CAPÍTULO XII

EL ÁMBITO DEL CÁLCULO ECONÓMICO

1. EL CARÁCTER DE LAS EXPRESIONES MONETARIAS

El cálculo económico puede referirse a todo cuanto se cambia por dinero.

Los precios de bienes y servicios son datos históricos que reflejan hechos pasados o bien anticipaciones de posibles eventos futuros. En el primer caso, los precios nos informan de que, en cierto momento, se realizaron uno o más actos de trueque interpersonal al tipo de cambio en cuestión. Pero no nos proporcionan ninguna ilustración directa acerca de los precios futuros. En la práctica, con frecuencia se puede presumir que las circunstancias mercantiles que ayer provocaron la aparición de determinados precios permanecerán durante un cierto periodo, siendo por tanto improbable que las tasas de intercambio monetario registren una brusca oscilación. Tales expectativas son racionales cuando los precios son consecuencia de la interacción de mucha gente dispuesta a comprar y a vender por considerar interesantes los precios y cuando la situación del mercado no está influida por condiciones que se consideran accidentales, extraordinarias y probablemente irrepetibles. Sin embargo, lo que por medio del cálculo económico fundamentalmente se pretende no es ponderar situaciones y precios de mercado de escasa o ninguna variabilidad, sino abordar el cambio y la mutación. El hombre que actúa desea acomodarse a mutaciones que prevé que van a producirse sin su intervención, o bien provocar cambios por sí mismo. Los precios del pasado son para él meros puntos de partida en su intento de anticipar los precios futuros.

Quienes cultivan la historia o la estadística se fijan únicamente en los precios del pasado. El hombre que actúa centra su interés en los precios del futuro, un futuro que puede contraerse a la hora, al día o al mes que inmediatamente va a seguir. Los precios del pasado son sólo signos indicadores que el sujeto contempla para prever mejor los del futuro. Le interesan los precios que luego han de registrarse para prever el resultado de sus proyectadas actuaciones, así como para cifrar la pérdida o la ganancia derivada de pasadas transacciones.

Los balances y las cuentas de pérdidas y ganancias reflejan el resultado de actuaciones otrora practicadas a través de la diferencia dineraria que exista entre el activo neto (activo total menos pasivo total) del primero y del último día del ejercicio, es decir, el saldo resultante, una vez deducidos los costes de los rendimientos por todos conceptos. Pero en dichos estados es forzoso traducir las partidas del activo y del pasivo, salvo la de caja, a su equivalente monetario. Las rúbricas en cuestión deberían ser cifradas con arreglo a los precios que se suponga hayan de registrar en el próximo futuro los bienes de referencia o, sobre todo, tratándose de instrumentos de producción, a tenor de los precios a que previsiblemente será posible vender las mercancías producidas por su medio. Sin embargo, los usos mercantiles, las disposiciones legales y las normas fiscales han hecho que los métodos actuariales no se conformen plenamente con esos correctos principios tendentes a lograr la máxima correspondencia posible entre las cifras contabilizadas y la realidad. Son otros los objetivos que se pretende alcanzar, razón por la cual se desprecia hasta cierto punto la exactitud de los balances y cuentas de resultados. En efecto, la legislación mercantil aspira a que la contabilidad sirva de protección a los acreedores; tiende, consecuentemente, a valorar los activos por debajo de su verdadero importe, para reducir tanto los beneficios líquidos como el montante del activo neto, creando unos márgenes de seguridad que impidan al comerciante retirar de la empresa, a título de beneficio, sumas excesivas, vedando a aquellas firmas que puedan hallarse en difícil situación proseguir operaciones posiblemente malbaratadoras de fondos ya comprometidos con terceros. Las leyes fiscales, a la inversa, propenden a calificar de beneficios sumas que en buena técnica no merecerían tal consideración; procuran con ello incrementar las cargas tributarias sin elevar oficialmente los tipos contributivos. Conviene, por tanto, no confundir el cálculo económico que el empresario practica al planear futuras operaciones con ese reflejo escriturario de las transacciones mercantiles mediante el cual lo que se busca, en realidad, son objetivos habilidosamente solapados. Una cosa es el cálculo económico y otra distinta la determinación de las cargas fiscales. Si la ley, al gravar, por ejemplo, la servidumbre doméstica del contribuyente, establece que un criado ha de computarse como dos doncellas, nadie pretenderá dar a tal asimilación otro significado que no sea el puramente fiscal. En este mismo sentido las disposiciones que gravan las transmisiones mortis causa establecen que los títulos mobiliarios habrán de valorarse según la cotización bursátil de los mismos en la fecha de la defunción del causante. Tales normas no hacen más que formular un sistema específico para liquidar el impuesto correspondiente.

