EL INTERÉS
Hemos visto cómo la preferencia temporal es una categoría inherente a toda acción humana. En el interés originario, es decir, en el descuento de bienes futuros por bienes presentes, queda reflejada esta preferencia temporal.
Interés no es sólo el interés del capital. No es la ganancia específica derivada de la utilización de bienes de capital. La correspondencia entre los tres tipos de factores de producción —el trabajo, el capital y la tierra— y los tres tipos de ingresos —salario, beneficio y renta— tal como la entendían los economistas clásicos hoy en día ya no es admisible. La renta no es la ganancia específica procedente de la tierra. Es un fenómeno cataláctico general; igual la produce la productividad del trabajo o del capital que la productividad de la tierra. Es más: no existe fuente permanente de beneficio en el sentido que los clásicos empleaban el vocablo. No hay razón para suponer que el beneficio (entendido en el sentido de beneficio empresarial) y el interés sean ingresos más típicos del capital que de la tierra.
El precio de los bienes de consumo, por el juego de las fuerzas que operan en el mercado, se reparte entre los factores complementarios que intervienen en su producción. Comoquiera que los bienes de consumo son bienes presentes, mientras que los factores de producción son medios para obtener bienes futuros, y puesto que los bienes presentes valen siempre más que los futuros de la misma calidad y cuantía, la suma total repartida entre los diferentes factores de producción es, aun en la imaginaria construcción de la economía de giro uniforme, menor que el precio actual de los correspondientes bienes de consumo. La diferencia entre una y otra cifra es el interés originario. Éste no se relaciona específicamente con ninguno de los tres factores de producción que los economistas clásicos distinguían. Las ganancias y las pérdidas empresariales tienen su origen en las variaciones registradas por las circunstancias del mercado y en los consecuentes cambios que los precios registran a lo largo del periodo de producción.
El observador superficial no ve nada llamativo en la renta regular que produce la caza, la pesca, el ganado, la silvicultura y la agricultura. La naturaleza produce los venados, los peces y los terneros, haciéndoles después desarrollarse; también la naturaleza ordena a las vacas producir leche y a las gallinas poner huevos, así como a los árboles madera y a las semillas espigas. Quienes poseen título bastante para apoderarse de tales riquezas recurrentes gozan de una renta asegurada. Como el manantial que continuamente nos proporciona agua, tales «fuentes de renta» fluyen sin descanso, regalando a su propietario con regulares y nuevas riquezas. Todo el proceso se nos presenta como un fenómeno natural. Pero el economista se topa con el problema de la determinación del precio de la tierra, del ganado y de todo lo demás. Si no existiera un descuento en el precio de los bienes futuros por los presentes, el comprador de tierras habría de pagar por ellas un precio igual a la suma de todos los futuros productos netos de las mismas y no quedaría margen para renta alguna.
Los ingresos anuales que regularmente devengan los propietarios de tierras y ganados en nada se diferencian de los ingresos procedentes de factores de producción que más pronto o más tarde se desgastan y consumen en sus procesos productivos. Disponer de una parcela de terreno equivale a disfrutar de la capacidad que la misma posee para contribuir a la producción de todos los frutos que en ella puedan obtenerse, lo mismo que disponer de una mina equivale a disfrutar de su potencialidad para contribuir a la extracción de los minerales que de ella puedan obtenerse. En idéntico sentido, poseer una máquina o una bala de algodón implica tener a disposición propia la cooperación de la misma para la producción de los bienes que con ellas pueden fabricarse. El error fundamental de todas las teorías que apelan a la productividad o al uso para explicar el interés estriba en considerar el fenómeno del interés como función de los servicios productivos de los factores de producción. Porque la utilidad de los factores de producción determina no el interés, sino el precio de los mismos. Dicho precio comprende toda la diferencia que existe entre la productividad de cierto proceso contando con la colaboración del factor en cuestión y la productividad del mismo sin esa colaboración. La disparidad que, aun en ausencia de toda variación de las circunstancias del mercado, se produce entre el precio del producto y la suma de los precios de los factores intervinientes es consecuencia del mayor valor que se atribuye a los bienes presentes frente a los bienes futuros. A medida que la producción progresa, los factores empleados van transformándose en bienes presentes más altamente valorados. Este incremento de valor, que produce específicos beneficios a los propietarios de los factores de producción, es la base del interés originario.
