ÁMBITO Y METODOLOGÍA DE LA CATALÁCTICA
Nunca hubo duda o incertidumbre alguna en torno al ámbito propio de la ciencia económica. Desde que los hombres comenzaron a interesarse por el examen sistemático de la Economía o Economía Política todo el mundo convino en que el objeto de esta rama del saber es investigar los fenómenos del mercado, es decir, inquirir la naturaleza de los tipos de intercambio entre los diversos bienes y servicios, su relación de dependencia con la acción humana, y su importancia para las actuaciones futuras del hombre. Las dificultades con que se tropieza al tratar de precisar el ámbito de la ciencia económica no provienen de que haya incertidumbre en lo que respecta a los fenómenos que deban examinarse. Los problemas surgen en razón a que el análisis le obliga al investigador a salirse de la órbita propiamente dicha del mercado y de las transacciones mercantiles. Porque, para comprender cabalmente lo que es el mercado es preciso contemplar, de un lado, el imaginario proceder de unos hipotéticos individuos que se supone aislados y que actuarían en solitario, y de otro, un en realidad impracticable régimen socialista universal. Para investigar el intercambio interpersonal, es necesario, primero, examinar el cambio autístico (intrapersonal), y entonces resulta harto difícil trazar una neta frontera entre las acciones que deben quedar comprendidas dentro del ámbito de la ciencia económica en sentido estricto y las que deben ser excluidas, pues la economía fue, poco a poco, ampliando sus primitivos horizontes hasta convertirse en una teoría general que abarca ya todo tipo de acción humana. Se ha transformado en praxeología. Por eso resulta difícil precisar, dentro del amplio campo de la praxeología general, los límites concretos de aquella más estrecha disciplina que se ocupa sólo de las cuestiones estrictamente económicas.
Los malogrados esfuerzos por resolver el problema de una precisa delimitación del ámbito de la cataláctica han adoptado como criterio los motivos que impulsan a la acción o bien los fines que ésta pretende alcanzar. Pues el reconocer que los motivos determinantes de la acción pueden ser múltiples y variados carece de interés cuando lo que se pretende es formular una teoría general de la acción. Toda actuación viene invariablemente impuesta por el deseo de suprimir determinado malestar; por eso resulta intrascendente para nuestra ciencia el calificativo que ese malestar pueda merecer desde un punto de vista fisiológico, psicológico o ético. El objeto de la ciencia económica consiste en analizar los precios de los bienes tal y como efectivamente se demandan y abonan en el mercado. Sería falsear el análisis restringir nuestro estudio a unos precios que pudieran dar origen a determinadas actuaciones merecedoras de específico apelativo al ser contempladas desde el punto de vista de la psicología, de la ética o desde cualquier otra forma de enjuiciar la conducta humana. El distinguir las diversas actuaciones con arreglo a los múltiples impulsos que las motivan puede ser importante para la psicología o para su valoración moral, pero para la economía tales circunstancias carecen de interés. Lo mismo puede afirmarse de las pretensiones de quienes quisieran limitar el campo de la economía a las acciones humanas cuyo objetivo es proporcionar a la gente mercancías materiales y tangibles del mundo externo. El hombre no busca los bienes materiales per se, sino por el servicio que tales bienes piensa le pueden proporcionar. Quiere incrementar su bienestar mediante la utilidad que piensa pueden reportarle los diversos bienes. De ahí que no deban excluirse de las acciones «económicas» las que directamente, sin mediación de ninguna cosa tangible o visible, permiten suprimir determinado malestar humano. Un consejo médico, la ilustración que un maestro nos proporciona, el recital de un artista y otros muchos servicios personales caen, evidentemente, dentro de la órbita de los estudios económicos, por lo mismo que en ella también quedan incluidos los planos del arquitecto que permiten construir la casa, la fórmula científica con la que se obtiene el deseado producto químico o la labor del autor de un libro.
Interesan a la cataláctica todos los fenómenos de mercado; su origen, su desarrollo, así como las consecuencias que provocan. La gente busca en el mercado no sólo alimento, cobijo y satisfacción sexual, sino también otros muchos deleites «espirituales». El hombre, al actuar, se interesa por cosas «materiales» y cosas «inmateriales». Opta entre diversas alternativas, sin preocuparse de si el objeto de su preferencia pueda ser considerado por otros «material» o «espiritual». En las escalas valorativas de los hombres todo se entremezcla. Aun admitiendo que fuera posible trazar una rigurosa frontera entre unas y otras apetencias, no cabe olvidar que la acción unas veces aspira a alcanzar al mismo tiempo objetivos materiales y espirituales y otras veces opta por bienes de un tipo o del otro.
Podemos prescindir de si es posible distinguir con precisión entre las actuaciones tendentes a satisfacer necesidades exclusivamente fisiológicas y otras necesidades «más elevadas». A este respecto conviene advertir que no hay ningún alimento que el hombre valore tan sólo por su poder nutritivo, ni casa ni vestido alguno que únicamente aprecie por la protección que contra el frío o la lluvia puedan proporcionarle. En la demanda de los diversos bienes influyen poderosamente consideraciones metafísicas, religiosas y éticas, juicios de valor estético, costumbres, hábitos, prejuicios, tradiciones, modas y otras mil circunstancias. Un economista que quisiera restringir sus investigaciones tan sólo a cuestiones puramente materiales no tardaría en percatarse de que el objeto de su análisis se le esfuma tan pronto como pretende aprehenderlo.
Lo único que podemos afirmar es que los estudios económicos aspiran a analizar los precios monetarios de los bienes y servicios que en el mercado se intercambian; y que para ello, ante todo, es preciso formular una teoría general de la acción humana. Pero, por eso mismo, la investigación no puede quedar restringida a los fenómenos puros de mercado, sino que tiene también que abordar tanto la conducta de un hipotético ser aislado como el funcionamiento de una comunidad socialista, sin que el análisis pueda limitarse a las actuaciones calificadas por lo común de «económicas», pues resulta igualmente obligado ponderar aquellas otras generalmente consideradas como «no económicas».
El ámbito de la praxeología, teoría general de la acción humana, puede ser delimitado y definido con la máxima precisión. Por el contrario, los problemas típicamente económicos, los temas referentes a la acción económica en su sentido más estricto sólo de un modo aproximado pueden ser desgajados del cuerpo de la teoría praxeológica general. Circunstancias accidentales de la historia de nuestra ciencia y otras puramente convencionales influyen cuando se trata de definir el «genuino» ámbito de la ciencia económica.
No son razones rigurosamente lógicas o epistemológicas, sino usos tradicionales y el deseo de simplificar las cosas, los que nos hacen proclamar que el ámbito cataláctico, es decir, el de la economía en sentido restringido, es aquél que atañe al análisis de los fenómenos del mercado. Ello equivale a afirmar que la cataláctica se ocupa de las acciones que se realizan sobre la base del cálculo monetario. El intercambio mercantil y el cálculo monetario se hallan inseparablemente ligados entre sí. Un mercado con cambio directo tan sólo no es más que una construcción imaginaria. Es más, la aparición del dinero y del cálculo monetario viene condicionada por la preexistencia del mercado.
Cierto es que la economía debe analizar el funcionamiento de un imaginario sistema socialista de producción. Pero este análisis presupone la previa construcción de una ciencia cataláctica, es decir, de un sistema lógico basado en los precios monetarios y el cálculo económico.
Hay quienes niegan, pura y simplemente, la existencia de la ciencia económica. Es cierto que lo que bajo este nombre se enseña en la mayor parte de las universidades modernas implica su abierta negación.
Quien rechaza la existencia de la economía virtualmente niega que haya en el mundo escasez alguna de medios materiales que perturbe la satisfacción de las necesidades humanas. Sentada esta premisa, se proclama que, suprimidos los perniciosos efectos de ciertas artificiosas instituciones humanas, todo el mundo vería satisfechas todas sus apetencias. La naturaleza en sí es generosa y derrama riquezas sin cuento sobre la humanidad. La existencia en la tierra, cualquiera que fuera el número de los humanos, podría ser paradisíaca. La escasez es sólo fruto de usos y prácticas arbitrarios; la superación de tales artificios abrirá las puertas a la plena abundancia.