En una contabilidad bien llevada es plena la exactitud aritmética de las cifras manejadas. Sorprende el detalle de los correspondientes estados, lo cual, unido a la comprobada ausencia de todo error material, hace presumir la absoluta veracidad de los datos consignados. Pero lo cierto es que las partidas fundamentales de los balances no son más que previsiones especulativas de realidades que se supone registrará mañana el mercado. Es un grave error equiparar los asientos de una rúbrica contable a las cifras de un estudio técnico, como, por ejemplo, las consignadas en el proyecto de una máquina. El ingeniero —por lo que se refiere al aspecto puramente técnico de su función— utiliza expresiones numéricas deducidas siguiendo los métodos de las ciencias experimentales. El hombre de negocios, al contrario, no tiene más remedio que manejar sumas cuya cuantía dependerá de la conducta futura de la gente, cifras que sólo mediante la comprensión puede llegar a establecer. El problema capital de balances y cuentas de pérdidas y ganancias es el referente al modo de valorar aquellas rúbricas del activo y del pasivo que no son típicas de numerario. De ahí que dichos estados hayan siempre de considerarse hasta cierto punto provisionales. Reflejan, con la exactitud posible, cierta realidad económica en determinado instante, arbitrariamente elegido, mientras el devenir de la acción y la vida prosigue. Se puede inmovilizar en un balance la situación de determinado negocio; ahora bien, no es posible hacer lo mismo con el total sistema de producción social, en permanente cambio y evolución. Es más: ni siquiera las cuentas de numerario, ya sean de activo o pasivo, están exentas de esa indeterminación típica de toda rúbrica contable, pues el valor de las mismas depende, igual que el de todas las demás cuentas, de las futuras circunstancias del mercado. La engañosa exactitud aritmética de las cifras y los asientos contables no debe hacernos olvidar el carácter incierto y especulativo de los datos y de los cálculos que se hacen con ellos.

Ahora bien, estos hechos no deben impedirnos comprender la eficacia del cálculo económico. El cálculo económico es tan eficiente como puede serlo. Ninguna reforma puede añadir nada a su eficacia. Ofrece al hombre que actúa todos los servicios que éste puede obtener de la computación numérica. No nos permite conocer con certeza las condiciones futuras ni elimina de la acción su carácter especulativo. Pero esto será un fallo sólo para quienes no quieran comprender que la vida nunca será rígida ni estática o para quienes olviden que nuestro mundo se halla en permanente devenir y que el hombre jamás llegará a conocer lo que el futuro le reserva.

El cálculo económico no sirve para informarnos acerca de condiciones futuras. Pero con su ayuda puede el hombre orientarse para actuar del modo que mejor le permitirá atender aquellas necesidades que el interesado supone aparecerán en el futuro. Para ello, el hombre que actúa precisa de un método de cálculo y el cálculo presupone la posibilidad de manejar un común denominador aplicable a todas las magnitudes. Ese común denominador del cálculo económicos es el dinero.

