El cambio interpersonal se denomina cambio indirecto cuando entre las mercancías y servicios que, en definitiva, los interesados pretenden canjear se interponen uno o más medios de intercambio. La materia que la teoría del cambio indirecto analiza es la referente a las razones de canje que pueden darse entre los medios de intercambio, de un lado, y todos los demás bienes y servicios, de otro. Los teoremas de la teoría del cambio indirecto se cumplen bajo cualquier supuesto en que el mismo aparezca y sean cuales fueren los medios de intercambio utilizados.
Cuando un medio de intercambio se hace de uso común, se transforma en dinero. El concepto de dinero es de vagos contornos, pues implica una condición de por sí imprecisa, cual es el «uso común» del medio de intercambio. Hay casos en que resulta difícil decidir si el medio de intercambio en cuestión se utiliza o no «comúnmente». Pero esta imprecisión en modo alguno afecta al rigor y certeza de la praxeología, pues lo que ésta predica del dinero puede decirse igualmente de cualquier medio de intercambio. Por lo tanto, carece de importancia en esta materia retener la tradicional expresión de teoría del dinero o reemplazarla por otra.
La teoría del dinero es y siempre fue la teoría del cambio indirecto y de los medios de intercambio[1][*].
Si tantos economistas no hubieran tan lastimosamente errado en estas materias atinentes a los problemas monetarios, aferrándose después con obcecación a sus errores, difícilmente podrían hoy prevalecer estos planteamientos que tan negativamente han influido sobre la política monetaria de casi todos los gobiernos.
Está, ante todo, la errónea idea de la supuesta neutralidad del dinero[2]. Tal idea indujo a muchos a creer que el «nivel» de los precios sube y baja proporcionalmente al incremento o disminución de la cantidad de dinero en circulación. Se olvidaba que ninguna variación de las existencias dinerarias puede afectar a los precios de todos los bienes y servicios al mismo tiempo y en idéntica proporción. No se advertía que los cambios de poder adquisitivo del dinero son necesariamente función de cambios sufridos por las relaciones entre compradores y vendedores. En orden a demostrar la doctrina según la cual la cantidad de dinero y los precios suben o bajan proporcionalmente, al abordar la teoría del dinero se adoptó un método totalmente distinto del que la economía moderna emplea en el estudio de todos los demás problemas. En vez de comenzar examinando, como hace la cataláctica, las actuaciones individuales, se pretendió estudiar el tema analizando la economía de mercado en su conjunto. Ello obligaba a manejar conceptos como la cantidad total de dinero existente en el sistema económico; el volumen comercial, es decir, el equivalente monetario de todas las transacciones de mercancías y servicios practicados en dicho sistema; la media de la velocidad de circulación de la unidad monetaria; el nivel de precios. Tales fórmulas aparentemente hacían aceptable la doctrina del nivel de precios. Ahora bien, ese modo de razonar es un caso típico de argüir en círculo vicioso. En efecto, la ecuación de intercambio presupone la propia doctrina del nivel de precios que pretende demostrar. No es más que una expresión matemática de la insostenible tesis según la cual existe una proporcionalidad uniforme entre los precios y las variaciones cuantitativas del dinero[*].
Al examinar la ecuación de intercambio, se presupone que uno de sus elementos —la cantidad total de dinero, el volumen comercial, la velocidad de circulación— varía, sin que nadie se pregunte cuál es la causa de esos cambios. Es claro que éstos no aparecen en el sistema económico por generación espontánea; lo que cambia en verdad es la disposición personal de los individuos que actúan, y son precisamente esas múltiples actuaciones las que provocan las variaciones en la estructura de los precios. Los economistas matemáticos escamotean esa efectiva demanda y oferta de dinero desatada por cada una de las personas que intervienen en la economía. Recurren, en cambio, al engañoso concepto de velocidad de circulación basado en ideas tomadas de la mecánica.
De momento no interesa discutir si los economistas matemáticos tienen o no razón cuando proclaman que los servicios que el dinero presta consisten exclusiva o fundamentalmente en el hecho de rodar, es decir, en su circulación. Aun cuando así fuera, no por ello dejaría de resultar ilógico pretender basar en tales servicios la capacidad adquisitiva —el precio— de la unidad monetaria. Los servicios que el agua, el whisky o el café prestan al hombre no explican los precios que el mercado efectivamente paga por tales mercancías. Lo único que explican es por qué la gente, en la medida en que reconocen esos servicios, demandan, en determinadas condiciones, cantidades definidas de estas mercancías. Es invariablemente la demanda, no el valor objetivo de uso, lo que determina los precios.
Es cierto que, tratándose del dinero, la cataláctica ha de abordar problemas de mayor amplitud que el que analiza al ocuparse de las demás mercancías. En efecto, no compete a la cataláctica, sino a la psicología y a la fisiología, explicar por qué la gente desea los diversos bienes que se ofrecen en el mercado. Pero cuando se trata del dinero, ese problema sí es la cataláctica la que debe afrontarlo. Es ella la que debe indicarnos qué ventajas pretende el hombre derivar de la tenencia de numerario. No son tales ventajas las únicas circunstancias que determinan el poder adquisitivo del dinero. El deseo de disfrutarlas constituye únicamente uno de los varios factores que desatan la demanda de dinero. Y es sólo tal demanda, o sea, en definitiva, un factor subjetivo cuya intensidad depende exclusivamente de juicios valorativos, nunca de hechos objetivos, ni de capacidad alguna para provocar efectos determinados, lo que da lugar a los tipos de intercambio que registra el mercado.
El fallo de la ecuación de intercambio y sus elementos básicos está en que se pretende contemplar los fenómenos de mercado de un modo holístico. La obsesión por el sistema económico lo confunde todo. Pero cuando aparece, en el sentido estricto de la palabra, el sistema económico, desaparecen tanto el mercado como los precios y el dinero. En el mercado sólo operan individuos o asociaciones de personas. Son los propios intereses personales los que inducen a tales sujetos a actuar, jamás unos hipotéticos intereses de la economía en su conjunto. Para que conceptos tales como el del volumen comercial o el de la velocidad de circulación tengan sentido, es preciso retrotraerlos a determinadas actuaciones individuales. Lo que no resulta permisible es recurrir a esos mismos conceptos para explicar las actuaciones personales que los originan. El primer problema que la cataláctica ha de plantearse ante una variación de la cantidad total de dinero disponible en el mercado es el referente a cómo dicho cambio puede afectar a la conducta de los diversos individuos actuantes. La economía moderna no pretende averiguar cuánto vale «el hierro» o «el pan», sino cuánto vale una precisa cantidad de hierro o de pan para un concreto individuo que actúa en un determinado tiempo y lugar. Del mismo modo debemos proceder cuando se trata del dinero. La ecuación de intercambio pugna con los principios básicos que informan el pensamiento económico. Equivale a recaer en los modos de pensar ya superados, típicos de épocas primitivas, en que la gente no lograba captar los fenómenos praxeológicos precisamente porque partía siempre de conceptos holísticos. Es un procedimiento estéril, al igual que las arcaicas especulaciones sobre el valor del «hierro» o del «pan» en general.
La teoría del dinero es una parte esencial de la teoría cataláctica. Por tanto, hay que abordarla del mismo modo que todos los demás problemas catalácticos.
Se diferencian entre sí notablemente las diversas mercancías y servicios en lo que respecta a su mercabilidad. Hay bienes para los cuales es fácil hallar comprador dispuesto a pagar el mayor precio que, dadas las circunstancias, pueda exigirse por ellos, o al menos a efectuar un desembolso tan sólo ligeramente inferior a dicho precio máximo. Existen otros bienes, en cambio, para los cuales resulta difícil hallar rápidamente comprador, aun en el caso de que el vendedor esté dispuesto a contentarse con un precio notablemente inferior al que podría obtener si tropezara con otro posible interesado cuya demanda fuera mayor. Esta distinta mercabilidad de los diversos bienes es lo que origina el cambio indirecto. Quien no puede procurarse inmediatamente los bienes que precisa para el consumo o la producción, o quien todavía no sabe con exactitud qué mercancía necesitará en un futuro incierto, incrementa la posibilidad de dejar satisfactoriamente atendidas en el futuro sus apetencias si canjea los bienes de difícil salida que a la sazón posee por otros de colocación más sencilla. También es posible que las condiciones materiales de la mercancía que posee (la escasa perdurabilidad de la misma, los gastos exigidos por su almacenaje u otras consideraciones análogas) le hagan prohibitiva la espera. El temor de que un cambio en la demanda reduzca el valor del bien en cuestión puede igualmente inducir al interesado a no demorar el trueque. En cualquiera de estos supuestos, la postura del sujeto mejora si, mediante el oportuno intercambio, obtiene otra mercancía que en su día le será más fácil colocar, aunque con el bien en cuestión no pueda satisfacer directamente ninguna de sus presentes necesidades.
Se denominan medios de intercambio aquellos bienes que se adquieren no para consumirlos ni para emplearlos en actividades productivas propias, sino precisamente para intercambiarlos por otras mercancías que efectivamente se piensa consumir o utilizar en ulterior producción.
El dinero es un medio de intercambio. Es la bien de más fácil colocación; la gente lo desea porque piensa utilizarlo en ulteriores trueques interpersonales. Es dinero aquello que con carácter generalizado se ofrece y acepta como medio de intercambio. He aquí la única función del dinero. Cualesquiera otras funciones generalmente atribuidas al mismo no son más que aspectos particulares de esa fundamental y única función, la de ser medio de intercambio[3].
Los medios de intercambio son bienes económicos. Son escasos; hay demanda para ellos. La gente en el mercado desea adquirirlos, está dispuesta a entregar a cambio bienes y servicios diversos. Los medios de intercambio tienen efectivo valor de intercambio. La gente sacrifica otras cosas por hacerlos suyos; se pagan «precios» por ellos. La peculiaridad de tales precios estriba en que no pueden ser expresados en términos dinerarios. Al tratar de los bienes y servicios que son objeto de compraventa hablamos de su precio en dinero. Del dinero, en cambio, predicamos su poder adquisitivo con respecto a las mercancías generalmente contratadas.
Hay demanda de medios de intercambio porque la gente pretende hacer acopio de ellos. Todo aquél que opera en la sociedad de mercado desea poseer cierta cantidad de dinero, una suma de metálico en el bolsillo o un saldo de numerario a su favor. El sujeto, a veces, quiere disponer de mayor tesorería; en otras ocasiones, por el contrario, prefiere restringirla; en casos excepcionales puede incluso renunciar a toda tenencia de numerario. Normalmente, la gente desea no sólo poseer diversos bienes económicos; quiere además tener dinero. Este saldo monetario no es un simple residuo, un mero excedente de riqueza no gastada. En modo alguno es un resto que involuntariamente queda en poder del interesado después de practicar sus compras y ventas. Su cuantía depende de una determinada demanda de dinero. Y como sucede con todos los demás bienes, son los cambios registrados en la demanda y en las existencias dinerarias los que alteran la razón de intercambio entre el dinero y los demás bienes.
Cada unidad monetaria se halla en posesión de uno de los miembros de la economía de mercado. El dinero pasa de unas manos a otras en proceso permanente y sin solución de continuidad. No hay momento alguno durante el cual el dinero no sea de nadie, de ninguna persona o entidad, y se halle simplemente «en circulación»[4]. No hay motivo para distinguir entre dinero «activo» y dinero «ocioso». Tampoco lo hay para distinguir entre dinero circulante y dinero atesorado. Lo que suele denominarse atesoramiento no es más que un saldo de metálico superior —según la opinión de quien enjuicia— al considerado normal y conveniente. Sin embargo, el atesorar no es más que una pura tenencia de metálico. El metálico atesorado sigue siendo dinero y en tal situación sus servicios son idénticos a los que procura cuando el encaje es menor, considerándose entonces «normal». Quien atesora procede así porque determinadas circunstancias le inducen a pensar que le conviene acumular más metálico del que en otro momento retendría, del que terceras personas a la sazón conservan en caja, o del que el economista que analiza el caso considera apropiado. Semejante actuación influye en la demanda de dinero lo mismo que le influye cualquier otra demanda «normal».
A muchos economistas les repugna hablar de demanda y oferta cuando se trata de la del dinero para mera tenencia del mismo, pues temen que tales expresiones pueden provocar confusión al coincidir con las que se utilizan en banca. Es cierto que ante la demanda y la oferta de crédito a corto plazo suele hablarse de demanda y oferta de dinero. En este sentido, el mercado del crédito a corto plazo se denomina comúnmente mercado dinerario. Se dice que el dinero escasea cuando el interés de los créditos a corto plazo tiende al alza y, en cambio, que abunda cuando dicho interés tiende a la baja. Esta terminología está tan firmemente establecida que sería vano pretender cambiarla. Sin embargo, ha contribuido a la propagación de algunos graves errores. Ha dado lugar, en efecto, a que se confunda dinero y capital y ha inducido al público a creer que incrementar las existencias dinerarias podía provocar una permanente reducción de la tasa de interés. Pero son tan crasos y evidentes los errores en cuestión que resulta difícil creer que esta terminología pueda actualmente confundir a nadie. El economista, al menos, no puede desorientarse en cuestiones tan fundamentales como éstas.
Otros sostienen que no debe hablarse de demanda y de oferta de dinero porque los objetivos que persiguen quienes demandan dinero son distintos de los que buscan quienes demandan mercancías. En definitiva, se asegura, estas últimas se demandan con miras a hacerlas objeto de consumo, mientras que el dinero lo demanda el interesado simplemente para volver a desprenderse de él en ulteriores actos de intercambio. La objeción es a todas luces infundada. Un medio de intercambio, en última instancia, sólo puede utilizarse desprendiéndose de él. Sin embargo, la gente, antes de desprenderse de ellos, comienza por acumular una cierta cantidad de los mismos, para luego, en momento oportuno, poder realizar las correspondientes compras. La gente no atiende sus personales necesidades en el instante preciso en que se desprende de los diversos bienes y servicios que lleva al mercado, sino que aguarda voluntaria o necesariamente la aparición de las circunstancias más propicias para efectuar sus compras, y precisamente por ello no intercambia directamente sus mercancías y sólo lo hace indirectamente, intercalando en el canje un medio de intercambio. El que no se desgaste el dinero por el uso, de tal suerte que suele rendir sus típicos servicios durante tiempo prácticamente ilimitado, es un factor importante en la configuración de su oferta. Pero ello no modifica el hecho de que la apreciación del dinero deba examinarse del mismo modo que demás bienes: según la demanda desatada por todos aquéllos que desean poseer determinadas sumas dinerarias.
Los economistas han tratado de precisar los factores que en el conjunto del sistema económico incrementan o restringen la demanda de dinero. Estos factores son: la configuración de la población; el grado en que las agrupaciones familiares atiendan sus necesidades mediante producción propia o bien trabajen para proveer ajenas necesidades, acudiendo al mercado con sus mercancías vendibles y comprando en él los artículos de consumo; la distribución de la actividad mercantil, así como las épocas en que normalmente se liquiden las operaciones; y la existencia de organismos de compensación, al estilo de las clearing houses, para la mutua cancelación de créditos y débitos. Todos estos factores influyen ciertamente en la demanda de dinero y en la cuantía de los saldos dinerarios que las distintas personas jurídicas o naturales efectivamente retienen en caja. Pero su influencia es sólo indirecta a través del papel que desempeñan en la consideración de la gente respecto a la determinación de los saldos de tesorería que consideran oportunos. Lo que decide la cuestión son siempre los juicios de valor de los interesados. Los diferentes actores deciden qué tesorería consideran la más adecuada. Toman sus decisiones dejando de adquirir mercancías, valores y créditos o vendiendo tales activos patrimoniales, en un caso, y operando a la inversa, en otro. Por lo que respecta al dinero, el planteamiento no difiere del de todos los demás bienes y servicios. La demanda de dinero depende de la conducta que adopten quienes desean adquirirlo para tenerlo a la vista.
Otra objeción formulada contra la noción de demanda de dinero es la siguiente: la utilidad marginal de la unidad monetaria decrece mucho más lentamente que la de otras mercancías; en realidad su descenso es tan lento que apenas se tiene en cuenta. Nadie estima totalmente satisfecha su demanda de dinero; nadie renuncia a un incremento del propio ingreso dinerario, siempre y cuando el correspondiente sacrificio no sea excesivo. La demanda de dinero puede, pues, considerarse ilimitada. Pero la existencia de una demanda ilimitada es una idea contradictoria. Se trata de un puro sofisma. Se confunde la demanda de dinero para su tenencia a la vista con el deseo de incrementar la propia riqueza expresada en términos monetarios. Quien afirma que su sed de dinero jamás puede ser saciada no dice que nunca considerará bastante su tesorería. Lo que de verdad quiere significar es que en ningún caso se considerará excesivamente rico. Si percibe nuevos ingresos dinerarios, evidentemente no los destinará a incrementar el saldo de caja y bancos; en todo caso, dedicará a dicho cometido una parte tan sólo de las sumas en cuestión. El resto lo empleará en bienes de consumo inmediato o en inversiones. Nadie conserva en su poder dinero por cantidad superior al metálico que efectivamente desea tener.
La idea de que la razón de intercambio entre el dinero, de un lado, y todas las mercancías y servicios vendibles, de otro, depende —igual que sucede con las mutuas razones de intercambio entre los diversos bienes vendibles— de la demanda y la oferta es la esencia de la teoría cuantitativa del dinero. Esta teoría es fundamentalmente una aplicación de la teoría general de la oferta y la demanda al caso especial del dinero. Su mérito consistió en explicar el poder adquisitivo del dinero recurriendo a los mismos razonamientos que explican todas las demás razones de intercambio. Su error fue adoptar una interpretación holística, considerando la total cantidad de dinero existente en el sistema económico y desentendiéndose de las específicas actuaciones de las personas naturales y jurídicas que en él operan. Este falso punto de partida dio lugar a que se cayera en el vicio de suponer que existe una proporcionalidad entre los precios y las variaciones de la cantidad de dinero existente. Sus primitivos críticos no lograron refutar los errores inherentes a la teoría cuantitativa y sustituirla por otra más convincente. En vez de combatir esos errores, se dedicaron a criticar el indudable núcleo de verdad que encerraba. Pretendieron demostrar que no existe relación causal alguna entre los movimientos de los precios y las variaciones de la cantidad total de dinero. Esta obsesiva pretensión les hizo perderse en un laberinto de errores, contradicciones y estupideces. La moderna teoría monetaria sigue los derroteros abiertos por la teoría cuantitativa tradicional por cuanto entiende que las mutaciones de la capacidad adquisitiva del dinero deben examinarse a la luz de los mismos principios aplicados al analizar todos los demás fenómenos de mercado, asegurando igualmente que existe una relación de causalidad entre los cambios registrados por la demanda y la oferta de dinero, de un lado, y el poder adquisitivo del mismo, de otro. En este sentido, podemos considerar la moderna teoría del dinero simplemente como una variante mejorada de la antigua teoría cuantitativa.
Carl Menger no sólo concibió una irrefutable teoría praxeológica acerca del origen del dinero, sino que comprendió la importancia de su teoría para el esclarecimiento de los principios fundamentales de la praxeología y sus métodos de investigación[5].
Algunos autores han intentado explicar el origen del dinero por decreto o convención. Una decisión del gobernante o un acuerdo entre los ciudadanos, de modo deliberado y consciente, habría implantado el cambio indirecto y creado el dinero. El principal fallo de esta doctrina no radica en la suposición de que los hombres de épocas que desconocían el cambio indirecto y el dinero pudieran llegar a proyectar un nuevo orden económico totalmente distinto de las condiciones reales de su propia época y comprendieran la importancia de semejante plan. Tampoco en el hecho de que la historia no brinde confirmación alguna de tal supuesto. Hay razones de mayor peso para rechazarla.
Si admitimos que los interesados mejoran sus respectivas posiciones a medida que van sustituyendo el cambio directo por el indirecto, empleando preferentemente como medios de intercambio bienes de colocación más fácil, no hay por qué recurrir además, para explicar el origen del cambio indirecto, a una imposición autoritaria o a un expreso pacto entre ciudadanos. Quien mediante un cambio directo no puede procurarse aquello que desea, incrementa sus posibilidades de hallar posteriormente el bien apetecido si se procura mercancías de más fácil colocación en el mercado. Ante este hecho, es innecesario apelar a interferencias gubernamentales ni a convenciones entre los ciudadanos para explicar la aparición del cambio indirecto. Los más perspicaces serían los primeros en advertir la conveniencia de recurrir a este procedimiento, imitando más tarde su conducta los de menores luces. Resulta mucho más plausible suponer que esas inmediatas ventajas del cambio indirecto fueron percibidas por los propios interesados que imaginar que hubo un ser genial capaz de organizar mentalmente toda una sociedad traficando con dinero y —en el caso de aceptar la doctrina de la convención— de explicarla luego convincentemente al resto de la población.
Si rechazamos que los individuos descubrieron la utilidad del cambio indirecto, que evita tener que esperar una oportunidad para el cambio directo, y, por consideración al argumento, admitimos que las autoridades o una convención introdujo el dinero, surgen nuevas dificultades. En efecto, habrá que investigar qué clase de medidas serían aplicadas para inducir a la gente a adoptar un sistema cuya utilidad no comprendía, el cual, además, resultaba harto más complicado que el simple cambio directo. Si pensamos en su imposición coactiva, habremos de indagar seguidamente cuándo y por qué dejó el cambio indirecto y el uso del dinero de resultar penoso, o al menos indiferente, al comprender la gente las ventajas del nuevo mecanismo.
La investigación praxeológica retrotrae todos los fenómenos a las actuaciones individuales. Si el cambio indirecto facilita las transacciones y la gente es capaz de comprender estas ventajas, es indudable que, más pronto o más tarde, aquél y el dinero harán su aparición. La experiencia nos dice que estos presupuestos se dieron en el pasado y se siguen dando en la actualidad. En ausencia de los mismos, por el contrario, no puede explicarse por qué la humanidad se decidió a adoptar el cambio indirecto y el dinero, ni por qué después ya nunca ha abandonado el uno ni el otro.
En realidad, el problema histórico del origen del cambio indirecto y del dinero no interesa a la praxeología. Lo único relevante a nuestros efectos es que el cambio indirecto y el dinero existen porque las condiciones de su existencia se dieron en el pasado y siguen dándose actualmente. En tal caso, la praxeología no tiene necesidad de recurrir a la hipótesis de que el cambio indirecto fue implantado por un decreto autoritario o por un acuerdo de los individuos. Los partidarios de la acción estatal, si así lo prefieren, pueden continuar atribuyendo al gobierno la «invención» del dinero, por escaso que sea el fundamento de semejante tesis. Lo que a nosotros nos importa es que los individuos adquieren un cierto bien no para consumirlo ni para dedicarlo a ulterior producción, sino pensando que en el futuro se desprenderán del mismo para realizar un nuevo acto de intercambio. Cuando la gente procede así con respecto a determinado bien, éste adquiere la categoría de medio de intercambio, y tan pronto comienza a ser comúnmente utilizado como tal, se transforma en dinero. Los teoremas de la teoría cataláctica sobre los medios de intercambio y el dinero demuestran los servicios que determinado bien proporciona como medio de intercambio. Aun dando por cierto que el cambio indirecto y el dinero fueran introducidos por la autoridad o en virtud de una convención, no hay duda de que sólo una determinada conducta de gentes que entre sí comercian puede dar efectiva existencia al cambio indirecto y al dinero.
La historia podrá ilustrarnos acerca de cuándo y dónde comenzaron a utilizarse los medios de intercambio y de cómo fue reduciéndose el número de bienes empleados a tal fin. Puesto que la frontera entre el amplio concepto de medio de intercambio y el más restringido de dinero no es clara y precisa sino gradual, no es posible determinar con precisión cuándo y dónde los simples medios de intercambio se transformaron en dinero. Estamos ante un típico problema de comprensión histórica. Ello no obstante, según antes se hacía notar, la frontera entre el cambio directo y el indirecto es clara e indubitable, y además todo lo que la cataláctica predica de los medios de intercambio es aplicable categóricamente a cualesquiera bienes que sean demandados y adquiridos como tales medios.
En la medida en que la afirmación de que el cambio indirecto y el dinero fueron implantados por decreto o por convención se refiere a hechos históricos, es tarea de los historiadores demostrar su falsedad. Mientras no pretenda ser más que una afirmación histórica, carece de importancia para la teoría cataláctica del dinero y la explicación praxeológica de la aparición del cambio indirecto. Pero si lo que pretende es analizar la actuación humana y los eventos sociales, habrá que rechazarla, ya que nada predica de la acción. Nada de ella nos dice cuando se limita a proclamar que un buen día los gobernantes o los ciudadanos reunidos en asamblea concibieron de pronto la feliz idea de que sería provechoso comenzar a intercambiar indirectamente recurriendo a un medio de intercambio de uso común. Con ello no se hace más que eludir y retrotraer el problema.
Conviene advertir que nada añade a la comprensión científica de la acción humana y de los fenómenos sociales afirmar que se trata de creaciones del estado, de un jefe carismático o de la inspiración que un día tuvo la gente. Y menos aún pueden tales declaraciones refutar las enseñanzas de una teoría que demuestra que tales fenómenos deben considerarse «producto no intencionado, resultado no planeado ni buscado deliberadamente de los esfuerzos llevados a cabo específicamente por los miembros de una sociedad»[6].
Tan pronto como un bien económico comienza a ser demandado, no sólo por quienes desean emplearlo para el consumo o para la producción, sino además por terceras personas que tan sólo pretenden retenerlo en su poder como medio de intercambio para luego desprenderse del mismo, aumenta la demanda. Ha aparecido un nuevo aprovechamiento de la mercancía de referencia y ello desata una demanda adicional. Como sucede con cualquier otro bien económico, esa supletoria demanda provoca un alza del valor de cambio de la mercancía; es decir, por la adquisición de dicho objeto el mercado está dispuesto ahora a entregar mayor número de otros bienes que antes. La cantidad de mercancías que pueden obtenerse por un medio de intercambio, o sea, el «precio» de este último expresado en bienes y servicios diversos, es parcialmente función de aquella demanda provocada por quienes desean adquirirlo como tal medio de intercambio. Si esa mercancía se deja de emplear como medio de intercambio, esa específica demanda adicional desaparece, bajando, concomitantemente, su «precio».