Para K. Marx y sus seguidores, la escasez es una simple categoría histórica. Se trata de una realidad típica de los primeros estadios históricos, que desaparecerá cuando sea abolida la propiedad privada de los medios de producción. Tan pronto como la humanidad haya superado el mundo de la necesidad para ingresar en el de la libertad[1], alcanzando de esta suerte «la fase superior de la sociedad comunista», habrá abundancia de todo y será posible «dar a cada uno según sus necesidades»[2]. No es posible hallar en todo el mare magnum de publicaciones marxistas ni la más leve alusión a la posibilidad de que la sociedad comunista en su «fase superior» pueda hallarse enfrentada con el problema de la escasez de los factores naturales de producción. Se esfuma misteriosamente la indudable penosidad del trabajo con sólo afirmar que trabajar bajo el régimen comunista no será una carga sino un placer y que entonces se convertirá en «la fundamental exigencia de la vida»[3]. Las terribles realidades del «experimento» ruso se explicarían por la hostilidad de los países capitalistas, por el hecho de que el socialismo en un solo país todavía no es perfecto, de tal suerte que aún no ha sido posible alcanzar la «fase superior» del comunismo y, últimamente, por los estragos causados por la guerra.
También existen los inflacionistas radicales representados, por ejemplo, por Proudhon y Ernest Solvay. En su opinión, la escasez es fruto de las artificiosas restricciones impuestas a la expansión crediticia y a otros métodos que permiten incrementar la cantidad de dinero circulante, medidas restrictivas que los egoístas intereses de clase de los banqueros y demás explotadores han logrado imponer. Panacea para todos los males es incrementar ilimitadamente el gasto público.
Estamos ante el mito de la abundancia y de la saciedad. Dejando el tema en manos de los historiadores y los psicólogos, la economía puede desentenderse del problema de determinar por qué es tan popular este arbitrario modo de pensar y esa tendencia de la gente a soñar despierta. Frente a tanta vana palabrería, la economía afirma tan sólo que su misión es enfrentarse con aquellos problemas que se le suscitan al hombre precisamente porque el mantenimiento de la vida humana le exige disponer de múltiples factores materiales. La economía se ocupa de la acción, es decir, del esfuerzo consciente del hombre por paliar en lo posible sus diversas formas de malestar. Para nada le interesa determinar qué sucedería en un mundo no sólo inexistente sino incluso inconcebible para la mente humana en el que ningún deseo jamás quedaría insatisfecho. Se puede admitir que en ese imaginario supuesto ni regiría la ley del valor ni habría escasez ni problema económico alguno. Todo esto estaría ausente por cuanto no habría lugar a la elección y, al actuar, no existiría dilema que hubiera de resolverse mediante el raciocinio. Los habitantes de ese hipotético mundo nunca habrían desarrollado su razón ni su inteligencia, y si en la tierra llegaran alguna vez a darse tales circunstancias, aquellos hombres perfectamente felices verían cómo iba esfumándose su capacidad de pensar, para acabar dejando de ser humanos. Porque el cometido esencial de la razón estriba en abordar los problemas que la naturaleza plantea; la capacidad intelectual permite a los mortales luchar contra la escasez. El hombre capaz de pensar y actuar sólo puede aparecer dentro de un universo en el que haya escasez, en el que todo género de bienestar ha de conquistarse mediante trabajos y fatigas, aplicando precisamente aquella conducta que suele denominarse económica.
El sistema de investigación típico de la economía es aquél que se basa en construcciones imaginarias.
Tal procedimiento constituye el genuino método praxeológico. Ha sido especialmente elaborado y perfeccionado en el marco de los estudios económicos, debiéndose ello a que la economía es la parte de la praxeología hasta ahora más adelantada. Quien pretenda exponer una opinión sobre los problemas comúnmente considerados económicos debe utilizar este procedimiento. Naturalmente, recurrir a tales construcciones imaginarias no es prerrogativa exclusiva del profesional dedicado a la investigación científica. A él recurre igualmente el profano cuando trata de los mismos problemas. Sin embargo, mientras las construcciones de éste resultan vagas e imprecisas, el economista procura que las suyas sean formuladas con la máxima diligencia, atención y justeza, analizando críticamente todos los supuestos y circunstancias de las mismas.
Una construcción imaginaria es una imagen conceptual de una secuencia de hechos que se desarrollan lógicamente a partir de los elementos de la acción empleada en su realización. Es fruto por tanto de la deducción, derivando por eso de la categoría fundamental del actuar, es decir, del preferir y rechazar. El economista, al configurar su construcción imaginaria, no se preocupa de si refleja o no exacta y precisamente la realidad que se propone examinar. No le interesa averiguar si el orden imaginado puede existir y funcionar en el mundo real, pues incluso construcciones imaginarias inadmisibles, contradictorias y de imposible realización práctica pueden ser útiles y hasta indispensables para comprender mejor la realidad, siempre y cuando se sepa manejarlas con el debido tino.
El método de las construcciones imaginarias se justifica por sus resultados. La praxeología no puede, a diferencia de las ciencias naturales, basar sus enseñanzas en experimentos de laboratorio ni en el conocimiento sensorial de la realidad externa. De ahí que tenga que desarrollar unos métodos completamente distintos de los empleados por la física o la biología. Se equivocaría gravemente quien pretendiera buscar en el campo de las ciencias naturales algo similar a las construcciones imaginarias. Las construcciones imaginarias de la praxeología nunca pueden ser contrastadas con la experiencia de cosas externas ni valoradas a la luz de esa experiencia. Su función estriba en auxiliar al hombre precisamente cuando quiere abordar investigaciones en las que no puede recurrir a los sentidos. Al contrastar con la realidad las construcciones imaginarias no se puede plantear la cuestión de si se ajustan a los conocimientos experimentales o si reflejan convenientemente los datos empíricos. Lo único que se precisa confirmar es si los presupuestos de la construcción coinciden con las condiciones de las acciones que se quiere enjuiciar.
El sistema consiste, fundamentalmente, en abstraer de una determinada acción algunas de las circunstancias que en ella concurren. Entonces podemos captar las consecuencias hipotéticas de la ausencia de estas condiciones y concebir los efectos de su existencia. Concebimos así la categoría de acción construyendo la imagen de una situación en la que la acción no existe, bien porque el individuo se halla ya plenamente satisfecho y no siente malestar alguno, o bien porque desconoce cualquier procedimiento que le permita incrementar su bienestar (estado de satisfacción). Del mismo modo, concebimos la noción de interés originario formulando una construcción imaginaria en la que no se distingue entre satisfacciones en periodos de tiempo iguales en su duración pero distintas en relación con su distancia del momento de la acción.
El método de las construcciones imaginarias es imprescindible en praxeología; es el único método de la investigación praxeológica y económica. Es, ciertamente, un método difícil de manejar, ya que lleva fácilmente a silogismos falaces. Conduce a lo largo de una afilada arista a cuyos lados se abren los abismos de lo absurdo y lo disparatado, y sólo una rigurosa autocrítica puede evitar caer en tales abismos.
En la imaginaria construcción de una economía pura o de mercado no interferido suponemos que se practica la división del trabajo y que rige la propiedad privada (el control) de los medios de producción; que existe, por tanto, intercambio mercantil de bienes y servicios. Se supone, igualmente, que el funcionamiento del mercado no es perturbado por factores institucionales. Se da, finalmente, por admitido que el gobierno, es decir, el aparato social de compulsión y coerción, estará presto a amparar la buena marcha del sistema, absteniéndose, por un lado, de actuaciones que puedan desarticularlo y protegiéndolo, por otro, contra posibles ataques de terceros. El mercado goza, así, de plena libertad; ningún agente ajeno al mismo interfiere los precios, los salarios, ni los tipos de interés. Partiendo de tales presupuestos, la economía trata de averiguar los efectos de semejante organización. Sólo más tarde, cuando ya ha quedado debidamente expuesto cuanto se puede inferir del análisis de esa construcción imaginaria, pasa el economista a examinar las cuestiones que suscita la interferencia del gobierno o de otras organizaciones capaces de recurrir a la fuerza y a la intimidación en el funcionamiento del mercado.