2. LOS LÍMITES DEL CÁLCULO ECONÓMICO

Queda excluido del cálculo económico todo aquello que no se puede comprar ni vender por dinero.

Hay cosas que no se venden y para adquirirlas hay que afrontar sacrificios muy distintos del coste del dinero. Quien desee empeñarse en una gran hazaña debe emplear muchos medios, algunos de los cuales puede adquirir por dinero. Pero los principales factores para la realización de tales empresas no se pueden comprar. El honor, la virtud, la gloria, así como el vigor físico, la salud y la vida misma desempeñan en la acción un papel al mismo tiempo de medio y de fines, pero exceden el ámbito del cálculo económico.

Hay cosas que no se pueden valorar en dinero; existen otras que sólo en parte pueden cifrarse en términos monetarios. Al valorar un edificio antiguo, algunos prescinden de sus condiciones artísticas o de su interés histórico si tales circunstancias no son fuente de ingresos dinerarios o materiales. Todo aquello que sólo interesa a un determinado individuo y que en modo alguno induce a los demás a afrontar sacrificios económicos para conseguirlo queda por fuerza excluido del ámbito del cálculo económico.

Sin embargo, estas consideraciones en modo alguno prejuzgan la utilidad del cálculo económico. Las cosas que caen fuera de su dominio o bien son fines o bienes del primer orden. El cálculo de nada sirve para apreciar su valor e interés. Le basta al sujeto comparar dichos bienes con los costes que su consecución exige para decidir si, en definitiva, le interesan o no. Un Ayuntamiento, por ejemplo, se ve en el caso de optar entre dos proyectos de traída de aguas; supongamos que el primero exige derribar cierto edificio histórico, mientras que el segundo, de mayor coste, permite evitar dicha destrucción. Pues bien, aun cuando no es posible valorar en cifras monetarias los sentimientos que abogan por la conservación del monumento, los ediles sabrán seguramente resolver el dilema. Los valores que no pueden ser objeto de ponderación dineraria asumen por ello mismo una peculiar presentación que incluso facilita las decisiones a tomar. Carece de fundamento lamentar que los bienes que no pueden comprarse ni venderse en el mercado estén al margen del cálculo económico, pues no por ello quedan afectados los valores morales y estéticos.

El dinero, los precios monetarios, las transacciones mercantiles, así como el cálculo económico basado en tales conceptos, son hoy objeto preferente de la crítica. Locuaces sermoneadores acusan al mundo occidental de ser una civilización de traficantes y mercaderes. El fariseísmo se alía con la vanidad y el resentimiento para atacar esa denostada «filosofía del dólar» que se supone es típica de nuestra época. Neuróticos reformadores, escritores tendenciosos y ambiciosos demagogos despotrican contra la «racionalidad» y se complacen en predicar el evangelio de lo «irracional». Para estos charlatanes, el dinero y el cálculo son fuente de los más graves males. Sin embargo, el hecho de que el hombre haya desarrollado un método que le permite ordenar sus actuaciones y conseguir así los fines que más desea y eliminar el malestar de la humanidad del modo mejor y más económico a nadie le impide adaptar su conducta a los principios que considere más convincentes. Ese «materialismo» de administradores y bolsistas en modo alguno impide a quien así lo desee vivir a lo Tomás Kempis o sacrificarse en el altar de las causas más sublimes. El que las masas prefieran las novelas policíacas a la poesía —lo cual hace que aquéllas sean económicamente más rentables que ésta— nada tiene que ver ni con el dinero ni con la contabilidad monetaria. Si hay forajidos, ladrones, asesinos, prostitutas y jueces y funcionarios venales no es porque exista el dinero. No es correcto decir que la honradez «no paga». La honradez «paga» a quien subjetivamente valora en más atenerse a ciertos principios que las ventajas que tal vez pudiera derivar de no seguir dichas normas.