Así, la demanda de todo medio de intercambio viene a ser la resultante de dos demandas parciales: la de quienes desean emplearlo para el consumo o la producción y la de quienes pretenden utilizarlo como tal medio de intercambio[7]. En relación con el moderno dinero metálico, se habla de su demanda industrial y de su demanda monetaria. El valor de cambio (el poder adquisitivo) de un medio de intercambio es, pues, la resultante del efecto acumulado de esas dos demandas parciales.
La magnitud de esa demanda del medio de intercambio que aparece en razón a los servicios que como tal medio de intercambio pueda proporcionar depende, a su vez, del valor de cambio que el propio dinero tenga en el mercado. Este hecho plantea un problema que muchos economistas consideraron hasta tal punto insoluble que ni siquiera se atrevieron a investigarlo seriamente. Resulta ilógico, decían, explicar el poder adquisitivo del dinero aludiendo a la demanda de numerario y, al tiempo, basar esta última en el propio poder adquisitivo de la moneda.
El problema, sin embargo, es sólo aparente. Ese poder adquisitivo que decimos depende de la específica demanda monetaria no es el mismo poder adquisitivo cuya magnitud determina esta específica demanda. Lo que pretendemos averiguar es qué determina el poder adquisitivo que el dinero tendrá en el futuro inmediato, en el instante más próximo. Tal poder adquisitivo depende del que el dinero tuvo en el pasado inmediato, en el instante que acaba de transcurrir. Son dos magnitudes distintas. Es erróneo objetar a nuestro teorema, que podemos denominar teorema regresivo, que cae en un círculo vicioso[8].
Pero ello, aseguran los críticos, equivale a retrotraer el problema. Lo que se trata de explicar es cómo se determina ese poder adquisitivo de ayer. Porque si, en efecto, pretendemos del mismo modo explicar este último acudiendo al poder adquisitivo de anteayer, y así sucesivamente, no hacemos más que caer en un regressus in infinitum. Tal modo de razonar en modo alguno resuelve el problema. Sin embargo, lo que esos críticos pasan por alto es que ese proceso regresivo no prosigue sin fin. Llega a un punto en el que el razonamiento queda completo y resueltas todas las incógnitas. En efecto, si recorremos hacia atrás, paso a paso, ese proceso seguido por el poder adquisitivo, llegamos finalmente a aquel instante en que el bien en cuestión comenzó a utilizarse como medio de intercambio. Alcanzado ese punto, su poder adquisitivo es función exclusivamente de la demanda no monetaria —industrial— desatada por quienes pretenden utilizar la mercancía en función distinta de la propia de medio de intercambio.
Pero, prosiguen los críticos, esto significa explicar la porción de poder adquisitivo del dinero generada por los servicios que proporciona como medio de intercambio acudiendo a los servicios que reporta en cometidos industriales. El verdadero problema, aclarar el origen del específico componente monetario del valor de cambio del dinero, queda sin resolver. Pero también aquí se equivocan los críticos. La parte del valor del dinero que procede de sus servicios como medio de intercambio queda plenamente justificada por esos servicios monetarios y la consecuente demanda que de ellos se produce. Dos hechos no pueden ser negados y nadie jamás los ha puesto en duda. En primer lugar, que la demanda de todo medio de intercambio depende de consideraciones relativas a su valor de cambio, el cual es función tanto de los servicios monetarios como industriales que puede prestar. En segundo lugar, que el valor de cambio de un bien que todavía no ha sido demandado a título de medio de intercambio depende exclusivamente de la demanda del mismo por gentes que desean emplearlo con fines industriales, es decir, para el consumo o para la producción. Pues bien, el teorema regresivo aspira a explicar la primera aparición de una demanda monetaria para un bien que previamente ha sido buscado exclusivamente con fines industriales, demanda que aparece influida por el valor de cambio asignado a la sazón a dicho bien por esos servicios no monetarios que el mismo proporciona. Desde luego, esto no implica basar el valor de cambio específicamente monetario de un medio de intercambio en su valor de cambio de carácter industrial.
Finalmente, se ha objetado al teorema regresivo que aborda el asunto desde un punto de vista histórico, no teórico. También esta crítica carece de fundamento. Explicar un acontecimiento históricamente significa mostrar cómo fue provocado por fuerzas y factores actuantes en un lugar y en una fecha determinados. Estas fuerzas y factores individuales representan los elementos últimos de la interpretación. Son datos últimos y, como tales, no admiten ulterior análisis ni disección. Explicar el fenómeno de modo teórico, en cambio, implica retrotraer su aparición a la presencia de normas generales implícitas ya en el sistema teórico. El teorema regresivo cumple con esta condición. Hace depender el específico valor de cambio de un medio de intercambio de su función como tal medio y de los mismos teoremas con que la teoría general cataláctica explica el proceso valorativo y la formación de los precios. Deduce un caso especial de la ilustración proporcionada por otra teoría más universal. Demuestra por qué el fenómeno en cuestión debe producirse si son ciertos los principios generales que regulan los demás fenómenos. No dice nuestro teorema: esto sucedió en tal época y en tal lugar, sino: esto sucederá siempre que se den las condiciones precisas. En cuanto un bien que no ha sido anteriormente demandado como medio de intercambio comienza a buscarse con tal fin, se producirán los mismos efectos; ninguna mercancía puede emplearse como medio de intercambio si, antes de ser utilizada como tal, no tenía ya valor de cambio por razón de otros posibles empleos. Y todas las afirmaciones implícitas en el teorema regresivo se enuncian apodícticamente desde el apriorismo praxeológico. Las cosas deben suceder así. No es concebible ninguna otra situación en que las cosas sucederían de modo diferente.
El poder adquisitivo del dinero, al igual que los precios de todos los demás bienes y servicios económicos, depende de la oferta y la demanda. Puesto que la acción aspira siempre a ordenar más satisfactoriamente las circunstancias futuras, quien considere adquirir o desprenderse de dinero será, evidentemente, el primer interesado en el futuro poder adquisitivo de la moneda y la futura estructura de los precios. Pero sólo partiendo del poder adquisitivo del pasado inmediato puede el interesado formarse una idea del que en el futuro tendrá la moneda. Es este hecho el que diferencia radicalmente la determinación del poder adquisitivo del dinero de la determinación de las mutuas razones de intercambio que entre los demás bienes y servicios económicos puedan darse. Con respecto a estos últimos, el actor sólo se preocupa por su importancia para satisfacer futuras necesidades. Cuando una mercancía anteriormente desconocida aparece en venta —como sucedió, por ejemplo, con los aparatos de radio hace algunas décadas— el único problema que a la sazón se plantea es si el placer que el nuevo artefacto proporcionará resulta mayor o menor que el que se espera de aquellos otros bienes a los cuales hay que renunciar para adquirir el objeto en cuestión. El conocimiento de los precios del pasado sólo permite al comprador disfrutar de los llamados márgenes del consumidor. Si no se preocupara por aprovechar esos márgenes, podría incluso ordenar sus adquisiciones sin fijarse para nada en los precios registrados ayer por el mercado, es decir, en esos precios que comúnmente denominamos precios actuales. Podría formular juicios valorativos sin necesidad de valorar las cosas. Como ya se mencionó anteriormente, si se extinguiera la memoria de todos los precios pasados, no por ello se impediría la aparición de nuevas razones de intercambio entre los diversos bienes económicos. En cambio, si desapareciera todo recuerdo del poder adquisitivo del dinero, el proceso que llevó a la aparición del cambio indirecto y de los medios de intercambio tendría que reiniciarse desde el principio. Sería preciso comenzar de nuevo recurriendo a determinados bienes más fácilmente colocables que los demás. La demanda de dichas mercancías aumentaría, con lo cual se agregaría a su valor de cambio generado por el uso industrial (no monetario) un componente específico derivado de esa nueva utilización como medio de intercambio. Tratándose del dinero, los juicios de valor sólo son posibles si se basan en la tasación de la moneda. La aparición de una nueva clase de dinero presupone que el objeto en que se materializa goce ya anteriormente de valor de cambio a causa de su utilidad para el consumo o la producción. Ni el comprador ni el vendedor pueden estimar determinada unidad monetaria si no conocen su valor de cambio —su poder adquisitivo— en el inmediato pasado.
La relación entre la demanda y la oferta de dinero, que podemos denominar relación monetaria, determina la magnitud de su poder adquisitivo. La relación monetaria de hoy, modelada sobre la base de la capacidad adquisitiva de ayer, determina la capacidad adquisitiva de hoy. Quien desea incrementar su tesorería restringe las adquisiciones e incrementa las ventas, desatando así una tendencia a la baja en los precios. Quien, por el contrario, prefiere reducir su tesorería amplía las compras —ya sea para el consumo, ya sea para la producción o inversión— y restringe las ventas, provocando así una tendencia al alza de los precios.
Cualquier variación de las existencias dinerarias forzosamente ha de modificar la distribución de los bienes económicos entre las diversas personas y entidades. La cantidad de dinero disponible en el mercado sólo puede aumentar o disminuir mediante el previo incremento o restricción de las tesorerías de determinados miembros individuales. Podemos imaginar, si así lo preferimos, que cada individuo recibe una parte de ese dinero adicional en el momento mismo en que éste accede al mercado, o bien participa en la reducción de la cantidad de moneda. Pero en cualquier caso la conclusión final es siempre la misma; a saber, que las variaciones de precios provocadas por las variaciones de la cantidad de dinero disponible nunca pueden afectar al mismo tiempo y en la misma proporción a los precios de todas las diversas mercancías y servicios.
Supongamos, por ejemplo, que el gobierno emite una cierta cantidad adicional de papel moneda. Las autoridades proceden así porque pretenden adquirir mercancías y servicios o pagar deudas o abonar intereses por las ya contraídas. Cualquiera que sea el destino que se dé a ese dinero, el hecho es que el erario público aparece en el mercado con una adicional demanda de bienes y servicios: ahora puede comprar más cosas que antes. Suben los precios de las mercancías que el estado busca. Si el gobierno hubiera financiado sus adquisiciones mediante impuestos, los contribuyentes se habrían visto obligados a restringir las suyas, de tal suerte que mientras los precios de los bienes adquiridos por el gobierno propendían a subir, los de otras mercancías tendían a bajar. Esta caída de los precios de los artículos adquiridos por los contribuyentes no se produce, sin embargo, cuando el gobierno incrementa su capacidad adquisitiva sin reducir las sumas dinerarias poseídas por los particulares. Los precios de algunos bienes —los que compra el gobierno— suben inmediatamente, mientras hay otros precios que de momento no varían. Pero el proceso prosigue. Los vendedores de los bienes que el gobierno demanda se ven a su vez capacitados para incrementar las compras. Los precios de las cosas que éstos adquieren ahora en mayor cantidad comienzan también a subir. El boom se va extendiendo paulatinamente de unos sectores a otros, hasta que, al final, todos los precios y salarios resultan incrementados. Pero esta alza general en modo alguno es sincrónica para las diversas mercancías y servicios.
Si bien a medida que el incremento dinerario produce sus efectos todos los precios suben, no se incrementan en la misma proporción los de unos y otros bienes y servicios. Ello es natural, pues el proceso afectó a los diversos individuos de distinto modo. Mientras el proceso se desarrollaba, hubo quienes se beneficiaban al percibir precios ya incrementados por lo que vendían, mientras pagaban por lo que compraban todavía a precios reducidos o que no habían aún subido en la misma proporción. Había otros, por el contrario, en la desgraciada postura de vender bienes o servicios cuyos precios todavía no habían subido o no lo habían hecho en el mismo grado que aquello que compraban. La progresiva alza de los precios, para los primeros, era un evidente privilegio; para los segundos, en cambio, una desastrosa calamidad. Los deudores, por su lado, se beneficiaban a costa de los acreedores. Cuando el proceso, finalmente, se detiene, la riqueza de las diversas personas ha sido afectada diferentemente y en distinta proporción. Unos son más ricos y otros más pobres. Las circunstancias del mercado ya no son las mismas de antes. El nuevo planteamiento lleva consigo variaciones en la intensidad de la demanda de los distintos bienes. Ha variado la proporción mutua que antes existía entre los precios de las diversas mercancías y servicios. Ha mudado la estructura de los precios, con independencia de que, en términos monetarios, todos ellos se hayan incrementado. Los precios finales a que ahora tiende el mercado, una vez han quedado consumados todos los efectos propios del incremento dinerario, en modo alguno son los de antes simplemente multiplicados por un mismo multiplicador.
Ignorar este hecho fundamental es el vicio principal de que adolecen la antigua teoría cuantitativa y la ecuación de intercambio de los economistas matemáticos. Las variaciones de la oferta de dinero forzosamente han de provocar cambios en otros muchos campos. Después de un incremento, o una reducción, de las existencias dinerarias, el mercado queda trastrocado, sin que el efecto de la variación se limite al alza o la baja de los precios y al incremento o reducción de las tesorerías de los individuos. También han cambiado las mutuas razones de intercambio entre los distintos bienes y servicios que, si deseamos recurrir a una metáfora, se describen mejor con la imagen de una convulsión de precios que recurriendo a esa equívoca expresión que nos habla de simple alza o baja del «nivel general de precios».
Podemos, de momento, dejar de lado los efectos referentes al cumplimiento de los contratos con pago aplazado. Más adelante nos ocuparemos de ello, así como de la influencia que tales acontecimientos monetarios tienen sobre el consumo y la producción, la inversión y la creación de capital, la acumulación y la liquidación del mismo. Pero, aun prescindiendo de estas cuestiones, jamás debemos olvidar que la variación de las existencias dinerarias afecta a los precios de manera desigual. El momento y la proporción en que los precios de las diversas mercancías y servicios serán influidos depende de las circunstancias de cada caso particular. Es más, durante una expansión monetaria (inflación), la primera reacción del mercado no tiene por qué significar subida de todos los precios. Porque también puede acontecer que algunos de ellos bajen al principio por tratarse de artículos fundamentalmente demandados por aquellos grupos cuyos intereses son perjudicados.
No son sólo los gobiernos los que, mediante la emisión de papel moneda, provocan cambios en la relación monetaria. Incrementar la producción de los metales preciosos que se emplean como dinero provoca efectos similares, si bien en este caso posiblemente no sean los mismos sectores de población los respectivamente beneficiados y perjudicados. También se incrementan los precios cuando, sin una correspondiente reducción de la cantidad de moneda existente, disminuye la demanda de dinero debido a una tendencia general a reducir la tenencia de numerario. El dinero gastado adicionalmente en razón a tal «desatesoramiento» provoca una tendencia al alza de los precios igual a la que genera el dinero proveniente de los yacimientos auríferos o al que sale de las fábricas de moneda. Por lo mismo, bajan los precios cuando se reducen las existencias dinerarias (a causa de una recogida de papel moneda, por ejemplo) o cuando la demanda monetaria se incrementa (porque la gente tiende a «atesorar», a incrementar los saldos de numerario). Sin embargo, el proceso es siempre desigual y escalonado, asimétrico y desproporcionado.
Podría objetarse, y efectivamente se ha objetado, que la producción normal de los yacimientos auríferos que llega al mercado implica incrementar las existencias dinerarias; sin embargo, ello no amplía las rentas y, menos aún, las riquezas de los propietarios de las minas. Estos últimos simplemente recogen unos ingresos «normales»; por tanto, al gastarlos no pueden perturbar ni el mercado ni la tendencia a la sazón prevalente hacia determinados precios finales y hacia la implantación del equilibrio de la economía de giro uniforme. Para esos propietarios, la producción anual de las minas no supone mayores riquezas y, por tanto, no les impele a ofrecer precios mayores. Mantendrán el mismo nivel de vida de siempre. Sus gastos no pueden, por tanto, revolucionar el mercado. Podemos, pues, concluir que la normal producción aurífera, si bien incrementa la cantidad de dinero disponible, no puede poner en marcha el proceso de depreciación. Es neutral respecto a los precios.
Frente a tal modo de razonar conviene observar que en una economía progresiva, en la que aumenta el censo de la población y se perfecciona cada vez más la división del trabajo, así como su corolario, la especialización industrial, la demanda dineraria tiende a aumentar. Nueva gente aparece en la escena y desea tener propias disponibilidades dinerarias. La autosuficiencia económica, es decir, la provisión familiar de las necesidades, va desapareciendo y la gente depende, cada vez en mayor grado, del mercado; ello, en términos generales, induce a que todo el mundo tienda a incrementar su tenencia de numerario. Por esta razón, la tendencia al alza de los precios debida a la denominada producción «normal» de oro tropieza en estos casos con otro movimiento contrario que apunta a la baja de los precios, originado por esa incrementada demanda de numerario. Pero esos dos procesos de signo contrario no se destruyen. Estamos ante movimientos que siguen cursos independientes, modificadores ambos de las concurrentes circunstancias sociales, capaces de enriquecer a unos y empobrecer a otros. Tales procesos, cada uno por su lado, afectan a los precios de los diversos bienes en épocas y grados distintos. Ciertamente, el alza de algunas mercancías ocasionada por uno de esos procesos puede ser finalmente compensada por la baja que el otro provoca. Tal vez suceda que, en última instancia, varios o incluso muchos de dichos precios retornen a su primitivo nivel. Pero esto no sucede porque hayan dejado de producirse los movimientos que ocasionan esos cambios en la relación monetaria. Ese resultado, en realidad, es el fruto provocado por el efecto común y coincidente de aquellos dos procesos independientes, cada uno de los cuales, por su parte, varía las condiciones del mercado y modifica el bienestar material de los diversos grupos e individuos. La nueva estructura de los precios tal vez no se diferencia mucho de la anterior; sin embargo, es hija de dos distintas series de cambios, cada uno de los cuales ha originado todas sus propias transformaciones sociales.
El que los propietarios de los yacimientos auríferos prevean regulares ingresos anuales provenientes del oro que producen en modo alguno puede enervar el efecto de este último sobre los precios. Dichos propietarios, a cambio de su producción aurífera, detraen del mercado los bienes y servicios por ellos requeridos para sus explotaciones mineras, así como aquellas otras mercancías que dedican al propio consumo o invierten en otras producciones. Si no hubieran extraído aquellas adicionales cantidades de oro, los precios no se habrían visto afectados por las mismas. A este respecto, es indiferente que los propietarios hayan previsto y capitalizado la rentabilidad de los yacimientos, acomodando su nivel de vida a una renta regular derivada de tales operaciones mineras. El nuevo oro, desde el momento mismo en que llega a las manos de los propietarios en cuestión, comienza a producir sus efectos sobre el gasto de los interesados, así como sobre el de aquellas terceras personas a cuyas tesorerías sucesivamente va accediendo. Si previendo determinados ingresos futuros, que luego no cristalizan, aquéllos proceden a efectuar gastos por anticipado, el caso es el mismo que el que se presenta en cualquier otro supuesto de financiación del consumo mediante crédito basado en previsiones que la realidad después no confirma.
Los cambios registrados por las tesorerías de personas diversas se compensan entre sí sólo cuando dichas variaciones se reproducen regularmente y están interconectadas por una reciprocidad causal. Los obreros y asalariados no suelen cobrar a diario, sino que sus servicios se les abonan en determinadas épocas por el trabajo realizado durante una o varias semanas. Tales personas no mantienen durante ese periodo los mismos saldos de tesorería; su tenencia de numerario va disminuyendo a medida que se acerca el día de la paga. Los comerciantes que les suministran ven cómo concomitantemente sus propias tesorerías van aumentando. Ambos procesos se condicionan mutuamente; existe una interdependencia causal que temporal y cuantitativamente viene a armonizarlos entre sí. Sin embargo, ni el tendero ni el cliente se dejan influir por tales fluctuaciones cíclicas. La respectiva tenencia de numerario, así como las correspondientes operaciones mercantiles y gastos de consumo, se ordenan considerando como un todo los periodos en cuestión.
Este fenómeno indujo a algunos economistas a pensar en la existencia de una circulación regular del dinero, pasando por alto los cambios registrados por la tesorería de los individuos. Sin embargo, se trata de una concatenación que únicamente se da en un campo limitado y preciso. Sólo cuando el incremento de la cifra de numerario poseído por determinado grupo de personas se halla, temporal y cuantitativamente, relacionado con la reducción de la tesorería de otro determinado grupo, durante un plazo que ambos consideran como un todo al ordenar su respectivo encaje, puede darse esa neutralización. Fuera de este campo es imposible que la misma aparezca.
¿Se puede pensar en una situación en que las variaciones del poder adquisitivo del dinero afecten al mismo tiempo y en el mismo grado a todas las mercancías y servicios proporcionalmente a los cambios registrados en la demanda o la oferta dineraria? En otras palabras, ¿es posible que el dinero sea neutro en un sistema económico que no sea el de la imaginaria construcción de la economía de giro uniforme? Esta interesante cuestión podemos calificarla como el problema de Hume y Mill.
Ni Hume ni Mill se atrevieron a contestar afirmativamente a la interrogante[9]. ¿Se le puede dar una respuesta categóricamente negativa?
Imaginemos dos economías, A y B, de giro uniforme. Ambos sistemas son independientes y no guardan relación alguna entre sí. Se diferencian únicamente en que por cada suma dineraria m existente en A hay en B una cantidad nm, siendo n mayor o menor que 1; suponemos que en ninguno de los dos sistemas hay pagos aplazados y que el dinero en ambos no tiene más utilización que la puramente dineraria, resultando imposible dar al mismo ningún otro empleo. Por lo tanto, los precios en uno y otro sistema guardan entre sí la proporción 1 : n. ¿Cabe imaginar que las condiciones reinantes en A puedan ser de golpe variadas, haciéndolas coincidentes por entero con las de B?
Es claro que la interrogante debe resolverse negativamente. Quien pretenda contestarla afirmativamente habrá de suponer que un deus ex machina aborda en el mismo instante a cada individuo, incrementa o disminuye su tesorería, multiplicando su saldo por n, y le informa que en adelante deberá multiplicar por n todos los precios que emplee en sus apreciaciones y cálculos. Ello no puede suceder sin una milagrosa intervención.
Ya hemos dicho que en la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme la idea misma del dinero se desvanece y éste se transforma en insustancial mecanismo calculatorio, íntimamente contradictorio y carente de todo sentido[10]. Es imposible asignar función alguna al cambio indirecto, a los medios de intercambio y al dinero dentro de una construcción imaginaria cuya nota característica es precisamente la invariabilidad y rigidez de las circunstancias concurrentes.
Cuando el futuro deja de ser incierto, se desvanece la necesidad de todo saldo de numerario. Y comoquiera que el dinero ha de ser poseído en metálico por la gente, es evidente que la moneda como tal desaparece. El uso de los medios de intercambio y la tenencia de numerario son fenómenos impuestos por la variabilidad de las circunstancias económicas. Es más, el dinero en sí mismo es un factor provocador de cambios; es incompatible con la regularidad típica de la economía de giro uniforme.
Todo cambio registrado por la relación monetaria —aparte de sus efectos sobre los pagos aplazados— varía las circunstancias personales de los diversos miembros de la sociedad. Unos se enriquecen, mientras otros se empobrecen. Puede suceder que las variaciones registradas por la demanda y la oferta dineraria coincidan con otros cambios de sentido contrario, sustancialmente coetáneos y de análoga importancia; posiblemente tales movimientos den lugar a que la estructura general de los precios no registre ningún cambio notable. Pero, aun en tal supuesto, no dejan de aparecer las consecuencias individuales a que antes nos referimos. Todo cambio de la relación monetaria pone en marcha un peculiar proceso que provoca efectos particulares. Cuando un movimiento inflacionario coincide con otro deflacionario o cuando a una inflación sigue una deflación, de suerte que al final los precios no varían mucho, las consecuencias sociales de ambos movimientos no se neutralizan. A las consecuencias sociales de una inflación se añaden las de una deflación. No hay por qué suponer que todos ni siquiera la mayor parte de quienes fueron favorecidos por la primera han de ser perjudicados por la segunda, y viceversa.
El dinero no es ni un numéraire abstracto ni una medida del valor o de los precios, sino un simple bien económico que como tal se valora y aprecia por sus propios méritos, es decir, por los servicios que el hombre piensa derivar de su tenencia. En el mercado siempre hay cambio y movimiento, y el dinero aparece porque se dan esos cambios. La moneda es un factor que genera cambios, no porque «circula», sino en razón a que se atesora. La gente conserva dinero en caja únicamente por el hecho de prever cambios cuyo carácter y magnitud se considera en cada momento incapaz de predecir.
El dinero sólo es concebible dentro de una economía cambiante y al mismo tiempo es un elemento de ulteriores cambios. Toda variación de las circunstancias económicas actúa sobre el dinero, que a su vez comienza a operar como fuerza provocadora de nuevas variaciones. Cualquier alteración de las razones de intercambio entre los diversos bienes no monetarios provoca cambios en la producción y en la comúnmente denominada distribución, así como en la propia relación monetaria, todo lo cual da lugar a ulteriores mutaciones. Nada puede acontecer en el campo de los bienes objeto de compraventa que no afecte al mundo monetario; y, a la inversa, cuanto sucede en éste influye en el de las mercancías.
Considerar neutral el dinero es tan erróneo como creer en la plena estabilidad de su poder adquisitivo. Una moneda privada de la típica fuerza impulsora del dinero, contrariamente a lo que supone la gente, en modo alguno sería una moneda perfecta; al contrario, dejaría de ser dinero.
Es un error muy extendido suponer que la moneda ideal sería neutral y estaría dotada de un poder adquisitivo invariable. Muchos creen que tal es el objetivo que la política monetaria debería perseguir. Se comprende la popularidad de esta idea porque representa la lógica reacción contra la aún más extendida filosofía inflacionista. Pero se trata de una reacción excesiva, es contradictoria y confusa, y ha provocado graves daños por el decidido respaldo que ha recibido del erróneo razonamiento de muchos filósofos y economistas.
