CAPÍTULO XVIII

LA ACCIÓN Y EL TRANSCURSO DEL TIEMPO

1. LA PERSPECTIVA EN LA VALORACIÓN DE LOS PERIODOS TEMPORALES

El hombre que actúa distingue el tiempo anterior a la satisfacción de una necesidad y el tiempo durante el cual la necesidad queda satisfecha.

La acción aspira siempre a suprimir un futuro malestar, que bien puede referirse al instante inmediatamente siguiente. Entre el momento en que la acción se inicia y aquél en que se alcanza el fin deseado hay un cierto lapso de tiempo que viene a ser como el periodo de maduración; la semilla sembrada por la acción, finalmente, fructifica. La agricultura nos brinda, en este sentido, claros ejemplos. Entre el laboreo de la tierra y la madurez del fruto transcurre un considerable lapso temporal. El mejoramiento de la calidad del vino a lo largo del tiempo es otro ejemplo. Hay casos, sin embargo, en los que ese periodo de maduración es tan corto que podemos decir que el fruto se obtiene instantáneamente.

En tanto la acción se sirve del trabajo, se ve afectada por el tiempo laboral. La ejecución de toda obra absorbe un tiempo. En algunos casos, como decíamos, ese lapso temporal es tan breve que puede decirse que la ejecución no requiere tiempo alguno.

Sólo en raras ocasiones basta una simple, indivisible y única actuación para conseguir el objetivo deseado. Por lo general, el actor debe dar más de un paso hasta alcanzar la meta ambicionada. Se va acercando gradualmente a la misma. Cada uno de estos pasos, agregados a los ya anteriormente dados, vuelve a plantear al interesado la disyuntiva entre si le conviene o no seguir marchando hacia el objetivo que en su día se fijara. Muchas veces, el fin perseguido se halla tan alejado que sólo una dedicación invariable permite su consecución. Para alcanzar estas metas se requiere un actuar constante, siempre orientado hacia el objetivo deseado. A la total inversión temporal requerida, es decir, el tiempo exigido por el trabajo más el necesario de maduración, podemos calificarla de periodo de producción. Ese periodo de producción unas veces es dilatado y otras muy breve. Y puede incluso ser tan corto que en la práctica pueda despreciarse.

El incremento en la satisfacción que produce la consecución del fin deseado está temporalmente limitado. El fruto cosechado sólo proporciona servicios durante un cierto periodo que podemos llamar periodo de duración de la utilidad. En determinados bienes, la duración de la utilidad es menor, mientras resulta mayor en otros, a los cuales comúnmente denominamos bienes duraderos. Por eso, el hombre, al actuar, debe valorar el periodo de producción y también el de duración de la utilidad del producto. Al examinar los inconvenientes de un determinado proyecto, debe sopesar no sólo la cantidad de trabajo y de factores materiales a invertir, sino además la magnitud del periodo de producción. Y, al analizar las ventajas del mismo, habrá de considerar la duración de la utilidad del producto en cuestión. Desde luego, cuanto más duradero sea un bien, mayor será la cantidad de servicios que puede proporcionar. Pero si estos servicios no pueden disfrutarse cumulativamente en un mismo momento sino que se extienden por partes a lo largo de un cierto periodo de tiempo, el factor temporal, como veremos, desempeña un papel especial en la valoración de los mismos. No es lo mismo disfrutar en cierto instante de n unidades de una cosa específica que aprovechar las mismas a lo largo de un periodo de n días, disponiendo sólo de una de ellas cada jornada.

Conviene notar que el periodo de producción, así como el de duración de la utilidad, son categorías de la acción humana y no meros conceptos elaborados por filósofos, economistas o historiadores a modo de instrumentos mentales para interpretar mejor los acontecimientos. Son elementos esenciales presentes en todo razonamiento que preceda u oriente el actuar del hombre. Conviene resaltar este hecho, ya que Böhm-Bawerk, a quien la economía debe el descubrimiento del papel que desempeña el periodo de producción, no comprendió esa diferencia.

El hombre que actúa no contempla su propia condición con los ojos de un historiador. No le interesa cómo se originó la presente situación.

Lo único que quiere es emplear del mejor modo posible los medios de que hoy dispone para suprimir en el mayor grado posible un futuro malestar. El pasado no le importa. Tiene a su disposición determinados factores materiales de producción. Se desentiende de si dichos factores son regalo de la naturaleza o, por el contrario, fruto de procesos productivos realizados en el pasado. No tiene importancia para él saber qué cuantía de factores naturales, es decir, de trabajo y de factores materiales originarios, fue preciso invertir para su obtención y cuánto tiempo absorbieron estos procesos de producción. Valora los medios disponibles en razón exclusivamente de los servicios que entiende podrán proporcionarle en el futuro. El periodo de producción y la perdurabilidad de la utilidad son para él categorías en la planificación de su acción futura, no conceptos de retrospección académica o investigación histórica. Desempeñan un papel en la medida en que el actor debe optar entre periodos de producción de diferente longitud y entre producir bienes de mayor o de menor perdurabilidad.

La acción no se interesa por el futuro en general, sino siempre por una definida y limitada porción del mismo. Ese fragmento está limitado, por un lado, por el instante en que la acción se inicia; cuál será el otro límite temporal, depende de la decisión y elección adoptada por el actor. Hay gente que sólo se preocupa por el instante inmediato. Pero también hay quienes extienden su solícito desvelo hasta abarcar épocas más allá de su propia vida. Esa fracción del futuro a la que el actor, en una determinada acción, desea atender en cierto modo y en cierta medida podemos denominarla periodo de provisión. Al igual que el hombre, al actuar, opta entre atender en cierta época futura unas y no otras necesidades, también decide entre atender más pronto o más tarde específicas apetencias propias. Toda elección implica también elegir un periodo de provisión. También determina implícitamente el periodo de provisión al decidir cómo emplear los distintos medios disponibles para superar una insatisfacción. En la economía de mercado, la demanda de los consumidores determina igualmente la extensión de ese periodo.

Existen varios métodos para dilatar el periodo de provisión:

1. La acumulación de mayores provisiones de bienes destinados al futuro consumo.

2. La producción de bienes más duraderos.

3. La producción de bienes que requieran un periodo de producción más dilatado.

4. La elección de métodos de producción que empleen más tiempo para la producción de unos bienes que igualmente podrían producirse en un lapso de tiempo más corto.

Los dos primeros métodos no exigen mayor comentario. El tercero y el cuarto, en cambio, merecen un examen más detenido.

En el mundo de la vida y de la acción humana es indudable que los procesos de producción más cortos no bastan por sí solos para suprimir todo el malestar. Aunque produzcamos todos los bienes que esos procesos de mayor brevedad puedan proporcionar, subsisten necesidades todavía insatisfechas, de tal suerte que pervive el incentivo a una ulterior actuación. Comoquiera que el hombre, al actuar, prefiere siempre aquellos procesos que, en igualdad de circunstancias, permiten disponer de los bienes deseados en el más corto espacio de tiempo posible[1], esas ulteriores actuaciones que después son puestas en marcha forzosamente han de ser de aquéllas que precisan consumir más tiempo. Es claro que se adoptan los procesos que exigen mayor inversión temporal porque la satisfacción que proporcionan se valora más que el inconveniente de tener que esperar para obtener dicho fruto. Böhm-Bawerk habla de la superior productividad de los medios indirectos de producción (roundabout ways of production) que exigen un mayor consumo de tiempo. Más exacto sería destacar simplemente la mayor productividad material de los procesos productivos que exigen más tiempo. Porque esa mayor productividad no consiste siempre en que con esos procesos se obtenga —con una misma inversión de factores de producción— superior cantidad de productos. La mayor productividad consiste más frecuentemente en que los procesos en cuestión permiten lograr bienes que no podían conseguirse en periodos de producción más cortos. En tales casos, no podemos calificar a esos procesos de procesos indirectos, sino que son precisamente la vía más corta y rápida hacia la meta deseada. Para incrementar las capturas pesqueras, no tenemos más remedio que abandonar la caña y recurrir al uso de redes y embarcaciones. Para producir aspirina, no hay ningún otro sistema ni mejor ni más corto ni más barato que el adoptado por los laboratorios farmacéuticos. Dejando a un lado el error o la posible ignorancia, es indudable que el método efectivamente seguido es siempre el más rápido y el de mayor productividad. Porque si tales sistemas no fueran comúnmente estimados como los más apropiados, es decir, como los que mejor permiten alcanzar el fin deseado, es claro que no los adoptaría la gente.

La ampliación del periodo de provisión mediante la mera acumulación de bienes de consumo responde al deseo de proveer por adelantado para un periodo de tiempo más largo. Lo mismo hacemos cuando producimos bienes cuya durabilidad es mayor en proporción al mayor empleo de los factores de producción que es preciso invertir[2]. Pero si pretendemos alcanzar metas temporalmente aún más lejanas, resulta obligado alargar el periodo de producción. El objetivo no puede alcanzarse en un periodo de producción más breve.

Posponer un acto de consumo significa que el individuo prefiere la satisfacción que el futuro consumo le proporcionará a la satisfacción que le proporciona el consumo inmediato. Optar por un periodo de producción más largo significa que el actor valora el producto del proceso que sólo más tarde fructificará en más que el proporcionado por otro método que consuma menor tiempo. En tales deliberaciones y en las elecciones resultantes el periodo de producción se nos presenta como un tiempo de espera. La gran contribución de Jevons y Böhm-Bawerk consistió en poner de relieve el papel que ese tiempo de espera desempeña.

Si el hombre, al actuar, no valorara la magnitud del periodo de espera, jamás desdeñaría meta alguna simplemente por estar demasiado alejada en el orden temporal. Ante la alternativa de optar entre dos sistemas de producción que, con una misma inversión, proporcionaran resultados distintos, se inclinaría siempre por aquél que produjera una cantidad mayor o una calidad mejor, aunque ello exigiera alargar el periodo de producción. Se estimaría interesante cualquier incremento de la inversión siempre y cuando representara un aumento más que proporcional en la durabilidad del bien en cuestión. Pero precisamente porque la gente, según vemos, jamás procede así, resulta evidente que para el hombre no tienen el mismo valor periodos igualmente dilatados de satisfacción, pero diferentemente alejados del momento en que el actor toma su decisión. En igualdad de circunstancias, satisfacer más pronto una necesidad se prefiere a satisfacerla más tarde; esperar es un coste.

Este hecho se hallaba ya implícito en la afirmación con que abríamos el presente capítulo según la cual el hombre distingue el tiempo anterior a la satisfacción de una necesidad y el tiempo durante el cual la necesidad queda satisfecha. Si es cierto que el elemento temporal desempeña un papel en la vida del hombre, no hay duda de que jamás podrá éste valorar igualmente periodos de satisfacción más próximos y más alejados aunque sean de igual duración. La igualdad de valoración significaría que a la gente no le importa alcanzar el fruto apetecido más pronto o más tarde. Ello equivaldría a una eliminación total del elemento temporal en el proceso de valoración.

El que los bienes de mayor durabilidad sean más estimados que aquellos otros cuya durabilidad es menor no implica por sí solo una consideración del tiempo. La techumbre que protege el edificio contra las inclemencias del tiempo durante diez años tiene mayor valor que la que sólo rinde el mismo servicio durante cinco años. La cuantía del servicio prestado es diferente en uno y otro caso. Pero la cuestión que aquí se nos plantea es si el actor, al optar, concede el mismo valor a un bien determinado cuando pueda disfrutarlo enseguida o cuando, por el contrario, se ve forzado a demorar su disfrute.

2. LA PREFERENCIA TEMPORAL COMO REQUISITO ESENCIAL DE LA ACCIÓN

La respuesta a esta cuestión es que el hombre no valora los diferentes periodos de satisfacción exclusivamente por su respectiva magnitud. Su elección para suprimir un futuro malestar se basa en las categorías del más pronto y del más tarde. No contemplamos el tiempo como una sustancia homogénea cuya mayor o menor extensión sea el único factor importante. No es simplemente un más o un menos dimensional, sino que es un fluir irreversible cuyas porciones son diferentes según se hallen más cerca o más lejos del momento en que se efectúa la valoración y se adopta la decisión. La satisfacción de una necesidad en el futuro más próximo —permaneciendo iguales las demás circunstancia— se prefiere a la que puede obtenerse en un futuro más distante. Los bienes presentes tienen para él mayor valor que los bienes futuros.

La preferencia temporal es una categoría de la acción humana. No es concebible ningún tipo de acción en que la satisfacción más próxima no sea preferida —invariadas las restantes circunstancias— a la satisfacción más lejana. El propio acto de satisfacer un deseo implica que la gratificación presente se prefiere a la satisfacción ulterior. Quien hoy consume cierto bien (no perecedero), en vez de posponer tal consumo hasta un posterior e indefinido momento, proclama bien alto que valora en más la satisfacción presente que la futura. Si el interesado no prefiriera la satisfacción temporalmente más cercana a la más lejana, jamás llegaría a consumir, dejando perennemente insatisfechas sus necesidades. No haría más que acumular bienes que luego nunca llegaría a consumir ni a disfrutar. No consumiría hoy, desde luego, pero tampoco consumiría mañana, ya que ese mañana volvería a enfrentarle con la posibilidad de aplazar una vez más el disfrute.