Los poseedores de factores materiales de producción —a diferencia del empresario puro en el imaginario planteamiento de las diferentes funciones catalácticas— devengan dos tipos de ingresos catalácticamente diferentes: de un lado, los precios que se les pagan por la cooperación productiva de los factores en cuestión y, de otro, el interés. Se trata de conceptos que conviene distinguir. Para explicar el interés no debemos apelar a los servicios que los factores de producción rinden en la obtención de las mercancías.
El interés es un fenómeno homogéneo. No hay varias fuentes de interés. El interés pagado por el empleo de bienes duraderos y el abonado por créditos de consumo es, como todo interés, consecuencia del mayor valor atribuido a los bienes presentes que a los futuros.
El interés originario es igual a la razón existente entre el valor atribuido a satisfacer una necesidad en el inmediato futuro y el valor atribuido a dicha satisfacción en épocas temporalmente más distantes. Dentro de la economía de mercado, el interés originario se manifiesta en el descuento de bienes futuros por bienes presentes. Se trata de una razón entre precios de mercancías, no de un precio en sí. Dicha razón tiende en el mercado a una cifra uniforme cualesquiera que sean las mercancías de que se trate.
El interés originario no es «el precio pagado por los servicios del capital»[1]. La mayor productividad de los métodos de producción que consumen periodos de tiempo más amplios, a la que Böhm-Bawerk y posteriores economistas apelaron para explicar el interés, en realidad no nos explica el fenómeno. Al contrario, es el fenómeno del interés originario el que explica por qué el hombre recurre a métodos productivos que consumen menos tiempo, pese a que hay otros sistemas de mayor inversión temporal cuya productividad, por unidad de inversión, resulta superior. Es más: únicamente el fenómeno del interés originario explica por qué se puede comprar y vender parcelas de tierra a precios ciertos. Si los servicios futuros de un terreno se valoraran igual que los presentes, ningún precio específico sería suficientemente elevado para inducir a su propietario a venderlo. La tierra no podría ser objeto de compraventa por sumas dinerarias ciertas ni tampoco se la podría intercambiar por bienes que sólo reportaran determinados servicios. Un terreno sólo podría intercambiarse por otro terreno. El precio de un edificio que durante un periodo de diez años pudiera producir una renta anual de cien dólares se cifraría (independientemente del solar) en mil dólares al comenzar ese periodo; en novecientos al iniciarse el segundo año, y así sucesivamente.
El interés originario no es un precio que el mercado determina sobre la base de la oferta y la demanda de capital o de bienes de capital. Su cuantía no depende de la demanda u oferta. Al contrario, es el interés originario el que determina tanto la demanda como la oferta de capital y bienes de capital. Indica qué porción de los bienes existentes deberá consumirse en el inmediato futuro y cuál convendrá reservar para aprovisionar periodos más remotos. La gente ahorra y acumula capital no porque haya interés. No es éste ni el impulso que hace ahorrar ni la compensación o premio otorgado a quien renuncia al inmediato consumo. Es la razón entre el valor otorgado a los bienes presentes y el reconocido a los futuros.
El mercado crediticio no determina el tipo de interés. Acomoda el interés de los préstamos a la cuantía del interés originario, según resulta del descuento de bienes futuros.
El interés originario es una categoría de la acción humana. Aparece en toda evaluación de bienes externos al hombre y jamás podrá esfumarse. Si reapareciera aquella situación que se dio al finalizar el primer milenio de la era cristiana, en la cual había un general convencimiento del inminente fin del mundo, la gente dejaría de preocuparse por la provisión de las necesidades terrenales del futuro. Los factores de producción perderían todo valor y carecerían de importancia para el hombre. Pero no desaparecería el descuento de bienes futuros por presentes, sino que aumentaría considerablemente. Por otra parte, la desaparición del interés originario significaría que la gente dejaría de interesarse por satisfacer sus más inmediatas necesidades; significaría que preferirían disfrutar de dos manzanas dentro de mil o diez mil años en lugar de disfrutar de una manzana hoy, mañana, dentro de un año o diez años.