Se equivocan estos pensadores suponiendo que el reposo es un estado más perfecto que el movimiento. La idea de perfección implica que se ha alcanzado una situación que excluye todo cambio, ya que cualquier cambio supone necesariamente un empeoramiento. Lo mejor que, en su opinión, puede predicarse del movimiento es que tiende hacia una situación perfecta, la cual, una vez alcanzada, impondría el reposo, ya que toda ulterior actuación daría lugar a una situación menos favorable. El movimiento se considera prueba de desequilibrio, de imperfecta satisfacción, manifestación evidente de inquietud y malestar. Mientras semejantes ideas se limiten a proclamar que la acción aspira siempre a suprimir la incomodidad y, en última instancia, a alcanzar la satisfacción plena, no carecen de fundamento. Pero no hay que olvidar que el estado de reposo y equilibrio aparece no sólo cuando se ha alcanzado la satisfacción perfecta, cuando el interesado es totalmente feliz, sino también en situaciones manifiestamente insatisfactorias si el sujeto ignora cómo podría mejorar de estado. La ausencia de acción no sólo es consecuencia del perfecto bienestar, sino también obligado corolario de la incapacidad de prosperar. Lo mismo puede significar desesperanza que felicidad.
En nuestro universo real, donde hay acción y cambio incesante, en un sistema económico que jamás puede inmovilizarse, ni la neutralidad del dinero ni la estabilidad de su poder adquisitivo resultan lógicamente admisibles. Una moneda realmente neutral y estable sólo podría aparecer en un mundo sin acción.
No es, por tanto, ni extraño ni vicioso que, donde todo es cambiante, el dinero ni sea neutral ni invariable su poder adquisitivo. Todos los planes que pretenden hacer neutro y estable el dinero son contradictorios. El dinero es un elemento de acción y, por tanto, generador de cambio. Las variaciones experimentadas por la relación monetaria, es decir, por la relación entre la demanda y la oferta de dinero, influyen en la razón de intercambio imperante entre el dinero, de un lado, y todos los bienes vendibles, de otro. Pero esas variaciones no afectan al mismo tiempo ni en la misma proporción a los precios de los diversos bienes y servicios. De ahí que afecten de forma diferente a la riqueza de los distintos individuos.
Las variaciones del poder adquisitivo del dinero, es decir, las mutaciones registradas por la razón de intercambio entre la moneda de un lado y los bienes económicos de otro, pueden proceder tanto del lado del dinero como del lado de las mercancías. Los cambios de circunstancias que las provocan pueden proceder tanto de la demanda y oferta de dinero como de la demanda y oferta de los demás bienes y servicios. Conviene, pues, distinguir entre variaciones en el poder adquisitivo de origen monetario (cash-induced changes) y variaciones de origen material (goods-induced changes).
Estas últimas pueden deberse a mutaciones de la oferta o de la demanda de determinados bienes y servicios. Sin embargo, un alza o una baja general de todos los bienes y servicios o de la mayor parte de ellos ha de ser forzosamente de origen monetario.
Examinemos ahora las consecuencias sociales y económicas provocadas por los cambios del poder adquisitivo del dinero, suponiendo: primero, que el mismo sólo puede emplearse como tal —es decir, como medio de intercambio—, y no en cualquier otro cometido; segundo, que sólo existe intercambio entre bienes presentes, no intercambiándose éstos contra bienes futuros; tercero, que de momento nos despreocupamos de los efectos que las variaciones del poder adquisitivo provocan en el cálculo monetario.
Bajo estos presupuestos, los efectos de las mutaciones del poder adquisitivo de origen monetario simplemente hacen variar la riqueza personal de los distintos individuos. Unos prosperan, mientras otros se empobrecen; unos atienden mejor sus necesidades, mientras otros lo hacen de modo más imperfecto; a las ganancias de unos corresponden las pérdidas de otros. Pero sería erróneo deducir de esto que la satisfacción total sigue invariada; que, no variando las disponibilidades totales, la satisfacción general o la felicidad colectiva pueden aumentar o disminuir por los cambios en la distribución de la riqueza. Pues el concepto de satisfacción o felicidad total es un concepto vacío. No hay módulo alguno que permita comparar entre sí el diferente grado de satisfacción o felicidad alcanzado por diversos individuos.
Los cambios de origen monetario registrados por el poder adquisitivo pueden inducir indirectamente a que se incremente la acumulación de capital o a que aumente el consumo del mismo. Depende de las circunstancias cuál sea el sentido de dichos efectos secundarios, así como su intensidad. Abordaremos más adelante tan importantes cuestiones[11].
Los cambios de poder adquisitivo de la moneda provenientes del lado de las mercancías no son a veces más que un efecto provocado por variaciones de la demanda, que de unos bienes pasa a centrarse en otros. Si aquéllos obedecen al aumento o disminución de los bienes disponibles, en modo alguno se limitan a meras transferencias de riqueza de unas personas a otras. No implican que lo que Pedro gana lo pierda Juan. Tal vez algunos se enriquezcan, pero sin empobrecimiento de nadie, y viceversa.
Podemos describir este hecho del siguiente modo: Sean A y B dos sistemas independientes entre los cuales no existe relación alguna. En ambos se utiliza una misma clase de dinero que no puede emplearse en ningún cometido no monetario. Suponemos, como primer caso, que A y B se diferencian entre sí sólo porque en B las existencias de dinero son nm, representando m las de A; asimismo suponemos que por cada tesorería, c, y por cada crédito dinerario, d, existente en A, corresponde una tesorería nc y un crédito nd en B; A y B, por lo demás, son iguales. Como caso segundo, suponemos que A y B se diferencian entre sí simplemente porque en B las existencias totales de una cierta mercancía, r, son np, representando p las existencias de dicha mercancía en A; igualmente suponemos que por cada stock, v, de dicha mercancía r existente en A, en B se dispone de otro cuya cuantía es nv. En ambos casos n se supone mayor que la unidad. Si en el caso primero preguntamos a cualquier persona del sistema A si está dispuesta a hacer el más mínimo sacrificio por trasladarse a B, la respuesta unánime habría de ser negativa. Sin embargo, en el caso segundo, todos los propietarios de r y todos aquéllos que no posean dicha mercancía, pero aspiren a poseerla —es decir, una persona al menos— responderán a la cuestión en sentido afirmativo.
Los servicios que el dinero proporciona vienen condicionados por el poder adquisitivo del mismo. Nadie pretende poseer específico número de monedas o determinado saldo dinerario; lo que se pretende es disponer de un cierto poder adquisitivo. Comoquiera que el propio funcionamiento del mercado tiende a fijar el poder adquisitivo del dinero a aquel nivel al cual la oferta y la demanda del mismo se igualan, nunca puede haber ni exceso ni falta de dinero. Sea grande o pequeña la total cantidad de dinero existente, todas y cada una de las personas operantes disfrutan plenamente de las ventajas que pueden derivarse del cambio indirecto y de la existencia del dinero. Los cambios del poder adquisitivo monetario lo que indudablemente hacen es variar la distribución de la riqueza entre los diversos miembros de la sociedad. Desde el punto de vista de quienes piensan derivar una ganancia personal de los cambios, tal vez resulten insuficientes o excesivas las existencias dinerarias; tal afán de lucro posiblemente tienda a imponer medidas que provoquen variaciones de origen monetario en el poder adquisitivo del dinero. Sin embargo, los servicios que el dinero proporciona no pueden ser ni mejorados ni empeorados variando las existencias monetarias. Las tesorerías de determinadas personas posiblemente sean excesivas o insuficientes. Es posible que esta circunstancia pueda remediarse incrementando o disminuyendo el consumo o la inversión. (No debemos, desde luego, caer en aquel error tan común de confundir la demanda de dinero para su tenencia a la vista con el deseo de todo el mundo de ver incrementada la propia riqueza). Sea cual fuere la cuantía de las existencias dinerarias, son éstas siempre suficientes para que todos disfruten de los servicios que el dinero puede procurar y efectivamente rinde.
Desde este punto de vista, podrían calificarse de ruinosos todos los gastos efectuados para incrementar la cantidad de dinero. El hecho de que se empleen como moneda cosas que podrían rendir otros servicios útiles, apartándolas así de estos otros empleos, puede considerarse como una arbitraria reducción del siempre limitado potencial con que el hombre cuenta para atender sus necesidades. Adam Smith y Ricardo, en este sentido, argüían que se podían reducir los costes de la producción de dinero emitiendo éste exclusivamente en forma de papel moneda. Pero para el conocedor de la historia económica el problema presenta otras facetas. Ante las lamentables situaciones provocadas por las grandes inflaciones ingeniadas a base de papel moneda, es forzoso concluir que los gastos inherentes a la producción aurífera son un mal en verdad de escasa monta. Es vano replicar que aquellas catástrofes fueron producidas por haber las autoridades aprovechado torpemente el poder que el dinero crediticio y el papel moneda ponían en sus manos; otros más sabios gobernantes, indudablemente, habrían adoptado mejores políticas. Tal modo de argumentar olvida que, no pudiendo jamás ser el dinero neutral ni gozar de plena estabilidad adquisitiva, la determinación por el estado de las existencias dinerarias en modo alguno puede hacerse de modo imparcial y objetivo, ni es posible distribuir equitativamente sus efectos entre todos los miembros de la sociedad. Las medidas que el gobernante adopte para trastrocar el poder adquisitivo del dinero dependen siempre de sus juicios valorativos. Tales actuaciones, invariablemente, favorecen los intereses de unas personas a costa de otras; jamás patrocinan eso que suele denominarse bien común o bienestar público. En el campo de la política monetaria no hay consideraciones científicas.
El que se adopte uno u otro bien como medio de intercambio no es nunca indiferente. Están en juego los cambios de origen monetario en el poder adquisitivo. El problema estriba en decidir la voluntad que en esta materia deba prevalecer: la de la gente comprando y vendiendo en el mercado, o la del gobierno. El mercado, en un proceso de selección a lo largo de siglos, acabó concediendo valor monetario únicamente al oro y la plata. Durante doscientos años, las autoridades han venido interfiriendo en la elección de moneda realizada por el mercado. Ni siquiera los más apasionados dirigistas osarán afirmar que esta interferencia ha sido positiva.
Los conceptos de inflación y deflación no son praxeológicos. No fueron elaborados por economistas, sino por el lenguaje popular del pueblo y los políticos. Reflejan el tan difundido error de suponer que el dinero es neutral e invariable su poder adquisitivo y que una moneda sana debe gozar de esos dos atributos. Partiendo de tales supuestos, la palabra inflación se emplea para designar los cambios de origen dinerario que dan lugar a una baja del poder adquisitivo de la moneda, mientras que el término deflación se utiliza para significar cambios igualmente monetarios que incrementan su poder adquisitivo.
Quienes emplean esta terminología no advierten que el poder adquisitivo jamás permanece invariable y, consecuentemente, que siempre hay inflación o deflación. Pasan por alto las obligadas y permanentes fluctuaciones del valor del dinero mientras son de escasa cuantía y reservan los términos en cuestión para aquellos casos en que el cambio del poder adquisitivo es notable. Ahora bien, puesto que decidir cuándo es elevado el cambio en el poder adquisitivo depende de un juicio personal de relevancia, es evidente que los términos inflación y deflación carecen de la precisión categorial propia de los conceptos praxeológicos, económicos y catalácticos. Su aplicación es correcta en materia histórica o política. La cataláctica es libre de recurrir a ellos sólo cuando trata de aplicar sus teoremas a la interpretación de acontecimientos de historia económica y de los programas políticos. Por lo demás, se puede recurrir a ellos al tratar de temas estrictamente catalácticos, siempre y cuando su empleo no induzca a confusión y evite la pedante pesadez de la exposición. A este respecto conviene observar que todo lo que la cataláctica predica de la inflación y la deflación —es decir, de los grandes cambios de origen monetario en el poder adquisitivo de la moneda— es igualmente aplicable cuando se trata de cambios más pequeños, si bien las consecuencias de éstos, como es natural, no son tan considerables como las de aquéllos.
Los términos inflacionismo y deflacionismo, inflacionista y deflacionista, se aplican a aquellos programas políticos que abogan por la inflación o la deflación, es decir, por las grandes variaciones del poder adquisitivo de origen monetario.
Esa revolución semántica, tan típica de nuestra época, ha modificado también el significado de los vocablos inflación y deflación. Son muchos los que hoy denominan inflación o deflación no al señalado incremento o reducción de las existencias monetarias, sino a la inexorable consecuencia de dichos cambios; es decir, la general tendencia al alza o a la baja de salarios y precios. Tal forma de expresarse no es inocua. Desempeña un papel importante en el fomento de las tendencias populares que abogan por la inflación.
Ante todo, no disponemos hoy de un término que exprese lo que antes solía significar la inflación. Es imposible luchar contra una política que carece de nombre. Cuando el estadista o el estudioso pretenden impugnar la supuesta conveniencia de emitir adicionales y fabulosas sumas dinerarias, se encuentran con que no pueden recurrir a una terminología comúnmente conocida y aceptada. Tienen que recurrir entonces a un detallado análisis y descripción de esta política, perdiéndose en mil precisiones y distingos, y repetir este fastidioso procedimiento a cada paso. Esa carencia de un término preciso hace que las medidas en cuestión parezcan al hombre común cosa natural y normal. El mal se propaga por ello de modo fantástico.
El segundo inconveniente es que quienes se lanzan a esa vana y de antemano perdida lucha contra las inevitables consecuencias de la inflación —el alza de los precios— pueden presentarse como declarados enemigos de ésta. Mientras que en realidad sólo combaten contra los síntomas, pueden presumir farisaicamente de estar luchando contra la causa de tantos sinsabores. Cuando lo que sucede es que su ignorancia les impide captar la relación de causalidad entre la creación de dinero adicional y la elevación de los precios, sus actuaciones sólo sirven para empeorar aún más las cosas. Como ejemplo conspicuo en este sentido merece citarse el caso de los subsidios que los gobiernos de Gran Bretaña, Canadá y Estados Unidos concedieron a los agricultores. Los precios máximos redujeron la oferta de las mercancías afectadas, ya que las pérdidas forzaron al fabricante marginal a abandonar la producción. Para evitarlo, los gobernantes otorgaron subsidios a los agricultores cuyos costes eran más elevados. Dichos subsidios se financiaban a base de incrementar la cantidad de dinero existente. Si los consumidores hubieran pagado mayores precios por los productos en cuestión, no habría aparecido ningún efecto inflacionario. Habrían dedicado a dicho gasto mayores sumas del dinero existente. Como se ve en este caso, confundir la inflación propiamente dicha con sus consecuencias puede provocar en la práctica todavía mayores inflaciones.
Es evidente que estas nuevas connotaciones de los términos inflación y deflación generan confusión y desorientan a la gente, por lo que es preciso rechazarlas sin contemplaciones.
El cálculo monetario opera con los precios de mercancías y servicios que el mercado efectivamente registró, con los que habría registrado si hubieran variado las circunstancias o con los que presumiblemente registrará. Busca las discrepancias y mutaciones de los precios y deduce de ellas las oportunas conclusiones.
En cambio, no puede reflejar las alteraciones de origen dinerario del poder adquisitivo de la moneda. Puede utilizarse en él, en vez de una cierta clase de dinero a, otra cualquiera, b. Los resultados quedan así purgados de las adulteraciones que en los mismos pudieran provocar las variaciones del poder adquisitivo de a; pero no se evitarán las derivadas de las mutaciones del poder adquisitivo de b. Jamás podremos inmunizar el cálculo económico contra el influjo que sobre él ejercen las modificaciones del poder adquisitivo del preciso tipo de moneda en que se basa.
Todos los datos del cálculo económico y todas las conclusiones derivadas de él están condicionados por las variaciones de origen dinerario que el poder adquisitivo de la moneda puede registrar. El alza o la baja de dicho poder adquisitivo provoca la aparición de artificiosas diferencias al comparar entre sí rúbricas cifradas con precios antiguos y rúbricas con precios posteriores; a la vista de tales diferencias, el cálculo arroja aparentes pérdidas o ganancias que en verdad son sólo fruto de los cambios de origen monetario del poder adquisitivo del dinero. Queda patentizado el carácter imaginario de tales resultados si los contrastamos con los que el mismo cálculo arroja a base de otra moneda cuyo poder adquisitivo haya variado en menor grado. Nótese que estas afirmaciones sólo son posibles como resultado de la comparación de cálculos efectuados en monedas diferentes. Sin embargo, como no existe ninguna moneda cuyo poder adquisitivo sea totalmente estable, tales aparentes beneficios y pérdidas pueden interferir siempre el cálculo económico cualquiera que sea la moneda con la que operemos. No se puede distinguir con precisión qué pérdidas y qué ganancias son efectivas y cuáles sólo aparentes.
Podemos, pues, concluir que el cálculo económico no es perfecto. Sin embargo, nadie puede ofrecer un método que pueda liberar al cálculo económico de estas imperfecciones o diseñar un sistema monetario capaz de evitar totalmente esta fuente de error.
Es innegable que el mercado libre supo crear un sistema monetario que satisface cumplidamente tanto las exigencias del cambio indirecto como las del cálculo económico. Los objetivos que este último persigue no se ven sustancialmente afectados por esos errores que generan las lentas y relativamente nimias variaciones del poder adquisitivo. Los cambios de poder adquisitivo de origen dinerario de la magnitud de los que se produjeron durante los últimos doscientos años con una circulación metálica, especialmente cuando la moneda era de oro, no influyeron tanto en el resultado del cálculo económico de los hombres de negocios que hicieran inútiles esos cálculos. La experiencia histórica demuestra que en la vida mercantil se puede operar perfectamente con esos sistemas de cálculo. Los estudios teóricos, por su parte, demuestran la imposibilidad de ingeniar, y menos aún aplicar, ningún sistema más perfecto. De nada sirve, pues, divagar sobre la «imperfección» del cálculo monetario. No está en la mano del hombre cambiar las categorías de la acción humana.
Los hombres de negocios nunca consideraron necesario liberar el cálculo económico efectuado en términos del patrón oro de su dependencia con respecto a las fluctuaciones del poder adquisitivo. El tráfico mercantil y el cálculo monetario nunca precisaron recurrir a otras fórmulas, supuestamente más perfectas, basadas en patrones tabulares de números índices o en mercancías diversas. Sólo para los préstamos a largo plazo aspiraban a proporcionar un modelo menos fluctuante. Los hombres de negocios jamás consideraron necesario variar sus métodos contables ni siquiera adoptando sencillas medidas que fácilmente hubieran minimizado muchos de los errores generados por esas fluctuaciones del poder adquisitivo. Por ejemplo, en vez de amortizar sus activos inmovilizados aplicando cuotas anuales de depreciación cifradas con arreglo a determinados porcentajes del coste de adquisición, habrían podido constituir reservas suficientes para efectuar en su día la correspondiente reposición. Sin embargo, el mundo de los negocios no mostró interés por adoptar tales innovaciones.
Todo esto es válido siempre y cuando el dinero de que se trate no sufra en su poder adquisitivo grandes y excesivamente frecuentes cambios de origen monetario. Una moneda que registre tales cambios pierde toda utilidad como medio de intercambio.
Las consideraciones de los individuos que determinan su conducta respecto al dinero se basan en su conocimiento de los precios del pasado inmediato. Sin tal conocimiento el sujeto no puede decidir qué tesorería le conviene más mantener ni qué porción de su riqueza debe invertir en la adquisición de bienes. Un medio de intercambio sin pasado es inconcebible. Ningún objeto puede comenzar a utilizarse como medio de intercambio si ya anteriormente no gozaba de la condición de bien económico y tenía por sí mismo valor de cambio previamente a su empleo como tal medio.
Ese poder adquisitivo proveniente del pasado inmediato sufre variaciones por efecto de la oferta y la demanda de dinero vigentes en la actualidad. La acción humana aspira siempre a proveer para el futuro, que puede simplemente concretarse al siguiente instante. Quien compra, compra siempre para el consumo futuro o la producción futura. Cambian las valoraciones y apreciaciones de la gente tan pronto como suponen que el porvenir será distinto del presente. Esta variabilidad afecta al dinero tanto como a los demás bienes económicos. Podemos, pues, decir que el valor de cambio actual del dinero es una anticipación del valor de cambio que tendrá en el futuro. La base de todos los juicios relativos a la moneda es su poder adquisitivo tal como era en el inmediato pasado. Cuando la gente presiente que el dinero va a experimentar cambios de origen monetario en su poder adquisitivo comienza a operar un nuevo factor: la propia previsión de ese cambio futuro.
Quien supone que van a subir los precios de los bienes que le interesan, indudablemente procederá a comprar mayores cantidades que las que habría adquirido en ausencia de semejante previsión y, por lo tanto, reduce su tenencia de numerario. Quien, por el contrario, imagina que van a bajar, restringirá las compras, incrementando su saldo de tesorería. Si estas previsiones especulativas se limitan sólo a unas cuantas mercancías, no desatan una tendencia generalizada a variar la tenencia de numerario. Pero no ocurre así si se prevé un inmediato e importante cambio de origen monetario en el poder adquisitivo del dinero. Cuando se supone que el precio nominal de todos los bienes va a subir o bajar, la gente amplía o reduce sus adquisiciones. Tales actitudes aceleran y refuerzan las tendencias previstas. El proceso continúa hasta que se produce un convencimiento general de que el poder adquisitivo del dinero no va a sufrir ulteriores variaciones. Sólo entonces se desvanece la tendencia a comprar o vender y comienzan los interesados de nuevo a incrementar o restringir sus tesorerías.
Pero si la opinión pública cree que va a continuar la creación de dinero, de tal suerte que seguirán subiendo los precios de todas las mercancías y servicios, nadie deja de adquirir cuanto puede ni de reducir al mínimo su tenencia de numerario. Ello es natural, pues los costes normales que supone la tenencia de numerario se incrementan en tales casos con las pérdidas derivadas del progresivo descenso del poder adquisitivo de la moneda. Frente a las ventajas que supone la tenencia de numerario, sus inconvenientes son tales que a nadie le interesa mantener dinero líquido. En las grandes inflaciones europeas de los años 1920-1930, este fenómeno se denominó refugio en valores reales (Flucht in die Sachwerte) o crack-up boom (Katastrophenhausse). A los economistas matemáticos les resulta difícil comprender qué relaciones causales puede haber entre el aumento de la cantidad de dinero y eso que ellos denominan «velocidad de circulación».
Lo más notable del fenómeno que nos ocupa es que, al aumentar la cantidad de dinero, su demanda se contrae. La tendencia a la baja del poder adquisitivo desatada por el aumento de la oferta dineraria se ve a su vez reforzada por la general propensión a restringir la tenencia de numerario que aquélla genera. Así las cosas, llega un momento en que los precios a que las gentes están dispuestas a desprenderse de los bienes «reales» reflejan hasta tal punto la futura baja prevista del poder adquisitivo que nadie tiene ya tesorería bastante para pagar esas cantidades. El sistema monetario queda destrozado; la moneda deja de utilizarse en las transacciones mercantiles; el pánico reduce a cero el poder adquisitivo de la misma. La gente vuelve al cambio directo o adopta una nueva moneda.
El curso de una inflación progresiva es el siguiente: Al principio el nuevo dinero provoca el alza de los precios de determinadas mercancías y servicios; los demás precios sólo más tarde subirán. Los precios de los diversos bienes y servicios, como ya vimos, aumentan en épocas y grados diferentes.
Esta primera etapa del proceso inflacionario puede mantenerse durante muchos años. Mientras perdura, los precios de numerosos bienes y servicios no están ajustados a la nueva relación monetaria. Hay gente que todavía no ha caído en la cuenta de que se está produciendo una revolución de precios que acabará provocando un alza notable en todos ellos, si bien la subida no será igual para todas las mercancías y servicios. Sigue creyendo que los precios un día habrán de bajar. En espera de ese día restringen sus adquisiciones y así incrementan su liquidez. Mientras se mantenga esa generalizada creencia, todavía están a tiempo las autoridades de abandonar su política inflacionista.
Pero finalmente llega el día en que las masas despiertan. Advierten, de pronto, que la inflación es una política deliberada que proseguirá sin interrupción. Se produce el cambio. Aparece la crisis. Todo el mundo febrilmente pretende canjear su dinero por bienes «reales», los precise o no, cuesten lo que cuesten. En muy poco tiempo, en unas pocas semanas o incluso en escasos días, aquello que se utilizaba como dinero deja de emplearse como medio de intercambio. La moneda en cuestión se transforma en sucio papel. Nadie está dispuesto a dar nada a cambio de tales papeluchos.
Es lo que sucedió con la Continental currency[*] americana de 1781, con los mandats territoriaux franceses de 1796 y con el Mark alemán de 1923. Y lo mismo acontecerá siempre que se den idénticas circunstancias. Para que una cosa pueda utilizarse como medio de intercambio es preciso que la gente piense que sus existencias no aumentarán sin límite. La inflación es una política que no puede durar.
Ningún problema especial suscita el que determinado bien utilizado como dinero sea valorado y apreciado por los servicios que presta en cometidos no monetarios. La tarea de la teoría del dinero consiste simplemente en analizar aquel componente del valor del dinero que aparece por el hecho de utilizarse como medio de intercambio.
A lo largo de la historia se han empleado diversas mercancías como medios de intercambio. Una dilatada evolución fue paulatinamente eliminando de tal función dineraria a la mayor parte de esos bienes. Sólo dos, los metales preciosos oro y plata, siguieron circulando. Durante la segunda mitad del siglo XIX, los gobiernos de un país tras otro, dando un paso más en tal proceso, fueron desmonetizando la plata.
En todos estos casos se empleaba como dinero una mercancía que podía igualmente ser aprovechada en otras utilizaciones no monetarias. Bajo el patrón oro, el dinero es oro y el oro es dinero. Es indiferente que las leyes reserven a las monedas fabricadas por el gobierno pleno y exclusivo poder liberatorio. Lo importante es que tales monedas contienen efectivamente una cierta cantidad de oro y que cualquier peso de dicho metal puede ser libremente transformado en moneda. Bajo el patrón oro, el dólar y la libra esterlina no eran más que nombres aplicados a determinadas cantidades de oro cuyo peso se hallaba rígidamente prefijado por las disposiciones legales. Este tipo de dinero podemos denominarlo dinero-mercancía (commodity-money).
