CAPÍTULO XV

EL MERCADO

1. CARACTERÍSTICAS DE LA ECONOMÍA DE MERCADO

La economía de mercado es un sistema social de división del trabajo basado en la propiedad privada de los medios de producción. Cada uno, dentro de tal orden, actúa según le aconseja su propio interés; todos, sin embargo, satisfacen las necesidades de los demás al atender las propias. El actor se pone invariablemente al servicio de sus conciudadanos. Éstos, a su vez, igualmente sirven a aquél. El hombre es al mismo tiempo medio y fin; fin último para sí mismo y medio en cuanto coadyuva con los demás para que puedan alcanzar sus propios fines.

El sistema está gobernado por el mercado. El mercado impulsa las diversas actividades de la gente por aquellos cauces que mejor permiten satisfacer las necesidades de los demás. En el funcionamiento del mercado no hay compulsión ni coerción. El estado, es decir, el aparato social de fuerza y coacción, no interfiere en su funcionamiento ni interviene en aquellas actividades de los ciudadanos que el propio mercado encauza. El imperio estatal se ejerce sobre la gente únicamente para prevenir actuaciones que perjudiquen o puedan perturbar el funcionamiento del mercado. Se protege y ampara la vida, la salud y la propiedad de los particulares contra las agresiones que, por violencia o fraude, puedan perpetrar enemigos internos o externos. El estado crea y mantiene así un ambiente social que permite que la economía de mercado se desenvuelva pacíficamente. El eslogan marxista que habla de la «anarquía de la producción capitalista» retrata muy certeramente esta organización social, ya que se trata de un sistema que ningún dictador gobierna, donde no hay jerarca económico que a cada uno señale su tarea y le fuerce a cumplirla. Todo el mundo es libre; nadie está sometido a ningún déspota; la gente se integra voluntariamente en tal sistema de cooperación. El mercado las guía, mostrándoles cómo podrán alcanzar mejor su propio bienestar y el de los demás. Todo lo dirige el mercado, única institución que ordena el sistema en su conjunto, dotándole de razón y sentido.

El mercado no es ni un lugar ni una cosa ni una asociación. El mercado es un proceso puesto en marcha por las actuaciones diversas de los múltiples individuos que entre sí cooperan bajo el régimen de división del trabajo. Los juicios de valor de estas personas, así como las acciones que surgen de estas apreciaciones, son las fuerzas que determinan la disposición —continuamente cambiante— del mercado. La situación queda reflejada en cada momento en la estructura de los precios, es decir, en el conjunto de tipos de cambio que genera la mutua actuación de todos aquéllos que desean comprar o vender. Nada hay de inhumano o mítico que tenga que ver con el mercado. El proceso mercantil es la resultante de determinadas actuaciones humanas. Todo fenómeno de mercado puede ser retrotraído a precisos actos electivos de quienes en el mismo actúan.

El proceso del mercado hace que sean mutuamente cooperativas las acciones de los diversos miembros de la sociedad. Los precios ilustran a los productores acerca de qué, cómo y cuánto debe ser producido. El mercado es el punto donde convergen las actuaciones de la gente y, al tiempo, el centro donde se originan.

Conviene distinguir netamente la economía de mercado de aquel otro sistema —imaginable, aunque no realizable— de cooperación social bajo un régimen de división del trabajo en el que la propiedad de los medios de producción pertenece a la sociedad o al estado. Este segundo sistema suele denominarse socialismo, comunismo, economía planificada o capitalismo de estado. La economía de mercado o capitalismo puro, como también se suele denominar, y la economía socialista son términos antitéticos. Ninguna mezcla de ambos sistemas es posible o pensable. No existe una economía mixta, un sistema en parte capitalista y en parte socialista. La producción o la dirige el mercado o es ordenada por los mandatos del órgano dictatorial, ya sea unipersonal o colegiado.

En modo alguno puede hablarse de sistema intermedio, combinación del socialismo y el capitalismo, cuando en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción algunos de éstos son administrados o poseídos por entes públicos, es decir, por el gobierno o alguno de sus órganos. El que el estado o los municipios posean y administren determinadas explotaciones no empaña los rasgos típicos de la economía de mercado. Dichas empresas, poseídas y dirigidas por el poder público, están sometidas, igual que las privadas, a la soberanía del mercado. Han de acomodarse, tanto al comprar primeras materias, maquinaria o trabajo, como al vender sus productos o servicios, a la soberanía del mercado. Están sometidas a su ley y, por tanto, a la voluntad de los consumidores, que pueden acudir libremente a las mismas o rechazarlas, habiendo de esforzarse por conseguir beneficios o, al menos, evitar pérdidas. La administración podrá compensar sus quebrantos con fondos estatales; pero ello ni suprime ni palia la supremacía del mercado; simplemente, se desvían las consecuencias hacia otros sectores. Porque los fondos que cubran esas pérdidas habrán de ser recaudados mediante impuestos y las consecuencias que dicha imposición fiscal provocará en la sociedad y en la estructura económica son siempre las previstas por la ley del mercado. Es el funcionamiento del mercado —y no el estado al recaudar gabelas— el que decide sobre quién recaerá al final la carga fiscal y cuáles serán los efectos de ésta sobre la producción. Es el mercado, y no una oficina estatal, el que determina el funcionamiento de las empresas públicas.

Desde el punto de vista praxeológico o económico, no se puede denominar socialista a ninguna institución que de uno u otro modo se relacione con el mercado. El socialismo, tal como sus teóricos lo conciben y definen, presupone la ausencia de mercado para los factores de producción y de precios de estos factores. «Socializar» las industrias, tiendas y explotaciones agrícolas privadas —es decir, transferir la propiedad de las mismas de los particulares al estado— es indudablemente un modo de implantar poco a poco el socialismo. Son etapas sucesivas en el camino que conduce al socialismo. Sin embargo, el socialismo todavía no ha sido alcanzado. (Marx y los marxistas ortodoxos niegan tajantemente la posibilidad de ese acercamiento gradual al socialismo. De acuerdo con sus tesis, la propia evolución del orden capitalista dará lugar a que un día, de golpe, se transforme en socialismo).

Los entes públicos, al igual que los soviets, por el mero hecho de comprar y vender en mercados, se hallan relacionados con el sistema capitalista, como lo demuestra el hecho de que efectúen sus cálculos en términos monetarios. De este modo recurren a los instrumentos intelectuales típicos de ese orden capitalista que con tanto fanatismo condenan.

El cálculo monetario es la base intelectual de la economía de mercado. Los objetivos que la acción persigue bajo cualquier régimen de división de trabajo resultan inalcanzables si se prescinde del cálculo económico. La economía de mercado calcula mediante los precios monetarios. El que resultara posible calcular predeterminó su aparición y, aún hoy, condiciona su funcionamiento. La economía de mercado existe, única y exclusivamente, porque puede recurrir al cálculo.

2. CAPITAL Y BIENES DE CAPITAL

Existe en todos los seres vivos un innato impulso a procurarse aquello que sostiene, refuerza y renueva su energía vital. La singularidad humana estriba simplemente en que el hombre se esfuerza por mantener y vigorizar la propia vitalidad de modo consciente y deliberado. Nuestros prehistóricos antepasados se preocuparon ante todo por producir las herramientas con las que pudieran atender sus más perentorias necesidades; recurrieron después a métodos y sistemas que les permitieron, primero, ampliar la producción de alimentos, para ir luego satisfaciendo sucesivamente necesidades cada vez más elevadas, hasta atender las ya típicamente humanas no sentidas por las bestias. Como dice Böhm-Bawerk, el hombre, a medida que prospera, va adoptando métodos de producción más complejos que exigen una superior inversión de tiempo, demora ésta más que compensada por las mayores producciones o las mejores calidades que con tales nuevos métodos pueden conseguirse.

Cada paso que el hombre da hacia un mejor nivel de vida se apoya invariablemente en el ahorro previo, es decir, en la anterior acumulación de las provisiones necesarias para ampliar el lapso temporal que media entre el inicio del proceso productivo y la obtención del bien listo ya para ser empleado o consumido. Los bienes así acumulados representan, o bien etapas intermedias del proceso productivo, es decir, herramientas y productos semiterminados, o bien artículos de consumo que permiten al hombre abandonar sistemas de producción de menor lapso temporal, pero de inferior productividad, por otros que, si bien exigen mayor inversión de tiempo, son de superior fecundidad, sin que la ampliación del plazo productivo obligue a quienes en el mismo participan a desatender sus necesidades. Denominamos bienes de capital a esos bienes acumulados. Por ello podemos afirmar que el ahorro y la consiguiente acumulación de bienes de capital constituyen la base de todo progreso material y el fundamento, en definitiva, de la civilización humana. Sin ahorro y sin acumulación de capital es imposible apuntar hacia objetivos de tipo espiritual[1].

Sobre la base de la noción de bienes de capital podemos ya precisar el concepto de capital[2]. El concepto de capital constituye la idea fundamental y la base del cálculo económico, que, a su vez, es la primordial herramienta mental a manejar en una economía de mercado. Es correlativo al concepto de renta.

Cuando en el lenguaje vulgar y en la contabilidad —ciencia ésta que no ha hecho más que depurar y precisar los juicios que la gente utiliza a diario— empleamos los conceptos de capital y renta, estamos simplemente distinguiendo entre medios y fines. La mente del actor, al calcular, trata una divisoria entre aquellos bienes de consumo que piensa destinar a la inmediata satisfacción de sus necesidades y aquellos otros bienes de diversos órdenes —entre los que puede haber bienes del orden primero[3]— que, previa la oportuna manipulación, le servirán para atender futuras necesidades. Así, el distinguir entre medios y fines nos lleva a diferenciar entre invertir y consumir, entre el negocio y la casa, entre los fondos mercantiles y el gasto familiar. La suma resultante de valorar en términos monetarios el conjunto de bienes destinados a inversiones —el capital— constituye el punto de donde arranca todo el cálculo económico. El fin inmediato de la actividad inversora consiste en incrementar, o al menos en no disminuir, el capital poseído. Se denomina renta aquella suma que, sin merma de capital originario, puede ser consumida en un cierto periodo de tiempo. Si lo consumido supera a la renta, la diferencia constituye lo que se denomina consumo de capital. Por el contrario, si la renta es superior al consumo, la diferencia es ahorro. Cifrar con precisión a cuánto asciende en cada caso la renta, el ahorro o el consumo de capital es uno de los cometidos más importantes del cálculo económico.

La idea que hizo al hombre distinguir entre capital y renta se halla implícita en toda premeditación y planificación de la acción. Los más primitivos agricultores ya intuían las consecuencias que provocarían si recurrían a aquellas medidas que la técnica contable moderna calificaría de consumo de capital. La aversión del cazador a matar la cierva preñada y la prevención que hasta los más crueles conquistadores sentían contra la tala de árboles frutales son consideraciones que sólo pueden formular quienes razonan en el sentido que nos viene ocupando. La misma idea palpita en la clásica institución del usufructo y en otros muchos usos y prácticas análogos. Pero sólo quienes pueden aplicar el cálculo monetario están capacitados para percibir con toda nitidez la diferencia entre un bien económico y los frutos derivados del mismo, resultándoles posible aplicar dicha distinción a cualesquiera cosas y servicios de la clase, especie y orden que fueren. Sólo esas personas pueden formular las oportunas distinciones al enfrentarse con las siempre cambiantes situaciones del moderno industrialismo altamente desarrollado y con la complicada estructura de la cooperación social basada en cientos de miles de actuaciones y cometidos especializados.

Si, a la luz de los modernos sistemas contables, contempláramos las economías de nuestros prehistóricos antepasados, podríamos decir, en un sentido metafórico, que también ellos utilizaban «capital». Cualquier profesor mercantil actual podría valorar contablemente los enseres de los que se servía el hombre primitivo para la caza y la pesca, así como para las actividades agrícolas y ganaderas, siempre que conociera sus precios. Algunos economistas han deducido de esto que el «capital» es una categoría de toda producción humana, que aparece bajo cualquier imaginable sistema de producción —o sea, tanto en el involuntario aislamiento de Robinson, como en la república socialista— y que no tiene nada que ver con la existencia o inexistencia del cálculo monetario[4]. Pero este modo de razonar es confuso. El concepto de capital no se puede separar del cálculo monetario ni de la estructura social de una economía de mercado, que es la única en que el cálculo monetario es posible. El concepto de capital carece de sentido fuera de la economía de mercado. Sólo tiene sentido cuando individuos que actúan libremente dentro de un sistema social basado en la propiedad privada de los medios de producción pretenden enjuiciar sus planes y actuaciones; el concepto se fue precisando poco a poco a medida que el cálculo económico progresaba en términos monetarios[5].

La contabilidad moderna es fruto de una dilatada evolución histórica. Empresarios y contables coinciden hoy por completo en lo que significa el término capital. Se denomina capital a la cifra dineraria dedicada en un momento determinado a un determinado negocio, resultante de deducir del total valor monetario del activo el total valor monetario del pasivo. En este orden de ideas, no tiene importancia el que los bienes así valorados sean de una u otra condición; da lo mismo que se trate de terrenos, edificios, maquinaria, herramientas, mercaderías de todo orden, créditos, efectos comerciales, metálico o cualquier otro activo.

Cierto es que al principio los comerciantes, que a fin de cuentas fueron quienes sentaron las bases del cálculo económico, solían excluir del concepto de capital el valor de los terrenos y edificios explotados. Los agricultores, por su parte, también tardaron bastante en conceptuar sus predios como capital. Aún hoy en día, incluso en los países más adelantados, pocos son los agricultores que aplican a sus explotaciones rigurosas normas de contabilidad. La mayoría de ellos no toma en consideración el factor tierra ni la contribución del mismo a la producción. Los asientos de sus libros no hacen ninguna alusión al valor dinerario del terreno poseído, quedando por tanto sin reflejar las mutaciones que dicho valor pueda sufrir. Se trata, evidentemente, de una contabilidad defectuosa, ya que no nos proporciona la información que en definitiva buscamos mediante la contabilidad de capitales. En efecto, no nos proporciona ninguna información acerca de si durante el proceso agrícola ha sido perjudicada la capacidad productiva de la tierra, es decir, si ha descendido su valor de uso objetivo; nada nos dice sobre si la tierra ha sufrido desgaste a causa de una mala utilización, y así los datos contables arrojarán un beneficio (un rendimiento) superior al que reflejaría una contabilidad más precisa.

Convenía aludir a estas circunstancias históricas, ya que tuvieron gran importancia cuando los economistas trataron de definir el concepto de capital real.

Los economistas se hallaban y siguen hallándose ante la supersticiosa creencia de que se puede eliminar totalmente, o al menos en parte, la escasez de los factores de producción incrementando el dinero circulante o ampliando el crédito. Para abordar mejor este problema fundamental de la política económica, los economistas creyeron oportuno elaborar un concepto de capital real oponiéndole al concepto de capital que maneja el comerciante cuando mediante el cálculo pondera el conjunto de sus actividades crematísticas. Cuando los economistas comenzaron a interesarse por estas cuestiones existían graves dudas acerca de si el valor monetario del terreno debía ser comprendido en el concepto de capital. De ahí que optaran por excluir la tierra de su concepto de capital real, definido como el conjunto de factores de producción de que el actor dispone. Suscitáronse de inmediato discusiones de lo más bizantinas acerca de si los bienes de consumo del sujeto en cuestión son o no capital real. Por lo que al numerario se refiere, prácticamente todos convenían en que no debía ser estimado como tal.

Ahora bien, definir el capital como el conjunto disponible de medios de producción es una pura simpleza. En efecto, se puede determinar y totalizar el importe dinerario de los múltiples factores de producción que una determinada empresa utiliza; pero, si eliminamos las expresiones monetarias, ese conjunto de factores de producción no pasa de ser un mero catálogo de miles de bienes diferentes. Ningún interés tiene para la acción semejante inventario. Dicha relación no será más que pura descripción de un fragmento del universo, desde un punto de vista técnico o topográfico, carente de toda utilidad cuando se trata de incrementar el bienestar humano. Podemos aceptar el uso del término y seguir denominando bienes de capital a los medios de producción disponibles. Pero con ello ni se aclara ni se precisa el concepto de capital real.

El efecto más grave que provocó esa mítica idea de un capital real fue inducir a los economistas a cavilar sobre el artificioso problema de la denominada productividad del capital (real). Por definición, factor de producción es todo aquello que puede contribuir al éxito de un proceso de producción. Su precio de mercado refleja enteramente el valor que la gente atribuye a esta contribución. Los servicios que se esperan del empleo de un factor de producción (es decir, su contribución a la productividad) se pagan en las transacciones del mercado según el valor íntegro que la gente le atribuye. Tienen valor los factores de producción única y exclusivamente por esos servicios que pueden reportar; sólo por ese servicio se cotizan los factores en cuestión. Una vez abonado su precio, nada queda ya por pagar; todos los servicios productivos del bien en cuestión se hallan comprendidos en el precio de referencia. Fue un grave error explicar el interés como renta derivada de la productividad del capital[6].

Una segunda confusión no menos grave provocó esa idea del capital real. En efecto, se comenzó a pensar en un capital social distinto del capital privado. Partiendo de la imaginaria construcción de una economía socialista, se pretendía elaborar un concepto del capital que pudiera servir al director colectivista en sus actividades económicas. Los economistas suponían, con razón, que tendría aquél interés por saber si su gestión era acertada (valorada desde luego sobre la base de sus personales juicios de valor y de los fines que, a la luz de tales valoraciones, persiguiera) y por conocer cuánto podrían consumir sus administrados sin provocar merma en los factores de producción existentes, con la consiguiente minoración de la futura capacidad productiva. Para ordenar mejor su actuación, le convendría al jerarca servirse de los conceptos de capital y renta. Lo que sucede, sin embargo, es que, bajo una organización económica en la cual no existe la propiedad privada de los medios de producción y, por tanto, no hay ni mercado ni precios para los correspondientes factores, los conceptos de capital y renta son meros conceptos teóricos sin aplicabilidad práctica alguna. En una economía socialista existen bienes de capital, pero no hay capital.

La idea de capital sólo tiene sentido en la economía de mercado. Bajo el signo del mercado sirve para que los individuos, actuando libremente, separados o en agrupación, puedan decidir y calcular. Es un instrumento fecundo sólo en manos de capitalistas, empresarios y agricultores deseosos de cosechar ganancias y evitar pérdidas. No es una categoría de cualquier género de acción. Es una categoría del sujeto que actúa dentro de una economía de mercado.

3. EL CAPITALISMO

Todas las civilizaciones, hasta el presente, se han basado en la propiedad privada de los medios de producción. Civilización y propiedad privada fueron siempre de la mano. Quienes sostienen que la economía es una ciencia experimental y, no obstante, propugnan el control estatal de los medios de producción incurren en manifiesta contradicción. La única conclusión que de la experiencia histórica cabría deducir, admitiendo que ésta pueda decimos algo al respecto, es que la civilización va indefectiblemente unida a la propiedad privada. Ninguna demostración histórica se puede aducir en el sentido de que el socialismo proporcione un nivel de vida superior al del capitalismo[7].

Cierto es que, hasta ahora y de forma plena y pura, nunca se ha aplicado la economía de mercado. Ello no obstante, es indudable que a partir de la Edad Media ha venido prevaleciendo en Occidente una tendencia a ir paulatinamente aboliendo todas aquellas instituciones que perturban el libre funcionamiento de la economía de mercado. A medida que dicha tendencia progresaba, se multiplicaba la población y el nivel de vida de las masas alcanzaba cimas nunca antes conocidas ni soñadas. Creso, Craso, los Médicis y Luis XIV hubieran envidiado las comodidades de que hoy disfruta el obrero americano medio.

Los problemas que suscita el ataque lanzado por socialistas e intervencionistas contra la economía de mercado son todos de índole puramente económica, de tal suerte que sólo pueden ser abordados con arreglo a la técnica que en el presente libro pretendemos adoptar, es decir, analizando a fondo la actividad humana y todos los imaginables sistemas de cooperación social. El problema psicológico de por qué la gente denigra y rechaza el capitalismo, hasta el punto de motejar de «capitalista» cuanto les repugna y considerar, en cambio, «social» o «socialista» todo aquello que les agrada, es una interrogante cuya respuesta debe dejarse en manos de los historiadores. Hay otros temas que sí nos corresponde a nosotros abordar.

Los defensores del totalitarismo consideran el «capitalismo» como una lamentable adversidad, una tremenda desventura que un día cayera sobre la humanidad. Marx afirmaba que es una inevitable etapa por la que la evolución humana debe pasar, si bien no deja por ello de ser la peor de las calamidades; por suerte, la redención estaba a las puertas y pronto iba a ser liberado el hombre de tanta aflicción. Otros afirmaron que el capitalismo habría podido evitarse a la humanidad, si la gente hubiera sido moralmente más perfecta, lo que les habría inducido a adoptar mejores sistemas económicos. Todas estas posturas tienen un rasgo común: contemplan el capitalismo como si se tratara de un fenómeno accidental que se pudiera suprimir sin acabar al mismo tiempo con las condiciones imprescindibles para el desarrollo del pensamiento y la acción del hombre civilizado. Tales ideologías eluden cuidadosamente el problema del cálculo económico, lo cual les impide advertir las consecuencias que la ausencia del mismo provoca necesariamente. No se percatan de que el socialista, a quien de nada le serviría la aritmética para planear la acción, tendría una mentalidad y un modo de pensar radicalmente distintos al nuestro. Al tratar del socialismo no se puede silenciar este cambio mental, aun dejando de lado los perniciosos efectos que su implantación provocaría en lo que se refiere al bienestar material del hombre.

La economía de mercado es un modo de actuar, bajo el signo de la división del trabajo, que el hombre ha ingeniado. Pero de esta afirmación no se puede inferir que estemos ante un sistema puramente accidental y artificial, sustituible sin más por otro cualquiera. La economía de mercado es fruto de un dilatado proceso de evolución. El hombre, en su incansable afán por acomodar la propia actuación, del modo más perfecto posible, a las inalterables circunstancias del medio ambiente, logró al fin descubrir esta salida. La economía de mercado es, como si dijéramos, la estrategia que ha permitido al hombre prosperar triunfalmente desde el primitivo salvajismo hasta alcanzar la actual condición civilizada.