No es ni siquiera pensable un mundo en el que el fenómeno del interés originario no exista como elemento inexorable de todo tipo de acción. Exista o no división del trabajo y cooperación social; esté organizada la sociedad sobre la base del control privado o público de los medios de producción, el interés originario se halla siempre presente. En la república socialista desempeña la misma función que en la economía de mercado.
Böhm-Bawerk desenmascaró definitivamente las falacias de las ingenuas explicaciones del interés basadas en la productividad, es decir, la idea de que el interés es la expresión de la productividad física de los factores de producción. Y, sin embargo, Böhm-Bawerk, hasta cierto punto, basó su propia teoría en la productividad. Al referirse a la superioridad técnica de los métodos de producción de mayor complejidad (consumidores de más tiempo), evita ciertamente los aspectos más burdos de la teoría de la productividad. Pero de hecho vuelve, aunque en forma más sutil, a las explicaciones basadas en este principio. Los economistas posteriores que, dejando de lado la idea de la preferencia temporal, se basan en los conceptos de productividad de la teoría de Böhm-Bawerk se ven obligados a admitir que el interés originario desaparecería si los hombres un día llegaran a aquel estado en el cual ninguna ulterior ampliación del periodo de producción incrementaría la productividad[2]. Tal suposición es totalmente errónea. El interés originario no puede desaparecer en tanto haya escasez y, consecuentemente, acción.
Mientras nuestro mundo no se transforme en el país de Jauja, el hombre habrá de hacer frente a la escasez y, por tanto, habrá de economizar; será preciso optar entre satisfacer antes o después las necesidades, pues no se puede dejar atendidas plenamente ni las presentes ni las futuras. Variar la utilización de los factores de producción, dedicando algunos de ellos en vez de a atender necesidades temporalmente más próximas, a la satisfacción de otras más alejadas, forzosamente tiene que restringir el número de apetencias cubiertas en determinado momento, para incrementarlo en otro. Si rechazamos esta afirmación, nos veremos sumergidos en insolubles contradicciones. Podemos imaginar que un día nuestros conocimientos técnicos lleguen a la máxima perfección y que los mortales no puedan superar ese nivel de sabiduría. Ningún proceso que amplíe la producción por unidad de inversión cabría ya inventar. Pero si suponemos que algunos factores de producción son escasos, forzosamente habremos de concluir que no todos los procesos de mayor productividad —independientemente del tiempo por ellos absorbido— están siendo plenamente utilizados y que, si se aplican ciertos sistemas de menor productividad por unidad de inversión, es simplemente en razón a que sus frutos se cosechan en un lapso de tiempo menor. La escasez de factores de producción significa que nos hallamos en una situación en que podemos trazar planes destinados a satisfacer nuestras necesidades cuya realización no es posible debido a la insuficiente cantidad de medios disponibles. Es precisamente la inviabilidad de tales proyectos la que constituye el elemento de escasez. Confunden a los modernos defensores del planteamiento basado en la productividad las connotaciones de la expresión de Böhm-Bawerk complejos métodos de producción (roundabout methods of production) y la idea de progreso técnico que la misma sugiere. Sin embargo, si hay escasez, siempre habrá algún proceso técnico capaz de mejorar nuestro bienestar a base de ampliar el periodo de producción en algunas ramas de la industria, con independencia de que el estado del conocimiento técnico haya cambiado o no. Si hay escasez de medios, si la correlación praxeológica entre medios y fines sigue existiendo, habrá que concluir forzosamente que existen necesidades insatisfechas por lo que se refiere tanto al futuro próximo como al más remoto. Siempre habrá bienes a los que renunciamos porque su producción exige demasiado tiempo y tal dilación temporal nos impide satisfacer otras necesidades más urgentes. Si no aprovisionamos más ampliamente el futuro es precisamente porque preferimos atender las necesidades de un momento temporalmente más próximo, en vez de las de otro más alejado. La razón que resulta de esta valoración es el interés originario.