Una segunda clase de dinero está constituida por el denominado dinero-crédito (credit-money). El dinero-crédito deriva de los sustitutos monetarios. La gente no tenía inconveniente en emplear como sustitutos de la cantidad dineraria créditos abonables a la vista y de pago absolutamente seguro. (En el apartado siguiente nos ocuparemos de las circunstancias y problemas típicos de los sustitutos monetarios). Cuando un día fue suspendido el pago inmediato de dichos créditos, no por ello dejó el mercado de seguir utilizándolos, pese a que era ya dudosa la seguridad del título, así como la solvencia del obligado al pago. En tanto dichos créditos gozaron de vencimiento instantáneo contra un deudor seguro, de tal forma que su importe podía reclamarse sin preaviso ni gasto alguno, el valor de cambio de los mismos coincidía con su valor nominal; tal equivalencia total confería a dichos títulos la condición de sustitutos monetarios. Pero cuando, posteriormente, quedó diferido el pago y aplazado sine die el vencimiento, esos créditos perdieron parte del valor que antes tenían, al aparecer dudas sobre la solvencia del deudor o al menos sobre su buena voluntad de pagar. Ya no eran más que débitos sin interés y sin vencimiento definido contra un deudor inseguro. Pese a ello, siendo así que seguían empleándose como medios de intercambio, el valor de los mismos no llegó a descender tanto como lo hubiera hecho tratándose de meras deudas.
Ese dinero-crédito puede seguir circulando aunque se haya desvanecido su condición de crédito contra determinado banco o tesoro y entonces se convierte en dinero-fiat (fiat-money). Este último toma cuerpo en meros papeles o piezas que ni pueden emplearse con fines industriales ni implican crédito alguno contra nadie.
No compete a la cataláctica, sino a la historia económica, determinar si ya en épocas pasadas hubo dinero-fiat o si, por el contrario, primitivamente sólo se conocía el dinero-mercancía y el dinero-crédito. A la cataláctica únicamente le interesa dejar constancia de la posibilidad de que el dinero-fiat exista.
Conviene resaltar que la desmonetización de cualquier tipo de dinero —es decir, el que deje de utilizarse como medio de intercambio— provoca necesariamente un notable descenso de su valor de cambio. Una confirmación práctica de lo dicho nos la proporciona la plata, que a lo largo de los últimos ochenta años ha dejado paulatinamente de emplearse como dinero-mercancía.
El dinero crediticio y el dinero-fiat pueden materializarse en monedas metálicas. Dicho dinero está, como si dijéramos, impreso en plata, níquel o cobre. Si ese dinero-fiat se desmonetiza, sigue conservando cierto valor de cambio por su contenido metálico. Pero se trata de un valor de escaso interés para quien lo posee. No tiene importancia práctica.
La tenencia de numerario exige sacrificios. Quien conserva dinero en el bolsillo o en su cuenta bancaria renuncia de momento a adquirir bienes que podría dedicar al consumo o a la producción. En la economía de mercado se puede calcular con precisión el importe dinerario de tales sacrificios. Equivalen éstos al interés originario que podría haberse ganado prestando dichas sumas. El que se soporte voluntariamente esa pérdida es prueba evidente de que el sujeto valora en más las ventajas de la tenencia de numerario que la concomitante pérdida de interés.
Es posible enumerar las ventajas que la gente espera obtener de la tenencia de numerario. Pero sería erróneo suponer que tales motivaciones permiten formular una teoría científica que nos permita determinar el poder adquisitivo del dinero prescindiendo de los conceptos de tenencia de numerario, de demanda y de oferta dineraria[12]. Las ventajas e inconvenientes de la posesión de numerario no son factores objetivos que determinen directamente la cuantía de los saldos de tesorería. Cada uno pondera y valora personalmente tales circunstancias. La decisión que el interesado en definitiva adopte es un juicio de valor subjetivo dependiente siempre de la personalidad del sujeto. Diversos individuos y aun una misma persona en épocas distintas valoran de modo diferente idénticas circunstancias objetivas. Por lo mismo que el conocimiento de la riqueza de un individuo y sus condiciones físicas no nos permiten saber cuánto invertirá en la adquisición de alimentos de determinado poder nutritivo, no podemos deducir de la posición económica de nadie su saldo de tesorería.
La relación monetaria, es decir, la relación entre la demanda y la oferta de dinero, es la que determina la estructura de los precios en lo atinente a la razón de intercambio entre el dinero y los demás bienes y servicios económicos.
Si la relación monetaria permanece invariada, ninguna presión inflacionaria (expansiva) o deflacionaria (contraccionista) puede afectar al comercio, los negocios, la producción, el consumo o la ocupación. La afirmación contraria refleja las quejas de quienes se ven perjudicados por no haber sabido acomodar su conducta a los deseos de los demás según éstos se expresan en el mercado. No es una supuesta escasez de dinero la que reduce los precios de los productos agrícolas e impide al agricultor submarginal obtener los ingresos que él desearía. Lo que perjudica a estos campesinos es la existencia de otros agricultores que producen a menor coste.
Cualquier incremento en la producción, invariadas las restantes circunstancias, proporciona necesariamente una mejora del bienestar de la gente. Este incremento provoca una baja en el precio monetario de aquellas mercancías cuya producción ha aumentado. Pero esta baja no restringe los beneficiosos efectos provocados por la riqueza adicional producida. Algunos podrán considerar injusta y desproporcionada la porción de esa riqueza adicional que pasa a beneficiar a los acreedores, aun cuando tales críticas no son convincentes si el incremento del poder adquisitivo ha sido correctamente anticipado y computado en la correspondiente prima negativa[13]. Pero lo que no puede decirse es que la baja ocasionada por el aumento de la producción es prueba evidente de la existencia de un desequilibrio que sólo puede corregirse aumentando las existencias dinerarias. Desde luego, por lo general, cualquier incremento de la producción de algunos o de todos los bienes exige una nueva redistribución de los factores de producción entre las diversas ramas mercantiles. Si la cantidad de dinero permanece invariada, esta exigencia se manifiesta en la estructura de los precios. Algunas producciones resultan más lucrativas, mientras en otras los beneficios se contraen e incluso aparecen las pérdidas. Así, el funcionamiento del mercado tiende a eliminar los tan discutidos desequilibrios. Naturalmente, mediante un aumento de la cantidad de dinero se puede retrasar o interrumpir el proceso de acoplamiento. Pero no hay modo alguno ni de eludirlo ni de hacerlo menos doloroso para quienes hayan de soportarlo.
Si las variaciones de origen dinerario provocadas por las autoridades en el poder adquisitivo del dinero sólo implicaran transferir riquezas de unos individuos a otros, la científica neutralidad de la cataláctica nos vedaría criticarlas. Pretender justificar tales variaciones como favorecedoras del bien común o del bienestar público es a todas luces fraudulento. Podrían considerarse como medidas políticas tendentes sólo a enriquecer a determinados grupos provocando el empobrecimiento de otros sectores. Pero lo cierto es que en esta materia hay otros muy importantes aspectos que es preciso considerar.
No vale la pena hacer hincapié en las consecuencias que una continuada política deflacionaria forzosamente provocaría. En realidad nadie aboga por la deflación. Las masas, los escritores y los políticos lo que aman es la inflación. Siendo así las cosas, conviene destacar los tres puntos siguientes. Primero, una política inflacionaria o expansionista por fuerza ha de provocar, de un lado, sobreconsumo, y de otro, mala inversión de capital. Dicha política, por tanto, disipa el capital y dificulta la satisfacción de las necesidades futuras[14]. Segunda, el proceso inflacionario no evita tener que reajustar la producción mediante la redistribución de los factores productivos. Lo único que hace es retrasar la operación y hacerla más dolorosa. Tercera, una permanente política de inflación es impensable, ya que acabaría destruyendo el sistema monetario.
El tendero o el tabernero tal vez caigan fácilmente en el error de creer que lo que tanto él como los de su clase precisan para ser más ricos es reforzar la tendencia gastadora del público. Les conviene a ellos, piensan, que la gente gaste más. Lo grave, sin embargo, es que semejante creencia se haya presentado al mundo como una nueva filosofía social. Lord Keynes y sus discípulos achacan a la escasa tendencia de la gente a gastar todos los fenómenos económicos que consideran recusables. Lo que, en opinión de tales teóricos, conviene para hacer a todo el mundo más rico es no tanto ampliar la producción como incrementar el gasto. Precisamente para que la gente gastara se ingenió la política «expansionista».
Estamos ante una doctrina tan vieja como errónea. Será analizada y refutada en el apartado dedicado al ciclo económico[15].
Los créditos por cantidades ciertas, pagaderos y cobrables a la vista, contra deudores cuya solvencia y buena voluntad sean indudables, procuran a la gente los mismos servicios que el dinero, siempre y cuando aquéllos con quienes se pretende comerciar tengan conocimiento de esas circunstancias esenciales de los créditos; a saber, vencimiento instantáneo, así como solvencia y buena fe absoluta por parte del deudor. Podemos denominar a esos créditos sustitutos monetarios (money substitutes), ya que pueden perfectamente ocupar el lugar del dinero a la vista en manos de las personas naturales y jurídicas. Los requisitos técnicos y legales de tales sustitutos monetarios no interesan a la cataláctica. Los sustitutos monetarios se pueden materializar en un billete de banco o en un talón girado contra depósito que el banco haya de pagar a la vista («dinero talonario» o valuta depositaria), siempre y cuando la institución pague en dinero efectivo el billete o talón sin gasto alguno para el presentador. La moneda fraccionaria (token money) también goza de la categoría de sustituto monetario si su poseedor puede canjearla por dinero en todo momento y sin gasto. Para ello no es necesario que el gobierno imponga coactivamente tal equivalencia. Lo que importa es que las piezas en cuestión puedan efectivamente ser convertidas en dinero sin coste y a la vista. Mientras la cantidad de moneda fraccionaria emitida se mantenga en límites prudentes, las autoridades no necesitan adoptar medidas de ningún género para que el valor de cambio de la misma coincida con su valor nominal. La necesidad que el público tiene de «cambio» permite a todo el mundo canjear fácilmente la moneda fraccionaria por dinero efectivo. Lo decisivo en esta materia es que cualquier poseedor de moneda fraccionaria esté plenamente convencido de que en cualquier momento y sin gasto alguno puede transformar las piezas en dinero.
Cuando el deudor —ya sea el gobierno, ya sea un banco— retiene en su poder una reserva de dinero efectivo equivalente al importe total de los sustitutos monetarios emitidos, estos últimos son certificados dinerarios. Todo certificado dinerario (money certificate) representa —no necesariamente en sentido legal, sino en el cataláctico— la correspondiente suma de dinero retenida en la reserva de referencia. La emisión de certificados dinerarios no amplía la cuantía de aquello con que la demanda de dinero se satisface. De ahí que variar el número y valor de los certificados dinerarios emitidos no afecte ni modifique la cuantía de las existencias monetarias ni la relación dineraria. Por lo tanto, en nada cambia el poder adquisitivo del dinero.
Cuando las reservas retenidas por el deudor para respaldar los sustitutos monetarios por él emitidos son de cuantía inferior al valor total de dichos sustitutos, denominamos medios fiduciarios (fiduciary media) a aquel exceso que sobrepasa la cuantía de las reservas. Por lo general, ante determinado sustituto monetario no resulta posible dictaminar si es certificado dinerario o medio fiduciario. Una parte de los sustitutos monetarios, usualmente, está respaldada por la correspondiente reserva. Algunos de los sustitutos monetarios son en tales casos certificados dinerarios, mientras el resto está constituido por medios fiduciarios. Pero este hecho sólo puede reconocerlo quien conozca el balance de la entidad emisora. El billete de banco, el talón o la pieza fraccionaria jamás nos informan directamente acerca de su auténtica categoría cataláctica.
La emisión de certificados dinerarios no supone ampliar la cuantía de los fondos que el banco puede dedicar a sus negocios de préstamo. La entidad que no emita medios fiduciarios sólo puede conceder el llamado crédito-mercancía (commodity-credit), es decir, únicamente puede prestar su propio dinero o el que sus clientes le hayan entregado en depósito, a plazo. La creación de medios fiduciarios permite, en cambio, ampliar la cuantía de las sumas prestadas, siéndole posible al banco exceder esos límites. La institución puede ahora otorgar no sólo crédito-mercancía, sino además crédito circulatorio (circulation credit), es decir, crédito concedido gracias a la emisión de medios fiduciarios.
Mientras resulta indiferente la cuantía total de los certificados dinerarios emitidos, no lo es la de los medios fiduciarios creados. Producen éstos en el mercado idénticos efectos que el dinero. La mayor o menor cuantía de los mismos influye en el poder adquisitivo del dinero y en los precios, así como —si bien sólo transitoriamente— en el tipo de interés.
Los primitivos economistas utilizaban una terminología diferente. Muchos denominaban dinero a los sustitutos monetarios, debido a que procuran los mismos servicios que el dinero. Sin embargo, este modo de expresarse no es plenamente satisfactorio. La terminología científica pretende, ante todo, facilitar el examen de los problemas debatidos. La teoría cataláctica del dinero —y en esto se diferencia de la teoría jurídica del mismo y de los problemas técnicos de carácter bancario o contable— pretende analizar las cuestiones relacionadas con la determinación de los precios y de los tipos de interés. La consecución de tal objetivo exige diferenciar netamente los certificados dinerarios y los medios fiduciarios.
La expresión expansión crediticia (credit expansion) ha sido con frecuencia mal interpretada. Conviene observar que el crédito-mercancía nunca puede ser ampliado. El único vehículo de la expansión crediticia es el crédito circulatorio. Pero conceder crédito circulatorio no implica siempre expansión crediticia. Si los medios fiduciarios anteriormente emitidos han consumado todos sus efectos en el mercado, es decir, si los precios, los salarios y el interés han quedado ya ajustados a las existencias totales formadas por el dinero propiamente dicho más los medios fiduciarios (las existencias dinerarias en sentido amplio), seguir concediendo crédito circulatorio sin incrementar la cuantía de los medios fiduciarios existentes no supone expansión crediticia alguna. Hay expansión crediticia cuando se otorga crédito mediante la creación de nuevos medios fiduciarios; no la hay si los bancos se limitan a prestar de nuevo aquellos mismos medios fiduciarios que retornan a sus cajas al amortizarse los créditos anteriormente concedidos.
La gente emplea los sustitutos monetarios como si fueran dinero, ya que está convencida de que, en todo momento y sin gasto alguno, podrá canjearlos por dinero efectivo. Denominaremos clientes del banco, banquero o entidad oficial emisora a aquéllos que abrigan esa confianza y que, por tanto, manejan los sustitutos monetarios como si se tratara de dinero. Carece de importancia que el organismo emisor funcione o no de acuerdo con los usos y sistemas generalmente adoptados por el mundo bancario. Las piezas de moneda fraccionaria emitidas por el tesoro público, como decíamos, son igualmente sustitutos monetarios, pese a que el erario, por lo general, ni contabiliza su importe como un débito ni quedan formalmente incrementadas en la correspondiente cuantía las deudas del estado. Tampoco tiene importancia que el poseedor del sustituto monetario esté o no facultado legalmente para exigir la conversión del mismo en dinero. Lo único que interesa es aclarar si el sustituto monetario puede ser o no canjeado por dinero a la vista y sin gasto alguno[16].
Emitir certificados monetarios es una actividad costosa. Los billetes de banco hay que imprimirlos; las piezas hay que fundirlas; es necesario organizar una detallada contabilidad de los depósitos; las reservas deben guardarse y protegerse; existe el riesgo de la falsificación de cheques y billetes. Frente a todos estos gastos no existe más que la pequeña ventaja de que parte de los títulos pueda desaparecer y la posibilidad, todavía más remota, de que algún depositante olvide el depósito constituido. La emisión de certificados monetarios, si no va acompañada del derecho a crear medios fiduciarios, es un negocio ruinoso. Hubo antiguamente bancos que se dedicaban exclusivamente a emitir certificados monetarios. Pero los clientes de dichas instituciones pagaban esos costes. Ciertamente, la cataláctica no se interesa por los problemas puramente técnicos que se plantean al banco que no emite medios fiduciarios. Nuestra ciencia se interesa por los certificados monetarios sólo por la conexión que existe entre la creación de éstos y la emisión de medios fiduciarios.
Mientras la cuantía de los certificados monetarios existentes carece de importancia para la cataláctica, el aumento o disminución de la de los medios fiduciarios afecta al poder adquisitivo del dinero, como toda variación de la cantidad de dinero existente influye en aquél. De ahí que el problema referente a si existen o no límites naturales a la creación de medios fiduciarios cobre capital importancia.
Cuando la clientela del banco emisor engloba a todos los miembros del sistema económico, los únicos límites trazados a la emisión de medios fiduciarios son los mismos que coartan la creación de dinero propiamente dicho. En efecto, un banco que como única institución emisora de medios fiduciarios actuara en el ámbito mundial o en un país totalmente aislado del exterior, cuya clientela abarcaría, por tanto, a todas las personas individuales y jurídicas que operaran en esa economía, tendría que atenerse en todo caso a las dos reglas siguientes:
Primera: Evitar toda actuación que pudiera despertar sospechas entre sus clientes, es decir, entre el público. Porque la clientela, tan pronto como perdiera la confianza, exigiría el canje de los billetes emitidos y además retiraría las sumas depositadas. Hasta qué punto podría el banco proseguir la creación de medios fiduciarios sin despertar sospechas en el público, depende de circunstancias psicológicas.
Segunda: Los medios fiduciarios deberán ser lanzados al mercado con la moderación y pausa convenientes para que la clientela no comience a pensar que el alza de los precios va a proseguir acelerada e ininterrumpidamente. Pues si llega a tal conocimiento, la gente reducirá sus tesorerías y buscará protección en valores «reales», lo cual forzosamente desatará el pánico y la crisis. Ahora bien, este catastrófico final exige el previo desvanecimiento de la confianza del público. Ciertamente, la gente preferirá canjear por dinero los medios fiduciarios antes que emprender la huida hacia valores reales; es decir, antes de lanzarse a comprar locamente cualquier mercancía. Esta pretensión del público pondrá inmediatamente en suspensión de pagos a la entidad emisora. Si el gobierno interviene y exonera al banco de la obligación de canjear sus billetes por dinero efectivo y de devolver los depósitos recibidos de acuerdo con las estipulaciones contractuales en su día convenidas, los medios fiduciarios se transforman en dinero crediticio o dinero fiat. El planteamiento del asunto, al suspenderse el pago en efectivo, ha cambiado por completo. Ya no estamos ante medios fiduciarios, certificados ni sustitutos dinerarios. El gobierno ha intervenido imponiendo el curso forzoso. El banco pierde toda su independencia; ya no es más que una herramienta en manos de los políticos, simple filial del erario público.
Pero los problemas más importantes —desde el punto de vista de la cataláctica— de la creación de medios fiduciarios por parte de uno o de varios bancos, actuando en este caso de consuno, cuya clientela comprende a todos los individuos, no son los referentes a los límites en la colocación de medios fiduciarios. Al examen de tales importantes problemas se dedica el capítulo XX, que estudia las relaciones entre la cantidad de dinero y el tipo de interés.
Examinemos ahora la cuestión de la coexistencia de múltiples bancos independientes. Al decir independientes queremos significar que cada uno de ellos crea libremente los medios fiduciarios que considera conveniente, guiándose tan sólo por su propio interés, sin ponerse de acuerdo con las otras instituciones. Al hablar de coexistencia queda implícito que cada una de dichas entidades tiene una clientela limitada que en modo alguno abarca a cuantos operan en el sistema económico. Para simplificar el planteamiento, supondremos que cada persona, ya sea individual o jurídica, es cliente de un solo banco. En nada cambia la conclusión si suponemos que hay clientes de varios bancos y gente que no opera con ninguno de ellos.
La cuestión que se plantea no se refiere a si existen o no límites a la capacidad para crear medios fiduciarios por parte de esas entidades independientes. Si esos límites a la emisión de medios fiduciarios los tiene incluso una entidad bancaria única cuya clientela abarca todo el mercado, es evidente que al menos con las mismas limitaciones deberá tropezar una multiplicidad de bancos que operan independientemente dentro del mismo sistema. Lo que ahora queremos demostrar es que en este segundo supuesto tales limitaciones son mucho más rigurosas que cuando se trata de un banco único con clientela omnicomprensiva.
Suponemos, pues, que hay ya diversos bancos independientes que operan en el sistema económico. Mientras que con anterioridad sólo se usaba dinero mercancía, estos bancos han introducido el uso de los sustitutos monetarios, parte de los cuales son medios fiduciarios. Cada uno de ellos tiene sus propios clientes, los cuales han obtenido cierta cantidad de medios fiduciarios que, como sustitutos monetarios, retienen en caja. Estos medios fiduciarios emitidos por los bancos y absorbidos en las tesorerías de la clientela alteraron en su día la estructura de los precios, variando el poder adquisitivo de la moneda; pero los efectos de esos cambios hace tiempo que quedaron consumados, de tal forma que en el mercado no influye ya la pasada expansión crediticia.
Suponemos, asimismo, que uno de estos bancos se lanza a emitir adicionales medios fiduciarios sin que las demás entidades le sigan. Los clientes del banco que amplía sus operaciones —ya sean clientes antiguos o gente nueva, atraída por la propia expansión crediticia— reciben créditos adicionales que les permiten ampliar sus actividades mercantiles, apareciendo ante el mercado con una nueva demanda de bienes y servicios, lo cual provoca el alza de los precios. Quienes no son clientes de dicho banco no pueden soportar el alza y se ven obligados a restringir sus compras. Se produce, pues, una transferencia de bienes de los no clientes del banco en cuestión a los clientes del mismo. Los clientes compran a los no clientes más de lo que a éstos venden; para pagar a los no clientes, disponen aquéllos de sumas dinerarias supletorias, independientemente de las que por sus ventas reciben de los clientes. Los sustitutos monetarios emitidos por ese banco no sirven para pagar a quienes no son clientes del mismo, ya que éstos no conceden a los mismos la condición de sustitutos monetarios. Para pagar a los no clientes, los clientes han de proceder primero a canjear por dinero los sustitutos monetarios emitidos por su banco. La institución se ve constreñida a pagar sus billetes, con lo cual deberá entregar parte de los depósitos recibidos. Sus reservas —suponiendo que los sustitutos monetarios sólo en parte son fiduciarios— disminuyen. Se aproxima el momento en que el banco —agotadas sus reservas dinerarias— no podrá ya redimir los sustitutos monetarios emitidos. Si quiere evitar la suspensión de pagos deberá volver rápidamente a una política que le permita incrementar sus reservas dinerarias. Deberá renunciar a toda operación expansionista.
La Escuela Monetaria describió brillantemente la reacción del mercado ante la expansión crediticia cuando la practicaba un banco de limitada clientela. Concentraban tales teóricos su atención en el supuesto de que el banco central solo, o él y todos los demás bancos de un determinado país, se lance a la expansión crediticia, mientras los institutos de crédito de las restantes naciones no practican tal política. Nosotros, en cambio, hemos abordado un caso más general, suponiendo que coexisten diversos bancos con clientela distinta cada uno, en el que incluso queda comprendida la posible existencia de un solo banco con limitada clientela en un sistema en el que el resto de la gente no opera con ningún banco y no considera ningún crédito como sustituto monetario. En nada varía el planteamiento si se supone que los clientes de cada banco habitan —separados de la clientela de los demás bancos— en específicas zonas o lugares, o que, por el contrario, todos viven entremezclados en distritos comunes. Se trata de meros detalles circunstanciales que para nada afectan a los problemas catalácticos en cuestión.
Ningún banco puede jamás emitir sustitutos monetarios por cuantía superior a la cifra que sus clientes están dispuestos a retener en caja. Y ningún cliente puede, por su parte, retener sustitutos monetarios que representen en su tesorería proporción superior al porcentaje que en el total balance comercial del interesado supongan sus operaciones con otros clientes del propio banco. Para disfrutar de un mayor desahogo, nunca alcanzará ese tope máximo de sustitutos monetarios. Queda así limitada la creación de medios fiduciarios. Las cosas no cambiarían ni aun imaginando que todo el mundo aceptara en sus operaciones mercantiles billetes de banco emitidos por cualquier entidad y cheques librados contra todo banquero. Porque cada uno entregará seguidamente a su banquero no sólo los cheques, sino también los billetes emitidos por aquellos bancos de los cuales el interesado no es cliente. El banquero en cuestión regularizará inmediatamente sus cuentas con la entidad afectada. El proceso antes descrito vuelve así a ponerse en marcha.
Muchas necedades se han escrito sobre la torpe predilección del público por los billetes que emiten banqueros sin escrúpulo. La verdad es que, salvo un restringido número de hombres de negocios que distinguían perfectamente los bancos buenos de los malos, el resto de la gente desconfió siempre del billete. Fue el especial trato de favor que las autoridades concedieron a determinados bancos privilegiados lo que paulatinamente hizo desaparecer la desconfianza. El argumento tantas veces esgrimido según el cual los billetes de banco de escasa cuantía van a parar a gentes pobres e ignorantes, incapaces de distinguir entre los billetes buenos y los malos, no puede sostenerse seriamente. Cuanto más pobre y más desconocedor de la práctica bancaria sea el individuo que recibe el billete, con tanta mayor rapidez se deshará del mismo y el título volverá, por vía del comercio al por mayor o detallista, al banco emisor o llegará a manos de gente conocedora de la realidad bancaria.
Es muy fácil para un banco incrementar el número de personas dispuestas a aceptar los créditos que el mismo en cualquier expansión otorgue mediante la creación de cierta cantidad de sustitutos monetarios. Lo difícil para cualquier institución de crédito es ampliar su clientela, es decir, el número de personas dispuestas a considerar sus títulos como sustitutos monetarios y a conservarlos como tales en caja. Ampliar el número de esos clientes es un proceso largo y penoso, como lo es conquistar buen nombre comercial en cualquier esfera. Un banco, en cambio, puede perder la clientela con la mayor celeridad. Si pretende prosperar, jamás debe permitir duda alguna acerca de su capacidad y buena disposición para cumplir religiosamente las obligaciones que contraiga. Por ello deberá siempre disponer de reservas bastantes para redimir los billetes que le sean presentados por cualquier tenedor. Por consiguiente, ningún banco puede dedicarse a emitir tan sólo medios fiduciarios; debe contar siempre con ciertas reservas en garantía de los sustitutos monetarios emitidos, combinando la emisión de medios fiduciarios con la creación de certificados dinerarios.