Muchos autores argumentan: el capitalismo es aquel orden económico que provocó los magníficos resultados que la historia de los últimos doscientos años registra; siendo ello así, no hay duda de que ya es hora de superar tal sistema, puesto que si ayer fue beneficioso no puede seguir siéndolo en la actualidad y, menos aún, en el futuro. Evidentemente, esta afirmación choca con los más elementales principios de la ciencia experimental. No es necesario volver sobre la cuestión de si en las disciplinas referentes a la actividad humana se pueden o no aplicar los métodos propios de las ciencias naturales experimentales, pues aun cuando resolviéramos afirmativamente la interrogante, sería absurdo argüir como lo hacen estos experimentalistas al revés. Las ciencias naturales razonan diciendo que si a fue ayer válido, mañana lo será también. En este terreno no se puede argumentar a la inversa y proclamar que puesto que a fue antes válido, no lo será ya en el futuro.

Se suele criticar a los economistas una supuesta despreocupación por la historia; en este sentido se afirma que glorifican la economía de mercado, considerándola como el patrón ideal y eterno de la cooperación social, y se les censura por circunscribir el estudio al de los problemas de la economía de mercado, despreciando todo lo demás. No inquieta a los economistas, se concluye, pensar que el capitalismo sólo surgió hace doscientos años, y que, aún hoy, tan sólo opera en un área relativamente pequeña del mundo y entre grupos minoritarios de la población. Hubo ayer y existen actualmente civilizaciones de mentalidad diferente que ordenan sus asuntos económicos de modo distinto del nuestro. El capitalismo, contemplado sub specie aeternitatis, no es más que un fenómeno pasajero, una efímera etapa de la evolución histórica, mera época de transición entre un pasado precapitalista y un futuro postcapitalista.

Todas estas críticas son falsas. Cierto que la economía no es una rama de la historia o de cualquier ciencia histórica. Es la disciplina que estudia la actividad humana, la teoría general de las inmutables categorías de la acción y de su desenvolvimiento en cualquier supuesto en que el hombre actúe. De ahí que sea la herramienta mental imprescindible cuando se trata de investigar problemas históricos o etnográficos. Pobre habrá de ser la obra del historiador o etnógrafo que no aplique en sus trabajos los conocimientos que la economía le brinda, pues tal teórico, pese a lo que posiblemente crea, no dejará de aplicar las ideas que desprecia como meras hipótesis. Retazos confusos e inexactos de superficiales teorías económicas tiempo ha descartadas, elaboradas por mentes desorientadas antes de la aparición de la ciencia económica, presidirán una labor que el investigador considerará imparcial, tanto en la recogida de los hechos, supuestamente auténticos, como en su ordenación y en las conclusiones que de ellos pretenda inferir.

El análisis de los problemas de la sociedad de mercado, única organización de la acción humana que permite aplicar el cálculo económico a la planificación de la acción, nos faculta para abordar el examen de todos los posibles modos de actuar, así como todas las cuestiones económicas con que se enfrentan los historiadores y los etnólogos. Los sistemas no capitalistas de dirección económica sólo pueden ser estudiados bajo el hipotético supuesto de que también ellos pueden recurrir a los números cardinales al evaluar la acción pretérita y al proyectar la futura. He ahí por qué los economistas colocan el estudio de la economía pura de mercado en el centro de su investigación.

No son los economistas, sino sus críticos, quienes carecen de «sentido histórico» e ignoran la evolución y el progreso. Los economistas siempre advirtieron que la economía de mercado es fruto de un largo proceso histórico que se inicia cuando la raza humana emerge de entre las filas de otros primates. Los partidarios de la corriente erróneamente denominada «historicista» se empeñan en desandar el camino que tan fatigosamente ha recorrido la evolución humana. De ahí que consideren artificiosas e incluso decadentes cuantas instituciones no puedan ser retrotraídas al más remoto pasado o, incluso, resulten desconocidas para alguna primitiva tribu de la Polinesia. Toda institución que los salvajes no hayan descubierto la tachan de inútil o degenerada. Marx, Engels y los germánicos profesores de la Escuela Histórica se entusiasmaban pensando que la propiedad privada era «sólo un fenómeno histórico». Tan palmaria verdad era para ellos prueba evidente de que sus planes socialistas eran realizables[8].

El genio creador no coincide con sus contemporáneos. En tanto en cuanto es adelantado de cosas nuevas y nunca oídas, por fuerza ha de repugnarle la sumisa aceptación con que sus coetáneos se atienen a las ideas y valores tradicionales. Es para él una pura estupidez el rutinario proceder del ciudadano corriente, del hombre medio y común. Considera por eso «lo burgués» sinónimo de imbecilidad[9]. Los artistas de segunda fila que disfrutan copiando los gestos del genio, deseosos de olvidar y disimular su propia incapacidad, adoptan también idénticas expresiones. Califican de «aburguesado» cuanto les molesta y, comoquiera que Marx asimilara el significado de «capitalista» al de «burgués», utilizan indistintamente ambos vocablos, términos que en todos los idiomas del mundo se aplican actualmente a cuanto parece vergonzoso, despreciable e infame[10]. Reservan, en cambio, el apelativo «socialista» para todo aquello que las masas consideran bueno y digno de alabanza. Con frecuencia suele hoy la gente comenzar por calificar arbitrariamente de «capitalista» aquello que les desagrada, sea lo que fuere, y a renglón seguido deducen de tal apelativo la ruindad del objeto en cuestión.

Esta confusión semántica va más lejos. Sismondi, los románticos defensores de las instituciones medievales, los autores socialistas, la Escuela Histórica Prusiana y el institucionalismo americano adoctrinaron a la gente en el sentido de que el capitalismo es un inicuo sistema de explotación en el que se sacrifican los vitales intereses de la mayoría para favorecer a unos pocos traficantes. Ninguna persona honrada puede apoyar régimen tan «insensato». Los economistas que aseguran no ser cierto que el capitalismo beneficia sólo a una minoría, sino que enriquece a todos, no son más que «sicofantes de la burguesía»; una de dos, o son obtusos en demasía para advertir la verdad, o son vendidos apologistas de los egoístas intereses de clase de los explotadores.

El capitalismo, para esos enemigos de la libertad, de la democracia y de la economía de mercado, es la política económica que favorece a las grandes empresas y a los millonarios. Ante el hecho de que —aun cuando no todos— haya capitalistas y enriquecidos empresarios que en la actualidad abogan por las medidas restrictivas de la competencia y del libre cambio que engendran los monopolios esos críticos argumentan como sigue. El capitalismo contemporáneo patrocina el proteccionismo, los carteles y la supresión de la competencia. Es cierto, agregan, que en cierto momento histórico el capitalismo británico propugnaba el comercio libre, tanto en la esfera interna como en la internacional; pero predicaba esa política porque entonces el librecambismo convenía a los intereses de clase de la burguesía inglesa. Comoquiera que, modernamente, las cosas han variado, las pretensiones de los explotadores al respecto también han cambiado.

Ya anteriormente se hacía notar cómo estas ideas chocan tanto con la teoría científica como con la realidad histórica[11]. Hubo y siempre habrá gentes egoístas cuya ambición les induce a pedir protección para sus conquistadas posiciones, en la esperanza de lucrarse mediante la limitación de la competencia. Al empresario que se nota envejecido y decadente y al débil heredero de quien otrora triunfara les asusta el ágil parvenu que sale de la nada para disputarles su riqueza y su eminente posición. Pero el que llegue a triunfar aquella pretensión de anquilosar el mercado y dificultar el progreso depende del ambiente social que a la sazón prevalezca. La estructura ideológica del siglo XIX, moldeada por las enseñanzas de los economistas liberales, impedía que prosperaran semejantes exigencias. Cuando los progresos técnicos de la época liberal revolucionaron la producción, el transporte y el comercio tradicionales, jamás se les ocurrió a los perjudicados por estos cambios reclamar proteccionismo, pues la opinión pública les hubiera avasallado. Sin embargo, hoy en día, cuando se considera deber del estado impedir que el hombre eficiente compita con el apático, la opinión pública se pone de parte de los poderosos grupos de presión que desean detener el desarrollo y el progreso económico. Los fabricantes de mantequilla con éxito notable dificultan la venta de margarina y los instrumentistas la de las grabaciones musicales. Los sindicatos luchan contra la instalación de toda maquinaria nueva. No es de extrañar que en tal ambiente los empresarios de menor capacidad reclamen protección contra la competencia de sus más eficientes rivales.

La realidad actual podría describirse así. Muchos o algunos sectores empresariales han dejado de ser liberales; no abogan por la auténtica economía de mercado y la libre empresa; reclaman, al contrario, todo género de intervenciones estatales en la vida de los negocios. Pero estos hechos no autorizan a afirmar que haya variado el capitalismo como concepto científico, ni que «el capitalismo en sazón» (mature capitalism) —como dicen los americanos— o «el capitalismo tardío» (late capitalism) —según la terminología marxista— se caracterice por propugnar medidas restrictivas tendentes a proteger los derechos un día adquiridos por los asalariados, los campesinos, los comerciantes, los artesanos, llegándose incluso a veces a defender los intereses creados de capitalistas y empresarios. El concepto de capitalismo, como concepto económico, es inmutable; si con dicho término algo se quiere significar, no puede ser otra cosa que la economía de mercado. Al trastrocar la nomenclatura, se descomponen los instrumentos semánticos que nos permiten abordar el estudio de los problemas que la historia contemporánea y las modernas políticas económicas suscitan. Bien a las claras resalta lo que se busca con ese confusionismo terminológico. Los economistas y políticos que a él recurren tan sólo pretenden impedir que la gente advierta qué es, en verdad, la economía de mercado. Quieren convencer a las masas de que «el capitalismo» es lo que provoca las desagradables medidas restrictivas que adopta el gobierno.

4. LA SOBERANÍA DEL CONSUMIDOR

En la sociedad de mercado corresponde a los empresarios la dirección de los asuntos económicos. Ordenan la producción. Son los pilotos que dirigen el navío. A primera vista, podría parecemos que son ellos los supremos árbitros. Pero no es así. Están sometidos incondicionalmente a las órdenes del capitán, el consumidor. Ni los empresarios ni los terratenientes ni los capitalistas deciden qué bienes deban ser producidos. Eso corresponde exclusivamente a los consumidores. Cuando el hombre de negocios no sigue, dócil y sumiso, las directrices que, mediante los precios del mercado, el público le marca, sufre pérdidas patrimoniales; se arruina y acaba siendo relevado de aquella eminente posición que ocupaba al timón de la nave. Otras personas, más respetuosas con los mandatos de los consumidores, serán puestas en su lugar.

Los consumidores acuden adonde les ofrecen a mejor precio las cosas que más desean; comprando y absteniéndose de hacerlo, determinan quiénes han de poseer y administrar las plantas fabriles y las explotaciones agrícolas. Enriquecen a los pobres y empobrecen a los ricos. Precisan con el máximo rigor lo que deba producirse, así como la cantidad y calidad de las mercancías. Son como jerarcas egoístas e implacables, caprichosos y volubles, difíciles de contentar. Sólo su personal satisfacción les preocupa. No se interesan ni por méritos pasados ni por derechos un día adquiridos. Abandonan a sus tradicionales proveedores en cuanto alguien les ofrece cosas mejores o más baratas. En su condición de compradores y consumidores, son duros de corazón, desconsiderados por lo que a los demás se refiere.

Sólo los vendedores de bienes del primer orden se hallan en contacto directo con los consumidores, sometidos a sus instrucciones de modo inmediato. Pero trasladan a los productores de los demás bienes y servicios los mandatos de los consumidores. Los productores de bienes de consumo, los comerciantes, las empresas de servicios públicos y los profesionales adquieren, en efecto, los bienes que necesitan para atender sus respectivos cometidos sólo de aquellos proveedores que los ofrecen en mejores condiciones. Porque si dejaran de comprar en el mercado más barato y no ordenaran convenientemente sus actividades transformadoras para dejar atendidas, del modo mejor y más barato posible, las exigencias de los consumidores, se verían suplantados, por terceros en sus funciones. Los reemplazarían otros más eficientes, capaces de comprar y de elaborar los factores de producción con técnica más depurada. Puede el consumidor dejarse llevar por caprichos y fantasías. En cambio, los empresarios, los capitalistas y los explotadores del campo están como maniatados; en todas sus actividades se ven constreñidos a acatar los mandatos del público comprador. En cuanto se apartan de las directrices trazadas por la demanda de los consumidores, perjudican sus intereses patrimoniales. La más ligera desviación, ya sea voluntaria, ya sea debida a error, torpeza o incapacidad, merma el beneficio o lo anula por completo. Cuando dicho apartamiento es de mayor alcance, aparecen las pérdidas, que volatilizan el capital. Sólo ateniéndose rigurosamente a los deseos de los consumidores pueden los capitalistas, los empresarios y los terratenientes conservar e incrementar su riqueza. No pueden incurrir en gasto alguno que los consumidores no estén dispuestos a reembolsarles pagando un precio mayor por la mercancía de que se trate. Al administrar sus negocios han de insensibilizarse y endurecerse, precisamente por cuanto los consumidores, sus superiores, son a su vez insensibles y duros.

En efecto, los consumidores determinan no sólo los precios de los bienes de consumo, sino también los precios de todos los factores de producción, fijando los ingresos de cuantos operan en el ámbito de la economía de mercado. Son ellos, no los empresarios, quienes, en definitiva, pagan a cada trabajador su salario, lo mismo a la famosa estrella cinematográfica que a la mísera fregona. Con cada centavo que gastan ordenan el proceso productivo y, hasta en los más mínimos detalles, la organización de los entes mercantiles. Por eso se ha podido decir que el mercado es una democracia en la cual cada centavo da derecho a un voto[12]. Más exacto sería decir que, mediante las constituciones democráticas, se aspira a conceder a los ciudadanos, en la esfera política, aquella misma supremacía que, como consumidores, les confiere el mercado. Aun así, el símil no es del todo exacto. En las democracias, sólo los votos depositados en favor del candidato triunfante gozan de efectiva trascendencia política. Los votos minoritarios carecen de influjo. En el mercado, por el contrario, ningún voto resulta vano. Cada céntimo gastado tiene capacidad específica para influir en el proceso productivo. Las editoriales atienden los deseos de la mayoría publicando novelas policíacas; pero también imprimen tratados filosóficos y poesía lírica, de acuerdo con apetencias minoritarias. Las panaderías producen no sólo los tipos de pan que prefieren las personas sanas, sino también aquellos otros que consumen quienes siguen especiales regímenes dietéticos. La elección del consumidor cobra virtualidad tan pronto como el interesado se decide a gastar el dinero preciso en la consecución de su objetivo.

Es cierto que en el mercado los consumidores no disponen todos del mismo número de votos. Los ricos pueden depositar más sufragios que los pobres. Ahora bien, dicha desigualdad no es más que el fruto de una votación previa. Dentro de una economía pura de mercado sólo se enriquece quien sabe atender los deseos de los consumidores. Y, para conservar su fortuna, el rico no tiene más remedio que perseverar abnegadamente en el servicio de estos últimos.

De ahí que los empresarios y quienes poseen los medios materiales de producción puedan ser considerados como unos meros mandatarios o representantes de los consumidores, cuyos poderes son objeto a diario de revocación o reconfirmación.

Sólo hay en la economía de mercado una excepción a esa total sumisión de la clase propietaria a la supremacía de los consumidores. En efecto, los precios de monopolio quiebran el dominio del consumidor.

El empleo metafórico de la terminología política

Las instrucciones dadas por los empresarios en la dirección de sus negocios son audibles y visibles. Cualquiera las advierte. Hasta el botones sabe quién manda y dirige la empresa. En cambio, se precisa una mayor perspicacia para captar la relación de dependencia en que se encuentra el empresario con respecto al mercado. Las órdenes de los consumidores no son tangibles, no las registran los sentidos corporales. De ahí que muchos sean incapaces de advertir su existencia, incurriendo en el grave error de suponer que empresarios y capitalistas vienen a ser autócratas irresponsables que a nadie dan cuenta de sus actos[13].

Esta mentalidad se originó en la costumbre de emplear, al tratar del mundo mercantil, términos y expresiones políticas y militares. Se suele denominar reyes o magnates a los empresarios más destacados y sus empresas se califican de imperios y reinos. Nada habría que oponer a tales expresiones si no fueran más que intrascendentes metáforas. Pero lo grave es que provocan graves falacias que perturban torpemente el pensamiento actual.

El gobierno no es más que un aparato de compulsión y de coerción. Su poderío le permite hacerse obedecer por la fuerza. El gobernante, ya sea un autócrata, ya sea un representante del pueblo, mientras goce de fuerza política, puede aplastar al rebelde.

Totalmente distinta a la del gobernante es la posición de empresarios y capitalistas en la economía de mercado. El «rey del chocolate» no goza de poder alguno sobre los consumidores, sus clientes. Se limita a proporcionarles chocolate de la mejor calidad al precio más barato posible. Desde luego, no gobierna a los adquirentes; antes al contrario, se pone a su servicio. No depende de él una clientela que libremente puede ir a comprar a otros comercios. Su hipotético «reino» se esfuma en cuanto los consumidores prefieren gastarse los cuartos con distinto proveedor. Menos aún «reina» sobre sus operarios. No hace más que contratar los servicios de éstos, pagándoles exactamente lo que los consumidores están dispuestos a reembolsarle al comprar el producto en cuestión. Los capitalistas y empresarios no conocen el poderío político. Hubo una época en que, en las naciones civilizadas de Europa y América, los gobernantes no intervenían seriamente en el funcionamiento del mercado. Esos mismos países se hallan hoy dirigidos por partidos hostiles al capitalismo, por gentes convencidas de que cuanto más perjudiquen los intereses de capitalistas y empresarios, tanto más prosperarán los humildes.

En un sistema de libre economía de mercado, ninguna ventaja pueden los capitalistas y empresarios derivar del cohecho de funcionarios y políticos. Por otra parte, éstos tampoco pueden coaccionar a aquéllos ni exigirles nada. En los países dirigistas, por el contrario, existen poderosos grupos de presión que bregan buscando privilegios para sus componentes, a costa siempre de otros grupos o personas más débiles. En tal ambiente, no es de extrañar que los hombres de empresa intenten protegerse contra los abusos administrativos comprando a los funcionarios. Es más, una vez habituados a este método, raro será que por su parte no busquen también privilegios personales sirviéndose del mismo. Pero ni siquiera esa solución de origen dirigista entre los funcionarios públicos y los empresarios arguye en el sentido de que estos últimos sean omnipotentes y gobiernen el país. Porque son los consumidores, es decir, los supuestamente gobernados, no los en apariencia gobernantes, quienes aprontan las sumas que luego se dedicarán a la corrupción y al cohecho.

Ya sea por razones morales, ya sea por miedo, en la práctica, la mayoría de los empresarios rehúye tan torpes maquinaciones. Por medios limpios y democráticos pretenden defender el sistema de empresa libre y protegerse contra las medidas discriminatorias. Forman asociaciones patronales e intentan influir en la opinión pública. Pero la verdad es que no son muy brillantes los resultados que de esta suerte han conseguido, como lo demuestra el triunfo por doquier de la política anticapitalista. Lo más que lograron fue retrasar momentáneamente la implantación de algunas medidas intervencionistas especialmente nocivas.

Los demagogos tergiversan esta situación del modo más burdo. Pregonan a los cuatro vientos que las asociaciones de banqueros e industriales son, en todas partes, los verdaderos gobernantes, que imperan incontestados en la llamada «plutodemocracia». Ahora bien, basta un simple repaso de la serie de leyes anticapitalistas dictadas durante las últimas décadas en todo el mundo para demostrar lo infundado de semejantes leyendas.

5. LA COMPETENCIA

Predominan en la naturaleza irreconciliables conflictos de intereses. Los medios de subsistencia resultan escasos. El incremento de las poblaciones animales tiende a superar las existencias alimenticias. Sólo sobreviven los más fuertes. Es implacable el antagonismo que surge entre la fiera que va a morir de hambre y aquella otra que le arrebata el alimento salvador.

La cooperación social bajo el signo de la división del trabajo elimina tales rivalidades. Desaparece la hostilidad y en su lugar surge la colaboración y la mutua asistencia que une a quienes integran la sociedad en una comunidad de empresa.

Cuando hablamos de competencia en el mundo zoológico nos referimos a esa rivalidad que surge entre los brutos en busca del imprescindible alimento. Podemos calificarla de competencia biológica, que no debe confundirse con la competencia social, es decir, la que se entabla entre quienes desean alcanzar los puestos mejores dentro de un orden basado en la cooperación. Puesto que la gente siempre estimará en más unos puestos que otros, los hombres competirán invariablemente entre sí tratando cada uno de superar a sus rivales. De ahí que no quepa imaginar tipo alguno de organización social dentro del cual no haya competencia. Para representamos un sistema sin competencia, habremos de imaginar una república socialista en la cual la ambición personal de los súbditos no facilitara indicación alguna al jefe acerca de sus respectivas aspiraciones cuando de asignar posiciones y cometidos se tratara. En esa imaginaria construcción, la gente sería totalmente apática e indiferente y nadie perseguiría ningún puesto específico, viniendo a comportarse como aquellos sementales que no compiten entre sí cuando el propietario elige a uno para cubrir a su mejor yegua. Tales personas, sin embargo, habrían dejado de ser hombres actuantes.

La competencia cataláctica es emulación entre gentes que desean mutuamente sobrepasarse. A pesar de ello, no se trata de una lucha, aun cuando es frecuente, tratándose de la competencia del mercado, hablar en sentido metafórico de «guerras», «conflictos», «ataques» y «defensas», «estrategias» y «tácticas». Conviene destacar que quienes pierden en esa emulación cataláctica no por ello resultan objeto de aniquilación; quedan simplemente relegados a otros puestos, más conformes con su ejecutoria e inferiores a los que habían pretendido ocupar.

En un sistema totalitario la competencia social se manifiesta en la pugna por conseguir los favores de quienes detentan el poder. En la economía de mercado, por el contrario, brota cuando los diversos vendedores rivalizan los unos con los otros por procurar a la gente los mejores y más baratos bienes y servicios, mientras los compradores porfían entre sí ofreciendo los precios más atractivos. Al tratar de esta competencia social, que podemos denominar competencia cataláctica, conviene guardarse de ciertos errores, por desgracia hoy en día harto extendidos.

Los economistas clásicos propugnaban la abolición de todas las barreras mercantiles que impedían a los hombres competir en el mercado. Tales medidas restrictivas —aseguraban dichos precursores— sólo servían para desviar la producción de los lugares más idóneos a otros de peor condición y para amparar al hombre ineficiente frente al de mayor capacidad, provocándose así una tendencia a la pervivencia de anticuados y torpes métodos de producción. Por tales vías lo único que se hacía era restringir la producción, con la consiguiente rebaja del nivel de vida. Para enriquecer a todo el mundo —concluían los economistas— todo el mundo debería ser libre de competir con los demás. En tal sentido emplearon el término libre competencia. No había nada de metafísico en el empleo del término libre. Abogaban por la supresión de cuantos privilegios vedaban el acceso a determinadas profesiones y a ciertos mercados. Vano es, por tanto, todo ese alambicado discurrir sobre las implicaciones metafísicas del adjetivo libre aplicado a la competencia; tales cuestiones no guardan relación alguna con el problema cataláctico que nos ocupa.

