Cuando dos personas que de ordinario no mantienen relaciones mercantiles intercambian, en un ocasional acto de trueque, bienes corrientemente no negociados, sólo dentro de amplios márgenes se puede prever la razón o tipo de intercambio. La cataláctica, es decir, la teoría de los tipos de intercambio y de los precios, no puede en tales casos determinar dentro de ese amplio margen cuál será el módulo de intercambio que los interesados, en definitiva, adoptarán. Lo único que la ciencia puede asegurar es que el intercambio tan sólo se llevará a cabo si cada uno de los contratantes valora en más lo que recibe que lo que entrega.
La reiteración de actos de intercambio individuales va generando paso a paso el mercado, a medida que progresa la división del trabajo dentro de una sociedad basada en la propiedad privada. Comoquiera que todo el mundo, cada vez en mayor grado, se dedica a producir para el consumo de los demás, la gente se ve forzada a incrementar sus respectivas compras y ventas. La multiplicación de los actos de intercambio y la ampliación del número de personas que ofrecen y demandan unas mismas mercancías reduce el margen que separa las mutuas valoraciones. La aparición del cambio indirecto y la ampliación del mismo gracias al uso del dinero dan lugar a que en todo intercambio se puedan distinguir dos operaciones: una compra y una venta. Lo que para una de las partes es venta para la otra es compra. La divisibilidad del dinero, ilimitada a efectos prácticos, permite precisar, con la máxima justeza, esos tipos de intercambio que todo el mundo expresa mediante precios monetarios. Quedan éstos fijados entre márgenes muy estrechos; de un lado, las valoraciones del comprador marginal y las del ofertante marginal que se abstiene de vender y, de otro, las valoraciones del vendedor marginal y las del potencial comprador marginal que se abstiene de comprar.
La concatenación del mercado es el resultado de las actividades de empresarios, promotores, especuladores y negociantes en futuros y en arbitraje. Alguien ha dicho que la cataláctica parte de un supuesto erróneo que pugna con la realidad: supone que todos los que operan en el mercado tienen información plena de todos los datos mercantiles que interesan, de tal suerte que, en sus compras y ventas, aprovechan siempre las circunstancias más favorables. Es cierto que hubo economistas que creyeron que la teoría de los precios se basa en tal supuesto. No advertían lo distinto que un mundo poblado con hombres de una misma ciencia y perspicacia sería de este nuestro universo real, que es, a fin de cuentas, el único que todo economista desea llegar a comprender y explicar mediante las diferentes teorías económicas, sin advertir siquiera que ni ellos mismos, al estudiar los precios, admitían supuesto tan inaceptable.
En un sistema económico en el que todos los actores fueran capaces de reconocer correctamente la situación del mercado con el mismo grado de perspicacia, los precios se acomodarían instantáneamente a las mutaciones de las circunstancias. Sólo presuponiendo la intervención de factores sobrehumanos sería posible admitir tal uniformidad en el conocimiento y en la interpretación exacta de las variaciones acaecidas en el mercado. Habría que suponer que un ángel informa a cada sujeto de los cambios registrados, indicándole además cómo podría ajustar mejor su conducta personal a tales variaciones. Lo cierto es que el mercado que la cataláctica estudia está formado por personas cuya información acerca de las mutaciones ocurridas es distinta y que, aun poseyendo idénticos conocimientos, los interpretan de modo diferente. El propio funcionamiento del mercado demuestra que los cambios de datos sólo son percibidos por unos pocos y que, además, no hay unanimidad cuando se trata de prever los efectos que tales variaciones provocarán. Los más inteligentes y atrevidos abren la marcha; los demás les siguen después. Aquéllos, más avispados, aprecian las mudadas circunstancias con superior precisión que los otros, de mayor torpeza, lo cual permite a los primeros prevalecer. El economista jamás debe olvidar que la innata o adquirida disparidad de la gente hace que unos logren adaptarse mejor que otros a las condiciones de su medio ambiente.
No son los consumidores ni tampoco los propietarios de los medios de producción —tierra, bienes de capital y trabajo—, sino ágiles y especulativos empresarios los que mueven el mercado al buscar el lucro personal en las diferencias de precios. Más perspicaces y de mayor viveza que el resto, los empresarios vigilan la aparición de toda posible fuente de beneficios. Compran donde y cuando consideran que los precios están demasiado bajos; venden donde y cuando estiman que los precios están demasiado altos. Abordan a los poseedores de factores de producción y, al competir entre sí, van provocando el alza de esos factores hasta alcanzar el nivel que corresponda con el futuro precio previsto para la mercancía que piensan ofrecer. Abordan también a los consumidores e, igualmente, la competencia entre ellos hace bajar los precios de los bienes de consumo en el grado necesario para que puedan venderse todas las existencias. La especulación en busca del lucro es la fuerza que mueve al mercado y la que impulsa la producción.
El mercado se encuentra en constante agitación. El modelo de una economía de giro uniforme jamás se da en el mundo de la realidad. Nunca la suma de los precios de los diversos factores complementarios de producción, descontando el elemento tiempo, llega a igualarse —sin que sea previsible un próximo cambio de situación— con el precio de la mercancía terminada. Siempre hay beneficios aguardando a alguien. La posibilidad de lucro encandila de continuo al especulador.
La construcción imaginaria de una economía de giro uniforme es un instrumento mental que nos ayuda a comprender el origen de las pérdidas y las ganancias empresariales. Tal construcción, sin embargo, de nada nos sirve cuando se trata de comprender la formación de los precios. Los precios finales que registra dicha construcción imaginaria jamás coinciden con los precios de mercado. Ni el empresario ni nadie que en la escena económica actúe se guía por fantasmagorías tales como los precios de equilibrio o las economías de giro uniforme. Los empresarios ponderan sólo el futuro precio por ellos previsto; jamás se preocupan por precios finales o en equilibrio. Advierten discrepancias entre los precios de los factores complementarios de producción y el futuro precio que creen podrán cobrar por la mercancía terminada, lanzándose a aprovechar esa diferencia. Tales actuaciones empresariales acabarían implantando una economía de giro uniforme si no fuera por las ulteriores variaciones que las circunstancias del mercado registran.
La actividad empresarial desata, en todo el ámbito mercantil, una tendencia a la igualación de los precios de todas las mercancías idénticas entre sí, descontados siempre los gastos de transporte, así como el tiempo que éste pueda requerir. Toda diferencia que entre dichos precios pueda registrarse (si no resulta meramente transitoria hallándose condenada a desaparecer a causa de la propia actuación empresarial) es siempre fruto de determinados obstáculos que se oponen a esa natural tendencia igualatoria. Hay alguna cortapisa que impide actuar a quienes persiguen el lucro. El observador que no conozca a fondo las particulares circunstancias del mercado posiblemente no logre advertir cuáles sean las barreras institucionales que frenan y estorban la igualación de los precios. Los comerciantes interesados, sin embargo, no se engañan; saben perfectamente por qué no se lucran aprovechando tales diferencias.
Las estadísticas abordan estos asuntos con enorme ligereza. Cuando tropiezan con disparidades entre dos ciudades o países en lo tocante a los precios al por mayor de determinadas mercancías, diferencias que el transporte, los aranceles o los impuestos no justifican, acaban simplemente concluyendo que el poder adquisitivo del dinero y el «nivel» de los precios es diferente en ambas localidades[1]. Sobre la base de estas afirmaciones la gente traza programas encaminados a eliminar estas diferencias con medidas monetarias. Pero la verdadera causa de las diferencias jamás puede ser monetaria. Si los precios en ambas localidades se cotizan en la misma moneda, resulta forzoso averiguar qué es lo que impide a los comerciantes lanzarse a aquellas lucrativas operaciones que fatalmente harían desaparecer tal disparidad de precios. El planteamiento no cambia si los precios se expresan en monedas diferentes. En efecto, las cotizaciones de las distintas monedas tienden hacia tipos que impiden que nadie se lucre aprovechando las diferencias que los precios de los productos puedan registrar. Cuando, entre dos plazas, esas diferencias de precios a que venimos aludiendo persisten de modo permanente, corresponde a la economía descriptiva y a la historia económica investigar las barreras institucionales que impiden a la gente concertar aquellas transacciones que provocarían la igualación de los precios.
Los precios que conocemos son exclusivamente precios pretéritos, hechos pertenecientes a la historia económica. Cuando hablamos de precios actuales tácitamente presuponemos que los precios del inmediato futuro coincidirán con los del más próximo pasado. En cambio, lo que digamos de precios futuros jamás puede ser otra cosa que conclusiones a las que hemos llegado ponderando mentalmente eventos futuros.
La historia económica tan sólo nos dice que, en determinada fecha y en cierto lugar, dos sujetos, A y B, intercambiaron una específica cantidad de la mercancía a por un concreto número de unidades monetarias p. Cuando de tal acto de compraventa deducimos el precio de mercado de la mercancía a, nos guiamos por una comprensión teórica, deducida de un punto de partida apriorístico. Dicha comprensión nos hace ver que, en ausencia de factores que provoquen alteración, los precios efectivamente pagados en un mismo tiempo y lugar por idénticas cantidades de determinada mercancía se igualan entre sí, es decir, tienden hacia un mismo precio final. Los verdaderos precios de mercado, sin embargo, jamás llegan a coincidir con ese precio final. Los diversos precios de mercado que conocemos surgieron en circunstancias específicas. Y desde luego, no se puede confundir el precio medio de los mismos con el final.
Sólo con respecto a bienes fungibles, negociados en mercados regulares, en lonjas de contratación, puede admitirse, al comparar precios, que éstos se refieren a productos de calidad idéntica. Fuera de tales casos y del de mercancías cuya homogeneidad puede precisamente atestiguarse por métodos técnicos, al contrastar precios, es un grave error no tener en cuenta las diferentes calidades del producto en cuestión. Aun en el comercio al por mayor, de fibras textiles, por ejemplo, esas diferentes calidades son de enorme importancia por lo que al precio se refiere. De ahí que al comparar entre sí los precios de bienes de consumo fácilmente se caiga en el error. Conviene igualmente a estos efectos tener muy presente la cantidad negociada en cada transacción. No se paga el mismo precio unitario al adquirir un gran paquete de acciones que cuando esos mismos títulos se venden en pequeños lotes.
Debe insistirse, una y otra vez, en estas cuestiones, ya que se tiende actualmente a oponer manipulaciones estadísticas de los precios a la teoría cataláctica de los mismos. Los datos estadísticos son siempre de certeza harto dudosa. Las bases de partida en tales cálculos resultan, por lo general, puramente arbitrarias, pues lo más frecuente es que el teórico no pueda, por razones materiales, operar con los verdaderos datos que interesan, para después relacionarlos convenientemente en series homogéneas deduciendo verdaderos promedios. El afán por operar matemáticamente induce a los estadísticos a pasar por alto la heterogeneidad de las cifras manejadas. El que una empresa, en cierta época, vendiera determinado tipo de zapatos a seis dólares el par es un mero hecho histórico. Por complejos que sean los sistemas empleados, los estudios acerca del movimiento general de los precios de los zapatos entre 1923 y 1939 siempre serán de carácter conjetural.
La cataláctica demuestra que la actividad empresarial presiona para que desaparezca toda disimilitud en los precios que una misma mercancía pueda registrar, siempre y cuando dicha diferencia no venga impuesta por gastos de transporte o barreras institucionales. Ninguna experiencia ha contradicho jamás este teorema. A estos efectos, carece de todo valor científico la arbitraria manipulación de cifras heterogéneas.
Son los juicios de valor del consumidor, en última instancia, lo que determina los precios. Éstos son el resultado de la valoración que prefiere a a b. Son fenómenos sociales en cuanto producidos por el mutuo efecto que provocan las respectivas valoraciones de todos los que operan en el mercado. Cada uno de nosotros, comprando o dejando de comprar y vendiendo o dejando de vender, contribuye personalmente a la formación de los precios del mercado. Ahora bien, cuanto más amplio sea éste, menor será el peso de cada actuación individual. De ahí que la estructura de los precios de mercado aparezca ante el individuo como un dato al que debe acomodar su conducta.
Las valoraciones que llevan a la fijación de determinados precios son diferentes. Cada una de las partes contratantes atribuye mayor valor a lo que recibe que a lo que entrega. El tipo de intercambio, es decir, el precio, no es la resultante de una identidad valorativa; es, por el contrario, fruto de valoraciones diferentes.
La tasación se distingue netamente de la valoración. No depende en absoluto de la valoración subjetiva que el bien pueda merecer al interesado. No expresa el valor de uso subjetivo que el bien tiene para el sujeto, sino el precio anticipado que el mercado le fijará. La valoración es un juicio que expresa una diferencia de aprecio. La tasación, en cambio, es la prefiguración de un acontecimiento esperado. El interesado prevé qué precio pagará el mercado por cierto bien o qué suma dineraria será necesaria para adquirir determinada mercancía.
Sin embargo, la valoración y la tasación se hallan estrechamente relacionadas. El campesino autárquico, al valorar, se limita a comparar la importancia que atribuye a distintos medios para eliminar su malestar. El individuo que compra y vende en el mercado, por el contrario, al valorar, no puede desentenderse de la estructura de los precios; éstos dependen de la tasación. Para saber qué significado tiene un precio determinado, es preciso conocer el poder adquisitivo de la moneda. Es necesario estar al corriente, aunque sea de modo general, de los precios de aquellos bienes que pueden interesarle al sujeto para formarse sobre esta base una idea del precio futuro de dichas mercancías. Cuando un individuo habla de los costes en que ha incurrido al adquirir determinadas cosas o los que habrá de soportar en la futura adquisición de aquellos bienes que se proponga comprar, se expresa en términos monetarios. Pero esta suma de dinero representa a sus ojos el grado de satisfacción que habría podido obtener si hubiera invertido dichas cantidades en la adquisición de otros bienes. La valoración da un rodeo a través de la estructura de los precios del mercado. Valorar equivale siempre a comparar entre sí modos alternativos de suprimir el propio malestar.
Son siempre juicios subjetivos de valoración los que en última instancia determinan la formación de los precios. La cataláctica, al abordar el proceso formativo de los precios, retorna a la categoría fundamental de la acción: preferir a a b. Teniendo en cuenta los errores que tan frecuentemente se cometen, conviene resaltar una vez más que la cataláctica se ocupa de precios reales, es decir, de los que efectivamente se pagan en las transacciones mercantiles; no se interesa por ningún precio imaginario. Los ficticios precios finales son meros instrumentos mentales para abordar mejor un problema particular: el referente a la aparición de las ganancias y las pérdidas empresariales. Los precios «justos», «equitativos», carecen de relevancia científica; tales conceptos no son más que máscaras tras las que se ocultan simples deseos; vanas pretensiones de que las cosas sean distintas de como son. Los precios de mercado son función de los juicios de valoración de la gente tal como ésta efectivamente se pronuncia.
Al decir que los precios tienden a aquel nivel en que la demanda total y la oferta total se igualan, no hacemos más que emplear otras palabras para expresar la misma concatenación de los fenómenos. Demanda y oferta son fenómenos que surgen de la conducta de quienes compran y venden. Si, permaneciendo iguales las demás circunstancias, aumenta la oferta, los precios forzosamente habrán de bajar. Al precio anterior, quienes estaban dispuestos a pagarlo, adquirieron la cantidad que desearon del artículo en cuestión; para colocar una mayor producción, es preciso que los anteriores compradores adquieran mayores cantidades o que se decidan a comprar otros que antes no lo hicieron. Esto, evidentemente, sólo puede lograrse reduciendo el precio.
Podemos representar esta interacción de la oferta y la demanda mediante dos curvas cuyo punto de intersección nos daría el precio. También se puede expresar lo mismo con símbolos matemáticos. Pero conviene advertir que tales representaciones para nada afectan a la esencia de la teoría y ni amplían lo más mínimo nuestros conocimientos. No debemos olvidar que nada, mental ni experimentalmente, sabemos de la configuración de dichas curvas. Sólo conocemos precios de mercado, es decir, el punto de intersección de esas hipotéticas curvas; de ellas mismas, nada sabemos. Tales representaciones tal vez puedan tener interés docente para aclararles las ideas a jóvenes principiantes. En cambio, para la auténtica investigación cataláctica no son más que un mero pasatiempo.
El mercado es un proceso coherente e indivisible. Es un entretejer de acciones y reacciones, de cambios y contracambios. Pero nuestra imperfección mental nos obliga a dividirlo en partes y analizar separadamente cada una de ellas. Al emplear tal artificiosa segmentación, nunca debe olvidarse que la aparentemente autónoma existencia de esas partes es una construcción imaginaria de nuestra mente. Son solamente partes, es decir, no se las puede pensar como si existieran fuera de la estructura de la que son partes.
Los precios de los bienes de orden superior son función, en última instancia, de los precios de los bienes del orden primero o inferior, es decir, de los bienes de consumo. Debido a esta relación de dependencia, aquéllos son, en definitiva, fruto de las valoraciones subjetivas de todos los miembros que participan en el mercado. Importa advertir que estamos ante una conexión de precios, no de valoraciones. Los precios de los factores complementarios de producción vienen condicionados por los precios de los bienes de consumo. Los factores de producción se tasan con arreglo a los precios de los productos, y de esta tasación surgen sus precios. No son las valoraciones sino las tasaciones de los bienes del orden primero las que se transfieren a los de orden superior. Los precios de los bienes de consumo provocan actuaciones que, a su vez, engendran los precios de los factores de producción. Estos precios se hallan primariamente relacionados sólo con los precios de los bienes de consumo. Con las valoraciones de los individuos se hallan relacionados indirectamente, es decir, a través de los precios de los bienes de consumo, producto de su empleo conjunto.
Los problemas de la teoría de los precios de los factores de producción deben abordarse empleando los mismos métodos utilizados para analizar los precios de los bienes de consumo. El funcionamiento del mercado de estos últimos bienes lo contemplamos desde dos ángulos. Nos representamos, primero, una situación que forzosamente ha de provocar actos de intercambio, situación que consiste en que el malestar de determinadas personas puede ser paliado, en razón a que no todos valoran igualmente los mismos bienes. Suponemos, después, un estado de cosas en el cual no cabe intercambio alguno, pues nadie cree posible mejorar su situación personal mediante ninguna operación mercantil. Del mismo modo procedemos al analizar la formación de los precios de los factores de producción. La actuación de ágiles empresarios deseosos de aprovechar las diferencias existentes entre los precios de mercado de los factores de producción y los previstos precios futuros de los bienes de consumo impulsa el mercado. Dicha fuerza motora se paralizaría en cuanto los precios de los factores complementarios de producción —descontado el interés— se igualaran con los precios de las mercancías elaboradas y nadie creyera que ulteriores cambios en los precios podían variar la situación. Queda así descrito el proceso formativo de tales precios, señalándose tanto su aspecto positivo, es decir, qué es lo que lo impulsa, como su aspecto negativo, o sea, aquello que lo haría detenerse. Este lado positivo es el que encierra mayor interés. La descripción negativa, yendo a parar a las construcciones imaginarias del precio final y de la economía de giro uniforme, no pasa de ser una exposición accesoria. No son, desde luego, quiméricos planteamientos los que nos interesa examinar, sino esos precios de mercado a los que los bienes de orden superior efectivamente se compran y se venden.
Este método lo debemos a Gossen, Carl Menger y Böhm-Bawerk. Su principal mérito consiste en hacemos advertir que la determinación de los precios está inextricablemente ligada al proceso de mercado. Distingue claramente entre: a) la valoración directa de los factores de producción que relaciona el valor del producto con el conjunto de los factores complementarios de producción, y b) el precio de los diversos factores de producción que se forman en el mercado como resultado de las acciones concurrentes de quienes por ellos compiten. La valoración tal como puede practicarla un actor aislado (Robinson Crusoe o el comité directivo de la producción socialista) jamás puede emplear unidad valorativa alguna. En el acto de valorar sólo se puede ordenar los bienes con arreglo a una escala de preferencia. Nunca podemos atribuir a cada bien una determinada cantidad o magnitud de valor. Es absurdo pretender sumar valoraciones o valores. Cabe decir, descontada la preferencia temporal, que el producto vale igual que el conjunto de factores necesarios para su producción. Pero carecería de sentido afirmar que el valor de dicha mercancía es igual a la «suma» de los valores de los diversos factores complementarios utilizados. No es posible sumar valores ni valoraciones. Si bien es posible sumar precios expresados en términos monetarios, nunca puede realizarse tal operación aritmética manejando simples órdenes de preferencia. No es posible dividir valores, formar cuotas partes de los mismos. Un juicio de valor consiste, pura y exclusivamente, en preferir a a b.
El proceso de imputación de valores no permite deducir del valor de la mercancía conjuntamente producida el de los factores en ella invertidos. En modo alguno nos ofrece base para el cálculo económico. Sólo el mercado, donde cada factor de producción tiene su precio, permite el cálculo económico. El cálculo económico maneja precios, nunca valoraciones.
El mercado determina los precios de los factores de producción del mismo modo en que determina los de los bienes de consumo. El proceso de mercado es una interacción de hombres que deliberadamente tratan de paliar del mejor modo posible su personal malestar. Es imposible excluir del mercado las actuaciones humanas. No se puede analizar el mercado de los bienes de consumo dejando fuera las acciones de los consumidores. Es imposible, por lo mismo, estudiar el mercado de los bienes de orden superior haciendo caso omiso de la actuación de los empresarios u olvidando el imprescindible empleo del dinero en las correspondientes transacciones. Nada hay de automático ni mecánico en el funcionamiento del mercado. Los empresarios, en su deseo de cosechar ganancias, son, por decirlo así, como postores de una subasta, a la que acuden los propietarios de los factores de producción ofreciendo tierras, bienes de capital y trabajo. Cada empresario quiere desplazar a sus competidores elevando los precios ofrecidos a dichos vendedores. Tales ofertas tienen un límite máximo, el que marca el previsto precio futuro del producto en cuestión, y un límite mínimo, el que ofrecen los demás empresarios, igualmente deseosos de apropiarse de esos factores de producción.