La preferencia temporal condiciona no sólo el primer paso, sino también toda ulterior aproximación hacia la satisfacción de necesidades. En cuanto queda atendida la necesidad a, que en nuestra escala valorativa ocupa el lugar 1, es preciso optar entre atender la necesidad b, que ocupa el lugar 2, o la necesidad futura c, a la que —en ausencia de la preferencia temporal— se le habría asignado el lugar 1. Si se prefiere b a c, la elección evidentemente implica una preferencia temporal. La consciente satisfacción de necesidades por fuerza tiene que guiarse por una preferencia de la más próxima en el tiempo frente a la más alejada. Las condiciones en que se desenvuelve el hombre moderno del mundo capitalista son muy distintas de aquéllas en que sus primitivos antepasados tenían que vivir y obrar. Gracias a la cuidadosa previsión de nuestros mayores, estamos hoy ampliamente abastecidos de productos intermedios (bienes de capital o factores de producción producidos), así como de bienes de consumo. Nuestras actividades apuntan a aprovisionar periodos más alejados por cuanto somos los afortunados herederos de un pasado que, poco a poco, fue ampliando los periodos de provisión, legándonos los medios necesarios para poder dilatar el periodo de espera. Al actuar nos interesamos por periodos cada vez más largos, confiando que podremos atender nuestras necesidades durante todo el periodo de producción. Contamos con un ininterrumpido suministro de bienes de consumo; disponemos no sólo de un stock de mercancías dispuestas para el consumo, sino además de factores de producción con los cuales nuestro incansable esfuerzo genera continuamente nuevos bienes de consumo. El observador superficial piensa que, al disponer de esa creciente «corriente de renta», no valoramos ya de modo diferente los bienes presentes y los futuros. Afirma que sincronizamos las satisfacciones de tal suerte que el elemento temporal carece de importancia. Por lo tanto, continúa, no tiene sentido referirse a la preferencia temporal en la interpretación de este nuestro mundo actual.

El error básico de esta extendida opinión proviene, como tantos otros errores, de una torpe interpretación de la construcción imaginaria de una economía en giro uniforme. Dentro de esta construcción no existe el cambio; los acontecimientos se suceden invariablemente los unos a los otros. Por lo que en la economía de giro uniforme no se puede variar la distribución de los distintos bienes atendiendo las necesidades de periodos futuros más próximos o más remotos. Nadie desea cambiar nada, pues —por definición— la distribución existente es la que mejor permite atender las necesidades, hallándose todos convencidos de que no hay ninguna otra más satisfactoria. Nadie prefiere adelantar su consumo reduciendo el de un futuro más remoto, o viceversa, pues la manera en que ahora tiene distribuidas las cosas le satisface al sujeto más que cualquier otro imaginable o factible.

La distinción praxeológica entre capital y renta es una categoría lógica basada en el diferente valor que tiene el satisfacer necesidades en periodos distintos del futuro. En la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme se supone que la renta se consume en su totalidad (aunque no más que la renta), de tal suerte que el capital permanece invariable. Se logra así distribuir equilibradamente los diferentes bienes entre la satisfacción de las necesidades correspondientes a periodos distintos del futuro. Podemos describir esta situación diciendo que nadie desea consumir hoy la renta de mañana. Precisamente formulamos la construcción imaginaria de la economía de giro uniforme de tal suerte que en ella se cumpla esa condición. Pero, con la misma apodíctica certeza, podemos afirmar que en una economía de giro uniforme nadie desea disfrutar de ningún bien en cantidad superior a aquélla de que dispone en el momento. En una economía de giro uniforme resultan ciertas estas afirmaciones precisamente porque se hallan implícitas en la propia definición de semejante construcción imaginaria. Pero carecen totalmente de sentido si se aplican a una economía en la que hay cambio, que es la única que realmente existe. Tan pronto como se produce un cambio en los datos, los individuos se hallan ante la necesidad de optar entre varios modos de satisfacer las necesidades en el mismo periodo y en periodos diferentes. Todo nuevo bien disponible puede ser consumido en el momento o invertido en futura producción. Sea dedicado a uno u otro fin, es evidente que la opción siempre será fruto de sopesar las respectivas ventajas que se espera obtener de atender las necesidades de unas u otras épocas del futuro. En el mundo de la realidad, nos vemos obligados a elegir entre satisfacer necesidades de unos u otros periodos temporales. Hay quienes consumen cuanto ganan, otros que incluso consumen el capital acumulado; sin que falten personas que ahorran parte de sus rentas aumentando la cifra del propio capital.

Aquéllos que dudan de la universal vigencia de la preferencia temporal jamás pueden explicar por qué la persona que dispone de cien dólares no los invierte, siendo así que tal suma, dentro de un año, se transformará en ciento cuatro dólares. Es evidente que el interesado, cuando consume esa cantidad, se guía por un juicio valorativo por el cual prefiere cien dólares hoy que ciento cuatro dólares dentro de un año. Y, aun en el caso de que prefiera invertir esos cien dólares, ello no implica que valore más la satisfacción posterior que la presente. Al contrario, de ese modo patentiza que da menos valor a poseer hoy cien dólares que a los ciento cuatro dólares de que dispondrá dentro de un año. Cada centavo gastado hoy, precisamente en una economía capitalista cuyas instituciones permiten invertir hasta las menores sumas, demuestra que la satisfacción presente vale más que la satisfacción futura.

El teorema de la preferencia temporal puede demostrarse por una doble vía. En primer lugar, conviene examinar el caso del simple ahorro en el que la gente tiene que optar entre consumir al presente una cierta cantidad de bienes o consumirlos más tarde. En segundo lugar, tenemos el caso del ahorro capitalista en el que el interesado opta entre el consumo inmediato de una cierta cantidad de bienes y el posterior consumo de una cantidad mayor de los mismos bienes u otros que —independientemente de la diferencia temporal— valen más. En ambos casos, la demostración es convincente. Ningún otro supuesto es pensable.

Se puede justificar psicológicamente el fenómeno de la preferencia temporal. Tanto la impaciencia como el malestar que la espera provoca son ciertamente fenómenos psicológicos. Podemos explicarlos por la limitación temporal de la vida humana, el nacimiento de la persona, su crecimiento, madurez e inevitable decadencia y muerte. Cada cosa tiene, a lo largo de la vida del hombre, su momento oportuno y también su demasiado pronto y su demasiado tarde. Sin embargo, el problema praxeológico no guarda ninguna relación con estas cuestiones psicológicas.

No se trata simplemente de comprender; es preciso, además, concebir. Debemos concebir que quien no prefiriera la satisfacción más próxima a la más remota jamás llegará a consumir ni a disfrutar.

El problema praxeológico, por otra parte, tampoco debe ser confundido con el fisiológico. Quien quiera sobrevivir habrá, ante todo, de preocuparse de conservar la vida en el momento presente. De ahí que mantener la vida y dejar cubiertas las actuales necesidades vitales son presupuestos insoslayables para llegar a satisfacer necesidades futuras. Ello nos hace ver por qué cuando, en el más estricto sentido de la palabra, se trata meramente de sobrevivir, el interesado prefiera satisfacer las necesidades más inmediatas antes que las que sólo más tarde se presentarán. Ahora bien, lo que interesa es la acción como tal, no las motivaciones que la provocan. Por la misma razón que la economía no se ocupa de las causas que inducen al hombre a ingerir albúmina, hidratos de carbono o grasas, debemos desentendernos de por qué las necesidades vitales son imperativas y su satisfacción no admite demora alguna. Nos limitamos a constatar que el consumo y disfrute de algo suponen preferir la satisfacción presente a la ulterior. El conocimiento que esta percepción nos proporciona es un conocimiento que desborda el ámbito de las explicaciones fisiológicas que se nos puedan dar. Y es válido para cualquier satisfacción de necesidades, no sólo para las necesidades vitales de la mera supervivencia.

Convenía llamar la atención sobre este punto, pues la expresión utilizada por Böhm-Bawerk al hablar de «acumulación de medios de subsistencia válidos para una subsistencia ulterior» puede fácilmente inducir a error. Estos stocks, entre otros cometidos, tienen el de satisfacer nuestras más elementales necesidades vitales y así permitirnos sobrevivir. Pero es que, fuera de eso, deben ser lo suficientemente amplios como para atender, durante el periodo de espera, todos aquellos otros deseos y apetitos considerados más importantes que los más abundantes frutos materiales producidos por los procesos que exigen una mayor inversión temporal.

Aseguraba Böhm-Bawerk que sólo es posible una ampliación del periodo de producción si «se dispone de bienes actuales en cantidad suficiente para salvar ese ampliado periodo comprendido entre la iniciación del trabajo y la recolección de su fruto»[3]. La expresión «cantidad suficiente» necesita aclaración. No significa una cantidad suficiente para el mero mantenimiento. La cantidad en cuestión debe ser suficientemente amplia para satisfacer, durante el periodo de espera, todas aquellas necesidades cuya satisfacción sea preferible a los beneficios que una dilatación aún mayor del periodo de producción proporcionaría. Si la cuantía de ese acopio es inferior, resultará más ventajoso reducir el periodo de producción; la mayor cantidad o mejor calidad de los productos que pueden obtenerse gracias a la ampliación del periodo de producción no compensa las restricciones impuestas por tan dilatado periodo de espera. El que esa cantidad sea o no suficiente no depende de circunstancias fisiológicas o de cualquier otro hecho ponderable con arreglo a métodos técnicos o fisiológicos. El hablar, en sentido metafórico, de «salvar» (overbridge) posiblemente induzca a error, pues sugiere la idea de superar un vacío, de tender un puente, cuya obra sí plantea al supuesto constructor un concreto y objetivo problema. La cantidad en cuestión la valora la gente, y sus juicios subjetivos son los que deciden si es suficiente o no.

Incluso en un mundo hipotético en el que la naturaleza proporcionara a todos libremente lo necesario para la supervivencia biológica (en el más estricto sentido de la palabra), donde no escaseara la alimentación, donde la acción humana no hubiera de preocuparse por cubrir las necesidades más elementales, el fenómeno de la preferencia temporal estaría presente como guía de la acción humana[4].

Observaciones sobre la evolución de la teoría de la preferencia temporal

Parecería lógico suponer que el simple hecho de que el interés se gradúe de acuerdo con periodos temporales debería haber orientado la atención de los economistas, preocupados por desarrollar la teoría del interés, al papel que desempeña el factor tiempo. Sin embargo, era ésta una tarea difícil para los economistas clásicos debido a su defectuosa doctrina del valor y sus erróneas ideas sobre los costes.

La ciencia económica debe la teoría de la preferencia temporal a William Stanley Jevons y su elaboración, fundamentalmente, a Eugen von Böhm-Bawerk. Böhm-Bawerk fue el primero que planteó correctamente el problema, el primero que desenmascaró los errores de las teorías de la productividad y el primero que resaltó la importancia del periodo de producción. Sin embargo, no logró superar plenamente todos los obstáculos con que se tropieza al tratar del interés. Su demostración de la validez universal de la preferencia temporal resultaba imperfecta por basarla en consideraciones psicológicas. En efecto, de nada sirve la psicología cuando se trata de determinar la exactitud de teoremas praxeológicos. Podrá, ciertamente, decimos que en determinadas o incluso en muchas ocasiones influyen determinadas consideraciones personales. Pero lo que no puede demostrarnos la psicología es que toda acción humana se halla necesariamente dominada por un determinado elemento categorial que, sin excepción alguna, se halla presente en todo supuesto de acción[5].

El segundo defecto del razonamiento de Böhm-Bawerk es su errónea concepción del periodo de producción. No se percató plenamente de que el periodo de producción es una categoría praxeológica y de que el papel que desempeña en la acción consiste enteramente en la elección que el hombre que actúa realiza entre periodos de producción más largos o más cortos. La amplitud del tiempo empleado en el pasado para la producción de bienes de capital hoy disponibles no cuenta en absoluto. Dichos bienes se valoran exclusivamente por su utilidad para satisfacer futuras necesidades. El «tiempo medio de producción» es una expresión vacía. La acción viene regulada por el hecho de que, al optar entre las diversas formas de suprimir el futuro malestar, resulta obligado tener presente la mayor o menor duración del periodo de espera en cada supuesto.

Por estos dos errores, Böhm-Bawerk, en la elaboración de su teoría, no logró librarse del todo de los errores de los planteamientos basados en la productividad que, por lo demás, él refutó tan brillantemente en su historia crítica de las doctrinas sobre el capital y el interés.

Estas observaciones no pretenden en modo alguno disminuir los imperecederos méritos de las contribuciones de Böhm-Bawerk. Formuló las bases que permitieron a otros economistas —entre ellos especialmente Knut Wicksell, Frank Albert Fetter e Irving Fisher— perfeccionar la teoría de la preferencia temporal.

Suele exponerse la teoría de la preferencia temporal diciendo que el hombre valora en más el bien presente que el futuro. Ante esta expresión, algunos economistas se han visto desorientados por el hecho de que en algunos casos el empleo actual de una cosa vale menos que su uso posterior. El problema que estas aparentes excepciones suscitan se debe tan sólo a una errónea formulación del tema.

Existen goces que no pueden disfrutarse simultáneamente. No es posible, al mismo tiempo, asistir a la representación de Carmen y de Hamlet. Al adquirir la entrada, es preciso decidirse por una u otra. El interesado se ve igualmente forzado a optar, aun cuando le regalen las invitaciones, si es que se trata de la misma sesión. Tal vez ante la entrada que rechace piense: «No me interesa en este momento» o «Si pudiera disponer de ella más tarde…»[6]. Ahora bien, ello no significa que el actor valore los bienes futuros en más que los presentes. Porque la opción no se plantea entre bienes futuros y bienes presentes. Se trata simplemente de decidir entre dos placeres que no pueden disfrutarse al mismo tiempo. Tal es el dilema que toda elección plantea. Dadas las circunstancias concurrentes, tal vez en este momento prefiera Hamlet a Carmen. Sin embargo, el cambio de circunstancias en un cierto futuro puede inducirle a adoptar la decisión contraria.

La segunda aparente excepción nos la brindan los bienes perecederos. Abundan éstos, a veces, en ciertas épocas del año y escasean en otras. Pero la diferencia que existe entre el hielo en invierno y el hielo en verano nada tiene que ver con la distinción entre bienes futuros y bienes presentes. La diferencia entre uno y otro tipo de hielo es la misma que se plantea entre un bien que, aun en el caso de no ser consumido, pierde su específica utilidad y otro bien que exige diferente método de producción. El hielo invernal sólo puede emplearse en el verano si previamente ha sido sometido a un especial proceso de conservación. Con respecto al hielo estival, el invernal, aun en el mejor de los casos, no pasa de ser uno de los factores complementarios que se necesitan para producirlo. No es posible incrementar la cantidad de hielo disponible en verano simplemente restringiendo el consumo durante el invierno. Estamos, en realidad, ante dos mercancías totalmente distintas.