Tan pronto como entran en juego las condiciones naturales, la competencia sólo puede ser «libre» respecto a aquellos factores de producción que no son escasos y por lo tanto no son objeto de la acción humana. En el mundo cataláctico, la competencia se halla siempre limitada por la insoslayable escasez de todos los bienes y servicios económicos. Incluso en ausencia de las barreras institucionales erigidas con miras a restringir el número de posibles competidores, jamás las circunstancias permiten que todos puedan competir en cualquier sector del mercado, sea el que fuere. Sólo determinados grupos, relativamente restringidos, pueden entrar en competencia.

La competencia cataláctica —nota característica de la economía de mercado— es un fenómeno social. No implica derecho alguno, garantizado por el estado y las leyes, que posibilite a cada individuo elegir ad libitum el puesto que más le agrada en la estructura de la división del trabajo. Corresponde exclusivamente a los consumidores determinar la misión que cada persona haya de desempeñar en la sociedad. Comprando o dejando de comprar, los consumidores señalan la respectiva posición social de la gente. Tal supremacía no resulta menoscabada por privilegio alguno concedido a nadie en cuanto productor. El acceso a una determinada rama industrial virtualmente es libre, pero sólo se accede a la misma si los consumidores desean que sea ampliada la producción en cuestión o si los nuevos industriales son capaces de desplazar a los antiguos satisfaciendo de un modo mejor o más económico los deseos de los consumidores. Una mayor inversión de capital y trabajo, en efecto, únicamente resultaría oportuna si permitiera atender las más urgentes de las todavía insatisfechas necesidades de los consumidores. Si las explotaciones existentes bastan de momento, sería un evidente despilfarro invertir mayores sumas en la misma rama industrial, dejando desatendidas otras posibilidades más urgentes. La estructura de los precios es precisamente lo que induce a los nuevos inversores a atender nuevos cometidos.

Conviene subrayar este punto para poder comprender la raíz de muchas de las más frecuentes quejas que hoy se formulan acerca de la imposibilidad de competir. Hace unos cincuenta años solía decirse que no se podía competir con las compañías ferroviarias; es imposible asaltar sus conquistadas posiciones creando nuevas líneas competitivas; en el terreno del transporte terrestre, la libre competencia ha desaparecido. Pero la verdad era que, en términos generales, a la sazón bastaban las líneas existentes. Por lo tanto, era más rentable invertir los nuevos capitales en la mejora de los servicios ferroviarios ya existentes o en otros negocios antes que en la construcción de nuevos ferrocarriles. Pero ello en modo alguno impidió el progreso técnico del transporte. La magnitud y «poder económico» de las compañías ferroviarias no perturbó la aparición del automóvil ni del avión.

Lo mismo opina hoy la gente respecto a varias ramas mercantiles atendidas por grandes empresas: no se puede impugnar su posición, pues son demasiado grandes y poderosas. Pero competencia no significa que cualquiera pueda enriquecerse simplemente a base de imitar lo que los demás hacen. Significa, en cambio, oportunidad para servir a los consumidores de un modo mejor o más barato, oportunidad que no han de poder enervar quienes vean sus intereses perjudicados por la aparición del innovador. Lo que en mayor grado precisa ese nuevo empresario que quiere asaltar posiciones ocupadas por firmas de antiguo establecidas es inteligencia e imaginación. En el caso de que sus ideas permitan atender las necesidades más urgentes y todavía insatisfechas de los consumidores, o se pueda con ellas brindar a éstos precios más económicos que los exigidos por los antiguos proveedores, el nuevo empresario triunfará inexorablemente pese a la importancia y fuerza de las empresas existentes.

No hay que confundir la competencia cataláctica con los combates de boxeo o los concursos de belleza. Mediante tales luchas y certámenes lo que se pretende es determinar quién es el mejor boxeador o la muchacha más guapa. La función social de la competencia cataláctica, en cambio, no estriba en decidir quién sea el más listo, recompensándole con títulos y medallas. Lo único que se desea es garantizar la mejor satisfacción posible de los consumidores, dadas las específicas circunstancias económicas concurrentes.

La igualdad de oportunidades carece de importancia en los combates pugilísticos y en los certámenes de belleza, como en cualquier otra esfera en que se plantee competencia, ya sea de índole biológica o social. La inmensa mayoría, en razón a nuestra estructura fisiológica, tenemos vedado el acceso a los honores reservados a los grandes púgiles y a las reinas de la beldad. Son muy pocos los que en el mercado laboral pueden competir como cantantes de ópera o estrellas de la pantalla. Para la investigación teórica, las mejores oportunidades las tienen los profesores universitarios. Miles de ellos, sin embargo, pasan sin dejar rastro alguno en el mundo de las ideas y de los avances científicos, mientras muchos outsiders suplen con celo y capacidad su desventaja inicial y, mediante magníficos trabajos, logran conquistar fama.

Suele criticarse el que en la competencia cataláctica no sean iguales las oportunidades de todos los que en la misma intervienen. Los comienzos, posiblemente, sean más difíciles para el muchacho pobre que para el hijo del rico. Lo que pasa es que a los consumidores no les importan un bledo las respectivas bases de partida de sus suministradores. Les preocupa tan sólo conseguir la más perfecta satisfacción posible de las propias necesidades. Si la transmisión hereditaria funciona eficazmente, la prefieren a otros sistemas menos eficientes. Lo contemplan todo desde el punto de vista de la utilidad y el bienestar social y se desentienden de unos supuestos, imaginarios e impracticables derechos «naturales» que facultarían a los hombres para competir entre sí con las mismas oportunidades respectivas. La plasmación práctica de tales ideas implicaría, precisamente, dificultar la actuación de quienes nacieron dotados de superior inteligencia y voluntad, lo cual sería a todas luces absurdo.

Suele hablarse de competencia como antítesis del monopolio. En tales casos, sin embargo, el término monopolio se emplea con distintos significados que conviene precisar.

La primera acepción de monopolio, que es la más frecuente en el uso popular del término, supone que el monopolista, ya sea un individuo o un grupo, goza de control absoluto y exclusivo sobre alguno de los factores imprescindibles para la supervivencia humana. Tal monopolista podría condenar a la muerte por inanición a todos los que no obedecieran sus órdenes. Dictaría sus órdenes y los demás no tendrían otra alternativa que someterse o morir. Bajo tal monopolio ni habría mercado ni competencia cataláctica de género alguno. De un lado, estaría el monopolista, dueño y señor, y, de otro, el resto de los mortales, simples esclavos enteramente dependientes de los favores del primero. No es necesario insistir en este tipo de monopolio, totalmente ajeno a la economía de mercado. En la práctica, un estado socialista universal disfrutaría de ese monopolio total y absoluto; podría aplastar a cualquier oponente, condenándole a morir de hambre[14].

La segunda acepción del término monopolio difiere de la primera en que describe una situación compatible con las condiciones de una economía de mercado. El monopolista en este sentido es una persona o un grupo de individuos, que actúan de consuno, que controlan en exclusiva la oferta de determinada mercancía. Definido así el monopolio, su ámbito aparece en verdad extenso. Los productos industriales, aun perteneciendo a la misma clase, difieren entre sí. Los artículos de una factoría jamás son idénticos a los obtenidos en otra planta similar. Cada hotel goza, en su específico emplazamiento, de evidente monopolio. La asistencia de un médico o un abogado no es jamás idéntica a la de otro compañero de profesión. Salvo en el terreno de determinadas materias primas, artículos alimenticios y algunos otros bienes de uso muy extendido, el monopolio, en el sentido expuesto, aparece por doquier.

Ahora bien, el monopolio como tal carece de significación e importancia en el funcionamiento del mercado y en la determinación de los precios. Por sí solo no otorga al monopolista ventaja alguna en relación con la colocación de su producto. La propiedad intelectual concede a todo versificador un monopolio sobre la venta de sus poemas. Ello, sin embargo, no influye en el mercado. Pese a tal monopolio, frecuentemente ocurre que el bardo no halle a ningún precio comprador para su producción, viéndose finalmente obligado a vender sus libros al peso.

El monopolio en esta segunda acepción que estamos examinando sí influye en la estructura de los precios cuando la curva de la demanda de la mercancía monopolizada adopta una determinada configuración. Si las circunstancias concurrentes son tales que le permiten al monopolista cosechar un beneficio neto superior vendiendo menos a mayor precio que vendiendo más a precio inferior, surge el llamado precio de monopolio, más elevado de lo que lo sería el precio potencial del mercado en el caso de no existir tal situación monopolística. Los precios de monopolio son un factor de graves repercusiones en el mercado; por el contrario, el monopolio como tal no tiene trascendencia, cobrándola únicamente cuando con él aparecen los precios de monopolio.

Los precios que no son de monopolio suelen denominarse de competencia. Si bien es discutible la conveniencia de dicha calificación, como quiera que ha sido aceptada de modo amplio y general, sería difícil intentar ahora cambiarla. Debemos, sin embargo, procurar guardarnos contra una torpe interpretación de tal expresión. En efecto, sería un grave error deducir de la confrontación de los términos precios de monopolio y precios de competencia que aquéllos surgen cuando no hay competencia. Porque competencia cataláctica siempre existe en el mercado. Ejerce la misma influencia decisiva tanto en la determinación de los precios de monopolio como en la de los de competencia. Es precisamente la competencia que se entabla entre todas las demás mercancías por atraerse los dineros de los compradores la que da aquella configuración especial a la curva de la demanda que permite la aparición del precio de monopolio, impeliendo al monopolista a proceder como lo hace. Cuanto más eleve el monopolista su precio de venta, mayor será el número de potenciales compradores que canalizarán sus fondos hacia la adquisición de otros bienes. Todas las mercancías compiten entre sí en el mercado.

Hay quienes afirman que la teoría cataláctica de los precios de nada sirve cuando se trata de analizar el mundo real, por cuanto la competencia nunca fue en verdad «libre» o, al menos, no lo es ya en nuestra época. Yerran gravemente quienes así piensan[15]. Interpretan torcidamente la realidad y, a fin de cuentas, lo que sucede es que desconocen en qué consiste realmente la competencia. La historia de las últimas décadas es un rico muestrario de todo género de disposiciones tendentes a restringirla. Mediante tales disposiciones se ha querido privilegiar a ciertos sectores fabricantes, protegiéndoles contra la competencia de sus más eficientes rivales. Dicha política, en muchos casos, ha permitido la aparición de los presupuestos ineludibles para que surjan los precios de monopolio. En otros no fueron ésos los efectos provocados, vedándose simplemente a numerosos capitalistas, empresarios, campesinos y obreros el acceso a aquellos sectores desde los cuales hubieran servido mejor a sus conciudadanos. La competencia cataláctica, desde luego, ha sido gravemente restringida; a pesar de todo, operamos todavía bajo una economía de mercado, aunque siempre saboteada por la injerencia estatal y sindical. Pervive el sistema de la competencia cataláctica, si bien la productividad del trabajo ha quedado gravemente reducida.

Mediante tales medidas anticompetitivas lo que de verdad se quiere es reemplazar el capitalismo por un sistema de planificación socialista en el que no haya competencia cataláctica alguna. Los dirigistas, mientras vierten lágrimas de cocodrilo por la desaparición de la competencia, hacen cuanto pueden por abolir este nuestro «loco» sistema competitivo. En algunos países han alcanzado ya sus objetivos. En el resto del mundo, de momento, sólo han logrado restringir la competencia en determinados sectores e incrementarla en otras ramas mercantiles.

Las fuerzas que pretenden coartar la competencia desempeñan hoy un gran papel. Es un gran tema que la historia de nuestra época analizará en su día. La teoría económica, sin embargo, no tiene por qué dedicarle especial atención. El que florezcan por doquier las barreras tarifarias, los privilegios, los carteles, los monopolios estatales y los sindicatos es un hecho que la futura historia económica recogerá. Pero su interpretación no precisa de especiales teoremas.

6. LA LIBERTAD

Filósofos y juristas, una y otra vez, a lo largo de la historia del pensamiento humano, han pretendido definir y precisar el concepto de libertad, cosechando, sin embargo, bien pocos éxitos en estos sus esfuerzos.

La idea de libertad sólo cobra sentido en la esfera de las relaciones interhumanas. No han faltado, ciertamente, escritores que encomiaran una supuesta libertad originaria o natural, de la cual habría disfrutado el hombre mientras vivió en aquel quimérico «estado de naturaleza» anterior al establecimiento de las relaciones sociales. Pero lo cierto es que tales fabulosos individuos o clanes familiares, autárquicos e independientes, gozarían de libertad sólo mientras, en su deambular por la faz de la tierra, no vinieran a tropezarse con los contrapuestos intereses de otros más poderosos. En la desalmada competencia del mundo biológico el más fuerte lleva siempre la razón y el débil no puede más que entregarse incondicionalmente. Nuestros primitivos antepasados ciertamente no nacieron libres.

De ahí que, como decíamos, sólo en el marco de una organización social pueda hablarse con fundamento de libertad. Consideramos libre, desde un punto de vista praxeológico, al hombre cuando puede optar entre actuar de un modo o de otro, es decir, cuando puede personalmente determinar sus objetivos y elegir los medios que estime mejores. Sin embargo, la libertad humana se halla limitada inexorablemente tanto por las leyes físicas como por las leyes praxeológicas. Vano es para los humanos pretender alcanzar metas entre sí incompatibles. Hay placeres que provocan perniciosos efectos en los órganos físicos y mentales del hombre: si el sujeto se procura tales gratificaciones, sufrirá inexcusablemente sus consecuencias. Carecería de sentido decir que no es libre una persona simplemente porque no puede, digamos, drogarse sin sufrir los inconvenientes del caso. La gente reconoce y admite las limitaciones que las leyes físicas imponen; en cambio, se resiste por lo general a acatar la no menor inflexibilidad de las leyes praxeológicas.

El hombre no puede pretender, por un lado, disfrutar de las ventajas que implica la pacífica colaboración en sociedad bajo la égida de la división del trabajo y permitirse, por otro, actuaciones que forzosamente han de desintegrar tal cooperación. Ha de optar entre atenerse a aquellas normas que permiten el mantenimiento del régimen social o soportar la inseguridad y la pobreza típicas de la «vida arriesgada» en perpetuo conflicto de todos contra todos. Esta ley del convivir humano es no menos inquebrantable que cualquier otra ley de la naturaleza.

Y, sin embargo, existe notable diferencia entre los efectos provocados por la infracción de las leyes praxeológicas y la de las leyes físicas. Ambos tipos de normas son autoimpositivas en el sentido de que no precisan, a diferencia de las leyes promulgadas por el hombre, de poder alguno que cuide de su cumplimiento. Pero los efectos que el individuo provoca al incumplir unas y otras son distintos. Quien ingiere un veneno letal sólo se perjudica a sí mismo. En cambio, quien, por ejemplo, recurre al robo, desordena y perjudica a la sociedad en su conjunto. Mientras únicamente disfruta él de las ventajas inmediatas y a corto plazo de su acción, las perniciosas consecuencias sociales de la misma dañan a la comunidad toda. Precisamente consideramos delictivo tal actuar por resultar nocivo para la colectividad. Si la sociedad no evita esa conducta, se generalizará y hará imposible la convivencia, con lo que la gente se verá privada de todas las ventajas que supone la cooperación social.

Para que la cooperación social y la civilización puedan establecerse y pervivir, es preciso adoptar medidas que impidan a los seres antisociales destruir todo eso que el género humano consiguió a lo largo del dilatado proceso que va desde la época Neanderthal hasta nuestros días. Con miras a mantener esa organización social, gracias a la cual el hombre evita ser tiranizado por sus semejantes de mayor fuerza o habilidad, es preciso instaurar los sistemas represivos de la actividad antisocial. La paz pública —es decir, la evitación de una perpetua lucha de todos contra todos— sólo es asequible si se establece un orden en el que haya un ente que monopolice la violencia y disponga de una organización de mando y coerción, la cual, sin embargo, sólo debe intervenir cuando lo autoricen las leyes debidamente promulgadas, que, naturalmente, no deben confundirse ni con las físicas ni con las praxeológicas. Lo que caracteriza a todo orden social es precisamente la existencia de esa institución autoritaria e impositiva que denominamos gobierno.

Las palabras libertad y sumisión cobran sentido sólo cuando se enjuicia el modo de actuar del gobernante con respecto a sus súbditos. Sería estúpido decir que el hombre no es libre porque no puede impunemente preferir como bebida el cianuro potásico al agua. No menos errado sería negar la condición de libre al individuo a quien la acción estatal impide asesinar a sus semejantes. Mientras el gobierno, es decir, el aparato social de autoridad y mando, limita sus facultades de coerción y violencia a impedir la actividad antisocial, prevalece eso que acertadamente denominamos libertad. Lo único que en tal supuesto queda vedado al hombre es aquello que forzosamente ha de desintegrar la cooperación social y destruir la civilización retrotrayendo al género humano al estado prevalente cuando el homo sapiens hizo su aparición en el reino animal. Tal coerción no puede decirse que venga a limitar la libertad del hombre, pues, aun en ausencia de un estado que obligue a respetar la ley, no podría el individuo pretender disfrutar de las ventajas del orden social y al tiempo dar rienda suelta a sus instintos animales de agresión y rapacidad.

En una economía de mercado, es decir, en una organización social del tipo laissez faire, existe una esfera dentro de la cual el hombre puede optar por actuar de un modo o de otro, sin temor a sanción alguna. Cuando, en cambio, el gobierno extiende su campo de acción más allá de lo que exige el proteger a la gente contra el fraude y la violencia de los seres antisociales, restringe de inmediato la libertad del individuo en grado superior a aquél en que, por sí solas, la limitarían las leyes praxeológicas. Es por eso por lo que podemos calificar de libre el estado bajo el cual la discrecionalidad del particular para actuar según estime mejor no se halla interferida por la acción estatal en mayor medida de la que, en todo caso, lo estaría por las normas praxeológicas.

Consideramos, consecuentemente, libre al hombre en el marco de la economía de mercado. Lo es, en efecto, toda vez que la intervención estatal no cercena su autonomía e independencia más allá de lo que ya lo estarían en virtud de insoslayables leyes praxeológicas. A lo único que, bajo tal organización, el ser humano renuncia es a vivir como un irracional, sin preocuparse de la coexistencia de otros seres de su misma especie. A través del estado, es decir, del mecanismo social de autoridad y fuerza, se consigue paralizar a quienes por malicia, torpeza o inferioridad mental no logran advertir que determinadas actuaciones destructivas del orden social no sirven sino para, en definitiva, perjudicar tanto a sus autores como a todos los miembros de la comunidad.

Llegados a este punto, parece obligado examinar la cuestión, más de una vez suscitada, de si el servicio militar y la imposición fiscal suponen o no limitación de la libertad del hombre. Es cierto que, si por doquier fueran reconocidos los principios de la economía de mercado, no habría jamás necesidad de recurrir a la guerra y los pueblos vivirían en perpetua paz tanto interna como externa[16]. Pero la realidad de nuestro mundo consiste en que todo pueblo libre vive hoy bajo permanente amenaza de agresión por parte de diversas autocracias totalitarias. Si tal nación no quiere sucumbir, ha de hallarse en todo momento debidamente preparada para defender su independencia con las armas. Así las cosas, no puede decirse que aquel gobierno que obliga a todos a contribuir al esfuerzo común de repeler al agresor y, al efecto, impone el servicio militar a cuantos gozan de las necesarias fuerzas físicas está exigiendo más de lo que la ley praxeológica de por sí sola requeriría. El pacifismo absoluto e incondicionado, en nuestro actual mundo, pleno de matones y tiranos sin escrúpulos, implica entregarse en brazos de los más despiadados opresores. Quien ame la libertad debe hallarse siempre dispuesto a luchar hasta la muerte contra aquéllos que sólo desean suprimirla. Como quiera que, en la esfera bélica, los esfuerzos del hombre aislado resultan vanos, es forzoso encomendar al estado la organización de las oportunas fuerzas defensivas. Porque la misión fundamental del gobierno consiste en proteger el orden social no sólo contra los forajidos del interior, sino también contra los asaltantes de fuera. Quienes hoy se oponen al armamento y al servicio militar son cómplices, posiblemente sin que ellos mismos se den cuenta, de gente que sólo aspira a esclavizar al mundo entero.

La financiación de la actividad gubernamental, el mantenimiento de los tribunales, de la policía, del sistema penitenciario, de las fuerzas armadas exige la inversión de enormes sumas. Imponer a tal objeto contribuciones fiscales en modo alguno supone menoscabar la libertad que el hombre disfruta bajo una economía de mercado. No es necesario advertir que esta necesidad en ningún caso puede aducirse como justificación de esa tributación expoliatoria y discriminatoria a la que hoy recurren todos los sedicentes gobiernos progresistas. Conviene insistir sobre esto, ya que en esta nuestra época intervencionista, caracterizada por el continuo «avance» hacia el totalitarismo, lo normal es que los gobiernos empleen su poder tributario para desarticular la economía de mercado.

Toda ulterior actuación del estado, una vez ha adoptado las medidas necesarias para proteger debidamente el mercado contra la agresión, tanto interna como externa, no supone sino sucesivos pasos por el camino que indefectiblemente aboca al totalitarismo, donde la libertad desaparece por entero.

De libertad sólo disfruta quien vive en una sociedad contractual. La cooperación social, bajo el signo de la propiedad privada de los medios de producción, implica que el individuo, dentro del ámbito del mercado, no se vea constreñido a obedecer ni a servir a ningún jerarca. Cuando suministra y atiende a los demás, procede voluntariamente, con miras a que sus beneficiados conciudadanos también le sirvan a él. Se limita a intercambiar bienes y servicios, no realiza trabajos coactivamente impuestos, ni soporta cargas y gabelas. No es que ese hombre sea independiente. Depende de los demás miembros de la sociedad. Tal dependencia, sin embargo, es recíproca. El comprador depende del vendedor, y éste de aquél.