Es sorprendente que este procedimiento, lógicamente impecable, y el único que permite abordar los problemas planteados, pueda haber sido objetivo de ataques tan apasionados. Se le ha tachado de adoptar una postura favorable a la política económica liberal, estigmatizada a su vez como reaccionaria, imperialista, manchesteriana, negativista, etc. Se niega que del análisis de construcciones imaginarias se pueda derivar ilustración alguna que permita comprender mejor la realidad. Sin embargo, tan ardorosos críticos caen en abierta contradicción cuando recurren al mismo método para exponer sus propias opiniones. Al abogar por salarios mínimos, describen las pretendidas condiciones insatisfactorias de un libre mercado laboral y cuando proponen protecciones tarifarias también describen las desastrosas consecuencias que, en su opinión, provoca el mercado libre. Lo cierto es que para valorar cualquier medida tendente a limitar el libre juego de los elementos que integran un mercado no interferido es necesario examinar ante todo aquellas situaciones que produciría la libertad económica.
Es cierto que los economistas han llegado en sus investigaciones a la conclusión de que los objetivos que la mayoría de la gente, es más, prácticamente todos, se afanan por conquistar mediante la inversión de trabajo y esfuerzo y a través de la política económica como mejor pueden alcanzarse es implantando un mercado libre cuyo funcionamiento no se vea perturbado por la interferencia estatal. Pero esto no es un juicio preconcebido derivado de un análisis insuficiente de los efectos que la interferencia del gobierno produce en el funcionamiento del mercado. Al contrario, es el resultado de un riguroso e imparcial estudio del intervencionismo en todas sus facetas.
También es cierto que los economistas clásicos y sus continuadores solían calificar de «natural» el sistema basado en una libre economía de mercado y de «artificial» y «perturbador» el intervenido por el gobierno. Pero esta terminología era también fruto de su cuidadoso análisis de los problemas del intervencionismo. Al expresarse así, no hacían más que atemperar su dicción a los usos semánticos de una época que propendía a calificar de contraria a la naturaleza toda situación social tenida por indeseable.
El teísmo y el deísmo del siglo de la Ilustración veían reflejados en la regularidad de los fenómenos naturales los mandatos de la Providencia. Por eso, cuando aquellos filósofos advirtieron análoga regularidad en el mundo de la acción humana y de la evolución social, tendieron a interpretar dicha realidad como una manifestación más del paternal tutelaje ejercido por el Creador del universo. En tal sentido, hubo economistas que adoptaron la doctrina de la armonía preestablecida[4]. La filosofía social en que se basaba el despotismo paternalista insistía en el origen divino de la autoridad de los reyes y autócratas destinados a gobernar los pueblos. Los liberales, por su parte, replicaban que el libre funcionamiento del mercado, en el cual el consumidor —todo ciudadano— es soberano, provoca resultados mejores que los de órdenes emanadas de ungidos gobernantes. Contemplad el funcionamiento del mercado —decían— y veréis en él la mano de Dios.
Al tiempo que formulaban la imaginaria construcción de una economía de mercado pura, los economistas clásicos elaboraron su contrafigura lógica, la imaginaria construcción de una comunidad socialista. En el proceso heurístico que, finalmente, permitió descubrir la mecánica de la economía de mercado, este imaginario orden socialista gozó incluso de prioridad lógica. Preocupaba a los economistas el problema referente a si el sastre disfrutaría de pan y zapatos en el supuesto de que no hubiera mandato gubernativo alguno que obligara al panadero y al zapatero atender sus respectivos cometidos. Parecía que debía imponerse una intervención autoritaria para constreñir a cada profesional a que sirviera a sus conciudadanos. Por eso, los economistas se sorprendían al advertir que tales medidas coactivas en modo alguno eran necesarias. Cuando contrastaban la producción con el lucro, el interés privado con el público, el egoísmo con el altruismo, aquellos pensadores utilizaban tácitamente la imaginaria construcción de un sistema socialista. Precisamente su sorpresa ante la, digamos, «automática» regulación del mercado surgía porque advertían que mediante un sistema de producción «anárquico» se podía atender las necesidades de la gente de modo más cumplido que recurriendo a cualquier ordenación de un omnipotente gobierno centralizado. El socialismo, como sistema basado en la división del trabajo que una autoridad planificadora por entero gobierna y dirige, no fue idea de los reformadores utópicos. Éstos tendían más bien a predicar la autárquica coexistencia de reducidas entidades económicas; en tal sentido, recuérdese el phalanstère de Fourier. Si el radicalismo reformista recurrió al socialismo, fue porque se acogió a la idea —implícita en las teorías expuestas por los economistas clásicos— de una economía dirigida por un gobierno de ámbito nacional o mundial.
Suele decirse que los economistas, al abordar los problemas de la economía de mercado, parten de un supuesto irreal, imaginando que la gente se afana exclusivamente por procurarse la máxima satisfacción personal. Dichos teóricos —se asegura— basan sus lucubraciones en un ser imaginario, totalmente egoísta y racional, que sólo se interesaría por su ganancia personal. Ese homo oeconomicus tal vez sirva para retratar a los especuladores y a jugadores de Bolsa; pero la gente, en su inmensa mayoría, es bien diferente. El estudio de la conducta de ese ser imaginario de nada sirve cuando lo que se pretende es aprehender la realidad tal cual es.
No es necesario refutar una vez más el confusionismo, error e inexactitud de esta afirmación, pues las falacias que contiene fueron ya examinadas en las partes primera y segunda de este libro. Conviene ahora, sin embargo, centrar nuestra atención en el problema relativo a la maximización de los beneficios.
La praxeología en general, y concretamente la economía, al enfrentarse con los móviles de la acción humana, se limita a afirmar que el hombre, mediante la acción, pretende suprimir su malestar. Sus acciones en la órbita del mercado se concretan en compras y ventas. Cuanto la economía predica de la oferta y la demanda es aplicable a cualquier tipo de oferta y de demanda, sin que la validez de estas afirmaciones quede limitada a determinadas ofertas y demandas debidas a circunstancias especiales que requieran especial examen o definición. No es preciso establecer ningún presupuesto especial para afirmar que el individuo, en la disyuntiva de percibir más o percibir menos por cierta mercancía que pretenda vender, preferirá siempre, ceteris paribus, cobrar el precio mayor. Para el vendedor, percibir esa cantidad superior supone una mejor satisfacción de sus necesidades. Lo mismo, mutatis mutandis, sucede con el comprador. La cantidad que éste se ahorra al comprar más barato le permite invertir mayores sumas en apetencias que en otro caso quedarían insatisfechas. Comprar en el mercado más barato y vender en el más caro —inmodificadas las restantes circunstancias— es una conducta cuya explicación en modo alguno exige ponderar particulares motivaciones o impulsos morales en el actor. Dicho proceder es el único natural y obligado en todo intercambio.
El hombre, en el mundo de los negocios, es un servidor de los consumidores, quedando obligado a atender los deseos de éstos. No puede entregarse a sus propios caprichos y antojos. Los gustos y fantasías del cliente son la norma suprema para él, siempre y cuando el adquirente esté dispuesto a pagar el precio correspondiente. El hombre de negocios ha de acomodar fatalmente su conducta a la demanda de los consumidores. Si la clientela es incapaz de apreciar la belleza y prefiere el producto tosco y vulgar, aun contrariando sus propios gustos, aquél habrá de producir precisamente lo que los compradores prefieran[5]. Si los consumidores no están dispuestos a pagar más por los productos nacionales que por los extranjeros, el comerciante se ve en la necesidad de surtirse de estos últimos si son más baratos que los autóctonos. El patrono no puede hacer caridad a costa de la clientela. No puede pagar salarios superiores a los del mercado si los compradores, por su parte, no están dispuestos a abonar precios proporcionalmente mayores por aquellas mercancías que se producen pagando esos incrementados salarios.
El planteamiento es totalmente distinto cuando se trata de gastar los propios ingresos. En tal caso, el interesado puede proceder como mejor le parezca. Si le place, puede hacer donativos y limosnas. Nada le impide que, dejándose llevar por teorías y prejuicios diversos, discrimine contra bienes de determinado origen o procedencia y prefiera adquirir productos que técnicamente son peores o más caros. Lo normal, sin embargo, es que el comprador no favorezca caritativamente al vendedor. Pero alguna vez ocurre. La frontera que separa la compraventa mercantil de bienes y servicios de la donación limosnera a veces es difícil de trazar. Quien hace una adquisición en una tómbola de caridad combina generalmente una compra comercial con un acto de caridad. Quien entrega unos céntimos en la calle al músico ciego no pretende pagar con ello la dudosa labor musical; se limita a hacer caridad.