Tampoco el caso del avaro viene a contradecir la universal validez de la preferencia temporal. El avaro, al gastar una mísera parte de sus disponibilidades para seguir malviviendo, prefiere igualmente disfrutar cierta satisfacción en el inmediato futuro a disfrutarla en un futuro más lejano. El caso extremo del avaro que se niega hasta el mínimo alimenticio indispensable representa el agotamiento patológico del impulso vital, como sucede con el sujeto que deja de comer por miedo a los microbios, que prefiere suicidarse antes que afrontar determinado peligro o que no duerme por el temor a los imprecisos riesgos que durante el sueño pueda correr.

3. LOS BIENES DE CAPITAL

Tan pronto quedan atendidas aquellas necesidades actuales cuya satisfacción se considera de valor superior a cualquier acopio para el futuro, la gente comienzan a ahorrar una parte de los bienes de consumo existentes con miras a disfrutarlos más tarde. Tal posposición del consumo permite a la acción humana apuntar hacia objetivos temporalmente más lejanos. Se puede entonces perseguir fines a los cuales antes no se podía aspirar, puesto que su consecución exigía ampliar el periodo de producción. Es posible, ahora, aplicar sistemas cuya productividad por unidad de inversión resulta mayor que la de otros métodos cuyo periodo de producción es más breve. El ahorro, o sea, la existencia de un excedente entre lo producido y lo consumido, es condición sine qua non para cualquier dilatación del periodo de producción. Ahorrar es el primer paso en el camino que conduce hacia todo bienestar material y al mismo hay que recurrir ineludiblemente para cualquier ulterior progreso.

El hombre pospondría el consumo y acumularía reservas de bienes de consumo destinados a futura utilización aun cuando a ello no le impulsara la superioridad técnica de los sistemas productivos de más dilatado periodo de producción. La superior productividad de esos métodos que exigen una mayor inversión temporal refuerza notablemente la tendencia al ahorro. El sacrificio que implica restringir el consumo en el inmediato futuro no sólo queda compensado por el ulterior disfrute de los bienes ahorrados, sino que además permite un suministro más amplio de esos mismos bienes o disponer de otros que, sin ese transitorio sacrificio, no hubiéramos podido tener. Si el hombre, en igualdad de circunstancias, no prefiriera sin excepción consumir más pronto a consumir más tarde, ahorraría siempre y nunca consumiría. El fenómeno de la preferencia temporal es precisamente lo que restringe el ahorro y la inversión.

Cuando la gente desea iniciar procesos productivos de más dilatado periodo de producción, tiene forzosamente que comenzar por acumular mediante el ahorro los bienes de consumo precisos para satisfacer durante el periodo de espera todas aquellas necesidades que considera más importantes que el incremento de bienestar que confían obtener de ese proceso que requiere un mayor consumo de tiempo. La acumulación del capital se inicia al almacenar bienes de consumo destinados a ulterior empleo. Cuando tales excedentes simplemente se acumulan, guardándose para posterior consumo, constituyen tan sólo meras riquezas o, más exactamente, reservas para épocas de carestía o situaciones de emergencia. Son bienes que quedan fuera del mundo de la producción. Se integran —en sentido económico, no en sentido físico— en la actividad productiva sólo cuando son aprovechados por los trabajadores dedicados a esos procesos que exigen un mayor lapso temporal. Así gastados, físicamente, son riquezas consumidas. Desde un punto de vista económico, sin embargo, no puede decirse que hayan desaparecido. Se han transformado, primero, en los productos intermedios del proceso que exige un periodo productivo más dilatado y, luego, en los bienes de consumo que son el fruto final del proceso en cuestión.

Todas estas actividades y operaciones vienen intelectualmente reguladas por los datos que brinda la contabilidad de capital en términos monetarios, la más perfecta manifestación del cálculo económico. Sin el auxilio del cálculo monetario, sería imposible saber si —con independencia del tiempo consumido— determinado sistema era de mayor o menor productividad que otro. Los costes de los diferentes métodos de producción no pueden compararse entre sí sin acudir a expresiones monetarias. La contabilidad de capitales se basa en los precios de mercado de los bienes de capital con que se cuenta para futuras producciones, denominándose capital a la suma formada por tales precios. En dicha contabilidad queda reflejado todo desembolso efectuado con cargo a esa suma, así como el precio de cuantos bienes se obtienen mediante esos desembolsos. Indica, por último, el efecto final irrogado al capital originario por todas esas variaciones, permitiendo conocer, de esta suerte, el éxito o el fracaso de la operación. Y no sólo informa de ese resultado final, pues también ilustra acerca del desarrollo de cada una de las etapas intermedias. Permite formular balances provisionales en cualquier ocasión en que puedan precisarse, así como cuentas de pérdidas y ganancias para cada momento o etapa del proceso. Es, desde luego, la imprescindible brújula que orienta la producción en la economía de mercado.

Porque la producción en la economía de mercado es un continuo e ininterrumpido quehacer subdividido en inmensa variedad de procesos parciales. Están en marcha al mismo tiempo innumerables operaciones, con distintos periodos de producción. Unas y otras se complementan compitiendo permanentemente entre sí por los siempre escasos factores de producción. Continuamente se están formando nuevos capitales o desaparecen los anteriormente acumulados por razón de su consumo. Las funciones productivas se distribuyen entre múltiples e individualizadas industrias, explotaciones agrícolas, talleres y empresas, cada una de las cuales se interesa tan sólo por limitados objetivos. Los productos intermedios o bienes de capital, los producidos factores de ulteriores producciones, pasan sucesivamente de unas manos a otras; van de factoría en factoría hasta que, por último, como bienes de consumo, llegan a poder de quienes efectivamente los consumen y disfrutan. El proceso social de producción no se detiene jamás. Innumerables operaciones se hallan en cada instante a la vez en marcha; unas están más cerca, otras más alejadas de sus respectivas metas.

Cada actuación en este ininterrumpido afán de producir riquezas se basa en el ahorro y el trabajo preparatorio practicados por pasadas generaciones. Somos los afortunados herederos de antepasados cuya actividad ahorrativa produjo esos bienes de capital que ahora explotamos. Seres privilegiados en la era de la electricidad, seguimos, sin embargo, derivando ventajas del originario ahorro acumulado por primitivos pescadores que, al fabricar las primeras redes y embarcaciones, estaban dedicando parte de su tiempo a trabajar para el aprovisionamiento de un futuro más remoto. Si los sucesores de aquellos legendarios pescadores hubieran dilapidado esos productos intermedios —redes y embarcaciones— sin reponerlos con otros nuevos, habrían consumido capital, obligando a recomenzar el proceso ahorrativo de acumulación. Somos más ricos que nuestros antepasados porque disponemos de los bienes de capital que ellos produjeron para nosotros[7].

Al empresario, al hombre que actúa, sólo una cosa le interesa: aprovechar del mejor modo posible los medios de que dispone para atender las futuras necesidades. Ni interpreta ni enjuicia las situaciones con que tropieza. Se limita a ordenar los medios de producción y pondera su respectivo valor. Distingue tres clases de factores de producción: los materiales que la naturaleza proporciona; el humano, o sea, el trabajo; y los de capital, es decir, los factores intermedios producidos con anterioridad. No se preocupa por el origen ni la condición de estos últimos. Para él no son más que medios idóneos en orden a incrementar la productividad del trabajo. Sin ahondar más en el asunto, les atribuye capacidad productiva propia. Para nada le interesa retrotraer esa utilidad que en ellos ve a los factores naturales y al trabajo en ellos invertido con anterioridad. No quiere saber cómo llegaron a ser producidos. Le importan exclusivamente en tanto en cuanto pueden contribuir al éxito de sus esfuerzos.

Este modo de razonar puede excusarse en el hombre de negocios. Pero fue un grave error el que los economistas se contentaran con tan superficial análisis. Se equivocaron al considerar el «capital» como un factor de producción más, similar al trabajo y a los recursos de la naturaleza. Los bienes de capital —los factores de ulteriores producciones producidos en el pasado— no son un factor propio e independiente. Son el fruto de la cooperación de dos factores originarios —naturaleza y trabajo— empleados en el pasado. Carecen de capacidad productiva propia.

Tampoco conviene decir que los bienes de capital son meramente trabajo y factores naturales acumulados, pues en realidad son trabajo, factores naturales y tiempo unidos. La diferencia que existe entre producir con bienes de capital o sin ellos es puramente de orden temporal. Los factores de capital no son más que etapas intermedias en ese camino que se inicia al comenzar la producción y llega a su meta cuando se dispone de los bienes de consumo. Quien produce asistido de bienes de capital disfruta de ventaja con respecto a quien actúa sin tal auxilio. El primero está más cerca que el segundo de la meta ambicionada.

Es falso cuanto se dice de la supuesta productividad de los bienes de capital. La diferencia entre el precio de un bien de capital, por ejemplo una máquina, y la suma de los precios de los complementarios factores originarios de producción invertidos en la misma se debe exclusivamente a una circunstancia temporal. Quien se sirve de la máquina está más próximo que quien no la utiliza del objetivo que la producción persigue. El periodo de producción del primero es más corto que el de su competidor, que parte de la nada. Al comprar la máquina, el sujeto adquiere no sólo los factores originarios de producción necesarios para la construcción de la misma, sino también ese lapso temporal en que queda disminuido su periodo de producción.

El valor del tiempo, es decir, la preferencia temporal o la mayor estima que nos merece el atender más pronto las necesidades, es una circunstancia típica de la acción humana. Determina toda elección y toda acción. No hay quien deje de valorar el más pronto o más tarde. El elemento temporal es un factor que interviene en la formación de los precios de todas las mercancías y servicios.

4. PERIODO DE PRODUCCIÓN, PERIODO DE ESPERA Y PERIODO DE PROVISIÓN

Si quisiéramos calcular la duración del periodo de producción empleado en la fabricación de los diversos bienes hoy existentes, deberíamos retrotraer nuestro análisis a la época en que el hombre comenzó a explotar los factores originarios de producción. Así situados, tendríamos que averiguar cuándo se invirtieron por primera vez recursos naturales y trabajo en procesos que —aparte de contribuir a la producción de otros artículos— coadyuvaron también, de un modo u otro, a la producción del bien actual que nos interesa. La solución de la cuestión planteada exigiría resolver previamente el insoluble problema de la imputación física. Porque sería preciso aclarar y cifrar cuantitativamente la parte que en la obra conjunta corresponde a cada uno de los diversos materiales, herramientas y aportaciones laborales que, directa o indirectamente, intervinieron en la producción. Nuestra investigación nos llevaría al momento en que gentes que hasta entonces habían vivido estrictamente al día comenzaron a acumular capitales. No son meras dificultades de orden práctico las que nos impiden llevar adelante este análisis histórico. La imposibilidad de resolver el problema de la imputación física nos impide por entero la investigación.

Pero ni el hombre que actúa ni tampoco el teórico de la ciencia económica tienen interés alguno en saber cuánto tiempo se invirtió en el pasado en la producción de los bienes hoy existentes. Por otra parte, de nada les servirían dichos datos aunque pudieran conocerlos. El problema con que el hombre, al actuar, se enfrenta consiste en averiguar cómo puede aprovechar mejor los bienes de que efectivamente dispone en la actualidad. Toma sus decisiones con miras a emplear cada una de las partes integrantes de ese fondo en forma tal que sea atendida la más urgente de las necesidades todavía no cubiertas. Para alcanzar ese fin, precisa conocer la duración del periodo de espera que implica la consecución de los diversos objetivos entre los cuales ha de optar. Ningún interés encierra para él, como ya anteriormente se dijo y conviene ahora repetir, la historia de los diversos bienes de capital disponibles. El hombre que actúa calcula invariablemente el periodo de espera y el periodo de producción a partir del hoy en adelante. Por lo mismo que a nada conduciría saber cuánto trabajo y qué cantidad de factores materiales de producción se invirtió en la producción de los bienes actualmente disponibles, ninguna falta hace averiguar el tiempo consumido en la producción de los mismos. Las cosas se valoran, única y exclusivamente, por los servicios que pueden proporcionar para atender futuras necesidades. No interesan ni los sacrificios realizados en el pasado ni el tiempo invertido en su fabricación. Tales datos pertenecen a un pasado ya muerto.

Es necesario observar que todas las categorías económicas están relacionadas con la acción humana y carecen de correlación directa con las propiedades físicas de las cosas. La ciencia económica no trata de mercancías y servicios, sino de acciones humanas y preferencias. El concepto praxeológico del tiempo no coincide con el de la física o la biología. Se refiere exclusivamente a ese más pronto o a ese más tarde que efectivamente influye en los juicios de valor de quien actúa. La distinción entre bienes de capital y bienes de consumo no implica una rígida diferenciación basada en condiciones físicas o psicológicas. Depende de la postura adoptada por los interesados y de las elecciones que hayan efectuado. Cualquier bien puede calificarse unas veces de consumo y otras de capital. Un conjunto de alimentos dispuestos para su inmediata utilización deberá ser considerado como capital por el individuo que va a emplearlo en su propio sustento y en el de sus operarios durante un cierto periodo de producción y espera.

La puesta en marcha de procesos con un más dilatado periodo de producción y, por tanto, superior periodo de espera exige incrementar la cantidad de bienes de capital disponible. Si pretendemos alcanzar objetivos temporalmente más distantes, por fuerza habremos de acogernos a periodos de producción más dilatados; pues no resulta posible alcanzar los fines deseados en menores periodos de producción. Y, en cuanto nos propongamos acudir a sistemas de mayor productividad por unidad de inversión, no tendremos más remedio que ampliar los correspondientes periodos de producción. Pues los métodos de más reducida productividad fueron ya aplicados puramente porque su periodo de producción resultaba menor. Pero esto no quiere decir que toda utilización de los nuevos bienes de capital acumulados, gracias al adicional ahorro ahora disponible, tiene que implicar la puesta en marcha de procesos con periodo de producción —contado desde el día de hoy hasta la disponibilidad del producto— mayor que todos los métodos adoptados hasta el momento. Porque es posible que la gente, al ver ya satisfechas sus más urgentes necesidades, desee ahora bienes que pueden fabricarse en un tiempo comparativamente más corto; y hasta el momento nadie había producido tales bienes, no porque se considerara excesivo su periodo de producción, sino porque los oportunos factores se empleaban en otras producciones estimadas más urgentes.