Numerosos escritores de los siglos XIX y XX, obsesivamente, pretendieron desnaturalizar y ensombrecer el anterior planteamiento, tan claro y evidente. El obrero —aseguraron— se encuentra a merced de su patrono. Cierto es que, en una sociedad contractual, el patrono puede despedir al asalariado. Lo que pasa es que, en cuanto de modo extravagante y arbitrario haga uso de ese derecho, lesionará sus propios intereses patrimoniales. Se perjudicará a sí mismo al despedir a un buen operario, tomando en su lugar otro de menor capacidad. El funcionamiento del mercado no impide de un modo directo lesionar caprichosamente al semejante; se limita a castigar una tal conducta. El tendero, si quiere, puede tratar con malos modos a su clientela, bien entendido que habrá de atenerse a las consecuencias. Los consumidores, por simple manía, pueden rehuir y arruinar a un buen suministrador, pero habrán de soportar el correspondiente coste. No es la compulsión y coerción ejercidas por gendarmes, verdugos y jueces lo que en el ámbito de mercado constriñe a todos a servir dócilmente a los demás, domeñando el innato impulso hacia la despótica perversidad; es el propio egoísmo lo que induce a la gente a proceder de esa manera. El individuo que forma parte de una sociedad contractual es libre por cuanto sólo sirviendo a los demás se sirve a sí mismo. La escasez, fenómeno natural, es el único dogal que le domeña. Por lo demás, en el ámbito del mercado es libre.

No hay más libertad que la que engendra la economía de mercado. En una sociedad hegemónica y totalitaria, el individuo goza de una sola libertad que no le puede ser cercenada: la del suicidio.

El estado, es decir, el aparato social de coerción y compulsión, por fuerza ha de ser un vínculo hegemónico. Si los gobernantes estuvieran facultados para ampliar ad libitum su esfera de poder, podrían aniquilar el mercado, reemplazándolo por un socialismo totalitario. Para evitarlo, es preciso limitar el poder del estado. He ahí el objetivo que persiguen todas las constituciones, leyes y declaraciones de derechos. Conseguirlo fue la aspiración del hombre en todas las luchas que ha mantenido por la libertad.

En este sentido tienen razón los enemigos de la libertad al calificarla de invento «burgués» y al denigrar como puramente negativas las medidas ingeniadas para protegerla mejor. En la esfera del estado y del gobierno, cada libertad implica una específica restricción impuesta al ejercicio del poder político.

No habría sido necesario ocuparnos de estos hechos si no fuera porque los partidarios de la abolición de la libertad provocaron deliberadamente en esta materia una confusión semántica. Advertían que sus esfuerzos habían de resultar vanos si abogaban lisa y llanamente por un régimen de sujeción y servidumbre. El ideal de libertad gozaba de tal prestigio que ninguna propaganda podía menguar su popularidad. Desde tiempos inmemoriales, Occidente ha valorado la libertad como el bien más precioso. La preeminencia occidental se basó precisamente en esa su obsesiva pasión por la libertad, ideal social totalmente desconocido por los pueblos orientales. La filosofía social de Occidente es esencialmente la filosofía de la libertad. La historia de Europa, así como la de aquellos pueblos que formaron emigrantes europeos y sus descendientes en otras partes del mundo, casi no es más que una continua lucha por la libertad. Un individualismo «a ultranza» caracteriza a nuestra civilización. Ningún ataque lanzado directamente contra la libertad individual podía prosperar.

De ahí que los defensores del totalitarismo prefirieran adoptar otra táctica. Se dedican a tergiversar el sentido de las palabras. Califican de libertad auténtica y genuina la de quienes viven bajo un régimen que no concede a sus súbditos más derechos que el de obedecer. En Estados Unidos, se llaman a sí mismos verdaderos liberales porque se esfuerzan en implantar semejante orden social. Califican de democráticos los dictatoriales métodos rusos de gobierno; aseguran que el régimen de violencia y coacción propugnado por los sindicatos es «democracia industrial»; afirman que es libre la persona cuando sólo al gobierno compete decidir qué libros o revistas podrán publicarse; definen la libertad como el derecho a proceder «rectamente», reservándose en exclusiva la facultad de determinar qué es «lo recto». Sólo la omnipotencia gubernamental asegura, en su opinión, la libertad. Luchar por la libertad, para ellos, consiste en conceder a la policía poderes omnímodos.

La economía de mercado, proclaman estos sedicentes liberales, otorga libertad tan sólo a una clase: a la burguesía, integrada por parásitos y explotadores. Estos bergantes gozan de libertad plena para esclavizar a las masas. El trabajador no es libre; trabaja sólo para enriquecer al amo, al patrono. Los capitalistas se apropian de aquello que, con arreglo a inalienables e imprescriptibles derechos del hombre, corresponde al obrero. El socialismo proporcionará al trabajador libertad y dignidad verdaderamente humanas al impedir que el capital siga esclavizando a los humildes. Socialismo significa emancipar al hombre común; quiere decir libertad para todos. Y, además, representa riqueza para todos.

Estas ideas han podido triunfar porque no se les opuso eficaz crítica racional. Hubo, ciertamente, economistas que supieron demostrar brillantemente sus crasos errores e íntimas contradicciones. Pero la gente prefiere ignorar las enseñanzas de la economía y, además, los argumentos normalmente esgrimidos frente al socialismo por el político o el escritor medio son flojos o irrelevantes. Es inútil aducir un supuesto «derecho natural» del individuo a la propiedad cuando el contrincante lo que predica es que la igualdad de rentas es el «derecho natural» fundamental de la gente. Es imposible resolver por esa vía tales controversias. A nada conduce atacar al socialismo criticando simples circunstancias y detalles sin trascendencia del programa marxista. No es posible refutar el socialismo limitándose a atacar su posición frente a la religión, el matrimonio, el control de la natalidad, el arte, etc. Aparte de que, en estas materias, frecuentemente los propios críticos del socialismo también se equivocan.

Pese a esos graves errores de muchos defensores de la libertad económica, no era posible a la larga escamotear a todos la realidad íntima del socialismo. Incluso los más fanáticos planificadores se vieron obligados a admitir que su programa implicaba abolir muchas de las libertades que la gente disfruta bajo el capitalismo y la «plutodemocracia». Al verse dialécticamente vencidos, inventaron un nuevo subterfugio. La única libertad que es preciso abolir, dijeron, es esa falsa libertad «económica» de los capitalistas que tanto perjudica a las masas. Toda libertad ajena a la esfera puramente «económica» no sólo se mantendrá, sino que prosperará. «Planificar para la libertad» («Planning for Freedom») es el último eslogan ingeniado por los partidarios del totalitarismo y de la rusificación de todos los pueblos.

La falacia de este argumento deriva de la espuria distinción entre el mundo «económico» y el mundo «no económico». A este respecto, no es preciso agregar nada a lo ya dicho en otras partes de este libro. Sin embargo, hay un punto sobre el que sí conviene insistir.

La libertad de que disfrutó la gente en los países democráticos de Occidente durante la época del viejo liberalismo no fue producto de las constituciones, las declaraciones de derechos del hombre, las leyes o los reglamentos. Mediante tales documentos se aspiraba simplemente a proteger la libertad surgida del funcionamiento de la economía de mercado contra los atropellos de los funcionarios públicos. No hay gobierno ni constitución alguna que pueda por sí garantizar la libertad si no ampara y defiende las instituciones fundamentales en que se basa la economía de mercado. Gobernar implica siempre recurrir a la coacción y a la fuerza, por lo cual, inevitablemente, la acción estatal viene a ser la antítesis de la libertad. El gobierno aparece como defensor de la libertad y su acción resulta compatible con el mantenimiento de ésta sólo cuando se delimita y restringe convenientemente la órbita estatal en provecho de la libertad económica. Las leyes y constituciones más generosas, cuando desaparece la economía de mercado, no son más que letra muerta.

La libertad que bajo el capitalismo conoce el hombre es fruto de la competencia. El obrero, para trabajar, no ha de ampararse en la magnanimidad de su patrono. Si éste no le admite, encontrará a muchos deseosos de contratar sus servicios[17]. El consumidor tampoco se halla a merced del suministrador. Puede perfectamente acudir al que más le plazca. Nadie tiene por qué besar las manos ni temer la iracundia de los demás. Las relaciones interpersonales son de carácter mercantil. El intercambio de bienes y servicios es siempre mutuo; ni al vender ni al comprar se pretende hacer favores; el egoísmo personal de ambos contratantes origina la transacción y el recíproco beneficio.

Cierto es que el individuo, en cuanto se lanza a producir, pasa a depender de la demanda de los consumidores, ya sea de modo directo, como es el caso del empresario, ya sea indirectamente, como sucede con el obrero. Pero esta sumisión a la voluntad de los consumidores en modo alguno es absoluta. Nada le impide a uno rebelarse contra tal soberanía si, por razones subjetivas, prefiere hacerlo. En el ámbito del mercado, todo el mundo tiene derecho, sustancial y efectivo, a oponerse a la opresión. Nadie se ve constreñido a producir armas o bebidas alcohólicas, si ello disgusta a su conciencia. Quizás el atenerse a esas convicciones pueda costar caro; ahora bien, no hay objetivo alguno en este mundo cuya consecución no sea costosa. Queda en manos del interesado el optar entre el bienestar material, de un lado, y lo que él considera su deber, de otro. Dentro de la economía de mercado, cada uno es árbitro supremo en lo atinente a su satisfacción personal[18].

La sociedad capitalista no cuenta con otro medio para obligar a la gente a cambiar de ocupación o de lugar de trabajo que el de recompensar con mayores ingresos a quienes acatan dócilmente los deseos de los consumidores. Es precisamente esta inducción la que muchos estiman insoportable, confiando que desaparecerá bajo el socialismo. Quienes así piensan son obtusos en exceso para advertir que la única alternativa posible estriba en otorgar a las autoridades plenos poderes para que, sin apelación, decidan en qué cometidos y en qué lugar haya de trabajar cada uno.

No es menos libre el individuo en cuanto consumidor. Resuelve él, de modo exclusivo, qué cosas le agradan más y cuáles menos. Es él personalmente quien decide cómo ha de gastar su dinero.

Sustituir la economía de mercado por la planificación económica implica anular toda libertad y deja al individuo un único derecho: el de obedecer. Las autoridades, que gobiernan los asuntos económicos, vienen a controlar efectivamente la vida y las actividades todas del hombre. Erígense en único patrono. El trabajo, en su totalidad, equivale a trabajo forzado, ya que el asalariado ha de conformarse con lo que el superior se digne concederle. La jerarquía económica dispone qué cosas pueden consumir las masas y en qué cuantía. En ningún sector de la vida humana las decisiones obedecen a los juicios personales de valoración. Las autoridades asignan su tarea a cada uno; le adiestran para la misma y se sirven de él donde y como mejor creen.

Tan pronto como se anula esa libertad económica que el mercado confiere a quienes en él participan, todas las libertades políticas, todos los derechos del hombre, se convierten en pura farsa. El habeas corpus y la institución del jurado se convierten en simple superchería cuando, bajo el pretexto de que así se sirve mejor los supremos intereses económicos, las autoridades pueden, sin apelación, deportar al polo o al desierto o condenar a trabajos forzados de por vida a quien les desagrade. La libertad de prensa no es más que vana entelequia cuando el poder público controla efectivamente las imprentas y fábricas de papel, y lo mismo sucede con todos los demás derechos del hombre.

La gente es libre en aquella medida en que cada uno puede organizar su vida como considere mejor. Las personas cuyo futuro depende del criterio de unas autoridades inapelables, que monopolizan toda posibilidad de planear, no son, desde luego, libres en el sentido que al vocablo atribuyó todo el mundo hasta que la revolución semántica de nuestros días produjera la moderna confusión de las lenguas.

7. LA DESIGUALDAD DE RENTAS Y PATRIMONIOS

La desigualdad de rentas y patrimonios es una nota típica de la economía de mercado.

Muchos autores han hecho notar la incompatibilidad de la libertad y la igualdad de rentas y patrimonios. No es necesario examinar aquí los argumentos emocionales que se esgrimen en tales escritos. Tampoco vale la pena entrar a dilucidar si la renuncia a la libertad permitiría uniformar rentas y patrimonios, ni inquirir si la sociedad podría pervivir sobre la base de semejante igualdad. De momento nos interesa tan sólo examinar la función que en la sociedad de mercado desempeña esa desigualdad de ingresos y fortunas.

En la sociedad de mercado se recurre a la coacción y compulsión directa sólo para atajar las acciones perjudiciales para la cooperación social. Por lo demás, la policía no interfiere en la vida de los ciudadanos. Quien respeta la ley no tiene por qué temer a la autoridad pública. La presión necesaria para inducir a la gente a contribuir al esfuerzo productivo común se ejerce a través de los precios del mercado. Dicha inducción es de tipo indirecto; consiste en premiar la contribución de cada uno a la producción proporcionalmente al valor que los consumidores atribuyen a la misma. Sobre la base de recompensar las diversas actuaciones individuales con arreglo a su respectivo valor, se deja que cada uno decida libremente en qué medida va a emplear sus facultades y conocimientos para servir a su prójimo. Por supuesto, este método no compensa la posible incapacidad personal del sujeto. Pero induce a todo el mundo a aplicar sus conocimientos y aptitudes, cualesquiera que sean, con el máximo celo.

La única alternativa a ese apremio crematístico del mercado es aplicar la coacción y compulsión directa de la fuerza policial. Las autoridades deben decidir por sí solas qué cantidad y tipo de trabajo debe realizar cada uno. Puesto que las condiciones personales de la gente son distintas, el mando tiene que valorar previamente la capacidad individual de todos los ciudadanos. De este modo el hombre queda asimilado al recluso, a quien se le asigna una determinada tarea, y, cuando el sujeto no cumple con el trabajo asignado a gusto de la autoridad, recibe el oportuno castigo.

Es importante advertir la diferencia entre recurrir a la violencia para evitar la acción criminal y la coacción empleada para obligar a una persona a cumplir determinada tarea. En el primer caso, lo único que se exige al individuo es que no realice un cierto acto, taxativamente precisado por la ley. Generalmente, es fácil comprobar si el mandato legal ha sido o no respetado. En el segundo supuesto, por el contrario, se obliga al sujeto a realizar determinada obra; la ley le exige, de un modo indefinido, aportar su capacidad laboral, correspondiendo al jerarca el decidir cuándo ha sido debidamente cumplimentada la orden. El interesado debe atenerse a los deseos de la superioridad, resultando extremadamente arduo decidir si la empresa que el poder ejecutivo encomienda al actor se adapta a sus facultades y si la misma se ha realizado poniendo el sujeto de su parte cuanto puede. La conducta y la personalidad del ciudadano quedan sometidas a la voluntad de las autoridades. Cuando, en la economía de mercado, se trata de enjuiciar una acción criminal, el acusador ha de probar la responsabilidad del encartado; tratándose, en cambio, de la realización de un trabajo forzado, es el propio acusado quien debe mostrar que la labor era superior a sus fuerzas y que ha puesto de su parte cuanto podía. En la persona del jerarca económico se confunden las funciones de legislador y de ejecutor de la norma legal; las de fiscal y juez. El «acusado» está a la merced del funcionario. Eso es lo que la gente entiende por falta de libertad.

Ningún sistema de división social del trabajo puede funcionar sin un mecanismo que apremie a la gente a trabajar y a contribuir al común esfuerzo productivo. Si no se quiere que dicha inducción sea practicada por la propia estructura de los precios del mercado y la correspondiente diversidad de rentas y fortunas, es preciso recurrir a la violencia, es decir, a los métodos de opresión típicamente policiales.

8. LA PÉRDIDA Y LA GANANCIA EMPRESARIAL

El beneficio, en sentido amplio, es la ganancia derivada de la acción; es el incremento de satisfacción (reducción de malestar) alcanzado; es la diferencia entre el mayor valor atribuido al resultado logrado y el menor asignado a lo sacrificado para conseguirlo. En otras palabras, beneficio es igual a rendimiento menos coste. La acción tiene invariablemente por objetivo obtener beneficio. Cuando, mediante nuestra actividad, no logramos alcanzar la meta propuesta, el rendimiento, o bien no es superior al coste invertido, o bien resulta inferior al mismo; supuesto éste en que aparece la pérdida, o sea, la disminución de nuestro estado de satisfacción.

Pérdidas y ganancias, en este primer sentido, son fenómenos puramente psíquicos y como tales no pueden ser objeto de medida ni hay forma semántica alguna que permita al sujeto describir a terceros su intensidad. Puede una persona decir que a le gusta más que b; pero le resulta imposible, a no ser de manera muy vaga e imprecisa, indicar en cuanto supera la satisfacción derivada de a a la provocada por b.

En la economía de mercado, todas aquellas cosas que son objeto de compraventa por dinero tienen sus respectivos precios monetarios. A la luz del cálculo monetario, el beneficio aparece como superávit entre el montante cobrado y las sumas invertidas, mientras que las pérdidas equivalen a un excedente del dinero gastado con respecto a lo percibido. De este modo se puede cifrar tanto la pérdida como la ganancia en concretas sumas dinerarias. Puede decirse, en términos monetarios, cuánto ha ganado o perdido cada actor. No obstante, esta afirmación para nada alude a la pérdida o la ganancia psíquica del interesado; se refiere exclusivamente a un fenómeno social, al valor que a la contribución del actor al esfuerzo común conceden los demás miembros de la sociedad. Nada cabe, en este sentido, predicar acerca del incremento o disminución de la satisfacción personal del sujeto ni acerca de su felicidad. Nos limitamos a consignar en cuánto valoran los demás su contribución a la cooperación social. En definitiva, la valoración es función del deseo de todos y cada uno de los miembros de la sociedad por alcanzar el máximo beneficio psíquico posible. Es la resultante del combinado efecto de todos los juicios subjetivos y las valoraciones personales de la gente tal como quedan reflejadas en el mercado a través de la conducta de cada uno. Sin embargo, esta valoración no debe confundirse con los juicios de valor propiamente dichos.

No podemos ni siquiera imaginar un mundo en el cual la gente actuara sin perseguir beneficio psíquico alguno y donde la acción no provocara la correspondiente ganancia o pérdida[19]. En la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme no existen, ciertamente, ni beneficios ni pérdidas dinerarias totales. Pero no por ello deja el actor de derivar provecho propio de su actuar, pues en otro caso no habría actuado. El ganadero alimenta y ordeña a sus vacas y vende la leche, ya que valora en más las cosas que puede comprar con el dinero así obtenido que los costes que para ello ha tenido que afrontar. La ausencia tanto de ganancias como de pérdidas monetarias que se registra en el sistema de giro uniforme se debe a que, dejando de lado el mayor valor de los bienes presentes con respecto a los bienes futuros, el precio íntegro de todos los factores complementarios requeridos para la producción de que se trate es exactamente igual al precio del producto terminado.

En el cambiante mundo de la realidad, continuamente reaparecen disparidades entre ese total formado por los precios de los factores complementarios de producción y el precio del producto terminado. Son tales disparidades las que provocan la aparición de beneficios y pérdidas dinerarias. Más adelante veremos cómo dichas diferencias afectan a quienes venden trabajo o factores originales (naturales) de producción y a los capitalistas que prestan su dinero. De momento, limitamos nuestra atención a las pérdidas y a las ganancias empresariales. Es a ellas a las que la gente alude cuando, en lenguaje vulgar, se habla de pérdidas y ganancias.

El empresario, como todo hombre que actúa, es siempre un especulador. Pondera circunstancias futuras, y por ello invariablemente inciertas. El éxito o fracaso de sus operaciones depende de la justeza con que haya discernido tales inciertos eventos. Está perdido si no logra entrever lo que mañana sucederá. La única fuente de la que brota el beneficio del empresario es su capacidad para prever, con mayor justeza que los demás, la futura demanda de los consumidores. Si todo el mundo fuera capaz de anticipar correctamente el futuro estado del mercado en lo que respecta a determinada mercancía, el precio de la misma coincidiría, desde ahora, con el precio de los factores de producción necesarios. Ni pérdidas ni beneficios tendrían quienes se lanzasen a dicha fabricación.

La función empresarial típica consiste en determinar el empleo que deba darse a los factores de producción. El empresario es aquella persona que da a cada uno de ellos su destino específico. Su egoísta deseo de cosechar beneficios y acumular riquezas le impele a proceder de tal suerte. Pero nunca puede eludir la ley del mercado. Para cosechar éxitos, no tiene más remedio que atender los deseos de los consumidores del modo más perfecto posible. Las ganancias dependen de que éstos aprueben su conducta.

Conviene distinguir netamente las pérdidas y las ganancias empresariales de otras circunstancias que pueden influir en los ingresos del empresario.

Su capacidad técnica o sus conocimientos científicos no tienen ningún influjo en la aparición de la pérdida o la ganancia típicamente empresarial. El incremento de los ingresos y beneficios del empresario debido a su propia competencia tecnológica, desde un punto de vista cataláctico, no puede considerarse más que como una pura retribución a determinado servicio. Estamos, a fin de cuentas, ante un salario pagado al empresario por una determinada contribución laboral. De ahí que igualmente carezca de importancia, por lo que atañe a las ganancias y pérdidas propiamente empresariales, el que, debido a circunstancias técnicas, a veces los procesos de producción no generen el resultado apetecido. Tales fracasos pueden ser evitables o inevitables. En el primer caso, aparecen por haberse aplicado una técnica imperfecta. Las pérdidas resultantes han de achacarse a la personal incapacidad del empresario, es decir, a su ignorancia técnica o a su inhabilidad para procurarse los oportunos asesores. En el segundo supuesto, el fracaso se debe a que, de momento, los conocimientos humanos no permiten controlar las circunstancias de las que depende el éxito. Y esto puede acontecer, ya sea porque ignoremos, en grado mayor o menor, qué factores provocan el efecto apetecido, ya sea porque no podamos controlar algunas de dichas circunstancias pese a sernos conocidas. En el precio de los factores de producción se descuenta esa imperfección de nuestros conocimientos y habilidades técnicas. El precio de la tierra de labor refleja de antemano el hecho de que la cosecha pueda a veces perderse; en consecuencia, el terreno de cultivo se valora con arreglo al previsto futuro rendimiento medio de la parcela. Por lo mismo, tampoco influye en las ganancias y pérdidas empresariales el que la ruptura de algunas botellas restrinja el volumen de vino de champaña producido. Ese hecho es un factor más de los que determinan los costes de producción y los precios del champaña[20].