Es el empresario quien impide la pervivencia de toda actividad productiva que no atienda, en cada momento, las más urgentes necesidades de los consumidores del modo más barato posible. Todos quisiéramos dejar atendidas, en la mayor medida, nuestras necesidades; todos, en este sentido, aspiramos a alcanzar el máximo beneficio. La mentalidad de promotores, especuladores y empresarios no difiere de la de sus semejantes. Aquéllos, simplemente, superan a éstos en energía y capacidad mental. Alumbran el camino del progreso material. Advierten, antes que nadie, que existe discrepancia entre lo que se hace y lo que podría hacerse. Adivinan qué cosas agradarían más a los consumidores y procuran proporcionárselas. Para realizar tales planes elevan los precios de ciertos factores de producción y rebajan los de otros mediante la restricción de su demanda. Al inundar el mercado con los bienes de consumo que proporcionan mayores beneficios, desatan una tendencia bajista en el precio de tales mercancías. Al restringir la producción de aquellos bienes de consumo cuya venta es poco lucrativa, favorecen la aparición de una tendencia al alza de estos artículos. Todas estas transformaciones se suceden de modo incesante; sólo en el caso de que surgieran las irrealizables condiciones propias de la economía de giro uniforme y del equilibrio estático se detendría ese continuo movimiento.
Al proyectar sus actuaciones, los empresarios examinan, en primer lugar, los precios del pasado inmediato, es decir, los precios que erróneamente suelen denominarse actuales. Naturalmente, los empresarios nunca formulan sus cálculos sin tener en cuenta los cambios previstos. Los precios del inmediato pasado son para ellos sólo el punto de partida de una deliberación que les lleva a prever los precios futuros. Los precios del pasado no influyen en la determinación de los precios futuros. Por el contrario, es la anticipación de los precios futuros de los productos lo que determina los precios de los factores complementarios de producción. La determinación de los precios, en la medida en que se ven afectados los tipos de cambio entre diversas mercancías, no tiene una relación causal directa con los precios pasados[2]. El destino dado anteriormente a los factores de producción de tipo inconvertible[3], así como la cuantía de los bienes de capital existentes, son hechos históricos, y en este sentido influye el ayer en la producción y en los precios del futuro. Pero los precios de los factores de producción se determinan de modo inmediato exclusivamente por los anticipados precios futuros de las mercancías. El que ayer la gente valorara y apreciara éstas de forma diferente carece de importancia. No interesa a los consumidores lo más mínimo que en el pasado se efectuaran determinadas inversiones en razón a la situación que entonces presentara el mercado, ni tampoco les preocupan los intereses creados de empresarios, capitalistas, terratenientes y trabajadores, a quienes tal vez perjudique el cambio en la estructura de los precios; para nada influye tal circunstancia en la formación de estos últimos. (Precisamente porque el mercado jamás respeta los intereses creados es por lo que los perjudicados reclaman la intervención estatal). Para el empresario, forjador de la futura producción, los precios del pasado son una mera ayuda mental. No es que los empresarios se dediquen a variar diariamente la estructura de los precios, ni a efectuar una nueva distribución de los factores disponibles entre las diversas ramas de la producción. Se limitan a moldear la herencia del pasado, acomodando los factores existentes, lo mejor posible, a las cambiadas circunstancias mercantiles. Dependerá del grado en que tales circunstancias hayan variado el que sea mayor o menor el número de cosas que proceda conservar o modificar.
El proceso económico lo forman continuas y entrelazadas actuaciones tanto de producción como de consumo. La actividad presente se relaciona con la del ayer por razón de los conocimientos técnicos existentes, la cantidad y calidad de los bienes de capital disponibles y la efectiva distribución de la propiedad de tales bienes entre los diversos individuos. La actividad de hoy se relaciona también con el futuro por la propia esencia de la acción humana; ésta, en efecto, pretende invariablemente mejorar las condiciones de vida del mañana. Enfrentado con el futuro incierto y desconocido, el hombre sólo puede auxiliarse de dos guías: su conocimiento del pasado y su capacidad de comprensión. Los precios de ayer, que constituyen una parte de ese conocimiento del pasado, le sirven al hombre de punto de partida para intentar comprender el futuro.
Si la humanidad olvidara todos los precios del pasado, la fijación de los nuevos resultaría tarea ardua pero no imposible en la medida en que se ven afectados los tipos de cambio entre las distintas mercancías. A los empresarios les resultaría harto más difícil acomodar la producción a la demanda; pero lograrían hacerlo a pesar de todo. Tendrían que volver a reunir todos aquellos datos de los que parten al proyectar sus operaciones. Cometerían sin duda errores que ahora pueden evitar, gracias a la experiencia de que disponen. Las oscilaciones de los precios, al principio, serían notables; se desperdiciarían algunos factores de producción; las necesidades humanas se satisfarían de modo más imperfecto. Pero, transcurrido cierto tiempo, y después de pagarlo bien caro, se reagruparían los necesarios conocimientos para el buen funcionamiento del proceso mercantil.
Conviene notar que es la competencia entre los empresarios afanosos de lucro la que impide el mantenimiento de precios «falsos» para los factores de producción. La propia actuación de los empresarios, si no ocurrieran nuevos cambios, daría lugar a la —por lo demás, irrealizable en la práctica— economía de giro uniforme. En esa subasta pública de ámbito mundial que es el mercado, los empresarios pujan entre sí, como decíamos, por apropiarse de los factores de producción que les interesan. En tal puja vienen a ser como los mandatarios de los consumidores. Cada empresario representa unos determinados deseos de los consumidores y aspira, o bien a fabricar un producto nuevo, o bien a obtener las mismas mercancías con arreglo a un método mejor. Dicha competencia entre empresarios no es, en definitiva, más que la competencia planteada entre las diversas fórmulas que, mediante la adquisición de los bienes de consumo, el hombre tiene a su disposición para suprimir el propio malestar en el mayor grado posible. Las decisiones de los consumidores de comprar cierta mercancía y rechazar otra determinan los precios de los factores de producción necesarios para la obtención de las mismas. La competencia entre los empresarios refleja los precios de los bienes de consumo en la formación de los precios de los factores de producción. Refleja en el mundo externo el conflicto que la escasez de los factores de producción crea inexorablemente en cada individuo. Hace que prevalezcan las decisiones de los consumidores en orden al destino que deba darse a los factores de producción no específicos, así como al grado de utilización de los no específicos.
El proceso formativo de los precios es un proceso social. Se realiza mediante la interacción de todos los miembros de la sociedad. Todos colaboran y cooperan, cada uno en el particular papel que ha elegido para sí en el marco de la división del trabajo. Compitiendo en la cooperación y cooperando en la competencia, todos contribuimos al resultado final, esto es, a fijar los precios de mercado, a distribuir los factores de producción entre las diversas necesidades y a determinar la cuota en que cada uno satisfará las suyas. Estos tres objetivos no son cosas diferentes, sino diversos aspectos de un mismo fenómeno indivisible que nuestro examen analítico separa en tres partes. El triple objetivo se alcanza, en el mercado, uno actu. Sólo quienes se hallan imbuidos de prejuicios socialistas que no cesan de suspirar por los métodos típicos del colectivismo pretenden distinguir tres procesos diferentes en los fenómenos del mercado: la determinación de los precios, la dirección de los esfuerzos productivos y la distribución.
El proceso que hace que los precios de los factores de producción surjan de los precios de los bienes de consumo sólo puede alcanzar su objetivo si uno solo de los factores complementarios empleados en la producción resulta ser de carácter absolutamente específico, o sea, inutilizable en cualquier otro cometido. Cuando la fabricación de determinado producto exige emplear dos o más factores absolutamente específicos, éstos sólo pueden tener un precio acumulativo. Si todos los factores de producción fueran de índole absolutamente específica, el proceso formativo de los precios no nos proporcionaría más que precios de carácter acumulativo. Todo lo que cabría predicar sería: dado que el combinar 3a y 5b produce una unidad de p, 3a + 5b es igual a p, luego el precio final de 3a + 5b —descontada la preferencia temporal— será igual al precio final de p. Toda vez que los empresarios no pujan por a o por b con ningún otro fin más que el de producir p, es imposible llegar a una determinación del precio más ceñida. Sólo cuando aparece una demanda para a (o para b) inducida por empresarios que desean emplear a (o b) para otros fines distintos, se entabla competencia entre estos últimos y los que pretenden producir p, la cual hace surgir un precio de a (o de b) cuya importancia determinará también el precio de b (o de a).
Si todos los factores de producción fueran absolutamente específicos, podría operarse sobre la base de tales precios acumulativos. No surgiría el problema de cómo asignar los medios de producción a las distintas ramas de necesidades-satisfacciones. Pero en el mundo real las cosas son distintas. Muchos factores de producción, de escasez indudable, pueden ser empleados en cometidos de lo más variado. Por lo tanto, se plantea el problema económico de decidir qué empleo deba darse a dichos factores, al objeto de que ninguno de ellos sea invertido en satisfacer una necesidad menos acuciante cuando tal uso impide atender otra más urgente. Ésta es la disyuntiva que el mercado resuelve al determinar los precios de los factores de producción. No disminuye la utilidad social que presta esta solución el hecho de que estos factores que sólo pueden emplearse de modo acumulativo no puedan tener sino precios también acumulativos.
Los factores de producción que sólo combinados entre sí en cierta proporción pueden emplearse para la producción de varias mercancías, sin permitir ninguna otra utilización, han de considerarse como factores absolutamente específicos. Son, en efecto, absolutamente específicos en orden a la producción de un cierto bien intermedio, el cual puede después utilizarse con diversos fines. Con respecto a dichos factores, el precio de este producto intermedio sólo puede determinarse acumulativamente. A este respecto, es indiferente el que dicho bien intermedio pueda percibirse directamente por los sentidos o, en cambio, sea resultado invisible e intangible de su empleo conjunto.
En el cálculo empresarial se consideran costes las sumas dinerarias precisas para adquirir los factores de producción. El empresario busca siempre aquellos negocios que previsiblemente han de producir entre costes e ingresos un mayor superávit a favor de estos últimos, rehuyendo las operaciones que le reportarán beneficios menores o incluso pérdidas. De esta suerte acomoda su actividad a la mejor satisfacción posible de las necesidades de los consumidores. El que un proyecto no resulte rentable, por ser los costes superiores a los ingresos, quiere decir que existe otra aplicación, de mayor utilidad, para los factores de producción; es decir, existen otros bienes por los cuales los consumidores se muestran dispuestos a pagar precios que cubren mejor el coste de esos factores. Los consumidores, en cambio, no quieren abonar precios rentables por esas mercancías cuya elaboración irroga pérdidas al empresario.
Al tratar de la computación de costes conviene advertir que en nuestro mundo no siempre se dan las dos circunstancias siguientes: Primera, todo incremento en la cantidad de factores invertidos en la producción de cierto bien de consumo también aumenta su poder para suprimir el malestar
Segunda, todo incremento en la cantidad de un bien de consumo exige un incremento proporcional en la cuantía de los factores de producción invertidos o incluso un aumento más que proporcional a la producción obtenida.
Si estas dos condiciones se cumplieran siempre y en todo caso, cualquier incremento z de las existencias m de cierta mercancía g vendría a satisfacer una necesidad menos acuciante que la de menor urgencia ya satisfecha con la cantidad m de dicha mercancía anteriormente disponible. Al propio tiempo, ese incremento z exigiría la inversión de medios que habrían de detraerse de producciones con las que se atendían otras necesidades estimadas más apremiantes que aquéllas cuya satisfacción quedó desatendida con motivo de haber sido producida la unidad marginal de m. Se reduciría, de un lado, el valor marginal de aquella satisfacción atendida gracias al aumento de la cantidad disponible de g. De otro, el coste marginal de las inversiones exigidas por la producción de cantidades adicionales de g se incrementaría cada vez más; pues se estarían detrayendo factores de producción de utilizaciones mediante las cuales sería posible atender necesidades más acuciantes. La producción ha de detenerse tan pronto como la utilidad marginal del producido incremento deje de superar la utilidad marginal de los costes supletorios.
Estas dos condiciones concurren con gran frecuencia, pero no de modo general y sin excepción. Hay muchas mercancías cuya estructura física no es homogénea y por lo tanto no son perfectamente divisibles.
Se podría, desde luego, escamotear el problema que plantea el incumplimiento de la primera de esas condiciones mediante un engañoso juego de palabras. Así, podría decirse: medio automóvil no es un automóvil. Si se agrega un cuarto de automóvil, no por ello aumenta la «cantidad» disponible; sólo cuando queda perfeccionado el proceso de la producción automovilista, fabricándose un coche completo, resulta ampliada la «cantidad» disponible. Pero el argumento elude el fondo de la cuestión. El problema que nos interesa es el referente a que no todo incremento en la inversión aumenta proporcionalmente el valor de uso objetivo, la capacidad física de la cosa para rendir determinado servicio. Las sucesivas inversiones provocan diferentes efectos. Algunas de ellas son totalmente inútiles, salvo que vayan acompañadas de otros determinados gastos.
Por otra parte —y ello supone incumplimiento de la segunda condición—, un incremento material de la producción no siempre exige un aumento proporcional de la inversión, y a veces ni siquiera el más mínimo incremento de la misma. En tales casos sucede que los costes no aumentan para nada o que, en todo caso, se incrementa la producción más que proporcionalmente a la ampliada inversión. Sucede así porque muchos medios de producción no son ni homogéneos ni tampoco perfectamente divisibles. Es lo que en los medios industriales se entiende cuando se habla de la superioridad de la producción en gran escala. Los economistas, en cambio, se refieren a la ley de rendimientos crecientes o de costes decrecientes.
Supongamos —caso A— que ninguno de los factores empleados en determinada producción es perfectamente divisible, de tal suerte que el aprovechar plenamente un nuevo elemento, por ser de índole indivisible, hace necesario aprovechar totalmente nuevas unidades (igualmente indivisibles) de los restantes factores complementarios utilizados. En tal supuesto, cada uno de los elementos reunidos en el conjunto productivo —cada máquina, cada obrero, cada pieza de materia prima— sólo puede ser utilizado plenamente si todos los restantes factores productivos son también explotados al máximo. Dentro de tales límites, mientras no se alcance la máxima producción posible, la misma inversión exige la obtención de ésta que la de una fracción de la misma. Podemos también decir que la mínima unidad industrial idónea para producir la mercancía en cuestión siempre ha de fabricar la misma cantidad de producto; en efecto, resulta imposible elaborar una cantidad menor, ni aun a sabiendas de que parte de la producción ha de quedar incolocada.
Supongamos —caso B— que una parte p de los factores productivos empleados resulta, a efectos prácticos, perfectamente divisible. Los demás factores —imperfectamente divisibles— pueden dividirse sólo de tal suerte que la plena utilización de los servicios prestados por cada ulterior unidad indivisible empleada exige la inversión plena de otras unidades indivisibles de los restantes factores complementarios. En tal supuesto, el incrementar la producción del conjunto formado por tales factores en mayor grado indivisibles y pasar de una utilización parcial de la capacidad productiva de ese conjunto a otro aprovechamiento más completo de la misma sólo implica ampliar la cantidad p de los factores, perfectamente divisibles, invertidos. Esto no debe inducirnos a pensar que semejante planteamiento supone necesariamente una reducción del coste medio de la producción. Es cierto que cada uno de los factores imperfectamente divisibles será ahora más plenamente aprovechado, con lo cual, si bien los costes de producción, en lo que respecta a tales factores, no sufren modificación alguna, se disminuye el porcentaje que de dichos gastos corresponde a cada unidad producida. Sin embargo, sólo se puede incrementar la cuantía de los perfectamente divisibles factores de producción empleados detrayéndolos de otras aplicaciones. Al restringirse tales producciones —permaneciendo inmodificadas las restantes circunstancias— el valor de los correspondientes productos aumenta; el precio de los factores perfectamente divisibles igualmente tiende al alza, a medida que se destina mayor número de ellos a mejorar la explotación del conjunto de factores de producción indivisibles. El examen de nuestro problema no debe limitarse a aquellos supuestos en que la inversión adicional de p se detrae de otras empresas dedicadas a producir el mismo artículo con métodos menos eficientes, lo cual obliga a éstas a restringir su producción. Es evidente que en este caso —competencia entre una empresa más perfectamente montada y otra de menor eficiencia, produciendo ambas, a base de una misma materia prima, idéntica mercancía— va disminuyendo el coste medio de producción de aquélla que amplía su producción. Una más generalizada contemplación del problema nos lleva a otras conclusiones. En efecto, si las unidades de p se detraen de aplicaciones en que podían haber sido utilizadas para producir artículos distintos del que nos ocupa, surgiría una tendencia al alza del precio de las unidades de p. Tal vez esta tendencia sea compensada por otros movimientos contrarios de los precios; también es posible que la misma sea tan débil que sus efectos resulten imperceptibles. Ahora bien, la tendencia en cuestión ha de surgir siempre y, aun cuando sólo sea potencialmente, ha de influir en los costes.
Consideremos finalmente —caso C— una situación en la cual los diversos factores de producción imperfectamente divisibles pueden sólo dividirse en forma tal que, dadas las condiciones del mercado, cualquiera que sea el tamaño de la instalación productiva con ellos formada, no hay combinación alguna con la que el pleno aprovechamiento de la capacidad productiva de cierto factor permita aprovechar plenamente la capacidad productiva de los restantes factores imperfectamente divisibles. Sólo este caso C reviste importancia práctica, pues los casos A y B muy raramente cobran trascendencia en la vida real. Lo característico del caso C es que en él los costes de producción varían desproporcionadamente. Dado que todos los factores imperfectamente divisibles empleados se aprovechan de modo incompleto, la ampliación de la producción supone siempre reducir los costes medios de la misma, a no ser que dicha rebaja sea contrarrestada por un alza del precio de los factores perfectamente divisibles empleados. Tan pronto, sin embargo, como se logra aprovechar plenamente la capacidad productiva de uno de esos factores, una ulterior expansión de la producción da lugar a súbita y fuerte alza del coste. Seguidamente, aparece de nuevo una tendencia a la baja del coste medio de producción, cuyo influjo se mantiene hasta tanto vuelve a lograrse el pleno aprovechamiento de alguno de los imperfectamente divisibles factores manejados.
Ceteris paribus, cuanto más se incrementa la producción de determinados artículos, tantos más factores de producción habrán de ser detraídos de otras explotaciones en las cuales hubieran podido ser aprovechados para producir distintas mercancías. De ahí que —invariadas las demás circunstancias— los costes medios de producción aumenten al ampliarse la producción. Esta ley general queda, no obstante, enervada por el hecho de que no todos los factores de producción son perfectamente divisibles y que, además, en aquella medida en que lo son, no pueden ser divididos de forma tal que el pleno aprovechamiento de uno de ellos implique aprovechar plenamente también los demás factores imperfectamente divisibles.
Cuando el empresario planifica, se enfrenta siempre con la siguiente cuestión: ¿En cuánto excederán los anticipados precios de los artículos de que se trate a sus costes previstos? Si el empresario todavía no ha hecho inversión inconvertible alguna en su proyecto y es, por tanto, libre de emprenderlo o no, lo que cuenta para él es el coste medio al que la mercancía le resultará. Cuando ya tenga intereses comprometidos en el asunto, entonces lo que ponderará será el coste adicional a efectuar. Quien ya posee determinada instalación productiva que no aprovecha plenamente se desentiende del coste medio y se interesa en cambio por el coste marginal. Prescinde de los gastos ya efectuados en inversiones inconvertibles, y sólo le preocupa saber si los ingresos que percibirá de vender una cantidad adicional de mercancía serán o no superiores a los costes adicionales precisos para esa ampliada producción. Aun cuando lo invertido en esas inconvertibles instalaciones productivas haya de ser estimado pérdida total, el interesado seguirá produciendo, mientras confíe que habrá un razonable[4] superávit de ingresos con respecto a los gastos de producción a la sazón necesarios.
Para salir al paso de errores muy extendidos conviene resaltar que, si no se producen las circunstancias necesarias para la aparición del precio de monopolio, le resulta imposible al empresario incrementar sus ingresos netos a base de restringir la producción a una cuantía disconforme con la demanda de los consumidores. Pero este problema lo examinaremos más adelante en el apartado 6.
El que un factor de producción no sea perfectamente divisible no implica forzosamente que el mismo sólo pueda ser construido y empleado en tamaño único. Desde luego, en algunos casos esto puede suceder. Pero lo normal es que se pueda variar las dimensiones de dicho factor. No se modifica el planteamiento por el hecho de que, entre las diversas dimensiones que es posible dar a determinado elemento —que puede, por ejemplo, ser una máquina— cierto tamaño del mismo implique menores costes de fabricación y funcionamiento por unidad de producción que los de otros tamaños de ese mismo factor. En tal supuesto, la superioridad de una fábrica grande no estriba en que utilice la máquina a plena capacidad, mientras la fábrica más pequeña sólo aprovecha una parte de la capacidad de la del mismo tamaño. Dicha superioridad consiste más bien en que la fábrica mayor emplea una máquina que permite aprovechar mejor que la máquina empleada por la fábrica más pequeña los factores de producción necesarios para su construcción y funcionamiento.
En todas las ramas de la producción tiene gran importancia el que muchos factores de producción no sean perfectamente divisibles. Este hecho es de capital importancia en el mundo de la industria. Ahora bien, conviene guardarse contra muchas interpretaciones erróneas de dicho fenómeno. Uno de tales errores está implícito en la doctrina según la cual en la industria impera la ley de los rendimientos crecientes, mientras que la agricultura y la minería se hallan presididas por la ley del rendimiento decreciente. Dicha falacia fue refutada anteriormente[5]. Las posibles diferencias existentes a este respecto entre la agricultura y la industria nacen de la diferencia de circunstancias de hecho concurrentes. La condición inmueble del suelo, así como el que los trabajos agrícolas hayan forzosamente de realizarse en épocas determinadas, impide al campesino aprovechar la capacidad de numerosos factores móviles de producción en el mismo grado en que, por lo general, puede explotarlos la industria. El tamaño óptimo de una unidad de producción en la agricultura normalmente es mucho menor que el de la unidad industrial. Resulta, por tanto, evidente, sin precisar mayores explicaciones, por qué no es posible llegar a un grado de concentración agraria ni lejanamente similar al de la industria transformadora.
Ahora bien, esa desigual distribución de los recursos naturales sobre la superficie de la tierra, que es una de las dos razones por las cuales la división del trabajo incrementa la productividad, viene por su parte a poner también límites al proceso de concentración en el terreno industrial. La tendencia a una progresiva especialización y a centralizar en escasas factorías las actuaciones industriales se ve perturbada por la dispersión geográfica de los recursos naturales. El que la obtención de primeras materias y la producción de alimentos no pueda ser unificada, de tal suerte que la gente se ve obligada a dispersarse por la faz de la tierra, impone igualmente a las industrias transformadoras un cierto grado de descentralización. De ahí que haya que incluir el transporte entre los costes de producción. Este coste del transporte debe ponderarse frente a la economía que podría obtenerse de una mayor especialización. Mientras en ciertas ramas de la industria la máxima concentración es el método más adecuado para reducir los costes, en otras es más ventajoso aplicar cierto grado de descentralización. En las industrias de servicios públicos, los inconvenientes de la concentración son tan grandes que prácticamente enervan sus ventajas.