Hay un segundo grupo de críticos cuyos componentes no advierten que el cálculo económico es un método que únicamente pueden emplear quienes viven bajo un orden social basado en la división del trabajo y en la propiedad privada de los medios de producción. Sólo esos privilegiados pueden beneficiarse del sistema. Éste permite calcular el beneficio o provecho del particular, pero nunca se puede calcular con él el «bienestar social». Ello implica que para el cálculo los precios del mercado son hechos irreductibles. De nada tampoco sirve el cálculo económico cuando los planes contemplados no se ajustan a la demanda libremente expresada por los consumidores, sino a las arbitrarias valoraciones de un ente dictatorial, rector único de la economía nacional o mundial. Menos aún puede servirse del cálculo quien pretenda enjuiciar las diversas actuaciones con arreglo al totalmente imaginario «valor social» de las mismas, es decir, desde el punto de vista de la «sociedad en su conjunto», y denigre el libre proceder de la gente comparándolo con el que prevalecería bajo un imaginario sistema socialista en el que la voluntad del propio crítico sería la ley suprema. El cálculo económico en términos de precios monetarios es el que practican los empresarios que producen para los consumidores de una sociedad de mercado. No sirve para otros cometidos.

Quien desee servirse del cálculo económico debe evitar juzgar la realidad a la manera de una mente despótica. Por eso pueden utilizar los precios para el cálculo los empresarios, los inversores, los propietarios y los asalariados cuando operan bajo el sistema capitalista. Fuera de él no sirve en absoluto. Es ridículo pretender valorar en términos monetarios mercaderías que no son objeto de contratación, así como creer que se puede calcular a base de cifras puramente arbitrarias, sin relación alguna con la realidad mercantil. Las normas legales pueden fijar cuánto ha de pagar a título de indemnización quien causó una muerte. Pero ello, indudablemente, no significa que ése sea el precio de la vida humana. Donde existe la esclavitud hay precios de mercado que rigen la compra y venta de esclavos. Sin embargo, abolida la esclavitud, tanto el hombre como la vida y la salud son res extra commercium. En una sociedad de hombres libres la vida y la salud no son medios sino fines. Tales bienes, cuando se trata de calcular medios, evidentemente no pueden entrar en el cómputo.

Se puede reflejar en cifras monetarias los ingresos o la fortuna de un cierto número de personas. Ahora bien, carece de sentido pretender calcular la renta nacional o la riqueza de un país. En cuanto nuestras especulaciones se apartan de las categorías mentales que maneja el individuo al actuar dentro de una economía de mercado, hemos de renunciar al método del cálculo monetario. Pretender cifrar monetariamente la riqueza de una nación o la de toda la humanidad resulta tan pueril como el querer resolver los enigmas del universo divagando sobre las dimensiones de la pirámide de Cheops. Cuando el cálculo mercantil valora, por ejemplo, una partida de patatas en cien dólares, ello significa que por dicha suma es posible comprarlas o venderlas. En el mismo sentido, si valoramos una empresa en un millón de dólares, es porque suponemos que podría hallarse un comprador por ese precio. Pero ¿qué significación podrían tener las diferentes rúbricas de un imaginario balance que comprendiera a toda una nación? ¿Qué trascendencia tendría el saldo final resultante? ¿Qué realidades deberían ser incluidas y cuáles omitidas en dicho balance? ¿Procedería valorar el clima del país o las habilidades y conocimientos de los indígenas? El empresario puede transformar sus propiedades en dinero, pero la nación no.

Las equivalencias monetarias que la acción y el cálculo económico manejan son, en definitiva, precios dinerarios, es decir, relaciones de intercambio entre el dinero, de un lado, y determinados bienes y servicios, de otro. No es que los precios se midan en unidades monetarias, sino que consisten precisamente en una cierta cantidad de dinero. Los precios son siempre o precios que ayer se registraron o precios que se supone aparecerán efectivamente mañana. Por eso el precio es invariablemente un hecho histórico pasado o futuro. Nada hay en los precios que permita asimilarlos a las mediciones que se hacen de los fenómenos físicos y químicos.

