertos objetivos deseados. Ninguna discusión sobre la irracionalidad, los insondables abismos del alma humana, la espontaneidad de los fenómenos vitales, automatismos, reflejos y tropismos puede afectar al hecho de que el hombre se sirve de la razón para satisfacer sus deseos y apetencias. Partiendo de este fundamento inconmovible que es la categoría de acción humana, la praxeología y la economía progresan, paso a paso, en sus estudios mediante el razonamiento reflexivo. Dichas disciplinas, tras precisar con el máximo rigor sus presupuestos y condiciones, proceden a elaborar un ordenado sistema de conceptos, deduciendo del mismo, mediante raciocinio lógicamente inatacable, las oportunas conclusiones. Ante éstas sólo caben dos actitudes: desenmascarar los errores lógicos en la cadena de deducciones que lleva a tales resultados, o bien proclamar su corrección y validez.
De nada sirve alegar que ni la vida ni la realidad son lógicas. La vida y la realidad no son ni lógicas ni ilógicas; están simplemente dadas. Pero la lógica es el único instrumento con que cuenta el hombre para comprenderlas. A nada conduce suponer que la vida y la historia resultan inescrutables e incomprensibles, de tal suerte que la razón jamás podrá captar su íntima esencia. Quienes así piensan vienen a contradecir sus propias manifestaciones cuando, después de afirmar que todo lo trascendente resulta inasequible para la mente humana, pasan a formular sus personales teorías —desde luego, erróneas— sobre aquellas mismas ignotas materias. Muchas cosas hay que exceden los límites de nuestra mente. Ahora bien, todo conocimiento, por mínimo que sea, ha de adquirirlo el hombre fatalmente por vía de la razón.
No menos inadmisible es oponer la comprensión a la teoría económica. La comprensión histórica tiene por misión dilucidar aquellas cuestiones que las ciencias no históricas son incapaces de resolver satisfactoriamente. La comprensión jamás puede contradecir las doctrinas formuladas por estas otras disciplinas. Ha de limitarse, por un lado, a descubrir ante determinada acción las ideas que impulsaron a los actores, los fines perseguidos y los medios aplicados a su consecución y, por otro, a calibrar la respectiva importancia de los factores que intervienen en la aparición de cierto hecho, siempre y cuando las disciplinas no históricas sean incapaces de resolver la duda. La comprensión no autoriza a ningún historiador moderno a afirmar, por ejemplo, que alguna vez haya sido posible devolver la salud a las vacas enfermas mediante mágicos conjuros. Por lo mismo, tampoco le cabe ampararse en la comprensión para afirmar que en la antigua Roma o bajo el imperio de los incas determinadas leyes económicas no tenían vigencia.
El hombre no es infalible. Busca siempre la verdad, es decir, aspira a aprehender la realidad lo más perfectamente que las limitaciones de su mente y razón le permiten. El hombre nunca será omnisciente. Jamás podrá llegar a un convencimiento pleno de que su investigación se halla acertadamente orientada y de que son efectivamente ciertas las verdades que considera inconcusas. Lo más que al hombre le cabe es revisar, con el máximo rigor, una y otra vez, el conjunto de sus tesis. Para el economista esto implica retrotraer todos los teoremas a su origen cierto e indiscutible, la categoría de la acción humana, comprobando, mediante el análisis más cuidadoso, cuantas sucesivas inferencias y conclusiones finalmente abocan al teorema en cuestión. En modo alguno se supone que este método excluya definitivamente el error. Ahora bien, de lo que no cabe dudar es de que es el más eficaz para evitarlo.
La praxeología —y por tanto también la economía— es una disciplina deductiva. Su valor lógico deriva de aquella base de la que parte en sus deducciones: la categoría de la acción. Ningún teorema económico que no esté sólidamente asido a dicha base a través de una inatacable cadena racional resulta científicamente admisible. Toda afirmación carente de esa ilación ha de estimarse arbitraria, hasta el punto de quedar flotando en el aire sin sustentación alguna. No es posible abordar ningún específico ámbito económico si no se le ensambla en una teoría general de la acción.
Las ciencias empíricas parten de hechos singulares y en sus estudios progresan de lo individualizado a lo general. La materia manejada les permite la especialización. El investigador puede concentrar su atención en sectores determinados, despreocupándose del conjunto. El economista jamás puede ser un especialista. Al abordar cualquier problema, ha de tener presente todo el sistema.
Los historiadores a menudo se equivocan a este respecto. Propenden a inventar los teoremas que mejor les convienen. Llegan incluso a olvidar que no se puede deducir ninguna relación causal del estudio de los fenómenos complejos. Vana es su pretensión de analizar la realidad sin apoyarse en lo que ellos califican de ideas preconcebidas. En realidad, aplican sin darse cuenta doctrinas populares hace tiempo desenmascaradas como falaces y contradictorias.
Las categorías y conceptos praxeológicos han sido formulados para una mejor comprensión de la acción humana. Resultan contradictorios y carecen de sentido cuando se pretende aplicarlos en condiciones que no sean las típicas de la vida humana. El elemental antropomorfismo de las religiones primitivas repugna a la mente filosófica. Pero no menos torpe es la pretensión de ciertos filósofos de describir con rigor, acudiendo a conceptos praxeológicos, las personales virtudes de un ser absoluto, sin ninguna de las incapacidades y flaquezas típicas de la condición humana.