Hay, además, un factor histórico. En el pasado han quedado bienes de capital inmovilizados en lugares que hoy no habrían sido elegidos para tal ubicación. No hace al caso aclarar si dicha situación era, para la generación que la eligió, la más económica. Nuestros contemporáneos, en todo caso, se ven enfrentados con un fait accompli. Hemos de acomodar al mismo nuestras actuaciones y tenerlo presente al abordar los problemas que suscita la distribución geográfica de las industrias transformadoras[6].
Y no faltan factores institucionales; existen barreras comerciales y migratorias, difieren la organización política y los sistemas de gobierno de los distintos países, y áreas inmensas del globo son administradas de tal forma que en la práctica no hay posibilidad de efectuar allí inversión alguna, por favorables que puedan ser las circunstancias naturales de la localidad.
La computación empresarial de costes debe abordar todos estos factores geográficos, históricos e institucionales. Pero, aun prescindiendo de ellos, quedan otras razones de índole puramente técnica que vienen a limitar el tamaño óptimo de fábricas y empresas. La entidad mayor posiblemente exija almacenamientos y medios de los cuales la de menor volumen puede prescindir. En muchos casos, los dispendios ocasionados por tales aprovisionamientos y procedimientos pueden ser más que compensados por la reducción de costes que implica una mejor utilización de algunos de los factores no perfectamente divisibles empleados. Ello no sucede en otras ocasiones.
Bajo el régimen capitalista, las operaciones aritméticas precisas para computar y ponderar gastos e ingresos pueden practicarse fácilmente por cuanto se puede recurrir al cálculo económico. Pero la computación de costes y la ponderación de los efectos económicos de las operaciones mercantiles no son meros problemas aritméticos que cualquier persona conocedora de las cuatro reglas pueda resolver. La dificultad estriba en determinar el equivalente monetario de las partidas que en el cálculo han de entrar. Es erróneo suponer, como muchos economistas imaginan, que tales equivalentes monetarios vienen a ser magnitudes dadas, generados exclusivamente por las circunstancias económicas imperantes. Al contrario, son una anticipación especulativa de futuras condiciones inciertas y, como tales, están condicionadas por la comprensión empresarial del futuro estado del mercado. La expresión costes «fijos», en esta materia, carece de sentido.
La acción pretende invariablemente atender, del mejor modo posible, futuras necesidades. Para conseguir tal objetivo es preciso emplear, en la forma más acertada, los factores de producción existentes. No interesa ahora cómo se desarrolló el proceso histórico que produjo los factores actualmente disponibles. Lo que importa e influye en la futura acción es tan sólo el resultado de este proceso histórico, es decir, la cantidad y calidad de los factores hoy disponibles. Estos factores se valoran únicamente en razón de su idoneidad para suprimir el futuro malestar. Las sumas dinerarias que ayer se gastaron en su producción o adquisición para nada cuentan.
Notábamos anteriormente que la postura del empresario que toma una nueva decisión no es igual si ya tiene dinero invertido en la ejecución de cierto proyecto que si todavía no se ha interesado en el mismo y es libre de iniciarlo o no. En el primer caso posee un conjunto de inconvertibles factores de producción idóneos para la consecución de determinados objetivos. Este hecho influye decisivamente en sus futuras decisiones. No aprecia el conjunto de medios de producción con arreglo a lo que invirtió en su adquisición, sino que lo valora exclusivamente en orden a su utilidad para el posterior actuar. El hecho de que haya gastado más o menos carece, en este sentido, de importancia. Esta circunstancia sólo le sirve para determinar la cuantía de sus pasadas pérdidas o ganancias y el montante de su capital. Es un elemento más del proceso histórico que dio lugar a las actuales disponibilidades de factores de producción; sólo como tal tiene importancia por lo que respecta a la acción futura, sin trascendencia por lo que atañe al planeamiento de ésta y a sus cálculos. Desde luego, a estos efectos, es indiferente que los asientos contables valoren o no, a su precio actual, tal acervo de factores de producción inconvertibles.
Dichas ganancias o pérdidas, ya registradas, pueden inducir al empresario a proceder de modo distinto a como habría actuado en otro caso. Pasadas pérdidas tal vez le coloquen en difícil posición financiera, especialmente si ha tenido que contraer deudas que le agobian con su pago de principal e intereses. Pero no sería correcto incluir tales costes entre los costes fijos de funcionamiento, pues no guardan relación alguna con los negocios del momento. No han sido provocados por el actual proceso de producción, sino por operaciones a las que ayer recurrió el empresario para procurarse el capital y los medios de producción que entonces precisaba. Por lo que respecta a las actividades presentes, esas circunstancias son puramente accidentales. Pueden, sin embargo, imponer al interesado una conducta mercantil que éste no adoptaría si su situación financiera fuera más sana. La imperiosa necesidad de metálico para hacer frente a inmediatos vencimientos no influye en los costes; pero puede inducir al sujeto a vender al contado en vez de aplazar las correspondientes percepciones; a vender existencias en momentos poco oportunos; o a explotar el equipo de producción desconsideradamente con daño para su ulterior empleo.
En la computación de costes es indiferente que el empresario sea propietario del capital invertido o que haya obtenido a crédito una parte mayor o menor del mismo, hallándose obligado, en este caso, a cumplir las estipulaciones referentes a intereses y vencimientos. Entre los costes de producción debe incluirse tan sólo el interés del capital que aún exista y el que efectivamente se emplea en la empresa. No se pueden computar intereses pagados por capitales dilapidados ayer en malas inversiones o en una deficiente gestión de las actuales operaciones comerciales. La tarea que incumbe al empresario es siempre la de emplear los bienes de capital existentes del mejor modo posible para atender futuras necesidades. En tal función no deben desorientarle anteriores fallos o errores, imposibles ya de subsanar. Tal vez puso en marcha en otro tiempo una explotación que no habría instalado si hubiera previsto mejor la situación actual. De nada sirve lamentar ahora aquel hecho histórico. Lo que interesa es averiguar si esa instalación puede o no todavía rendir algún servicio y, en caso afirmativo, decidir cómo podrá ser mejor utilizada. No hay duda de que el empresario lamenta los errores cometidos y las pérdidas que han debilitado su capacidad financiera. Pero los costes que debe ponderar al planear sus futuras actuaciones en modo alguno se ven afectados por tales equivocaciones.
Conviene resaltar este punto, pues con frecuencia han sido deformadas estas circunstancias para justificar diversas medidas. No se «reducen los costes» aligerando las cargas financieras de empresas y compañías. El condonar el pago de deudas e intereses, en forma total o parcial, no disminuye los costes. Dichas medidas simplemente transfieren riquezas de los acreedores a los deudores; soportan pérdidas ayer producidas unas personas en vez de otras, los poseedores de obligaciones o acciones preferentes, por ejemplo, en vez de los tenedores de acciones ordinarias. El argumento referente a la reducción de costes se esgrime a menudo en favor de la devaluación monetaria. La falacia implícita es siempre la misma.
Los comúnmente denominados costes fijos son los costes necesarios para explotar factores de producción disponibles de naturaleza totalmente inconvertible o que sólo con graves pérdidas podrían ser destinados a otros fines mercantiles. Tales factores son de carácter más duradero que los restantes medios de producción empleados. Sin embargo, no se los puede considerar eternos, pues se van consumiendo en el proceso productivo. Cada unidad de mercancía fabricada desgasta una fracción de la máquina que la produce. Tal desgaste puede ser determinado por la técnica con toda precisión y, consecuentemente, se puede valorar en términos monetarios.
Pero no es eso sólo lo que el cálculo empresarial debe ponderar. No puede el hombre de empresa fijarse exclusivamente en la duración técnica de la máquina; ha de preocuparse también por el futuro estado del mercado. Aunque una máquina, desde un punto de vista físico, sea todavía perfectamente utilizable, las condiciones del mercado pueden convertirla en artefacto anticuado y sin valor alguno. Si la demanda de los productos decae o se desvanece, o bien surgen métodos más perfectos, tal instrumento, en sentido económico, no es ya más que chatarra. De ahí que, al planificar la gestión de sus negocios, el empresario haya de tener muy presente la posible condición futura del mercado. El número de costes «fijos» que tendrá en cuenta al calcular dependerá de su comprensión de los futuros eventos. Dichos costes no pueden ser determinados por mero raciocinio técnico.
Desde este último punto de vista, se puede determinar el grado óptimo de utilización de cierta instalación productiva. Ahora bien, lo que para el técnico es lo óptimo, posiblemente no coincida con lo que el empresario, mediante el cálculo económico, considere lo mejor, dada su previsión de las futuras condiciones del mercado. Supongamos que determinada factoría está equipada con maquinaria que puede utilizarse durante un periodo de diez años. Cada año se destina a amortización un diez por ciento del coste inicial. Al llegar al tercer año, las circunstancias del mercado le plantean un dilema al empresario. Puede duplicar en dicho ejercicio la anterior producción y vender la misma a un precio que, además de cubrir el incremento de los costes variables de explotación, supera la cifra de amortización del año en cuestión y el valor actual de la última cuota de amortización. Esa duplicada producción, sin embargo, resulta que triplica el desgaste de la maquinaria, con lo cual los ingresos adicionales derivados de la venta de aquella doble cantidad de mercancía son insuficientes para compensar igualmente el actual valor de la cuota de amortización del noveno año. Si el empresario considera en sus cálculos como elemento invariable la cuota de amortización anual, por fuerza estimará perjudicial duplicar la producción, ya que los ingresos adicionales son inferiores a los costes supletorios. Se abstendría sin duda de ampliar la producción por encima de la cifra óptima desde un punto de vista técnico. Sin embargo, el empresario calcula de otro modo, independientemente de que en sus libros tal vez consigne anualmente idéntica cifra de amortización. Dependerá de la idea que el empresario se forme acerca de la futura disposición del mercado el que prefiera o no una fracción del actual valor de la cuota de amortización del noveno año a los servicios técnicos que la maquinaria le pueda proporcionar en dicho ejercicio.
La opinión pública, gobernantes y legisladores, así como el fisco, todos suponen que una industria es una permanente fuente de ingresos. Creen que si el empresario cuida de la conservación de su capital mediante las oportunas amortizaciones anuales, podrá perennemente derivar un razonable beneficio de los capitales que tenga invertidos en bienes duraderos de producción. Pero la realidad es distinta. Las instalaciones productivas, tales como una fábrica y su equipamiento, son factores de producción cuya utilidad viene condicionada por las mudables circunstancias del mercado y por la habilidad del empresario para explotarlos a tenor siempre de dichos cambios de circunstancias.
En el terreno del cálculo económico no hay constantes en el sentido que a tal concepto se da al hablar de realidades técnicas. Los elementos que se manejan en el cálculo económico son anticipaciones especulativas de futuras condiciones. Los usos comerciales y la legislación mercantil han establecido normas definidas a las que se ajustan la contabilidad y la auditoría de cuentas. La teneduría de libros es exacta, aunque sólo a la luz de esas normas consuetudinarias y legales. Las rúbricas contables no reflejan con fidelidad la estricta realidad. El valor de mercado de una instalación puede bien no coincidir con las cifras del balance. Buena prueba de ello es que la Bolsa apenas toma en consideración tales datos.
La computación de costes no es, pues, un proceso aritmético que pueda efectuar o censurar un frío y objetivo observador. No se trata de magnitudes ciertas que puedan valorarse mediante módulos precisos. Las fundamentales partidas que se manejan son fruto de la comprensión de circunstancias futuras, quedando forzosamente influidas por el personal criterio del empresario sobre el comportamiento futuro del mercado.
Todo intento de efectuar computaciones de costes sobre una base «imparcial» está condenado al fracaso. El cálculo de costes es un instrumento mental para la acción; es una planificación deliberada para aprovechar mejor los recursos disponibles, con la mira puesta en la provisión de futuras necesidades. El cálculo de costes es siempre subjetivo, nunca objetivo. Empleado por un censor frío e impersonal, cambia totalmente de carácter. Tal arbitrio no mira hacia adelante, hacia el futuro; dirige, por el contrario, su atención hacia atrás, hacia el pasado muerto, ponderando congeladas normas ajenas a la acción y a la vida real. No prevé el cambio. Se halla inconscientemente imbuido por el prejuicio de que la economía de giro uniforme es lo normal y lo más deseable. El beneficio no encaja en su universo intelectual. Tiene una idea confusa sobre la ganancia «justa», el lucro que sería «equitativo» derivar del capital invertido. Pero tales conceptos son enteramente falsos. En la economía de giro uniforme no hay beneficio. En una economía cambiante, el beneficio no es ni justo ni injusto. La ganancia nunca es «normal». Donde impera la «normalidad», es decir, la ausencia de cambio, no puede haber beneficios.
Las cuestiones de precios y costes se ha pretendido abordarlas también con arreglo a métodos matemáticos. Hay incluso economistas que consideran este método como es el único apropiado para afrontar los problemas económicos, motejando de «literarios» a los economistas lógicos.
Si ese antagonismo entre los economistas lógicos y los matemáticos no pasara de ser mero desacuerdo en cuanto al método más fecundo para el estudio de la economía, sería ciertamente ocioso prestar demasiada atención al asunto. El mejor de ambos sistemas acreditaría su superioridad al proporcionar mejores resultados. Incluso tal vez convendría recurrir a procedimientos distintos según la clase del problema abordado.
Sin embargo, no estamos ante cuestiones de heurística; la controversia atañe al fundamento mismo de la economía política. El método matemático ha de ser recusado no sólo por su esterilidad. Se trata de un sistema vicioso que parte de falsos supuestos y conduce a erróneas conclusiones. Sus silogismos no sólo son vanos, sino que distraen la atención de los verdaderos problemas, deformando la concatenación existente entre los diversos fenómenos económicos.
Ni las ideas sustentadas ni los procedimientos empleados por los economistas matemáticos son uniformes. Existen tres principales escuelas que conviene estudiar por separado.
En la primera militan los estadísticos, que aspiran a descubrir leyes económicas a base de analizar la experiencia económica. Pretenden transformar la economía en una ciencia «cuantitativa». Su programa se condensa en el lema de la sociedad econométrica: la ciencia es medición.
El error fundamental de esta postura ya fue anteriormente evidenciado[7]. La historia económica se refiere siempre a fenómenos complejos. Nunca proporciona conocimientos similares a los que el técnico deriva de los experimentos de laboratorio. La estadística es una forma de representar hechos históricos referentes a precios y a otras facetas humanas. No es economía y no puede producir teoremas ni teorías económicas. La estadística de precios es pura historia económica. El teorema según el cual, ceteris paribus, un incremento de la demanda debe provocar un alza del precio no deriva de la experiencia. Nadie ha estado ni estará jamás en condiciones de observar el cambio, siempre ceteris paribus, de cierta circunstancia de mercado. No existe la economía cuantitativa. Todas las magnitudes económicas que conocemos no son más que datos de historia económica. Nadie admite racionalmente que exista relación constante entre el precio y la demanda, en general, ni aun en lo atinente a específicas mercancías. Nos consta, por el contrario, que los fenómenos externos influyen diversamente en las distintas personas; que varía la reacción de un mismo individuo ante idéntico fenómeno y que no es posible clasificar a la gente en grupos de personas con idénticas reacciones. Estas verdades las deducimos, exclusivamente, de la teoría apriorística. Cierto es que los empiristas rechazan dicha teoría apriorística; aseguran que ellos derivan sus conocimientos de la experiencia histórica. Pero contradicen sus propios principios tan pronto como, al pretender superar la mera anotación imparcial de precios singulares y específicos, comienzan a formular series y a calcular promedios. Lo único que la experiencia nos dice, y asimismo lo único que la estadística recoge, es determinado precio efectivamente pagado en determinado lugar y fecha por cierta cantidad de determinada mercancía. Formar grupos con tales precios, así como deducir promedios de los mismos, equivale a basarse en reflexiones teóricas, las cuales, lógica y temporalmente, anteceden a dichas operaciones. El que en mayor o menor grado se tomen o no en consideración detalles concomitantes y contingencias circunstanciales que concurren con el precio en cuestión depende igualmente de un razonamiento teórico. Nadie tuvo jamás osadía suficiente para afirmar que un incremento de a por ciento en la oferta de cierta mercancía habría de provocar siempre y forzosamente —en todo país y en todo tiempo— una contracción de b por ciento en el precio. Puesto que ningún economista cuantitativo se atrevió jamás a precisar concretamente, basándose en la experiencia estadística, las circunstancias específicas que hacen variar la razón a : b, la inutilidad del sistema resulta evidente. Por otra parte, el dinero no es una unidad invariable que permita medir los precios; es un medio cuya razón de cambio también varía, aunque por lo general con menor celeridad y amplitud que la razón recíproca de intercambio de mercancías y servicios.
Apenas hay necesidad de insistir más en la exposición de las erróneas pretensiones de la economía cuantitativa. A pesar de tantas pomposas declaraciones de sus partidarios, en la práctica nadie ha conseguido llevar a la práctica el programa defendido. Henry Schultz dedicó su actividad a medir la elasticidad de la demanda de diversas mercancías. El profesor Paul H. Douglas ha ensalzado la obra de Schultz diciendo que ha sido «una labor tan imprescindible para que la economía se convierta en ciencia más o menos exacta como lo fue para el desarrollo de la química la determinación de los pesos atómicos»[8]. La verdad es que Schultz jamás intentó determinar la elasticidad de la demanda de ningún producto como tal producto; los datos que manejaba se referían tan sólo a ciertas áreas geográficas y determinados periodos históricos. Sus estudios sobre una mercancía determinada, las patatas, por ejemplo, no se refieren a las patatas en general, sino a las patatas en los Estados Unidos, en la época comprendida entre 1875 y 1929[9]. Tales datos, en el mejor de los casos, no son sino meras contribuciones, incompletas y discutibles, a la historia económica. No son pasos orientados a la puesta en práctica del confuso y contradictorio programa de la economía cuantitativa. A este respecto, conviene reconocer que las otras dos escuelas de economía matemática advierten plenamente la esterilidad del método cuantitativo. En efecto, nunca se han atrevido éstas a operar, en sus fórmulas y ecuaciones, con magnitudes como las halladas por los económetras, utilizando efectivamente dichas fórmulas y ecuaciones en la solución de problemas concretos. En el campo de la acción humana no hay más instrumentos idóneos para abordar eventos futuros que los que proporciona la comprensión.
Otro terreno por el que los economistas matemáticos se han interesado es el de las relaciones entre precios y costes. Al abordar estos asuntos, se desentienden del funcionamiento del mercado e incluso pretenden dejar de lado el uso del dinero, ingrediente insoslayable en todo cálculo económico. Pero tácitamente suponen la existencia de la moneda y su empleo, ya que hablan en general de precios y de costes y pretenden confrontar unos y otros. Los precios son siempre magnitudes dinerarias y los costes sólo expresados en términos monetarios pueden entrar en el cálculo económico. En otro caso, los costes habrán de computarse en cantidades complejas formadas por los diversos bienes y servicios que es preciso invertir para la obtención de cierta mercancía. Tales precios —si es que se puede aplicar el vocablo a los tipos de cambio originados por el trueque— son mera enumeración de cantidades diversas de bienes distintos por los cuales el «vendedor» puede intercambiar la específica mercancía que ofrezca. Los bienes a que tales «precios» se refieren no son los mismos que aquéllos a los que se referían los «costes». No es posible, por tanto, comparar entre sí tales precios y costes en especie. Que el vendedor valora en menos los bienes entregados que los que recibe a cambio; que vendedor y comprador discrepan por lo que respecta a la subjetiva valoración de los dos productos cambiados; y que el empresario se lanza a determinada operación sólo cuando por el producto que ofrece espera recibir bienes mayormente valorados que los empleados en su obtención, todo eso lo sabíamos ya de antemano gracias a la comprensión praxeológica. Precisamente tal conocimiento apriorístico es el que nos permite prever la conducta que adoptará el empresario cuando pueda recurrir al cálculo económico. El economista matemático se engaña al pretender abordar de un modo más general los problemas, omitiendo toda referencia a las expresiones monetarias. Pues de nada sirve, por ejemplo, pretender investigar las cuestiones que suscita la divisibilidad imperfecta de los factores de producción sin aludir al cálculo económico en términos monetarios. Tal análisis nunca puede proporcionarnos más conocimientos que los ya poseídos; a saber, que todo empresario procura producir aquellos artículos cuya venta piensa le reportará ingresos valorados en más que el conjunto de los bienes invertidos en su producción. Ahora bien, en ausencia de cambio indirecto y de medio común de intercambio, dicho empresario logrará su propósito, siempre y cuando haya anticipado correctamente el futuro estado del mercado, sólo si disfruta de una inteligencia sobrehumana. Tendría que advertir de golpe cuantas razones de intercambio el mercado registraba y valorar correctamente, con arreglo a ellas, los bienes que él mismo estaba manejando.
Es evidente que toda investigación relativa a la relación de precios y costes presupone el mercado y el uso del dinero. Los economistas matemáticos quisieran, sin embargo, cerrar los ojos a esta insoslayable verdad. Formulan ecuaciones y trazan curvas que, en su opinión, reflejan la realidad. De hecho, tales hipótesis aluden sólo a un estado de cosas imaginario e irrealizable, sin parecido alguno con los verdaderos problemas catalácticos. Sírvense de símbolos algebraicos, en vez de las expresiones monetarias efectivamente empleadas en el cálculo económico, creyendo que así sus razonamientos son más científicos. Impresionan, desde luego, a almas cándidas e imperitas; pero, en realidad, no hacen sino confundir y embrollar temas claros, que los libros de texto de contabilidad y aritmética mercantil abordan perfectamente.
Algunos de los matemáticos en cuestión han llegado a afirmar que el cálculo económico podría basarse en unidades de utilidad. Denominan análisis de la utilidad a este método. El mismo error cometen también los economistas matemáticos del tercer grupo.