Fue un grave error creer que la misión de las reservas era pagar los billetes presentados al cobro por haber perdido sus tenedores fe en la institución. La confianza en el banco y en los sustitutos monetarios por él emitidos debe ser siempre total. O los clientes todos tienen fe en el banquero o nadie se fía de él. Si alguien comienza a desconfiar, el resto rápidamente le imita. Ningún banco que se dedique a emitir medios fiduciarios y a conceder crédito circulatorio puede cumplir los compromisos contraídos con motivo de la creación de los sustitutos monetarios si todos sus clientes pierden la confianza y exigen el pago de los billetes que poseen y la devolución de sus depósitos. He ahí el peligro, el inconveniente típico del negocio de emitir medios fiduciarios y arbitrar crédito circulatorio. Ese riesgo no puede soslayarse mediante política alguna de reservas, ni imponiendo limitaciones legales a la banca. Las reservas, en el mejor de los casos, sirven sólo para permitir al banco retirar del mercado cualquier excedente de medios fiduciarios que haya creado. Si la institución ha emitido más billetes de los que sus clientes emplean al comerciar con otros clientes del propio banco, el exceso forzosamente deberá ser redimido.
Las previsiones legales que obligan a los bancos a mantener reservas proporcionales a sus cuentas deudoras y a la cantidad de billetes emitidos tienen eficacia en el sentido de limitar la capacidad de la banca para crear medios fiduciarios y crédito circulatorio; pero son inútiles si lo que pretenden es garantizar el pago de los billetes emitidos y la devolución de las sumas depositadas el día en que el público pierda confianza en la institución.
La Escuela Bancaria se equivocó totalmente al abordar estas cuestiones. En particular, al suponer que las propias necesidades mercantiles imponen una rígida limitación a la cantidad de billetes convertibles que la banca puede emitir. No advertía que la demanda de crédito sólo depende de hasta dónde el banco esté dispuesto a llegar; si la entidad se despreocupa de su propia liquidez, fuertemente puede ampliar la concesión de crédito circulatorio rebajando el interés por debajo del nivel del mercado. No es cierto que, si los bancos limitasen su actividad prestamista a descontar las letras a corto plazo generadas por la compraventa de primeras materias y productos semiacabados, el crédito máximo que la banca podría conceder sería una suma determinada por la situación mercantil e independiente de la actuación de los banqueros. La cuantía total de créditos concedidos se amplía o restringe reduciendo o elevando el tipo de descuento. Al rebajar el interés, se incrementan los préstamos que erróneamente se considera son necesarios para atender normales y justas necesidades mercantiles.
La Escuela Monetaria formuló una correcta explicación de la serie de crisis que perturbaron la vida económica inglesa de 1830 a 1850. El Banco de Inglaterra, así como otros bancos y banqueros británicos, hacían expansión crediticia, expansión inexistente o, en todo caso, de menor grado en aquellos países con los cuales Gran Bretaña comerciaba. Como consecuencia de ello se producían continuas salidas de oro desde las islas al continente. De nada sirvieron las explicaciones de la Escuela Bancaria para refutar semejante teoría. Por desgracia, la Escuela Monetaria se equivocó en dos puntos. En primer lugar, no comprendió que el remedio por ella preconizado —es decir, la prohibición legal de que el valor de los billetes emitidos fuera superior a las reservas efectivamente poseídas por la institución— no era la única solución; jamás se les ocurrió a aquellos economistas ni siquiera pensar en las posibilidades de la libertad bancaria. El segundo error consistió en no advertir que las cuentas de crédito abiertas por los bancos a sus clientes son también sustitutos monetarios, y que son medios fiduciarios en la proporción en que exceden al dinero efectivamente depositado a plazo, por lo que son instrumentos de expansión crediticia de la misma categoría que los billetes del banco. El único mérito de la Escuela Bancaria fue reconocer que lo que suele llamarse dinero bancario (deposit currency) es un sustituto dinerario idéntico al billete de banco. A parte de esto, la Escuela Bancaria se equivocó en todo. La idea contradictoria de la neutralidad del dinero cegaba a aquellos teóricos, quienes pretendieron refutar la teoría cuantitativa del dinero ingeniando un deus ex machina —los famosos atesoramientos— y se equivocaron totalmente al abordar los problemas del tipo de interés.
Conviene subrayar que, si se ha suscitado la necesidad de imponer límites legales a la capacidad bancaria para emitir medios fiduciarios, ello ha sido exclusivamente en razón a que las autoridades privilegiaron a determinados bancos, impidiendo de esta suerte el libre desarrollo a la banca en general. Ese denominado problema bancario no habría aparecido si los gobernantes no hubieran favorecido a ciertas entidades bancarias, liberándolas de la obligación que —como todos los demás individuos o empresas que actúan en la economía de mercado— tienen de cumplir sus compromisos de acuerdo con las condiciones pactadas. Habrían entrado entonces en acción con plena eficacia los correctivos que limitan la expansión crediticia. La preocupación por su propia solvencia habría inducido a los bancos a proceder con máxima cautela en la creación de medios fiduciarios. Las instituciones que hubieran adoptado una política distinta habrían tenido que suspender pagos, y se habría fortalecido la desconfianza y recelo del público, escarmentado en su propia carne.
Pero todos los gobiernos europeos y las organizaciones de ellos dependientes adoptaron desde un principio ante la banca una actitud manifiestamente insincera y mendaz. Su pretendida preocupación por el interés nacional, por el público en general y especialmente por las pobres masas ignorantes no era más que un mero pretexto. Lo que de verdad deseaban era inflación y expansión crediticia, buscaban la expansión y el dinero fácil. Aquellos americanos que, en dos distintas ocasiones, lograron evitar la creación de un banco central en su país comprendieron bien los peligros de tales instituciones; sólo es de lamentar que, a pesar de todo, no entrevieran que los riesgos contra los cuales combatían se hallan presentes en toda interferencia del gobierno en el mundo bancario. Ni siquiera los más apasionados adoradores del estado se atreven hoy a negar que todos los supuestos males de la libertad bancaria nada son comparados con los desastrosos efectos de las tremendas inflaciones que una banca privilegiada y controlada por el gobierno puede provocar.
Es una pura fábula afirmar que los gobernantes intervinieron los bancos para restringir la creación de medios fiduciarios e impedir la expansión crediticia. Lo que en realidad buscaban era la inflación y la expansión crediticia. Privilegiaron a determinados bancos porque querían suprimir las limitaciones que el mercado libre impone a la expansión crediticia, o bien trataban de incrementar los ingresos del fisco. La verdad es que, por lo general, las autoridades deseaban ambas cosas a la vez. Creían que la creación de medios fiduciarios es un eficaz mecanismo para rebajar el interés y, por ello, impulsaron a los bancos a que ampliaran el crédito, convencidos de que así beneficiaban a la economía nacional al tiempo que nutrían las arcas del Tesoro. Sólo más tarde, cuando los indeseados pero inevitables efectos de la expansión crediticia hicieron su aparición, se dictaron leyes tendentes a restringir la emisión de papel moneda —ya veces también la apertura de créditos— si esos billetes o cuentas no tenían pleno respaldo dinerario. Jamás se contempló siquiera la posibilidad de implantar la libertad bancaria, precisamente porque ésta habría sido un obstáculo demasiado eficaz contra la expansión crediticia. Y es que los gobernantes, los autores y el público en general creían que el mundo mercantil tiene derecho a un crédito circulatorio pretendidamente «necesario» o «normal», pero que es impensable bajo la égida de la libertad bancaria[17].
Para muchos gobernantes, los medios fiduciarios sólo tenían un interés fiscal. Entendían que la función genuina de la banca consistía en prestar dinero al Tesoro. Tales sustitutos monetarios no eran más que meros precedentes del papel moneda que luego emitiría el gobierno. El billete de banco convertible sólo servía para preparar el camino al papel moneda no convertible. Con el progreso de la estatolatría y la política intervencionista estas ideas se han impuesto por doquier y ya nadie las cuestiona. Ningún gobierno está dispuesto a implantar la libertad bancaria, porque ello supondría renunciar a lo que el gobernante considera interesante fuente de ingreso fiscal. Lo que actualmente se entiende por preparación financiera de la guerra no es otra cosa que la habilidad para encontrar fórmulas que permitan al gobierno disponer de todo el dinero que necesite para sus aventuras bélicas, a través de bancos privilegiados y debidamente controlados. Este tácito pero radical inflacionismo es una nota típica de la ideología económica de nuestra época.
Incluso en la época en que el liberalismo gozó de mayor prestigio, cuando las autoridades preferían buscar la paz y el bienestar de la gente antes que fomentar la guerra, la muerte, la destrucción y la miseria, la opinión pública no era objetiva ante los problemas referentes a la banca. Fuera del área anglosajona, la gente estaba convencida de que el buen gobernante debía propugnar la reducción del tipo de interés y que la expansión crediticia es un instrumento idóneo para la consecución de tal objetivo.
Gran Bretaña no cayó en tales errores cuando en 1844 reformó su legislación bancaria. Sin embargo, las dos equivocaciones de la Escuela Monetaria a que antes nos referimos viciaron esas célebres disposiciones inglesas. Por un lado, se mantuvo la intervención gubernamental en la banca y, por otro, se limitó únicamente la emisión de billetes que no estuvieran íntegramente respaldados. Así pues, ya no era posible crear medios fiduciarios mediante la emisión de billetes, si bien podían prosperar a través de las cuentas de crédito.
Llevar las ideas de la Escuela Monetaria a sus últimas consecuencias implicaría prohibir, por mandato legal, a toda entidad la creación de sustitutos monetarios (billetes y créditos a la vista), a no ser que los mismos estuvieran respaldados al cien por cien por reservas dinerarias. Ésta es la idea fundamental en que se basa el plan denominado del cien por cien elaborado por el profesor Irving Fisher. Pero el profesor Fisher proponía además adoptar un patrón indexado. Ya hemos dicho que tales propuestas son inútiles, pues sólo sirven para conceder al gobierno la más amplia autorización para manipular el poder adquisitivo del dinero en consonancia con las apetencias de los más poderosos grupos de presión. Aun aplicando este plan de reservas del cien por cien sobre la base del patrón oro puro, no serían soslayados por completo los inconvenientes propios de toda interferencia gubernamental en materia bancaria. Lo que se precisa para impedir nuevas expansiones crediticias es someter la banca a las leyes civiles y mercantiles que constriñen a todos a cumplir sus obligaciones a tenor de las estipulaciones contractuales en su día convenidas. Mientras los bancos sigan siendo instituciones privilegiadas que operan amparadas por fueros especiales, siempre podrá el gobierno recurrir a ellos para incrementar sus ingresos fiscales. Así las cosas, sólo la administración y el parlamento pueden restringir la creación de medios fiduciarios. Los legisladores tal vez la cercenen durante aquellos períodos que ellos subjetivamente consideren normales. Pero tales restricciones desaparecerán tan pronto como los gobernantes estimen que concurren circunstancias excepcionales que justifiquen acudir a recursos extraordinarios. Si la administración y el partido político que la ampara desean ampliar el gasto público sin necesidad de poner en entredicho su popularidad incrementando la carga fiscal, jamás dudarán en apelar a situaciones de emergencia. Los políticos, para financiar proyectos por los cuales los contribuyentes no están dispuestos a pagar mayores impuestos, normalmente echan mano del recurso a las máquinas de la fábrica de moneda o al servilismo de aquellos banqueros que desean estar a bien con las autoridades que, en definitiva, imperan sobre sus negocios.
Sólo la banca libre puede soslayar los peligros inherentes a la expansión crediticia. Desde luego, la libertad bancaria no impediría una expansión crediticia lenta y de corto alcance practicada por bancos extremadamente cautelosos que habrían de tener siempre informado al público acerca de su situación financiera. Pero bajo un régimen de banca libre jamás la expansión crediticia, con todas sus inevitables consecuencias, habría adquirido esa condición de fenómeno regular —se siente la tentación de decir normal— que en nuestro sistema económico ha cobrado. Sólo la libertad bancaria puede evitar, en la economía de mercado, las crisis y las depresiones.
Al reexaminar la historia de los últimos cien años, resalta con claridad meridiana el golpe mortal que los errores cometidos por el liberalismo en materia bancaria supusieron para la economía de mercado. No había razón alguna que aconsejara abandonar en el terreno bancario el principio de la libre competencia. Los políticos liberales, en su mayor parte, no quisieron enfrentarse con la hostilidad que la gente siente contra el préstamo dinerario y el cobro de intereses. No comprendieron que el interés es un fenómeno de mercado que ni el gobierno ni nadie puede ad libitum manipular. Cayeron en la supersticiosa creencia de que la reducción del tipo de interés es beneficiosa para todos y que la expansión crediticia es un medio adecuado para abaratar el dinero. Nada perjudicó más la causa del liberalismo que la regular repetición de febriles booms seguidos de largos periodos de estancamiento y crisis. La gente llegó a convencerse de que tales fenómenos son consustanciales a la economía de mercado. Ignoraban que tan lamentados resultados eran, en cambio, la obligada secuela de la política orientada a rebajar el interés mediante la expansión crediticia. No se quería abandonar la errónea idea subyacente, y se prefirió combatir esos indeseados efectos reforzando cada vez más la interferencia gubernamental.
Según la Escuela Bancaria, no se puede crear dinero en exceso si los bancos se limitaran a conceder crédito a corto plazo[18]. Porque cuando el prestatario amortiza el préstamo, los billetes retornan a la institución y así desaparecen del mercado. Pero esto sucede sólo si el banco limita la cuantía total de créditos a otorgar. (Aun en tal caso, no se evitarían los efectos de la anterior expansión crediticia; simplemente, se añadirían los efectos de una posterior contracción del crédito). En la práctica, el banco reemplaza las letras vencidas y pagadas con nuevas cambiales que descuenta. Los medios de pago retirados de la circulación por la amortización del primitivo crédito se sustituyen por otros posteriormente creados.
En cambio, en un sistema de libertad bancaria queda efectivamente restringida la expansión crediticia, pues entonces las cosas se producen de otro modo. No nos referimos al proceso que se expresa en el llamado Principio de Fullarton[*]. Los límites en cuestión aparecen porque la expansión crediticia, por sí misma, no amplía la clientela del banco que la práctica, es decir, no incrementa el número de personas que admiten como sustitutos monetarios los documentos de propio cargo emitidos por la entidad. Pues, al acrecentar la cuantía de los medios fiduciarios, el banco engrosa las sumas que sus clientes pagan a terceros, ampliando al mismo tiempo las exigencias de quienes reclaman el pago en dinero de los sustitutos monetarios. Por consiguiente, la entidad se ve obligada a reprimir su actividad ampliatoria.
Este hecho jamás se ha puesto en duda en el caso de créditos a la vista, contra los cuales el beneficiario puede librar talones. Cualquier banco que ampliara de esta suerte la concesión de créditos se encontraría muy pronto en difícil posición ante las demás entidades bancarias con motivo de sus operaciones compensatorias. Pese a ello, se ha sostenido a veces que es distinto el planteamiento tratándose de billetes de banco.
Al abordar los problemas de los sustitutos monetarios, la cataláctica sienta como premisa que hay un cierto número de personas que los considera créditos-dinero, es decir, que como dinero los utilizan en sus transacciones mercantiles y los conservan en caja. Todo lo que la cataláctica afirma en relación con los sustitutos monetarios presupone esta situación. Pero sería absurdo suponer que cualquier billete emitido por cualquier banco sea efectivamente un sustituto monetario. Lo que hace que el billete o documento sea un sustituto monetario es el buen nombre de la entidad emisora. La menor sospecha sobre la capacidad y disposición del banco para pagar a la vista y sin gasto alguno para el tenedor todos y cada uno de los papeles emitidos menoscaba su buen nombre, lo cual priva al billete de su condición de sustituto monetario. Podemos suponer que todo el mundo está dispuesto a admitir como crédito esos dudosos billetes y aun a recibirlos en pago si así se evita el tener que esperar. Pero si surge cualquier duda sobre su condición esencial, no habrá quien no intente desprenderse de los que posea lo más rápidamente posible. La gente sólo quiere retener en caja dinero y los sustitutos monetarios que estime plenamente garantizados y se desprende de cualquier documento de dudosa solvencia. Comenzarán éstos a cotizarse en el mercado por debajo de su valor nominal, lo cual hará que rápidamente regresen al banco emisor, que es el único obligado a canjearlos a la par.
Aclara aún más el problema la consideración de la situación bancaria en la Europa continental. En estos países, los bancos privados podían conceder sin limitación alguna créditos contra los cuales el prestatario podía librar talones. Tales instituciones, por tanto, estaban facultadas para otorgar crédito circulatorio y, mediante el mismo, incrementar la cuantía de los créditos concedidos, como hacía la banca anglosajona. El público europeo, sin embargo, no reconocía a esos talones la condición de sustitutos monetarios. Por lo general, todo aquél que recibía un talón acudía inmediatamente al banco y cobraba su importe, retirando la suma en dinero. Por este motivo, a los bancos comerciales les resultaba imposible, salvo en cantidad mínima, otorgar préstamos simplemente acreditando la cuenta del cliente. Tan pronto como éste entregaba un talón, se producía la retirada de fondos del banco interesado. Sólo las grandes empresas admitían entre sí esos cheques como sustitutos monetarios. Aun cuando en estos países los bancos centrales tampoco estaban, por lo general, sometidos a traba alguna que les impidiera incrementar la concesión de créditos, les resultaba imposible practicar por ese cauce una seria ampliación crediticia, dado el reducido número de clientes que utilizaban ese dinero bancario. En la práctica, sólo a través de los billetes de banco se podía provocar efectivamente el crédito circulatorio y la expansión crediticia.
Hacia 1880, el gobierno austríaco pretendió popularizar el uso del dinero-talonario (checkbook money), creando un servicio de cuentas contra las que se podían girar talones en la Caja Postal de Ahorros. Los deseos de las autoridades, en cierto grado, se cumplieron. Una clientela más numerosa que la que operaba con los talones del banco central consideraba sustitutos monetarios los documentos de cargo contra las cuentas del mencionado servicio. El sistema pervivió en los nuevos estados que surgieron cuando, en 1918, cayó el imperio de los Habsburgo. Otras naciones europeas, como Alemania, por ejemplo, también adoptaron el plan; pero ese dinero bancario era una creación puramente estatal y sólo el gobierno se beneficiaba del crédito circulatorio que concedía el sistema. A este respecto, es interesante recordar que la Caja Postal de Ahorros, tanto en Austria como en la mayoría de los demás países que copiaron el sistema, no se denominó nunca banco, sino oficina de depósito (Amt). A parte de esas cuentas postales en la mayoría de los países no anglosajones, los billetes de banco —y en menor grado también las cuentas del banco central de emisión— fueron el principal instrumento del crédito circulatorio. El problema de la expansión crediticia en esos países se concentró en el billete de banco.
Muchos empresarios en Estados Unidos pagan los salarios y aun los jornales librando cheques. Este sistema, en la medida en que los beneficiarios proceden seguidamente a hacer efectivos sus cheques y retiran las correspondientes sumas dinerarias de la entidad depositarla, no hace más que trasladar al cajero del banco el trabajo material de efectuar los pagos en cuestión. Carece de importancia cataláctica. Si todos los ciudadanos hicieran lo mismo con los cheques recibidos, los depósitos no serían sustitutos monetarios y no podrían emplearse como instrumentos de crédito circulatorio. Sólo el hecho de que mucha gente considere los saldos de las cuentas bancarias sustitutos monetarios los convierte en lo que popularmente se entiende por dinero talonario o bancario (check book money, deposit currency).
Es erróneo suponer que la libertad bancaria facultaría a cualquiera para emitir billetes y así timar a la gente. A este respecto suele invocarse la frase de un americano anónimo citada por Tooke, según la cual «banca libre equivale a estafa libre». Mas cierto es, en cambio, que la libertad para emitir billetes habría restringido enormemente, y aun tal vez hecho desaparecer, el billete de banco. Ésa era la idea que Cernuschi, el 24 de octubre de 1865, exponía ante la Comisión Investigadora de la Banca Francesa en estos términos: «En mi opinión, la libertad bancaria provocaría la desaparición en Francia del billete de banco. Aspiro a que cualquiera pueda emitir billetes, precisamente para que nadie quiera ya aceptarlos»[19].
Acaso algunos opinen que el billete de banco es más práctico y manejable que la moneda metálica y aduzcan razones de comodidad para su implantación. Quizás ello sea cierto. Pero, en tal caso, el público estaría dispuesto a pagar un sobreprecio para evitar los inconvenientes del peso del dinero metálico. Así, en otros tiempos los billetes emitidos por instituciones de solvencia incuestionable tenían un valor ligeramente superior al de la moneda metálica. Por la misma razón, los traveler’ checks se han impuesto en un círculo bastante amplio, pese a que el banco emisor cobra cierta comisión por ellos. Todo esto, sin embargo, nada tiene que ver con el problema que nos ocupa. En modo alguno justifica las medidas adoptadas para inducir al público a utilizar los billetes de banco. No fue el deseo de evitar inconvenientes a las amas de casa lo que indujo a las autoridades a popularizar el papel moneda. Lo que realmente se perseguía con esa política era rebajar el tipo de interés y hallar una fuente de crédito barato para el Tesoro. Aumentando las existencias de medios fiduciarios creían abogar por el bien común.
El billete de banco no es indispensable. Todos los triunfos económicos que el capitalismo ha conseguido los habría logrado igualmente sin su concurso. El dinero talonario puede proporcionar idénticos servicios. Y la interferencia del gobierno en los depósitos de la banca comercial no puede justificarse con el hipócrita pretexto de otorgar protección a pobres e ignorantes campesinos y obreros contra la maldad del banquero.
Pero alguien podría preguntar: ¿Qué sucedería si toda la banca privada se asociara y formara un cartel? ¿No es acaso posible que los bancos se confabulen para emitir sin tasa medios fiduciarios? Tal inquietud es absurda. Mientras la intervención estatal no impida a la gente retirar sus saldos, ningún banco puede permitirse arriesgar su buen nombre asociándolo con el de otras entidades de menor crédito. Conviene recordar que el banco dedicado a crear medios fiduciarios se halla siempre en una postura más o menos precaria. El buen nombre es su prenda más valiosa. Cualquier duda acerca de la seguridad y solvencia de la institución puede llevarla a la suspensión de pagos. Para un banco de buena reputación sería una política suicida ligar su nombre al de otras instituciones menos acreditadas. Bajo un régimen de libertad bancaria, la unión de todos los bancos en un cartel implicaría el fin de la banca, lo que, evidentemente, no beneficiaría a ninguna de las instituciones afectadas.
Suele criticarse a los bancos más solventes su conservadurismo y resistencia a ampliar el crédito. Quienes no merecen que se les concedan facilidades financieras consideran viciosa esa actitud conservadora. En realidad, es la norma suprema y primordial que debe presidir la actuación bancaria bajo un régimen de libertad.
Es extremadamente difícil para nuestros contemporáneos concebir las condiciones de la libertad bancaria, pues la interferencia gubernamental parece hoy tan natural como necesaria. Pero conviene recordar que ese intervencionismo se basa en el error de pensar que la expansión crediticia permite rebajar el tipo de interés y que perjudica sólo a unos pocos desalmados capitalistas.
Se interfirió la banca precisamente porque los gobernantes sabían que la libertad bancaria limita y restringe la expansión crediticia.
Tal vez se hallan en lo cierto los economistas que sostienen que la presente situación del mundo bancario aconseja la intervención estatal. Pero la actual situación de la banca no es fruto del libre funcionamiento de la economía de mercado, sino consecuencia de los esfuerzos de tantos gobiernos deseosos de dar paso a la expansión crediticia en gran escala. Sin la intervención estatal, sólo la exigua clase social que sabe perfectamente distinguir entre bancos solventes e insolventes haría uso efectivo del billete y del dinero de origen bancario. Habría sido imposible toda expansión crediticia en gran escala. Sólo las autoridades son responsables de ese respeto con que el hombre corriente contempla cualquier pedazo de papel en el cual el Tesoro público o sus dependencias han impreso la mágica frase «de curso legal».
La interferencia del gobierno en el mundo bancario estaría justificada si con ella se pretendiera corregir la lamentable situación hoy imperante y se impidiera o restringiera seriamente toda ulterior expansión crediticia. Pero la verdad es que la interferencia gubernamental no busca más que intensificar aún más la expansión del crédito. Tal política está condenada al fracaso. Más pronto o más tarde, provocará una catástrofe.
La totalidad del dinero y de los sustitutos monetarios existentes es poseída y retenida en caja por los individuos y empresas que actúan en el mercado. La cuota de ese total que cada uno de esos sujetos mantendrá a la vista depende de la utilidad marginal. Todos ellos desean tener una parte de su patrimonio materializada en dinero. Se desprenden de cualquier excedente dinerario incrementando las adquisiciones y remedian toda deficiencia de dinero ampliando las ventas. No debe equivocar al economista la vulgar y extendida terminología que confunde la demanda de dinero para su tenencia en caja con la demanda de mayores riquezas y bienes económicos.
Cuanto puede afirmarse respecto a las personas y las empresas puede aplicarse igualmente a cualquier suma de saldos de tesorería de varios individuos o empresas. El criterio con que agrupemos ese conjunto de personas y empresas y sumemos sus respectivas tesorerías carece de importancia. El metálico de una ciudad, provincia o nación es igual a la suma de los saldos de numerario de todos y cada uno de sus habitantes.
Imaginemos que en una economía de mercado sólo circula una determinada clase de dinero y que los sustitutos monetarios son desconocidos o empleados por todo el mundo indistintamente. Es decir, supongamos, por ejemplo, que en el mercado circulan el oro y los billetes redimibles emitidos por un banco de ámbito mundial y que esos billetes merecen a todos la consideración de sustitutos monetarios. Bajo tal planteamiento, las medidas perturbadoras del intercambio de mercancías y servicios no provocan efecto alguno en la esfera del dinero y en la cuantía de los saldos de tesorería mantenidos por cada sujeto. Tarifas, embargos y barreras migratorias perturban la tendencia a la igualación de los precios, los salarios y los tipos de interés. Pero para nada influyen en los saldos de numerario.