En semejante mundo de plenos conocimientos técnicos un promotor traza un plan A que prevé la construcción de un hotel en un paraje pintoresco, pero de difícil acceso, que exige construir la correspondiente carretera. Al examinar la viabilidad del plan, el interesado se percata de que los medios disponibles no son suficientes para su ejecución. Cuando calcula la rentabilidad del proyecto, advierte que la cuantía de los ingresos previstos no es suficiente para cubrir los costes del trabajo y de los materiales empleados y atender el pago de los intereses del capital invertido. En consecuencia, renuncia al proyecto A prefiriendo otro, que denominaremos B. Con arreglo a este segundo, el hotel se ubicará en un lugar menos pintoresco, pero más accesible, donde, o bien son menores los costes de la construcción, o bien puede terminarse la obra en un plazo más breve. Si no se tomara en consideración el interés del capital empleado, se podría caer en el error de suponer que las circunstancias del mercado —bienes de capital existentes y valoraciones de la gente— permitirían llevar a la práctica el plan A. Su ejecución, sin embargo, implicaría detraer factores de producción escasos de diferentes empleos que habrían permitido atender deseos considerados más urgentes por los consumidores. Estaríamos ante una mala inversión, una dilapidación de los medios disponibles.
La ampliación del periodo de producción permite obtener más cantidad de producto por unidad de inversión o disponer de bienes que en un periodo de tiempo más corto no pueden fabricarse. Pero el interés no deriva de imputar el valor de esas riquezas adicionales a los bienes de capital precisos para ampliar el periodo de producción. Si tal se afirmara, se caería en los errores más evidentes de las teorías de la productividad ya definitivamente refutados por Böhm-Bawerk. La contribución de los factores complementarios de producción al resultado del proceso es la razón de que sean considerados valiosos; ello explica los precios que por ellos se pagan, precios que comprenden el valor total de esa contribución. No existe residuo útil que tales precios no hayan cubierto y en el que pudiera ampararse el interés.
Se ha dicho que en la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme el interés desaparecería[3]. Sin embargo, es fácil demostrar que esta afirmación es incompatible con los supuestos en que se basa dicha construcción.
Comencemos distinguiendo dos clases de ahorro: el común y el capitalista. El primero consiste meramente en acumular bienes de consumo con vistas a consumirlos más tarde. El ahorro capitalista, por el contrario, consiste en reunir mercancías destinadas a perfeccionar los procesos productivos. El objetivo que persigue el ahorro común es proveer al consumo de mañana; se trata simplemente de aplazar el consumo. Más pronto o más tarde, esos bienes acumulados serán consumidos y desaparecerán. El ahorro capitalista, en cambio, pretende reforzar la productividad de la actividad humana. Acumula a tal fin bienes de capital para invertirlos en ulteriores producciones, por lo que no son simplemente reservas para posterior consumo. El beneficio que el ahorro común reporta consiste en poder consumir mañana bienes que otrora no lo fueron y que se reservaron precisamente para tal empleo. Las ventajas del ahorro capitalista consisten en incrementar la cantidad de bienes producidos o en obtener mercancías que sin ese ahorro no habrían podido ser fabricadas. Al imaginar una economía de giro uniforme (estática), los economistas se desentienden del problema relativo a la acumulación de capital. Los bienes de capital son una cifra dada e invariable; pues, por definición, las circunstancias de ese mercado no registran ningún cambio. No hay acumulación de nuevos capitales mediante el ahorro ni tampoco aquéllos se reducen por razón de un exceso de consumo sobre ingresos netos, es decir, sobre la diferencia resultante entre la producción y las reinversiones exigidas por el mantenimiento del capital. Pasemos, pues, a demostrar que tales presupuestos son incompatibles con la idea de la desaparición del interés.