Los accidentes que afectan al proceso de producción, a los medios o a los productos terminados mientras sigan éstos en poder del empresario son un capítulo más de los costes de producción. La experiencia que proporcionan al interesado los conocimientos técnicos le informa también acerca de la disminución media de la producción industrial que dichos accidentes pueden provocar. Mediante las oportunas previsiones contables, trasmuta tales azares en costes regulares de producción. Cuando se trata de siniestros raros y en exceso impredecibles para que una empresa corriente pueda preverlos, se asocian los comerciantes formando un grupo suficientemente amplio que permita abordar el problema. Se agrupan para afrontar el peligro de incendio, de inundación y otros siniestros análogos. En tales casos, las primas de los seguros sustituyen a los fondos de previsión antes mencionados. Conviene notar que la posibilidad de riesgos y accidentes en ningún caso suscita incertidumbre en el desenvolvimiento de los progresos tecnológicos[21]. Si el empresario deja de tomar debidamente en cuenta dichas posibilidades, no hace más que subrayar su ignorancia técnica. Las pérdidas que, en su consecuencia, soporte habrán de achacarse exclusivamente a semejante impericia, nunca a su actuación como tal empresario.

La eliminación de los empresarios incapaces de dar a sus empresas el grado adecuado de eficiencia tecnológica o cuya ignorancia tecnológica vicia el cálculo de costes se realiza en el mercado por los mismos cauces que se siguen para apartar del mundo de los negocios a quienes fracasan en las actuaciones típicamente empresariales. Puede suceder que determinado empresario acierte de tal modo en su función empresarial que logre compensar las pérdidas provocadas por sus errores técnicos. A la inversa, también se dan casos de empresarios que logran compensar sus equivocaciones de índole empresarial con una extraordinaria pericia técnica o manifiesta superioridad de la renta diferencial de los factores de producción que emplea. En todo caso, conviene separar y distinguir las diversas funciones que deben atenderse en la gestión de una empresa. El empresario de superior capacidad técnica gana más que otro de inferior preparación, por lo mismo que el obrero mejor dotado percibe más salario que su compañero de menor eficacia. La máquina más perfecta o la parcela más fértil rinden más por unidad de coste; es decir, comparativamente a la máquina menos eficiente o a la tierra de menor feracidad, las primeras producen una renta diferencial. Ese mayor salario y esa mayor renta es, ceteris paribus, la consecuencia de una producción material superior. En cambio, las ganancias y pérdidas específicamente empresariales no son función de la cantidad material producida. Dependen exclusivamente de haber sabido adaptar la producción a las más urgentes necesidades de los consumidores. Su cuantía no es sino consecuencia de la medida en que el empresario acierta o se equivoca al prever el futuro estado —por fuerza incierto— del mercado.

El empresario está expuesto también a riesgos políticos. Las actuaciones gubernamentales, las revoluciones y las guerras pueden perjudicar o arruinar sus negocios. Tales acontecimientos, sin embargo, no le atañen a él solo; afectan a todo el mercado y al conjunto de la gente, si bien a unos más y a otros menos. Son para el empresario simples circunstancias que no está en su mano alterar. Si es hábil, sabrá anticiparse oportunamente a ellas. Naturalmente, no siempre podrá ordenar su proceder de suerte que evite las pérdidas. Cuando los peligros vislumbrados afecten a una parte sólo de la zona geográfica en que opera, podrá replegarse a territorios menos amenazados. Ahora bien, si, por cualquier razón, no puede huir, nada podrá hacer. Aun cuando todos los empresarios estuvieran convencidos de la inminencia de la victoria bolchevique, no por ello abandonarían las actividades empresariales. El prever la inmediata acción confiscatoria induciría a los capitalistas a consumir sus haberes. Los empresarios acomodarían sus actuaciones a la situación del mercado provocada por este consumo de capital y la amenaza de nacionalización de sus industrias y comercios. Pero no por ello dejarían de actuar. Aun en el caso de que algunos abandonaran la palestra, otros —gentes nuevas o empresarios antiguos que ampliarían su esfera de acción— ocuparían los puestos abandonados. En una economía de mercado siempre habrá empresarios. Las medidas anticapitalistas privarán indudablemente a los consumidores de inmensos beneficios que sobre ellos hubiera derramado una actividad empresarial libre de trabas. El empresario no desaparecerá mientras no sea totalmente suprimida la economía de mercado.

La incertidumbre acerca de la futura estructura de la oferta y la demanda es el venero de donde brota, en definitiva, la ganancia y la pérdida empresarial.

Si todos los empresarios fueran capaces de prever exactamente el futuro estado del mercado, no habría lugar para la pérdida o la ganancia. Los precios de todos los factores de producción reflejarían ya hoy íntegramente el precio futuro de los correspondientes productos terminados. El empresario, al adquirir los factores de producción, habría de pagar (descontada la diferencia de valor que siempre ha de existir entre bienes presentes y bienes futuros) lo mismo que los compradores le abonarían más tarde por la mercancía. El empresario gana cuando logra prever, con mayor justeza que los demás, las futuras circunstancias del mercado. Entonces compra los factores complementarios de producción a unos precios cuya suma, incluyendo el descuento de la diferencia temporal, es inferior a la que obtendrá por el producto.

Si pretendemos imaginar una economía cambiante en la cual no haya ni pérdida ni ganancia, debemos partir de un supuesto irrealizable: la perfecta previsión del futuro por parte de todos. Si los primitivos cazadores y pescadores a los que se suele atribuir la primitiva acumulación de elementos de producción fabricados por el hombre hubieran conocido por adelantado todas las futuras vicisitudes de los asuntos humanos, y si tanto ellos como sus descendientes hasta el día del juicio, disfrutando todos de la misma omnisciencia, hubieran valorado los factores de producción de acuerdo con este conocimiento, nunca se hubieran producido pérdidas ni ganancias. Las pérdidas y las ganancias empresariales surgen de la discrepancia entre los precios previstos y los efectivamente pagados más tarde por el mercado.

Se puede, naturalmente, confiscar los beneficios cosechados por uno y transferirlos a otro. Ahora bien, en un mundo cambiante que no esté poblado por seres omniscientes jamás pueden desaparecer las pérdidas ni las ganancias.

9. LAS PÉRDIDAS Y GANANCIAS EMPRESARIALES EN UNA ECONOMÍA PROGRESIVA

En la imaginaria construcción de una economía estacionaria, las ganancias totales de los empresarios se igualan a las pérdidas totales sufridas por la clase empresarial. En definitiva, lo que un empresario gana se compensa con lo que otro pierde. Lo que en conjunto gastan los consumidores en la adquisición de cierta mercancía queda balanceado por la reducción de lo gastado en la adquisición de otros bienes[22].

Nada de esto sucede en una economía progresiva.

Consideramos progresivas aquellas economías en las cuales se aumenta la cuota de capital por habitante. Al emplear este término en modo alguno expresamos un juicio de valor. Ni en un sentido «materialista» pretendemos decir sea buena esa progresiva evolución ni tampoco, en sentido «idealista», aseguramos que sea nociva o, en todo caso, intrascendente, contemplada desde «un punto de vista más elevado». Los hombres en su inmensa mayoría consideran que el desarrollo, en este sentido, es lo mejor y aspiran vehementemente a unas condiciones de vida que sólo en una economía progresiva pueden darse.

Los empresarios, en una economía estacionaria, al practicar sus típicas actuaciones, únicamente pueden detraer factores de producción —siempre y cuando todavía sean convertibles y quepa destinarlos a nuevos usos[23]— de un sector industrial para utilizarlos en otro diferente o destinar las sumas con que cabría compensar el desgaste padecido por los bienes de capital durante el curso del proceso de producción a la ampliación de ciertas ramas mercantiles a expensas de otras. En cambio, cuando se trata de una economía progresiva, la actividad empresarial debe ocuparse, además, de determinar el empleo que deba darse a los adicionales bienes de capital originados por el ahorro. La inyección en la economía de estos bienes de capital adicionales implica incrementar las rentas disponibles, o sea, posibilitar la ampliación de la cuantía de los bienes de consumo que pueden ser efectivamente consumidos, sin que ello implique reducción del capital existente, lo cual impondría una restricción de la producción futura. Dicho incremento de renta se origina, bien ampliando la producción sin modificar los correspondientes métodos, o bien perfeccionando los sistemas técnicos mediante adelantos que no hubiera sido posible aplicar de no existir esos supletorios bienes de capital.

De esa adicional riqueza procede aquella porción de los beneficios empresariales totales en que éstos superan las totales pérdidas empresariales. Y es fácil demostrar que la cuantía de esos mayores beneficios percibidos por los empresarios jamás puede absorber la totalidad de la adicional riqueza obtenida gracias a los progresos económicos. La ley del mercado distribuye dicha riqueza adicional entre los empresarios, los trabajadores y los propietarios de determinados factores materiales de producción en forma tal que la parte del león se la llevan siempre los no empresarios.

Conviene advertir ante todo que el beneficio empresarial no es nunca un fenómeno permanente sino transitorio. Hay en el mercado una insoslayable tendencia a la supresión tanto de las ganancias como de las pérdidas. El funcionamiento del mercado apunta siempre hacia determinados precios últimos y cierto estado final de reposo. Si no fuera porque el cambio de circunstancias perturba continuamente esa tendencia, obligando a reajustar la producción a las nuevas circunstancias, el precio de los factores de producción —descontado el elemento tiempo— acabaría igualándose al de las mercancías producidas, con lo cual desaparecería el margen en que se traduce la ganancia o la pérdida. El incremento de la productividad, a la larga, beneficia exclusivamente a los trabajadores y a ciertos terratenientes y propietarios de bienes de capital.

Entre estos últimos se benefician:

1. Aquellas personas cuyo ahorro incrementó la cantidad de bienes de capital disponibles. Poseen esa riqueza adicional, fruto de la restricción de su consumo.

2. Los propietarios de los bienes de capital existentes con anterioridad, bienes que gracias al perfeccionamiento de los métodos de producción pueden ser aprovechados ahora mejor. Tales ganancias, desde luego, sólo son transitorias. Irán esfumándose, pues desatan una tendencia a ampliar la producción de los bienes de capital.

Pero, por otro lado, el incremento cuantitativo de los bienes de capital disponibles reduce la utilidad marginal de los propios bienes de capital; tienden a la baja los precios de los mismos, resultando perjudicados, en consecuencia, los intereses de aquellos capitalistas que no participaron, o al menos no suficientemente, en la actividad ahorradora y en la de creación de esos nuevos bienes de capital.

Entre los terratenientes se benefician quienes, gracias a las nuevas disponibilidades de capital, ven incrementada la productividad de sus campos, bosques, pesquerías, minas, etc. En cambio, salen perdiendo aquellos cuyos fondos posiblemente resulten submarginales en razón al incremento de la productividad de otros bienes raíces.

Todos los trabajadores, en cambio, derivan ganancias perdurables, al incrementarse la utilidad marginal del trabajo. Es cierto que, de momento, algunos pueden verse perjudicados. En efecto, es posible que haya gente especializada en determinados trabajos que, a causa del progreso técnico, tal vez dejen de interesar económicamente si las condiciones personales de tales individuos no les permiten trabajar en otros cometidos mejor retribuidos; posiblemente habrán de contentarse —pese al alza general de los salarios— con puestos peor pagados que los que anteriormente ocupaban.

Todos estos cambios de los precios de los factores de producción se registran desde el mismo momento en que los empresarios inician su acción para acomodar la producción a la nueva situación. Al igual que sucede cuando se analizan otros diversos problemas relativos a la variación de las circunstancias del mercado, en esta materia conviene guardarse de un error harto común consistente en suponer que se puede trazar una divisoria tajante entre los efectos a corto y a largo plazo. Esos efectos que de inmediato aparecen no son más que los primeros eslabones de una cadena de sucesivas transformaciones que acabarán produciendo los efectos que consideramos a largo plazo. En nuestro caso, la consecuencia última sería la desaparición de la ganancia y la pérdida empresarial. Los efectos inmediatos son las fases preliminares del proceso que, al final, si no fuera interrumpido por posteriores cambios de circunstancias, avocaría a una economía de giro uniforme.

Conviene advertir que, si las ganancias sobrepasan a las pérdidas, ello es porque el proceso eliminador de pérdidas y ganancias se pone en marcha tan pronto como los empresarios comienzan a ajustar la producción a las nuevas circunstancias. A lo largo de ese proceso no hay un solo instante en el que sean los empresarios quienes se lucren exclusivamente del incremento del capital disponible o de los adelantos técnicos en cuestión. Porque si la riqueza y los ingresos de las restantes clases sociales no variaran, éstas sólo podrían adquirir las supletorias mercancías fabricadas restringiendo sus compras en otros sectores. La clase empresarial, en su conjunto, no ganaría; los beneficios de unos empresarios se compensarían con las pérdidas de otros.

He aquí lo que sucede. En cuanto los empresarios quieren emplear los supletorios bienes de capital o aplicar técnicas perfeccionadas, advierten de inmediato que precisan adquirir factores de producción complementarios. Esa adicional demanda provoca el alza de los factores en cuestión. Y tal subida de precios y salarios es lo que confiere a los consumidores los mayores ingresos que precisan para comprar los nuevos productos sin tener que restringir la adquisición de otras mercancías. Sólo así es posible que las ganancias empresariales superen a las pérdidas.

El progreso económico únicamente es posible a base de ampliar mediante el ahorro la cuantía de los bienes de capital existentes y de perfeccionar los métodos de producción, perfeccionamiento éste que, en la inmensa mayoría de los casos, exige la previa acumulación de nuevos capitales. Son agentes de dicho progreso los audaces promotores que quieren cosechar las ganancias que derivan de acomodar el aparato productivo a las circunstancias prevalentes, dejando satisfechos en el mayor grado posible los deseos de los consumidores. Pero esos promotores, para poder realizar tales planes de progreso económico, no tienen más remedio que dar participación en los beneficios a los obreros y a determinados capitalistas y terratenientes, incrementándose, paso a paso, la participación de estos grupos, hasta esfumarse la cuota empresarial.

Todo esto demuestra cuán absurdo es hablar de «porcentajes» de beneficios, de ganancias «normales», de utilidad «media». La ganancia no es función ni depende de la cantidad de capital empleado por el empresario. El capital no «genera» beneficio. Las pérdidas y las ganancias dependen exclusivamente de la capacidad o incapacidad del empresario para adaptar la producción a la demanda de los consumidores. Los beneficios nunca pueden ser «normales» ni «equilibrados».

Muy al contrario, tanto las ganancias como las pérdidas son fenómenos que aparecen por haber sido perturbada la «normalidad»; por haberse registrado mutaciones que la mayor parte de la gente no había previsto; por haber aparecido un «desequilibrio». En un imaginario mundo plenamente normal y equilibrado, jamás ni las unas ni las otras podrían surgir. Dentro de una economía cambiante, cualquier ganancia o pérdida tiende a desvanecerse. En una economía estacionaria la media de beneficios y pérdidas es cero. Un superávit de beneficios con respecto a quebrantos demuestra que se está registrando un real y efectivo progreso económico y la consiguiente elevación del nivel de vida de todas las clases sociales. Cuanto mayor sea ese superávit mayor será la prosperidad de todos.

Pocos son capaces de enfrentarse con el beneficio empresarial libres de envidioso resentimiento. Suele decirse que el empresario se lucra a base de expoliar a obreros y consumidores; si gana es porque inicuamente cercena los salarios de sus trabajadores y abusivamente incrementa el precio de las cosas; lo justo sería que no se lucrara.

La ciencia económica pasa por alto tan arbitrarios juicios de valor. No le interesa saber si, a la luz de una supuesta ley natural o de una moral inmutable y eterna, cuyo contenido sólo sería cognoscible a través de la revelación o la intuición personal, procede condenar o ensalzar el beneficio empresarial. Se limita a proclamar que tales pérdidas y ganancias son fenómenos consustanciales al mercado. En su ausencia, éste desaparece. Ciertamente, el aparato policial y administrativo puede confiscar al empresario todo su beneficio. Pero con ello se desarticularía la economía de mercado transformándola en puro caos. Puede el hombre destruir muchas cosas; a lo largo de la historia ha hecho uso generoso de tal potencialidad. Y está en su mano, efectivamente, desmantelar la economía de mercado.

Si no fuera porque la envidia los ciega, esos sedicentes moralizadores no se ocuparían del beneficio sin ocuparse simultáneamente de las pérdidas. Advertirían que el progreso económico se basa, por un lado, en la acción de quienes, mediante el ahorro, generan los adicionales bienes de capital precisos y, de otro, en los descubrimientos de los inventores, haciendo así posible que los empresarios aprovechen los medios puestos a su disposición para incrementar la prosperidad. El resto de la gente en nada contribuye al progreso, si bien se ve favorecida con ese cuerno de abundancia que las actividades de otros derrama sobre ella.

Todo lo dicho acerca de la economía progresiva, mutatis mutandis, puede predicarse de la economía regresiva, es decir, aquélla en la que la cuota per capita de capital invertido va disminuyendo. En una economía de este tipo, el total de las pérdidas empresariales excede al conjunto de las ganancias. Quienes no pueden liberarse de la falacia de pensar en conceptos de grupos y entes colectivos tal vez inquieran cómo sería posible la actividad empresarial en semejante economía regresiva. ¿Cómo podría nadie lanzarse a una empresa si de antemano supiera que la probabilidad matemática de sufrir pérdidas es mayor que la de alcanzar beneficios? Pero este modo de plantear el problema es falaz. Los empresarios, al igual que el resto de la gente, no actúan como miembros de una determinada clase, sino como puros individuos. Nada le importa al empresario lo que pueda suceder al resto del estamento empresarial. Ninguna preocupación suscita en su ánimo la suerte de aquellas otras personas que el teórico, por razón de determinadas características, cataloga como miembro de la misma clase a la que él pertenece. En la viviente y perpetuamente cambiante sociedad de mercado, para el empresario perspicaz siempre hay posibilidades de cosechar beneficios. El que, dentro de una economía regresiva, el conjunto de las pérdidas supere el total de los beneficios no amedrenta a quien tiene confianza en su superior capacidad. El empresario, al planear la futura actuación, no recurre al cálculo de probabilidades, que, por otra parte, de nada le serviría para captar la realidad. El empresario se fía sólo de su capacidad para comprender, mejor que sus conciudadanos de menor perspicacia, el futuro estado del mercado. La función empresarial, el permanente afán del empresario por cosechar beneficios, es la fuerza que impulsa la economía de mercado. Las pérdidas y las ganancias son los resortes gracias a los cuales el imperio de los consumidores gobierna el mercado. La conducta de los consumidores genera las pérdidas y las ganancias, y es esa conducta la que hace que la propiedad de los medios de producción pase de las personas menos eficientes a las más eficientes. Cuanto mejor se sirve a los consumidores mayor es la influencia en la dirección de las actividades mercantiles. Si no hubiera ni pérdidas ni ganancias, los empresarios ignorarían las más urgentes necesidades de los consumidores. Y aun en el supuesto de que algunos de ellos lograran adivinar tales necesidades, nada podrían hacer, ya que les faltarían los medios necesarios para ajustar convenientemente la producción a los objetivos.

La empresa con fin lucrativo se halla inexorablemente sometida a la soberanía de los consumidores; en cambio, las instituciones sin ánimo de lucro son soberanas y no tienen que responder ante el público. Producir para el lucro implica producir para el consumo, ya que el beneficio sólo lo cosechan quienes ofrecen a la gente lo que ésta con mayor urgencia precisa.

Las críticas que moralistas y sermoneadores formulan contra los beneficios fallan el blanco. No tienen la culpa los empresarios de que a los consumidores —a las masas, a los hombres comunes— les gusten más las bebidas alcohólicas que la Biblia y prefieran las novelas policíacas a la literatura seria, ni tampoco se les puede responsabilizar de que los gobernantes antepongan los cañones a la mantequilla. El empresario no gana más vendiendo cosas «malas» que vendiendo cosas «buenas». Sus beneficios son tanto mayores cuanto mejor abastezca a los consumidores de aquellas mercancías que éstos con mayor intensidad, en cada caso, reclaman. La gente no toma bebidas tóxicas para hacer felices a los «capitalistas del alcohol»; ni van a la guerra para enriquecer a los «traficantes de la muerte». La industria de armamentos existe porque hay mucha belicosidad; no es aquélla la causa de ésta, sino su efecto.

No compete al empresario hacer que la gente cambie las ideologías malas por otras buenas. Son los filósofos los que deben cambiar las ideas y los ideales de la gente. El empresario no hace más que servir dócilmente a los consumidores tal como son en cada momento, aunque sean malvados e ignorantes.

Podemos admirar a quienes rehúyen el lucro que podrían obtener produciendo armas o bebidas alcohólicas. Pero tan laudable conducta no pasa de ser un mero gesto sin efectos prácticos. Aunque todos los empresarios y capitalistas adoptaran idéntica actitud, no por ello desaparecería la guerra ni la dipsomanía. Como acontecía en el mundo precapitalista, los gobernantes fabricarían las armas en sus propios arsenales y los bebedores destilarían sus propios brebajes.

La condena moral del beneficio

Procede el beneficio del ajuste en la utilización de los factores de producción humanos y materiales al cambio de las circunstancias del mercado. Son precisamente aquéllos que se benefician con este reajuste de la producción los que, compitiendo entre sí por hacerse con las mercancías, generan el beneficio empresarial pagando precios superiores a los costes del productor. Dicho beneficio no es un «premio» que los consumidores concedan al empresario que mejor ha atendido las apetencias de las masas, sino que brota de la acción de esos afanosos compradores que, pagando mejores precios, desbancan a otros potenciales adquirentes que también hubieran querido hacer suyos unos bienes siempre limitados.

Se suelen calificar de beneficios los dividendos que las empresas mercantiles reparten. En realidad, lo que el accionista percibe está compuesto, por un lado, del interés del capital aportado y, por otro, en su caso, del beneficio empresarial propiamente dicho. Cuando no es próspera la marcha de la empresa, el dividendo puede incluso desaparecer, y aunque se pague algo con este nombre, es posible que esa suma contenga únicamente interés, pudiendo la misma a veces ser tan corta que parte del capital quede sin tan siquiera tal retribución.

Los socialistas e intervencionistas califican de rentas no ganadas tanto al interés como al beneficio empresarial; entienden que empresarios y capitalistas obtienen tal provecho a costa del trabajador, quien deja así de percibir una parte de lo que en justicia le corresponde. Para tales ideólogos es el trabajo la causa exclusiva del valor del producto, de suerte que todo cuanto se pague por las mercancías debería ir íntegramente a los trabajadores.