3. LA VARIABILIDAD DE LOS PRECIOS

Los tipos de intercambio fluctúan de continuo, ya que las circunstancias que los originan también se hallan en perpetua mutación. El valor que el individuo atribuye tanto al dinero como a los diversos bienes y servicios es fruto de una momentánea elección. Cada futuro instante puede originar nuevas circunstancias y provocar distintas consideraciones y valoraciones. No es la movilidad de los precios lo que debería llamarnos la atención; lo que debería sorprendernos es que no oscilen en mayor medida.

La experiencia cotidiana nos muestra la continua fluctuación de los precios. Podría esperarse que la gente tuviera en cuenta este hecho. Sin embargo, las ideas populares sobre la producción y el consumo, las operaciones mercantiles y los precios se hallan más o menos contaminadas por una vaga y contradictoria noción de la rigidez de los precios. Se tiende a creer que el mantenimiento de la estructura de precios ayer vigente es normal y conveniente y a condenar toda variación en los tipos de intercambio como si se tratara de una violación de las normas de la naturaleza y la justicia.

Sería un error pensar que estas creencias populares son el precipitado de opiniones vigentes en épocas pasadas en que las condiciones de la producción y el intercambio habrían sido más estables. Es discutible que los precios variaran antiguamente menos que ahora. Por el contrario, parece más lógico afirmar que la integración de múltiples mercados locales en otros de ámbito nacional, la extensión al área mundial de las transacciones mercantiles y el haberse organizado el comercio de tal suerte que pudiera proporcionar un continuo suministro de artículos de consumo más bien habrá tendido a minimizar la frecuencia e importancia de las oscilaciones de los precios. En los tiempos precapitalistas los métodos técnicos de producción eran más rígidos e invariables, si bien era mucho más irregular el abastecimiento de los diversos mercados locales y eran grandes las dificultades para adaptar rápidamente la oferta a las variaciones de la demanda. Pero, aun cuando fuera cierta esa supuesta estabilidad de los precios en épocas pasadas, ello para nada podría enmascarar la comprensión de la realidad actual. Las nociones populares sobre el dinero y los precios no derivan de ideas formadas en el pasado. Sería erróneo interpretarlas como atávicas reminiscencias. En la actualidad, todo el mundo se enfrenta a diario con los numerosos problemas de las continuas compraventas, de tal suerte que bien podemos pensar que las ideas de la gente sobre estas materias no son simplemente un reflejo de conceptos tradicionales.

Es fácil comprender por qué quienes observan que sus intereses a corto plazo se ven perjudicados por un cambio de precios se quejen de esos cambios, proclamen que los precios anteriores eran no sólo más justos sino también más normales, y no duden en asegurar que la estabilidad de los precios es conforme a las supremas leyes de la naturaleza y la moral. Pero conviene tener presente que toda variación de los precios, al tiempo que perjudica a unos, favorece a otros. Naturalmente, no opinarán éstos lo mismo que aquéllos acerca de la supuesta condición equitativa y natural de la rigidez de los precios.

Ni la existencia de atávicas reminiscencias ni la concurrencia de los egoístas intereses de ciertos grupos sirven para explicar la popularidad de la idea de la estabilidad de los precios. Sus raíces deben hallarse en el hecho de que las ideas referentes a las relaciones sociales se han construido de acuerdo con los modelos de las ciencias naturales. Los economistas y sociólogos que conciben las ciencias sociales según el modelo de la física o de la fisiología caen en los mismos errores que la mentalidad popular cometió mucho antes.