Podemos, en nuestra argumentación, dejar de lado el ahorro común. En efecto, mediante éste se pretende aprovisionar épocas futuras que el interesado piensa podrán hallarse menos abastecidas. Ahora bien, uno de los presupuestos fundamentales que caracterizan a la construcción imaginaria que nos ocupa es que el futuro no difiere en absoluto del presente, que los actores son plenamente conscientes de este hecho y obran en consecuencia. En el marco de referencia no hay lugar, pues, para el ahorro común.
No sucede lo mismo con el ahorro capitalista, el aumento del fondo de bienes de capital acumulados. Bajo la economía de giro uniforme no hay ahorro y acumulación de adicionales bienes de capital, ni tampoco consumo de los bienes de capital existentes. Ambos fenómenos vendrían a variar las circunstancias del planteamiento, lo cual perturbaría el giro uniforme típico de esa construcción imaginaria. Ahora bien, la magnitud del ahorro y acumulación de capital realizada en el pasado —es decir, durante el periodo anterior al establecimiento de la economía de giro uniforme— se correspondía con la cuantía del tipo de interés. Si —imperante ya la economía de giro uniforme— los poseedores de los bienes de capital dejaran de percibir interés, se alterarían las normas que venían regulando la distribución de los existentes bienes de capital entre futuras necesidades diversamente alejadas del momento presente. Esa nueva situación exigiría una nueva redistribución. Tampoco en la economía de giro uniforme desaparece la diferencia en la valoración de las satisfacciones disfrutadas en futuros más o menos distantes. También en este imaginario modelo la gente atribuye más valor a una manzana disponible hoy que a una manzana disponible dentro de diez o de cien años. Si el capitalista no percibe interés, la equivalencia entre satisfacer necesidades en momentos futuros diferentemente alejados del presente quedaría alterada. El que un capitalista mantenga acumulada una cifra de 100 000 dólares se halla condicionado por la circunstancia de que 100 000 dólares actuales equivalen a 105 000 mil dólares disponibles dentro de doce meses. Esos 5000 dólares tienen para el capitalista mayor valor que las ventajas a derivar del inmediato consumo de una parte de esta suma. Si se suprime el pago de intereses, se provoca el consumo del capital.
Éste es el fallo fundamental del sistema estático tal como lo describe Schumpeter. No basta con suponer que el equipo de capital de ese sistema ha sido acumulado en el pasado, que actualmente es utilizable en la medida de su previa acumulación y que se mantiene inalterado en toda su cuantía. Es necesario, además, indicar qué fuerzas son las que mantienen su permanencia. Si eliminamos al capitalista que recibe intereses, provocamos la aparición del capitalista que consume capital. No hay entonces motivo alguno que pueda inducir al poseedor de bienes de capital a no consumirlos inmediatamente. Con arreglo a las bases implícitas en la construcción imaginaria de condiciones estáticas (la economía de giro uniforme) no hay por qué acumular reservas para cuando vengan tiempos peores. Pero, aun cuando —con manifiesta incoherencia lógica— admitiéramos que una parte de los bienes se destinara a la constitución de tales reservas, quedando consecuentemente detraída del inmediato consumo, por fuerza habremos de concluir que se consumirá capital en aquella medida en que el ahorro capitalista supere al ahorro común[4].
Si no hubiera interés originario, los bienes de capital jamás serían dedicados al consumo inmediato y, consecuentemente, el capital nunca disminuiría. Al contrario, en esas condiciones no habría consumo, sino exclusivamente ahorro, acumulación de capital e inversión. Lo que provocaría reducción del capital no sería la imposible desaparición del interés originario, sino la abolición del pago de interés a los capitalistas. Consumirían éstos sus bienes de capital y su capital precisamente porque hay interés originario y se prefiere atender necesidades presentes a otras futuras.