Si queremos afirmar que todo incremento en la cantidad de bienes de capital existente implica ampliar el periodo de producción y el tiempo de espera, habremos de razonar como sigue. Si a representa los bienes ya anteriormente producidos y b los obtenidos gracias a los nuevos procesos puestos en marcha merced al incremento de bienes de capital, no hay duda de que la gente tendrá que esperar más tiempo para disponer de a y b del que aguardaba cuando se trataba sólo de a. Para producir a y b fue preciso adquirir los bienes de capital exigidos por la producción de a y también los necesarios para fabricar b. Si, en cambio, se hubieran consumido los medios de subsistencia ahorrados para permitir a los trabajadores producir b, no hay duda de que habrían resultado desatendidas determinadas necesidades.

Los economistas contrarios a la llamada Escuela Austriaca suelen presuponer, al abordar el problema del capital, que el método productivo efectivamente adoptado depende exclusivamente del progreso técnico alcanzado. Los economistas «austríacos», por el contrario, demuestran que es la cuantía de bienes de capital disponibles el factor que predetermina el empleo de uno y no otro sistema de producción, entre los múltiples conocidos[8]. Lo acertado de la postura «austriaca» puede demostrarse fácilmente si se analiza el problema de la escasez de capital.

Contemplemos la situación en un país con escasez de capital. Veamos, por ejemplo, el caso de Rumania hacia el año 1860. Lo que allí faltaba, desde luego, no eran conocimientos técnicos. Los progresos realizados en los más avanzados países de Occidente no eran un secreto para nadie. Estaban en innumerables libros y se enseñaban en muchas escuelas. La élite de la juventud rumana había recibido acerca del particular la más amplia información en las facultades de ciencias de Austria, Suiza y Francia. Cientos de especialistas extranjeros estaban dispuestos a aplicar en Rumania sus conocimientos y habilidades. El país precisaba tan sólo de los bienes de capital necesarios para transformar y adaptar a las técnicas occidentales sus atrasados sistemas de producción, de transporte y comunicación. Si la ayuda proporcionada a los rumanos por los progresivos pueblos de Occidente no hubiera consistido más que en enseñanzas técnicas, Rumania habría precisado muchísimos años para alcanzar el nivel de vida occidental. Habría tenido que comenzar por ahorrar, para disponer de trabajadores y de factores materiales de producción apropiados a los procesos productivos de más larga duración. Sólo así habría sido posible producir las herramientas precisas para montar las industrias que después fabricarían las máquinas necesarias para crear y hacer funcionar factorías, explotaciones agrícolas, minas, ferrocarriles, telégrafos y edificios verdaderamente modernos. Décadas y décadas tendrían que haber transcurrido hasta que los rumanos compensaran el tiempo perdido. Sólo restringiendo al estricto mínimo fisiológico el consumo ordinario se habría podido acelerar el necesario proceso.

Pero la situación evolucionó de distinta manera. El Occidente capitalista prestó a los países atrasados los bienes de capital precisos para una instantánea transformación de gran parte de sus vetustos métodos de producción. Ahorráronse así mucho tiempo dichas naciones, las cuales rápidamente pudieron multiplicar la productividad del trabajo. Por lo que a los rumanos se refiere, tal proceder les permitió disfrutar desde ese momento de las ventajas de las más modernas técnicas. Para ellos fue igual que si hubieran comenzado mucho antes a ahorrar y acumular bienes de capital.

Escasez de capital significa estar más alejados del objetivo apetecido de lo que se estaría si dicho fin se hubiera comenzado a perseguir antes. A causa de ese tardío comienzo, faltan los productos intermedios, aunque se disponga de los factores naturales con los cuales aquéllos serán producidos. Penuria de capital, en definitiva, es escasez de tiempo; consecuencia provocada por el hecho de haber comenzado tarde a buscar el fin deseado. Sin recurrir al elemento temporal, al más pronto y al más tarde, resulta imposible explicar las ventajas que los bienes de capital proporcionan y las dificultades que surgen de la escasez de los mismos[9].

Disponer de bienes de capital equivale a hallarse más cerca de la meta ansiada. Cualquier incremento en la cantidad disponible de bienes de capital permite alcanzar fines temporalmente más remotos sin necesidad de restringir el consumo. Una reducción de bienes de capital, en cambio, obliga o bien a renunciar a objetivos que anteriormente podían alcanzarse o bien a reducir el consumo. Poseer bienes de capital, en igualdad de circunstancias[10], es ganancia de tiempo. Dado un cierto nivel de progreso técnico, el capitalista puede alcanzar determinada meta más pronto que quien no posee bienes de capital, sin restringir el consumo ni aumentar la inversión de trabajo y de naturales factores materiales de producción. El primero lleva una delantera de tiempo. El rival que disponga de menor cantidad de bienes de capital sólo restringiendo su consumo puede compensar tal superioridad.

Las ventajas que los pueblos de Occidente gozan se deben a que hace ya mucho tiempo adoptaron medidas políticas e institucionales que favorecían un tranquilo y sustancialmente ininterrumpido progreso del proceso ahorrativo, de la acumulación de capitales y de la inversión de los mismos en gran escala. Por eso, ya a mediados del siglo XIX los países occidentales habían logrado un nivel de vida muy superior al de otras razas y naciones más pobres que no habían sabido aún reemplazar la filosofía del militarismo expoliador por la del capitalismo. Abandonados a su destino y sin auxilio del capital extranjero, esos pueblos atrasados habrían necesitado muchísimo más tiempo para mejorar sus sistemas de producción, transporte y comunicación.

No es posible comprender los acontecimientos mundiales y las relaciones de Oriente y Occidente durante los últimos siglos si no se tiene en cuenta la importancia de esas masivas transferencias de capital. Occidente no sólo proporcionó a Oriente enseñanzas técnicas y terapéuticas, sino además los bienes de capital precisos para la inmediata aplicación práctica de esos conocimientos. Gracias al capital extranjero, las naciones de la Europa oriental, de Asia y de África han podido disfrutar de los beneficios de la industria moderna más pronto de lo que lo hubieran hecho en otro caso. En cierto grado, quedaron eximidas de la necesidad de restringir el consumo y acumular un fondo suficientemente amplio de bienes de capital. Tal es la verdad que se esconde tras esa supuesta explotación capitalista de los pueblos atrasados, tan lamentada por el marxismo y por los nacionalismos indígenas. La riqueza de las naciones más adelantadas sirvió para fecundar comunidades económicamente atrasadas.

Desde luego, los beneficios fueron mutuos. Lo que impelía a los capitalistas occidentales a efectuar esas inversiones extranjeras era la demanda de los consumidores. En efecto, exigían éstos bienes que en Occidente no podían ser producidos y también reclamaban rebajas de precios en mercancías cuyos costes allí iban continuamente incrementándose. Si hubieran sido otros los deseos de los consumidores occidentales o si hubieran existido insalvables obstáculos a la exportación de capitales, nada de esto se habría producido. Habría habido una ampliación longitudinal de la producción doméstica, en vez de esa lateral expansión extranjera que efectivamente tuvo lugar.

No compete a la cataláctica sino a la historia ponderar las consecuencias que tuvo la internacionalización del mercado de capitales, su desenvolvimiento y su posterior desmembración a causa de las medidas expoliatorias adoptadas por los países receptores de esos capitales. La ciencia económica se limita a exponer los efectos que derivan del hecho de que las disponibilidades de bienes de capital sean mayores o menores. Comparemos entre sí dos mercados aislados que, respectivamente, denominaremos A y B. Ambos son iguales en lo referente a tamaño y población, conocimientos científicos y recursos naturales. Se diferencian sólo en la cantidad de bienes de capital existentes en uno y otro, siendo mayor la de A. Tal planteamiento implica que en A se siguen sistemas de mayor productividad por unidad de inversión que en B. No es posible aplicar en B dichos procedimientos por causa de aquella comparativa escasez de bienes de capital. En efecto, implantarlos exigiría restringir el consumo. Múltiples operaciones se practican manualmente en B, mientras que en A son realizadas mediante máquinas economizadoras de trabajo. Los bienes producidos en A son de mayor durabilidad, no pudiendo ser los mismos fabricados en B, pese a que dicha superior durabilidad se logra con un incremento menor que proporcional de la inversión. La productividad del trabajo y, por tanto, los salarios y el nivel de vida de los trabajadores son en A superiores a los de B[11].

Prolongación del periodo de provisión más allá de la presunta vida del actor

Los juicios de valor que determinan la elección entre abastecer un futuro más o menos próximo reflejan nuestra presente valoración, no la futura. Estos juicios ponderan la importancia que hoy se otorga a la satisfacción conseguida en un futuro más próximo frente al de la satisfacción temporalmente más alejada.

El malestar que el hombre pretende suprimir con su acción en la medida de lo posible es siempre un malestar actual, o sea, incomodidad sentida en el momento mismo de la acción, pero provocada por un estado futuro previsto. Al actor le disgustan hoy las circunstancias que determinados periodos del mañana presentarán y trata de variarlas mediante una acción deliberada.

Cuando la acción se orienta primordialmente a favorecer a los demás constituyendo ese tipo de obra que comúnmente se califica de altruista, el malestar que el actor pretende suprimir es el que hoy siente a causa de la situación en que otras personas han de hallarse en determinado futuro. Al preocuparse de los demás, busca alivio a su propia y personal incomodidad.

Por todo ello, no debe sorprendernos que el hombre, al actuar, desee frecuentemente ampliar el periodo de provisión hasta más allá del límite de su propia vida.

Algunas aplicaciones de la teoría de la preferencia temporal

Cualquier aspecto de la ciencia económica puede ser objeto de falsa exposición o interpretación por quienes pretenden excusar o justificar las erróneas doctrinas que respaldan sus credos políticos. A fin de evitar en lo posible tan abusivo proceder, parece oportuno agregar algunas notas aclaratorias a la anterior exégesis de la teoría de la preferencia temporal.

Hay quienes abiertamente niegan que existan entre los hombres diferencias en lo que atañe a sus innatas características heredadas[12]. En opinión de tales teóricos, la única diferencia existente entre los blancos de la civilización occidental y los esquimales estriba en que estos últimos están más atrasados que los primeros en su marcha hacia la moderna civilización industrial. Esta diferencia meramente temporal de unos cuantos miles de años carece a todas luces de importancia frente a los cientos de milenios que tardó el hombre en evolucionar desde la simiesca condición de sus antepasados hasta alcanzar el actual estado de homo sapiens. No existe, pues, prueba que demuestre la existencia de diferencias raciales entre los diversos especímenes humanos.

La praxeología y la economía son ajenas a esta controversia. Conviene, no obstante, adoptar medidas precautorias para evitar que semejante espíritu partidista involucre a nuestra ciencia en ese conflicto de ideas contrapuestas. Si quienes rechazan fanáticamente las enseñanzas de la moderna genética no fueran tan ignorantes en economía, desde luego que intentarían recurrir a la teoría de la preferencia temporal para defender su postura. Resaltarían que la superioridad de las naciones de Occidente consiste exclusivamente en que comenzaron antes a ahorrar y a acumular bienes de capital. Y justificarían esta diferencia temporal por factores meramente accidentales, como un medio ambiente más favorable.

Frente a tan falsa interpretación, conviene subrayar que esa delantera temporal de Occidente estuvo condicionada por factores ideológicos que no cabe reducir a mera influencia ambiental. Eso que denominamos civilización ha sido una progresión desde la cooperación en virtud de vínculos hegemónicos hasta llegar a la cooperación basada en lazos contractuales. Si bien en muchos pueblos y razas este progreso pronto se paralizó, otros, en cambio, continuaron avanzando. La gloria de Occidente estriba en que supo domeñar, mejor que el resto de la humanidad, el espíritu militarista y expoliatorio, logrando así implantar las instituciones sociales imprescindibles para que el ahorro y la inversión en gran escala pudieran prosperar. Ni siquiera Marx se atrevió a negar que la iniciativa privada y la propiedad particular de los medios de producción fueron etapas necesarias en el progreso que llevó al hombre desde su primitiva pobreza al más satisfactorio estado de Europa occidental y Norteamérica en el siglo XIX. En las Indias Orientales, en China, en Japón y en los países mahometanos lo que faltaba eran instituciones que garantizasen los derechos del individuo. El gobierno arbitrario de pachás, kadís, rajás, mandarines y daimios no favorecía la acumulación de capital en gran escala. Las garantías legales que otorgaban al particular amparo efectivo contra la expoliación y la confiscación fueron las bases que fundamentaron el progreso económico sin precedentes del mundo occidental. Pero estas normas no fueron fruto de la casualidad, ni de accidentes históricos ni de ambientación geográfica alguna, sino fruto de la razón.

No podemos saber cuál habría sido el curso de la historia de Asia y Africa si tales continentes no hubieran tenido influencia occidental. La realidad es que algunos de esos pueblos estuvieron sometidos al gobierno europeo, mientras otros —como China y Japón— se vieron obligados por la coacción de fuerzas navales extranjeras a abrir sus fronteras. De lejos llegaron a esos países los triunfos de la industria occidental. Gustosamente se beneficiaron del capital extranjero que les era prestado o que definitivamente se invertía en sus territorios. Pero se resistían a asimilar la filosofía del capitalismo. Y sólo superficialmente, aún hoy, se han europeizado.

Nos hallamos sumidos en un proceso revolucionario que pronto acabará con todo tipo de colonialismo. Dicha revolución no se limita a aquellas zonas que estuvieron sometidas a la dominación inglesa, francesa u holandesa. Otras naciones, que para nada vieron infringida su soberanía política y que, a pesar de todo, se beneficiaron en gran medida del capital extranjero, están ahora obsesionadas por librarse de eso que llaman el yugo de los capitalistas extranjeros. Expolian a los inversores de ultramar mediante fórmulas diversas: tributación discriminatoria, recusación de deudas, confiscación abierta, intervención de divisas. Nos hallamos en vísperas de una completa desintegración del mercado internacional de capitales. Están claros los efectos económicos que tal evento provocará; las repercusiones políticas, en cambio, resultan impredecibles.