Si un gobierno deseara inducir a la gente a incrementar su tesorería, habría de ordenar a cada ciudadano ingresar y no detraer determinada suma en la correspondiente institución. La necesidad de procurarse dicha cantidad para depositar obligaría a todos a incrementar las ventas y a restringir las compras; los precios nacionales tenderían a bajar; crecerían las exportaciones mientras se reducirían las importaciones; se importaría cierta cantidad de dinero. Sin embargo, si en tal caso el gobierno se limitara a prohibir la importación de bienes y la exportación de dinero, fracasaría lamentablemente en su propósito. Porque si las importaciones se reducen, invariadas las restantes circunstancias, también lo hacen las exportaciones.
El dinero desempeña en el comercio internacional la misma función que en el comercio interno. Tanto en el comercio exterior como en el nacional el dinero es medio de intercambio. Tanto en uno como en otro ámbito, las compras y ventas provocan variaciones meramente transitorias en las tesorerías de las personas individuales y colectivas, salvo que tales sujetos deseen efectivamente incrementar o restringir su tenencia de metálico. Afluye a determinado país el dinero si sus habitantes quieren, con mayor ardor que los extranjeros, ampliar sus saldos de tesorería. Sale el dinero de la nación sólo cuando los indígenas pretenden reducir su tenencia de numerario con más vehemencia que los extranjeros. Cualquier transferencia dineraria de un país a otro que no sea compensada por otra operación de signo contrario jamás es fruto involuntario de las transacciones comerciales internacionales. Es invariablemente un efecto originado por mutaciones conscientemente practicadas en las tesorerías de los residentes. Por lo mismo que el trigo sólo se exporta cuando los habitantes del país desean deshacerse de un excedente de grano, el dinero es exportado únicamente cuando la gente quiere desprenderse de ciertas cantidades dinerarias que consideran excesivas.
Cuando en un país comienzan a emplearse sustitutos monetarios no utilizados en el extranjero, surge el excedente dinerario. La creación de los sustitutos monetarios en cuestión equivale a incrementar las existencias dinerarias en sentido amplio —dinero más medios fiduciarios— del país; surge por ello un excedente de dinero (empleamos siempre el término en sentido lato). Los interesados pretenden deshacerse de tal excedente, y para ello amplían sus compras, ya sean de bienes nacionales o extranjeros. En el primer caso, se contraen las exportaciones, mientras en el segundo se amplían las importaciones. Tanto en uno como en otro supuesto, el excedente sale del país. Como, de acuerdo con nuestros presupuestos, los sustitutos monetarios no pueden exportarse, siempre es dinero propiamente dicho el que sale. Ello da lugar a que dentro de las existencias dinerarias, consideradas siempre en sentido amplio (dinero más medios fiduciarios), se incrementa el porcentaje de los medios fiduciarios comparativamente al del dinero. El país dispone ahora de menos dinero en sentido estricto.
Imaginemos ahora que los sustitutos monetarios pierden su condición de tales. El banco emisor ya no los redime por dinero. Lo que antes eran sustitutos monetarios ahora ya sólo son créditos contra un deudor que incumple sus obligaciones, contra una entidad cuya capacidad y buena disposición para pagar sus deudas es dudosa. Nadie sabe si algún día esos documentos podrán efectivamente ser canjeados por dinero. Ello no obstante, tal vez la gente utilice los créditos como dinero crediticio (credit money). Cuando eran sustitutos monetarios, su valor efectivo era igual al de la suma dineraria que podía obtenerse por ellos a la vista. Al transformarse en dinero crediticio, circulan con un cierto porcentaje de descuento.
Así las cosas, es posible que el gobierno intervenga. Posiblemente las autoridades proclamen que el dinero crediticio tiene pleno valor liberatorio por su importe nominal[20]. Todo acreedor debe aceptar en pago tales billetes por su valor nominal. Nadie puede negarse a recibirlos. El decreto gubernamental pretende forzar a la gente a considerar cosas de diferente valor de cambio como si tuvieran el mismo. Interfiere la estructura de precios que el mercado libremente originaría. Las autoridades han tasado con precios mínimos el dinero crediticio y con precios máximos el dinero mercancía (oro) y las divisas. El resultado provocado no coincide con los deseos del gobierno. No desaparece la diferencia entre el valor del dinero crediticio y el del oro. Comoquiera que la ley prohíbe utilizar las monedas con arreglo a su verdadero precio de mercado, el público no las emplea ya al comprar y al vender ni al amortizar deudas. Son, en cambio, atesoradas o exportadas. El dinero-mercancía desaparece en el mercado interior. El dinero malo, dice la ley de Gresham, expulsa del país al dinero bueno. Más exacto sería decir que la moneda cuyo valor las autoridades pretenden depreciar desaparece del mercado y que sólo circula la que fue oficialmente sobre valorada.
La exportación del dinero-mercancía, como se ve, no es consecuencia de una desfavorable balanza de pagos, sino efecto provocado por la interferencia gubernamental en la estructura de los precios.
Por balanza de pagos entendemos la confrontación del importe monetario de todos los ingresos y todos los gastos de una persona o grupo durante cierto periodo de tiempo. En tales estados el Debe es siempre igual al Haber. La balanza cuadra siempre.
Para conocer la posición de un individuo en el marco de la economía de mercado, es preciso analizar su balanza de pagos. A la vista de la misma podemos formarnos una idea detallada del papel que desempeña en el sistema social de división de trabajo. Conoceremos lo que el sujeto procura a sus semejantes y lo que de éstos recibe o exige. Sabremos si se trata de una persona que atiende honradamente a sus propias necesidades o si, por el contrario, estamos ante un ladrón o un pordiosero. Veremos si consume la totalidad de su producción o si, en cambio, ahorra parte de la misma. Hay muchos valores humanos que los apuntes contables no pueden reflejar; hay virtudes y hazañas, vicios y crímenes que la contabilidad no recoge. Pero la información es completa en lo que respecta a la integración de la persona en la vida y actividades sociales, a su contribución al esfuerzo común de la sociedad, siempre que sus semejantes valoren positivamente tal contribución, y al consumo del interesado en cuanto consista en bienes que puedan comprarse y venderse en el mercado.
Si reunimos las balanzas de pagos de un cierto número de personas y excluimos los apuntes relativos a las transacciones entre los individuos del grupo, dispondremos de la balanza de pagos del grupo en cuestión. Dicha balanza nos informa acerca de cómo los miembros del grupo, considerado como un conjunto integrado de personas, se relaciona con el resto de la sociedad de mercado. Podemos así formular la balanza de pagos de los abogados de Nueva York, la de los campesinos belgas, la de los parisienses o la de los habitantes del cantón de Berna. Las estadísticas suelen fijarse sobre todo en la balanza de pagos de los residentes de los diversos países organizados como países independientes.
Mientras la balanza de pagos de una persona nos brinda detallada noticia sobre la posición social del interesado, la de una agrupación, en cambio, nos informa de mucho menos. Nada nos dice de las mutuas relaciones entre los diversos miembros del grupo. Cuanto mayor sea la agrupación que examinemos y menor la homogeneidad de sus miembros, menos precisa resulta la información que la balanza de pagos proporciona. La balanza de pagos de Dinamarca nos dice más de las circunstancias personales de los daneses que la balanza de pagos de los Estados Unidos nos muestra sobre el modo de vivir de los americanos. Para conocer la realidad social y económica de un país no es preciso examinar la balanza de pagos de todos y cada uno de sus individuos. Sin embargo, los grupos que se manejen deben estar integrados por gente de sustancial homogeneidad en lo que respecta a su nivel social y a sus actividades económicas.
Las balanzas de pagos son muy instructivas. Pero, para evitar errores muy extendidos, hay que saber interpretarlas.
En la balanza de pagos de un país suelen consignarse separadamente las rúbricas monetarias y las no dinerarias. Dícese que la balanza es favorable cuando las importaciones de dinero y metales preciosos superan las exportaciones de dichos bienes. Por lo mismo, se dice que la balanza es desfavorable si las exportaciones de dinero y metales preciosos superan a las importaciones. Estos modos de expresarse derivan de inveterados errores mercantilistas que aún perduran, pese a la devastadora crítica de los mismos efectuada por los economistas. Cree la gente que las importaciones y las exportaciones de dinero y metales preciosos son consecuencias involuntarias del movimiento de las cuentas no monetarias de la balanza de pagos. Esta idea es gravemente errónea. El excedente en las exportaciones de dinero y metales preciosos no es resultado de una desgraciada concatenación de circunstancias que aflige al país como un accidente imprevisible. El fenómeno se da exclusivamente porque los nacionales desean reducir la cantidad de dinero por ellos retenida y prefieren adquirir otros bienes. Ésa es la razón de que la balanza de pagos de las regiones productoras de oro sea generalmente «desfavorable»; por lo mismo, es desfavorable la balanza de pagos de un país que esté sustituyendo por medios fiduciarios una parte de sus existencias dinerarias mientras prosiga este proceso.
Ninguna diligente y paternal intervención de la autoridad se precisa para impedir que la nación, a causa de una desfavorable balanza de pagos, pierda todo su dinero. A este respecto, no hay diferencia entre las balanzas de pagos de los individuos y las de los grupos, como tampoco la hay entre las de una ciudad o una provincia y la de toda una nación. No se necesita ninguna intervención gubernamental para impedir que los habitantes de Nueva York se queden sin dinero al comerciar con los habitantes de los otros cuarenta y siete estados de la Unión. Mientras los americanos valoren la posesión de un cierto saldo de tesorería, cada uno de ellos se preocupará de no quedarse sin dinero y proporcionalmente contribuirá a que se conserven las existencias dinerarias de la nación. Sin embargo, si los americanos dejaran de interesarse por la tenencia de numerario, ninguna medida gubernamental aplicada al comercio exterior y a los pagos internacionales impediría la exportación de toda la moneda americana. Para evitarlo, sería preciso prohibir rigurosamente la exportación de dinero y metales preciosos.
Supongamos, en primer lugar, que existe una sola clase de dinero. Bajo tal supuesto, con el poder adquisitivo de dicha valuta en diversos lugares sucede lo mismo que con los precios de las mercancías. El precio final del algodón en Liverpool no puede exceder el precio del mismo artículo en Houston más que en una suma igual al coste del transporte. En cuanto el precio de Liverpool supere esa cifra, los comerciantes se dedicarán a enviar algodón a dicha plaza, provocando la baja del precio, que de esta suerte ha de tender hacia el mencionado precio final. El precio en Nueva York de una orden para pagar en Amsterdam cierta cantidad de guilders no puede ser superior al coste de la acuñación de las monedas, su transporte, seguro e intereses durante el periodo correspondiente. En cuanto se supere dicho punto —punto de exportación del oro (gold export point)— resulta lucrativo enviar oro de Nueva York a Amsterdam. Tales envíos rebajan la cotización del guilder en Nueva York a una cifra inferior al punto de exportación del oro. Las cotizaciones del dinero y las de las mercaderías se diferencian sólo en que generalmente estas últimas varían en una sola dirección, de donde hay un exceso de producción hacia donde hay un exceso de consumo. El algodón se envía de Houston a Liverpool, no de Liverpool a Houston. El precio del mismo en Houston es inferior al de Liverpool en una suma igual al coste del transporte. El dinero, en cambio, se mueve ora hacia aquí, ora hacia allá.
Quienes pretenden explicar las fluctuaciones de las cotizaciones interlocales y los envíos de dinero de unas a otras plazas recurriendo a las rúbricas no monetarias de la balanza de pagos caen en el error de atribuir al dinero una posición excepcional. No ven que, por lo que a las cotizaciones interlocales se refiere, no existe diferencia alguna entre el dinero y las demás mercancías. Si ha de existir un comercio de algodón entre Houston y Liverpool, es necesario que los precios de dicho producto en una y otra plaza no se diferencie en una suma mayor que la correspondiente a los gastos de transporte. Por lo mismo que hay una afluencia de algodón desde el sur de los Estados Unidos hacia Europa, el oro fluye de países como Sudáfrica, productor de ese precioso metal, hacia Europa.
Dejemos a un lado el comercio triangular y el caso de las naciones productoras de oro y supongamos que aquellas personas naturales o jurídicas que, bajo tal patrón, comercian entre sí no desean variar la cuantía de sus respectivas tesorerías. Sus compras y ventas, sin embargo, originan créditos que exigen pagos interlocales. Ahora bien, de acuerdo con nuestros presupuestos, tales pagos interlocales deben ser equivalentes entre sí. Lo que los habitantes de A deben a los habitantes de B coincide con lo que estos últimos deben a los primeros. De ahí que puedan ahorrarse los gastos de transporte de las sumas en cuestión. Tales créditos y deudas pueden compensarse mediante el oportuno clearing. Es una cuestión puramente técnica el que dicha compensación se efectúe mediante una oficina compensatoria (clearing house) interlocal o mediante las transacciones efectuadas en determinado mercado de divisas. En todo caso, las sumas que la persona residente en A (o en B) ha de abonar por una orden de pago cobrable en B (o en A) nunca pueden sobrepasar los límites marcados por los costes del transporte. Dicho precio no puede, independientemente del nominal, exceder la cuantía de los gastos de transporte (gold export point) ni tampoco puede ser inferior a los aludidos gastos de transporte (gold import point).
Puede suceder que —invariadas las restantes circunstancias— aparezca una momentánea discrepancia entre lo adeudado por A a B y lo acreditado por B a A. En tal caso, un transporte interlocal de dinero sólo puede evitarse arbitrando la correspondiente operación crediticia. El importador que desde A ha de efectuar un abono en B y sólo encuentra en la Bolsa de divisas órdenes de pago contra los residentes en B de vencimiento a noventa días puede ahorrarse los gastos de transporte del oro correspondiente si obtiene un crédito durante esos noventa días en B por el importe en cuestión. Los comerciantes en monedas extranjeras recurrirán a esa solución siempre y cuando el coste de los créditos en B no supere al de los mismos en A en más del doble del precio del transporte del oro. Si el coste de dicho transporte es 1/ 8 por 100, tales personas estarán dispuestas a pagar, por un crédito de tres meses, hasta un 1 por 100 (anual) más de interés sobre aquél al cual, en ausencia de tales pagos interlocales, se contratarían créditos entre A y B.
Podemos expresar estos hechos también diciendo que el saldo diario de la balanza de pagos existente entre A y B determina el nivel al cual, siempre dentro de los límites marcados por el punto de exportación de oro (gold export point) y el punto de importación de oro (gold import point), queda fijada la cotización de la moneda extranjera. Ahora bien, en tal caso es preciso agregar que lo anterior es cierto sólo mientras ni los residentes en A ni los de B pretendan variar la cuantía de sus tesorerías. Sólo porque se da esta última circunstancia se puede evitar la transferencia de efectivo manteniendo las cotizaciones entre los límites marcados por los dos puntos del oro. Si los habitantes de A desean restringir su tenencia de numerario y los de B aumentarla, habrá que transportar oro de A a B, llegando el coste de la transferencia telegráfica de A a B a coincidir en A con el punto de exportación del oro. En este supuesto, se envía oro de A a B por lo mismo que regularmente se exporta algodón de los Estados Unidos a Europa. El coste de las transferencias telegráficas a B se iguala con el punto de exportación de oro precisamente porque los habitantes de A están vendiendo oro a los de B, en modo alguno porque su balanza de pagos sea desfavorable.
Todo esto es válido en el caso de cualesquiera pagos concertados entre diferentes lugares. No implica diferencia alguna el que las localidades pertenezcan a una misma nación o a dos distintos estados soberanos. La interferencia gubernamental, sin embargo, ha venido a variar seriamente el planteamiento. En todos los estados modernos existen instituciones a través de las cuales es posible efectuar pagos interlocales, dentro de la misma nación, a la par. Los gastos necesarios para trasladar dinero de un lugar a otro son soportados por el erario público, por el banco central o por alguna otra institución pública, como son las cajas de ahorro postales, existentes en diversos estados europeos. Ya no existe hoy un mercado de transferencias interlocales dentro de cada país. No se le carga a la gente más por una orden de pago interlocal que por otra puramente local; aun en los casos en que tal coste no sea el mismo, la diferencia entre uno y otro supuesto es de lo más exigua y no guarda relación alguna con las fluctuaciones de las transferencias dinerarias interlocales efectuadas en el país. Tales interferencias estatales han venido a hacer más diferentes los pagos internos y los exteriores. Los primeros se efectúan a la par, mientras que los segundos, como decíamos, fluctúan dentro de los límites marcados por los puntos del oro.
Cuando dos o más monedas se emplean como medios de intercambio, su mutua razón de intercambio depende del respectivo poder adquisitivo. Aparece una proporción entre los precios finales de las diversas mercancías expresados en una u otra moneda. La razón final de intercambio entre las diferentes monedas es función de su distinto poder adquisitivo. En cuanto el precio de cualquiera de dichas monedas se aparta de esa razón, surge la posibilidad de realizar, mediante las correspondientes compraventas, lucrativas operaciones, y los propios comerciantes que se lanzan a aprovechar tal oportunidad hacen desaparecer la diferencia en cuestión. La teoría de la cotización monetaria internacional basada en la paridad del poder adquisitivo simplemente implica la concreta aplicación de los teoremas generales de la determinación de los precios al caso especial de la coexistencia de varias clases de dinero.
No tiene importancia que las diversas monedas coexistan en una misma área geográfica o que, por el contrario, el uso de cada una de ellas quede restringido a determinada zona. En cualquier caso, la mutua razón de intercambio tiende hacia un valor final al cual resulta indiferente el comprar o el vender con una u otra moneda. Los gastos que puedan gravar las transferencias interlocales, como es natural, deberán ser en cada caso agregados o deducidos de los correspondientes precios.
Las variaciones del poder adquisitivo no afectan simultáneamente a todos los bienes y servicios. Examinemos, una vez más, el supuesto de —tanta trascendencia práctica— de una inflación desatada sólo en un determinado país. El nuevo dinero, crediticio o fiat, comienza por afectar a determinadas mercancías y servicios. Los precios de los restantes bienes se mantienen al principio a su anterior nivel. La razón de intercambio entre la moneda nacional y las monedas extranjeras se determina en la Bolsa de divisas, institución de mercado que opera con arreglo a los usos y costumbres que rigen los centros de contratación de valores mobiliarios. Quienes operan en este mercado gozan de mayor perspicacia que el resto de la gente para adivinar los cambios futuros. De ahí que la Bolsa de las divisas refleje la nueva relación monetaria antes que la acusen los precios de muchas mercancías y servicios. Tan pronto como esa inflación interna comienza a afectar a los precios de algunas mercancías y, desde luego, mucho antes de que la misma haya consumado sus efectos sobre la mayoría de los precios de bienes y servicios, el valor de las divisas extranjeras comienza a subir hasta alcanzar la cifra que corresponda al nivel de los salarios y precios internos.
Este hecho ha sido interpretado erróneamente. No se advirtió que el alza de las divisas simplemente anticipa el movimiento ascendente de los precios interiores. Se creía que la subida de la moneda extranjera es consecuencia de una desfavorable balanza de pagos. Ha aumentado la demanda de divisas, aseguraban, por el deterioro de la balanza comercial o a causa de las siniestras maquinaciones urdidas por especuladores sin patriotismo. El mayor coste de la moneda extranjera hace que suba en el país el precio de los productos importados. El precio de las mercancías nacionales, consecuentemente, también ha de subir, ya que, en otro caso, la baratura de las mismas induciría a los comerciantes a retirarlas del mercado interior para venderlas con prima en el extranjero.
Los errores que este popular modo de razonar encierra son fáciles de evidenciar. Si la actividad inflacionaria no hubiera incrementado los ingresos nominales de los consumidores nacionales, la gente, al elevarse el coste de las divisas, se habría visto obligada a restringir su consumo de productos nacionales o extranjeros. En el primer caso, las exportaciones se habrían ampliado, mientras que en el segundo se habrían restringido las importaciones. Y así, la balanza comercial pronto habría de mostrar un saldo de ésos que los mercantilistas califican de favorables.
El mercantilismo, al final, se ve forzado a reconocer la lógica de la anterior argumentación. Sin embargo, ésta —rearguyen— sólo se cumple cuando las circunstancias comerciales son normales. No es aplicable a países obligados a importar determinadas mercancías, tales como alimentos de primera necesidad o materias primas. La importación de dichos bienes no puede restringirse por debajo de un cierto mínimo. Hay que traerlos del extranjero, por caros que resulten. Cuando no se puede producir las necesarias divisas mediante las oportunas exportaciones, la balanza comercial arroja saldo desfavorable y el coste de la moneda extranjera es cada vez mayor.
Esta idea no es menos ilusoria que las demás ideas mercantilistas. Por urgente y vital que sea la demanda de una persona o un grupo por determinados bienes, en el mercado sólo pueden satisfacerla pagando su precio libre. El austríaco que desea comprar trigo de Canadá no tiene más remedio que pagar su precio de mercado en dólares canadienses. Deberá procurarse tales dólares exportando bienes directamente a Canadá o a algún otro país. No incrementa la cuantía de las existencias de dólares canadienses al pagar mayores precios (en schillings, la moneda nacional austriaca) por aquéllos. Es más, nunca podrá pagar esos mayores precios (en schillings) por el trigo importado si sus ingresos (en schillings) permanecen invariados. Sólo si el gobierno austríaco se lanza a una política inflacionaria, incrementando el número de schillings en manos de sus súbditos, pueden los austríacos continuar comprando las mismas cantidades de trigo que antes consumían sin reducir otros gastos. En ausencia de tal inflación, cualquier alza del precio de los bienes importados forzosamente ha de provocar una reducción del consumo de esas mismas o de otras mercancías. Se pone así en marcha el proceso de reajuste al que antes nos referimos.
No debe atribuirse a una supuesta escasez de dinero el que una persona carezca de numerario bastante para comprar pan a su vecino el panadero. El interesado se encuentra en esa situación simplemente porque no supo proporcionarse las necesarias sumas vendiendo a los demás aquellos bienes o servicios por los cuales éstos estaban dispuestos a pagar. Lo mismo sucede en el comercio internacional. Un país puede hallarse en la desagradable posición de no poder vender al extranjero todas aquellas mercancías que necesitaría exportar para adquirir los alimentos que sus ciudadanos desean. Pero ello no significa que escaseen las divisas extranjeras, sino que los residentes son pobres. Y, por supuesto, la inflación interna no es un medio idóneo para remediar esta pobreza.
Tampoco la especulación influye para nada en la determinación de los cambios extranjeros. Los especuladores simplemente se anticipan a las previstas variaciones. Ahora bien, si se equivocan, si erróneamente suponen que ha comenzado la inflación, la realidad no coincidirá entonces con sus previsiones y las pérdidas sancionarán su equivocación.
La doctrina según la cual las cotizaciones extranjeras dependen de la balanza de pagos se basa en la incorrecta generalización de un caso particular. Cuando en dos lugares, A y B, se emplea una misma clase de dinero y quienes allí residen no desean variar la cuantía de sus saldos de tesorería, el total pagado durante un cierto lapso de tiempo por los habitantes de A a los de B coincide con lo abonado por estos últimos a aquéllos, de tal suerte que los desembolsos pueden compensarse sin necesidad de transportar dinero de A a B ni de B a A. En A el coste de una transferencia telegráfica a B no puede superar una cifra ligeramente inferior al punto de exportación de oro, ni tampoco se puede reducir por debajo de un margen escasamente superior al punto de importación de oro, y viceversa. Dentro de tales líneas, el saldo diario que arroja la balanza de pagos determina la cotización diaria de la divisa extranjera. Pero esto sucede simplemente porque ni la gente de A ni la de B desea variar su tenencia de numerario. Cuando los habitantes de A pretenden reducir sus tesorerías y los de B incrementarlas, se envía dinero de A a B y sube el coste en A de la transferencia telegráfica a B hasta coincidir con el punto de exportación del oro. Dicho transporte dinerario, sin embargo, no acontece porque la balanza de pagos de A sea desfavorable. Lo que los mercantilistas denominan balanza de pagos desfavorable es el resultado provocado por una deliberada disminución de las tesorerías de los residentes en A y un voluntario incremento de las de los habitantes de B. Si en A nadie quisiera reducir su tenencia de numerario, la salida monetaria en cuestión jamás podría tener lugar.
La diferencia entre el comercio del dinero y el de los restantes bienes económicos es la siguiente: por lo general, estos últimos se mueven en una sola dirección; a saber, de los lugares donde hay un sobrante de producción a aquellos otros en los que hay un excedente de consumo. De ahí que el precio de una cierta mercancía suela ser inferior allí donde existe ese excedente de producción al que rige donde hay un excedente de consumo, en una cifra igual al coste del transporte. No sucede lo mismo con el dinero, si dejamos aparte el caso de los países productores de oro y el de aquellos cuyos ciudadanos deliberadamente desean variar su tenencia de numerario. El dinero circula hoy hacia aquí y mañana hacia allá. Los países unas veces importan dinero y otras lo exportan. La nación que lo exporta se transforma muy pronto en importadora precisamente a causa de sus anteriores exportaciones. Sólo por eso la mecánica del mercado de divisas permite evitar los gastos que supondría el efectivo transporte de dinero.
El dinero desempeña en las operaciones crediticias la misma función que en cualquier otra transacción mercantil. Los créditos, por regla general, se conciertan en dinero, y tanto el interés como el principal de los mismos se cobra también en dinero. Los pagos realizados por tal motivo sólo temporalmente influyen en las tesorerías de las partes. Quien obtiene un crédito, lo mismo que quien cobra principal o intereses, pronto reinvierte las sumas percibidas en el consumo o en la producción. Estas personas incrementan su tesorería sólo cuando específicas consideraciones, ajenas a los ingresos monetarios, les inducen a actuar así.
El tipo final del interés de créditos del mismo carácter es siempre el mismo en el mercado. La diferencia de los tipos de interés depende de la distinta confianza que el deudor merezca y del diferente valor de las garantías que ofrezca o bien de la desigualdad de las condiciones del contrato[21]. Tiende a desvanecerse toda diferencia de interés que no venga impuesta por las diferencias señaladas. Quienes buscan crédito acuden a aquellos prestamistas que exigen menores tipos de interés. En cambio, éstos atienden preferentemente a los prestatarios que están dispuestos a pagar mayores intereses. En el mercado del dinero las cosas se desarrollan igual que en cualquier otro mercado.