De ahí la imposibilidad de abolir el interés mediante instituciones, leyes o manipulaciones bancarias. Quien desee «suprimir» el interés habrá primero de convencer a la gente para que no valore en menos una manzana disponible dentro de cien años que la que hoy pueden tener a su disposición. Lo único que se puede abolir mediante leyes y decretos es el derecho del capitalista a cobrar interés. Pero tales disposiciones provocarían el consumo de capital y rápidamente reconducirían a la gente a su originaria y natural pobreza.
En el ahorro común, así como en el ahorro capitalista practicado por sujetos económicos aislados, el distinto valor otorgado a satisfacer más pronto una necesidad o a atenderla más tarde queda reflejado en la proporción en que la gente prefiere proveer antes al futuro más próximo que al más distante. En la economía de mercado —siempre que se den las circunstancias propias de la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme— el tipo del interés originario es igual a la razón existente entre una determinada suma de dinero hoy disponible y otra suma futura considerada equivalente a la primera.
El tipo del interés originario orienta las actividades inversoras de los empresarios. Determina el periodo de espera y el periodo de producción en cada rama industrial.
La gente a menudo se pregunta qué tipos de interés —los «elevados» o los «reducidos»— estimulan más el ahorro y la acumulación de capital. El interrogante carece de sentido. Cuanto menor sea el descuento atribuido a los bienes futuros, menor será el tipo del interés originario. La gente no ahorra más porque se eleve el tipo del interés originario ni éste desciende por el aumento del ahorro. Las variaciones registradas por los tipos originarios de interés, así como los cambios en la cuantía del ahorro —invariadas las restantes circunstancias, en especial los factores institucionales—, son dos caras de un mismo fenómeno. La desaparición del interés originario implicaría la desaparición del consumo. Un incremento verdaderamente inmoderado del interés originario provocaría la abolición del ahorro y de toda previsión del futuro.
La cuantía de los bienes de capital disponibles para nada influye ni en el tipo del interés originario ni en la suma del ahorro ulterior. Incluso las más amplias existencias de capital no tienen por qué implicar necesariamente ni una baja en el tipo de interés ni una disminución de la tendencia al ahorro. Esa mayor cuantía del capital acumulado y de la cuota de capital invertido por individuo, que es nota característica de las naciones económicamente más avanzadas, no desata forzosamente una tendencia a la baja del interés originario ni induce a la gente a reducir su ahorro. Son muchas las personas que, en estos asuntos, se confunden al comparar meramente los tipos de interés tal como aparecen en el mercado de capitales. Estos tipos brutos no reflejan exclusivamente la cuantía del interés originario, sino que contienen, como veremos más adelante, otros elementos cuya concurrencia aclara por qué los intereses brutos suelen ser, por lo general, más elevados en las naciones pobres que en las ricas.
Suele decirse que —en igualdad de circunstancias— cuanto mejor suministrados estén los individuos para el futuro inmediato, mejor proveerán a las necesidades del futuro más alejado. En consecuencia, se afirma, la cuantía total del ahorro practicado y del capital acumulado en el ámbito de una economía depende de que los individuos se hallen distribuidos en grupos de ingresos diversos. Según esta tesis, en una sociedad con gran igualdad económica habrá siempre menos actividad ahorradora que en una sociedad con mayor desigualdad. La observación contiene una brizna de verdad. Sin embargo, estas afirmaciones se refieren a hechos psicológicos y, por tal razón, carecen de la necesaria y universal validez de las conclusiones praxeológicas. Es más, entre esas otras circunstancias que se suponen invariadas, se encuentran las valoraciones de múltiples personas, es decir, sus subjetivos juicios de valor formulados al ponderar los pros y los contras de proceder al consumo inmediato o a la posposición del mismo. Habrá muchos individuos que reaccionarán tal como presumen las afirmaciones mencionadas; pero también habrá otros que actuarán de modo distinto. El labriego francés —por lo general, de moderados medios— fue comúnmente considerado durante el siglo XIX persona mezquina y avarienta en sus gastos; los ricos aristócratas, así como los herederos de las grandes fortunas de origen comercial e industrial, se caracterizaron, en cambio, por su vida dispendiosa.