Al objeto de valorar las consecuencias políticas de la descomposición del mercado internacional de capitales, conviene recordar los resultados que produjo su internacionalización. Gracias a las circunstancias imperantes durante la segunda mitad del siglo XIX, carecía de importancia el que un país dispusiera o no del necesario capital para explotar convenientemente sus propios recursos. Todos eran libres de acceder a las riquezas naturales de cualquier parte del mundo. La acción de capitalistas y promotores no se veía entorpecida por fronteras nacionales cuando buscaban las mejores oportunidades de inversión. En lo que respecta a la inversión para la mejor utilización de los recursos naturales conocidos, la mayor parte de la superficie de la tierra podía considerarse integrada en un sistema de mercado de ámbito mundial. Es cierto que para ello había sido preciso implantar regímenes coloniales en algunas zonas, como las Indias Orientales británicas y holandesas y Malaya, y que probablemente los gobernantes autóctonos de tales lugares no habrían sabido implantar el régimen institucional exigido por la importación de capital. En cambio, los países de la Europa oriental y meridional, así como los del hemisferio occidental, se integraron libremente en el mercado internacional de capitales.

A las inversiones y créditos extranjeros atribuyen los marxistas el afán guerrero de conquista y expansión colonial. La realidad es que la internacionalización del mercado de capitales, así como la libertad económica y migratoria, eran fenómenos que iban suprimiendo los incentivos de guerra y conquista. No importaba ya al hombre cuáles fueran las fronteras políticas de su país. No existían éstas para el empresario y el inversor. Las naciones que antes de la Primera Guerra Mundial practicaban en mayor grado el préstamo y la inversión en el extranjero se distinguieron precisamente por su pacifista y «decadente» liberalismo. De las típicamente agresoras, ni Rusia, ni Italia, ni Japón eran exportadoras de capital, sino que necesitaban importarlo para desarrollar sus propios recursos naturales. Las aventuras imperialistas de Alemania no contaron con el apoyo de la gran industria y la alta finanza del país[13].

La supresión del mercado internacional de capitales modifica por completo este planteamiento. Desaparece el libre acceso a los recursos naturales. Si los gobernantes socialistas de cualquiera de las naciones económicamente atrasadas carecen del capital preciso para desarrollar las riquezas naturales del país, ningún remedio podrán hallar. Si ese sistema hubiera existido hace cien años, habría impedido explotar los campos petrolíferos de México, Venezuela o Irán, crear las plantaciones de caucho de Malaya, o los platanares de Centroamérica. Es, además, ilusorio pensar que los países más avanzados soportarán indefinidamente semejante situación. Recurrirán al único camino que les puede proporcionar acceso a las materias primas que tanto necesitan: la conquista armada. La guerra es la única alternativa a la ausencia de la libre inversión extranjera tal como se realiza mediante el mercado mundial de capitales.

La entrada de capital extranjero en nada perjudicó a las naciones receptoras. Capital europeo aceleró el maravilloso desarrollo económico de los Estados Unidos y los dominios británicos. Gracias también a tal capital extranjero, la América latina y los países asiáticos disponen hoy de elementos de producción y de transporte que no hubieran podido disfrutar en ausencia de dicha ayuda. En esas zonas, tanto los salarios como la productividad agrícola son más elevados de lo que serían sin el concurso de ese capital extranjero. El afán con que casi todas las naciones del mundo reclaman la «ayuda extranjera» basta para demostrar la inanidad de todas las fábulas urdidas por marxistas y nacionalistas.

Sin embargo, el ansia de importar factores de producción no basta para restablecer el mercado internacional de capitales. La inversión y el préstamo extranjeros sólo son posibles si las naciones deudoras, sincera e incondicionalmente, defienden la propiedad privada y renuncian a toda posible confiscación de las riquezas del capitalista extranjero. Fueron precisamente esas expropiaciones las que destruyeron el mercado internacional de capitales.

Los préstamos intergubernamentales no pueden sustituir el funcionamiento de un mercado internacional de capitales. Si esos préstamos se conceden en términos comerciales, presuponen y exigen, lo mismo que los privados, pleno respeto del derecho de propiedad. Si, por el contrario, se otorgan —como es lo más frecuente— a título de subvención, sin preocuparse de la devolución de principal ni de intereses, tales operaciones coartan la soberanía del deudor. Esos «préstamos» no son más que una parte del precio a pagar por asistencia militar en guerras subsiguientes. Consideraciones militares de este tipo ya eran barajadas por las potencias europeas durante los años en que preparaban los tremendos conflictos bélicos de nuestro siglo. Un caso típico lo constituyen las enormes sumas prestadas por los capitalistas franceses, bajo la presión del gobierno de la Tercera República, a la Rusia imperial. Los zares emplearon en armamento tales sumas, en vez de dedicarlas a la mejora del sistema ruso de producción. Dichas cantidades no fueron invertidas, sino, en su mayor parte, consumidas.

5. LA CONVERTIBILIDAD DE LOS BIENES DE CAPITAL

Los bienes de capital son etapas intermedias en el camino hacia un cierto objetivo. Si durante el periodo de producción varía el fin perseguido, tales productos intermedios posiblemente resulten inservibles para la consecución del nuevo fin. Algunos de esos factores de producción resultarán totalmente inutilizables y las inversiones efectuadas para su producción deberán conceptuarse como pura pérdida. Otros, en cambio, podrán emplearse en el nuevo proyecto previa la oportuna adaptación; los costes de tal acomodación podían haberse evitado si desde un principio se hubiera perseguido el actual objetivo. Una tercera partida de esos bienes de capital podrá emplearse en el nuevo proyecto; sin embargo, si cuando fueron producidos se hubiera sabido que iban a emplearse de modo distinto, en su lugar se habría podido fabricar otros bienes económicos igualmente idóneos para rendir el servicio ahora requerido. Por último, algunos de los bienes en cuestión podrán aprovecharse en el segundo proyecto tan perfectamente como en el primero.

No sería preciso aludir a estos hechos tan evidentes, si no fuera por la necesidad de refutar errores muy extendidos. No existe capital en forma abstracta o ideal independiente de los correspondientes y específicos bienes de capital en que aquél se materializa. Si de momento pasamos por alto (ya examinaremos después el asunto) la cuestión que la tenencia de numerario plantea en relación con la composición del capital, advertiremos que, invariablemente, el capital toma cuerpo en bienes de capital y que es afectado por cuanto acontece a estos bienes. El valor de un cierto capital depende del valor de los bienes de capital que lo integran. El equivalente monetario de determinado capital viene dado por la suma de los equivalentes monetarios de las diversas partes integrantes de ese conjunto al cual aludimos al hablar en abstracto de capital. No existe nada que pueda considerarse capital «libre». El capital se presenta siempre bajo la forma de específicos bienes de capital. Dichos bienes de capital resultan perfectamente utilizables para determinados fines, menos aprovechables para otros cometidos, y totalmente inservibles en el caso de que se busquen terceros objetivos. Cada unidad de capital, consecuentemente, resulta, de uno u otro modo, capital fijo, es decir, capital destinado a un cierto proceso de producción. La distinción que efectúa el hombre de negocios entre capital fijo y capital circulante es simplemente de grado, no de esencia. Todo lo que se puede predicar del capital fijo puede igualmente decirse, si bien en grado menor, del capital circulante. Todos los bienes de capital tienen un carácter más o menos específico. Desde luego, es altamente improbable que muchos de ellos se hagan, por un cambio de necesidades o proyectos, radicalmente inútiles.

A medida que cada proceso de producción se va aproximando a su objetivo final, más estrechamente unidos y relacionados resultan los productos intermedios y la mercancía deseada. El lingote de hierro es de condición menos específica que los tubos de ese mismo metal, los cuales, a su vez, lo son menos que las piezas de maquinaria hechas con él. La variación de un proceso de producción se hace cada vez más difícil cuanto en mayor grado ha progresado y más cerca, consecuentemente, se halla de su terminación, que, en definitiva, es la producción de los bienes de consumo.

Al contemplar, desde su inicio, el proceso de acumulación de capital, fácilmente se comprende que no puede existir capital libre. El capital sólo existe materializado en bienes más o menos específicos. Al cambiar las necesidades o las ideas acerca de los métodos para remediar el malestar, varía el valor de los bienes de capital. Sólo se pueden producir nuevos bienes de capital si se logra que el consumo sea inferior a la producción. Ese capital adicional, desde el momento mismo de su aparición, se halla materializado en concretos bienes de capital. Tales mercancías habían sido ya producidas antes de convertirse —por constituir excedente de producción sobre consumo— en bienes de capital. Más adelante examinaremos el papel que en estas cuestiones desempeña el dinero. De momento baste destacar que ni siquiera el capitalista con un capital exclusivamente integrado por dinero o títulos que le dan derecho a las correspondientes sumas dinerarias posee un capital libre. Sus riquezas se hallan materializadas en dinero, se ven afectadas por las variaciones del poder adquisitivo de la moneda y, además —en la medida en que estén representadas por títulos que dan derecho a específicas sumas dinerarias—, por la solvencia del deudor.

Conviene sustituir la equívoca distinción entre capital fijo y capital libre o circulante por el concepto de la convertibilidad de los bienes de capital. La convertibilidad de los bienes de capital consiste en la posibilidad de ser utilizados cuando varían las circunstancias de la producción. La convertibilidad puede ser mayor o menor. Nunca es perfecta, pues ningún bien goza de adaptabilidad a todo posible cambio. Hay factores absolutamente específicos que carecen por entero de convertibilidad. Comoquiera que la conversión de los bienes de capital del destino originariamente pensado a otro distinto se hace necesaria precisamente por la aparición de imprevistos cambios de circunstancias, no es posible hablar de convertibilidad, en términos generales, sin indicar las variaciones ocurridas o que se supone vayan a producirse. Un cambio de situación radical podría dar lugar a que bienes de capital anteriormente considerados fácilmente convertibles resulten inconvertibles o convertibles sólo con grandes dificultades.

Es claro que, en la práctica, el problema de la convertibilidad tiene mayor importancia cuando se trata de bienes cuyo destino consiste en rendir servicios durante un cierto lapso temporal que en el caso de mercancías fungibles. La inutilizada capacidad de instalaciones, medios de transporte y aparatos proyectados en su día para un empleo más dilatado es de mayor gravedad que la desperdiciada al desechar materiales y tejidos pasados de moda o bienes perecederos. El problema de la convertibilidad afecta particularmente al capital y a los bienes de capital, ya que la moderna contabilidad pone las cosas en seguida de manifiesto. En realidad, es cuestión que también afecta a los bienes de consumo que el particular puede haber adquirido para su uso personal. Si varían las circunstancias que indujeron al interesado a adquirirlos, surge el problema de la convertibilidad con todas sus consecuencias.

Capitalistas y empresarios en su calidad de poseedores de capital nunca son enteramente libres. No pueden tomar ninguna decisión ni practicar actuación alguna como si fuera ésa la primera que va a obligarles. Están siempre de antemano comprometidos de una u otra manera. Sus riquezas nunca se hallan excluidas del proceso social de producción, sino que están invertidas en determinados cometidos. Si poseen numerario, habrán efectuado, según sea la disposición del mercado, una buena o mala «inversión»; pero siempre se tratará de una inversión. O bien han dejado pasar el momento oportuno para comprar los factores de producción que antes o después habrán de adquirir, o no ha llegado todavía la ocasión de adquirirlos. En el primer caso, al retener el numerario, hicieron una mala operación: fallaron una oportunidad. En el segundo, por el contrario, procedieron acertadamente.

Capitalistas y empresarios, al comprar factores de producción específicos y determinados, los valoran exclusivamente en atención a la futura situación del mercado por ellos anticipada. Pagan precios de acuerdo con las futuras circunstancias, según ellos personalmente hoy las valoran. Los errores otrora cometidos en la producción de los bienes de capital actualmente disponibles no recaen sobre los posibles compradores; perjudican exclusivamente al vendedor. El empresario, al comprar bienes de capital destinados a futuras producciones, se desentiende del pasado. Su actividad empresarial no es afectada por pretéritas variaciones ocurridas en la valoración y los precios de los factores que él ahora adquiere. Sólo en este sentido puede decirse que el poseedor de metálico disfruta de riquezas líquidas y es, por tanto, libre.

6. LA INFLUENCIA DEL PASADO SOBRE LA ACCIÓN

A medida que progresa la acumulación de bienes de capital, mayores proporciones adquiere el problema de la convertibilidad. Los primitivos métodos aplicados por labriegos y artesanos podían ser más fácilmente acomodados a nuevos objetivos que los seguidos por el moderno capitalismo. Y, sin embargo, es precisamente el capitalismo moderno el que ha de abordar las más rápidas y radicales variaciones. En la actualidad, los progresos de los conocimientos técnicos y las mutaciones de la demanda de los consumidores que a diario se producen pronto hacen anticuados los planes de producción, suscitándose el problema de si se debe o no seguir adelante por la ruta iniciada.

Con frecuencia los hombres se entusiasman por las más revolucionarias innovaciones que provocan el arrumbamiento de posturas pasivas, indolentes y perezosas y el abandono de los criterios valorativos tradicionales por quienes hasta ayer fueron rutinarios esclavos, abriéndose inéditos caminos hacia nuevas metas. Los doctrinarios posiblemente querrán olvidar que todas nuestras actuaciones vienen condicionadas por disposiciones que en su día adoptaron nuestros antepasados; que nuestra civilización es fruto de una larga evolución y que no es posible su súbita transmutación. Por perentorio que sea el deseo de innovación, hay factores que domeñan ese espíritu revolucionario e impiden al hombre cualquier abandono precipitado de los cursos marcados por sus predecesores. Nuestras actuales riquezas son residuos de pasadas actividades y se hallan materializadas en específicos bienes de capital de limitada convertibilidad. La calidad y condición de los bienes de capital existentes induce a la gente a adoptar derroteros que no hubieran seguido si su elección no viniera condicionada por pretéritas actuaciones. Tanto los fines elegidos como los medios adoptados se hallan influidos por el pasado. Los bienes de capital nos imponen un cierto conservadurismo. Nos obligan a atemperar la actuación a las circunstancias generadas por nuestras pasadas acciones o bien por el pensar, optar y actuar de generaciones anteriores.