Lo cierto, sin embargo, es que el trabajo, per se, produce bien poco; sólo cuando va acompañado de previo ahorro y previa acumulación de capital resulta fecundo. Las mercancías que el público se disputa son producidas gracias a una acertada dirección empresarial que convenientemente ha sabido combinar el trabajo con los instrumentos de producción y demás factores de capital necesarios. Los capitalistas, cuyo ahorro crea y mantiene los instrumentos productivos, y los empresarios, que orientan tal capital hacia aquellos cometidos que mejor permiten atender las más acuciantes necesidades de las masas consumidoras, son figuras no menos imprescindibles que los trabajadores en toda fabricación. Carece de sentido atribuir la totalidad del valor producido a quienes sólo aportan su actividad laboral, olvidando por completo a aquéllos que igualmente contribuyen al resultado con su capital y con su acción empresarial. No es la mera fuerza física lo que produce los bienes que el mercado solicita; tiene que ser acertadamente dirigida hacia determinados objetivos. Cada vez tiene menos sentido ensalzar el puro trabajo manual, siendo así que hoy en día, al ir aumentando la riqueza general, crece de continuo la fecundidad del capital y es mayor el papel que en los procesos productivos desempeñan las máquinas y herramientas. Los maravillosos progresos económicos de los últimos doscientos años fueron conseguidos gracias a los bienes de capital que los ahorradores generaron y a la aportación intelectual de una élite de investigadores y empresarios. En cambio, las masas de trabajadores manuales se beneficiaron de una serie de cambios que ellos no sólo no provocaron, sino que frecuentemente procuraron por todos los medios impedir.

Consideraciones sobre el fantasma del subconsumo y el argumento del poder adquisitivo

Al hablar de subconsumo, se representa una situación económica en la cual una parte de los bienes producidos queda incolocada porque las personas que los habrían de adquirir son tan pobres que no pueden pagar sus precios. Tales mercancías quedan invendidas, y si, en todo caso, sus fabricantes se empeñaran en colocarlas, habrían de reducir los precios hasta el punto de no cubrir los costes de producción. Los consiguientes trastornos y desórdenes constituyen la temida depresión económica.

Los empresarios se equivocan una y otra vez al pretender adivinar la futura disposición del mercado. En vez de producir los bienes que los consumidores demandan con mayor intensidad, les ofrecen mercancías menos deseadas o aun cosas carentes de interés. Tan torpes empresarios sufren pérdidas, mientras se enriquecen sus competidores más perspicaces, que lograron adivinar los deseos de los consumidores. Las pérdidas del primer grupo de empresarios no las provoca un retraimiento general del público a comprar, sino que aparecen simplemente porque la gente prefiere comprar otras mercancías.

No varía el planteamiento incluso si se admite, como supone el mito del subconsumo, que si los trabajadores son tan pobres que no pueden adquirir los bienes producidos, ello es porque empresarios y capitalistas se apropian de una riqueza que en justicia debería corresponder a los asalariados. Es claro que los «explotadores» no explotan por mero capricho. Lo que buscan, según afirman los expositores de las ideas en cuestión, es incrementar, a costa de los «explotados», su propia capacidad consumidora o inversora. Pero el «botín» así conseguido no desaparece del mundo. Los «explotadores», o se lo gastan comprando objetos suntuarios que consumen, o lo invierten en factores de producción, con miras a ampliar sus beneficios. La demanda así desatada se refiere, desde luego, a bienes distintos de los que los asalariados habrían adquirido si las ganancias empresariales hubieran sido confiscadas y su importe entregado a los trabajadores. Los errores de los empresarios respecto a la situación del mercado de diversas clases de bienes determinada por semejante «explotación» no son en modo alguno diferentes de otros errores empresariales. Tales equivocaciones las pagan los empresarios ineptos con pérdidas, mientras incrementan sus beneficios los empresarios de superior perspicacia. Unas firmas se arruinan, mientras otras prosperan. Ello, sin embargo, en modo alguno supone provocar la temida depresión o crisis general.

El mito del subconsumo no es más que un disparate carente de base e íntimamente contradictorio. Se desmorona tan pronto como lo abordamos seriamente. Resulta a todas luces improcedente, aun admitiendo la inadmisible tesis de la «explotación» del obrero.

El argumento referente a la insuficiente capacidad adquisitiva de las masas es algo distinto. Según él, el alza de los salarios es un requisito previo a toda expansión de la producción. Si no se incrementan los salarios, de nada sirve que la industria amplíe la producción o mejore la calidad, pues, o bien no habrá compradores para esa nueva producción, o bien la misma habrá de ser colocada a base de que los consumidores restrinjan sus adquisiciones de otras mercancías. El desarrollo económico exige un alza continua de los salarios. La coacción y compulsión estatal o sindical que fuerza la subida de los sueldos es una decisiva palanca de progreso.

Según se demostró anteriormente, la aparición de un superávit en la suma total de los beneficios empresariales sobre la suma total de sus pérdidas va ligado esencialmente al hecho de que una parte de los beneficios derivados del aumento de la cantidad de capital disponibles y del perfeccionamiento de los procedimientos tecnológicos va a parar a grupos no empresariales. El alza de los factores complementarios de producción, la de los salarios en primer lugar, no es una merced que los empresarios hagan a los demás a regañadientes, ni una hábil estratagema para incrementar las propias ganancias, sino más bien algo necesario e inevitable que esa misma cadena de sucesivos eventos, puesta en marcha por el empeño empresarial de obtener lucro, provoca inevitablemente ajustando la producción a la nueva situación. El propio proceso que origina un excedente de beneficios sobre pérdidas empresariales da lugar, primero —es decir, antes de que tal excedente aparezca—, a que surja una tendencia alcista en los salarios, así como en los precios de muchos factores materiales de producción. Es más, ese mismo proceso, paulatinamente, iría haciendo desaparecer el excedente de beneficios sobre pérdidas si no surgieran nuevos eventos que vinieran a incrementar la cuantía de los bienes de capital disponibles. El excedente en cuestión no lo produce el aumento de los precios de los factores de producción; ambos fenómenos —el alza del precio de los factores de producción y la aparición del excedente de beneficios sobre pérdidas— son fases distintas de un único proceso puesto en marcha por el empresario para acomodar la producción a la ampliación de las disponibilidades de bienes de capital y a los progresos técnicos. Sólo en la medida en que tal acomodación enriquezca previamente a los restantes sectores de la población puede surgir ese meramente temporal excedente empresarial.

El error básico del argumento del poder adquisitivo estriba en que desconoce la relación de causalidad. Trastroca por completo el planteamiento al afirmar que es el alza de los salarios el impulso que provoca el desarrollo económico.

Examinaremos más adelante los efectos que provocan la acción estatal y la violencia sindical al implantar salarios superiores a los que prevalecerían en un mercado libre de injerencias[24]. De momento, sólo interesa llamar la atención del lector sobre lo siguiente.

Al hablar de pérdidas y ganancias, de precios y salarios, nos referimos siempre a beneficios y pérdidas reales, a precios y salarios efectivos. El no advertir la diferencia entre términos puramente monetarios y términos reales ha inducido a muchos al error. Este asunto será igualmente estudiado a fondo en posteriores capítulos. Pero conviene dejar sentado desde ahora que un alza real de los salarios puede producirse pese a una rebaja nominal de los mismos.

10. PROMOTORES, DIRECTORES, TÉCNICOS Y FUNCIONARIOS

El empresario contrata los servicios de los técnicos, es decir, de aquellas personas que tienen la capacidad y la destreza necesarias para ejecutar una determinada clase y cuantía de trabajo. Entre el personal técnico incluimos los grandes inventores, los destacados investigadores de las ciencias aplicadas, los constructores y proyectistas, así como los ejecutores de las más simples tareas manuales. También cae dentro de este grupo el empresario en la medida en que contribuye personalmente a la ejecución técnica de sus planes empresariales. El técnico aporta su propio trabajo y esfuerzo; sin embargo, es el empresario, como tal empresario, quien dirige tal aportación laboral hacia la consecución de metas definidas. En esta última función, el empresario actúa a modo de mandatario de los consumidores.

El empresario no puede estar en todas partes. Le resulta imposible atender personalmente los múltiples asuntos que es preciso vigilar. Porque el acomodar la producción al mejor servicio posible de los consumidores, proporcionándoles aquellos bienes que más urgentemente precisan, no consiste exclusivamente en trazar planes generales para el aprovechamiento de los recursos disponibles. Tal tarea es, desde luego, la función principal de empresarios, promotores y especuladores. Pero, con independencia de esos proyectos generales, es igualmente preciso practicar otras muchas actuaciones secundarias. Cualquiera de estas tareas complementarias, contrastada con el resultado final, tal vez parezca de escasa monta. Sin embargo, el efecto acumulativo de sucesivos errores en la resolución de esos pequeños asuntos puede frustrar el éxito de planes perfectamente trazados en sus líneas maestras. Y es más, tales errores implican malgastar factores de producción siempre escasos, perjudicando con ello la mejor satisfacción de las necesidades de los consumidores.

Conviene advertir la diferencia esencial entre estos cometidos y las funciones tecnológicas a las que anteriormente nos referimos. La ejecución de cualquier proyecto empresarial con el que se pretende llevar a cabo un determinado plan de acción exige adoptar múltiples disposiciones de menor rango. Cada una de estas actuaciones secundarias ha de practicarse sobre la base de preferir siempre aquella fórmula que, sin perturbar el plan general de la operación, resulte la más económica. En estos aspectos conviene evitar cuidadosamente cualesquiera costes superfluos, por lo mismo que deben evitarse en el plan general. El profesional, desde su punto de vista puramente técnico, quizá no vea diferencia alguna entre las diversas fórmulas que permiten resolver determinado problema; quizás incluso prefiera uno de dichos métodos sobre la base de la mayor productividad material del mismo. El empresario, en cambio, actúa impulsado por el afán de lucro. De ahí que se vea obligado a preferir la solución más económica, es decir, aquélla que permita prescindir del consumo del mayor número posible de factores de producción, cuya utilización impediría llegar a satisfacer otras necesidades más importantes para los consumidores. Optará, pues, entre los diversos métodos considerados iguales por los técnicos, prefiriendo aquél que requiera un gasto menor. Tal vez rechace el método de mayor productividad material, aunque más costoso, en razón a que su previsión le indica que ese incremento de la producción no será bastante para compensar el mayor gasto que implica. El empresario debe cumplir fielmente su función, consistente en acomodar la producción a la demanda de los consumidores —según queda reflejada en los precios del mercado— no sólo cuando se trata de los grandes acuerdos y planes, sino también a diario, resolviendo todos esos pequeños problemas que suscita la gestión normal de los negocios.

El cálculo económico tal como se practica en la economía de mercado, y particularmente la contabilidad por partida doble, permiten que el empresario no tenga que ocuparse personalmente de muchos de estos detalles. Puede así concentrarse en los problemas decisivos, despreocupándose de una multitud de minucias que en su totalidad resultarían imposibles de abarcar por cualquier mente humana. En este sentido, puede buscar colaboradores que se cuiden de determinadas tareas empresariales de orden secundario. Tales colaboradores, por su parte, también pueden buscar la ayuda de auxiliares, dedicados a atender cometidos aún más simples. Es así como se estructura la jerarquía empresarial.

El director viene a ser, como si dijéramos, un hermano menor del empresario, sin que a estos efectos interesen las concretas condiciones contractuales y crematísticas de su trabajo. Lo importante es que el propio interés económico le induce al director a atender, con la mayor diligencia, aquellas funciones empresariales que, en una esfera de acción limitada y precisamente acotada, le son confiadas.

Gracias a la contabilidad por partida doble puede funcionar el sistema directorial o gerencial. Permite al empresario computar separadamente el comportamiento de los diversos sectores que integran su empresa y la utilidad de cada uno de ellos. Puede así contemplar dichos sectores como si de entidades independientes se tratara y valorarlos con arreglo a su respectiva contribución al éxito del negocio. En el marco del sistema de cálculo mercantil, cada sección equivale a una entidad completa; es, por decirlo así, una operación independiente. Se supone que cada una «posee» determinada proporción del capital social; que compra y vende a otras secciones; que tiene gastos e ingresos propios; que provoca beneficio u origina quebranto que se imputa a la misma, independientemente de los resultados obtenidos por las demás divisiones. El empresario puede, por tanto, conceder al director de cada una de ellas una gran independencia. La única norma que da a la persona a quien confía la dirección de un determinado asunto es la de que produzca con su gestión el mayor beneficio posible. El simple examen de las cuentas demostrará después en qué proporción triunfó o fracasó en la consecución de tal objetivo. El director o subdirector responde de la marcha de su sección o subsección. Si la contabilidad indica que la misma ha sido provechosa, él se apunta el tanto; por el contrario, cuando haya pérdidas, éstas irán en su descrédito. Es el propio interés lo que le induce a atender, con el máximo celo y dedicación, la marcha de lo que le ha sido encomendado. Si sufre pérdidas, el empresario le reemplazará por otra persona o liquidará el asunto. El director, en todo caso, pierde, al quedar despedido. Por el contrario, si triunfa y produce beneficios, incrementa sus ingresos o al menos no corre el riesgo de verse privado de ellos. El que tenga o no participación en los beneficios carece de importancia por lo que atañe a ese personal interés que se ve constreñido a poner en los resultados de las operaciones a él confiadas. Su propio bienestar, en cualquier caso, depende directamente de la buena marcha del cometido que dirige. La función del director no estriba, como la del técnico, en realizar una determinada obra con arreglo al sistema que le haya sido prefijado. Consiste, por el contrario, en ajustar —siempre dentro de los límites en que discrecionalmente puede actuar— la marcha de la empresa a la situación del mercado. Ahora bien, al igual que el empresario puede reunir en su persona funciones empresariales y técnicas, también puede el director desempeñar al mismo tiempo cometidos de diverso orden.

La función directiva o gerencial se halla siempre en relación de subordinación con respecto a la empresarial. Mediante aquélla, puede el empresario descargarse de algunas de sus obligaciones menores; pero nunca puede el director sustituir al empresario. Tal error brota de no saber diferenciar la categoría empresarial, según aparece en la construcción imaginaria de la distribución de funciones, de la que surge en una economía de mercado viva y activa. La función del empresario no puede desligarse de la decisión sobre el empleo que debe darse a los factores de producción en orden a la realización de determinadas tareas. El empresario controla los factores de producción y es ese control el que le coloca en posición de obtener beneficios o sufrir pérdidas de tipo empresarial.

En algunos casos, se le puede retribuir al director proporcionalmente a la medida en que su sección haya contribuido a los beneficios obtenidos por el empresario. Pero ello carece de importancia. Según antes se decía, el director tiene siempre interés personal en que prospere el sector confiado a su tutela. Ello no obstante, nunca llega a ser patrimonialmente responsable de las pérdidas. Tales quebrantos recaen exclusivamente sobre los propietarios del capital invertido. No es posible transferirlos al director.

La sociedad puede libremente dejar en manos de los propietarios de los factores de producción el decidir qué empleo convenga darles. Al lanzarse a operaciones específicas, dichos propietarios se juegan su posición social, sus propiedades y riquezas personales. Mayor interés incluso que la sociedad tienen ellos en el buen fin de la propia actividad. Para el conjunto de la sociedad, la pérdida del capital invertido en determinado negocio implica sólo la desaparición de una pequeña parte de sus fondos totales; para el propietario, en cambio, supone mucho más; frecuentemente, la ruina total. La cosa cambia completamente cuando se trata de dar carta blanca al director, pues en tal caso éste lo que hace es especular con dinero ajeno. No contempla el riesgo del mismo modo que quienes van a responder personalmente de posibles pérdidas. Retribuirle a base de participación en beneficios incrementa muchas veces su temeridad, ya que está a las ganancias, pero no a los quebrantos.

Suponer que la función gerencial comprende toda la actividad empresarial e imaginar que el director puede reemplazar sin merma al empresario son espejismos provocados por una errónea apreciación sobre la naturaleza de las sociedades anónimas, las entidades mercantiles típicas del moderno mundo de los negocios. Asegúrase que los gerentes y directores a sueldo son quienes en verdad llevan las compañías anónimas, quedando relegados los socios capitalistas a la función de meros espectadores pasivos. Unos cuantos funcionarios asalariados concentran en sus manos todo el poder decisorio. Los accionistas resultan ociosos y vanos; no hacen más que lucrarse con el trabajo ajeno.

Quienes así piensan desconocen por completo el papel que el mercado del dinero y del capital, de acciones y valores mobiliarios en general, es decir, eso que, con toda justeza, suele denominarse simplemente «el mercado», juega en la vida de las empresas. Los populares prejuicios anticapitalistas denigran las operaciones que en dicho mercado se practican, calificándolas de meras especulaciones y lances de azar. Pero la verdad es que las variaciones registradas por los cambios de las acciones y demás valores mobiliarios son los medios con que los capitalistas gobiernan el movimiento del capital. La estructura de precios derivada de las especulaciones que se realizan en los mercados del dinero y del capital, así como en las grandes bolsas de mercancías, no sólo determina cuánto capital hay disponible para llevar adelante las operaciones de cada compañía, sino que crea, además, un estado de cosas al que deben ajustarse minuciosamente en sus actuaciones los directores.

Son los accionistas y los mandatarios de su elección, los consejeros, quienes trazan las líneas a que ha de ajustarse la actuación de las sociedades. Los consejeros nombran y despiden a los directores. En las compañías pequeñas, y a veces también en algunas de mayores proporciones, los propios consejeros reúnen en su persona las funciones en otros casos asignadas a los directores. En última instancia, jamás una empresa próspera se halla controlada por gentes a sueldo. La aparición de una todopoderosa clase directorial no es un fenómeno provocado por la economía de mercado. Al contrario, es fruto de una política intervencionista, que conscientemente pretende aniquilar el poder de los accionistas sometiéndolos a una disimulada confiscación. En Alemania, Italia y Austria fue esta política un paso previo para acabar reemplazando la libre empresa por el control estatal del mundo de los negocios; lo mismo sucedió en Gran Bretaña por lo que al Banco de Inglaterra y a los ferrocarriles se refiere. Tendencias similares prevalecen en los Estados Unidos en lo atinente a las empresas de servicios públicos. Las maravillosas realizaciones de las sociedades mercantiles no pueden atribuirse a la actuación de ninguna oligarquía directorial contratada a sueldo; al contrario, fueron creación de gente identificada con la empresa por ser propietaria de importantes paquetes o de la mayoría de sus acciones, individuos a quienes muchos denigran tildándoles de especuladores y logreros.

El empresario resuelve por sí solo, sin intervención de director alguno, en qué negocios va a emplear el capital, así como la cuantía del mismo que le conviene invertir. Amplía o reduce su empresa y las secciones que la integran y traza los planes financieros. Éstos son los problemas fundamentales a resolver en el mundo de los negocios. Tanto en las sociedades anónimas como en las demás entidades mercantiles la resolución de dichos extremos recae exclusivamente sobre el empresario. Cualquier asesoramiento que en tales materias pueda buscar son meras ayudas; tal vez pondere, desde un punto de vista legal, estadístico o técnico, las circunstancias concurrentes; pero la decisión final, que implica siempre enjuiciar y pronunciarse sobre el futuro estado del mercado, sólo el empresario puede adoptarla. La ejecución del correspondiente plan, una vez decidido, es lo único que éste confía a sus directores.

Las funciones sociales de la élite directorial son no menos indispensables para el buen funcionamiento de la economía de mercado que las funciones de la élite de los inventores, los técnicos, los ingenieros, proyectistas, científicos y hombres de laboratorio. Son muchas las personas de excepcional valía que trabajan por la causa del progreso económico. Los buenos directores perciben elevadas retribuciones, y frecuentemente tienen participación en los beneficios de la empresa. Muchos son los que acaban siendo, ellos mismos, capitalistas y empresarios. Pero la función de director es esencialmente distinta de la de empresario.

Es un grave error asimilar empresarios y directores como se hace al contraponer, en el lenguaje vulgar, el «elemento patronal» y el «elemento obrero». En este caso, se trata de una asimilación intencionadamente buscada. Mediante ella se pretende enmascarar la radical diferencia entre las funciones del empresario y las de los directores entregados a la mera gestión del negocio. La estructura de las entidades mercantiles, la distribución del capital entre las diversas ramas de la producción y las distintas empresas, el volumen y clase de las plantas fabriles, de los comercios y explotaciones, cree la gente, son hechos dados, y se presupone que no habrá cambio ni modificación alguna en el futuro, como si la producción hubiera de proseguir siempre por los mismos trillados caminos. En un mundo estacionario, no hay lugar para innovadores ni promotores; la cifra total de beneficios es igual a la cifra total de pérdidas. Pero basta, simplemente, con comparar la estructura de los negocios americanos en el año 1945 con la de los mismos en 1915 para evidenciar el error de semejante doctrina.

Ahora bien, aun en un mundo estacionario, carecería de sentido conceder al «trabajo», como reclama el eslogan popular, una participación en la dirección de los negocios. La realización de semejante postulado implicaría implantar el sindicalismo[25].

Se propende hoy también a confundir a los directores con los funcionarios burocráticos.

La administración burocrática, contrapuesta a la administración que persigue el lucro, es aquélla que se aplica en los departamentos públicos encargados de provocar efectos cuyo valor no puede ser monetariamente cifrado. El servicio de policía es de gran importancia para salvaguardar la cooperación social; beneficia a todos los miembros de la sociedad. Pero esa ventaja carece de precio en el mercado; no puede ser objeto de compra ni de venta; resulta, por tanto, imposible contrastar el resultado obtenido con los gastos efectuados. Hay, desde luego, ganancia; pero se trata de un beneficio que no se puede reflejar en términos monetarios. No pueden aplicarse aquí ni el cálculo económico ni la contabilidad por partida doble. No es posible atestiguar el éxito o el fracaso de un departamento de policía mediante los procedimientos aritméticos que se emplean en el comercio con fin lucrativo. Ningún contable puede ponderar si la policía o determinada sección de la misma ha producido ganancia o pérdida.

La cuantía de las inversiones que proceda efectuar en cada rama industrial la determinan, con sus actuaciones, los consumidores. Si la industria del automóvil triplicara su capital, los servicios que presta al público, indudablemente, resultarían mejorados. Habría más coches. Ahora bien, esa expansión de la industria automovilística detraería capital de otros sectores de la producción que atienden necesidades más urgentemente sentidas por los consumidores. Tal circunstancia daría lugar a que esa expansión de la industria automovilística originara pérdidas, mientras se incrementan los beneficios de aquellas otras ramas industriales. En su afán por lograr el mayor beneficio posible, los empresarios se ven obligados a destinar a cada rama industrial sólo el capital que puede ser invertido sin perjudicar la satisfacción de otras necesidades de los consumidores más perentorias. De esta suerte, la actividad empresarial se halla gobernada, digamos, automáticamente, por la voluntad de los consumidores, según ésta se refleja en la estructura de los precios de los bienes de consumo.