Así pues, no se puede formular ningún teorema praxeológico que relacione la cantidad total de capital existente en la nación o poseído individualmente por la gente, de un lado, con la cuantía del ahorro o del capital consumido y el nivel del tipo de interés, de otro. La asignación de medios siempre escasos a la provisión de épocas futuras diversamente alejadas está regida por juicios de valor y, de manera indirecta, por todos aquellos factores que integran la individualidad del sujeto actuante.
Hasta ahora hemos abordado el estudio del interés originario suponiendo que las operaciones mercantiles se efectúan mediante dinero neutro (neutral money); que el ahorro, la acumulación de capital y la fijación de los tipos de interés se practica libremente, sin obstáculos de orden institucional; y que todo el proceso económico se desenvuelve dentro del marco de una economía de giro uniforme. En el capítulo siguiente eliminaremos los dos primeros presupuestos. Ahora nos ocuparemos del interés originario en una economía cambiante.
Quien pretenda atender futuras necesidades deberá prever con acierto en qué consistirán éstas el día de mañana. Si el interesado yerra en tal previsión, sus verdaderas necesidades futuras o no serán atendidas o lo serán sólo imperfectamente. No existe un ahorro, como si dijéramos, abstracto, aplicable a toda clase de necesidades, inmune a los cambios de circunstancias y valoraciones. De ahí que en una economía cambiante el interés originario jamás puede aparecer en forma pura y sin mezcla alguna. Sólo en el marco de la economía de giro uniforme el interés originario cierra su ciclo por el simple transcurso del tiempo; por el decurso del mismo y a medida que progresa el proceso de producción, se va añadiendo cada vez más valor a los factores complementarios de producción: al concluir el proceso, el paso del tiempo ha hecho que quede incluido en el precio la totalidad de la cuota correspondiente al interés originario. En la economía cambiante, por el contrario, durante el periodo de producción tienen lugar al mismo tiempo otras variaciones en las evaluaciones. Hay bienes que se estiman más que antes; otros, en cambio, menos. Tales alteraciones constituyen la base de las ganancias y las pérdidas empresariales. Sólo aquellos empresarios que supieron prever acertadamente la futura situación del mercado consiguen, al vender sus productos, cosechar un excedente de ingresos sobre los costes de producción (en los que se comprende el interés originario neto). El empresario que erró en la anticipación del futuro logrará, en el mejor de los casos, vender sus mercancías a precios que no cubren la totalidad de sus gastos más el interés del capital invertido.
El interés no es un precio, como tampoco lo son la pérdida ni la ganancia empresarial; se trata de magnitudes que pueden ser separadas, mediante el oportuno cálculo, del precio total alcanzado por los productos, siempre y cuando la operación haya sido lucrativa. La diferencia entre el precio de venta de la mercancía y la suma de los costes (excluido el interés del capital invertido) ocasionados por su producción es lo que los economistas clásicos ingleses denominaban beneficio[5]. La economía moderna, en cambio, ve en dicha magnitud un conjunto formado por diferentes conceptos catalácticos. En ese excedente de ingresos sobre gastos, denominado beneficio por los economistas clásicos, se comprende el valor del trabajo con que el propio empresario ha contribuido al proceso productivo, el interés del capital invertido y, finalmente, el beneficio empresarial en sentido propio. Si los rendimientos de las ventas no llegan a producir este excedente de ingresos, el empresario no sólo se ve privado de beneficio propiamente dicho, sino también de la retribución que el mercado hubiera otorgado a su trabajo personal, así como de los intereses del capital que dedicó a la empresa.
El distinguir entre los beneficios brutos (en el sentido que los clásicos los entendían), salario propio, interés y beneficio empresarial no es un simple capricho de la investigación económica. Tal distinción tomó cuerpo en la práctica mercantil al perfeccionarse los sistemas de contabilidad y cálculo, con plena independencia de los estudios de los economistas. El hombre de negocios perspicaz no concede virtualidad práctica alguna al confuso y enmarañado concepto de beneficio defendido por los clásicos. Entre los costes de producción sabe que debe incluir el potencial precio de mercado de su trabajo personal, los intereses efectivamente pagados en razón a créditos obtenidos y, asimismo, los eventuales intereses que, de acuerdo con las condiciones del mercado, podía haber devengado si hubiera prestado a terceras personas el capital propio invertido en el negocio. Sólo si los ingresos superan la cuantía de todos estos costes puede el empresario considerar que ha obtenido auténtico beneficio[6].