Lo característico de estos últimos consiste en que abierta y deliberadamente pretenden resolver los problemas catalácticos sin hacer referencia alguna al proceso del mercado. Su ideal estribaría en formular la teoría económica con arreglo al patrón de la mecánica. Una y otra vez buscan o reiteran analogías con la mecánica clásica, que, en su opinión, constituye el único y perfecto modelo de investigación científica. No parece preciso insistir de nuevo en por qué tales analogías son accidentales y sólo sirven para inducir al error, ni en las diferencias que radicalmente separan la acción humana consciente del movimiento físico, objeto típico de investigación de la mecánica. Bastará con llamar la atención sobre un punto; a saber, el distinto significado práctico que las ecuaciones diferenciales tienen en uno y otro terreno.
Las deliberaciones que se concretan en la formulación de una ecuación tienen forzosamente un carácter no matemático. En la ecuación se encarna un conocimiento anterior; dicha expresión matemática no amplía directamente nuestro saber. Ello no obstante, en el terreno de la mecánica las ecuaciones han prestado importantes servicios. Puesto que las relaciones entre los factores manejados son constantes y asimismo se puede comprobar experimentalmente dichas relaciones, es posible utilizar ecuaciones para resolver específicos problemas técnicos. Nuestra moderna civilización occidental es, en gran parte, fruto de ese poder recurrir, en física, a las ecuaciones diferenciales. En cambio, entre los factores económicos no hay, como tantas veces se ha dicho, relaciones constantes. Las ecuaciones formuladas por la economía matemática no pasan de ser inútil gimnasia mental y, aun cuando nos dijeran mucho más de lo que efectivamente expresan, no por ello resultarían de mayor fecundidad.
El auténtico análisis económico no puede nunca pasar por alto estos dos fundamentales principios de la teoría del valor: primero, que toda valoración que lleva a la acción implica en última instancia preferir una cosa y rechazar otra, no habiendo ni equivalencia ni indiferencia entre los términos que, comparados, inducen a la acción; y segundo, que no hay modo de comparar las valoraciones de personas diferentes o las de un mismo individuo en momentos distintos, a no ser contemplando cómo efectivamente el interesado reacciona ante la alternativa en cuestión.
En la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme todos los factores de producción se emplean de tal suerte que cada uno de ellos rinde el servicio más valioso que puede proporcionar. No cabe pensar en modificación alguna con la que mejoraría el grado de satisfacción; ningún factor se dedica a atender la necesidad a si tal utilización impide satisfacer la necesidad b, de mayor valor que a. Por supuesto que se puede plasmar en ecuaciones diferenciales esta imaginaria distribución de recursos, así como darle una representación gráfica mediante las correspondientes curvas. Pero todo ello nada nos dice del proceso del mercado. Estamos simplemente ante la descripción de una situación imaginaria que, si se implantara, paralizaría el proceso mercantil. Los economistas matemáticos dejan de lado el análisis teórico del mercado, distrayéndose con lo que no es más que una mera noción auxiliar utilizada en dicho análisis, aunque desprovista de sentido si se la separa de aquel contexto.
La física se ocupa de cambios que los sentidos registran. Advertimos una regularidad en la secuencia de dichas mutaciones y tales observaciones nos permiten formular la teoría física. Pero nada sabemos de las fuerzas originarias que provocan esas variaciones. Para el investigador, éstas son datos últimos que vedan todo ulterior análisis. La observación nos permite apreciar la regular concatenación existente entre diferentes fenómenos y circunstancias perfectamente observables. Esa mutua interdependencia entre los datos recogidos es lo que el físico refleja mediante sus ecuaciones diferenciales.
En praxeología observamos, ante todo, que los hombres desean conscientemente provocar cambios. Precisamente en torno a tal conocimiento se articula la praxeología, diferenciándose así de las ciencias naturales. Conocemos las fuerzas que provocan el cambio y tal conocimiento apriorístico nos permite comprender el proceso praxeológico. El físico desconoce qué es la electricidad; tan sólo ve determinados efectos que denomina, por utilizar un término, electricidad. El economista, en cambio, advierte con plena claridad qué es eso que impulsa y provoca la aparición del mercado. Gracias precisamente a ese conocimiento logra distinguir los fenómenos sociales de los demás y puede así desvelar las leyes rectoras de la actividad mercantil.
De ahí que la economía matemática en nada contribuya a dilucidar el proceso del mercado, puesto que se limita a describir un mero modelo auxiliar que los economistas lógicos formulan como puro concepto límite; o sea, aquella situación bajo la cual la acción se esfumaría y quedaría paralizado el mercado. Es eso, en efecto, de lo único de que nos hablan, no haciendo, en definitiva, más que traducir al lenguaje algebraico lo que el economista lógico expone en lenguaje común al establecer los presupuestos de los imaginarios modelos del estado final de reposo y de la economía de giro uniforme; aquello mismo que el propio economista matemático se ve forzado a expresar, mediante lenguaje también ordinario, antes de comenzar a montar sus operaciones matemáticas, quedando todo, después, empantanado en mera figuración de escaso valor.
Ambos tipos de economistas, tanto los lógicos como los matemáticos, reconocen que la acción humana tiende siempre hacia la instauración de un estado de equilibrio que se alcanzaría si no se produjeran ya más cambios en las circunstancias concurrentes. Los primeros, sin embargo, saben además otras muchas cosas. Advierten de qué modo la actuación de individuos emprendedores, promotores y especuladores, ansiosos de lucrarse con las discrepancias que registra la estructura de los precios, aboga por la supresión de dichas diferencias y, consecuentemente, por la obliteración de la fuente que engendra la ganancia y la pérdida empresarial. Evidencian cómo ese proceso evolucionaría hasta instaurar finalmente una economía de giro uniforme. Tal es el cometido propio de la teoría económica. La descripción matemática de diversos estados de equilibrio es un simple juego; lo que interesa es el examen y la comprensión del proceso de mercado.
La mutua contrastación de ambos sistemas de análisis económico nos permite comprender mejor la tan repetida petición de ampliar el ámbito de la ciencia económica mediante la elaboración de una teoría dinámica, abandonando la contemplación de problemas meramente estáticos. Por lo que respecta a la economía lógica, tal denuncia carece de sentido. La economía lógica es esencialmente una teoría que examina procesos y mutaciones. Recurre a modelos inmóviles e imaginarios exclusivamente para aprehender mejor el fenómeno del cambio. Pero, en lo referente a la economía matemática, la cosa es distinta. Las ecuaciones y fórmulas que ésta maneja se limitan a describir estados de equilibrio e inacción. Mientras no abandonan el terreno matemático, dichos investigadores nada pueden decimos acerca de la génesis de tales situaciones ni de cómo las mismas pueden evolucionar y dar lugar a distintos planteamientos. Por lo que atañe a la economía matemática, el reclamar una teoría dinámica está, pues, plenamente justificado. Sin embargo, la economía matemática carece de medios para satisfacer tal exigencia. Los problemas que plantea el análisis del proceso de mercado, es decir, los únicos problemas económicos que de verdad importan, no se pueden abordar por medios matemáticos. La introducción de parámetros temporales en las ecuaciones de nada sirve. Ni siquiera se roza con ello las deficiencias fundamentales del método matemático. El proclamar que todo cambio requiere siempre cierto lapso de tiempo y que la mutación implica, en todo caso, secuencia temporal no es más que otro modo de decir que donde hay rigidez e inmutabilidad absoluta el factor tiempo desaparece. El defecto principal de la economía matemática no estriba en ignorar la sucesión temporal, sino en desconocer el funcionamiento del proceso del mercado.
El método matemático es incapaz de explicar cómo en un estado sin equilibrio surge aquel actuar que tiende a producir el equilibrio. Se puede, ciertamente, indicar la serie de operaciones matemáticas que se precisa para transformar la descripción matemática de cierto estado de no-desequilibrio en la descripción matemática del estado de equilibrio. Pero estas operaciones en modo alguno reflejan el proceso que ponen en marcha las discrepancias en la estructura de los precios. Se admite que en el mundo de la mecánica las ecuaciones diferenciales retratan con toda precisión las diversas situaciones sucesivamente registradas durante el tiempo de que se trate. Pero las ecuaciones económicas no reflejan las diferentes circunstancias propias de cada instante comprendido en el intervalo temporal que separa el estado de desequilibrio del de equilibrio. Sólo quienes se hallen enteramente cegados por la obsesión de que la economía es una pálida imagen de la ciencia mecánica pueden dejar de advertir la fuerza del argumento. Ningún pobre e inexacto símil puede jamás suplir la ilustración que proporciona la economía lógica.
En el campo de la cataláctica se advierten por doquier los perniciosos efectos del análisis matemático. Dos ejemplos, en este sentido, bastarían. El primero nos lo brinda la llamada ecuación de intercambio, ese estéril y errado intento de abordar el problema de las variaciones del poder adquisitivo del dinero[10]. El segundo queda perfectamente reflejado en las palabras del profesor Schumpeter cuando asegura que los consumidores, al valorar los bienes de consumo, «ipsofacto valoran también los factores de producción necesarios para la obtención de dichos bienes»[11]. Difícilmente se puede describir de modo más imperfecto el proceso del mercado[*].
La economía no se interesa directamente por bienes y servicios, sino por acciones humanas. No divaga sobre construcciones imaginarias tales como la de equilibrio. Dichos modelos son meras herramientas del razonar. El único cometido de la ciencia económica es el análisis de la acción humana, o sea, el análisis de procesos.
Los precios competitivos son la resultante de una perfecta acomodación de la actividad vendedora a la demanda de los consumidores. Al precio de competencia, la totalidad de las existencias es vendida; y los factores específicos de producción son objeto de explotación en la medida que permiten los precios de los factores complementarios no específicos. Ninguna parte de las existencias disponibles queda permanentemente excluida del mercado; la unidad marginal de los factores específicos utilizados no produce ninguna renta neta. El proceso económico, en su totalidad, funciona al servicio de los consumidores. No hay conflicto entre los respectivos intereses de compradores y vendedores, de productores y consumidores. Los propietarios de los diversos bienes no pueden desviar el consumo ni la producción de los cauces marcados por las valoraciones de los consumidores, las efectivas existencias de los diversos bienes y servicios, y los conocimientos técnicos existentes.
Todo vendedor incrementaría sus ingresos si una reducción de las existencias poseídas por sus competidores le permitiera a él incrementar el precio de sus mercancías. Sin embargo, en un mercado competitivo ningún vendedor puede provocar tal situación. El ofertante, salvo que se vea amparado por alguno de aquellos privilegios que origina la interferencia estatal en los negocios, por fuerza ha de atenerse a la efectiva disposición del mercado.
El empresario, en su típica condición empresarial, está invariable y plenamente sometido a la soberanía de los consumidores. No ocurre lo mismo con los propietarios de artículos de consumo o de factores de producción, ni tampoco, como es natural, con el empresario en su condición de posible poseedor de esos mismos bienes y factores. A tales dueños, en determinadas circunstancias, les resulta lucrativo restringir la oferta, vendiendo su mercancía a mayor precio unitario. Los precios que entonces aparecen —precios de monopolio— son una negación de la soberanía de los consumidores y de la democracia del mercado.
Las especiales condiciones y circunstancias necesarias para la formación de los precios de monopolio y sus características catalácticas son las siguientes:
1. Debe prevalecer un monopolio de la oferta. La totalidad de las existencias del bien en cuestión debe estar controlada por un solo vendedor o por un grupo de vendedores actuando de consuno. El monopolista —ya sea individual o asociado— puede, entonces, restringir la cantidad de mercancía ofertada —trátese de un bien de consumo o de producción— elevando el precio unitario, sin que puedan intervenir otros ofertantes y desarticular los planes del monopolista.
2. El monopolista, o no puede discriminar entre los diversos compradores, o bien se abstiene voluntariamente de efectuar tal discriminación[13].
3. La reacción del público comprador ante ese mayor precio, superior al potencial precio competitivo, es decir, la contracción de la demanda, no puede ser tal que los ingresos obtenidos al vender a cualquier precio superior al de competencia resulten inferiores que los cosechados al aplicar precios competitivos. Por eso son superfluas las alambicadas disquisiciones en torno a la identidad del mercado de un determinado artículo. Sería inútil divagar acerca de si todas las corbatas pueden considerarse ejemplares de un mismo artículo o si, por el contrario, convendría distinguirlas según el color, dibujo o material empleado. A nada conduce la teórica diferenciación en clases; lo único que interesa es cómo reacciona el comprador ante el aumento de precio. En lo que respecta a la teoría de los precios de monopolio, carece de importancia proclamar que cada fabricante de corbatas produce artículos típicos y más aún afirmar que cada uno de esos industriales es un monopolista. La cataláctica no se interesa por el monopolio como tal, sino por los precios de monopolio. Para que un vendedor de corbatas, distintas a las ofrecidas por los demás comerciantes, pueda exigir precios de monopolio es obligado que los compradores no reaccionen ante cualquier incremento del precio, de suerte tal que el alza en cuestión venga a perjudicar los intereses del actor.
La existencia del monopolio es condición necesaria para que los precios del mismo puedan aparecer, pero no es condición suficiente. Se precisa otra condición, a saber, una cierta forma de la curva de demanda. La mera aparición de un monopolio nada significa a estos efectos. El editor de un libro con copyright es un monopolista. Ahora bien, quizá no logre vender ni un solo ejemplar, por bajo que sea el precio marcado. No siempre es precio de monopolio el que el monopolista fija a su monopolizada mercancía. Precio de monopolio sólo es aquel precio al cual resulta económicamente más ventajoso para el monopolista restringir la total cantidad vendida que ampliar sus ventas en la proporción que el mercado competitivo permitiría. Los precios de monopolio son la resultante de una actuación deliberada tendente a restringir el comercio del artículo en cuestión.
4. Es un grave error suponer que hay una tercera categoría de precios que no serían ni precios de monopolio ni precios de competencia. Si dejamos de lado el problema de los precios discriminatorios, que luego será abordado, un determinado precio es o precio de competencia o precio de monopolio. Suponer lo contrario deriva de aquella idea según la cual la competencia no puede considerarse libre y perfecta más que cuando todo el mundo está en condiciones de ofrecer al mercado el producto en cuestión.
Las existencias son siempre limitadas. Carece de la condición de bien económico aquello que, ante la demanda del público, no resulte escaso; por tal objeto no se paga precio alguno. De ahí que induzca a confusión ampliar el concepto de monopolio hasta abarcar todo el campo de los bienes económicos. La limitación de las existencias es la razón única que confiere precio y valor a las cosas; tal escasez, sin embargo, por sí sola, no basta para generar los precios de monopolio[14].
Suele hablarse de competencia imperfecta o monopolística cuando las mercancías ofrecidas por los diferentes productores y vendedores, aunque del mismo género, son diferentes entre sí. Esto significa que casi todos los bienes de consumo entran en la categoría de bienes monopolizados. Sin embargo, la única cuestión importante en el estudio de la determinación de los precios es si el vendedor se halla capacitado para explotar dicha disparidad y, mediante deliberada restricción de la oferta, incrementar sus ingresos netos. Sólo cuando ello es posible y efectivamente se practica surge el precio de monopolio diferenciable del competitivo. Tal vez el vendedor tenga una clientela tan adicta que prefiera comprar en su tienda antes que en las de la competencia, hasta el punto de no abandonarle aun cuando eleve el precio por encima del de los demás comerciantes. Para dicho vendedor, el problema estriba en saber si el número de tales clientes llegará a ser lo suficientemente amplio como para compensar la reducción de ventas que la abstención de otros adquirentes habrá de provocar. Sólo en tal caso le resultará ventajoso sustituir el precio competitivo por el de monopolio.
Produce una gran confusión la errónea interpretación de la expresión control de la oferta. Todo fabricante de cualquier bien participa en el control de la oferta de cuantas mercancías se ofrecen en venta. Si el interesado hubiera producido una cantidad mayor de a, habría incrementado la oferta, provocando una tendencia a la baja del precio correspondiente. Ahora bien, la cuestión estriba en saber por qué el actor no produjo a en mayor cantidad. ¿Procuró acaso, de esta suerte, acomodar su actuación del mejor modo a los deseos de los consumidores, dejando restringida la producción de a exclusivamente a la cuantía p? O, por el contrario, ¿prefirió violentar los mandatos de los consumidores en provecho propio? No produjo más a, en el primer caso, por cuanto el fabricar a en cuantía superior a p habría supuesto detraer escasos factores de producción de otras inversiones que permitían atender necesidades más urgentemente sentidas por los consumidores; no produjo p + r, sino sólo p, pues dicho incremento habría reducido o incluso anulado sus ganancias, mientras todavía había otras muchas aplicaciones provechosas en que invertir el capital disponible. En el segundo supuesto, dejó de producir r porque le resultaba más ventajoso no emplear una parte de las existencias de cierto factor específico de producción, m, que monopolizaba. Si el interesado no gozara de ese monopolio sobre m, no habría podido derivar ventaja alguna de restringir la producción de a. Sus competidores, ampliando la suya, habrían llenado el vacío, de tal suerte que no hubiera podido aquél exigir precios incrementados.
Al analizar supuestos precios de monopolio resulta ineludible buscar cuál sea ese factor m monopolizado. Si no existe, resulta imposible el precio de monopolio. Condición sine qua non para la aparición de los precios de monopolio es que haya cierto bien monopolizado. Si no se detrae del mercado cantidad alguna de dicho bien m, jamás puede el empresario proceder a la sustitución de los precios competitivos por los de monopolio.
El beneficio empresarial no guarda relación alguna con los monopolios. Si al empresario le resulta posible vender a precios de monopolio, su privilegiada situación deriva de que monopoliza el factor m. La específica ganancia monopolística brota de la propiedad de m, no de las actividades típicamente empresariales del interesado.
Supongamos que una avería deja a cierta localidad durante varios días sin suministro eléctrico, obligando a los vecinos a alumbrarse con velas. El precio de éstas se incrementa hasta s; al precio s la totalidad de las existencias se vende. Los comerciantes en velas cosechan mayores beneficios a base de vender la totalidad de su stock al precio s. Ahora bien, es posible que dichos comerciantes se confabulen y detraigan del mercado una parte de sus existencias y vendan el resto a un precio s + t. Mientras s es precio competitivo, s + t es precio de monopolio. Sólo esa diferencia entre lo ganado por los comerciantes al vender al precio s + f y lo que hubieran ingresado vendiendo a s constituye el específico beneficio monopolista.
Es indiferente la fórmula que efectivamente apliquen los interesados para restringir las existencias puestas a la venta. La destrucción física de parte de las mismas es un comportamiento clásico de los monopolistas. A ella, no hace mucho, recurría el gobierno brasileño quemando grandes cantidades de café. Ahora bien, el mismo efecto puede conseguirse dejando de utilizar una parte de las existencias.
Mientras el beneficio no puede aparecer en la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme, los precios de monopolio y las típicas ganancias monopolísticas encajan perfectamente en dicha construcción.
5. Cuando las existencias de un cierto bien m son poseídas no por una única persona, empresa, entidad o institución, sino por diversos propietarios que aspiran a vender su mercancía a precio monopolístico, los interesados tienen que llegar entre sí a un acuerdo (generalmente denominado cartel, si bien en América se suele en este caso hablar de conspiratiori), acuerdo por el que cada uno de los intervinientes se compromete a no ofrecer más de una cierta cantidad del bien m en el mercado. La nota característica de todo cartel es precisamente esa fijación de cuotas a los distintos vendedores. La habilidad del organizador de un cartel consiste en lograr que los participantes se avengan a respetar sus respectivas cuotas. El cartel se desintegra en cuanto los asociados se despreocupan de ello. Se convierte entonces en mera palabrería cuanto digan en el sentido de que desean cobrar precios más altos por su mercancía.
El intervencionismo económico —el proteccionismo, por citar un ejemplo— es el gran generador de precios monopolísticos. Cuando los propietarios de m, por unas u otras razones, no se aprovechan de las circunstancias del mercado que les permitirían implantar un precio de monopolio, los gobiernos no suelen dudar en intervenir con miras a implantar lo que los americanos denominan «restringir el comercio». Los órganos administrativos obligan a los propietarios de m —dueños, por lo general, de terrenos, minas o pesquerías— a limitar su producción. Ejemplos sobresalientes de esta actividad estatal nos los brindan, en la esfera nacional, el gobierno americano con su política agrícola y, en la esfera internacional, esos tratados eufemísticamente denominados «acuerdos intergubernamentales de control de mercancías» (Intergovernmental Commodity Control Agreements). Se ha inventado con este motivo un nuevo léxico. Tras la equívoca expresión «evitación de excedentes» se oculta una restricción consciente de la producción, con su inevitable consecuencia de dejar desatendida la demanda de una parte de los consumidores. En este mismo sentido, se considera mera «estabilización de precios» el encarecido coste que los compradores, restringida la producción, han de pagar en adelante. Es evidente que la mayor producción de m no aparece como un «surplus» a los ojos de quienes habrían de consumirla; también es evidente que éstos habrían preferido un precio inferior a la «estabilización» de precios más altos.
6. El concepto de competencia no exige que haya multitud de entidades que pugnan entre sí. La competencia, en definitiva, se plantea siempre entre dos individuos o dos empresas, por muchos que sean los que, en un principio, entraran en la liza. Desde un punto de vista praxeológico, la competencia entre unos pocos en nada se diferencia de la competencia entre muchos. Jamás nadie ha supuesto que las pugnas electorales resulten menos competitivas en aquellos países donde sólo hay dos partidos políticos que donde éstos son numerosos. Sin embargo, el número de competidores puede tener cierto interés en el caso de los carteles, ya que puede hacer más o menos difícil llegar al necesario acuerdo limitativo de las ventas.
7. Cuando el vendedor puede incrementar sus beneficios netos restringiendo las ventas y aumentando el precio por unidad vendida, normalmente hay varios precios de monopolio que puede aplicar. Por lo general, uno de esos precios de monopolio proporciona los mayores beneficios netos. Pero también puede suceder que varios de los repetidos precios de monopolio resulten lucrativos para el monopolista. Podemos denominar a este o a estos precios de monopolio que mayor ganancia implican el precio o los precios óptimos de monopolio.
8. El monopolista no sabe de antemano cómo reaccionarán los consumidores ante el alza del precio. Ha de recurrir al sistema de la prueba y el error para averiguar si un bien monopolizado puede ser vendido, con ventaja para el interesado, a algún precio superior al competitivo y, en caso afirmativo, cuál entre los varios precios de monopolio posibles es el precio de monopolio óptimo o uno de los precios óptimos de monopolio. Todo esto, en la práctica, es mucho más difícil de lo que el economista supone cuando, al trazar sus curvas, atribuye al monopolista una visión extraordinaria. Como condición previa, ineludible para que puedan surgir los precios de monopolio, el teórico ha de presuponer siempre la capacidad del monopolista para descubrir tales precios.