Podemos representamos cómo habríamos organizado todos los procesos de producción y consecuentemente fabricado todos los bienes de producción necesarios si hubiéramos contado en su día con nuestros actuales conocimientos geográficos, tecnológicos e higiénicos y nuestra moderna información acerca de la ubicación de los recursos naturales. Habríamos situado en distintos lugares los centros de producción. La población mundial se distribuiría de modo diferente; zonas hoy densamente pobladas, repletas de industrias y de explotaciones agrícolas, no estarían tan saturadas. Otros lugares contarían, en cambio, con más talleres y campos cultivados, así como con mayor número de habitantes. Las empresas de todo género utilizarían las más modernas máquinas y herramientas. Cada una tendría el tamaño apropiado para poder aprovechar del modo más económico posible su capacidad de producción. En ese mundo perfectamente planeado habría desaparecido el atraso técnico y no existiría ni capacidad productiva inutilizada ni trasiego innecesario de personas y mercancías. La productividad del esfuerzo humano sería muy superior a la de nuestra actual e imperfecta sociedad.

Las publicaciones socialistas están cuajadas de este tipo de utópicas fantasías. Llámense marxistas o socialistas no-marxistas, tecnócratas o simplemente planificadores, pretenden demostrar lo torpemente que están hoy las cosas y cuán felices podrían ser los hombres si a ellos se les invistiera de poderes dictatoriales. A causa de las deficiencias del sistema capitalista de producción, dicen, la humanidad se ve hoy privada de innumerables bienes que nuestros actuales conocimientos técnicos permitirían producir.

El error fundamental de este romanticismo racionalista es el desconocimiento del carácter de los bienes de capital disponibles y de su escasez. Los productos intermedios de que actualmente disponemos fueron fabricados en el pasado por nuestros antepasados y por nosotros mismos, de acuerdo con los fines a la sazón perseguidos y con arreglo a conocimientos técnicos distintos de los actuales. Cuando ahora pretendemos variar los fines y los métodos de producción tropezamos con el siguiente dilema: o bien dejamos inaprovechada una gran parte de los factores de capital disponibles y partimos de cero para producir el moderno utillaje, o bien adaptamos, en la medida de lo posible, nuestros procesos de producción al carácter específico de los bienes de capital disponibles. La elección, como sucede siempre en la economía de mercado, corresponde a los consumidores. La conducta de éstos, al comprar o dejar de comprar, zanja la cuestión. Los consumidores, al optar entre viviendas anticuadas y viviendas modernas dotadas del máximo confort, entre el ferrocarril y el automóvil, entre la luz de gas y la iluminación eléctrica, entre los tejidos de algodón y los de rayón, entre artículos de seda o nilón, deciden si se debe seguir utilizando los bienes de capital anteriormente acumulados o si, por el contrario, procede desecharlos definitivamente. Cuando un viejo edificio, que, sin embargo, todavía puede durar años, no es derribado y reemplazado por otro nuevo, en atención a que sus ocupantes no quieren pagar rentas superiores, prefiriendo atender otras necesidades en vez de disfrutar de vivienda más confortable, resulta obvio el influjo que sobre el presente consumo ejerce el pasado.

El que no se aplique instantáneamente todo adelanto técnico no debe sorprendernos en mayor grado que el que nadie deseche su automóvil o sus trajes en cuanto aparece un tejido o un modelo nuevos. La gente actúa en todos estos asuntos condicionada por la escasez de los bienes disponibles.

Supongamos que se inventa una máquina de mayor productividad que las hasta entonces empleadas. El que las industrias existentes, equipadas con maquinaria vieja, la desechen o no, depende del grado de superioridad de aquella herramienta moderna sobre el utillaje antiguo. Sólo si dicha superioridad es lo suficientemente grande como para compensar el gasto exigido por la sustitución, será desechado el equipo anterior todavía utilizable. Representemos por p el precio de la nueva maquinaria y por q la suma que vendiendo la antigua como chatarra cabe obtener; a será el primitivo coste unitario de producción y b el resultante después de sustituir un utillaje por otro, independientemente del precio de adquisición de los nuevos instrumentos. Supongamos que la ventaja de éstos consiste en que aprovechan mejor la materia prima y el trabajo empleado, sin incrementar la cantidad total producida, z, que queda invariada. La sustitución contemplada es ventajosa si la producción z (a-b) es tal que compensa el gasto p-q. En este ejemplo suponemos que la depreciación anual de la nueva máquina es igual que la de la antigua, evitándonos así entrar en el problema de las amortizaciones. Idéntico planteamiento presenta el problema referente al traslado de una industria ya existente de una ubicación menos favorable a otra mejor.

Retraso técnico e insuficiencia económica son cosas distintas que conviene no confundir. Es posible que determinado centro productor que, desde el punto de vista puramente técnico, resulta ampliamente superado pueda no obstante competir con otras plantas mejor equipadas o de ubicación más favorable. En todos estos asuntos el problema decisivo estriba en comparar las ventajas derivadas del utillaje técnicamente más perfecto o de la mejor situación con el adicional gasto exigido por la transformación contemplada. El resultado de esa comparación depende de la convertibilidad de los bienes de capital en cuestión.

Esa diferenciación entre perfección técnica y conveniencia económica, lejos de lo que ingenieros soñadores pudieran suponer, no es un problema que sólo surgiría en una organización capitalista. Es cierto que únicamente con el cálculo económico —practicado en la forma que sólo una economía de mercado permite— se pueden efectuar los cómputos precisos para valorar los datos que interesan. Una administración socialista no podría mediante fórmulas aritméticas dilucidar el problema. Ignoraría por completo si los proyectos ejecutados son o no el modo más apropiado de emplear los medios disponibles para satisfacer los objetivos que el propio mando económico considera más urgentes de las aún insatisfechas necesidades de la gente. Ahora bien, si el jerarca socialista pudiera llegar a calcular, procedería en un todo igual que el empresario que efectivamente computa. No malgastaría los factores de producción, siempre escasos, en la satisfacción de necesidades consideradas menos importantes, si tal satisfacción obliga a desatender otras estimadas más urgentes. No desecharía dispositivos de producción todavía aprovechables si con ello hace imposible incrementar la fabricación de bienes más urgentemente precisados.

Una exacta comprensión del problema de la convertibilidad nos permite advertir los errores de muchas falacias económicas. Tomemos, por ejemplo, el argumento de las industrias nacientes (infant industries), frecuentemente esgrimido en favor del proteccionismo. Sus defensores afirman que se precisa una protección transitoria para poder instalar industrias en lugares más favorables o, al menos, no peores que aquellas zonas donde están situadas las antiguas plantas competidoras. Esas viejas industrias han tomado la delantera gracias a su temprano establecimiento. Ahora se ven amparadas por factores meramente históricos, accidentales y a todas luces «injustificados». Tales ventajas imposibilitan el establecimiento de centros competidores en lugares donde el día de mañana se podrá producir más barato o, al menos, tan barato como en las antiguas ubicaciones. Al principio es ciertamente oneroso otorgar protección a una industria naciente; pero ese sacrificio será más que compensado por posteriores ganancias.

Sin embargo, la implantación de una industria naciente sólo tiene interés económico si la superioridad del nuevo emplazamiento es tal que compensa los inconvenientes que implica el abandonar los inconvertibles e intransportables bienes de capital afectos a las antiguas plantas. Si tal compensación no se da, la protección a las instalaciones de referencia es una pura pérdida aun en el supuesto de que sólo sea temporal y la nueva empresa pueda más tarde competir por sus propios medios. La tarifa viene a ser un subsidio que los consumidores soportan financiando la inversión de factores de producción siempre escasos en sustitución de unos bienes de capital todavía aprovechables que habrán de ser desechados. Además, esos factores escasos se detraen de otros empleos en que podían haberse producido bienes mayormente estimados por los consumidores. Se priva a estos últimos de la oportunidad de satisfacer ciertas necesidades debido a que los bienes de capital requeridos se destinaron a producir bienes de los que ya podían disponer sin tarifa alguna.

Existe una tendencia universal que induce a la industria a ubicarse en aquellos lugares donde las condiciones son más favorables. Bajo la economía de mercado, esa tendencia se ve limitada en la medida que impone la inconvertibilidad de los factores de producción ya producidos y siempre escasos. Naturalmente, este elemento histórico no otorga ninguna ventaja permanente a las viejas industrias; impide simplemente la dilapidación de riqueza que supondría el efectuar inversiones que, por un lado, dejan desaprovechada la capacidad productora existente y, por otro, reducen la cantidad de bienes de capital disponibles para atender necesidades de la gente todavía insatisfechas. Sin tarifas proteccionistas, la traslación de industrias tiene lugar sólo cuando los bienes de capital invertidos en las antiguas plantas se han desgastado o quedado anticuados a causa de progresos técnicos tan estupendos que obligan a reemplazar el primitivo utillaje por otro nuevo. La historia industrial de los Estados Unidos ofrece numerosos ejemplos de trasplante de industrias, dentro de las fronteras nacionales, sin necesidad de medidas oficiales proteccionistas de ningún género. El argumento de la industria naciente es tan especioso como cualquiera de los esgrimidos en favor del proteccionismo.

Otra falacia muy común se refiere a una supuesta eliminación de patentes útiles. Una patente es un monopolio legal otorgado, durante un determinado número de años, al autor de un nuevo invento. No interesa entrar ahora en la cuestión de si es o no una política acertada conceder tales privilegios a los inventores[14]. De momento debemos limitar nuestro análisis a la afirmación según la cual la «gran empresa» abusa de la legislación sobre patentes y escamotea al público ventajas que podrían derivarse del progreso técnico.

Cuando la administración otorga una patente a un inventor, no intenta averiguar su importancia económica. Los funcionarios se interesan sólo por la prioridad de la idea, ciñéndose en su examen a aspectos puramente técnicos. Con la misma imparcial escrupulosidad analizan un invento que revolucionará toda una industria que cualquier ridículo resorte de manifiesta inutilidad. De ahí que se conceda la protección legal de una patente a innumerables inventos carentes de todo valor. Los propietarios de dichas patentes tienden a atribuir a las mismas una importancia decisiva para el adelanto tecnológico y se hacen exageradas ilusiones acerca de los ingresos que el invento habría de proporcionarles. Desengañados, se dedican a criticar un sistema económico que según ellos roba a las masas los beneficios que el progreso científico pondría a su disposición.

Ya anteriormente examinamos las circunstancias que justifican reemplazar utillajes todavía aprovechables por equipo más moderno. Si no concurren tales circunstancias, dicha sustitución resulta antieconómica, tanto para la empresa privada en la economía de mercado como para el administrador socialista dentro del sistema totalitario. La maquinaria que se construya en adelante, lo mismo para nuevas instalaciones que para ampliar las existentes o reemplazar los equipos desgastados, se producirá con arreglo a las nuevas ideas. Pero los útiles disponibles y todavía aprovechables no pueden ser, sin más, desechados. Los nuevos métodos se van aplicando poco a poco. Las fábricas que siguen los antiguos sistemas, durante un cierto lapso de tiempo, todavía pueden soportar la competencia de las mejor equipadas. A quienes ponen en duda este hecho les convendría preguntarse si se desprenden ellos de sus aparatos de radio o sus aspiradoras tan pronto como sale a la venta un modelo más perfecto.

A este respecto es indiferente que el nuevo descubrimiento se halle o no amparado por una patente. La empresa que adquiere una patente, por ese solo hecho ya ha invertido dinero en el invento en cuestión. Si, pese a ello, la compañía no aplica ese método, es simplemente porque no interesa. De nada sirve que el monopolio oficialmente creado mediante la patente impida a los competidores aplicar el invento. Porque lo único que de verdad interesa es su superioridad sobre los antiguos procedimientos. Al hablar de superioridad, queremos significar una señalada reducción del coste unitario o una mejora en la calidad del producto que induzca a los compradores a pagar mayores precios. La ausencia de esa superioridad que haga provechosa la inversión es prueba evidente de que los consumidores prefieren adquirir otros bienes antes que disfrutar los beneficios derivados del nuevo invento. Y es a los consumidores a quienes corresponde decir la última palabra.

Al observador superficial frecuentemente le pasan inadvertidos estos hechos, pues le confunde la práctica de muchas grandes empresas de adquirir los derechos de toda patente relacionada con su rama industrial, independientemente de que tenga o no auténtica utilidad. Tal conducta viene dictada por diversas consideraciones:

1. A veces no es posible de momento dilucidar si el invento tiene o no interés económico.

2. La innovación carece de valor. La empresa, sin embargo, cree que podrá modificarla convenientemente haciéndola rentable.

3. Resulta antieconómico todavía aplicar la patente. No obstante, la compañía piensa servirse de ella más tarde al renovar su desgastado utillaje.

4. La entidad desea animar al inventor para que prosiga sus investigaciones, pese a que hasta el momento no hayan dado resultados prácticos.

5. La sociedad quiere enervar posibles reclamaciones de inventores quisquillosos y evitar los gastos, pérdida de tiempo y desgaste nervioso que los litigios siempre implican.

6. Se pretende, de un modo no muy disimulado en verdad, pagar favores o eludir represalias comprando patentes carentes de todo valor a funcionarios, ingenieros y personas con influencias en otras empresas u organismos a los que se quiere conquistar o conservar como clientes.