El hombre, al actuar, procede como ser unitario. El comerciante, exclusivo propietario de cierta empresa, puede en ocasiones difuminar la frontera entre lo que es negocio y lo que es liberalidad. Si desea socorrer a un amigo en situación apurada, tal vez, por delicadeza, arbitre alguna fórmula que evite a este último la vergüenza de vivir de la bondad ajena. En este sentido, puede ofrecerle un cargo en sus oficinas, aun cuando no precise de tal auxilio o pueda contratarlo a menor precio en el mercado. En tal supuesto, el correspondiente salario, formalmente, es un coste más del proceso industrial. Pero en realidad es una inversión efectuada por el propietario de parte de sus ingresos. En puridad estamos ante un gasto de consumo, no un coste de producción para aumentar el beneficio[6].
La tendencia a tomar en consideración sólo lo tangible, ponderable y visible, descuidando todo lo demás, induce a torpes errores. El consumidor no compra alimentos o calorías exclusivamente. No pretende devorar como mero animal; quiere comer como ser racional. Hay muchas personas a quienes la comida satisface tanto más cuanto mejor presentada y más gustosa sea, cuanto mejor dispuesta esté la mesa y cuanto más agradable sea el ambiente. A estas cosas no les dan importancia aquéllos que se ocupan exclusivamente de los aspectos químicos del proceso digestivo[7]. Ahora bien, el que dichas circunstancias tengan notoria importancia en la determinación de los precios de la alimentación resulta perfectamente compatible con nuestra anterior afirmación de que los hombres prefieren, ceteris paribus, comprar en el mercado más barato. Cuando el comprador, al elegir entre dos cosas que la química y la técnica reputan iguales, opta por la más cara, indudablemente tiene sus motivos para proceder así. Salvo que se equivoque, al actuar de tal suerte lo que hace es pagar unos servicios que la química y la tecnología, con sus métodos específicos de investigación, son incapaces de apreciar. Tal vez, personalmente, consideremos ridícula la vanidad de quien paga mayores precios acudiendo a un bar de lujo, simplemente por tomarse el mismo cóctel al lado de un duque y codeándose con la mejor sociedad. Lo que no puede afirmarse es que tal persona no está mejorando su propia satisfacción al proceder así.
El hombre actúa siempre para acrecentar su satisfacción personal. En este sentido —y en ningún otro— cabe emplear el término egoísmo y decir que la acción es siempre y necesariamente egoísta. Incluso las actuaciones que directamente tienden a mejorar la condición ajena son, en definitiva, egoístas, pues el actor deriva mayor satisfacción de ver comer a los demás que de comer él mismo. Contemplar gente hambrienta le produce malestar.
Cierto es que muchos piensan de otro modo y prefieren llenar el propio estómago antes que el ajeno. Pero esto nada tiene que ver con la economía; es un simple dato de experiencia histórica. La economía se interesa por toda acción, independientemente de que ésta responda al hambre del actor o a su deseo de aplacar la de los demás.
Si por maximización de los beneficios entendemos que el hombre, en las transacciones de mercado, aspira a incrementar todo lo posible la propia ventaja, incurrimos en un circunloquio pleonástico y perifrástico, pues simplemente repetimos lo que ya se halla implícito en la propia categoría de acción. Pero si, en cambio, pretendemos dar a tal expresión cualquier otro significado, inmediatamente caemos en el error.
Hay economistas que creen que compete a la economía determinar cómo puede todo el mundo, o al menos la mayoría, alcanzar la máxima satisfacción posible. Olvidan que no existe mecanismo alguno que permita medir el respectivo estado de satisfacción alcanzado por cada uno de los componentes de la sociedad. Interpretan erróneamente el carácter de los juicios formulados acerca de la comparativa felicidad de personas diversas. Creen estar sentando hechos, cuando no hacen más que expresar arbitrarios juicios de valor. Naturalmente, se puede decir que es justo robar al rico para dar al pobre; pero el calificar algo de justo o injusto implica un previo y subjetivo juicio de valor que como tal es siempre puramente personal, sin que pueda ser verificado o refutado. La economía jamás pretende emitir juicios de valor. La ciencia aspira tan sólo a averiguar los efectos que determinados modos de actuar producen necesariamente.
Las necesidades fisiológicas —se ha dicho— en todos los hombres son idénticas; tal identidad, por tanto, brinda una pauta que permite apreciar en qué grado se hallan objetivamente satisfechas. Quienes emiten tales opiniones y recomiendan seguir esos criterios en la acción de gobierno pretenden tratar a los hombres como el ganadero trata a sus reses. Se equivocan al no advertir que no existe ningún principio universal que pueda servir de guía para decidir una alimentación que fuera conveniente para todos. El que al respecto se sigan unos u otros principios dependerá íntegramente de los objetivos que se persigan. El ganadero no alimenta las vacas para hacerlas más o menos felices, sino para alcanzar determinados objetivos. Puede ser que quiera incrementar la producción de leche o de carne, o tal vez busque otras cosas. ¿Qué tipo de personas querrán producir esos criadores de hombres? ¿Atletas o matemáticos? ¿Guerreros o jornaleros? Quien pretenda criar y alimentar hombres con arreglo a un patrón preestablecido en verdad desea arrogarse poderes despóticos y servirse, como medios, de sus conciudadanos para alcanzar sus propios fines, que indudablemente diferirán de los preferidos por aquéllos.
Mediante sus subjetivos juicios de valor, el individuo distingue entre aquello que le produce más satisfacción y lo que le satisface menos. En cambio, el juicio de valor emitido por una persona con respecto a la satisfacción de un tercero nada dice acerca de la real satisfacción personal de este último. Tales juicios no hacen más que proclamar cuál es el estado en que quien los formula quisiera ver al tercero. Esos reformadores que aseguran perseguir la máxima satisfacción general no hacen más que expresar la situación ajena que mejor conviene a sus propios intereses.
Ninguna construcción imaginaria ha sido más acerbamente criticada que la que supone la existencia de un sujeto económico aislado que se basta a sí mismo. Sin embargo, la economía no puede prescindir de dicho modelo. Para estudiar debidamente el cambio interpersonal, el economista se ve obligado a contrastarle con aquellos supuestos en los que no podría darse. En este sentido recurre a dos ejemplos de economía autística: el de la economía del individuo aislado y el de la economía de una sociedad socialista. Los economistas, al servirse de estas construcciones imaginarias, se desentiende del problema referente a si la economía autística puede efectivamente funcionar o no[8].
El estudioso advierte perfectamente que el modelo es ficticio. Ni a Robinson Crusoe —que, pese a todo, tal vez efectivamente haya vivido— ni al jerarca supremo de una comunidad socialista aislada —la cual históricamente hasta ahora nunca ha existido— les resultaría posible planear y actuar como, en cambio, lo hacen quienes pueden recurrir al cálculo económico. No obstante, en el marco de nuestra construcción imaginaria podemos perfectamente suponer que dichos cálculos pueden efectuarse, si tal suposición permite abordar mejor los problemas examinados.
En la imaginaria construcción de una economía autística se basa la popular distinción entre productividad y lucratividad en que se basan tantos juicios de valor. Quienes recurren a tal diferencia estiman que la economía autística, especialmente la de tipo socialista, es el más deseable y perfecto sistema de gestión. Enjuician los diferentes fenómenos de la economía de mercado valorando cada uno de ellos según resulte o no justificado desde el punto de vista de la organización socialista. Sólo atribuyen valor positivo, calificándolas de «productivas», a aquellas actuaciones que el jerarca económico de tal sistema practicaría. Las restantes actividades realizadas en una economía de mercado se tildan de improductivas, independientemente de que puedan ser provechosas para quienes las ejercen. Así, por ejemplo, el arte de vender, la publicidad y la banca se consideran actividades rentables, pero improductivas.