9. Caso particular es el del monopolio incompleto. La mayor parte de las existencias disponibles son propiedad de un monopolista; el resto de dichas existencias corresponde a una o a varias personas que no están dispuestas a cooperar con él en la restricción de las ventas y la implantación de los precios de monopolio. La oposición de esos terceros no impide, sin embargo, la aparición de los precios de monopolio en el caso de que la porción p1 controlada por el monopolista sea suficientemente grande en comparación a las existencias p2 controladas por aquéllos. Imaginemos que la totalidad de las existencias (p = p1 + p2) puede ser vendida al precio unitario c y que unas existencias p - z igualmente pueden ser colocadas al precio de monopolio d. Si d(p1 - z) es mayor que cp1, interesa al monopolista restringir sus ventas, independientemente de lo que hagan aquellos terceros poseedores del bien en cuestión. Pueden éstos seguir vendiendo al precio c o también pueden elevarlo hasta d. Lo único que importa es que los terceros no están dispuestos a reducir en nada las cantidades por ellos vendidas. Toda la reducción necesaria en las ventas ha de ser soportada por el poseedor de p1. Tal circunstancia influirá en los planes de este último, y lo más probable es que aparezca un precio de monopolio distinto del que habría surgido en el caso de un monopolio completo[15].
10. Los duopolios y oligopolios no suponen tipos especiales de precios de monopolio; son tan sólo específicos sistemas que permiten implantar precios de monopolio. En estos supuestos, la totalidad de las existencias está distribuida entre dos o más personas, las cuales desean vender a precios de monopolio restringiendo convenientemente sus respectivas ventas totales. Sin embargo, esta gente, por la razón que fuere, no actúa de consuno. Cada uno procede con total independencia, sin llegar a ningún acuerdo, tácito ni expreso, con sus competidores; pero a todos les consta que sus rivales desean provocar una restricción monopolística de las propias ventas con miras a cobrar mayores precios unitarios y cosechar así las ganancias monopolísticas. Cada uno de dichos interesados vigila celosamente a los demás, procurando acomodar su actuación a la ajena. Se plantea una serie de acciones y reacciones, un mutuo pretender engañarse, cuyo resultado dependerá de la respectiva sagacidad personal de los contrincantes. Duopolistas y oligopolistas persiguen doble objetivo: de un lado, pretenden hallar el precio de monopolio que resulte más lucrativo para ellos y, de otro, se afanan por echar la carga que la restricción de la venta supone sobre las espaldas de sus competidores. Precisamente porque no acuerdan la proporción en que cada uno deba reducir sus ventas es por lo que no actúan de común acuerdo, como lo harían los miembros de un cartel.
No se debe confundir el duopolio y el oligopolio con el monopolio incompleto, ni con aquella pugna que el interesado desata con miras a implantar su propio monopolio. En el caso del monopolio incompleto, sólo el grupo monopolista está dispuesto a restringir las ventas para implantar el precio de monopolio; los demás vendedores rechazan toda disminución en su respectiva cuota. Duopolistas y oligopolistas, en cambio, desean unánimemente detraer del mercado parte de las existencias. Igualmente, cuando se trata de echar abajo los precios (price slashing), el grupo A aspira a conquistar una posición de monopolio completo o incompleto forzando a sus competidores integrantes del grupo B a abandonar la palestra. Los primeros rebajan los precios haciéndolos ruinosos para sus más débiles contrincantes. Tal vez, el grupo A también sufra pérdidas; ahora bien, puesto que dispone de medios para soportar, durante más tiempo, dichos quebrantos, confía en que posteriormente recuperará tales pérdidas gracias a las mayores ganancias monopolísticas futuras. Todo esto, sin embargo, nada tiene que ver con los precios de monopolio. Se trata simplemente de argucias empleadas para llegar a conquistar determinadas posiciones monopolísticas.
Cabe dudar si duopolios y oligopolios pueden darse en la práctica. Lo normal, en efecto, sería que las partes interesadas pronto llegaran a un acuerdo, al menos tácito, en lo que respecta a su respectiva reducción de la venta.
11. El bien monopolizado cuya parcial exclusión del mercado permite la implantación de los precios de monopolio puede ser un bien del orden inferior o del orden superior, es decir, un factor de producción. También puede consistir en el control de un determinado conocimiento técnico requerido por cierta producción, es decir, en controlar determinada «fórmula». Las fórmulas, por lo general, son bienes libres, ya que su capacidad para producir los efectos deseados es ilimitada. Sin embargo, se convierten en bienes económicos cuando son objeto de monopolio y se puede restringir su utilización. El precio pagado por los servicios que una fórmula cualquiera puede proporcionar es siempre un precio de monopolio. Es indiferente que se restrinja el aprovechamiento de la fórmula al amparo de circunstancias institucionales —patentes, derechos de autor— o por el carácter secreto de la misma que los demás son incapaces de descubrir.
El complementario factor de producción cuya monopolización permite la implantación de los precios de monopolio puede también consistir en la intervención de cierta persona en la producción de determinada mercancía; si los consumidores atribuyen particular importancia a esta intervención, tal mercancía cobra especial valor. El supuesto puede darse, ya sea por la naturaleza particular del bien o servicio en cuestión, ya sea en virtud de medidas institucionales tales como la legislación atinente a la propiedad industrial. Son múltiples las razones por las cuales los consumidores pueden valorar especialmente la intervención de esa persona o entidad. Tal vez se trate de un amplio margen de confianza conquistado gracias a la anterior ejecutoria del sujeto[16]; puede tratarse de errores o prejuicios sin base; de los dictados de la moda; de creencias mágicas o metafísicas que personas más preparadas tal vez ridiculicen. La composición química y el efecto fisiológico de determinado fármaco registrado posiblemente sea idéntico al de los demás productos similares. Ahora bien, si el adquirente concede particular importancia a la etiqueta en cuestión y está dispuesto a pagar precios superiores por ese producto, el vendedor del mismo puede exigir precios de monopolio, siempre y cuando la configuración de la demanda sea propicia.
El monopolio que permite al monopolista restringir la oferta sin que nadie contrarreste su actuación ampliando la producción también puede consistir en la mayor productividad del factor que aquél utiliza comparativamente a la productividad del de sus competidores. Si la diferencia entre una y otra capacidad productiva es tal que autoriza la aparición del precio de monopolio, estamos ante lo que se puede denominar un monopolio marginal[17].
Analicemos los monopolios marginales fijando la atención en el caso más frecuente en las condiciones actuales. Las tarifas proteccionistas en ciertas condiciones, pueden generar precios de monopolio. Atlantis decreta una tarifa t contra la importación de la mercancía p, cuyo precio en el mercado mundial es s. Si el consumo de p en Atlantis, precio s + t, es a y la producción nacional de p es b, siendo b menor que a, resulta que los costes del expendedor marginal son iguales a s + t. Los fabricantes de p en Atlantis pueden vender la totalidad de su producción al precio de s + t. La protección arancelaria, en tal caso, es efectiva e impele a ampliar en el mercado interior la fabricación de p por encima de b, hasta llegar a una producción ligeramente inferior que a. Ahora bien, si b es mayor que a, las cosas cambian. Cuando la producción b es tal que, incluso al precio s, el consumo interior no la absorbe en su totalidad, de tal suerte que una parte de la misma ha de ser exportada y vendida en el extranjero, la tarifa de referencia ya no influye en el precio de p. Tanto en el mercado interior como en el mundial el precio de p no varía. Sin embargo, esa tarifa, al discriminar entre la producción nacional y la extranjera de p, concede a los industriales de Atlantis un privilegio que éstos pueden aprovechar para implantar una situación monopolística, siempre y cuando concurran determinadas circunstancias. Si se puede hallar entre s y s + t un precio de monopolio, resulta lucrativo para estos últimos formar un cartel. El cartel vende en el mercado interior a precio de monopolio, colocando el sobrante de la producción en el mercado extranjero al precio de competencia mundial. Comoquiera que aumenta la cantidad de p ofertada en el mercado mundial a consecuencia de la restringida venta realizada en Atlantis, el precio de competencia exterior desciende de s a s1. Por tanto, para que pueda implantarse el precio de monopolio en el mercado nacional es preciso que los beneficios a derivar de la venta en el extranjero no se reduzcan hasta el punto de absorber íntegramente las ganancias monopolísticas cosechadas en el país.
A la larga, el cartel nacional no puede mantener su posición monopolística si para todos es libre el acceso a la producción en cuestión. El factor monopolizado cuya utilización el cartel restringe (por lo que al mercado interior se refiere) mediante los precios de monopolio puede ser igualmente producido por cualquier nuevo inversor que monte la correspondiente industria en el interior de Atlantis. El moderno mundo industrial registra una permanente tendencia al progreso técnico, de tal suerte que la instalación más moderna goza, por lo general, de superior productividad comparada con los establecimientos más antiguos y produce a inferior coste medio. Por tanto, el incentivo para ese nuevo inversor potencial es doble. No sólo puede cosechar las ganancias monopolísticas que disfrutan los asociados en el cartel, sino que además podrá superar a estos últimos gracias a sus menores costes de producción. Circunstancias institucionales vienen ahora en ayuda de los antiguos fabricantes que forman el cartel. La legislación de patentes les concede un monopolio legal que nadie puede enervar. Es cierto que sólo una parte de su proceso productivo podrá ampararse en la patente. Pero el competidor, a quien se prohíbe servirse de esos procedimientos y producir los correspondientes artículos, tal vez se vea tan gravemente perjudicado que haya de renunciar a integrarse en la industria cartelizada. El poseedor de una patente goza de un monopolio legal que, si las demás circunstancias son propicias, puede permitirse la implantación de precios de monopolio. La patente, independientemente de la esfera que efectivamente cubra, puede proporcionar también interesantes servicios subsidiarios por lo que se refiere a la implantación y mantenimiento de un monopolio marginal, cuando las circunstancias institucionales favorecen la aparición del mismo.
Podemos admitir que determinados carteles mundiales subsistirían aun en ausencia de aquellas interferencias gubernamentales por las que muchos otros bienes han llegado a estar monopolizados. Hay mercancías, por ejemplo los diamantes y el mercurio, cuyas fuentes de aprovisionamiento están ubicadas en determinadas localidades. Los propietarios de los yacimientos fácilmente pueden asociarse para actuar de común acuerdo. Sin embargo, tales carteles cubrirían un mínimo porcentaje de la producción mundial. Su importancia económica sería despreciable. La gran importancia que hoy en día han cobrado los carteles se debe a la política intervencionista adoptada por todas las naciones. El gran problema de los monopolios con el que la humanidad hoy se enfrenta no lo ha producido el funcionamiento del mercado, sino que es fruto de deliberadas actuaciones gubernamentales. Contrariamente a lo que la demagogia proclama, no es un vicio típico del capitalismo. Es, en cambio, la ineludible consecuencia de políticas hostiles al capitalismo que precisamente aspiran a sabotear y enervar su funcionamiento.
El país clásico de los carteles fue siempre Alemania. Durante las últimas décadas del siglo XIX, el Reich alemán se lanzó a un vasto plan de Sozialpolitik. Se pretendía elevar los ingresos y el nivel de vida de los asalariados mediante esas diversas medidas que integran la denominada legislación social, el tan alabado «plan Bismarck» de seguros sociales y la fuerza y la coacción sindical dedicada a incrementar los salarios. Los partidarios de tal política desdeñaron las advertencias de los economistas, afirmando que las leyes económicas son un mito.
Lo que en realidad sucedió fue que la Sozialpolitik elevó los costes alemanes de producción. Todo progreso en la llamada legislación social y toda huelga triunfante implicaba una nueva cortapisa a la actuación de los empresarios alemanes. Cada vez les resultaba a éstos más difícil luchar contra la competencia extranjera, la cual no veía incrementados sus costes de producción por los sucesos internos de Alemania. Si ésta hubiera podido renunciar a la exportación, limitándose a producir exclusivamente para el mercado interior, una tarifa proteccionista habría amparado a aquellos industriales contra la creciente dureza de la competencia extranjera. La industria alemana habría podido entonces exigir mayores precios. Las ganancias que el asalariado derivaba de la legislación social y de la acción sindical se habrían esfumado porque habría tenido que pagar precios más altos por sus adquisiciones. Los salarios reales habrían subido sólo si los empresarios hubieran logrado mejorar los procedimientos empleados e incrementar la productividad del trabajo. Pero el peligro de la Sozialpolitik se habría disimulado gracias a la tarifa proteccionista.
Pero Alemania, ahora y ya en los tiempos en que Bismarck inauguraba su política social, fue siempre un país predominantemente industrial. Se exportaba una parte muy importante de la producción. Tales exportaciones permitían a los alemanes adquirir los productos alimenticios y las materias primas imposibles de producir en Alemania, nación relativamente superpoblada y de escasos recursos naturales. Este hecho no podían cambiarlo las tarifas proteccionistas. Sólo los carteles podían liberar a Alemania de las catastróficas consecuencias que aquella política «progresista» había de tener. Los carteles impusieron precios de monopolio en el interior, mientras se vendía más barato en el extranjero. La aparición de los carteles es consecuencia ineludible de toda política social «progresista» aplicada en zonas industriales que necesitan vender al extranjero. Los carteles, naturalmente, no salvaguardan aquellos ilusorios beneficios sociales que los políticos laboristas y los jefes sindicales prometen a los asalariados. No hay medio de elevar los salarios de los trabajadores en su conjunto más allá del nivel que determina la productividad de cada trabajo. Mediante los carteles lo único que se logró fue desvirtuar el alza aparente de los salarios, incrementando los precios del mercado interior. De momento, al menos, pudo evitarse el más funesto efecto de toda política de salarios mínimos, es decir, el desempleo masivo.
Cuando se trata de industrias a las cuales no les basta el mercado nacional, de tal suerte que se ven obligadas a colocar una parte de su producción en el extranjero, la función de la tarifa proteccionista estriba —en esta época de permanente intervencionismo estatal— en permitir la implantación de un monopolio en el mercado doméstico. Cualesquiera que hayan sido los fines perseguidos y los efectos provocados en épocas pasadas por las tarifas, actualmente tan pronto como una nación exportadora pretende elevar los ingresos de asalariados y agricultores por encima del nivel potencial del mercado, no tiene más remedio que recurrir a arbitrismos que generan los precios nacionales de monopolio. El poder del gobernante queda limitado al territorio sujeto a su soberanía. Puede la autoridad elevar los costes internos de producción, pero no puede forzar al comprador extranjero a pagar los incrementados precios que de esta suerte resultan. Si no se quiere paralizar el comercio de exportación, es inevitable concederle los oportunos subsidios. Dichos subsidios pueden ser abierta y francamente financiados por el erario o bien cargados a los consumidores, obligando a éstos a pagar los precios de monopolio impuestos por el cartel.
Los partidarios del intervencionismo suponen que el «estado» puede beneficiar en el marco del mercado a determinados grupos mediante un mero fiat. Esa supuesta potencialidad estatal estriba precisamente en la capacidad del gobernante para generar situaciones monopolísticas. Los beneficios monopolísticos permiten financiar las «conquistas sociales». Cuando dichos beneficios no bastan, las diversas medidas intervencionistas adoptadas paralizan el funcionamiento del mercado; hace su aparición la depresión, el paro masivo, el consumo de capital. Resulta así evidente por qué con tanta fruición buscan los gobernantes contemporáneos el monopolio en todas aquellas esferas que, de una forma u otra, se relacionan con el comercio de exportación.
Cuando la autoridad no logra alcanzar de modo disimulado sus pretensiones monopolísticas, recurre a la acción directa. El gobierno de la Alemania imperial impuso coactivamente los carteles del carbón y de la potasa. El New Deal americano, por la oposición con que tropezó en los medios industriales, hubo de abandonar su pretensión de organizar toda la gran industria del país sobre la base de carteles obligatorios. Mejor le fue, sin embargo, en algunos importantes aspectos de la agricultura, logrando imponer medidas restrictivas de la producción a cuyo amparo podían florecer los precios de monopolio. A través de numerosos tratados internacionales concertados entre los más importantes países, se aspira a implantar precios mundiales de monopolio por lo que se refiere a diversas materias primas y artículos alimenticios[18]. Incluso las Naciones Unidas están formalmente comprometidas a mantener tales políticas.
12. Conviene ver esta política de los gobiernos contemporáneos como un fenómeno uniforme para comprender mejor las razones subyacentes que la impulsan. Desde un punto de vista cataláctico dichos monopolios no son todos iguales. Los carteles contractuales que el empresariado concierta, impelido por la protección arancelaria, son supuestos que pueden encuadrarse entre los monopolios marginales. Por el contrario, cuando el gobierno impone directamente los precios de monopolio, estamos ante el llamado monopolio de licencia. El factor de producción cuya restricción permite la aparición del precio de monopolio es una licencia legalmente exigida a todo aquél que pretenda suministrar a los consumidores[19].
Tales licencias pueden autorizarse de diversos modos:
a) La licencia es concedida a quienquiera que la solicite. Esto equivale a que no sea precisa licencia alguna.
b) La licencia se otorga únicamente a determinadas personas. Queda, desde luego, restringida la competencia. Ahora bien, los precios de monopolio sólo pueden surgir si dichos favorecidos actúan de común acuerdo y la configuración de la demanda resulta propicia.
c) La licencia se concede a una sola persona o entidad. Tal sujeto privilegiado, el poseedor de una patente o un copyright, por ejemplo, es un monopolista. Si la configuración de la demanda es la oportuna y el interesado se propone derivar beneficios monopolísticos de su situación, se halla plenamente capacitado para demandar precios de monopolio.
d) El derecho otorgado por la licencia queda cuantitativamente tasado. Cada uno de los solicitantes puede tan sólo producir o vender una determinada cantidad a fin de que no sean perturbados los planes de la autoridad. En tal supuesto es el gobierno quien implanta el precio de monopolio.
También hay casos en los cuales el gobernante establece un monopolio con fines fiscales. Los beneficios monopolísticos van a parar a las arcas del Tesoro. Numerosos gobiernos europeos tienen monopolizado el comercio del tabaco. También han sido objeto de monopolio, en diversos supuestos, la sal, las cerillas, el telégrafo y el teléfono, las emisiones radiofónicas, etc. El gobierno disfruta actualmente sin excepción del monopolio sobre los servicios postales.
13. El monopolio marginal no tiene por qué ampararse siempre en factores institucionales, tales como las tarifas proteccionistas. También puede fundarse en la diferente fertilidad o productividad de determinados factores de producción.
Ya anteriormente se hacía notar que es un grave error hablar de un monopolio de la tierra y referirse a los precios de monopolio y a las ganancias monopolísticas al tratar de los precios agrícolas y de la renta de la tierra. Siempre que históricamente han aparecido precios de monopolio en los productos del campo, se ha tratado de monopolios de licencia amparados por la legislación estatal. Esto no significa negar que la diferente feracidad de la tierra podría generar también precios de monopolio. Si la diferencia entre la fertilidad de la tierra más pobre de las cultivadas y la más feraz de las todavía no explotadas fuera tal que los propietarios de las primeras pudieran hallar un lucrativo precio de monopolio, cabríales a éstos, dentro de ese margen, restringir la producción, actuando siempre de consuno, e implantar los precios de monopolio. La realidad, sin embargo, es que las circunstancias materiales de la explotación agrícola no se ajustan a tales supuestos. Precisamente por eso es por lo que los agricultores, deseosos de implantar precios de monopolio, no actúan por su propia cuenta y, en cambio, exigen el intervencionismo estatal.
En el terreno de la minería las circunstancias son más propicias para la implantación de precios monopolísticos basados en un monopolio marginal.
14. Se ha proclamado una y otra vez que la reducción de costes generada por la producción en gran escala desata una tendencia a la implantación de precios de monopolio en la industria manufacturera. Tal monopolio, con arreglo a nuestra terminología, sería un monopolio marginal.
Antes de entrar en el análisis de este tópico conviene destacar la importancia que un aumento o disminución de los costes unitarios medios de producción tiene en los cálculos del monopolista que pretende implantar un precio de monopolio lucrativo. Supongamos que el propietario de determinado factor complementario de producción, una patente por ejemplo, se dedica a producir la mercancía p. Si el coste medio de producción de una unidad de p, independientemente de la existencia de la patente, disminuye al aumentar la producción, el monopolista tiene que ponderar esta circunstancia, contrastándola con aquellas ganancias que espera cosechar mediante la restricción de la producción. En cambio, si el coste de producción unitario se reduce al restringir la producción total, el incentivo a la actuación monopolista se ve reforzado. De ahí que la reducción del coste medio que la producción en gran escala lleva normalmente aparejada en modo alguno favorezca la aparición de los precios de monopolio, sino todo lo contrario.
Lo que realmente quieren decir quienes achacan la proliferación de los precios de monopolio a las economías derivadas de la producción en gran escala es que la mayor eficiencia de la producción masiva dificulta o incluso imposibilita la competencia de la industria pequeña. La gran planta fabril, aseguran, puede impunemente implantar precios de monopolio, porque sus modestos contrincantes no pueden luchar contra ella. Evidentemente, en muchas ramas industriales sería un disparate pretender producir a los encarecidos costes propios de la industria poco desarrollada. Una moderna fábrica de tejidos no tiene por qué temer la competencia de imperfectos y anticuados talleres; sus rivales son siempre establecimientos similarmente equipados. Ahora bien, ello en modo alguno faculta a aquélla para vender a precio de monopolio. La competencia igualmente se plantea entre las grandes industrias. Si la mercancía producida se vende a precios de monopolio, la razón hay que buscarla en la existencia de patentes, en la monopolizada propiedad de minas u otras fuentes de primeras materias, o en la aparición de carteles basados en tarifas proteccionistas.