Si un invento es tan notablemente superior a los sistemas hasta entonces seguidos que deja anticuado el utillaje existente e impone la sustitución de la antigua maquinaria por otra nueva, la transformación se practicará independientemente de que el privilegio de la patente lo disfruten los poseedores de ese utillaje anticuado o una empresa independiente. Lo contrario implica suponer que no sólo el inventor y sus abogados, sino también todas las personas dedicadas a la industria en cuestión, así como las demás gentes deseosas de acceder a la misma en cuanto se les ofrezca una ocasión, son tan torpes que no se percatan de la enorme trascendencia de la innovación. El inventor vende por cuatro cuartos a la antigua y consolidada firma la patente precisamente porque nadie se interesa por su obra. Y resulta que hasta esa sociedad adquirente es demasiado obtusa para darse cuenta de los enormes beneficios que podría derivar de la aplicación del invento.

Es cierto que ningún adelanto técnico puede aplicarse si la gente no se percatan de su utilidad. Bajo un régimen socialista, la ignorancia, la tozudez de los funcionarios encargados del departamento competente bastaría para impedir la aplicación de sistemas de producción más económicos. Lo mismo sucede con los inventos aparecidos en sectores muy dependientes del poder público. Los ejemplos más destacados, en este sentido, nos los brinda la historia al testimoniar la incapacidad de eminentes estrategas para comprender la importancia bélica de muchos descubrimientos científicos. El gran Napoleón no se dio cuenta del auxilio que a su plan de invasión de Gran Bretaña podría haberle proporcionado la navegación a vapor; ni Foch ni el estado mayor alemán advirtieron, en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, el gran papel reservado a la aviación militar, y son notorios los sinsabores que sufrió el general Billy Mitchell, el gran precursor de la fuerza aérea. Las cosas presentan un cariz totalmente contrario dentro de la órbita de la economía de mercado, en aquella medida en que la misma no se ve perturbada por la típica estrechez de miras burocrática. El mercado propende más a exagerar que a minimizar la virtualidad de las innovaciones. La historia del capitalismo moderno está cuajada de fallidos intentos de implantar inventos que luego se comprobó carecían de base. Caro han pagado muchos promotores su alegre optimismo. Más fundamento tendría el echar en cara al capitalismo su tendencia a sobrevalorar inventos vanos que el acusarle de nulificar útiles innovaciones, lo cual resulta totalmente inexacto. Es un hecho indubitable que se han perdido grandes sumas en la adquisición de patentes sin utilidad y en malogradas tentativas por aplicarlas.

Carece de sentido hablar de una supuesta prevención de la gran empresa moderna contra los adelantos técnicos. Son notorias las enormes sumas que las compañías importantes gastan en la investigación de procedimientos y mecanismos nuevos.

Quienes afirman que la empresa libre propende a anular los adelantos técnicos no deben suponer que han probado su afirmación simplemente destacando el gran número de patentes nunca aplicadas, o, en todo caso, utilizadas sólo después de mucho tiempo. Es indudable que numerosas patentes, tal vez la mayoría, carecen de todo interés práctico. Quienes pregonan esa supuesta supresión de útiles inventos no citan ni un solo caso de innovación que, desaprovechada en los países en que goza de patente, haya sido, en cambio, explotada por los soviets, que no respetan patente alguna.

La limitada convertibilidad de los bienes de capital desempeña un papel importante en la geografía humana. La actual distribución de centros industriales y residenciales sobre la superficie de la tierra viene determinada hasta cierto punto por factores históricos. El hecho de que se eligiera una determinada localización en un lejano pasado sigue teniendo actualidad. Es cierto que prevalece una tendencia universal a trasladarse hacia aquellas zonas que ofrecen las condiciones productivas más favorables. Pero esa tendencia queda coartada no sólo por factores institucionales, como las barreras migratorias. El elemento histórico desempeña también un papel importante. Existen bienes de capital de limitada convertibilidad invertidos en zonas cuya situación, desde el punto de vista de nuestros actuales conocimientos, ofrece oportunidades menos favorables. Su propia inmovilidad refrena la tendencia a situar las industrias, las explotaciones agrícolas y las viviendas humanas allí donde aconsejan los últimos descubrimientos de la geografía, la geología, la biología de plantas y animales, la climatología y otras ramas más de la ciencia. Frente a las ventajas del traslado a lugares de condiciones más propicias es preciso ponderar el inconveniente de desaprovechar bienes de capital todavía utilizables, pero de limitada convertibilidad y transportabilidad.

Vemos, pues, cómo influye en todas nuestras decisiones referentes a la producción y al consumo el grado de convertibilidad de los bienes de capital disponibles. Cuanto menor es la convertibilidad, tanto más hay que retrasar la aplicación de los adelantos técnicos. Pero sería absurdo calificar de ilógica o retrógrada esa dilación. Contrastar las ventajas y los inconvenientes previsibles al planear la acción es precisamente prueba de racionalidad. No es el hombre de negocios que sobriamente calcula sino el tecnócrata soñador quien debe ser acusado de no querer ver la realidad. Lo que en verdad retrasa el progreso técnico no es la imperfecta convertibilidad de los bienes de capital, sino su escasez. No somos suficientemente ricos para permitirnos el lujo de renunciar a los servicios que bienes de capital todavía aprovechables pueden proporcionarnos. La disponibilidad de una cierta cantidad de bienes de capital no coarta el progreso; al contrario, tales existencias son un presupuesto insoslayable de todo adelanto y mejora. La herencia que el pasado nos dejó, materializada en los bienes de capital hoy disponibles, constituye nuestra fortuna y el medio más eficaz de que disponemos para incrementar nuestro bienestar. Es cierto que estaríamos mejor si nuestros antepasados y también nosotros mismos hubiéramos previsto más acertadamente las condiciones bajo las cuales hoy tenemos que actuar. Reconocer este hecho explica muchos fenómenos de nuestro tiempo. Pero ello no nos autoriza a despreciar el pasado ni manifiesta ninguna imperfección inherente a la economía de mercado.

7. ACUMULACIÓN, CONSERVACIÓN Y CONSUMO DE CAPITAL

Los bienes de capital son productos intermedios que, a lo largo de los correspondientes procesos productivos, se transforman en bienes de consumo. Todo bien de capital, incluso aquéllos que no suelen calificarse de perecederos, se consume, bien sea por desgastarse en el curso del proceso productivo, bien sea porque, aun antes de llegar tal momento, una variación de las circunstancias del mercado lo priva de interés económico. No cabe pensar en mantener invariable un fondo de bienes de capital. Son éstos transitorios.

La idea de una perdurabilidad de la riqueza es fruto de la planificación y la acción conscientes. Pero esa permanencia sólo puede predicarse del capital si utilizamos el concepto como lo hace la contabilidad; los bienes de capital jamás son perpetuos. La idea que el vocablo designa no tiene representación alguna en el universo físico de las cosas tangibles. Existe sólo en la mente de quienes planean; es un elemento del cálculo económico. La contabilidad de capitales tiene un solo objetivo; sirve para ilustrarnos acerca de cómo la producción y el consumo afectan a nuestra capacidad para atender futuras necesidades. Resuelve la incógnita referente a si la conducta adoptada incrementa o restringe la futura productividad de nuestra actividad.

Aun quienes no se hallan en situación de recurrir al cálculo económico advierten la utilidad de conservar los bienes de capital de que disponen y de mejorarlos, lo cual les induce a proceder en consecuencia. Los primitivos cazadores y pescadores veían claramente la diferencia entre mantener en buen uso sus instrumentos y aparejos y consumirlos y desgastarlos sin reponerlos convenientemente. El anticuado labriego que rutinariamente se limita a seguir las normas tradicionales e ignora hasta la existencia de la contabilidad sabe bien la importancia que para él tiene mantener intangible el capital constituido por sus aperos y ganados. La sencillez de una economía estacionaria o escasamente progresiva permite actuar acertadamente aun prescindiendo de la contabilidad de capitales. Mantener unas existencias de bienes de capital sustancialmente invariadas puede lograrse bien sea produciendo nuevas piezas, a medida que las antiguas se desgastan, o bien acumulando provisión de bienes de consumo, para en su día dedicarse con exclusividad a esa reposición, sin tener que reducir por ello el consumo. Pero la cambiante economía industrial no puede prescindir del cálculo económico y de sus conceptos básicos: capital e interés.

El realismo conceptual ha enredado la comprensión del concepto de capital. Ha creado una verdadera mitología del capital[15]. Se ha atribuido al «capital» existencia propia e independiente de los bienes de capital en que se materializa. El capital, se dice, se autorreproduce y, por lo tanto, garantiza su conservación. El capital, proclama el marxismo, genera beneficio. Todo ello es pura majadería.

El capital es un concepto praxeológico. Es un producto de la razón, y su lugar está en la mente humana. Es un modo de contemplar el problema de la acción, un método para valorarla desde el punto de vista de un determinado plan. Determina el curso de la acción humana y, sólo en este sentido, es un factor real. Está ineludiblemente ligado al capitalismo, a la economía de mercado.

El concepto de capital tiene virtualidad siempre y cuando la gente, al actuar, se guíe por la contabilidad de capitales. Cuando el empresario ha invertido factores de producción, de tal modo que el importe monetario de las mercancías obtenidas es al menos igual al de los factores consumidos, puede reemplazar los bienes de capital gastados por otros nuevos cuyo valor dinerario sea igual al de los primitivos. Ahora bien, el empleo que se dé a los ingresos brutos, ya se destinen a la reposición de capital, a la ampliación del existente o a su consumo, depende siempre de una decisión consciente por parte de empresarios y capitalistas. No es «automático»; es necesariamente fruto de una acción deliberada. Y puede frustrarse si el cálculo en que se basa está viciado por la negligencia, el error o la valoración equivocada de las condiciones futuras.

Sólo mediante el ahorro, es decir, creando un excedente entre la producción y el consumo, pueden acumularse nuevos capitales. El ahorro puede consistir es una restricción del consumo. Pero también puede producirse, sin una ulterior reducción del consumo y sin variar el empleo de bienes de capital, mediante un aumento de la producción neta. Este incremento pude realizarse de diversas maneras:

1. Por haber mejorado las condiciones naturales. Las cosechas son más abundantes; se explotan tierras de mayor fertilidad; se han descubierto minas de superior rentabilidad; ha disminuido la frecuencia de las catástrofes y cataclismos naturales que tantas veces desbaratan la acción del hombre; se han reducido las epidemias y las plagas del ganado, etc.

2. Por haberse incrementado la productividad de los sistemas ya anteriormente empleados sin aumentar la inversión de bienes de capital ni dilatar el periodo de producción.

3. Por haberse logrado reducir los desórdenes institucionales perturbadores de la producción. Son menores las pérdidas ocasionadas por guerras, revoluciones, huelgas, sabotajes y conflictos semejantes.

Si los excedentes así producidos se destinan a nuevas inversiones, los mismos incrementarán la producción neta. Resultará entonces posible ampliar el consumo sin reducir la cantidad de bienes de capital disponibles ni restringir la productividad del trabajo.

El capital lo acumulan siempre personas aisladas o individuos actuando de consuno, pero nunca la economía nacional o la sociedad[16]. Puede suceder que, mientras algunos actores se dedican a acumular capital, otros estén consumiendo el previamente acumulado. Si ambos procesos son de idéntica cuantía, queda invariada la cifra de bienes de capital disponible. El efecto final es como si no se hubiera modificado la cantidad total disponible de bienes de capital. Esa acumulación de capital evita el tener que reducir el periodo de producción de ciertos procesos. Sin embargo, no se puede recurrir a métodos cuyo periodo de producción sea más dilatado. Desde este punto de vista, podemos decir que ha habido una transferencia de capital. Pero conviene no confundir esa transferencia de capital con la transmisión de propiedad efectuada por una persona o grupo a favor de otras personas o grupos.

La compra y venta de bienes de capital, así como la concesión de créditos comerciales, son actos que por sí mismos no implican transferencia de capital. Se trata de transacciones mediante las cuales unos determinados bienes de capital pasan a manos de aquellos empresarios que pretenden invertirlos en específicos proyectos. No son más que detalles particulares dentro de una dilatada secuencia de actos. El efecto conjunto de todas esas actuaciones determina el éxito o el fracaso del proyecto. Pero ni los beneficios ni las pérdidas provocan por sí acumulación ni consumo de capital. Lo que hace variar la cantidad de capital disponible es el modo en que ordenan su consumo aquellas personas cuyos patrimonios registran las pérdidas o las ganancias.

El capital puede transferirse sin o con la transmisión de la propiedad de los bienes de capital. El primer supuesto se da cuando una persona consume capital, mientras otra, por el mismo importe, independientemente, lo acumula. El caso contrario, en cambio, se produce cuando el vendedor de los bienes de capital consume la suma recibida mientras el comprador le paga con cargo a un excedente no consumido, es decir, ahorrando parte de sus ingresos netos.

Son cosas distintas el consumo de capital y la extinción física de los bienes de capital. Todos los bienes de capital, como decíamos, más pronto o más tarde se transmutan en productos finales, desapareciendo por el uso, el consumo o el desgaste. Lo único que puede mantenerse, ordenando convenientemente el consumo, es el valor del fondo de capital, nunca los concretos bienes de capital que lo integran. Puede acontecer que, en virtud de cataclismos naturales o de la acción demoledora del hombre, se destruya tal cantidad de bienes de capital que no sea posible reponer en corto espacio de tiempo la primitiva cuantía del fondo de capital por más que se restrinja el consumo. Ahora bien, en todo caso, lo que provoca tal escasez es exclusivamente la insuficiencia de la cuota de ingresos dedicada a tal fin.

8. LA MOVILIDAD DEL INVERSOR

La limitada convertibilidad de los bienes de capital no liga para siempre al propietario de los mismos. El inversor puede libremente variar la inversión en que sus riquezas están materializadas. Si es capaz de prever el futuro estado del mercado con mayor precisión que los demás, podrá concentrarse en aquellas inversiones cuyo precio vaya a subir, evitando aquellas otras cuyo valor haya de descender.