Es claro que la economía nada tiene que decir acerca de tan arbitrarios juicios de valor.
Para abordar debidamente el estudio de la acción conviene observar que ésta apunta siempre hacia un estado que, una vez conseguido, vedaría toda ulterior actuación, bien por haber sido suprimido todo malestar, bien por no ser posible paliar en mayor grado el prevalente. La acción, por tanto, tiende al estado de reposo, a la supresión de la actividad.
La teoría de los precios estudia el cambio interpersonal teniendo siempre presente esta circunstancia. La gente seguirá intercambiando mercancías en el mercado hasta llegar al momento en que el intercambio se interrumpa y detenga al no haber nadie ya que crea que puede mejorar su bienestar mediante una ulterior actuación. En tales circunstancias, a los potenciales compradores dejarían de interesarles los precios solicitados por los potenciales vendedores, y lo mismo sucedería a la inversa. No podría efectuarse ninguna transacción. Surgiría, así, el estado de reposo. Tal estado de reposo, que podemos denominar estado natural de reposo, no es una mera construcción imaginaria. Aparece repetidamente. Cuando cierra la Bolsa, los agentes han cumplimentado cuantas órdenes cabía casar al vigente precio de mercado. Han dejado de vender y de comprar tan sólo aquellos potenciales vendedores y compradores que, respectivamente, estiman demasiado bajo o demasiado alto el precio del mercado[9]. Esto mismo es predicable de todo tipo de transacción. La economía de mercado, en su conjunto, es, por decirlo así, una gran lonja o casa de contratación. En cada instante se casan todas aquellas transacciones que los intervinientes están dispuestos a aceptar a los precios a la sazón vigentes. Sólo cuando varíen las respectivas valoraciones personales de las partes podrán realizarse nuevas operaciones.
Se ha dicho que este concepto del estado de reposo es insatisfactorio, puesto que se refiere sólo a la determinación del precio de unos bienes disponibles en cantidad limitada, sin pronunciarse acerca de los efectos que tales precios han de provocar en la actividad productiva. La objeción carece de base. Los teoremas implícitos en el estado natural de reposo resultan válidos y aplicables a todo tipo de transacción, sin excepción alguna. Cierto es que los compradores de factores de producción, a la vista de aquellas ventas, se lanzarán inmediatamente a producir, entrando de nuevo en el mercado con sus productos, impelidos por el deseo de comprar a su vez lo que necesitan para su propio consumo, así como para continuar los procesos de producción. Pero ello no invalida nuestro supuesto, el cual en modo alguno presupone que el estado de reposo haya de perdurar. La calma se desvanecerá tan pronto como varíen las momentáneas circunstancias que la produjeron.
El estado natural de reposo, según antes hacíamos notar, no es una construcción imaginaria, sino una descripción exacta de lo que con frecuencia sucede en todo mercado. A este respecto, difiere radicalmente de la otra construcción imaginaria que alude al estado final de reposo.
Al tratar del estado natural de reposo fijamos la atención exclusivamente en lo que ahora mismo está ocurriendo. Restringimos nuestro horizonte a lo que momentáneamente acaba de suceder, desentendiéndonos de lo que después, en el próximo instante, mañana o ulteriormente, acaecerá. Nos interesan sólo aquellos precios que se pagaron efectivamente en las distintas compraventas, es decir, nos ocupamos exclusivamente de los precios vigentes en un inmediato pretérito. No importa saber si los futuros precios serán iguales o distintos a los que observamos.
Pero ahora vamos a dar un paso más. Vamos a interesarnos por los factores que pueden desatar una tendencia a la variación de los precios. Queremos averiguar adonde lleva esta tendencia en tanto se vaya agotando su fuerza impulsora, dando lugar a un nuevo estado de reposo. Los economistas de antaño llamaron precio natural al precio en este futuro estado de reposo; hoy en día se emplea más a menudo el término precio estático. En orden a evitar asociaciones desorientadoras, es más conveniente hablar deprecio final, aludiendo, consiguientemente, a un estado final de reposo. Este estado final de reposo es una construcción imaginaria, en modo alguno una descripción de la realidad. Porque ese estado final de reposo nunca podrá ser alcanzado. Antes de que llegue a ser una realidad, surgirán forzosamente factores perturbadores. Pero no hay más remedio que recurrir a esa construcción imaginaria, ya que el mercado tiende en todo momento hacia un estado final de reposo. En cada instante subsiguiente pueden aparecer circunstancias que den lugar a que varíe. El mercado, orientado en cada momento hacia determinado estado final de reposo, jamás se aquieta.
El precio de mercado es un fenómeno real; es aquel tipo de cambio al que efectivamente se realizaron las operaciones. El precio final, en cambio, es un precio hipotético. Los precios de mercado son realidades históricas, por lo que es posible cifrarlos con exactitud numérica en dólares y centavos. El precio final, en cambio, sólo puede concebirse partiendo de las circunstancias necesarias para que el mismo aparezca. No puede ser cifrado ni en valor numérico expresado en términos monetarios ni en cantidades ciertas de otros bienes. Nunca aparece en el mercado. Los precios libres jamás coinciden con el precio final correspondiente a la estructura de mercado a la sazón prevalente. Ahora bien, la cataláctica fracasaría lamentablemente en sus intentos por resolver los problemas que suscita la determinación de los precios, si descuidase el análisis del precio final. Pues en la misma estructura mercantil que origina el precio de mercado están ya operando las fuerzas que, a través de sucesivos cambios, darían lugar, de no aparecer nuevas circunstancias, al precio final y al estado final de reposo. Quedaría indebidamente restringido nuestro análisis de la determinación de los precios si nos limitáramos a contemplar tan sólo los momentáneos precios de mercado y el estado natural de reposo, sin parar mientes en que, en el mercado, están ya operando factores que han de provocar sucesivos cambios de los precios, orientando el conjunto mercantil hacia distinto estado de reposo.
El fenómeno con que nos enfrentamos estriba en que las variaciones de las circunstancias determinadoras de los precios no producen de golpe todos sus efectos. Ha de transcurrir un cierto lapso de tiempo para que definitivamente su capacidad quede agotada. Desde que aparece un dato nuevo hasta que el mercado queda plenamente adaptado al mismo transcurre cierto lapso temporal. (Y, naturalmente, durante ese tiempo, comienzan a actuar nuevos factores). Al abordar los efectos propios de cualquier variación de aquellas circunstancias que influyen en el mercado, jamás debemos olvidar que contemplamos eventos sucesivamente encadenados, hechos que, eslabón tras eslabón, van apareciendo, efectos escalonados. Cuánto tiempo transcurrirá de una a otra situación, nadie puede predecirlo. Pero es indudable que entre una y otra ha de existir un cierto lapso temporal; periodo que a veces puede ser tan corto que en la práctica pueda despreciarse.
Se equivocaron frecuentemente los economistas al no advertir la importancia del factor tiempo. En este sentido, como ejemplo, podemos citar la controversia referente a los efectos provocados por las variaciones de la cantidad de dinero existente. Hubo estudiosos que se fijaron sólo en los efectos a largo plazo, es decir, en los precios finales y en el estado final de reposo. Otros, por el contrario, se limitaron a contemplar los efectos inmediatos, es decir, los precios subsiguientes al instante mismo de la variación de las circunstancias mercantiles. Ambos grupos planteaban mal el problema, resultando por ello viciadas sus conclusiones. Podríamos citar muchos otros ejemplos similares.
La construcción imaginaria del estado final de reposo sirve para percatarnos de esa evolución temporal de las circunstancias del mercado. En esto se diferencia de aquella otra construcción imaginaria que alude a la economía de giro uniforme, pues ésta se caracteriza por haber sido eliminado de la misma el factor tiempo, suponiéndose invariables las circunstancias de hecho concurrentes. (Es equivocado e induce a confusión denominar economía estática o economía en equilibrio estático a la construcción que nos ocupa, y es un grave error confundirla con la construcción imaginaria de la economía estacionaria)[10]. La economía de giro uniforme es un esquema ficticio en el cual los precios de mercado de todos los bienes y servicios coinciden con los precios finales. Los precios ya no varían; existe perfecta estabilidad. El mercado repite, una y otra vez, idénticas transacciones. Iguales cantidades de bienes de orden superior, siendo objeto de las mismas manipulaciones, llegan finalmente, en forma de bienes de consumo, a los consumidores que con ellos acaban. Las circunstancias de tal mercado jamás varían. Hoy es lo mismo que ayer y mañana será igual a hoy. El sistema está en movimiento constante, pero nunca cambia de aspecto. Evoluciona invariablemente en torno a un centro fijo; gira uniformemente. El estado natural de reposo de tal economía se perturba continuamente; sin embargo, reaparece de inmediato tal y como primeramente se presentó. Son constantes todas las circunstancias operantes, incluso aquéllas que ocasionan esos periódicos desarreglos del estado natural de reposo. Por tanto, los precios —llamados generalmente precios estáticos o de equilibrio— permanecen también constantes.