En las transacciones crediticias interlocales influyen tanto los tipos de cambio interlocal como las diferencias que posiblemente existan entre las monedas manejadas. Contemplemos el caso de dos países a los que denominaremos A y B. A opera bajo el patrón oro; en B, por el contrario, rige el patrón plata. El prestamista que examina la posibilidad de conceder un crédito de A a B sabe que tiene que comenzar por vender oro a cambio de plata, y después, al vencimiento del crédito, plata por oro. Si en el ínterin el precio de la plata en relación con el oro ha bajado, con el principal devuelto por el deudor (en plata) sólo cabrá adquirir una cantidad de oro menor a la invertida por el acreedor al convenir la operación. Este último, por tanto, estará dispuesto a prestar dinero en B únicamente si la diferencia de intereses entre A y B es bastante como para compensar esa posible depreciación de la plata con respecto al oro. La tendencia a la igualación del interés de los préstamos a corto plazo que aparece cuando A y B operan bajo un mismo patrón monetario se ve gravemente perturbada en el caso de que dichos patrones sean dispares.
Cuando A y B emplean un mismo patrón, es imposible que los bancos de A amplíen el crédito si los de B no están dispuestos a adoptar idéntica política. La expansión crediticia provoca en A el alza de los precios y, transitoriamente, la baja del interés, mientras en B los precios y los intereses quedan invariados. Las exportaciones de A, por tanto, se contraen y se incrementan las importaciones. Es más: los prestamistas de A tienden a concertar sus créditos en el mercado a corto plazo de B. Ineludible consecuencia de todo ello es la salida de numerario de A, con lo cual se reducen las reservas monetarias de los banqueros de A. Si la banca en A no abandona su política expansionista, pronto se hallará en situación comprometida.
Este proceso ha sido erróneamente interpretado. Suele hablarse de la vital y trascendente función de defensa que debe desempeñar en bien del país el banco de emisión. Se dice que es sagrado deber del banco central defender la estabilidad de los cambios extranjeros y proteger las reservas auríferas de la nación contra los ataques urdidos por los especuladores extranjeros y sus cómplices nacionales. La verdad es que cuanto el banco central hace para impedir la disipación de sus reservas lo hace exclusivamente para asegurar su propia solvencia. La entidad ha puesto en peligro su posición financiera lanzándose a la expansión crediticia y, consecuentemente, debe desandar el camino recorrido para eludir el en otro caso insoslayable desastre. Su política expansionista ha tropezado con aquellos fenómenos que efectivamente tasan la creación de medios fiduciarios.
Tan desacertado es recurrir a términos belicistas en cuestiones monetarias como utilizar tales expresiones al abordar cualquier otro tema cataláctico. Entre los bancos centrales de los distintos países no existe «guerra» alguna. Ninguna fuerza siniestra «ataca» la posición bancaria nacional ni socava la estabilidad de los cambios extranjeros. El sistema monetario patrio no precisa de «defensor» que le otorgue «protección» alguna. No es por preservar el patrón oro, por garantizar la estabilidad del cambio extranjero y, en definitiva, por frustrar las funestas maquinaciones de una asociación internacional de usureros capitalistas por lo que no puede la banca oficial y privada reducir el tipo de interés en el mercado interior. El interés del mercado sólo temporalmente puede rebajarse mediante la expansión crediticia, provocándose además, entonces, todos aquellos otros efectos que la teoría del ciclo económico describe.
Cuando el Banco de Inglaterra redimía un billete de banco de acuerdo con lo convenido en su momento, no estaba prestando desinteresadamente un vital servicio al pueblo británico. No hacía más que lo que cualquier ama de casa hace cuando le paga al tendero la cuenta que le adeuda. Esa idea según la cual encerraba especial mérito la actuación de la banca central cuando se limitaba a cumplir compromisos libremente contraídos sólo pudo tomar cuerpo porque, una y otra vez, los gobiernos permitieron a esas privilegiadas instituciones no pagar a sus clientes sumas que éstos legalmente acreditaban. Los bancos de emisión se fueron así convirtiendo, cada vez en mayor grado, en meras dependencias del Tesoro, simples instrumentos que en manos de las autoridades provocaban expansión crediticia e inflación. En la práctica carece de importancia el que tales instituciones sean o no propiedad del gobierno y estén o no regentadas por funcionarios públicos. Los bancos que, en todas partes, otorgan actualmente crédito circulatorio no son más que meras agencias del Ministerio de Hacienda.
Sólo hay un medio para mantener la moneda nacional a la par con el oro y las divisas: canjearla incondicionalmente a cualquiera que lo desee. El banco emisor, por una parte, ha de adquirir a la par cuantas divisas y oro le sean ofrecidos, entregando a cambio los oportunos billetes o la correspondiente moneda bancaria nacional; por otro lado, la institución ha de vender, contra billetes o moneda bancaria nacional, a la paridad fijada y sin discriminación alguna, todas las divisas y todo el oro que le sea solicitado. Tal fue el proceder seguido por los bancos centrales bajo el patrón oro, así como por los gobiernos y los bancos de emisión bajo el sistema monetario generalmente denominado patrón de cambio oro (gold exchange standard). La diferencia entre el patrón oro clásico u «ortodoxo», que funcionó en Inglaterra desde la segunda década del siglo XIX hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial y en diferentes épocas en otros países, de un lado, y el patrón de cambio oro, de otro, consiste sólo en que, bajo aquél, circulan efectivamente piezas auríferas en el mercado interior. Bajo el patrón oro clásico, la tesorería de la gente está en parte constituida por monedas de oro y en parte por sustitutos monetarios. Bajo el patrón de cambio oro, por el contrario, la tesorería está integrada exclusivamente por sustitutos monetarios.
La fijación de un cierto tipo de cambio extranjero implica que se opere efectivamente a tal cambio.
Los institutos de divisas sólo son efectivos si en sus operaciones se atienen a estos principios.
Son obvias las razones por las cuales los gobiernos europeos han preferido, durante los últimos años, crear institutos de moneda extranjera, sustrayendo la materia a los bancos de emisión. Las disposiciones legales reguladoras de estos últimos fueron promulgadas por gobiernos liberales o, en todo caso, por políticos que no osaban abiertamente enfrentarse en materia financiera con una opinión pública liberal. Los bancos centrales operaban de conformidad con los principios de libertad económica. Son por ello instituciones que desentonan en este nuestro mundo de creciente totalitarismo. Los institutos de moneda extranjera operan de modo radicalmente distinto de como operaban los bancos centrales. En efecto:
1. Sus transacciones monetarias son secretas. Los bancos de emisión, por mandato legal, debían publicar sus balances a intervalos muy cortos, por lo general todas las semanas. En cambio, las cuentas de los institutos de moneda sólo las conocen los iniciados. El público únicamente es informado después de transcurrido mucho tiempo, cuando las cifras ya sólo interesan al historiador y carecen de todo valor para el hombre de negocios.
2. Este secreto permite discriminar a las personas que no son gratas al gobierno. En muchos países del continente europeo ello dio lugar a una escandalosa corrupción. Otros gobiernos utilizaron este poder para perjudicar a empresarios pertenecientes a minorías lingüísticas y religiosas o a partidarios de los grupos de oposición.
3. La paridad no se fija ya en virtud de una ley debidamente sancionada por el parlamento y que, por lo tanto, todo el mundo conoce. Lo que decide es la pura arbitrariedad burocrática. La prensa, de cuando en cuando, dice que se debilita la cotización de la moneda ruritana. Pero sería más exacto proclamar que las autoridades ruritanas han decidido elevar el coste de la divisa extranjera[22].
No hay ningún instituto de moneda que pueda soslayar las consecuencias de la inflación. Para remediar tales efectos tienen tan sólo a su disposición los mismos instrumentos que manejaban los «ortodoxos» bancos centrales. Al igual que éstos, fracasan fatalmente en el mantenimiento de la paridad mientras en el país haya inflación y expansión crediticia.
Se ha dicho que el método «ortodoxo» de combatir la huida de capitales elevando el tipo de descuento ha dejado de tener virtualidad porque la gente no está ya dispuesta a someterse «a las reglas del juego». Pero el patrón oro no es ningún juego, sino una institución social. Su funcionamiento nada tiene que ver con que la gente acate o no unas ciertas reglas arbitrarias, sino que está sometido a inexorables leyes económicas.
Algunos críticos pretenden fundar sus objeciones citando el hecho de que, en el periodo entre las dos guerras, el alza del tipo de descuento no impidió la huida de capitales, es decir, la salida de metálico y la transferencia de saldos bancarios al extranjero. El fenómeno era lógica consecuencia de la política hostil hacia el oro y favorecedora, en cambio, de la inflación adoptada por los gobiernos. Cuando uno teme perder el cuarenta por ciento de sus saldos bancarios en virtud de una devaluación, intenta transferir éstos a otro país, sin variar de idea simplemente porque el interés bancario se eleve en un uno o un dos por cierto. Esa elevación del tipo de descuento, evidentemente, nunca puede compensar pérdidas diez, veinte y aun cuarenta veces superiores. Naturalmente, el patrón oro no funciona cuando las autoridades se empeñan en no dejarlo funcionar.
El uso del dinero no borra la diferencia entre los diversos bienes no monetarios en lo que respecta a la facilidad de su respectiva colocación en el mercado. En la economía monetaria hay una diferencia sustancial entre la colocabilidad del dinero y la de los restantes bienes económicos. Ello no obstante, las diversas cosas comprendidas en este último grupo se diferencian notablemente entre sí por lo que a dicha colocabilidad se refiere. Para algunas de ellas resulta fácil hallar rápidamente un comprador dispuesto a pagar el mayor precio que pueda exigirse dadas las circunstancias concurrentes. Otras, en cambio, son más difíciles de colocar. Una obligación industrial de primera categoría es más fácil de vender que una casa ubicada en la calle principal de la localidad; por lo mismo, un abrigo de piel usado se coloca mejor que el autógrafo de un político del siglo XVIII. No se trata ya de comparar la relativa colocabilidad de los diversos bienes mercantiles con la perfecta colocabilidad del dinero. Pretendemos sólo parangonar entre sí la colocabilidad de unas y otras mercaderías. Podemos, pues, hablar de una colocabilidad secundaria de los bienes mercantiles.
Quien posee bienes de una alta colocabilidad secundaria puede restringir su tenencia dineraria. Puede confiar en que, cuando precise incrementar su tesorería, podrá fácilmente vender esos bienes de alta colocabilidad secundaria sin demora y por el precio máximo que por los mismos se pueda exigir. De ahí que el mayor o menor saldo de caja retenido por una persona natural o jurídica dependa de que se pueda o no disponer de bienes de notable colocabilidad secundaria. Podemos reducir nuestra tesorería y, consecuentemente, los costes implícitos en su mantenimiento cuando disponemos de bienes capaces por sí de producir renta propia y, además, de alta colocabilidad secundaria.
Como consecuencia de lo anterior, surge en el mercado una específica demanda de tales bienes, pues hay gente que desea adquirirlos con miras a reducir los costes inherentes a la tenencia de numerario. Los precios de esos bienes están determinados, en cierta proporción, por la demanda; de no existir ésta, aquéllos valdrían menos. Los bienes en cuestión son, como si dijéramos, medios secundarios de intercambio, y su valor de cambio es la resultante de dos clases de demanda: la que contempla los servicios que como medios secundarios de intercambio pueden desempeñar y la que busca los demás servicios que los mismos pueden proporcionar.
El coste de la tenencia de numerario equivale al interés que la correspondiente suma habría proporcionado si se hubiera invertido. El de la tenencia de medios secundarios de intercambio, por el contrario, es igual a la diferencia entre la productividad de los correspondientes bienes y la que cabría derivar de otros de menor colocabilidad que, por este motivo, no pueden emplearse como medios secundarios de intercambio.
Desde época inmemorial, las joyas han sido utilizadas como medios secundarios de intercambio. Los más usuales actualmente son los siguientes:
1. Créditos contra bancos, banqueros e instituciones de ahorro que, sin ser sustitutos monetarios[23], venzan a diario o puedan ser cobrados con corto preaviso.
2. Valores de renta fija con amplio mercado que permita vender en cualquier momento pequeños paquetes sin afectar la cotización.
3. Por último, determinadas acciones especialmente acreditadas e incluso determinadas mercancías.
Frente a las ventajas que supone la reducción de los costes inherentes a la tenencia de numerario, hay que contar, desde luego, en estos casos, con determinados azares. La venta de valores, y aún más la de mercancías, tal vez sólo sea posible con pérdida. Este peligro desaparece cuando se trata de saldos bancarios, pues por lo general resulta despreciable el peligro de insolvencia del banquero. Por eso, los créditos con interés contra bancos y banqueros, cobrables con corto preaviso, constituyen hoy en día los medios secundarios de intercambio más comúnmente aceptados.
No debemos confundir los medios secundarios de intercambio con los sustitutos monetarios. Estos últimos se dan y se toman como si fueran dinero efectivo en las operaciones mercantiles. Los medios secundarios de intercambio, por el contrario, deben ser primero canjeados por dinero o por sustitutos monetarios cuando el sujeto pretende emplearlos para —de un modo indirecto— efectuar pagos o incrementar su tesorería.
Los valores utilizados como medios secundarios de intercambio tienen, consecuentemente, mercado más amplio, pagándose por ellos precios mejores que por los demás. De ahí que la rentabilidad de los mismos sea menor que la de aquellos otros valores no utilizados como medios secundarios de intercambio. La deuda pública y los bonos del Tesoro, cuando gozan de la condición de medios secundarios de intercambio, pueden emitirse en condiciones menos onerosas para el erario que las que es preciso ofrecer para colocar otros valores. Las entidades deudoras tienen, por ello, interés en organizar el mercado de sus títulos en forma tal que se otorgue a los mismos esa condición, pudiendo recurrir a ellos quienes busquen medios secundarios de intercambio. Les interesa permitir a cualquier tenedor vender estos últimos o emplearlos como garantía de créditos sin entorpecimiento alguno. Al anunciar las correspondientes emisiones se advierte al público de tales ventajas.
Los bancos y banqueros, por la misma razón, también procuran que sus cuentas se consideren medios secundarios de intercambio. Ofrecen interesantes condiciones a los depositantes. Compiten entre sí acortando el tiempo de preaviso necesario para la devolución. Llegan a veces incluso a pagar intereses sobre dinero que puede ser retirado a la vista y sin preaviso alguno. No es raro que algunos bancos se excedan en esta rivalidad, poniendo en peligro su propia solvencia.
Las circunstancias políticas de las últimas décadas han incrementado el valor de aquellos depósitos y saldos bancarios que podemos considerar medios secundarios de intercambio. Los gobernantes de casi todos los países han declarado la guerra a los capitalistas. Pretenden expoliar a éstos a través de medidas fiscales y monetarias. Los capitalistas, por su parte, procuran defenderse manteniendo parte de sus riquezas en forma de fondos líquidos que les permitan eludir oportunamente tales actos confiscatorios. Colocan su dinero en los bancos de aquellos países donde el peligro de confiscación o de devaluación parece menor. Tan pronto como cambian las perspectivas, transfieren sus cuentas a otras zonas que, de momento al menos, resultan más seguras. A esos fondos se refiere la gente cuando habla de «dinero caliente» (hot money).
Los graves problemas que origina ese dinero caliente son consecuencia del sistema imperante de reserva única. Para facilitar la expansión crediticia de la banca central, los gobiernos europeos, desde hace mucho tiempo, impusieron la concentración de las reservas auríferas nacionales en el banco de emisión. Los demás bancos (la banca privada, es decir, aquellas instituciones que no tienen privilegios especiales y no pueden emitir papel moneda) limitan sus saldos de caja a las sumas que precisan para sus transacciones diarias. Jamás conservan en caja reserva bastante para hacer frente a todas sus obligaciones de vencimiento diario. No estiman necesario hacer coincidir el monto de aquélla con el de sus créditos, pudiendo así hacer siempre frente, sin auxilio de nadie, a las posibles exigencias de sus acreedores. Confían, simplemente, en el banco central. Cuando los depositantes pretenden detraer sumas superiores a las «normales», la banca solicita los correspondientes fondos del banco emisor. Un banco privado considera satisfactoria su liquidez cuando dispone de una suma suficiente de garantías contra las cuales la banca oficial está dispuesta a prestar dinero o de efectos idóneos para el redescuento[24].
Cuando comenzó la afluencia de «dinero caliente», los bancos privados de los países en que se depositaba temporalmente no veían peligro alguno en manejar tales fondos del modo usual. Incrementaban la concesión de préstamos comerciales. Cerraban los ojos a las consecuencias, pese a que sabían que tales fondos serían detraídos tan pronto como se suscitaran dudas acerca de la política fiscal y monetaria nacional. La falta de liquidez de tales instituciones era manifiesta; de un lado, existían sumas enormes que los clientes podían retirar casi sin preaviso, compensadas sólo por créditos que, en cambio, los prestatarios no habían de devolver sino una vez cumplido cierto plazo. El único método seguro para manejar dicho dinero caliente era, pues, conservar una reserva de oro y divisas lo suficientemente grande como para devolver la totalidad del dinero recibido en cualquier momento. Naturalmente, este método habría obligado a los bancos a exigir a sus clientes una determinada comisión por la simple guarda de sus fondos.
El desastre se produjo, por lo que respecta a los bancos suizos, aquel día de septiembre de 1936 en que Francia devaluó el franco. Los depositantes se asustaron; temieron que Suiza siguiera el ejemplo francés. Todo inducía a pensar que los interesados pretenderían transferir inmediatamente sus fondos a Londres, a Nueva York o incluso a París, plaza esta última que, por lo menos durante algunas semanas, ofrecía menores riesgos de nueva devaluación. Pero los bancos comerciales suizos no podían, sin el auxilio del banco oficial, devolver en el acto las cantidades recibidas. Habían prestado ese dinero a las empresas, muchas de las cuales incluso estaban situadas en países que mediante el control de los cambios extranjeros habían bloqueado dichos saldos. No existía otra salida que conseguir los fondos del banco nacional. La solvencia de la banca privada suiza quedaría de esta suerte a salvo; pero, una vez así pagados, los depositantes exigirían inmediatamente del banco nacional la redención en oro o divisas de los billetes recibidos. Si el banco nacional no atendía tal requerimiento, su actitud equivalía en la práctica a abandonar el patrón oro y a devaluar el franco suizo. Por el contrario, la redención de los billetes implicaba para el banco central desprenderse de la mayor parte de sus reservas. Ello habría desatado el pánico. Los propios ciudadanos suizos también reclamarían las correspondientes entregas de oro y divisas extranjeras. Esto habría supuesto la quiebra del sistema.
La única alternativa para el Banco Nacional Suizo era no prestar ayuda alguna a los banqueros privados; pero entonces habrían suspendido pagos las instituciones crediticias más famosas.
El gobierno, pues, no tenía opción. Sólo podía evitar la catástrofe siguiendo el ejemplo francés, devaluando su propia moneda. Y la situación no admitía espera.
Al comenzar la guerra, en septiembre de 1939, Gran Bretaña se halló más o menos en la misma posición. La City de Londres había sido en su día el centro bancario del mundo. Hacía tiempo que había perdido esa preeminencia. Sin embargo, eran muchos los extranjeros y ciudadanos de los dominios que, en vísperas de la conflagración bélica, aún mantenían cuentas a corto plazo en la banca inglesa. Aparte estaban las grandes cuentas acreditadas por los bancos centrales del área de la esterlina. Si el gobierno británico no hubiera bloqueado tales cuentas, interviniendo el mercado de divisas, la insolvencia de la banca inglesa habría quedado evidenciada. Dicha intervención estatal fue una tácita moratoria concedida a los bancos. Evitó a éstos la vergüenza de tener que confesar abiertamente su incapacidad para atender las obligaciones que libremente habían contraído.
Asegura una doctrina muy popular que la progresiva disminución del poder adquisitivo del dinero ha jugado un papel decisivo en la historia. Se afirma que la humanidad no habría alcanzado su actual nivel de bienestar si la oferta de dinero no hubiera crecido más rápidamente que la demanda. El consiguiente descenso de su poder adquisitivo, se dice, condicionó el progreso económico. La intensificación de la división del trabajo y el continuo incremento de la acumulación de capital, fenómenos que han centuplicado la productividad laboral, sólo pueden aparecer allí donde haya alza continua de los precios. La inflación provoca prosperidad y riqueza; la deflación, malestar y decadencia económica[25]. Un repaso a la literatura política y un examen de las ideas que, durante siglos, han presidido la política monetaria y crediticia de las diferentes naciones demuestra que esta opinión ha sido siempre aceptada por casi todo el mundo. A pesar de las advertencias de los economistas, todavía hoy se basa en ella la filosofía económica de lord Keynes y sus discípulos de ambos hemisferios.
La popularidad del inflacionismo se debe en gran parte al arraigado odio hacia el prestamista. Se considera justa la inflación porque favorece a los deudores a expensas de los acreedores. La interpretación inflacionista de la historia que queremos examinar tiene, sin embargo, poco en común con su fundamento antiacreedor. Su afirmación básica, según la cual el «expansionismo» es la fuerza impulsora del progreso económico, mientras el «restriccionismo» constituye el peor de todos los males, se basa en otros argumentos.
Es evidente que los problemas que plantean las doctrinas inflacionistas no pueden resolverse acudiendo a la experiencia histórica. La trayectoria de los precios parece demostrar una continua tendencia alcista que sólo detuvo su curso durante algunos cortos periodos. Pero a esta conclusión sólo puede llegarse mediante la comprensión histórica. Es imposible abordar los problemas históricos con el rigor que la cataláctica exige. Fueron inútiles todos los intentos que algunos historiadores y estadísticos hicieron por concretar y medir, a lo largo de siglos, el poder adquisitivo de los metales nobles. Ya hemos destacado la imposibilidad de medir las magnitudes económicas, de todas las tentativas hechas en tal sentido, basándose en presupuestos totalmente falsos, en una completa ignorancia de los principios básicos, tanto de la historia como de la economía. En todo caso, lo que la historia, mediante sus típicos métodos, llega a decirnos en este caso es suficiente para permitirnos asegurar que el poder adquisitivo del dinero ha ido decreciendo a lo largo de los siglos. En ello todos convenimos.
Pero no es ésa la cuestión a examinar. El problema consiste en saber si el descenso del poder adquisitivo del dinero fue o no factor indispensable en la evolución que, partiendo de la miseria de las épocas primitivas, ha conducido a las más satisfactorias situaciones propias del moderno capitalismo occidental. A esta pregunta hay que responder al margen de la experiencia histórica, la cual puede ser y siempre ha sido interpretada del modo más dispar, hasta el punto de que a ella acuden tanto los partidarios como los enemigos de cualesquiera teorías e interpretaciones para demostrar lo acertado de sus afirmaciones mutuamente contradictorias e incompatibles. Lo que debemos aclarar es qué efectos tienen las variaciones del poder adquisitivo del dinero sobre la división del trabajo, la acumulación de capital y el progreso técnico.
Al tratar estos problemas, no podemos considerarnos satisfechos con la mera refutación de los argumentos que los inflacionistas aducen en defensa de sus tesis. Son tan absurdos tales alegatos que su impugnación es sumamente sencilla. La ciencia económica, desde sus comienzos, ha demostrado una y otra vez que sus afirmaciones sobre las supuestas bendiciones de la abundancia dineraria y los supuestos desastres inherentes a su escasez encierran crasos errores lógicos. Todos los intentos realizados por los apóstoles del inflacionismo y el expansionismo para refutar lo acertado de las enseñanzas de los economistas fracasaron lamentablemente.
La cuestión decisiva es la siguiente: ¿Se puede rebajar el tipo de interés permanentemente mediante la expansión crediticia? El asunto será cumplidamente examinado en el capítulo dedicado a estudiar la interdependencia entre la relación monetaria y el tipo de interés. En él expondremos las consecuencias que forzosamente acarrean los booms provocados a base de expansión crediticia.
A este punto de nuestra investigación debemos preguntarnos si por ventura no existirán otras razones que puedan aducirse en favor de la interpretación inflacionista de la historia. ¿No es, tal vez, posible que los partidarios del inflacionismo hayan pasado por alto argumentos válidos que abonen sus tesis? Debemos examinar la cuestión desde todos los ángulos posibles.
Imaginemos un mundo en el cual fuera ya inmutable la cantidad de dinero existente. La totalidad de la mercancía empleada para los servicios monetarios se habría obtenido en el primer momento histórico. Incrementar la cantidad de dinero existente resulta ya imposible, pues suponemos que esa sociedad desconoce por completo los medios fiduciarios. Todos los sustitutos monetarios —incluso la moneda fraccionaria— son certificados monetarios.
Bajo estos presupuestos, la intensificación de la división del trabajo, la evolución de la autosuficiencia económica de las familias, los poblados, las regiones y los países —hasta llegar al mercado mundial decimonónico—, la sucesiva acumulación de capitales y el progreso de los métodos técnicos de producción habrían por fuerza de provocar una permanente tendencia a la baja de los precios. ¿Es posible que tal alza del poder adquisitivo de la moneda hubiera impedido el desarrollo capitalista?
El hombre de negocios medio, desde luego, responderá afirmativamente. En efecto, no puede vislumbrar un planteamiento distinto, pues vive y actúa dentro de un mundo en el cual parece que lo normal, lo necesario y lo beneficioso es la continua baja del poder adquisitivo del dinero. Para él, van de la mano los conceptos de precios en alza y de beneficios, de un lado, y los de pérdidas y precios en descenso, de otro. El que también se pueda operar a la baja y el que así se hayan hecho grandes fortunas en modo alguno perturba su dogmatismo. No se trata en tales casos, dice, más que de meras operaciones especulativas, realizadas por gente que se beneficia aprovechando la caída de los precios de mercancías que ya anteriormente fueron producidas. Pero las innovaciones creadoras, las nuevas inversiones y la aplicación de métodos técnicos progresivos sólo son posibles al amparo de precios futuros en alza. Sólo allí donde los precios suben es posible el progreso económico.