Separar el salario empresarial de los demás conceptos incluidos en el concepto de beneficio de los economistas clásicos no presenta especial problema. Más difícil es separar el beneficio empresarial del interés originario. En la economía cambiante, los intereses pactados en las operaciones crediticias constituyen siempre un conglomerado, del cual es preciso deducir el interés originario puro mediante un particular método de cálculo y distribución analítica. Como ya vimos anteriormente, todo crédito, independientemente de las variaciones que el poder adquisitivo del dinero pueda experimentar, es siempre una especulación empresarial que puede ocasionar la pérdida total, o al menos parcial, de la cantidad prestada. El interés efectivamente convenido y pagado comprende, por tanto, interés originario y, además, beneficio empresarial.
Este hecho perturbó durante mucho tiempo todos los intentos de articular una teoría científica del interés. Sólo la formulación de la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme permitió, finalmente, distinguir con precisión el interés originario y la ganancia o pérdida empresarial.
El interés originario es fruto de valoraciones que continuamente fluctúan y cambian. Con dichas variaciones también aquél cambia y fluctúa. El que, por lo general, el interés se compute anualmente no pasa de ser un mero uso comercial adoptado por razones prácticas. Esta costumbre no influye en la cuantía del interés que el mercado determina.
Las actuaciones empresariales desatan una tendencia a la implantación de un tipo uniforme de interés originario en toda la economía. Tan pronto como determinado sector del mercado registra un margen entre los precios de los bienes presentes y los de los bienes futuros distinto del que prevalece en otros sectores, se pone en marcha un movimiento tendente a la supresión de tal diferencia por la propensión de los hombres de negocios a operar sólo allí donde dicho margen es más elevado, rehuyendo los lugares donde es menor. En la economía de giro uniforme, todos los sectores del mercado registran un mismo tipo final de interés originario.
La gente, al formular las valoraciones que provocan la aparición del interés originario, prefiere satisfacer las necesidades en un futuro más próximo a satisfacerlas en un futuro más lejano. Carece de justificación suponer que ese descuento de la satisfacción perviva con respecto a todo futuro de modo permanente y uniforme. Ello significaría estimar de magnitud infinita el periodo aprovisionado. Pero el que la gente se distinga por lo que respecta a la provisión de las futuras necesidades y que hasta el más providente individuo se despreocupe de situaciones posteriores a un cierto momento futuro nos impide afirmar la dimensión infinita del periodo aprovisionado.
No deben confundirnos los usos del mercado crediticio. Suele concertarse un tipo uniforme de interés por toda la duración del préstamo[7], e igualmente aplicar un tipo invariable en los cómputos de interés compuesto. Pero la efectiva determinación de los tipos de interés nada tiene que ver con estos u otros arbitrios aritméticos adoptados en las liquidaciones. Si se conviene la invariabilidad del interés durante un cierto periodo, las variaciones del mismo que el mercado pueda registrar se reflejan en los cambios del precio pagado por la cantidad prestada, suponiendo que se haya estipulado la invariabilidad del principal que debe restituirse al finalizar el préstamo. No varía el resultado final por el hecho de operar con interés invariable y precios mudables por lo que al principal se refiere, con tipos de interés cambiantes y principal fijo, o con interés y principal ambos variables.
Las condiciones de los préstamos no son, desde luego, ajenas a la duración de los mismos. Los créditos se valoran diferentemente, resultando distinto su coste según sea su duración; y ello no sólo porque los elementos que entran en el tipo de interés del mercado y que le apartan del tipo de interés originario se ven afectados por la duración del préstamo, sino también porque se producen acontecimientos que hacen variar al propio interés originario.