Los filósofos y los doctores de la Escolástica, al igual que los teístas y deístas de la Edad de la Razón, concebían un ser absoluto, perfecto, inmutable, omnipotente y omnisciente, el cual, sin embargo, planeaba y actuaba, señalándose fines a alcanzar y recurriendo a medios específicos para su consecución. En realidad, sólo actúa quien se halla en situación que conceptúa insatisfactoria; y reitera la acción sólo quien es incapaz de suprimir el propio malestar de una vez para siempre. Todo ser que actúa hállase descontento; luego no es omnipotente. Si estuviera plenamente satisfecho, no actuaría, y si fuera omnipotente, habría enteramente suprimido, de golpe, la causa de su insatisfacción. El ente todopoderoso no tiene por qué elegir entre diferentes insatisfacciones. No se ve constreñido a contentarse, en cualquier caso, con el mal menor. La omnipotencia supone tener capacidad para hacerlo todo y gozar, por tanto, de plena felicidad, sin tener que atenerse a limitaciones de ninguna clase. Tal planteamiento, sin embargo, es incompatible con el concepto mismo de acción. Para un ser todopoderoso no existiría la categoría de fines ni la de medios. Su operar sería ajeno a las humanas percepciones, conceptos y comprensiones. Cualquier «medio» rendiríale servicios ilimitados; podría recurrir a cualquier «medio» para conseguir el fin deseado y aun alcanzar los objetivos propuestos sin servirse de medio alguno. Desborda nuestra limitada capacidad intelectual discurrir, hasta las últimas consecuencias lógicas, en tomo al concepto de omnipotencia. La mente tropieza en este terreno con paradojas insolubles. ¿Tendría ese ser omnipotente capacidad bastante para realizar algo que fuera inmune a su ulterior interferencia? Si no pudiera hacerlo, dejaría de ser omnipotente y, si no fuera capaz de variar dicha inmodificable obra, ya no sería todopoderoso.
¿Es acaso compatible la omnipotencia con la omnisciencia? La omnisciencia implica que todos los futuros acaecimientos han de producirse del modo inexorablemente preestablecido. No es lógicamente concebible que un ser omnisciente sea, al tiempo, omnipotente. Su incapacidad para variar ese predeterminado curso de los acontecimientos argüiría en contra de su omnipotencia.
La acción es un despliegue de potencia y control limitados. Es una manifestación del hombre, cuyo poder está restringido por las limitaciones de su mente, por las exigencias fisiológicas de su cuerpo, por las realidades del medio en que opera y por la escasez de aquellos bienes de los que su bienestar depende. Vana es toda referencia a las imperfecciones y flaquezas del ser humano para describir la excelsitud de un ente absolutamente perfecto. Sucede que el propio concepto de perfección absoluta resulta, en sí mismo, contradictorio. Porque implica un estado definitivo e inmodificable. El más mínimo cambio vendría a desvirtuar la presupuesta perfección, provocando una situación más imperfecta; la mera posibilidad de mutación contradice la idea de absoluta perfección. Pero la ausencia de todo cambio —es decir, la absoluta inmutabilidad, rigidez e inmovilidad— implica la ausencia de vida. Vida y perfección son conceptos incompatibles entre sí; pero igualmente lo son los de perfección y muerte.
El ser vivo no es perfecto por cuanto cambia; pero el muerto tampoco es perfecto porque le falta la vida.
El lenguaje empleado por hombres que viven y actúan utiliza expresiones comparativas y superlativas al comparar situaciones más o menos satisfactorias. Lo absoluto, en cambio, no alude a estados mejores o peores; es más bien una noción límite; es indeterminable, impensable e inexpresable; una quimera. No hay felicidad plena, ni gentes perfectas, ni eterno bienestar. Pretender describir la vida de Jauja o las condiciones de la existencia angélica implica caer en insolubles contradicciones. Cualquier situación supone limitación e imperfección, esfuerzo por superar problemas; en definitiva, revela la existencia de descontento y malestar.
Cuando la filosofía dejó de interesarse por lo absoluto aparecieron los autores de utopías insistiendo en el sofisma. Divagaban dichos escritores en torno a sociedades pobladas por hombres perfectos, regidas por gobernantes no menos angélicos, sin advertir que el Estado, es decir, el aparato social de compulsión y coerción, es una institución montada precisamente para hacer frente a la imperfección humana, domeñando, con penas aflictivas, a las minorías, al objeto de proteger a la mayoría contra las acciones que pudieran perjudicarla. Pero tratándose de hombres «perfectos», resultarían innecesarias tanto la fuerza como la intimidación. Los utópicos, sin embargo, prefirieron siempre desentenderse de la verdadera naturaleza humana y de las inmodificables circunstancias que informan la vida en este planeta. Godwin aseguraba que, abolida la propiedad privada, el hombre llegaría a ser inmortal[25]. Charles Fourier entreveía los océanos rebosantes de rica limonada en vez de agua salada[26]. Marx pasa enteramente por alto la escasez de los factores materiales de la producción. Trotsky llegó al extremo de proclamar que, en el paraíso proletario, «el hombre medio alcanzará el nivel intelectual de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y por encima de estas cumbres surgirán nuevas alturas»[27].
La estabilización y la seguridad constituyen las populares quimeras del momento. De ellas nos ocuparemos más adelante.