No se debe nunca confundir el monopolio con los precios de monopolio. El primero carece de importancia cataláctica si no da lugar a los segundos. Los precios de monopolio son relevantes única y exclusivamente porque enervan la supremacía de los consumidores, viniendo el interés privado del monopolista a suplantar el interés del público. Estos precios de monopolio son el único caso, dentro de la economía de mercado, en que la diferencia entre producción para el lucro (production for profit) y producción para el consumo (production for use) cobra cierto sentido, siempre que no se olvide que las ganancias monopolísticas nada tienen en común con los beneficios empresariales propiamente dichos. Esas ganancias no pueden encuadrarse en lo que catalácticamente se entiende como beneficio del empresario; son simplemente un aumento del precio cobrado por los servicios que determinados factores de producción —de orden material o meramente institucionales— pueden reportar. Cuando empresarios y capitalistas, en ausencia de circunstancias monopolísticas, se abstienen de ampliar cierta producción porque las perspectivas de otros negocios resultan más atractivas, en modo alguno contrarían la voluntad de los consumidores. Se atienen precisamente a lo que les ordena la demanda reflejada por el mercado.
Prejuicios de índole política han provocado confusión en el análisis del problema de los monopolios, impidiendo que se prestara la debida atención a los aspectos más importantes de la cuestión. Al enfrentarse con los precios de monopolio, cualesquiera que sean, es preciso averiguar, ante todo, qué circunstancias impiden a la gente competir con el monopolista. Por tal cauce, es fácil advertir el enorme influjo que, en la aparición de los precios de monopolio, han tenido los factores institucionales. Carece de sentido divagar sobre supuestas conspiraciones urdidas entre las empresas americanas y los carteles alemanes. Cuando el americano quería producir determinado artículo protegido por una patente alemana, la propia ley americana le obligaba a llegar a un acuerdo con la correspondiente empresa germánica.
15. Caso especial es el llamado monopolio ruinoso (failure monopoly).
Determinados capitalistas invirtieron en el pasado sus fondos en cierta planta industrial proyectada para la fabricación de la mercancía p. Más tarde resultó que tal inversión era ruinosa. Cabía exigir por p sólo precios tan bajos que ningún beneficio producía el inconvertible equipo dedicado a tal explotación. Dicha inversión era pura pérdida. Sin embargo, esos bajos precios permitían obtener un razonable rendimiento del capital no fijo (capital circulante) dedicado a la producción de p. Si esa pérdida en el capital fijo invertido se reflejara debidamente en la reducción de capital, ese reducido capital empleado en el negocio sería rentable, hasta el punto de que sería un nuevo error abandonar por completo la producción. El establecimiento industrial en cuestión, con su reducido capital, podía trabajar a plena capacidad, produciendo la cantidad q de la mercancía p para venderlo al precio unitario s.
Ahora bien, puede darse el caso de que la empresa pueda obtener beneficios monopolísticos a base de restringir la producción a la cantidad q/2 y exigir entonces por cada unidad de p un precio 3s. Así las cosas, el capital ya invertido en el activo inconvertible no aparece como una pérdida total. Produce un modesto rédito, el beneficio monopolístico.
La empresa vende a precios monopolísticos y deriva ganancias monopolísticas; ahora bien, el conjunto del capital desembolsado produce muy poco en comparación a lo que sus propietarios habrían ganado si lo hubieran invertido en otras ramas industriales. La empresa detrae al mercado los servicios que la no empleada capacidad productiva de su activo inmovilizado podría proporcionar; pero le resulta más lucrativo restringir la producción. Quedan así desatendidos los deseos del público. La gente estaría mejor servida si los capitalistas no hubieran incurrido en el error de inmovilizar una parte del capital existente en la producción de p. Naturalmente, p no se produciría. Pero, en cambio, los consumidores disfrutarían de aquellas otras mercancías de las cuales ahora han de prescindir en razón a que el capital necesario ha sido dilapidado en el montaje de la planta industrial productora de p. Cometido ya tal irreparable error, los consumidores, sin embargo, preferirían disponer de mayores cantidades de p, pagando por las mismas el potencial precio competitivo de mercado, es decir, el precio unitario s. La empresa que restringe la cantidad de capital no fijo empleado en la producción de p no se ajusta ciertamente a los deseos del público. Dicha suma, desde luego, no deja de ser invertida en algo. Se dedica a otras producciones, que podemos denominar m. Sin embargo, dadas las circunstancias concurrentes, los consumidores preferirían un incremento de la cantidad disponible de p antes que una ampliación de la producción de m. Buena prueba de ello es que, si no hubiera una restricción monopolística de la producción de p, como acontece en el caso supuesto, resultaría más rentable ampliar la producción en la cantidad q vendiéndola al precio s que fabricar aquella supletoria mercancía m.
Conviene distinguir aquí dos aspectos. Primero, los precios de monopolio pagados por los adquirentes son inferiores al coste total de la producción de p, si se tiene en cuenta la totalidad de la inversión realizada. Segundo, los precios de monopolio de la empresa son tan exiguos que no permiten considerar a ésta como una buena inversión. Sigue siendo negocio ruinoso. Precisamente por eso la empresa puede mantener su posición monopolística. Nadie quiere operar en dicho terreno, ya que la producción de p provoca pérdidas.
El monopolio ruinoso no es una mera construcción teórica. Hoy en día se da, por ejemplo, en algunas explotaciones ferroviarias. Conviene, sin embargo, guardarse contra el error de suponer que siempre que nos tropezamos con alguna capacidad productiva inaprovechada estamos ante un monopolio ruinoso. Aun en ausencia de toda organización monopolística, puede ser más lucrativo dedicar el capital circulante a otros cometidos antes que a la ampliación de la producción hasta el límite permitido por el equipo instalado inconvertible; en tal caso, dicha restricción se ajusta precisamente a la situación del mercado competitivo y a los deseos del público.
16. Los monopolios locales, por regla general, tienen un origen institucional. Sin embargo, también puede el mercado libre generar monopolios locales. A veces, el monopolio institucional se ingenia para luchar contra otro monopolio ya existente o cuya aparición es fácilmente previsible, sin interferencia estatal alguna en la marcha del mercado.
La clasificación cataláctica de los monopolios locales debe distinguir tres categorías entre los mismos: el monopolio marginal local, el monopolio de espacio limitado (limited space monopoly) y el monopolio de licencia.
El monopolio marginal local se caracteriza por el hecho de que la barrera que impide a terceros competir en el mercado local y romper el monopolio de los vendedores locales es la relativa incidencia de los costes de transporte. No se necesita ninguna tarifa para conceder una protección parcial a una empresa que tenga cerca todas las fuentes de materias primas necesarias para la producción, por ejemplo, ladrillos, contra un competidor cuyas instalaciones se hallen alejadas del centro en cuestión. El coste del transporte proporciona al primero un margen dentro del cual, si la configuración de la demanda resulta apropiada, puede hallar un lucrativo precio de monopolio.
Hasta aquí, el monopolio marginal local, desde un punto de vista cataláctico, no se diferencia de los demás monopolios marginales. Sin embargo, lo que le convierte en un caso particular merecedor de un estudio separado es su capacidad para afectar a la renta de la tierra, de un lado, y a la expansión urbanística, de otro.
Supongamos que una determinada zona A, que ofrece condiciones favorables para la ampliación urbana, se halla sometida a precios de monopolio en los materiales de construcción. Por tanto, los costes de la construcción son más elevados de lo que serían en ausencia de dicho monopolio. No hay razón alguna para que quienes ponderan los pros y los contras de establecerse en dicha localidad, ya sea para vivir o para comerciar, se avengan a pagar mayores precios al adquirir o arrendar sus viviendas o locales comerciales. Estos precios están determinados, por un lado, por los precios vigentes en otras zonas y, por otro, por las ventajas que establecerse en A supone en comparación con otras ubicaciones. El mayor coste de la construcción no afecta a los precios; su incidencia recae sobre la renta de los terrenos. Son los propietarios de solares los que soportan las consecuencias de los beneficios monopolísticos de los vendedores de materiales de construcción. Tales beneficios absorben los que en otro caso percibirían los propietarios de terrenos. Aun en el —no muy probable— caso de que la demanda de viviendas y locales sea tal que permita a los propietarios de terrenos exigir precios de monopolio al vender o al arrendar, los precios de monopolio de los materiales de construcción perjudican exclusivamente a los propietarios de terrenos, nunca a los compradores o arrendatarios de inmuebles.
El que las ganancias monopolísticas las soporte exclusivamente el precio de los terrenos urbanísticos no significa que aquéllas no perjudiquen al crecimiento de la localidad. Retrasan su expansión al demorar el aprovechamiento de los terrenos. Se demora el momento en que al propietario de una parcela urbanizable le resulte más lucrativo detraerla de la explotación agrícola o de algún otro empleo de carácter no urbanístico y aprovecharla para la construcción.
Ahora bien, frenar el crecimiento de una localidad es siempre un arma de dos filos. Son dudosas las ganancias del monopolista. En efecto, no puede éste nunca saber si las circunstancias futuras inducirán o no a la gente a instalarse en la zona A mencionada, zona que constituye el único mercado de sus productos. Uno de los atractivos que tiene la ciudad para quienes en ella piensan instalarse es el tamaño de la misma y el número de sus moradores. La industria y el comercio tienden siempre hacia los centros populosos. Si el actuar del monopolista retrasa el crecimiento de la localidad, puede inducir a la gente a instalarse en otros lugares. Tal vez esté perdiendo una óptima oportunidad que jamás vuelva a presentársele. Es muy posible que esté sacrificando beneficios futuros, incomparablemente superiores, por unas reducidas ganancias a corto plazo.
Es, pues, dudoso que efectivamente se beneficie a la larga el propietario de un monopolio marginal local al pretender vender a precios monopolísticos. Lo más lucrativo para él, por lo general, es discriminar entre compradores mediante el precio. En efecto, puede vender a precios más elevados cuando se trata de obras en las zonas más céntricas y a precios inferiores para proyectos ubicados en el extrarradio. El ámbito del monopolio marginal local es mucho más modesto de lo que generalmente se supone.
El monopolio de espacio limitado surge cuando las circunstancias físicas reducen de tal manera el campo de actuación que en él sólo pueden operar una o muy pocas empresas. El monopolio aparece cuando existe una sola entidad o cuando las escasas firmas que efectivamente operan actúan de común acuerdo.
Es posible que dos compañías de tranvías en competencia atiendan el servicio de unas mismas calles. No era raro antes que dos o más compañías se dedicaran a suministrar el gas, la electricidad o el servicio telefónico de determinada comunidad. Sin embargo, aun en tales casos excepcionales, la competencia nunca es muy efectiva. La limitación espacial genera, de uno u otro modo, el monopolio.
En la práctica, el monopolio de espacio limitado está estrechamente relacionado con el monopolio de licencia. En el ámbito de los servicios públicos resulta prácticamente imposible operar sin previa autorización de las autoridades municipales que controlan el uso de las calles y el subsuelo. Aun en el caso de que legalmente no se precise tal permiso, los interesados tienen que llegar a los oportunos acuerdos con el Ayuntamiento. El que tales convenios, desde un punto de vista legal, merezcan o no el calificativo de licencia carece de importancia a estos efectos.
Es cierto que el monopolio no tiene por qué generar siempre precios de monopolio. Depende de las circunstancias de cada caso el que una empresa de servicio público pueda o no aplicar precios monopolísticos. Podrá hacerlo en determinados casos. También puede ir contra sus propios intereses adoptar semejante política monopolística, pues tal vez ganaría más aplicando precios más bajos. Finalmente, es posible que el propio monopolista no advierta con precisión lo que realmente le conviene.
Así pues, el monopolio de espacio limitado puede dar lugar a menudo a precios monopolísticos. En tal caso, nos enfrentamos con una situación en la que el mercado no cumple sus típicas funciones democráticas[20].
La empresa privada es hoy muy impopular. La propiedad particular de los medios de producción se condena especialmente en el ámbito en que puede aparecer el monopolio de espacio limitado, aun cuando tal vez la compañía no exija precios de monopolio, sus beneficios sean escasos o incluso soporte pérdidas. Las empresas privadas de «servicios públicos» son siempre entes detestables para los políticos intervencionistas y socializantes. Los electores aprueban todo lo que las autoridades puedan hacer en perjuicio de esas compañías. Suele afirmarse que es forzoso nacionalizarlas o municipalizarlas. No se debe permitir que el particular se lucre con beneficios monopolísticos. En todo caso, éstos deben ser canalizados hacia el erario público.
El resultado de la política nacionalizadora y municipalizadora de las últimas décadas ha dado lugar a pérdidas cuantiosas, servicios deficientes y corrupción administrativa. Cegada por sus prejuicios anticapitalistas, la gente condona tal deficiencia y corrupción y durante mucho tiempo se ha despreocupado del fracaso financiero. Pero este fracaso es uno de los factores que más han contribuido a la actual crisis del intervencionismo[21].
Se suele caracterizar la política sindical como un esquema monopolístico que pretende suplantar los salarios competitivos por otros de tipo monopolístico. Ahora bien, los sindicatos normalmente no pretenden implantar salarios monopolísticos. El sindicato sólo aspira a restringir la competencia en su propia rama laboral, con miras a elevar los salarios de sus miembros. Pero la restricción de la competencia no debe confundirse con los precios de monopolio. Lo característico de estos últimos es que, vendiendo sólo una parte p de las existencias totales P, se obtienen unos beneficios superiores a los que proporcionaría la venta P. El monopolista deriva beneficios monopolísticos a base de detraer del mercado la diferencia P - p. No es la importancia de tal beneficio lo que obliga a calificar dicho planteamiento de monopolístico, sino la deliberada actuación del monopolista que genera esa ganancia. El monopolista desearía aprovechar la totalidad de las existencias disponibles. Tiene interés en colocar cada unidad de su stock. Se perjudica al no venderlo todo. Pero prefiere desaprovechar una porción del stock, pues, dadas las circunstancias de la demanda, le resulta más lucrativo proceder así. Tal peculiar disposición del mercado es lo que le impele a actuar de tal suerte. El monopolio, es decir, una de las dos condiciones indispensables para que aparezca el precio de monopolio, puede ser fruto —y generalmente lo es— de una interferencia institucional en el mercado. Pero este hecho, por sí solo, no es bastante para generar los precios de monopolio. Sólo cuando se cumple una segunda condición cobra importancia la actuación monopolística.
Distinto es el planteamiento si sólo se trata de restringir la oferta. En tal supuesto, quienes provocan la restricción se desentienden de lo que pueda acontecer con la porción de las existencias que queda excluida del mercado. No les importa la suerte que corran quienes no logren colocar todas sus mercancías. Sólo se interesan por las que efectivamente aparecen en el mercado. La acción monopolística resulta lucrativa para el monopolista sólo cuando los ingresos netos obtenidos al precio de monopolio son superiores a los ingresos totales netos que el precio competitivo produciría. La actuación restrictiva, en cambio, resulta siempre ventajosa para aquellos privilegiados que logran colocar su mercancía y perniciosa para quienes quedan excluidos del mercado. Sube invariablemente el precio unitario y, por tanto, las ganancias líquidas totales del grupo favorecido. Las pérdidas que padecen los que quedan excluidos del mercado no cuentan.
Tal vez los beneficios que esos privilegiados derivan de la restricción de la competencia sean muy superiores a los que cualquier precio monopolístico les reportaría. Pero esto es ya otra cuestión. No por ello se empañan las diferencias catalácticas existentes entre una y otra actuación.
Los sindicatos tienden a alcanzar una posición monopolística en el mercado de trabajo. Pero cuando la han logrado, su política es restrictiva y no propugnan precios de monopolio. Se preocupan de restringir la oferta laboral en su campo y se desentienden de la suerte de los excluidos. Los sindicatos han logrado implantar, en toda una zona relativamente poco poblada, barreras a la inmigración, provocando así la relativa subida de los salarios. Los trabajadores extranjeros se ven obligados a permanecer en sus respectivos países donde la productividad marginal del trabajo y, por tanto, el salario es menor. De este modo queda enervada la tendencia a la igualación de los salarios que prevalece cuando el trabajo disfruta de plena movilidad internacional. Tampoco toleran en el mercado interior la competencia de obreros no agremiados, y sólo limitadamente autorizan el ingreso en su organización. Quienes no pueden acceder a la misma se ven obligados a buscar trabajos menos remunerados o a permanecer en el paro. La suerte de estos desgraciados no preocupa a los capitostes sindicales.
Aun en el supuesto de que el sindicato abone a sus miembros en situación de desempleo, gracias a las contribuciones de los compañeros que logran seguir trabajando, sumas iguales a los salarios de estos últimos, esta actuación no es una política destinada a la instauración de precios monopolísticos, pues esos miembros del sindicato en situación de desempleo no son las únicas personas perjudicadas por la acción sindical que impone salarios superiores a los de mercado. Aparte están los trabajadores no sindicados, de los que ningún sindicato se preocupa.
Los economistas matemáticos han dedicado especial atención a la teoría de los precios de monopolio. Parecería como si los mismos constituyeran un capítulo de la cataláctica más apropiado que los restantes temas económicos para ser abordado mediante el análisis matemático. Sin embargo, la utilidad de las matemáticas en esta materia es también mínima.
La economía matemática, al enfrentarse con los precios competitivos, sólo puede ofrecernos meras descripciones algebraicas reflejando diversos estados de equilibrio y diferentes aspectos de la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme. Nada nos dice sobre las acciones capaces de implantar finalmente los estados de equilibrio y el sistema de giro uniforme en caso de que no se produzca ningún cambio ulterior.
En cambio, al abordar la teoría de los precios de monopolio, la matemática se acerca algo más a la realidad de la acción. Nos muestra cómo podría el monopolista hallar el precio óptimo de monopolio, siempre y cuando dispusiera de toda la información requerida. Pero lo cierto es que el monopolista ignora la curva de la demanda. Conoce sólo determinados puntos en los cuales en el pasado se cruzaron las curvas de la demanda y de la oferta. De ahí que no pueda utilizar las fórmulas matemáticas para averiguar si puede exigir precios monopolísticos por su mercancía y, en caso afirmativo, cuál es el óptimo entre los diversos posibles. Las representaciones gráficas y matemáticas son tan inútiles en esta materia como en cualquier otro campo de la acción. Sin embargo, no puede negarse que, en este terreno, sirven al menos para esquematizar las deliberaciones del monopolista, pues no se limitan, como sucede cuando se enfrenta con los precios competitivos, a describir una mera construcción auxiliar del análisis teórico carente de efectiva existencia en el mundo real.
Los modernos economistas matemáticos han provocado honda confusión en el estudio de los precios de monopolio. Presentan al monopolista no como mero vendedor de un artículo monopolizado, sino como empresario y productor. Ahora bien, es preciso distinguir claramente la ganancia monopolística del beneficio empresarial. Aquélla sólo puede obtenerla quien vende determinada mercancía o servicio. El empresario la obtiene en cuanto puede aparecer como vendedor del artículo monopolizado, pero nunca en su calidad empresarial. Las ventajas o inconvenientes derivados del alza o la reducción del coste unitario de producción a causa de la ampliación de la producción total vienen a incrementar o a disminuir las ganancias netas del monopolista y, por tanto, influyen en su conducta. Ahora bien, el análisis cataláctico de los precios de monopolio nunca debe olvidar que los típicos beneficios monopolísticos, dejando aparte la propicia configuración de la demanda, brotan exclusivamente de la monopolización de una determinada mercancía o derecho. Sólo esta circunstancia permite al monopolista restringir la producción sin temor a que otros puedan desarticular sus proyectos ampliando la oferta. Es vano todo intento de definir las condiciones requeridas para la aparición de los precios de monopolio ponderando la configuración de los costes de producción.
No es cierto que en un mercado con precios competitivos todo productor podría también vender al precio de mercado más de lo que efectivamente vende. Esta afirmación sólo es correcta cuando concurren dos circunstancias especiales: que el fabricante A no sea el productor marginal, y que la expansión de la producción no exija incurrir en costes adicionales que luego no puedan ser recuperados al vender la mayor producción. Así las cosas, resulta que, al ampliar A su producción, el fabricante marginal debe abandonar la suya; la cantidad ofrecida al mercado no varía.
La nota característica del precio competitivo frente al precio de monopolio es que aquél es fruto de un estado de cosas bajo el cual los propietarios de bienes y servicios de cualquier orden se ven compelidos a atender del mejor modo posible los deseos de los consumidores. En el mercado competitivo no hay nada que pueda considerarse como una política de precios ingeniada por los vendedores. Éstos no tienen más remedio que vender la mayor cantidad de su mercancía al mejor precio que les sea ofrecido. El monopolista, en cambio, incrementa sus ganancias cuando detrae del mercado una parte de las existencias de que dispone y así cosecha sus beneficios monopolísticos.
Conviene reiterar que el mercado está poblado de hombres que no son omniscientes y sólo tienen un conocimiento más o menos imperfecto de las condiciones prevalentes.
El comprador debe confiar en la honorabilidad del vendedor. Incluso cuando se trata de adquirir bienes de producción, el primero, pese a que por lo general es persona perita en la materia, debe fiarse, en mayor o menor grado, de la honestidad del segundo. Tratándose de bienes de consumo, dicha relación de dependencia aún se intensifica más. En este terreno, el vendedor, por lo general, supera notablemente al comprador en el conocimiento técnico y en la perspicacia comercial. La misión del comerciante no estriba sólo en vender al cliente lo que éste le pida. Frecuentemente tiene que aconsejar cuál es la mercancía que mejor se adapta a los deseos del comprador. El tendero no es sólo un vendedor; es además un amistoso consejero. Cuando la gente acude preferentemente a determinados comercios no lo hace porque sí. Todos, en lo posible, tendemos a acudir a aquellas tiendas y solicitar aquellas marcas de las cuales o tenemos buena experiencia personal o nos han sido recomendadas por personas de nuestra confianza.
El buen nombre (good will) es ese margen de confianza que el comerciante conquista gracias a su pasada ejecutoria. Se basa en que el cliente supone que el ofertante seguirá haciendo honor a dicha fama. El buen nombre es un fenómeno que no sólo se da en materia mercantil. Se aprecia igualmente en todo género de vínculos sociales. En efecto, guía la conducta de la gente al elegir esposa, los amigos o, incluso, los candidatos electorales. Ahora bien, la cataláctica debe ocuparse exclusivamente del buen nombre mercantil.
No interesa el que ese buen nombre comercial se base en verdaderos méritos y efectiva ejecutoria o, por el contrario, sea sólo fruto de ideas imaginarias y erróneas. En el terreno de la acción humana, lo que importa no es la verdad per se tal como la vería un ser omnisciente, sino las opiniones siempre falibles de la gente. Los consumidores a veces pagan por una determinada marca precios más elevados que por otros artículos análogos, aunque las propiedades, tanto físicas como químicas de aquélla, pueden ser idénticas a las de éstos. El especialista podrá tachar de estúpida tal conducta. Pero nadie puede adquirir suficiente pericia en todos los campos en que tiene que elegir. No se puede suplir enteramente la confianza en los hombres por el conocimiento de la verdadera situación de las cosas. El cliente común no siempre elige el artículo o servicio, sino al proveedor del que se fía. El comprador prima los servicios de aquéllos a quienes considera fiables.