En cambio, en la asignación de los fondos destinados a financiar los gastos estatales no existe semejante limitación. Es indudable que los servicios del departamento de policía de la ciudad de Nueva York se mejorarían notablemente si se triplicara la consignación presupuestaria. Pero el problema consiste precisamente en determinar si dicha mejora justifica reducir los servicios prestados por otros departamentos municipales —los de sanidad, por ejemplo— o bien restringir la capacidad adquisitiva de los contribuyentes. Cuestión ésta que no puede resolverse acudiendo a la contabilidad del departamento de policía. Tales cuentas sólo nos informan acerca del gasto efectuado. Ninguna valoración nos brindan de los resultados obtenidos, por cuanto éstos no pueden ser expresados en términos monetarios. Los ciudadanos han de determinar, de un modo directo, cuáles son los servicios que desean y que están dispuestos a pagar. En la práctica, se desentienden de la concreta resolución del problema eligiendo a concejales y funcionarios que resuelven dichos asuntos de acuerdo con los deseos de sus electores.

El alcalde y sus colaboradores ven su actividad limitada por el presupuesto. No pueden ejecutar discrecionalmente las obras municipales que consideren más interesantes. Deben invertir los fondos recibidos precisamente en los cometidos previstos por el presupuesto. Les está vedado asignarlos a otras atenciones. La contabilidad en la administración pública difiere totalmente de la que se sigue en el mundo de los negocios lucrativos. En el sector público, la contabilidad tiene por objeto verificar que los fondos se han invertido de conformidad con las previsiones presupuestarias.

En los negocios con fin lucrativo, la discrecionalidad de directores y subdirectores queda condicionada tan sólo por las ganancias y las pérdidas. El afán de lucro obliga a respetar los deseos de los consumidores. No hay por qué limitar la actividad de aquéllos mediante detalladas ordenanzas y reglamentos. Si se trata de personas eficientes, ese quisquilloso entrometimiento, en el mejor de los casos, resultará o innecesario o perjudicial como paralizadora camisa de fuerza. En cambio, si el individuo es torpe e ineficaz, no mejorará, por mucho que se le reglamente. En tal supuesto, se le estará brindando justificación para su torpeza, pues podrá argüir que las órdenes recibidas son las causantes del mal. La única norma que rige en el mundo mercantil es evidente y no precisa reiteración: buscar siempre la ganancia.

El planteamiento es distinto en la esfera de la administración pública, en la gestión de los asuntos estatales. No hay aquí consideraciones lucrativas que orienten la discrecionalidad del funcionario. Si el jefe supremo —el pueblo soberano o el déspota gobernante— dejara a los empleados públicos en plena libertad, ello equivaldría a renunciar a la propia supremacía en favor de meros servidores. Dichos funcionarios se convertirían en agentes que a nadie rendirían cuentas y su poder superaría al del pueblo o el déspota. Harían lo que ellos quisieran; no respetarían la voluntad de sus amos. Para impedir esto y mantenerlos sometidos a la voluntad de sus superiores, es preciso instruirles detalladamente acerca de cómo deben proceder en cada caso. Han de operar ateniéndose siempre a las normas y reglamentos. Su discrecionalidad —el dar a los problemas la solución que personalmente consideren mejor— se halla severamente tasada por las reglamentaciones. Dichas personas, en definitiva, no son más que burócratas, es decir, gentes que han de atenerse siempre, invariablemente, a códigos inflexibles de preceptos formales.

La gestión burocrática implica detalladas normas y reglamentaciones prefijadas autoritariamente por el superior. Es la única alternativa que cabe adoptar cuando la gestión con fin lucrativo no es posible, resultando ésta inaplicable mientras su actuación carezca de valor monetario o si se rehúye el lucro en materias que por su índole podrían ser financieramente provechosas. El primer supuesto es el que plantea la administración de la cosa pública; el segundo es el de las instituciones sin ánimo de lucro, como, por ejemplo, una escuela, un hospital o un servicio de correos. Toda empresa que no se inspire en el afán de lucro ha de ser gobernada por normas burocráticas.

La gestión burocrática no es recusable por sí misma. Es el único método idóneo para llevar adelante los asuntos estatales, es decir, el aparato social de compulsión y coacción. Puesto que el gobierno es necesario, la burocracia —en su esfera— no lo es menos. En aquello en que no pueda aplicarse el cálculo económico, es forzoso recurrir a los métodos burocráticos. Por eso, un gobierno socialista tiene que aplicarlos a todos los asuntos.

Ningún negocio, sean cuales fueren sus dimensiones u objetivos, se hará jamás burocrático mientras persiga, pura y exclusivamente, el lucro. En cambio, tan pronto como deja de lado el afán lucrativo y lo reemplaza por el llamado principio de servicio —es decir, la prestación de servicios prescindiendo de si el precio percibido cubre o no los gastos— es preciso recurrir a los métodos burocráticos y olvidar a gerentes o directores de tipo empresarial[26].

11. EL PROCESO DE SELECCIÓN

El proceso selectivo del mercado obedece al esfuerzo combinado de todos los miembros que en él operan. Impulsado por el deseo de eliminar lo más posible el propio malestar, cada uno procura, por un lado, alcanzar aquella posición desde la cual pueda contribuir en mayor grado a la mejor satisfacción de los demás y, por otro, aprovechar al máximo los servicios prestados por éstos. Ello implica que el individuo tiende siempre a vender en el mercado más caro y comprar en el más barato. El resultado de este comportamiento es no sólo la estructura de los precios sino también la estructura social, es decir la asignación de las específicas tareas de los diversos individuos. El mercado enriquece a éste y empobrece a aquél, determina quién ha de regentar las grandes empresas y quién ha de fregar los suelos, señala cuántas personas hayan de trabajar en las minas de cobre y cuántas en las orquestas sinfónicas. Ninguna de tales resoluciones es definitiva; son esencialmente revocables. Este proceso de selección jamás se detiene. Siempre está en marcha, adaptando el dispositivo social de la producción a las variaciones de la oferta y la demanda. Se vuelve una y otra vez sobre anteriores decisiones, sopesándose continuamente el caso particular de cada uno. Nadie puede considerar su posición asegurada, ni existe en el mercado derecho preestablecido alguno. Todo el mundo está sometido a la ley del mercado, a la soberanía de los consumidores.

La propiedad de los medios de producción no es un privilegio, sino una responsabilidad social. Capitalistas y terratenientes se ven constreñidos a dedicar sus propiedades a satisfacer del mejor modo posible a los consumidores. Si les falta inteligencia o aptitudes, sufren pérdidas patrimoniales. Cuando tales pérdidas no les sirven de lección, induciéndoles a modificar su conducta mercantil, acaban arruinándose totalmente. No hay inversión alguna que resulte perennemente segura. Quien no sepa invertir su fortuna como mejor sirva a los consumidores está condenado al fracaso. Nadie en el mercado puede disfrutar ociosa y despreocupadamente las riquezas conseguidas. Los fondos han de invertirse siempre de modo acertado si no se quiere que el capital o la renta desaparezca. Los antiguos privilegios reales, indudables barreras proteccionistas, producían rentas no sujetas a la soberanía del mercado. Príncipes y nobles vivían a costa de humildes siervos y esclavos a quienes sonsacaban trabajo gratuito, diezmos y gabelas. Sólo por la conquista o la dadivosidad del monarca podía ser adquirida la propiedad de la tierra, que únicamente se perdía si el donante volvía sobre su acuerdo o si otro guerrero se la apropiaba. Ni aun después, cuando ya los nobles y sus vasallos comenzaron a vender en el mercado los productos que ellos directamente no consumían, podía perjudicarles la competencia de gentes más eficientes, pues prácticamente no existía la libre competencia. La propiedad de los latifundios se la reservaba la nobleza; la de las fincas urbanas, los burgueses del propio municipio, y la de las tierras de labor, los cultivadores de la zona. Los gremios restringían la competencia en las artes y en los oficios. Los consumidores no podían satisfacer sus necesidades en la forma más económica por cuanto la regulación de los precios velaba por que ningún vendedor perjudicara a los demás echando abajo el precio marcado oficialmente. Los compradores se hallaban a merced de sus proveedores. Si los privilegiados productores de mercancías se negaban a emplear las materias primas más adecuadas o a adoptar los mejores métodos productivos, eran los consumidores quienes pagaban las consecuencias de tal contumacia y conservadurismo.

El propietario de tierras que vive, en perfecta autarquía, de los frutos de su heredad es independiente del mercado; en cambio, el agricultor que compra maquinaria, fertilizantes, semillas, mano de obra, así como otros múltiples factores de producción, para luego vender sus productos, está inexorablemente sometido a la ley mercantil. Son los consumidores, entonces, quienes determinan sus ingresos, puesto que debe acomodar la producción a los deseos de éstos.

La función seleccionadora del mercado opera igualmente en la esfera laboral. El trabajador acude a aquellas ocupaciones en las que piensa que puede ganar más. Como sucede con los factores materiales de producción, el factor trabajo también se dedica a aquellas tareas cuya utilidad, desde el punto de vista de los consumidores, es mayor. El mercado tiende siempre a no malgastar cantidad alguna de trabajo atendiendo necesidades menos perentorias mientras haya otras más urgentes sin satisfacer. El trabajador, al igual que el resto de la sociedad, está sometido a la supremacía de los consumidores. Cuando desatiende los deseos de éstos, se ve penalizado mediante la reducción de su salario.

El proceso selectivo del mercado no instaura órdenes sociales, castas, estamentos o clases en sentido marxista. Promotores y empresarios no forman una clase social integrada; todo el mundo puede ser empresario; basta con que el interesado confíe en su propia capacidad para prever mejor que los demás las futuras condiciones del mercado y que los esfuerzos que en tal sentido realiza a riesgo y ventura suya agraden a los consumidores. Se accede a las filas empresariales asaltándolas agresivamente. En todo caso, quien desee hacerse empresario o simplemente aspire a mantenerse en tan eminente posición no tiene más remedio que someterse a la prueba que, sin excepción, impone el mercado. A todos se presentan oportunidades para probar su suerte. El recién llegado no necesita que nadie le invite o le anime. Se lanza adelante por su propia cuenta, descubriendo por sí mismo los medios que ha de precisar.

Una y otra vez se oye decir que, bajo el actual capitalismo «tardío» o «maduro», no le es ya posible a quien carezca de dinero trepar por la escala que lleva a la riqueza y a la posición empresarial. La afirmación nadie ha intentado probarla. Lo cierto es que la composición de las clases empresarial y capitalista ha venido variando notablemente. Muchos antiguos empresarios y sus herederos han desaparecido, mientras otras gentes advenedizas han ocupado sus puestos. Por lo demás, es claro que durante los últimos años se han creado conscientemente algunas instituciones que, si no son pronto suprimidas, acabarán con el proceso selectivo del mercado.

Los consumidores, al designar a los capitanes de la industria y las finanzas, sólo se fijan en la habilidad personal de cada uno para acomodar la producción a las necesidades del consumo. Ninguna otra cualidad o mérito les interesa. Al fabricante de zapatos lo único que le exigen es que produzca zapatos buenos y baratos. No encomiendan la industria del calzado a quienes sólo son personas finas y amables, de modales elegantes, dotes artísticas, cultas o dotadas de cualesquiera otras prendas y aptitudes. Con frecuencia, el gran industrial carece de aquellas gracias que en otros órdenes de la vida contribuyen al éxito personal.

Hoy es frecuente menospreciar a los capitalistas y empresarios. El hombre común gusta de escarnecer a quienes prosperaron más que él. Si éstos lograron enriquecerse, piensa, fue por su carencia de escrúpulos. Podría él ser tan rico como ellos si no prefiriera respetar las normas de la moral y la decencia. Así se complacen muchos en la aureola de la autocomplacencia y de la farisaica honradez.

Es cierto que hoy, al amparo de las situaciones creadas por el intervencionismo, muchos pueden enriquecerse mediante el soborno y el cohecho. En muchos países el intervencionismo ha logrado enervar de tal modo la soberanía del mercado, que al hombre de negocios le conviene más buscar la ayuda de quienes detentan el poder público que dedicarse exclusivamente a satisfacer las necesidades de los consumidores. Pero no es esto lo que la gente critica cuando se refiere a las riquezas ajenas. Lo que se pretende es que los métodos con que se adquiere la riqueza en una economía de mercado son rechazables desde un punto de vista ético.

A este respecto, conviene reiterar que, en la medida en que el funcionamiento del mercado no es perturbado por las interferencias del gobierno o de otros factores de coacción, el éxito en los negocios es prueba de que se ha servido fiel y cumplidamente a los consumidores. Fuera de la órbita del mercado el económicamente débil puede superar al próspero empresario. Tal puede suceder en el terreno científico, literario, artístico o político, pero no en el mundo de la producción. Quizás el genio creador, cuando desprecia el éxito crematístico, tenga razón; tal vez él también, de no haber sentido otras inquietudes, habría triunfado en los negocios. Pero los oficinistas y obreros que presumen de una imaginaria superioridad moral no hacen más que engañarse a sí mismos buscando consuelo en su autodecepción.

Suele decirse que el fracaso del pobre en la competencia del mercado se debe a su falta de educación. Se afirma que la igualdad de oportunidades sólo puede lograrse haciendo que la educación sea accesible a todos y en todos los niveles. Hoy se tiende a reducir todas las diferencias entre la gente a su educación y a negar la existencia de cualidades innatas en lo que respecta a la inteligencia, la voluntad o el carácter. Se olvida por lo general que la educación académica se limita casi siempre a aprender teorías e ideas ya formuladas con anterioridad. La educación, sean cuales fueren los beneficios que confiere, es una mera transmisión de doctrinas y valoraciones tradicionales; es necesariamente conservadora. Aboga por la imitación y la rutina, nunca por el perfeccionamiento y el progreso. Los innovadores y los genios creadores no se forman en las aulas. Son precisamente los que desafían lo que han aprendido en la escuela.

Para triunfar en el mundo de los negocios no se precisa de título académico alguno. Las escuelas y facultades preparan a gentes subalternas para desempeñar funciones rutinarias. Pero no producen empresarios; no se puede enseñar a ser empresarios. El hombre se hace empresario sabiendo aprovechar oportunidades y llenando vacíos. El juicio certero, la previsión y la energía que la función empresarial requiere no se consiguen en las aulas. Muchos grandes empresarios, juzgados a la luz de eruditos cánones académicos, son personas incultas. Pero esa rusticidad no les impide cumplir puntualmente su específica función social, la de acomodar la producción a la demanda más urgente. Precisamente por eso, les encomiendan los consumidores el gobierno del mundo de los negocios.

12. EL INDIVIDUO Y EL MERCADO

Suele hablarse, en sentido metafórico, de las fuerzas automáticas y anónimas que mueven el «mecanismo» del mercado. Al emplear tales metáforas, la gente olvida con frecuencia que los únicos factores que orientan el mercado y determinan los precios son las acciones deliberadas de los individuos. No hay automatismo alguno; sólo existen personas que consciente y deliberadamente se proponen alcanzar objetivos específicos y determinados. Ninguna misteriosa fuerza tiene cabida en la economía de mercado, donde tan sólo pesa el deseo humano de suprimir el malestar en el mayor grado posible. Nada hay de anónimo tampoco; siempre se trata de tú y yo, de Pedro, Juan y de todos los demás, que somos, a un mismo tiempo, consumidores y productores.

El mercado es una institución social; es la institución social por excelencia. Los fenómenos de mercado son fenómenos sociales. Son el resultado de la contribución activa de cada individuo, si bien son diferentes de cada una de tales contribuciones. Aparecen al individuo como algo dado que no puede alterar. No siempre advierte éste que él mismo es parte, aunque pequeña, del complejo de elementos que determinan la situación momentánea del mercado. Debido a su ignorancia de este hecho, se considera libre, al criticar los fenómenos del mercado, de condenar en los demás un modo de conducta que estima totalmente correcta cuando se trata de él mismo. Censura la rudeza e inhumanidad del mercado y reclama su regulación social en orden a «humanizarlo». Exige, de un lado, medidas que protejan al consumidor contra el productor; pero, de otro, postula aún con mayor vehemencia que a él, como productor, se le proteja contra los consumidores. Fruto de tales pretensiones contradictorias es el intervencionismo económico, cuyos exponentes más conspicuos fueron la Sozialpolitik de la Alemania Imperial y el New Deal americano.

Es un viejo error suponer que es función del gobernante proteger al productor menos eficiente de la competencia de su rival más eficiente. Hay una política de «productores» frente a la política de «consumidores». Gusta la gente repetir la rimbombante perogrullada de que el único fin de la producción es abastecer ampliamente a los consumidores; pero al mismo tiempo proclama, aún con mayor elocuencia, que se debe proteger al «laborioso» productor ante el «ocioso» consumidor.

Sucede, sin embargo, que los hombres son, a la vez, productores y consumidores. Producción y consumo son meras facetas de una misma actuación. La cataláctica distingue ambos aspectos hablando de productores y consumidores, pero en realidad se trata de las mismas personas. Naturalmente, se puede proteger al productor torpe contra la competencia de su más eficiente rival. El favorecido disfruta entonces de aquellas ventajas que el mercado libre tan sólo concede a quienes saben atender mejor los deseos de los consumidores. En tal caso, la mejor satisfacción de estos últimos se verá por fuerza perjudicada. Si sólo un productor o un reducido grupo de productores obtiene este trato privilegiado, tales beneficiarios se lucran a costa de los demás. Ahora bien, si se pretende privilegiar a todo el mundo por igual, entonces cada uno pierde, como consumidor, lo que gana como productor. Es más, la comunidad entera sale perdiendo, ya que la producción queda restringida, al impedirse que los más eficientes actúen en aquellos sectores en que mejores servicios ofrecerían a los consumidores. Puede el consumidor, si lo considera conveniente y oportuno, pagar más por el trigo nacional que por el extranjero o por las mercancías fabricadas en talleres artesanos o cooperativas. Si las características de tales productos le agradan más, nada le impide pagar precios superiores por ellos. Bastarían en tales casos aquellas leyes que prohíben la falsificación de etiquetas y marcas de origen para alcanzar los objetivos que se persiguen fijando tarifas, implantando la legislación denominada social y concediendo privilegios a la pequeña empresa. Pero la verdad es que los consumidores no proceden así. El que un producto sea de importación no restringe la venta del mismo, si resulta mejor o más barato, o ambas cosas, que el nacional. Lo normal es que la gente busque siempre lo más económico, desentendiéndose de su origen y de las circunstancias personales del productor.

El fundamento psicológico de esa política en favor de los productores que hoy en día prevalece ha de buscarse en las torcidas doctrinas económicas imperantes. Proclaman éstas que el privilegio otorgado al productor menos eficiente para nada daña al consumidor. Tales medidas —aseguran sus defensores— perjudican exclusivamente a aquellas personas contra quienes específicamente van dirigidas. Cuando, finalmente, se ven dialécticamente constreñidos a admitir que también perjudican a los consumidores, rearguyen que esos daños son más que compensados por el alza —nominal— de los salarios que las medidas en cuestión provocan.

A tenor de estas ideas, en países europeos predominantemente industriales, los proteccionistas se cuidaron ante todo de proclamar que las tarifas sobre los productos agrarios perjudicaban exclusivamente a los terratenientes de los países esencialmente agrícolas y a los importadores de tales mercancías. Es cierto que dañaban a aquéllos cuya producción anteriormente se exportaba a los países industrializados. No es menos cierto, sin embargo, que también perdían los consumidores de los países proteccionistas, ya que habían de pagar por los artículos de alimentación precios más elevados. El proteccionista asegura que esto, en realidad, no supone carga alguna, pues ese exceso pagado por el consumidor nacional incrementa los ingresos del campesino y su poder adquisitivo, invirtiéndose tales sumas en mayores adquisiciones de las manufacturas producidas por los sectores no agrarios de la población. El error de tal paralogismo es fácil de refutar mediante la conocida anécdota del individuo que pide unas monedas al tabernero, asegurándole que tal entrega en nada le perjudicará, ya que piensa gastar la suma íntegra en su establecimiento. Pese a todo, la falacia proteccionista impresiona fuertemente a la opinión pública, lo cual explica la popularidad de las medidas que inspira. Muchos no advierten que, en definitiva, el proteccionismo sólo sirve para desplazar la producción de aquellos lugares donde más se obtiene por unidad de capital y trabajo invertido a otras zonas de menor productividad. De ahí que acabe empobreciendo a la gente.

En última instancia, el fundamento lógico del moderno proteccionismo y del afán autárquico descansa en la errónea suposición de que sirve para enriquecer a los nacionales o, al menos, a su inmensa mayoría, empleándose el término enriquecimiento para significar un efectivo incremento en el ingreso per cápita y en la mejora del nivel general de vida. Es cierto que la política de aislamiento mercantil es un corolario obligado del deseo de interferir en la vida económica del país, fruto de las tendencias belicistas, a la par que factor que, a su vez, desencadena aquel afán agresivo. Pero nunca habrían aceptado los electores la filosofía proteccionista si previamente no se les hubiera convencido de que no sólo no hace descender el nivel de vida, sino que lo eleva considerablemente.

Importa resaltar este hecho, ya que permite invalidar un mito propalado por muchos libros hoy de moda. En efecto, se afirma que al hombre moderno no le impulsa ya, como sucedía antaño, el afán de mejorar su bienestar material y elevar su nivel de vida. Se equivocan los economistas cuando predican lo contrario. La gente da hoy prioridad a asuntos «no económicos» y «no racionales», relegando a segundo término el progreso material, cuando éste obstaculiza la consecución de aquellos otros ideales. Es un grave error, que cometen especialmente economistas y hombres de negocios, interpretar los acontecimientos de nuestro tiempo desde un punto de vista «económico» y criticar las ideologías imperantes sobre la base de que éstas predican falacias económicas. Hay cosas que la gente estima en más que la pura y simple buena vida.

Es difícil reflejar de modo más inexacto la situación. Nuestros contemporáneos actúan impelidos por un frenético afán de diversiones, por un desenfrenado deseo de gozar de todos los placeres de la vida. Fenómeno social típico de nuestra época es el grupo de presión, es decir, la asociación formada por gentes que procuran fomentar su propio bienestar material, recurriendo a todos los medios, ya sean legales o ilegales, pacíficos o agresivos. Al grupo de presión sólo le interesa incrementar los ingresos reales de los componentes del mismo. De todo lo demás se despreocupa. Nada le importa que la consecución de sus objetivos pueda perjudicar gravemente a terceras personas, a la nación o, incluso, a toda la humanidad. Pero cada uno de esos grupos de presión se cuida de justificar sus propias pretensiones asegurando que la consecución de las mismas beneficiará al público en general, mientras denigra al contrario, a quien califican de bribón, traidor imbécil y degenerado. En estas actuaciones se despliega un ardor casi religioso.