La nota típica de esta construcción imaginaria es el haberse eliminado el transcurso del tiempo y la alteración incesante de los fenómenos de mercado. Ni la oferta ni la demanda pueden variar en ese marco. Sólo son admisibles los cambios que no influyen sobre los precios. No es preciso suponer que ese mundo imaginario haya de estar poblado por hombres inmortales, que ni envejecen ni se reproducen. Por el contrario, podemos admitir que tales gentes nacen, crecen y, finalmente, mueren, siempre y cuando no se modifique ni la cifra de población total ni el número de individuos que integra cada grupo de la misma edad. En ese supuesto no variará la demanda de aquellos bienes cuyo consumo se efectúa sólo en determinadas épocas vitales, pese a que no serán las mismas personas las que provoquen la demanda.
Jamás existió en el mundo esa supuesta economía de giro uniforme. Sin embargo, para valorar mejor los problemas que suscita la mutabilidad de las circunstancias económicas y el cambio irregular e inconstante del mercado es preciso contrastar esas variaciones con un estado imaginario, del cual, hipotéticamente, las mismas han sido eliminadas. Por tanto, es erróneo suponer que la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme no sirve en absoluto para abordar este nuestro mundo cambiante. Por lo mismo, carece de sentido recomendar a los economistas que prescindan de su supuestamente exclusivo interés por lo «estático» y concentren la atención en lo «dinámico». Ese método estático es precisamente el instrumento mental más adecuado para valorar el cambio. Si queremos analizar los complejos fenómenos que suscita la acción, es preciso comenzar valorando la ausencia de todo cambio, para introducir después en el estudio un factor capaz de provocar determinada mutación cuya importancia podremos entonces examinar cumplidamente, suponiendo invariadas las restantes circunstancias. También sería absurdo suponer que la imaginada economía de giro uniforme resultaría más útil para la investigación cuanto mejor coincidiera la realidad —a fin de cuentas, el verdadero objeto de nuestro examen— con esa construcción imaginaria en lo referente a la ausencia de cambio. El método estático, es decir, el que recurre al modelo de la economía de giro uniforme, es el único que permite abordar los cambios que nos interesan, careciendo a estos efectos de importancia el que tales mutaciones sean grandes o pequeñas, súbitas o lentas.
Las objeciones hasta ahora opuestas al uso de la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme han fallado totalmente el blanco. Sus autores no han comprendido en qué aspectos esta construcción es problemática y por qué puede fácilmente inducir a errores y confusiones.
La acción es cambio; y el cambio implica secuencia temporal. En la economía de giro uniforme, sin embargo, se elimina tanto el cambio como la sucesión de los acontecimientos. Actuar equivale a optar, y el sujeto debe enfrentarse siempre con la incertidumbre del futuro. Pero en la economía de giro uniforme no cabe la opción, y el futuro deja de ser incierto, pues el mañana será igual al hoy conocido. En ese sistema no pueden aparecer individuos que escojan y prefieran y, tal vez, sean víctimas del error; estamos, por el contrario, ante un mundo de autómatas sin alma ni capacidad de pensar; no se trata de una sociedad humana, sino de termitas.
Tan insolubles contradicciones, no obstante, en modo alguno minimizan los excelentes servicios que el modelo presta cuando se trata de abordar únicamente los problemas para cuya solución no sólo es apropiado sino indispensable; es decir, los referentes a la relación entre los precios de los bienes y los de los factores necesarios para su producción y los que plantean la actuación empresarial y las correspondientes pérdidas y ganancias. Para poder comprender la función del empresario, así como lo que significan las pérdidas y las ganancias, imaginamos un orden del cual están ausentes. Esta construcción no es más que un mero instrumento mental. En modo alguno se trata de un supuesto posible ni realizable. Es más, no puede ni siquiera ser llevado a sus últimas consecuencias lógicas. Porque es imposible eliminar de una economía de mercado la figura del empresario. Los diferentes factores de producción no pueden asociarse espontáneamente para producir el bien de que se trate. A estos efectos, es imprescindible la intervención racional de personas que aspiran a alcanzar determinados fines en el deseo de mejorar el propio estado de satisfacción. Eliminado el empresario, desaparece la fuerza que mueve el mercado.
El modelo en cuestión adolece de otra deficiencia. En la construcción imaginaria de una economía de giro uniforme se supone la existencia de cambio indirecto y de moneda. Ahora bien, ¿qué clase de dinero podría existir en ese imaginario mundo? Bajo un régimen en el cual no hay cambio, la incertidumbre con respecto al futuro desaparece y consecuentemente nadie necesita disponer de efectivo. Todo el mundo sabe, con plena exactitud, la cantidad de dinero que precisará en cualquier fecha futura. Por tanto, la gente puede prestar la totalidad de sus fondos, siempre y cuando los créditos venzan para la fecha en que los interesados precisarán del numerario. Supongamos que sólo hay moneda de oro y que existe un único banco central. Al ir progresando la economía hacia el giro uniforme, todo el mundo, tanto las personas individuales como las jurídicas, iría reduciendo poco a poco sus saldos de numerario; las cantidades de oro así liberadas afluirían hacia inversiones no monetarias (industriales). Cuando, finalmente, se alcanzara el estado de equilibrio típico de la economía de giro uniforme, ya nadie conservaría dinero en caja, el oro dejaría de emplearse a efectos monetarios. La gente simplemente ostentaría créditos contra el banco central, créditos cuyos vencimientos vendrían sucesivamente a coincidir, en cuantía y época, con los de las obligaciones que los interesados tuvieran que afrontar. El banco, por su parte, tampoco necesitaría conservar reservas dinerarias, ya que las sumas totales que a diario habría que pagar coincidirían exactamente con las cantidades en él ingresadas. Todas las transacciones podrían practicarse mediante meras transferencias, sin necesidad de utilizar metálico alguno. El «dinero», en tal caso, dejaría de utilizarse como medio de intercambio; ya no sería dinero; sería simple numéraire, etérea e indeterminada unidad contable de carácter vago e indefinible, carácter que la fantasía de algunos economistas y la ignorancia de muchos profanos atribuye erróneamente al dinero. La interposición entre comprador y vendedor de ese tipo de expresiones numéricas para nada influiría en la esencia de la operación; el dinero en cuestión sería neutro con respecto a las actividades económicas de la gente. Pero un dinero neutro carece de sentido y hasta resulta inconcebible[11]. Si en esta materia se recurriera a la torpe terminología que actualmente suele emplearse en muchos escritos económicos, diríamos que el dinero es, por fuerza, un «factor dinámico»; en un sistema «estático», el dinero se esfuma. Una economía de mercado sin dinero es por fuerza una idea contradictoria.
La imaginaria construcción de una economía de giro uniforme es un concepto límite. En semejante sistema también la acción desaparece. El lugar que ocupa el consciente actuar del individuo racional deseoso de suprimir su propio malestar viene a ser ocupado por reacciones automáticas. Tan arbitrario modelo sólo puede emplearse sobre la base de no olvidar nunca lo que mediante el mismo pretendemos conseguir. Debemos tener siempre presente que queremos, ante todo, percatarnos de la tendencia de toda acción a instaurar una economía de giro uniforme, tendencia que jamás podrá alcanzar tal objetivo mientras operemos en un universo que no sea totalmente rígido e inmutable, es decir, en un universo que, lejos de estar muerto, viva. Pretendemos también advertir las diferencias que hay entre un mundo viviente, en el que hay acción, y un mundo yerto, y ello sólo podemos aprehenderlo mediante el argumentum a contrario que nos brinda la imagen de una economía invariable. Tal contrastación nos enseña que el enfrentarse con las condiciones inciertas de un futuro siempre desconocido —o sea, la especulación— es característico de todo tipo de actuar; que la pérdida o la ganancia son elementos característicos de la acción, imposibles de suprimir mediante arbitrismos de cualquier género. El procedimiento de aquellos economistas que han asimilado estas fundamentales ideas podríamos calificarlo de método lógico frente a la técnica del que podríamos llamar método matemático.