El buen nombre comercial ni dificulta ni restringe la competencia en el mercado. Cualquiera puede labrarse un buen nombre que, no olvidemos, también puede perder de la noche a la mañana. Son muchos los reformadores que, impelidos por su parcialidad en favor del gobierno paternalista, postulan la sustitución de las diversas marcas de fábrica por una certificación oficial de los productos. Si los gobernantes y burócratas gozaran de omnisciencia e imparcialidad perfecta, podríamos dar la razón a tales críticos. Ahora bien, comoquiera que los funcionarios no son en modo alguno inmunes a las flaquezas humanas, la realización de tales planes equivaldría simplemente a reemplazar los posibles errores del particular por los del empleado público. No se hace a la gente más feliz impidiéndole optar y distinguir entre un paquete de cigarrillos o un producto enlatado que más le gusta y aquellos otros que le agradan menos.
Conquistar un buen nombre comercial no sólo exige honestidad y dedicación sino también gastos monetarios. Se precisa un cierto tiempo para lograr una clientela adicta. Mientras tanto, el interesado tiene que soportar a menudo pérdidas que confía compensar con futuras ganancias.
Desde el punto de vista del vendedor, el buen nombre viene a ser, como si dijéramos, un factor más de producción. Es así como se aprecia en el mercado. No tiene importancia el que, por lo general, su equivalencia monetaria no aparezca en los apuntes contables ni en los balances mercantiles. En caso de venta, el buen nombre del negocio se valora y cotiza, siempre y cuando sea posible trasladarlo al adquirente.
Por tanto, compete a la cataláctica investigar la naturaleza de eso que se llama buen nombre comercial. A este respecto, conviene distingamos tres supuestos.
Primero: El buen nombre comercial faculta al vendedor para exigir precios de monopolio o discriminar entre los diversos compradores. El supuesto es idéntico al que en general plantean los precios monopolísticos y discriminatorios.
Segundo: El buen nombre permite sólo exigir los mismos precios solicitados por la competencia. Si careciera de ese buen nombre, o no podría vender o habría de reducir el precio. El buen nombre le resulta, pues, tan imprescindible como disponer de locales comerciales, almacenes o dependientes. Los costes necesarios para mantener su buen nombre son idénticos a los demás gastos mercantiles que ha de soportar. Esos desembolsos, como los restantes, debe compensarlos después con unos ingresos superiores al monto total de los costes.
Tercero: El vendedor disfruta de tal crédito entre un limitado círculo de fieles clientes que puede venderles a precios superiores a los de sus menos acreditados competidores. Estos precios no son precios de monopolio. No surgen de la expresa voluntad de restringir las ventas para aumentar los beneficios netos. Es posible que el comerciante no pueda en modo alguno vender mayores cantidades de la mercancía en cuestión, como sucede, por ejemplo, con el médico afamado cuyos numerosos pacientes le ocupan por completo la jornada, pese a que exige honorarios notablemente superiores a los de sus colegas menos famosos. Es más, tal vez esa pretendida ampliación de las ventas exija mayores inversiones de capital, pudiendo el vendedor o bien carecer del mismo o bien considerar que existen otras inversiones más rentables. Es la propia disposición del mercado —y no una acción deliberada del vendedor— la que en tales casos impide incrementar la producción y la cuantía de las mercancías o servicios ofertados.
Comoquiera que una errónea interpretación de estos hechos ha dado lugar a la aparición de toda una verdadera mitología en torno a la denominada «competencia imperfecta» o «competencia monopolística», conviene analizar con mayor detenimiento las consideraciones que el empresario pondera al examinar los pros y los contras de incrementar su producción.
Ampliar una determinada instalación o aprovechar al cien por cien su capacidad productiva exige la inversión de nuevo capital que sólo es oportuna si no existe ninguna otra inversión más lucrativa[22]. Nada importa, a estos efectos, que el empresario tenga una posición económica desahogada para realizar esa inversión con sus propios medios o que, por el contrario, haya de tomar a crédito los fondos necesarios. Porque aquella parte del capital propio que el empresario deja de invertir en su negocio jamás queda «ociosa». Siempre podrá invertirse en algún otro punto del sistema económico. Si tales fondos han de emplearse ahora en la ampliación del negocio en cuestión, forzosamente habrán de ser detraídos de su actual empleo[23]. El empresario sólo variará el destino de esas cantidades si considera que el cambio incrementará sus ingresos netos. Por lo demás, pueden surgir ciertas dudas sobre la conveniencia de ampliar un negocio próspero, aun cuando la situación del mercado ofrezca buenas oportunidades. Tal vez desconfíe de su capacidad personal para regentar con buen éxito una empresa mayor; posiblemente le amedrente el que, como tantas veces ha sucedido, un buen negocio se transforme en ruinoso al ser ampliado.
El comerciante que, gracias al excelente buen nombre de que disfruta, logra vender a precios superiores a los que perciben sus menos afamados competidores podría renunciar a dicha ventaja y reducir sus precios al nivel de los de sus competidores. Como cualquier otro vendedor de mercancías o trabajo, podría renunciar a aprovecharse hasta el máximo de las circunstancias del mercado y vender a un precio al que la demanda superara a la oferta. En tal caso, algunos saldrían beneficiados al poder adquirir la mercancía a ese menor precio. Pero habría otros, también dispuestos a pagar ese precio, que quedarían con las manos vacías al ser insuficientes las existencias.
Toda restricción en la producción y oferta de cualquier artículo es siempre consecuencia de las decisiones adoptadas por los empresarios deseosos de obtener el máximo lucro posible y evitar las pérdidas. La nota característica de los precios de monopolio no es que los empresarios dejen de producir una mayor cantidad de la mercancía en cuestión e impidan así la caída del precio. Tampoco es que haya factores complementarios de producción que queden desaprovechados y evite igualmente la rebaja del precio. La única cuestión relevante es si la restricción de la producción es o no impuesta por el —monopolístico— propietario de determinados bienes y servicios, el cual detrae del mercado una parte de los mismos con miras a obtener un mayor precio por el resto. Lo típico del precio de monopolio es que el monopolista violenta los deseos de los consumidores. Un precio competitivo para el cobre significa que el precio final de dicho metal tiende a un nivel al cual sus yacimientos son explotados en la medida que permiten los precios de los complementarios factores de producción no específicos; la mina marginal no produce renta minera. Los consumidores tienen el cobre que ellos mismos determinan, dado el precio que asignan a dicho metal y a las restantes mercancías. Un precio monopolístico del cobre, en cambio, implica que los yacimientos no se explotan en la misma proporción, sino en un grado inferior, precisamente porque esa conducta resulta más lucrativa para los propietarios de las minas; ese capital y trabajo que, si la supremacía de los consumidores no se viera violentada, sería empleado en una mayor producción de cobre pasa a ser dedicado a la producción de otros artículos cuya demanda es menor. Los intereses personales de los propietarios de las minas de cobre prevalecen sobre los de los consumidores. Los existentes yacimientos cúpricos no son explotados conforme a los planes y deseos del público.
El beneficio empresarial es, desde luego, también fruto de una discrepancia entre los deseos de los consumidores y la acción empresarial. Si en el pasado los empresarios hubieran previsto con mayor justeza la disposición que hoy presenta el mercado, no se habrían producido ni beneficios ni pérdidas. La mutua competencia entre ellos habría ya adaptado —descontada la preferencia temporal— los precios de los factores complementarios de producción a los actuales precios de los productos. Pero este hecho en modo alguno puede empañar la fundamental diferencia existente entre los beneficios empresariales y las ganancias monopolísticas. El empresario se beneficia porque ha sabido atender mejor que otros los deseos de los consumidores. El monopolista, en cambio, obtiene su ganancia al impedir una más plena satisfacción del consumidor.
Los precios de monopolio sólo pueden aparecer cuando se monopoliza la oferta. El monopolio de demanda no provoca situaciones diferentes a las que surgirían si tal demanda no estuviera monopolizada. El comprador monopolístico —ya sea un individuo o un grupo de personas que actúan de común acuerdo— no puede lucrarse con específicos beneficios similares a las ganancias que puede obtener el vendedor monopolístico. Si restringe la demanda, comprará a precios más bajos. Pero la cantidad total que adquirirá será menor.
Del mismo modo que las autoridades gubernamentales restringen la competencia para beneficiar a vendedores privilegiados, pueden también restringirla en favor de privilegiados compradores. Los gobernantes, una y otra vez, han prohibido la exportación de determinadas mercancías. Impidiendo que los extranjeros adquirieran determinados productos pretendían rebajar los precios interiores. Pero estos precios en modo alguno son la contrafigura de los precios de monopolio.
Lo que comúnmente se entiende como monopolio de demanda se refiere a ciertos fenómenos de la determinación de los precios de específicos factores de producción complementarios.
La producción de una unidad de la mercancía m exige, aparte de diversos factores de carácter no específico, el empleo de sendas unidades de los dos factores a y b absolutamente específicos. Ni a ni b pueden ser sustituidos por ningún otro factor; es más: si no es combinados, ambos carecen de toda aplicación. Las existencias de a son de cuantía incomparablemente superior a las de b. Los propietarios de a, por tanto, no pueden exigir precio alguno por su mercancía. La demanda de a es siempre inferior a la oferta; por lo tanto, a no es un bien económico. En el caso de que a fuera un mineral cuya extracción exigiera la inversión de capital y trabajo, la propiedad de sus yacimientos no produciría ningún beneficio. En tal caso, no habría renta minera.
Ahora bien, el planteamiento cambia por completo si los propietarios de a forman un cartel. Pueden entonces restringir la oferta hasta lograr que las existencias de b superen la cantidad de a ofrecida al mercado. De este modo a se transforma en un bien económico por el que se paga un precio mientras que el precio de b va reduciéndose hasta llegar a cero. Si en tal caso los propietarios de b reaccionan formando también un cartel, se entabla entre las dos organizaciones monopolísticas una lucha de precios cuyo resultado final no puede predecir la cataláctica. El proceso formativo de los precios, como ya anteriormente se hacía notar, no arroja un resultado único y específico cuando más de uno de los factores de producción que intervienen es de carácter absolutamente específico.
No tiene ninguna importancia el que la disposición del mercado permita vender conjuntamente los factores a y b a precio de monopolio. No hay diferencia entre que el precio de ese conjunto formado por una unidad de a y una de b sea monopolístico o competitivo.
En definitiva, lo que generalmente se califica de monopolio de demanda no es más que un monopolio de oferta formado bajo circunstancias particulares. Los vendedores de a y de b desean cobrar precios monopolísticos, sin preocuparse de que el precio de m pueda convertirse en precio de monopolio. A cada uno de esos dos grupos, lo único que le interesa es percibir la mayor proporción posible de ese precio conjunto que los compradores están dispuestos a pagar por los reunidos factores a y b. Ninguna circunstancia concurre en este caso que permita considerarlo como un monopolio de demanda. Sin embargo, se comprende el empleo de esta expresión si se tienen en cuenta las particularidades accidentales de esa contienda que se entabla entre ambos grupos. En efecto, los propietarios de a (o de b) son los propios empresarios que dirigen la fabricación de m; de ahí que el cartel que forman parezca externamente un monopolio de demanda. Ahora bien, esa unión personal que unifica dos funciones catalácticas distintas no varía el planteamiento básico; el litigio se contrae a la pugna entre dos grupos de vendedores monopolísticos.
El ejemplo, mutatis mutandis, es aplicable también al caso en que a y b puedan, además, ser empleados en otras producciones distintas de m, siempre y cuando dichos usos sean de menor rentabilidad.
Los consumidores pueden reaccionar ante los precios monopolísticos de diferentes maneras.
1. Pese al alza de los precios, el consumidor no restringe sus compras del artículo monopolizado. Prefiere dejar de adquirir otros bienes. (Si todos los consumidores reaccionaran de este modo, el precio competitivo, por sí solo, habría alcanzado el mismo nivel que el del precio de monopolio).
2. El consumidor restringe sus adquisiciones, no invirtiendo en el artículo monopolizado mayores sumas de las que —por la adquisición de más cantidad— hubiera gastado en el mismo con un precio competitivo. (Cuando todo el mundo reacciona así, el vendedor no obtiene del precio de monopolio un beneficio mayor que del precio competitivo; ningún interés tiene en apartarse de este último).
3. El consumidor restringe sus adquisiciones de tal forma que gasta menos en el artículo monopolizado de lo que en él hubiera invertido con un precio competitivo; con el dinero así ahorrado procede a comprar bienes que en otro caso no habría adquirido. (Si todo el mundo reaccionara de esta suerte, el vendedor se perjudicaría al vender a cualquier precio superior al competitivo; es imposible, pues, la aparición de un precio de monopolio. Sólo un benefactor que quisiera disuadir a sus semejantes de consumir drogas perniciosas procedería, en tal caso, a elevar el precio de las mismas por encima del competitivo).
4. El consumidor gasta en la mercancía monopolizada sumas superiores a las que en la misma hubiera invertido con un precio competitivo, pero obteniendo menor cantidad del producto en cuestión.
De cualquier modo que el consumidor reaccione, su satisfacción personal parece que se ve perjudicada. Con un precio de monopolio no se halla tan atendido como lo estaría en el caso de regir precios competitivos. Las ganancias monopolísticas del vendedor imponen un quebranto monopolístico al comprador. Aun en el supuesto (como sucede en el caso 3) de que los consumidores adquieran bienes que en otro caso no habrían comprado, la satisfacción personal de los interesados es inferior que la que hubieran alcanzado bajo otro régimen de precios. El capital y el trabajo que dejan de ser invertidos en la mercancía cuya producción queda disminuida a causa de la monopolística restricción de las existencias de uno de los factores complementarios son empleados en la fabricación de bienes que, en ausencia del monopolio, no habrían sido producidos. Sin embargo, los consumidores valoran menos estos últimos que los que dejan de producirse.
Existe una excepción a esta regla general, según la cual los precios de monopolio benefician al vendedor y perjudican al comprador quebrando la supremacía de los intereses del consumidor. Imaginemos, en efecto, que por determinado factor complementario f necesario para producir el bien de consumo g, no se paga en el mercado competitivo precio alguno; sin embargo, para producir f hay que afrontar diversos gastos; los consumidores, por su parte, están dispuestos a adquirir g a un precio competitivo que hace lucrativa su fabricación. Bajo tales supuestos, sólo si aparece un precio de monopolio para el factor f, se puede producir g. Suele esgrimirse este hecho en favor de la propiedad intelectual e industrial. Si escritores e inventores no pudieran hacer lucrativos sus inventos y publicaciones, tendrían que abandonar tales actividades al no poder soportar sus costes. Ninguna ventaja obtendría el público de que se impidiera la aparición del precio monopolístico de f. Al contrario, la satisfacción de los consumidores sería menor al no poder disfrutar del bien g[24].
A muchos alarma la actual explotación inmoderada de depósitos de minerales e hidrocarburos que por fuerza han de ir agotándose. Estamos dilapidando riquezas rígidamente limitadas, sin pensar en las necesidades de futuras generaciones; estamos consumiendo nuestra base vital, así como la de nuestros descendientes. Sin embargo, tales quejas tienen poco sentido. Ignoramos totalmente si la vida de los hombres del futuro dependerá de esas mismas materias primas que hoy explotamos. Es cierto que las reservas de petróleo, y aun las de carbón, están siendo rápidamente consumidas. Pero es muy probable que dentro de cien o quinientos años se conozcan otras fuentes de calor y energía. Nadie sabe si nuestras generaciones, minimizando el consumo de tales depósitos, no harían más que perjudicar su propio bienestar, sin beneficiar en nada a los hombres de los siglos XXI o XXIV.
Es vano intentar prever las necesidades de épocas cuyo progreso técnico no podemos imaginar.
Sin embargo, se contradicen aquellos críticos que lamentan el actual agotamiento de los recursos naturales y al mismo tiempo censuran la restricción monopolística de su consumo. Los precios de monopolio del mercurio son un factor que indudablemente reduce su uso. Aquéllos a quienes asusta una posible escasez futura de mercurio deberían bendecir ese efecto monopolístico.
La economía, al resaltar tales contradicciones, no pretende «justificar» los precios monopolísticos del petróleo o de los metales. No compete a la ciencia económica ni censurar ni alabar. Debe limitarse a demostrar los efectos que las diferentes actuaciones humanas provocan forzosamente. El economista no puede tomar partido entre los defensores y los antagonistas de los monopolios.
Ambas partes, en sus acaloradas controversias, recurren a argumentos especiosos. Los antimonopolistas yerran al suponer que el monopolio perjudica siempre a los compradores, restringiendo invariablemente la oferta e implantando precios monopolísticos. Se equivocan igualmente al imaginar que la economía de mercado, libre de interferencias y sabotajes administrativos, tiende al monopolio. Es una grotesca deformación de la verdad hablar de capitalismo monopolista y no de intervencionismo monopolista; de carteles privados en vez de carteles oficialmente impuestos. En todo caso, los precios de monopolio se limitarían a algunos minerales e hidrocarburos desperdigados por distintos lugares y a los monopolios locales de espacio limitado si las autoridades no gustaran de fomentarlos[25].
Por su parte, los promonopolistas se equivocan cuando atribuyen al cartel la economía típica de la producción en gran escala. La concentración monopolística —dicen— reduce por lo general los costes medios de producción y así incrementa la cantidad de capital y trabajo disponible para una producción adicional. Ahora bien, ningún cartel es necesario para eliminar del mercado a las industrias que producen a costes demasiado elevados. La libre competencia provoca invariablemente ese efecto en ausencia de todo monopolio o precio monopolístico. Por el contrario, lo que se suele pretender mediante la cartelización oficialmente impuesta es que subsistan industrias y explotaciones agrícolas que el mercado condenaría a la desaparición debido a sus excesivos costes de producción. El mercado libre, por ejemplo, habría suprimido en los Estados Unidos las explotaciones agrícolas submarginales, permitiendo la pervivencia sólo de aquéllas que, dados los precios vigentes, resultaban interesantes desde el punto de vista económico. Pero el New Deal prefirió adoptar una política diferente. Obligó coactivamente a todos los agricultores a restringir su producción. Mediante esa política monopolística logró elevar los precios agrícolas y así hizo rentable la explotación de terrenos en otro caso submarginales.
No menos erróneas son las conclusiones derivadas de una confusión de las economías de estandardización del producto y el monopolio. Si la gente deseara un solo tipo de productos, la fabricación podría ordenarse de modo más económico y se reducirían los costes. En tal caso, esa estandardización y la correspondiente reducción de coste se impondrían sin necesidad de ninguna medida monopolística. Ahora bien, si lo que de verdad se quiere es obligar a los consumidores a contentarse con un determinado tipo de artículo, es claro que no se aboga por la mejor satisfacción de los deseos y apetencias de estos últimos, sino por todo lo contrario. Tal vez para el dictador resulten estúpidas las preferencias de los consumidores. ¿Por qué no han de vestirse las mujeres de uniforme como los soldados? ¿Por qué prefieren trajes a la moda? El gobernante, desde su personal punto de vista, posiblemente tenga razón. Pero el problema estriba en que las valoraciones son siempre personales, individuales y arbitrarias. La democracia del mercado permite a la gente optar y preferir sin que ningún dictador le fuerce a someterse a sus juicios de valor.
Tanto los precios competitivos como los de monopolio son uniformes para todo comprador. El mercado tiende inexorablemente a eliminar las diferencias entre los precios de un mismo bien o servicio. Aun cuando son diferentes las valoraciones de los compradores, así como la intensidad de su respectiva demanda, todos pagan los mismos precios. No le cuesta al rico el pan más que al pobre, pese a que aquél pagaría precios notablemente superiores si nadie se lo vendiera más barato. El aficionado a la música que gustoso pasaría hambre por asistir a un concierto de Beethoven no paga más por la entrada que el individuo que considera la música mero pasatiempo y que dejaría de concurrir al concierto en cuanto la asistencia al mismo le obligara a renunciar a cualquier pequeño capricho. Esa diferencia entre el precio que el interesado efectivamente paga por la mercancía y el precio máximo que por la misma estaría dispuesto a abonar es lo que a veces se ha considerado como el margen del consumidor.[26]
Sin embargo, pueden darse en el mercado circunstancias particulares por las que el vendedor puede discriminar entre los diversos compradores. Puede vender un mismo servicio o mercancía a precios diferentes según se trate de unos u otros compradores, llegando incluso a elevar el precio hasta hacer que desaparezca en determinados casos el margen del consumidor. Ahora bien, para que el precio discriminatorio sea conveniente para el vendedor deben darse dos condiciones.
La primera de ellas es que quienes compran a bajo precio no puedan revender la mercancía o servicio a quienes el discriminatorio vendedor exige un precio más elevado. Cuando esa reventa es posible, queda enervada toda posibilidad discriminatoria. La segunda condición consiste en que el público comprador no reaccione de tal suerte que los ingresos netos totales del vendedor resulten inferiores a los que obtendría en el caso de exigir un precio uniforme. Esta segunda condición se da siempre que las circunstancias reinantes permitan al vendedor reemplazar lucrativamente el precio competitivo por un precio monopolístico. Pero también podría cumplirse aun cuando el mercado no permitiera la ganancia monopolística. Lo cual es natural, pues la discriminación mediante el precio no implica que el vendedor haya por fuerza de restringir las cantidades vendidas. No renuncia a ningún adquirente, aunque algunos pueden restringir la cuantía de sus adquisiciones. Pero por lo general tiene la oportunidad de colocar el resto de sus existencias a gentes que nada le habrían comprado o que sólo hubieran adquirido cantidades menores si hubieran tenido que pagar el precio competitivo uniforme.
De ahí que la configuración de los costes de producción no afecte al vendedor discriminatorio. No entran los costes de producción en sus cálculos, ya que el total producido y vendido es siempre idéntico.