Todos los partidos políticos, sin excepción, prometen a los suyos notable incremento en sus ingresos reales. A este respecto, no existe diferencia alguna entre nacionalistas e intemacionalistas, entre los defensores de la economía de mercado y los partidarios del socialismo o del intervencionismo. Cuando el partido pide sacrificios por la causa, invariablemente destaca que esos sacrificios son un medio imprescindible, si bien puramente transitorio, para alcanzar la meta final, el incremento del bienestar material de los correligionarios. Cualquier partido considera insidiosa maquinación urdida por gentes malvadas para minar su prestigio y pervivencia el hecho de que se ponga en duda la capacidad de su programa para mejorar el nivel de vida de sus seguidores. Por eso, los políticos odian mortalmente a aquellos economistas que osan formular tales objeciones.

Toda política favorecedora del productor frente al consumidor pretende ampararse en su capacidad para elevar el nivel de vida de quienes la sigan. El proteccionismo y la autarquía, la coacción sindical, la legislación laboral, la fijación de salarios mínimos, el incremento del gasto público, la expansión crediticia, las primas y los subsidios, así como múltiples otras medidas análogas, aseguran sus defensores, son el único o, por lo menos, el mejor medio de incrementar los ingresos reales de aquellos electores que les escuchan. Todos los políticos y gobernantes actuales predican invariablemente a sus auditorios: «Mi programa os hará tan ricos como las circunstancias permitan, mientras que los otros idearios os sumirán en la pobreza y la miseria».

Cierto es que algunos intelectuales aislados, en sus esotéricos círculos, hablan de modo distinto. Postulan la preeminencia de unos llamados valores eternos y absolutos, aparentando —en sus peroratas, que no en su conducta personal— desdeñar las cosas mundanas y puramente transitorias. La gente, sin embargo, no se interesa por tales actitudes. Hoy en día, la actividad política pretende ante todo incrementar al máximo el bienestar material de los componentes de su grupo de presión. El político sólo puede triunfar si logra convencer a suficiente número de gente de que su programa es el más idóneo para alcanzar tal objetivo.

De las medidas tendentes a proteger al productor frente al consumidor lo único que aquí interesa destacar es el error económico que encierran.

Con arreglo a esa filosofía actualmente tan en boga, que tiende a explicar todas las realidades humanas como fenómenos psicopatológicos, cabría decir que el hombre moderno, al reclamar protección para el productor, con daño para el consumidor, viene a ser víctima de una especie de esquizofrenia. No advierte que él es una persona única e indivisible, un individuo que, como tal, es al mismo tiempo tan consumidor como productor. Su conciencia se desdobla en dos sectores; su mente se divide en una pugna intestina. Poca importancia tiene que adoptemos o no tal terminología para demostrar el error económico que encierran las doctrinas examinadas, pues no interesa ahora investigar la lacra patológica que posiblemente dé lugar a semejante error. Pretendemos tan sólo examinarlo y resaltar su carencia de fundamentación lógica. Lo que importa es desenmascarar el error mediante el raciocinio. Sólo después de demostrar su inexactitud puede la psicopatología calificar de morboso el estado mental que lo origina. Si cierta persona afirma ser rey de Siam, lo primero que el psiquiatra debe aclarar es si efectivamente lo es o no. Únicamente en el segundo caso resultará lícito calificar de loco al interesado.

La mayor parte de nuestros contemporáneos se equivocan gravemente al enjuiciar el nexo productor-consumidor. Al comprar, proceden como si no tuvieran más relaciones con el mercado que las de comprador, y viceversa cuando se trata de vender. En cuanto compradores, reclaman severas medidas que les defiendan frente a los vendedores; como tales vendedores, en cambio, exigen la adopción de medidas no menos drásticas contra los compradores. Esta conducta antisocial, que pone en peligro los propios fundamentos de la cooperación humana, no es, sin embargo, fruto de una mentalidad patológica. Se debe, por el contrario, a ignorancia e impericia que impiden a la gente comprender cómo funciona la economía de mercado y prever los resultados finales que su proceder necesariamente ha de provocar.

Podemos admitir que la inmensa mayoría de los humanos no está, mental ni intelectualmente, adaptada a la sociedad de mercado, pese a que fue su actuar y el de sus inmediatos antepasados la fuerza que formó esa sociedad. Tal inadaptación es fruto exclusivamente de la incapacidad de la gente para reconocer las doctrinas erróneas.

13. LA PROPAGANDA COMERCIAL

El consumidor no es omnisciente. A menudo no sabe dónde encontrar lo que busca al precio más barato posible. Muchas veces incluso ignora qué mercancía o servicio es el más idóneo para suprimir el específico molestar que le atormenta. El consumidor únicamente conoce las circunstancias que el mercado registró en el inmediato pretérito. De ahí que la misión de la propaganda comercial consista en brindarle información acerca del actual estado de cosas.

La propaganda comercial tiene que ser chillona y llamativa, pues su objetivo es atraer la atención de gentes rutinarias, despertar en ellas dormidas inquietudes, inducirlas a innovar, abandonando lo tradicional, lo superado y trasnochado. La publicidad, para tener éxito, debe acomodarse a la mentalidad común. Ha de seguir los gustos y hablar el lenguaje de la muchedumbre. Por eso es vocinglera, escandalosa, burda, exagerada, porque la gente no reacciona ante la delicada insinuación. Es el mal gusto del público lo que obliga al anunciante a desplegar idéntico mal gusto en sus campañas. El arte publicitario es una rama de la psicología aplicada, disciplina próxima a la pedagogía.

La publicidad, al igual que cuanto pretende acomodarse al gusto de las masas, repugna a las almas que se estiman refinadas. Por eso muchos menosprecian la propaganda comercial. Los anuncios y todos los demás sistemas de publicidad son recusados por entenderse que son uno de los más desagradables subproductos de la competencia sin trabas. La propaganda debería prohibirse. Los consumidores habrían de ser ilustrados por técnicos imparciales; las escuelas públicas, la prensa «no partidista» y las cooperativas podrían cumplir tal función.

Ahora bien, restringir el derecho del comerciante a anunciar sus mercancías implica coartar la libertad de los consumidores de gastarse el dinero de conformidad con sus propios deseos y preferencias. En tal caso, se les impediría a éstos alcanzar cuanto conocimiento puedan y quieran adquirir acerca del estado del mercado y de aquellas circunstancias que consideran de interés al decidirse o abstenerse de comprar. Sus decisiones no dependerían ya de la opinión personal que les mereciera la valoración dada por el vendedor a su producto; habrían de fiarse de recomendaciones ajenas. Es posible que tales mentores les ahorrarían algunas equivocaciones. Pero, en definitiva, los consumidores estarían sometidos a la tutela de unos guardianes. Cuando la publicidad no se restringe, los consumidores se asemejan al jurado que se informa del caso escuchando a los testigos y examinando directamente los demás medios de prueba. Por el contrario, al coartarse la publicidad, la condición de aquéllos es similar a la del jurado que se limitara a escuchar el informe que un funcionario judicial le pudiera facilitar acerca del resultado que, en opinión de este último, arrojan las pruebas practicadas por él.

Es un error harto extendido suponer que una propaganda hábilmente dirigida es capaz de inducir a los consumidores a comprar todo aquello que el anunciante se proponga. Según esto, el consumidor se hallaría completamente indefenso ante una publicidad enérgica. El éxito o el fracaso en el mundo mercantil dependería exclusivamente del elemento publicitario. Sin embargo, nadie se atrevería a afirmar que la publicidad habría podido proteger a los fabricantes de cirios y velas ante la competencia de la bombilla eléctrica, a los coches de caballos ante los automóviles y a la pluma de ganso, primero ante la de acero y después ante la estilográfica o el bolígrafo. Quien admita estos hechos evidentes forzosamente habrá de conceder que la calidad del producto anunciado influye de modo decisivo en el éxito de toda campaña publicitaria. De ahí que no se pueda afirmar que la publicidad sea un simple ardid destinado a engañar a almas cándidas.

Naturalmente, el anuncio puede inducir a alguna persona a adquirir determinado artículo que no habría comprado si hubiera sabido de antemano las condiciones del mismo. Pero mientras la publicidad sea libre para todos los que entre sí compiten, aquellos productos que resulten más del gusto de los consumidores acabarán prevaleciendo sobre los que lo sean menos, sean cuales fueren los sistemas de propaganda empleados. Igual puede servirse de trucos y artificios publicitarios el vendedor de la mercancía mejor que quien ofrece el producto peor. Pero sólo al primero aprovecha la calidad superior de su artículo.

El efecto de la propaganda comercial sobre el público viene condicionado por la circunstancia de que el comprador, en la inmensa mayoría de los casos, puede comprobar personalmente la bondad del producto anunciado. El ama de casa que prueba una cierta marca de jabón o de conservas decide, a la vista de su propia experiencia, si le interesa o no seguir comprando y consumiendo dicha mercancía. De ahí que la publicidad sólo compense si la calidad del artículo es tal que no induce al adquirente a dejar de comprarlo en cuanto lo prueba. Hoy en día se acepta universalmente que sólo los productos buenos merecen ser anunciados.

Muy distinto resulta el planteamiento en aquellos campos en que la experiencia nada puede enseñarnos. La experiencia no puede verificar ni demostrar la falsedad de las afirmaciones de la propaganda religiosa, metafísica o política. Con respecto a la vida ultraterrena y a lo absoluto, nada puede el hombre mortal saber experimentalmente. En política, las experiencias se refieren siempre a fenómenos complejos, susceptibles de las más diversas interpretaciones; sólo el razonamiento apriorístico sirve de guía cuando de doctrinas políticas se trata. De ahí que el mundo de la propaganda política y el de la propaganda comercial sean mundos totalmente distintos, independientemente de que ambas recurran con frecuencia a idénticas técnicas.

Existen muchos males que ni la técnica ni la terapéutica actual logran remediar. Hay enfermedades incurables, hay defectos físicos inmodificables. Es, desde luego, lamentable que algunos individuos pretendan explotar las miserias del prójimo ofreciéndoles curas milagrosas. Es claro que tales filtros ni rejuvenecen a los viejos ni embellecen a la que nació fea. No sirven más que para despertar esperanzas, pronto desvanecidas. En nada se perjudicaría el buen funcionamiento del mercado si las autoridades prohibieran esas propagandas, cuya verdad no cabe atestiguar recurriendo a los métodos de las ciencias naturales experimentales. Sin embargo, quien pretenda otorgar al gobernante tales funciones no sería consecuente consigo mismo si se negara a conceder igual trato a las doctrinas de las diferentes iglesias y sectas. La libertad es indivisible. En cuanto se comienza a coartarla, el actor se lanza por una pendiente en la que es difícil detenerse. Quien desee dar al estado facultades para garantizar la certeza de lo que los anuncios de perfumes y dentífricos pregonan no puede luego negar a las autoridades idéntico privilegio cuando se trata de atestiguar la verdad de temas de mucha mayor trascendencia, cuales son los referentes a la religión, la filosofía y la ideología social.

Es falso que la propaganda comercial somete a los consumidores a la voluntad de los anunciantes. Ninguna publicidad puede impedir la venta de las mercancías mejores y más baratas.

Los gastos publicitarios, desde el punto de vista del anunciante, constituyen un sumando más entre los diferentes costes de producción. El comerciante gasta su dinero en propaganda porque considera que el aumento de las ventas incrementará sus beneficios netos. En este sentido, no existe diferencia alguna entre los costes de la publicidad y los restantes costes de producción. Se ha pretendido establecer una distinción entre costes de producción y costes de venta. El incremento de aquéllos, se ha dicho, amplía la producción; por el contrario, los mayores costes de venta (incluidos los gastos publicitarios) incrementan la demanda[27]. La afirmación es falsa. Lo que se busca a través de todos y cada uno de los costes de producción es ampliar la demanda. Cuando el fabricante de caramelos recurre a materias primas de mejor calidad, pretende ampliar la demanda de sus golosinas exactamente igual que cuando decide una envoltura más atractiva, dotar a sus productos de detalles más agradables o invertir mayores sumas en anuncios. Todo incremento del coste unitario de producción se hace con miras a ampliar la demanda. El industrial, para ensanchar su mercado, se ve obligado a incrementar los costes totales de producción, lo cual, frecuentemente, da lugar a que se reduzca el coste unitario del bien fabricado.

14. LA «VOLKSWIRTSCHAFT»

Para la economía de mercado, en principio, no existen fronteras políticas. Su ámbito es mundial.

El término Volkswirtschaft fue acuñado hace tiempo por los partidarios de la omnipotencia estatal en Alemania. Ingleses y franceses sólo mucho después comenzaron a hablar de la British economy y de l’écomomie française, distinguiendo y separando éstas de las demás economías nacionales. Pero ni en inglés ni en francés llegó a plasmarse un término equivalente al de Volkswirtschaft. El ideario que este vocablo alemán encierra, al amparo de las modernas filosofías planificadoras y autárquicas, se hizo popular en todas partes. Pero sólo en alemán resulta posible expresar, mediante una sola palabra, toda la serie de conceptos en cuestión.

Por Volkswirtschaft se entiende el complejo que forman todas las actividades económicas de una nación soberana, en tanto en cuanto el gobernante las dirige y controla. Es un socialismo practicado en el ámbito de las fronteras políticas de cada país. Cuando sus partidarios se refieren a la Volkswirtschaft; observan que la realidad no se ajusta a los supuestos que ellos imaginan y que consideran convenientes y deseables. Enjuician, sin embargo, todos los fenómenos de la economía de mercado a la luz de su ideal. Parten del supuesto de que existe un irreconciliable conflicto de intereses entre la Volkswirtschaft y el egoísmo del particular que siempre busca la ganancia personal. No dudan de que debe prevalecer el interés de la Volkswirtschaft sobre el de los individuos. La persona honrada debe anteponer siempre los intereses volkswirtschaftliche a los suyos egoístas. Libre y voluntariamente debe actuar como si fuera un funcionario público en acto de servicio. Gemeinnutz geht vor Eigennutz (el interés nacional debe privar sobre el egoísmo particular) fue la norma fundamental de la gestión económica nazi. Comoquiera que la torpeza y maldad de la gente le impide atenerse a tal ideario, compete al gobierno intervenir coactivamente para que sea respetado. Los príncipes alemanes de los siglos XVII y XVIII, principalmente los electores Hohenzollern de Brandenburgo y los reyes de Prusia, estaban convencidos de que tal era su misión. Durante el siglo XIX, las ideologías liberales importadas del Oeste llegaron, incluso en Alemania, a inducir a la gente a abandonar aquella filosofía nacionalista y socializadora tan acreditada y conforme con la naturaleza. Pero la implantación de la Sozialpolitik de Bismarck y sus sucesores y, últimamente, el triunfo del nazismo permitieron felizmente su restauración.

Los intereses de cada Volkswirtschaft están en implacable conflicto no sólo con los de los particulares, sino también con los de toda otra extranjera Volkswirtschaft. La máxima perfección en una Volkswirtschaft es la plena autarquía económica. La nación que, por sus importaciones, depende del extranjero jamás gozará de independencia económica; su soberanía será pura ficción. Cuando un país no puede producir, por razones físicas, todas las mercancías que precisa, forzosamente ha de lanzarse a la conquista de los territorios necesarios. Para ser realmente soberana e independiente, una nación ha de disponer del Lebensraum, es decir, de un territorio lo suficientemente extenso y rico en recursos naturales para poder subsistir autárquicamente con un nivel de vida no inferior al de cualquier otro país.

El concepto de Volkswirtschaft significa desconocer enteramente los principios en que se basa la economía de mercado. Semejante doctrina, sin embargo, ha informado la política del mundo durante los últimos decenios. Su realización práctica desencadenó las tremendas guerras de nuestro siglo y, con toda probabilidad, encenderá en el futuro nuevas conflagraciones aún más pavorosas.

Desde el principio de la historia humana, esos dos contrapuestos idearios, el de la economía de mercado y el de la Volkswirtschaft, se han combatido. El estado, es decir, el aparato social de fuerza y coacción, es un imprescindible presupuesto de la cooperación pacífica. La economía de mercado no puede funcionar si no existe una institución policial que, mediante el recurso a la violencia o simplemente con la amenaza de emplearla contra los perturbadores del orden, logre salvaguardar el funcionamiento de tan delicado mecanismo. Pero esos imprescindibles funcionarios y sus armados dependientes sienten de continuo la tentación de recurrir al poder de que disfrutan para implantar su propia dictadura totalitaria. Para el rey o el generalísimo, embriagados de ambición, el que algún aspecto de la vida de sus súbditos quede fuera de la regulación estatal es un abierto desafío. Los príncipes, gobernantes y generales jamás fueron liberales de modo libre y espontáneo. Se liberalizan sólo cuando los súbditos los obligan a ello.

Los problemas referentes al socialismo y al intervencionismo serán abordados más adelante. De momento, sólo nos interesa examinar si de algún modo la Volkswirtschaft es compatible con la economía de mercado. Porque los partidarios de la Volkswirtschaft jamás suponen que su doctrina sea un mero programa social para implantarlo mañana, sino que, por el contrario, aseguran que, aun bajo un régimen de economía de mercado —degradado y pervertido fruto de políticas totalmente contrarias a la verdadera naturaleza humana— las diversas Volkswirtschaften nacionales son unidades independientes cuyos respectivos intereses están en irreconciliable pugna. Lo que separa y aísla a cada Volkswirtschaft de las demás no son meras instituciones políticas, como quisieran hacernos creer los economistas. No son las barreras migratorias y comerciales arbitradas por el intervencionismo estatal, ni tampoco la discriminación legislativa, ni la distinta protección concedida a unos y a otros por los tribunales y los organismos judiciales, lo que hace que se diferencie el comercio interior del exterior. Tal disparidad, por el contrario, es una consecuencia fatal de la propia naturaleza de las cosas, una circunstancia insoslayable que ninguna ideología podrá jamás suprimir, que provoca sus típicos efectos, tanto si la ley, los gobernantes y los jueces reconocen su existencia como si no. La Volkswirtschaft es un fenómeno natural; por el contrario, la economía mundial (Weltwirtschaft) —la universal y ecuménica asociación humana— no es más que un pálido fantasma creado por una filosofía errónea que tiende a destruir nuestra civilización.

La verdad es que los individuos, al actuar, al proceder ya sea como productores o como consumidores, como vendedores o como compradores, jamás diferencian el mercado interior del exterior. Los costes del transporte, desde luego, dan lugar a que se advierta diferencia entre el comercio puramente local y el que haya de practicarse con otras plazas. Cuando la interferencia estatal, mediante aranceles, por ejemplo, encarece las transacciones internacionales, el mercado pondera ese hecho idénticamente a como toma en consideración cualquier variación en el coste del transporte. Una tarifa aduanera sobre el caviar tiene la misma importancia que un aumento en el precio del transporte. Prohibir totalmente la importación de caviar provoca una situación idéntica a la que surgiría si el transporte perjudicara el caviar hasta el punto de no poder consumirse.

Occidente jamás conoció la autarquía nacional o regional. Hubo épocas en las cuales la división del trabajo quedaba circunscrita a la economía familiar. Hubo familias y tribus autárquicas que desconocían el intercambio interpersonal. Sin embargo, tan pronto como este último apareció, desbordó inmediatamente las fronteras políticas. El intercambio con los habitantes de remotas regiones, con los miembros de extrañas tribus, poblaciones o comunidades políticas precedió al intercambio entre los propios miembros de tales entidades. Lo primero que interesó a la gente adquirir mediante el comercio y el trueque fueron objetos que ella misma no podía producir con los recursos de que disponía. Las mercancías inicialmente comerciadas fueron la sal así como otros minerales y metales cuyos yacimientos se hallan desigualmente distribuidos sobre la superficie de la tierra, cereales imposibles de cultivar en el suelo autóctono; artefactos que sólo los habitantes de ciertas regiones sabían construir. El comercio surge como comercio exterior. Es sólo más tarde cuando aparece el comercio interior entre vecinos. La cerrada economía doméstica comenzó a abrirse al intercambio interpersonal para adquirir mercancías provenientes de lejanas regiones. Ningún consumidor se preocupó jamás de si la sal o los metales que le interesaban eran de procedencia «nacional» o «extranjera». En otro caso, no habrían tenido necesidad los gobernantes de intervenir mediante aranceles y demás trabas el comercio exterior.

Pero aun cuando el gobernante llegara a imponer insalvables barreras mercantiles, que aislaran por completo el mercado nacional del extranjero e instauraran en el país la plena autarquía, no por ello quedaría implantada la Volkswirtschaft. Una economía de mercado, aun siendo perfectamente autárquica, no deja, a pesar de todo, de ser economía de mercado; en tal caso, se convierte en un aislado e incomunicado sistema cataláctico. El que sus miembros hayan de renunciar a los beneficios que podrían derivar de la división internacional del trabajo es una mera circunstancia accidental. Sólo si en esa aislada comunidad se implantara un régimen socialista, la economía de mercado quedaría transformada en una Volkswirtschaft.

Cegada por la propaganda del moderno neomercantilismo, la gente emplea vocablos incompatibles con sus propias actuaciones y con las circunstancias típicas del orden social en que viven. Hace mucho que los ingleses empezaron a calificar de «nuestras» las fábricas y las explotaciones agrícolas ubicadas en Gran Bretaña e incluso las situadas en los dominios, las Indias Orientales y las colonias. Ningún inglés, sin embargo, salvo que deseara impresionar a los demás por su fervor nacionalista, ha estado jamás dispuesto a pagar más por las mercancías producidas en «sus» fábricas que por las producidas en las «ajenas». Es más, aun cuando voluntariamente procediera de tal suerte, el considerar «suyas» las explotaciones situadas dentro de las fronteras políticas de su patria seguiría careciendo de lógica. Porque, ¿qué sentido, por ejemplo, tenía la expresión del londinense, antes de la nacionalización, cuando denominaba «nuestras» las minas inglesas, que no eran de su propiedad, y calificaba de «ajenas» las del Ruhr? Tanto por el carbón «inglés» como por el carbón «alemán» había de pagar íntegro el precio de mercado. No es «América» la que compra champaña a «Francia»; es cierta persona estadounidense quien lo compra a un determinado francés.

Mientras subsista, por pequeño que sea, un margen de libre actuación individual, mientras perviva cierta propiedad privada y haya intercambio de bienes y servicios entre la gente, la Volkswirtschaft no puede aparecer. Como entidad real, sólo emergerá cuando la libre elección de los individuos sea sustituida por el pleno dirigismo estatal.