Los economistas de este segundo grupo no quieren ocuparse de esas actuaciones que, en el imaginario e impracticable supuesto de que ya no aparecieran nuevos datos, instaurarían una economía de giro uniforme. Pretenden hacer caso omiso del especulador individual que no desea implantar una economía de rotación uniforme, sino que aspira a lucrarse actuando como mejor le convenga para conquistar el objetivo siempre perseguido por la acción, suprimir el malestar en el mayor grado posible. Fijan exclusivamente su atención en aquel imaginario estado de equilibrio que el conjunto de todas esas actuaciones individuales engendraría si no se produjera ningún cambio ulterior en las circunstancias concurrentes. Tal imaginario equilibrio lo describen mediante series simultáneas de ecuaciones diferenciales. No advierten que, en tal situación, ya no hay acción, sino simple sucesión de acontecimientos provocados por una fuerza mítica. Dedican todos sus esfuerzos a reflejar mediante símbolos matemáticos diversos «equilibrios», es decir, situaciones en reposo, ausencia de acción. Discurren sobre el equilibrio como si se tratara de una realidad efectiva, olvidando que es un concepto límite, simple herramienta mental. En definitiva, su labor no es más que vana manipulación de símbolos matemáticos, inútil pasatiempo que no proporciona conocimiento alguno[12].
La imaginaria construcción de una economía estacionaria se ha confundido a veces con la de la economía de giro uniforme. Se trata, sin embargo, de conceptos diferentes.
La economía estacionaria es una economía en la que jamás varían ni la riqueza ni los ingresos de la gente. En semejante mundo pueden producirse cambios que en una economía de giro uniforme serían impensables. Las cifras de población pueden aumentar o disminuir, siempre y cuando vayan acompañadas del correspondiente aumento o disminución en el conjunto de ingresos y riquezas. Puede variar la demanda de ciertos productos; tal variación, sin embargo, habría de verificarse con máxima parsimonia, para permitir que el capital pudiera transferirse de los sectores que deban restringirse a aquellos otros que proceda ampliar mediante la no renovación del utillaje de los primeros y la instalación de los correspondientes equipos en los segundos.
La imaginaria construcción de una economía estacionaria lleva de la mano a otras dos construcciones imaginarias: la de una economía progresiva (en expansión) y la de una economía regresiva (en contracción). En la primera, tanto la cuota per capita de riquezas e ingresos como la población tienden hacia cifras cada vez más elevadas; en la segunda, por el contrario, dichas magnitudes van siendo cada vez menores.
En la economía estacionaria la suma de todas las ganancias y todas las pérdidas es cero. En la economía progresiva, el conjunto formado por todos los beneficios es superior al conjunto total de pérdidas. En la economía regresiva, la suma total de beneficios es inferior al conjunto total de pérdidas.
La imperfección de estas tres construcciones imaginarias es evidente, toda vez que presuponen que se puede valorar la riqueza y la renta social. Esta valoración es impracticable e, incluso, inconcebible, por lo que no es posible recurrir a la misma al abordar la realidad. Cuando el historiador económico califica de estacionaria, progresiva o regresiva la economía de determinada época, ello en modo alguno significa que haya «medido» las circunstancias económicas; se limita a apelar a la comprensión histórica para llegar a esa conclusión.
Cuando los hombres, al abordar los problemas de sus propias acciones, y cuando la historia económica, la economía descriptiva y la estadística económica, al pretender reflejar las acciones humanas, hablan de empresarios, capitalistas, terratenientes, trabajadores o consumidores, manejan tipos ideales. El economista, en cambio, cuando emplea esos mismos términos, se refiere a categorías catalácticas. Los empresarios, capitalistas, terratenientes, trabajadores o consumidores de la teoría económica no son seres reales y vivientes como los que pueblan el mundo y aparecen en la historia. Son, por el contrario, meras personificaciones de las distintas funciones del mercado. El que tanto la gente que actúa como las diferentes ciencias históricas empleen conceptos económicos, forjando tipos ideales basados en categorías praxeológicas, en modo alguno empaña la radical distinción lógica entre los tipos ideales y los conceptos económicos. Éstos se refieren a funciones precisas; los tipos ideales, en cambio, a hechos históricos. El hombre, al vivir y actuar, por fuerza combina en sí funciones diversas. Nunca es exclusivamente consumidor, sino también empresario, terrateniente, capitalista, trabajador o persona mantenida por alguno de los anteriores. No sólo esto; las funciones de empresario, terrateniente, capitalista o trabajador pueden, y así ocurre frecuentemente, coincidir en un mismo individuo. La historia clasifica a la gente según los fines que cada uno persigue y los medios que emplea en la consecución de tales objetivos. La economía, por el contrario, al analizar la acción en la sociedad de mercado, prescinde de la meta perseguida por los interesados y aspira tan sólo a precisar sus diferentes categorías y funciones. Estamos, pues, ante dos distintas pretensiones. Su diferencia se percibe claramente al examinar el concepto cataláctico de empresario.
En la imaginaria construcción de una economía de giro uniforme no hay lugar para la actividad empresarial, precisamente porque en tal modelo no existe cambio alguno que pueda afectar a los precios. Al prescindir de esa supuesta invariabilidad, se advierte que cualquier mutación de las circunstancias forzosamente ha de influir en el actuar. Puesto que la acción aspira siempre a influir en una situación futura, que a veces se contrae al inmediato e inminente momento, se ve afectada por todo cambio equivocadamente previsto en los datos que se producen entre el comienzo y el final del periodo que se pretende atender (plazo de provisión)[13]. De ahí que el efecto de la acción sea siempre incierto. La acción es siempre especulación. Ello sucede no sólo en la economía de mercado, sino también en el supuesto de Robinson Crusoe —el imaginario actor aislado— como asimismo bajo una economía socialista. En la imaginaria construcción de un sistema de giro uniforme nadie es ni empresario ni especulador; por el contrario, en la economía verdadera y funcionante, sea la que fuere, quien actúa es siempre empresario y especulador; las personas que están al cuidado de los actores —los menores en una sociedad de mercado y las masas en una sociedad socialista—, aun cuando ni actúan ni especulan, se ven afectadas por los resultados de las especulaciones de los actores.
La economía, al hablar de empresarios, no se refiere a personas sino a una determinada función. Esta función no es patrimonio exclusivo de una clase o grupo; se halla presente en toda acción y acompaña a todo actor. Al incorporar esa función en una figura imaginaria, empleamos un recurso metodológico. El término empresario, tal como lo emplea la teoría cataláctica, significa: individuo actuante contemplado exclusivamente a la luz de la incertidumbre inherente a toda actividad. Al emplear este término no debe olvidarse que cualquier acción se halla siempre situada en el devenir temporal y que, por lo tanto, implica especulación. Los capitalistas, los terratenientes y los trabajadores, todos ellos, son necesariamente especuladores. También el consumidor especula cuando prevé anticipadamente sus futuras necesidades. Son muchos los errores que pueden cometerse en esa previsión del futuro.
Llevemos la imaginaria construcción del empresario puro hasta sus últimas consecuencias lógicas. Dicho empresario no posee capital alguno; el capital que emplea en sus actividades empresariales se lo han prestado los capitalistas. Ante la ley, dicho empresario posee, a título dominical, los diversos medios de producción que ha adquirido con ese préstamo. Pero en realidad no es propietario de nada, ya que frente a su activo existe un pasivo por el mismo importe. Si tiene éxito en sus operaciones, suyo será el beneficio neto; si fracasa, la pérdida habrá de ser soportada por los capitalistas prestamistas. Tal empresario, en realidad, viene a ser como un empleado de los capitalistas, que por cuenta de éstos especula, apropiándose del cien por cien de los beneficios netos, sin responder para nada de las pérdidas. El planteamiento sustancialmente no varía si se admite que una parte del capital es del empresario, que se limita a tomar prestado el resto. Cualesquiera que sean los términos concertados con sus acreedores, éstos han de soportar las pérdidas habidas, al menos en aquella proporción en que no puedan ser cubiertas con los fondos personales del empresario. El capitalista, por tanto, virtualmente, es siempre también empresario y especulador; corre el riesgo de perder sus fondos; no hay inversión alguna que pueda estimarse totalmente segura.