Beneficios y pérdidas empresariales provienen de la inversión de factores de producción en específicos proyectos. Las especulaciones bursátiles y similares operaciones no mobiliarias determinan a quiénes afectan efectivamente esas pérdidas y ganancias. Se pretende trazar una separación tajante entre las actuaciones puramente especulativas y las verdaderas inversiones productivas. Pero la diferencia entre unas y otras es meramente de grado. No hay inversión alguna que no sea especulativa. La acción, en una economía cambiante, supone siempre especular. Las inversiones pueden resultar buenas o malas, pero siempre son especulativas. Una variación radical de las circunstancias puede, por ejemplo, transformar en funesta hasta la inversión normalmente más segura.

La especulación bursátil ni desvirtúa pasadas actuaciones ni modifica la limitada convertibilidad de los bienes de capital existentes. Pero sirve para impedir adicionales inversiones en industrias y empresas en que, según opinan los especuladores, sería una mala operación. Señala cómo se puede proseguir y respetar esa tendencia que prevalece en toda economía de mercado y que aspira, precisamente, a ampliar los negocios buenos y a restringir los malos. La bolsa, en tal sentido, se nos presenta como «el mercado», el centro focal de la economía, el mecanismo por excelencia que hace prevalecer en la conducta de los negocios los previstos deseos de los consumidores.

La movilidad del inversor se manifiesta en la erróneamente denominada huida del capital. El inversor puede apartarse de aquellas inversiones que considera inseguras, siempre y cuando esté dispuesto a soportar la correspondiente pérdida ya descontada por el mercado. Logra evitar las ulteriores pérdidas previstas, transfiriéndolas a gente menos perspicaz en la apreciación del futuro precio de las mercancías en cuestión. La huida de capital no detrae el mismo de los cometidos en que ya estaba invertido. Implica simplemente un cambio de propietario.

A este respecto, es indiferente que el capitalista «se evada» hacia otras inversiones nacionales o, por el contrario, busque colocación en el extranjero. Uno de los principales objetivos de la intervención de divisas es impedir esa huida al extranjero del capital. Pero con esa intervención sólo se consigue impedir que los propietarios de inversiones nacionales reduzcan sus pérdidas intercambiando a tiempo una inversión interior que consideran insegura por otra extranjera que les merece más confianza.

Cuando ciertas o todas las inversiones nacionales se ven amenazadas por confiscación parcial o total, el mercado descuenta esa desfavorable situación modificando convenientemente los precios de los bienes afectados. Ya es tarde entonces para recurrir a la huida y así evitar el daño. Sólo los inversores suficientemente perspicaces para adivinar el desastre que se avecina, mientras la mayor parte de la gente no se percata de su inminencia y gravedad, pueden salvarse con escasas pérdidas. Hagan lo que hagan capitalistas y empresarios, jamás lograrán transformar en móviles y transportables los bienes inconvertibles. Esta tesis suele admitirse generalmente en lo referente al capital fijo, pero se rechaza cuando se trata de capital circulante. Se afirma que el exportador puede vender mercancías en el extranjero y abstenerse de reimportar las divisas percibidas. Ahora bien, una empresa precisa perentoriamente de su capital circulante para funcionar. El hombre de negocios que exporta los fondos propios utilizados para la adquisición de materias primas, trabajo y demás elementos necesarios se verá obligado a reemplazar dichas sumas tomándolas prestadas. El grano de verdad de ese mito que proclama la movilidad del capital circulante estriba en que el inversor puede evitar pérdidas que amenacen a su capital circulante independientemente de que logre o no rehuir las de su capital fijo. Pero el proceso de huida de capitales es el mismo en ambos supuestos. Las inversiones en sí no varían; el capital invertido nunca emigra.

La huida de capital allende las fronteras presupone la buena disposición de los extranjeros a intercambiar sus inversiones por otras en el país de donde el capital huye. El inversor británico no puede abandonar sus inversiones en Gran Bretaña si no hay ningún extranjero dispuesto a comprárselas. De ahí resulta que la huida de capitales nunca puede provocar ese tan comentado saldo desfavorable de la balanza de pagos. Tampoco puede encarecer la cotización de las divisas extranjeras. Si muchos capitalistas —sean ingleses o extranjeros— desean desprenderse de sus valores mobiliarios británicos, la cotización de los mismos descenderá. Pero ello no puede influir en la relación de intercambio entre la libra esterlina y las demás divisas.

Lo mismo sucede con el capital invertido en dinero metálico. El poseedor de francos franceses que prevé las consecuencias que ha de provocar la política inflacionaria del gobierno galo puede, o bien «huir hacia valores reales», comprando mercancías, o bien proceder a la adquisición de divisas extranjeras. Pero en cualquier caso deberá encontrar alguien dispuesto a aceptar sus francos. Sólo podrá «huir» si hay gente con una idea más optimista que la suya acerca del futuro del signo monetario francés. Lo que eleva el precio de las mercancías y de las divisas extranjeras no es la conducta de quienes desean desprenderse de francos, sino la de aquellas personas que no están dispuestas a tomarlos si no es a un cambio bajo.

Los gobernantes dicen que cuando intervienen el comercio de divisas para evitar la evasión de capitales actúan en defensa de los supremos intereses nacionales. Pero el efecto que en realidad provocan con tales medidas es perjudicar a muchos sin beneficiar a nadie, y menos aún a ese fantasma que es la economía nacional. Si hay inflación en Francia, desde luego no beneficia a la república ni a ninguno de sus súbditos el que todas las consecuencias negativas de semejante política recaigan íntegramente sobre ciudadanos franceses. Algunos de éstos, vendiendo a extranjeros billetes o valores pagaderos en francos, indudablemente habrían logrado transferir a extraños parte de dichas pérdidas. El resultado provocado al impedir tales transacciones es el de empobrecer a algunos franceses sin enriquecer a ninguno. Es realmente difícil justificar, desde un punto de vista nacionalista, tal planteamiento.

La gente ve siempre algo deshonesto en la contratación bursátil. Si las cotizaciones suben, se acusa a los especuladores de timadores que se apropian de lo que en buena ley corresponde a otros. En cambio, cuando las cotizaciones bajan, se les acusa de derrochar la riqueza nacional. Las ganancias especulativas se consideran producto del robo o del hurto practicado a costa del resto de la nación. Y hasta se insinúa que son la causa de la pobreza de las masas. Se suele distinguir entre las turbias ganancias del intermediario y el beneficio del industrial, que no se limita a especular, sino que proporciona útiles mercancías a los consumidores. Hasta quienes escriben en periódicos financieros ignoran que las transacciones bursátiles no producen ni beneficio ni pérdida, sino que simplemente reflejan beneficios o quebrantos registrados por el comercio o la industria. Tales ganancias y pérdidas, originadas por el público al aprobar o recusar las inversiones efectuadas en el pasado, se hacen visibles en el mercado bursátil. El volumen dinerario de tales operaciones mobiliarias no afecta al público. Por el contrario, es la reacción de la gente ante el modo en que los inversores ordenaron la producción lo que determina los precios que el mercado de valores registra. En definitiva, es la actitud de los consumidores lo que hace que determinados valores suban, mientras otros bajan. Quienes ni ahorran ni invierten, tampoco ganan ni pierden por las fluctuaciones de la Bolsa. Este comercio sirve simplemente para indicar qué inversiones cosecharán beneficios y cuáles sufrirán pérdidas[17].

9. DINERO Y CAPITAL; AHORRO E INVERSIÓN

El capital se cifra en términos monetarios y está representado, en los estados contables, por una cierta suma dineraria. Pero el capital también puede consistir precisamente en dinero metálico. Comoquiera que los bienes de capital son objeto de intercambio y que tales cambios se efectúan siguiendo los mismos principios que regulan el de los demás bienes, se recurre también en esta materia al cambio indirecto y al uso del dinero. Nadie que en la economía de mercado actúe puede renunciar a las ventajas que supone la tenencia de numerario. No sólo como consumidores, sino también como capitalistas y empresarios, la gente necesita disponer de dinero metálico.

Quienes ven en este hecho algo sorprendente o contradictorio desconocen la verdadera naturaleza del cálculo económico y de la contabilidad de capital. Atribuyen a esta última cometidos que en ningún caso pueden corresponderle. La contabilidad de capital es un instrumento mental que sirve para calcular y constatar fenómenos; es una herramienta intelectual de la que únicamente pueden servirse quienes actúan dentro de una economía de mercado. Sólo donde existe el cálculo económico puede cifrarse el capital cifrable. El único servicio que la contabilidad de capital rinde a quienes actúan en el marco de una economía de mercado es el de informarles acerca de si el equivalente monetario de las riquezas que tienen destinadas a actividades productivas ha variado y en qué proporción ha cambiado. Para nada más sirve la contabilidad de capital.

En cuanto pretendamos calcular la magnitud del denominado capital volkswirtschaftliche o capital social como distinto del capital propio adquirido por los individuos y del absurdo concepto de capital consistente en la suma de las diversas fortunas de los particulares, tropezamos con un problema falso. Porque ¿qué papel puede desempeñar el dinero bajo tales conceptos de capital social? Existe una radical diferencia entre contemplar el capital desde el punto de vista del individuo y contemplarlo desde el punto de vista de la sociedad. Hemos planteado mal las cosas. En efecto, resulta manifiestamente contradictorio eliminar toda referencia al dinero cuando pretendemos medir una magnitud que sólo en términos monetarios puede ser computada. Carece de sentido pretender recurrir al cálculo económico cuando se trata de sistemas económicos en que no puede haber ni dinero ni precios monetarios para los factores de producción. En cuanto nuestro razonamiento transpone las fronteras de la sociedad de mercado, es preciso renunciar a toda referencia al dinero y a los precios monetarios. La representación mental del capital social sólo es posible como un conjunto de bienes diversos. Sólo es posible comparar dos agrupaciones de este tipo declarando que una de ellas elimina el malestar de la sociedad mejor que la otra. (Problema aparte es el de si la mente humana puede llegar a formular semejante juicio). A estos conjuntos no se les puede aplicar ninguna expresión dineraria. Los términos monetarios quedan huérfanos de sentido; no es posible, en ausencia de un mercado de los factores de producción, abordar y ni siquiera plantear los problemas relativos al capital.

Durante los últimos años los economistas se han ocupado particularmente del papel que la tenencia de numerario desempeña en relación con el ahorro y la acumulación de capital. Son muchas las conclusiones erróneas que se han formulado en esta materia.

Cuando una persona poseedora de cierta suma dineraria la dedica, no al consumo, sino a la adquisición de factores de producción, el ahorro queda directamente transformado en acumulación de capital. En cambio, si el individuo dedica el ahorro a incrementar su tenencia de numerario, por estimar que tal es el destino que a él más le conviene dar a dicho ahorro, desata una tendencia bajista en el precio de las mercancías y alcista en el poder adquisitivo de la moneda. Suponiendo que las existencias dinerarias no han sufrido variación, tal conducta no influye directamente sobre la acumulación de capital ni en el empleo del mismo en la expansión de la producción[18]. El efecto típico de la actividad ahorradora, es decir, la aparición de un excedente de la producción sobre el consumo, no se desvanece a causa de tal atesoramiento. No se produce el alza que, en otro caso, habrían registrado los precios de los bienes de capital. Las más amplias existencias de estos últimos no varían por el hecho de que haya quienes deseen aumentar su tenencia de numerario. Si nadie dedica tales bienes, ahorrados precisamente por no haber sido consumidos, a incrementar el consumo, independientemente de cuál pueda ser su precio, siempre representarán una ampliación de la cantidad de bienes de capital disponibles. Ambos procesos —el incremento de la tenencia de numerario y la ampliación del capital acumulado— tienen lugar al tiempo.

Una baja en el precio de las mercancías, en igualdad de circunstancias, supone reducción del valor monetario del capital de los diversos individuos. Ahora bien, ello no implica reducción de las existencias de bienes de capital, ni exige reajustar las actividades productivas a un supuesto empobrecimiento. Simplemente se hace necesario variar las cifras monetarias manejadas en el cálculo económico.

Supongamos ahora que gracias a un incremento de dinero crediticio o de dinero fiat, o a una expansión crediticia, se produce ese numerario adicional requerido por el mayor deseo de metálico. En tal caso, tres procesos independientes se ponen en marcha: una tendencia a la baja de los precios de las mercancías a causa del aumento de la cifra de bienes de capital disponibles y la consecuente ampliación de las actividades productivas; otra tendencia, también a la baja, de los precios, desatada por la superior demanda de dinero para su tenencia en metálico; y, finalmente, una tercera al alza de los precios provocada por la ampliada existencia de dinero (en sentido lato). Estos tres procesos, hasta cierto punto, son coetáneos. Cada uno de ellos provoca sus efectos propios, los cuales, según las circunstancias concurrentes, pueden verse reforzados o debilitados por los de los otros. Pero lo fundamental es que los bienes de capital producidos por el ahorro adicional no se desvanecen a causa de los cambios monetarios, es decir, por razón de esas variaciones en la demanda y en las existencias dinerarias (en sentido amplio). Cuando una persona ahorra una cierta suma monetaria en vez de dedicarla al consumo, ese proceso ahorrador provoca invariablemente la acumulación de capital y la correspondiente inversión. Es indiferente que el interesado incremente o no su tenencia de numerario. El acto de ahorrar implica siempre la aparición de unos bienes producidos y no consumidos, bienes que permiten ulteriores actividades productivas. Los ahorros de la gente están invariablemente materializados en específicos bienes de capital.

Suponer que el dinero atesorado es una porción de riqueza improductiva, y que cualquier incremento de tal atesoramiento implica una reducción del capital productivo, es cierto tan sólo en cuanto el alza del poder adquisitivo del dinero da lugar a que nuevos factores de producción se dediquen a la extracción de oro y a que se detraiga el metal de sus aplicaciones industriales para transformarlo en moneda. Tales efectos, sin embargo, son producidos no por el hecho de ahorrar, sino por el deseo de incrementar la liquidez. El ahorro sólo es posible, en la economía de mercado, dejando de consumir una parte de los ingresos. El que cierta porción de su ahorro la dedique el interesado a la tenencia de numerario influye en la capacidad adquisitiva del dinero y, por ende, puede dar lugar a que se reduzca nominalmente el capital existente (el equivalente monetario del mismo); pero este atesoramiento jamás hará estéril ninguna porción del capital acumulado.