El caso más frecuente de discriminación mediante el precio nos lo ofrecen los médicos. Un doctor, por ejemplo, puede efectuar ochenta visitas semanales, cobrando por cada una tres dólares, con lo cual atiende a treinta enfermos, que le ocupan por completo su tiempo, y percibe en total doscientos cuarenta dólares semanales. Ahora bien, si exige a los diez pacientes más ricos, que visitaría cincuenta veces, cuatro dólares en lugar de tres, éstos sólo cuarenta veces requieren sus servicios. En vista de ello, el interesado dedica esas diez visitas sobrantes a atender, por dos dólares, a un grupo de pacientes que no estaban dispuestos a pagarle los originarios tres dólares. El médico aumenta así sus ingresos hasta llegar a doscientos setenta dólares por semana.
Comoquiera que el vendedor sólo se lanza a tales prácticas discriminatorias si son más lucrativas que la exigencia de precios uniformes, resulta obvio que su actuación ha de provocar un cambio del consumo y de la distribución de los factores de producción entre los diversos cometidos. La discriminación incrementa siempre el total gastado en la adquisición del bien de referencia. Los compradores compensan esos mayores gastos reduciendo otras adquisiciones. Al ser altamente improbable que quienes se benefician con la discriminación inviertan sus beneficios en aquellos mismos bienes que los perjudicados dejan de adquirir, por fuerza tienen que variar las circunstancias del mercado y de la producción.
En el ejemplo citado salen perjudicados los diez pacientes más ricos; en efecto, pagan cuatro dólares por cada servicio que antes les costaba sólo tres dólares. Pero no es sólo el médico quien deriva ventajas de tal discriminación; los pacientes que ahora sólo pagan dos dólares también salen ganando. Es cierto que éstos habrán de pagar los honorarios renunciando a otras satisfacciones. Pero valoran estas últimas en menos que el tratamiento médico. Su grado de satisfacción, por tanto, es mayor.
Para comprender bien el fenómeno de la discriminación mediante el precio conviene recordar que, bajo un régimen de división del trabajo, la competencia entre quienes desean adquirir una misma mercancía no perjudica necesariamente los intereses de cada uno de los intervinientes. Sólo cuando la pugna se refiere a factores complementarios de producción brindados por la naturaleza resultan antagónicos los intereses de los que entre sí compiten. Sin embargo, ese insalvable antagonismo natural resulta compensado por las ventajas derivadas de la división del trabajo. En efecto, los costes medios de producción pueden descender mediante la producción masiva; la competencia entre todos aquéllos que desean adquirir unas mismas mercancías viene así a beneficiar a cada uno de los interesados. El que no sólo unos pocos sino mucha gente deseen adquirir la misma mercancía permite fabricarla con arreglo a procesos que disminuyen su coste; de esta suerte, incluso la gente más modesta puede adquirir el bien en cuestión. La discriminación, en este sentido, permite a veces atender necesidades que en otro caso habrían de quedar insatisfechas.
En determinada ciudad existen p amantes de la música, cada uno de los cuales estaría dispuesto a pagar dos dólares por la asistencia a un concierto. La celebración del mismo exige efectuar gastos superiores a la suma del producto dos dólares por p, siendo consecuentemente imposible atender los deseos de esos melómanos. Pero cuando mediante discriminación en el precio de las entradas se puede hallar entre ellos un número n que esté dispuesto a pagar cuatro dólares, el concierto puede celebrarse, siempre y cuando la cantidad 2 (n + p) dólares sea bastante. En tal caso, n personas pagan cada una cuatro dólares y (p - n) pagan sólo dos dólares, renunciando todos ellos a la satisfacción de la menos urgente necesidad que hubieran atendido de no haber tenido tanto interés en asistir al concierto. Todos y cada uno de los asistentes son más felices de lo que serían si, en la imposibilidad de una discriminación de precios, el concierto no hubiera podido darse. Interesa a los organizadores aumentar el número de asistentes hasta el punto en que la admisión de nuevos oyentes no suponga gastos superiores a las cantidades que éstos estén dispuestos a pagar por la entrada.
Distintas serían las cosas si el concierto hubiera podido celebrarse aun cuando nadie hubiera pagado cantidad superior a dos dólares. En tal caso, la discriminación perjudica a la satisfacción personal de quienes llegan a pagar cuatro dólares.
Cuando se venden a diferentes precios las entradas de espectáculos o los billetes de ferrocarril, por lo general no se trata de una discriminación en el sentido cataláctico del término. Quien paga más obtiene algo que el mercado aprecia en mayor medida. En efecto, consigue una localidad mejor, un viaje más cómodo, etc. Una genuina discriminación mediante el precio se halla presente en el caso del médico que, pese a atender con igual esmero a todos y a cada uno de sus pacientes, cobra a los ricos más que a los de menores medios. Igualmente aparece cuando los ferrocarriles exigen precios superiores por el transporte de bienes cuyo valor se acrecienta más una vez transportados, a pesar de que los costes ferroviarios son siempre idénticos. Pero tanto el médico como la empresa ferroviaria pueden practicar la discriminación sólo en aquella medida en que no rebase la posibilidad de que el paciente o el consignador encuentren otras soluciones más ventajosas para sus problemas. Se trata de una de las dos condiciones necesarias para la aparición del precio discriminatorio.
Sería inútil considerar una situación que permitiera a todos los vendedores de cualesquiera servicios o mercancías actuar de modo discriminatorio. Más importante es dejar constancia de que en una economía de mercado que no se vea saboteada por la interferencia gubernamental los requisitos para que la discriminación pueda darse aparecen tan raramente que el fenómeno puede calificarse de excepcional.
Mientras el comprador monopolístico no puede lucrarse con precios de monopolio ni ganancias monopolísticas, distinto es su caso cuando se trata de discriminar mediante el precio. El comprador monopolístico puede beneficiarse en el mercado libre mediante la discriminación siempre y cuando concurra una condición; a saber, que los vendedores ignoren totalmente la efectiva disposición del mercado. Ahora bien, como tal ignorancia sólo muy raramente puede perdurar, la discriminación debe apoyarse en la interferencia del gobierno.
El gobierno suizo, por ejemplo, tiene monopolizado el comercio de los cereales. Compra en los mercados extranjeros a precios mundiales, pero en el país paga mayores precios a los agricultores nacionales que producen, a mayor coste, sobre las tierras pobres de los distritos montañosos, y precios más bajos —si bien superiores a los internacionales— a los agricultores que cultivan campos mejores.
Si un determinado proceso productivo genera al tiempo las mercancías p y q, la actuación empresarial se orienta ponderando los precios previstos de p y de q. Los precios de p y q resultan conexos entre sí, toda vez que un cambio en la demanda de p (o de q) provoca un cambio en la oferta de q (o de p). La mutua relación existente entre los precios de p y q puede denominarse conexión de producción. El hombre de negocios, por su parte, considera p (o q) subproducto de q (o p).
La producción de un cierto bien de consumo z exige el empleo conjunto de los factores p y q; la producción de p, a su vez, requiere utilizar los factores a y b, y la de q emplear los factores c y d. En tal caso, toda mutación que registren las existencias de p (o q) influye en la demanda de q (o p). Es indiferente quién —mediante la combinación de p y q— produzca efectivamente el bien z. Lo mismo da que fabriquen z las propias empresas que de a y b producen p, y de c y d fabrican q, que lo hagan empresarios financieramente independientes entre sí; o que, incluso, sean los propios consumidores quienes antes de consumirla preparen esa mercancía. Los precios de p y q, sin embargo, se hallan siempre interconectados entre sí, puesto que p carece de utilización o su valor es mínimo cuando no va acompañado de q, y viceversa. La mutua relación entre los precios de p y q puede denominarse conexión de consumo.
Si los servicios que proporciona cierta mercancía b pueden ser reemplazados, aunque no de modo plenamente satisfactorio, utilizando la mercancía a, toda mutación que registre el precio de uno de dichos factores afecta igualmente al precio del otro. La mutua relación existente entre los precios de a y de b puede calificarse de conexión de sustitución.
Estas conexiones de producción, consumo y sustitución constituyen una peculiar dependencia que registran entre sí los precios de un corto número de mercancías. Conviene distinguir tales peculiares conexiones de la conexión general existente entre los precios de todos los bienes y todos los servicios.
Esta conexión general es consecuencia de que, para atender cualesquiera necesidades, además de diversos factores más o menos específicos, es preciso emplear un escaso factor de producción que, pese a las diferentes capacidades de producción que encierra, puede ser considerado, dentro de los límites anteriormente mencionados[27], como de carácter no específico. Nos referimos al factor trabajo.
En un mundo imaginario en que los factores de producción fueran todos absolutamente específicos la acción humana atendería múltiples necesidades independientes las unas de las otras. Pero en este nuestro mundo real la existencia de numerosos factores no específicos —idóneos para alcanzar fines diversos y que, en grado mayor o menor, pueden intercambiarse— viene a interrelacionar las diversas necesidades humanas. El que un cierto factor, el trabajo, se requiera en cualquier producción, y además sea, dentro de límites definidos, de carácter no específico, origina la general conexión de todas las actividades humanas. Esta circunstancia integra los precios en un conjunto orgánico cuyas partes se influyen mutuamente, y da lugar a que el mercado sea una concatenación de fenómenos interdependientes.
Es absurdo enfrentarse con cualquier precio específico como si se tratara de una realidad autónoma e independiente. Cada precio refleja la importancia que los individuos atribuyen a una cosa determinada en la concreta situación en que se encuentran para suprimir su malestar. El precio jamás indica una determinada relación del bien en cuestión con cierto patrón invariable; simplemente expresa una posición momentánea que ese bien ocupa en un todo caleidoscópicamente cambiante. Dentro de ese conglomerado formado por todo aquello a lo que los juicios subjetivos de los hombres conceden valor, la respectiva posición que cada objeto ocupa es función de la de todos los restantes. Lo que se denomina precio es siempre una relación dentro de un sistema integrado por relaciones humanas.
Todo precio de mercado es un fenómeno histórico real, la razón cuantitativa a la que, en un momento y lugar determinados, dos individuos intercambiaron cantidades definidas de dos bienes concretos. El precio refleja siempre las particulares circunstancias del acto de intercambio. En última instancia, lo determinan los juicios valorativos de los intervinientes. No deriva ni de la general estructura de los precios ni tampoco de la particular de determinada clase de bienes o servicios. Lo que suele denominarse estructura de los precios no es más que un concepto abstracto derivado de una multiplicidad de individualizadas y efectivas transacciones. El mercado no fija en general el precio de la tierra o el de los automóviles ni tampoco salarios en general; fija el precio de una determinada parcela de terreno, de cierto automóvil y el salario de un trabajo específico. Por lo que se refiere al proceso formativo de los precios, no tiene ninguna importancia el que a posteriori las cosas intercambiadas puedan ser, desde cierto punto de vista, integradas en determinada clase. Los bienes comerciales, por diferentes que sean entre sí en el momento del intercambio, se asemejan todos en cuanto son mercancías, es decir, bienes que el hombre valora porque le permiten suprimir algunas de las circunstancias negativas que le afectan.
El mercado tampoco crea o determina las rentas. No es un proceso generador de rentas. Cuando el propietario de un terreno y un trabajador aúnan su respectiva capacidad productiva, el resultado conseguido permite que tanto la tierra como el obrero repongan el padecido desgaste y mantengan su potencialidad económica: la tierra, ya sea agrícola o urbana, durante tiempo prácticamente ilimitado; el hombre, en cambio, sólo por un cierto número de años. Si la situación del mercado para estos factores de producción no se deteriora, se podrá seguir obteniendo en el futuro un precio por su empleo productivo. La tierra y la capacidad laboral pueden considerarse fuentes de renta si se emplean como tales; es decir, si su capacidad productiva no se consume prematuramente por una explotación inconsiderada. No son las cualidades físicas o naturales de los factores de producción lo que los eleva a la categoría de fuentes duraderas de renta, sino la juiciosa restricción de su empleo. Nada hay en la naturaleza que se pueda considerar fuente permanente de ingresos. La renta es una categoría de la acción; es el resultado de la cuidadosa economización de unos factores de producción siempre escasos. Esto es aún más evidente cuando se trata de bienes de capital. Los factores de producción producidos no son permanentes. Aun cuando algunos de ellos tengan una vida de varios años, todos se desgastan por el uso y la explotación e incluso, a veces, por el mero transcurso del tiempo. Se convierten en fuentes duraderas de renta sólo si sus propietarios los emplean como tales. El capital puede conservarse como fuente de renta si el consumo de sus productos, permaneciendo invariadas las condiciones del mercado, se limita de tal forma que se repone lo desgastado.
Los cambios del mercado pueden anular la posibilidad de seguir derivando renta de determinada fuente. Si la demanda cambia o si aparecen técnicas mejores, puede desvalorizarse el equipo industrial. Las tierras también se desvalorizan si pueden explorarse nuevas parcelas de mayor fertilidad en suficiente proporción. Los conocimientos y técnicas que exige la ejecución de determinados trabajos dejan de cotizarse en el mercado al cambiar las modas o al resultar innecesario recurrir a tales destrezas por la aparición de nuevos métodos de producción. La acertada provisión del incierto futuro es exclusivamente función de la precisión con que sepamos anticipamos al mañana. Es imposible asegurar ninguna renta si no se prevén adecuadamente los cambios que pueden afectarla.
El proceso formativo de los precios tampoco es un sistema distributivo. Como ya hemos dicho, nada hay en la economía de mercado a lo que pueda aplicarse el concepto de distribución.
Los precios ordenan la producción por aquellos cauces que mejor permiten atender los deseos de los consumidores según éstos se manifiestan en el mercado. Sólo en el caso de los precios de monopolio puede el monopolista desviar la producción, en un cierto grado, de dichos objetivos a otros que le benefician más.
Los precios determinan qué factores han de ser explotados y cuáles deben permanecer inutilizados. Los factores específicos de producción se aprovechan sólo si no se puede dar otro destino más valioso a los complementarios no específicos. Hay fórmulas técnicas, terrenos y bienes inconvertibles de capital cuya capacidad productiva no se explota porque ello implicaría dilapidar en tales cometidos el más escaso de todos los factores de producción: el trabajo. Mientras que en las condiciones presentes en nuestro mundo no puede haber, a largo plazo, desempleo del trabajo en un mercado laboral libre, la existencia de tierras y equipos industriales inconvertibles sin aprovechar es un fenómeno permanente.
Carece de sentido lamentarse por esta capacidad productiva inutilizada. Dejar de explotar maquinaria superada por los adelantos técnicos es prueba manifiesta de progreso material. Sería una bendición de los cielos el que la implantación de una paz duradera arrumbara la fabricación de municiones o el que un descubrimiento que previniera y curara la tuberculosis despoblara los sanatorios. Se podría lamentar la escasa perspicacia de quienes ayer invirtieron torpemente en tales cometidos valiosos bienes de capital. Pero el hombre no es infalible. Una cierta proporción de torpes inversiones resulta inevitable. Lo importante, a este respecto, es impedir aquellas actuaciones que, como la expansión crediticia, fomentan artificiosamente las malas inversiones.
No habría de tropezar la técnica moderna con excesivos problemas para cultivar naranjas o uvas, mediante invernaderos, en la zona ártica o subártica. Pero todo el mundo calificaría de pura locura tal operación. Ahora bien, en esencia, a eso mismo equivale producir cereales en pobres terrenos montañosos al amparo de las tarifas y proteccionismos, mientras hay abundantes tierras feraces sin labrar. Las diferencias son meramente cuantitativas, no cualitativas.
Los habitantes del Jura suizo producen relojes en vez de trigo. La fabricación relojera constituye para ellos el método más barato para procurarse el trigo que precisan. Para el agricultor canadiense, en cambio, el cultivar dicho cereal es el sistema más económico de conseguir relojes. No debe sorprendernos constatar que los pobladores del Jura no cultivan trigo ni que los canadienses no fabrican relojes, pues, por la misma razón, ni los sastres se hacen su calzado ni los zapateros sus trajes.
Los precios son un típico fenómeno de mercado. Surgen del propio proceso mercantil y son la base y el fundamento mismo de la economía de mercado. Nada hay, fuera del mercado, que pueda considerarse precio. No es posible fabricar precios sintéticos, como si dijéramos. El precio es la resultante de determinada constelación de circunstancias; es fruto de las acciones y reacciones de todos los que integran la sociedad de mercado. Es vano divagar sobre el precio que habría regido en ausencia de alguno de los factores determinantes del mismo. Tan vacíos son semejantes bizantinismos como el caprichoso especular sobre el curso que habría tomado la historia si Napoleón hubiera muerto en la batalla de Arcóle o si Lincoln hubiera ordenado al mayor Anderson retirarse de Fort Sumter.
No menos estéril es cavilar sobre cómo deberían ser los precios. Todos nos alegramos cuando el precio de aquello que deseamos comprar baja mientras sube el de lo que pretendemos vender. Al expresar tales aspiraciones, el interesado es sincero si admite que su pretensión viene dictada por mero interés particular. Otra cosa es que, desde su personal punto de vista, pretenda que el gobierno interfiera coactivamente en la estructura de los precios. La Sexta Parte del presente libro está dedicada a analizar las insoslayables consecuencias que provoca el intervencionismo.
Ahora bien, quien asegure que estas aspiraciones y estos juicios de valor arbitrarios son verdad objetiva, o pretende engañar a los demás o se engaña a sí mismo lamentablemente. En el mundo de la acción humana sólo interesan los deseos de la gente que quiere conseguir determinados objetivos. En lo que respecta a estos fines no se plantea ningún problema sobre la verdad o la mentira; el valor es lo único que aquí importa. Los juicios valorativos son siempre subjetivos, formúlelos una persona o un grupo, el necio, el intelectual o el estadista.
Todo precio de mercado surge invariablemente de la interacción de las fuerzas que en él operan, es decir, la oferta y la demanda. Sea cual fuere la situación que provoque la aparición del precio, éste resulta siempre adecuado, genuino y real con respecto a aquélla. No puede ser mayor, si nadie está dispuesto a pagar por la mercancía sumas más elevadas, y no puede rebajarse si nadie está dispuesto a vender por menos dinero. Sólo la aparición de gente que compra o vende puede hacer variar el precio de mercado.
La economía analiza el proceso de mercado que genera los precios, los salarios y los tipos de interés. Ninguna fórmula puede determinar la cuantía de unos supuestos precios «correctos» distintos de los que fija el mercado sobre la base de la interacción de compradores y vendedores.
En el fondo de muchos intentos por determinar los precios ajenos al mercado está la contradictoria y confusa idea de los costes reales. Desde luego, si los costes fueran una cosa cierta, es decir, una magnitud precisa e independiente de la valoración personal que pudiera fijarse y medirse de modo objetivo, un árbitro imparcial podría determinar su magnitud y por lo tanto el precio correcto. Pero lo absurdo de tal pretensión salta a la vista, porque los costes son fenómenos valorativos. El coste es el valor atribuido a la necesidad más valiosa que queda insatisfecha por haber empleado los medios requeridos para su satisfacción en atender aquella otra de cuyo coste se trata. Lograr una diferencia entre el valor de lo conseguido y el valor del correspondiente coste, es decir, obtener un beneficio, es el objetivo común a todo esfuerzo consciente. La ganancia es la recompensa que deriva de una actuación acertada. La idea de beneficio queda privada de sentido en cuanto se prescinde del concepto de valor. Porque el beneficio, en definitiva, es un puro fenómeno valorativo que no guarda ninguna relación directa con las realidades físicas o de cualquier otro orden del mundo exterior.
El análisis económico no tiene más remedio que reducir todos los costes a juicios de valor. Los socialistas e intervencionistas califican de rendimientos «no ganados» el beneficio empresarial, el interés del capital y la renta de la tierra, por entender que sólo el trabajo, con su esfuerzo y sacrificio, tiene efectiva importancia y merece ser premiado. Sin embargo, el esfuerzo per se carece de utilidad en nuestro mundo real. Si se practica acertadamente, con arreglo a planes oportunos, proporciona al hombre medios que le permiten atender sus necesidades. Totalmente independiente de lo que algunos puedan estimar justo o equitativo, el problema es siempre el mismo. Lo único que importa es determinar qué organización social es la que mejor permite alcanzar los fines por los que la gente trabaja y lucha. La disyuntiva se plantea entre la economía de mercado y el socialismo. No hay tercera solución posible. La idea de una economía de mercado basada en precios no de mercado es totalmente absurda. La pretensión de llegar a descubrir los verdaderos precios de coste resulta a todas luces impracticable. El mercado queda paralizado aun cuando la idea de los precios de coste se apliquen exclusivamente a la ganancia empresarial. Si las mercancías y los servicios se venden por debajo del precio del mercado, la oferta se hace invariablemente insuficiente; la demanda total no puede ser satisfecha. En tal caso, ya no sirve el mercado para informarnos sobre lo que se debe o no producir ni para determinar a manos de quién hayan de ir las mercancías y los servicios. Surge el caos.
Esto puede aplicarse igualmente a los precios de monopolio. Conviene abstenerse de adoptar las medidas que pueden dar lugar a estos precios. Ahora bien, aparecido el precio de monopolio, bien sea por la concurrencia de medidas estatales favorables al monopolio, bien sea en ausencia de toda interferencia, no hay «investigación» ni especulación teórica que permita hallar ningún otro precio al cual se igualen demanda y oferta. Así lo demuestra el lamentable fracaso de todos los experimentos que han pretendido resolver de modo satisfactorio los problemas planteados por los monopolios de espacio limitado de los servicios públicos.
La esencia de los precios estriba en que son fruto de la actuación de individuos o grupos de personas que operan por interés propio. En el concepto cataláctico de los precios y las razones de intercambio para nada intervienen ni los decretos de la autoridad ni las decisiones adoptadas por quienes, en nombre de la sociedad o del estado, recurren a la violencia y a la coacción, ni los dictados de armados grupos de presión. Al afirmar que no compete al gobierno determinar los precios, no estamos saliéndonos del terreno de la investigación teórica. El gobierno no puede determinar precios, por lo mismo que la oca no puede poner huevos de gallina.
Podemos imaginar un sistema de organización social en el que no existan precios, e igualmente podemos suponer que la acción estatal fije los precios a un nivel distinto del de mercado. Una de las tareas de la ciencia económica consiste precisamente en analizar los problemas que en tal caso se plantean. Ahora bien, precisamente porque deseamos analizar estos problemas, es necesario distinguir claramente entre precios y decretos del gobierno. Los precios, por definición, son la resultante del comprar y vender de la gente o de su abstención de comprar y vender. No debemos jamás confundirlos con las órdenes dictadas por las autoridades o por organismos que, para hacer cumplir sus mandatos, recurren a la coacción y compulsión[28].