El campesino autárquico que cultiva la tierra para cubrir las necesidades de su familia, se ve afectado por los cambios que registre la feracidad agraria o el conjunto de las propias necesidades. En una economía de mercado, ese mismo campesino se ve afectado por cuantos cambios hagan variar la importancia de su explotación agrícola en lo que al abastecimiento del mercado se refiere. El campesino es claramente, aun en el sentido más común, un empresario. El propietario de medios de producción, ya sean éstos materiales o monetarios, jamás puede liberarse de la incertidumbre del futuro. La inversión de dinero o bienes materiales en la producción, es decir, el hacer provisión para el día de mañana, es una actividad empresarial.
Lo mismo ocurre, esencialmente, con el trabajador. Nace siendo dueño de determinadas habilidades; sus condiciones innatas son medios de producción muy idóneos para ciertas labores, de menor idoneidad para otras tareas y totalmente inservibles en unos terceros cometidos[14]. En el caso de que no haya nacido con la destreza necesaria para ejecutar determinadas tareas y la haya adquirido más tarde, dicho trabajador, por lo que se refiere al tiempo y gastos que ha tenido que invertir en tal adiestramiento, se halla en la misma posición que cualquier otro ahorrador. Ha efectuado una inversión con miras a sacar de la misma el correspondiente producto. El trabajador, en la medida en que su salario depende del precio que el mercado está dispuesto a pagar por su trabajo, es también empresario. El precio de la actividad laboral varía cuando se modifican las circunstancias concurrentes, del mismo modo que también varía el precio de los demás factores de producción.
Todo ello, para la ciencia económica, significa lo siguiente: empresario es el individuo que actúa con la mira puesta en las mutaciones que las circunstancias del mercado registran. Capitalistas y terratenientes son quienes proceden contemplando aquellos cambios de valor y precio que, aun permaneciendo invariadas todas las demás circunstancias del mercado, acontecen por el simple transcurso del tiempo, a causa de la distinta valoración que los bienes presentes tienen con respecto a los bienes futuros. Trabajador es el hombre que, como factor de producción, utiliza su propia capacidad laboral. De esta suerte quedan perfectamente integradas las diversas funciones: el empresario obtiene beneficio o sufre pérdidas; los propietarios de los factores de producción (tierras o bienes de capital) devengan interés originario; los trabajadores ganan salarios. De este modo elaboramos la imaginaria construcción de la distribución funcional, distinta de la efectiva distribución histórica[15].
La ciencia económica, sin embargo, siempre empleó, y sigue empleando, el término «empresario» en un sentido distinto del que se le atribuye en la construcción imaginaria de la distribución funcional. Son empresarios aquellos individuos especialmente deseosos de sacar ventaja del hecho de acomodar la producción a las mutaciones del mercado sólo por ellos previstas, aquéllos que tienen una mayor iniciativa, un superior espíritu de aventura y una vista más penetrante que la mayoría, pioneros que impulsan y promueven el progreso económico. Este concepto de empresario es menos amplio que el empleado en la hipótesis de la distribución funcional; no comprende supuestos abarcados por esta última. Emplear un mismo vocablo para designar dos conceptos distintos puede generar confusión. Tal vez habría sido mejor emplear otra palabra para designar ese segundo concepto de empresario, como por ejemplo el término «promotor».
Cierto es que el concepto de empresario-promotor no puede definirse con rigor praxeológico. (En esto se asemeja al concepto de dinero, el cual —a diferencia del de medio de intercambio— tampoco admite definición de pleno rigor praxeológico[16]). Sin embargo, la economía no puede prescindir del promotor. En él se encarna una circunstancia que constituye una característica general de la naturaleza humana, que aparece en toda transacción mercantil y la marca profundamente. Nos referimos al hecho de que no todos los individuos reaccionan al cambio de condiciones con la misma rapidez ni del mismo modo. La desigualdad de los individuos, debida tanto a cualidades innatas como a las vicisitudes de la vida, reaparece también en esta materia. En el mercado hay quienes abren la marcha y también quienes se limitan a copiar lo que hacen sus conciudadanos más perspicaces. La capacidad de mando produce sus efectos tanto en el mercado como en cualquier otro aspecto de la actividad humana. La fuerza motora del mercado, el impulso que engendra la innovación y el progreso, procede del inquieto promotor, deseoso siempre de incrementar todo lo posible su beneficio personal.
No debe, sin embargo, permitirse que el equívoco significado del término dé lugar a confusión de ningún género en el estudio de la cataláctica. Siempre que pueda haber duda, se puede fácilmente desvanecerla empleando el término promotor en vez del de empresario.
Los mercados de futuro pueden liberar al promotor de una parte de su función empresarial. En la medida en que, a través de tales operaciones, se cubre de posibles pérdidas futuras, abdica de su condición empresarial en favor de la otra parte del contrato. Por ejemplo, el empresario textil que compra algodón y simultáneamente lo vende a plazo renuncia parcialmente a su función empresarial. Las posibles variaciones de precio que el algodón pueda experimentar durante el período en cuestión no le afectarán ya en forma de pérdidas o ganancias. Pero el interesado no renuncia por completo a la función empresarial; pese a su venta convenida a plazo, le afectará todo cambio que no se deba a variación del precio del algodón, registrado en cambio por el precio de los tejidos en general o de las específicas telas que él fabrique. Aun cuando sólo trabaje teniendo vendida de antemano por suma cierta su producción, seguirá actuando como empresario por lo que se refiere a los fondos invertidos en sus instalaciones fabriles.
Imaginemos una economía en la que todos los bienes y servicios pudieran contratarse mediante operaciones a plazo. En dicha construcción imaginaria la función empresarial quedaría netamente distinguida y separada de todas las demás funciones. Aparecería una clase formada por empresarios puros. Los precios de los mercados a plazo regularían todas las actividades productivas. Sólo quienes intervinieran en tales operaciones cosecharían ganancias o sufrirían pérdidas. El resto de la población estaría, como si dijéramos, asegurada contra la incertidumbre del futuro y gozaría en tal sentido de plena tranquilidad. Los elementos rectores de las diversas empresas, en definitiva, pasarían a ser meros asalariados, con ingresos fijados de antemano.
Si suponemos, además, que dicha economía es estacionaria y que hay una sola empresa que realiza todas las transacciones a plazo, no hay duda de que la suma total de las pérdidas se igualaría con la suma total de las ganancias. Bastaría con nacionalizar dicha única empresa para implantar un estado socialista sin pérdidas y sin ganancias, un sistema de inalterable seguridad y estabilidad. Ahora bien, llegamos a esta conclusión en razón a que, por definición, en la economía estacionaria el total de pérdidas y el total de beneficios se igualan. Por el contrario, bajo una economía en la que haya cambio, por fuerza ha de existir superávit de pérdidas o de ganancias.
No merece la pena dedicar más tiempo a estos bizantinismos que para nada amplían nuestro conocimiento. Convenía, sin embargo, prestar cierta atención a la materia, pues hemos abordado conceptos que a veces se esgrimen contra el sistema capitalista y que sirven de base a algunas de las ilusorias propuestas presentadas para instaurar el socialismo. No hay duda de que un modelo socialista es lógicamente compatible con las irrealizables construcciones imaginarias de una economía de giro uniforme o estacionaria. La grandilocuencia con que los economistas matemáticos abordan esas imaginarias hipótesis y los correspondientes estados de «equilibrio» hace que la gente olvide con frecuencia que tales construcciones no son más que entes irreales, íntimamente contradictorios, puras herramientas del pensar, carentes por sí mismos de interés práctico y que, desde luego, jamás podrían servir de modelo para organizar un mundo real poblado por hombres capaces de actuar.