Esta opinión es insostenible. En un mundo en que se registrara una continua alza del poder adquisitivo del dinero, la gente se habría acostumbrado a ese planteamiento, del mismo modo que nosotros nos hemos acomodado al continuo descenso de su poder adquisitivo. Las masas creen mejorar de posición cuando consiguen cualquier alza nominal de sus ingresos. Nos fijamos más en la subida nominal de los salarios y en el incremento monetario de la propia riqueza que en el efectivo aumento de las mercancías disponibles. En un mundo en que se registrara permanentemente un alza del poder adquisitivo del dinero, todos concentrarían su atención preferentemente en el descenso del coste de la vida. Ello haría evidente que el progreso económico consiste fundamentalmente en que todo el mundo disfrute de cantidades cada vez mayores de bienes económicos.
En el mundo real de los negocios carecen de interés las divagaciones sobre las tendencias seculares de los precios. No impresionan a empresarios ni a inversores. La opinión de éstos acerca de cómo evolucionarán los precios en las siguientes semanas, meses o, a lo más, años es exclusivamente lo que les impulsa a actuar. Además, jamás se interesan por la marcha general de todos los precios. Les preocupan sólo las posibles discrepancias que puedan registrarse entre los precios de los factores complementarios de producción y los previstos para los futuros productos. Ningún empresario se embarca en un determinado proyecto de producción porque crea que los precios, es decir, los precios de todos los bienes y servicios, vayan a subir. Acomete el negocio en cuestión únicamente porque entrevé que puede obtener unas ganancias a causa de los diferentes precios que registran bienes de distinto orden. En un mundo con una tendencia secular a la caída de los precios, tales oportunidades de lucro aparecerían por lo mismo que surgen en un mundo en que la tendencia secular es el alza de los precios. Prever una general y progresiva subida de todos los precios ni intensifica la producción ni mejora el nivel de vida. Antes al contrario, induce a la gente a la conocida «huida hacia valores reales», desatando el pánico y provocando el colapso del sistema monetario.
Si se generaliza la opinión de que los precios de todas las mercancías van a descender, el tipo de interés del mercado para créditos a corto plazo igualmente se contrae en la correspondiente prima negativa[26]. El empresario que tomare fondos a crédito se guardaría así del quebranto que tal baja de precios implicaría. Del mismo modo, en el caso de un alza de precios, el prestamista queda a cubierto gracias a la aparición de una prima positiva que compensa el descenso del poder adquisitivo del dinero.
Si existiera una permanente tendencia al alza del poder adquisitivo del dinero, los hombres de negocios y los capitalistas deberían seguir reglas intuitivas distintas de las que prevalecen en nuestro mundo, donde se observa la permanente baja del poder adquisitivo del dinero. Pero no por ello cambiaría sustancialmente la gestión de los asuntos económicos. No variaría el afán de la gente por lograr una mejora de su bienestar material mediante la acertada ordenación de la producción. El sistema económico sería actuado por los mismos factores que hoy lo impulsan; a saber, el afán de lucro de audaces promotores y el deseo del público de procurarse las mercancías capaces de producir la máxima satisfacción al menor coste.
Estas observaciones no significan que defendamos una política deflacionista. Se pretende simplemente refutar siempre vivas fábulas inflacionistas. Se desea demostrar la falsedad de la doctrina de Lord Keynes según la cual la «presión contraccionista» es la causa que provoca la pobreza y la miseria, la crisis económica y el paro. Pues no es cierto que «una presión deflacionaria (…) habría impedido el desarrollo de la industria moderna». Ni tampoco es verdad que la expansión crediticia produzca el «milagro (…) de transformar las piedras en pan»[27].
La economía no recomienda la política inflacionaria ni tampoco la deflacionaria. Jamás alienta a los gobiernos a inmiscuirse en el funcionamiento del medio de intercambio que libremente el mercado haya adoptado. Se limita simplemente a proclamar las siguientes verdades:
1. No abogan por el bien común, el bienestar general ni los intereses generales de la nación aquellos gobernantes que adoptan medidas inflacionistas o deflacionistas. Tales políticos, cuando así proceden, simplemente favorecen a determinados grupos, con daño para el resto mayoritario de la población.
2. No es posible saber de antemano quiénes, ni en qué medida, serán beneficiados por una cierta actuación inflacionaria o deflacionaria. Los efectos dependerán del conjunto de circunstancias concurrentes y también, en gran medida, de la velocidad que se imprima al movimiento inflacionario o deflacionario, siendo incluso posible que esos efectos varíen de signo a lo largo de la operación.
3. La expansión monetaria provoca siempre mala inversión de capital y sobreconsumo. No enriquece, sino que empobrece, a la nación. Estas cuestiones serán detenidamente examinadas en el capítulo XX.
4. Una continuada política inflacionaria acabará provocando la crisis y la desarticulación del sistema monetario.
5. La política deflacionaria resulta onerosa para el erario público e impopular entre las masas. La política inflacionaria, en cambio, incrementa los ingresos fiscales y es jubilosamente acogida por los ignorantes. El peligro deflacionario es en la práctica despreciable, mientras que el peligro inflacionario es gravísimo.
Por sus propiedades minerales, físicas y químicas, la gente adoptó para los servicios monetarios el oro y la plata. El empleo del dinero en una economía de mercado es praxeológicamente imperativo. El que precisamente el oro, y no otra cosa cualquiera, se empleara como dinero no es más que una circunstancia histórica y, como tal, intrascendente para la cataláctica. En la historia monetaria, al igual que en todas las demás ramas históricas, es forzoso acogerse a la comprensión histórica. Si pretendemos calificar de «vetusta reliquia»[28] al patrón oro, igual expresión podríamos aplicar a todo fenómeno de orden histórico. El que el pueblo británico hable inglés, y no danés, alemán o francés, es reliquia igualmente vetusta. Aquellos ingleses que no están dispuestos a sustituir su idioma por el esperanto habrán de ser tenidos por tan dogmáticos y ortodoxos como quienes no están dispuestos a pronunciar beatíficas alabanzas en favor de la intervención monetaria.
La desmonetización de la plata y la implantación del monometalismo sobre la base del oro fueron efectos de la intervención gubernamental en el mundo monetario. A nada conduce divagar sobre qué hubiera sucedido en ausencia de tal actuación. Pero no se puede pasar por alto que lo que aquellos políticos intervencionistas pretendían en modo alguno era imponer el patrón oro. Las autoridades deseaban el bimetalismo. Querían evitar, decretando una paridad rígida y oficial entre el oro y la plata, las fluctuaciones que en las respectivas cotizaciones de ambos metales se producían. Tales políticos se equivocaban totalmente —como sólo burócratas son capaces de errar— al interpretar los fenómenos de mercado. De ahí que fracasaran lamentablemente todos los intentos que se hicieron por imponer el bimetalismo del oro y la plata. Tan lastimoso fallo fue precisamente lo que obligó a implantar el patrón oro. La aparición del patrón oro puede, pues, interpretarse como durísima derrota sufrida por los gobernantes y por las filosofías que tanto suelen amar.
Durante el siglo XVII, las autoridades inglesas sobrevaloraron la guinea en relación con la plata, provocando la desaparición de esta última de la circulación. Sólo las piezas extremadamente desgastadas o cuyo peso por cualquier otro motivo hubiérase reducido continuaban circulando; no era negocio exportarlas ni revenderlas como metal. Fue así, contra la voluntad del gobierno, como en Inglaterra se implantó el patrón oro. Sólo mucho más tarde, la ley sustituyó ese patrón oro de fado por el patrón oro de iure. El gobierno inglés abandonó sus infructuosos intentos por imponer el patrón plata y dejó de emitir moneda legal con dicho metal, que ya sólo fue acuñado en forma de piezas fraccionarias, cuyo poder liberatorio estaba estrictamente tasado. Tales monedas de plata no eran dinero, sino sustitutos monetarios. Su valor, en cambio, provenía no de su contenido en plata, sino de que, sin coste y a la vista, podían ser canjeadas por oro, a la par. De facto no eran más que billetes de banco impresos en plata, es decir, créditos que daban derecho a una determinada cantidad de oro.
Más tarde, de modo similar, durante el siglo XIX, el doble patrón dio paso en Francia y en los demás países de la Unión Monetaria Latina a la aparición de un monometalismo de facto a base del oro. Estos gobiernos, en efecto, cuando la baja del precio de la plata, durante los años setenta del pasado siglo, automáticamente había reemplazado el patrón oro de facto por un patrón plata de facto, suspendieron la acuñación de ésta, preservando así el patrón oro. En los Estados Unidos, la estructura de precios registrada por el mercado de los metales preciosos ya antes de la guerra civil había transformado el legal bimetalismo en un monometalismo de facto basado en el oro. Pasado el periodo de los greenback[*], se inició una lucha entre los partidarios del patrón oro y los que favorecían el patrón plata. Al final vencieron los primeros. Y una vez que las naciones de economía más adelantada hubieron adoptado el patrón oro, todos los demás países siguieron su ejemplo. Tras las grandes aventuras inflacionarias de la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de los países se apresuraron a retornar al patrón oro puro o al patrón de cambio oro.
El patrón oro fue el patrón mundial de una época de capitalismo, creciente bienestar para todos, libertad y democracia, tanto en la esfera política como en la económica. Para los librecambistas, la principal virtud del sistema consistía precisamente en que era un patrón internacional, tal como exigía un comercio universal con un mercado monetario y de capitales que abarcaba todo el mundo[29]. El patrón oro fue el medio de intercambio gracias al cual pudo el industrialismo y el capital de Occidente llevar la civilización hasta los más escondidos rincones de la tierra, destruyendo supersticiones y prejuicios arcaicos, sembrando la semilla de una vida nueva y un nuevo bienestar, liberando mentes y almas y produciendo riquezas nunca soñadas. Acompañó el patrón oro al progreso triunfal del liberalismo occidental, que aspiraba a unir a todas las naciones en una comunidad de pueblos libres que cooperan pacíficamente en mutuo beneficio.
Es fácil comprender por qué se consideraba el patrón oro como el símbolo de esta histórica revolución, la mayor y más beneficiosa que jamás el hombre haya puesto en marcha. Todos aquéllos a quienes repugnaba el progreso hacia el bienestar, la paz, la libertad y la democracia odiaban al patrón oro; y no sólo por su significación económica. Para ellos el patrón oro era el lábaro, el símbolo de aquellas doctrinas y filosofías que precisamente deseaban aniquilar. En la lucha contra el patrón oro estaban en juego cosas de mucha mayor trascendencia que los meros precios de las mercancías o los tipos de cambio de las monedas extranjeras.
Ataca al patrón oro el nacionalismo porque pretende aislar al país del mercado internacional, implantando la autarquía en la mayor medida posible. El intervencionismo y los grupos de presión luchan contra el patrón oro porque es un grave obstáculo que impide manipular los precios y los salarios. Las embestidas más fanáticas contra el oro provienen, sin embargo, de quienes propugnan la expansión crediticia. Para sus partidarios, la expansión crediticia es la panacea que cura todas las dolencias económicas. Con ella se puede rebajar e incluso suprimir el interés, elevar los salarios y los precios beneficiando a todos, salvo a unos cuantos parásitos capitalistas y empresarios explotadores, y librar al fisco de la necesidad de nivelar el presupuesto; la expansión crediticia, en resumen, hace prósperas y felices a todas las gentes honestas. Sólo el patrón oro, ese diabólico ingenio arbitrado por estúpidos y malvados economistas «ortodoxos», impide a la humanidad disfrutar de perdurable prosperidad.
El patrón oro no es, desde luego, un patrón perfecto ni ideal. La perfección no es atributo de las obras humanas. Pero nadie puede decimos por qué otra cosa mejor podría sustituirse el patrón oro. El poder adquisitivo del dinero nunca podrá ser totalmente estable. Las propias ideas de estabilidad e inmutabilidad del poder adquisitivo del dinero son absurdas. En un mundo viviente y cambiante, el dinero nunca puede tener poder adquisitivo plenamente estable. En la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme no tienen cabida los medios de intercambio. Nota típica del dinero es la variabilidad de su poder adquisitivo. Los adversarios del patrón oro, sin embargo, no pretenden en modo alguno estabilizar el poder adquisitivo del dinero. Al contrario, lo que quieren es permitir al gobierno que maniobre sobre dicho poder adquisitivo sin que en ello se vea entorpecido por cierto factor «externo», o sea, por la relación monetaria del patrón oro.
La principal objeción contra el patrón oro es que pone en marcha en el mecanismo determinativo de los precios un factor que ningún gobierno puede controlar; a saber, la producción aurífera. Resulta de esta suerte que una fuerza «externa», «automática», coarta la actuación de los políticos y les impide hacer a los votantes todo lo prósperos que ellos desearían. Son los capitalistas internacionales quienes imponen su criterio; la soberanía nacional se convierte en pura farsa.
La inutilidad del intervencionismo es un tema que no guarda relación alguna con los problemas monetarios. Más adelante veremos por qué todas las aisladas interferencias gubernamentales en el mercado fracasan y provocan efectos contrarios a los perseguidos por el propio sujeto que recurre a la injerencia. Si el dirigente pretende remediar los fallos de sus primeras intervenciones mediante mayores interferencias, acaba implantando un orden socialista de tipo germano. Ha abolido el mercado y, con él, se esfuma el dinero, así como los problemas monetarios, pese a que posiblemente sigan utilizándose términos y expresiones típicas de la economía de mercado[30]. No es, desde luego, el patrón oro lo que en tales casos hace impracticables los buenos deseos de tan paternales gobernantes.
Puesto que el patrón oro condiciona el incremento de las existencias auríferas a la lucratividad de su producción, coarta la capacidad inflacionaria de los políticos. El patrón oro independiza el poder adquisitivo del dinero de las cambiantes ambiciones y doctrinas de los partidos políticos y los grupos de presión. Esto no es un defecto, sino precisamente la virtud más preeminente del sistema. Toda interferencia en el poder adquisitivo del dinero es necesariamente arbitraria. Los teóricos que han pretendido hallar módulos «científicos» y supuestamente objetivos para intervenir en el mundo monetario se basan en la ilusión de suponer que se pueden «medir» efectivamente las variaciones del poder adquisitivo del dinero. El patrón oro sustrae a la política la determinación del poder adquisitivo del dinero en lo atinente a las mutaciones de origen monetario del mismo. La común aceptación del sistema exige aquiescencia previa a aquella verdad según la cual no es posible, mediante la simple impresión de billetes, enriquecer a toda la comunidad. El odio hacia el patrón oro brota de la superstición de creer que el estado omnipotente puede generar riqueza lanzando al mercado meros trozos de papel.
Se ha dicho que el patrón oro es también un patrón intervenido. Pueden los gobernantes influir en el poder adquisitivo del oro, ya sea mediante la expansión crediticia, sin sobrepasar los límites impuestos por la plena canjeabilidad de los sustitutos monetarios, ya sea indirectamente, implantando medidas que induzcan a la gente a restringir sus saldos de tesorería. Así es, en efecto. No se puede negar que el alza de precios registrada entre 1896 y 1914 fue, en gran medida, provocada por actuaciones gubernamentales de este tipo. Lo bueno del patrón oro, sin embargo, es que reduce rigurosamente a límites mínimos tales actuaciones tendentes a disminuir el poder adquisitivo del dinero. Los inflacionistas se oponen al patrón oro precisamente porque estas limitaciones constituyen obstáculos insalvables que les impiden llevar adelante sus planes.
Lo que los expansionistas consideran defectos del patrón oro son en realidad sus más excelsas virtudes. Porque el patrón oro impide que prospere toda aventura inflacionaria en gran escala que puedan ingeniar los políticos. El patrón oro ha fracasado. Los gobernantes quieren suprimirlo porque creen aquellos mitos según los cuales la expansión crediticia permite rebajar el tipo de interés y «mejorar» el saldo de la balanza comercial.
Sin embargo, ningún gobierno goza de suficiente poder para arrumbar definitivamente el patrón oro. El oro es el dinero del comercio internacional, la valuta de la comunidad económica que forma la humanidad toda. No puede verse afectado, en su consecuencia, por medidas emanadas de gobiernos cuya soberanía está geográficamente delimitada. Mientras un país no sea plenamente autárquico en el más riguroso sentido económico; mientras subsistan algunas ventanas en esas murallas con las cuales el nacionalismo de los gobernantes pretende aislar del mundo al país, el oro seguirá empleándose en la esfera dineraria. A estos efectos no interesa que el gobierno confisque cuantas monedas y lingotes de oro caigan en sus manos, castigando como crimínales a los tenedores de dicho metal. Los convenios bilaterales mediante los cuales los gobernantes pretenden eliminar el oro del comercio internacional se cuidan bien de no mencionarlo. La realidad, sin embargo, es que tales pactos valoran en oro los saldos resultantes. Quien compra o vende en el mercado extranjero calcula en oro las ventajas e inconvenientes de las transacciones. Puede el gobierno haber suprimido toda relación entre la moneda nacional y el oro y, sin embargo, los precios interiores seguirán manteniendo una íntima proporcionalidad con respecto al oro y a los precios oro del mercado internacional. Si un gobierno en verdad desea acabar con toda posible relación entre la estructura de los precios interiores y la de los precios internacionales, deberá recurrir a medidas de otro tipo, tales como la imposición de prohibitivos gravámenes a la importación y a la exportación. La nacionalización del comercio exterior, aunque se efectúe interviniendo directa y abiertamente el comercio de las divisas, no permite acabar con el oro. Los gobiernos, en cuanto comerciantes, recurren al mismo como medio de intercambio.
Esta lucha contra el oro —que es una de las principales ocupaciones de todos los gobernantes contemporáneos— no debe considerarse un fenómeno aislado. Es tan sólo una manifestación más de ese gigantesco proceso de destrucción típico de nuestra época. Se ataca al oro porque la gente pretende reemplazar el comercio libre por la autosuficiencia nacional, la paz por la guerra y la libertad por la omnipotencia totalitaria.
Tal vez llegue un día en que la técnica descubra un sistema que permita producir oro a tan bajo coste que deje de servir para fines monetarios. Será preciso entonces sustituirlo por otro patrón. Por supuesto, no merece la pena que hoy nos preocupemos de cómo resolver semejante cuestión. No tenemos la menor idea de las circunstancias en que habría que abordar esa decisión.
El patrón oro opera en la esfera internacional sin precisar de intervención gubernamental alguna. Permite una efectiva y verdadera cooperación entre los innumerables miembros que integran la economía de mercado de ámbito universal. No es necesario implantar ningún servicio oficial para que el patrón oro funcione como auténtica valuta internacional.
Lo que los gobiernos denominan cooperación monetaria internacional no es en realidad otra cosa que actuaciones concertadas para provocar la expansión crediticia. Los políticos han aprendido que la expansión crediticia realizada en un solo país provoca siempre la huida del dinero hacia el extranjero. Suponen los gobernantes que es tal salida lo que frustra sus planes para provocar la expansión permanente mediante la rebaja del tipo de interés. Si todos los países cooperan en una misma política expansionista, el obstáculo podrá sortearse. Lo que conviene es crear un banco internacional que emita medios fiduciarios que todo el mundo, en todas partes, deberá emplear como sustitutos monetarios.
No es necesario resaltar aquí que no es la salida de capitales lo que impide rebajar, mediante la expansión crediticia, el tipo de interés. A tema tan trascendental están dedicados otros capítulos y secciones del presente tratado[31].
Pero hay otro interesante problema que sí conviene abordar.
Supongamos que existe ya ese banco internacional creador de medios fiduciarios cuya clientela abarca toda la población terrestre. Para lo que aquí nos interesa, carece de importancia el que esos sustitutos monetarios tengan acceso directo a las respectivas tesorerías de las personas naturales y jurídicas que han de emplearlos o que, por el contrario, sean retenidos por los diversos bancos centrales como reservas respaldando los sustitutos monetarios nacionales emitidos por estas instituciones. Lo importante es que, efectivamente, existe una moneda internacional uniforme. Tanto los billetes como el dinero-talonario (checkbook money) nacional pueden ser canjeados por los sustitutos monetarios que el banco internacional emite. La necesidad de mantener la paridad entre la moneda nacional y la internacional coarta la capacidad de los respectivos bancos centrales para hacer expansión crediticia. El banco mundial, en cambio, sólo se ve refrenado, en este sentido, por aquellos factores que invariablemente tasan la expansión crediticia por parte de un banco único que opere en un sistema económico aislado o en todo el mundo.
Supongamos, asimismo, que el banco internacional no emite sustitutos monetarios una parte de los cuales serían medios fiduciarios, sino que, por el contrario, lo que crea es dinero fiat internacional. El oro ha sido desmonetizado. El único dinero circulante es el de esa entidad internacional. Puede ésta, desde luego, incrementar la cantidad de dinero existente, siempre y cuando no lleve las cosas hasta el punto de provocar la crisis de desconfianza y el derrumbamiento del sistema monetario.
De este modo se realiza el ideal keynesiano. Hay una institución que puede ejercer una «presión expansionista sobre el comercio mundial».
Sin embargo, los partidarios de estos planes pasan por alto un problema crucial: el relativo a cómo serán distribuidas esas adicionales cantidades de dinero crediticio o de papel moneda.
Supongamos que la entidad mundial incrementa en determinada suma la cantidad de dinero existente, suma que se pone íntegramente a disposición de, digamos, Ruritania. El efecto final de esa actuación inflacionaria será elevar en todo el mundo los precios de las mercancías y los servicios. Pero mientras el proceso produce por entero sus efectos, los ciudadanos de los diferentes países serán afectados de modo distinto por dicha actuación. Los ruritanos se beneficiarán antes que nadie del nuevo maná. Dispondrán de más dinero que antes, mientras que el de los demás seguirá siendo el mismo; podrán, por tanto, pagar mayores precios; consecuentemente, se apropiarán de una mayor cantidad de bienes. Los no ruritanos habrán de restringir su consumo, ya que no les será posible competir con los nuevos precios impuestos por aquéllos. Mientras se desarrolla el proceso de adaptar los precios a la nueva relación monetaria, los ruritanos disfrutarán de evidentes ventajas frente a los no ruritanos; y cuando, finalmente, el proceso se complete, se habrán enriquecido a costa de los demás.
El problema fundamental de tales aventuras expansionistas es el referente a cómo distribuir, entre los diferentes países, el dinero adicional. Cada nación, naturalmente, abogará por un sistema de distribución que le proporcione la mayor cuota posible. Los orientales, de escaso desarrollo industrial, por ejemplo, seguramente propugnarán una distribución per cápita, sistema que les favorecería frente a los pueblos industrializados de Occidente. Sea cual fuere el sistema adoptado, al final nadie quedará satisfecho y todo el mundo se considerará injustamente tratado. Surgirán graves conflictos que pondrán en peligro la propia pervivencia del sistema.
Sería vano objetar que estos problemas no se plantearon con motivo de la creación del Fondo Monetario Internacional, llegándose fácilmente a un acuerdo en lo referente al destino que convenía dar al capital de la institución. Porque la Conferencia de Bretton Woods se celebró en circunstancias muy especiales. Muchas de las naciones participantes dependían entonces enteramente de la benevolencia económica de los Estados Unidos. No podían sobrevivir si dejaban de luchar por su respectiva libertad, proporcionándoles armamentos mediante el préstamo y arriendo. El gobierno de los Estados Unidos, por su parte, no veía en esos acuerdos monetarios más que una fórmula hábil para proseguir tácitamente el sistema de préstamo y arriendo al finalizar las hostilidades. Los Estados Unidos estaban dispuestos a dar y los demás países —especialmente las naciones europeas, casi todas aún ocupadas por los ejércitos alemanes, y los pueblos asiáticos— a tomar cuanto se les ofreciera. Los problemas en cuestión saldrán a relucir tan pronto como la actitud de los Estados Unidos ante los problemas financieros y mercantiles deje de ser tan confusa como lo es actualmente y se haga más realista.
El Fondo Monetario Internacional no ha conseguido los objetivos que perseguían sus patrocinadores. Mucho en verdad se habla y se discute con motivo de las reuniones anuales que el mismo celebra; en ellas, a veces, incluso se puede escuchar pertinentes observaciones y acertadas críticas de la política monetaria que hoy siguen los gobiernos y sus bancos de emisión. El Fondo sigue, sin embargo, operando con dichos bancos y gobiernos, y considera que su fin primordial es auxiliar a unos y a otros para que puedan mantener tipos de cambio a todas luces arbitrarios, dada la expansión monetaria que de continuo practican. Las normas monetarias que aplica y recomienda son sustancialmente aquéllas a las que, sin éxito, han recurrido siempre, en casos similares, todos los arbitristas monetarios. La errónea política monetaria que hoy impera por doquier sigue adelante sin preocuparse para nada ni del Fondo Monetario ni de los acuerdos adoptados en Bretton Woods.
Hasta ahora, el gobierno americano ha podido seguir cumpliendo ante los bancos de emisión y los gobiernos extranjeros su promesa de entregar oro al precio de 35 dólares la onza, gracias, fundamentalmente, a las particulares circunstancias políticas y económicas concurrentes. La actividad «expansionista» de la administración USA, permanentemente ampliada, intensifica, sin embargo, día a día, el drenaje a que, desde hace años, están sometidas las reservas de los Estados Unidos, despertando graves inquietudes acerca del futuro del signo monetario estadounidense. Atemoriza a los americanos el espectro de una futura demanda aún mayor, que llegue a agotar las reservas existentes y obligue a variar, en definitiva, la actual política.
Sin embargo, nadie se atreve en público a denunciar las causas verdaderas de esa incrementada demanda de oro. Nadie osa aludir al continuado déficit presupuestario ni a la permanente expansión crediticia. Los publicistas prefieren quejarse de eso que denominan «insuficiente liquidez» y «escasez de reservas». Desean ampliar la liquidez para así poder «crear» «reservas» supletorias. Pretenden, en resumen, curar los males de la inflación provocando nuevas y más amplias inflaciones.
Conviene observar que es precisamente la política del gobierno americano y del Banco de Inglaterra, fijando en treinta y cinco dólares el valor monetario de la onza de oro, el único factor que aún coarta a las naciones occidentales a provocar inflaciones sin límite. Carece de influencia directa sobre esa tendencia el que las «reservas» de los distintos países sean mayores o menores. Los planes para crear «nuevas reservas», por tanto, no parecen afectar directamente a la relación del dólar con el oro. La afectan indirectamente en cuanto distraen la atención del público del verdadero problema, la inflación. Ello permite a los gobernantes seguir recurriendo a la teoría tiempo ha desacreditada de la desfavorable balanza de pagos para explicar todos los males monetarios.