Incluso a los economistas clásicos les faltó perspicacia para vencer plenamente estas falacias. Creían que el valor es un hecho objetivo; en su opinión era un fenómeno más del mundo externo, una condición inherente a las cosas, que, por lo tanto, podía ser ponderado y medido. No lograron comprender el carácter puramente humano y personal de los juicios de valor. Según nuestras noticias, fue Samuel Bailey el primero que se percató de la íntima esencia de todo acto que suponga preferir una cosa a otra[1]. Sin embargo, su ensayo, al igual que los escritos de otros precursores de la teoría subjetiva del valor, no fue tomado por nadie en consideración.

Refutar el error relativo a la mensurabilidad en el campo de la acción es algo que no sólo interesa a la economía. También es importante para la política económica. Las desastrosas medidas de política económica que hoy prevalecen se deben en gran parte a la lamentable confusión producida por la idea de que hay algo fijo, y por consiguiente medible, en las relaciones interhumanas.

4. LA ESTABILIZACIÓN

Fruto de tales errores es la idea de estabilización.

Los daños provocados por la intervención estatal en los asuntos monetarios y los desastrosos efectos causados por las actuaciones que pretenden reducir el tipo de interés e incrementar la actividad mercantil mediante la expansión crediticia hicieron que la gente ansiara la «estabilización». Podemos comprender su aparición y el atractivo que ejerce sobre las masas si paramos mientes en la serie de arbitrismos padecidos por la moneda y el crédito durante los últimos ciento cincuenta años; podemos incluso disculpar las equivocaciones que encierra. Pero, por benévolos que queramos ser, no podemos disimular la gravedad del error.

La estabilidad a que aspiran los programas de estabilización es un concepto vano y contradictorio. El deseo de actuar, es decir, el afán por mejorar nuestras condiciones de vida, es consustancial a la naturaleza humana. El propio individuo cambia y varía continuamente y con él cambian sus valoraciones, deseos y actuaciones. En el mundo de la acción nada es permanente, a no ser, precisamente, el cambio. En ese continuo fluctuar, sólo las eternas categorías apriorísticas de la acción permanecen inconmovibles. Carece de sentido pretender desgajar de la inestabilidad típica del hombre y de su conducta el preferir y el actuar, como si en el universo existieran valores eternos independientes de los juicios humanos de valor y a cuya luz pudiera enjuiciarse la acción real[2].

Todas las fórmulas propuestas para medir los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria descansan, más o menos, en la ilusoria imagen de un ser eterno e inmutable que fija, mediante la aplicación de un patrón igualmente inmutable, la cantidad de satisfacción que una unidad monetaria puede proporcionar. Flaco apoyo recibe tan inadmisible idea cuando se argumenta que lo que se pretende es ponderar sólo la variación del poder adquisitivo de la moneda, ya que la esencia de la estabilidad radica precisamente en este concepto de poder adquisitivo. El profano, confundido por el modelo de conocimiento propio de la física, en un principio suponía que el dinero servía para medir los precios. Creía que las variaciones en los tipos de intercambios se registraban sólo en la diferente valoración de los diversos bienes y servicios entre sí, permaneciendo fijo el tipo existente entre el dinero, de un lado, y la «totalidad» de los bienes y servicios, de otro. Después, la gente volvió la idea del revés. Se negó la constancia del valor de la moneda y se proclamó la inmutabilidad valorativa de la «totalidad» de las cosas que podían ser objeto de compraventa. Se ingeniaron diferentes conjuntos de productos que se contrastaban con la unidad monetaria. Había tal deseo de encontrar índices para medir el poder adquisitivo, que todo escrúpulo al respecto desapareció. No se quiso parar mientes en la escasa precisión de las estadísticas de precios ni en la imposibilidad —por su heterogeneidad— de comparar muchos de éstos entre sí, ni en el carácter arbitrario de los sistemas seguidos para la determinación de cifras medias.

El eminente economista Irving Fisher, máximo impulsor en América del movimiento en pro de la estabilización, contrasta el dólar con la cesta en que el ama de casa reúne los diversos productos que compra en el mercado para mantener a la familia. El poder adquisitivo del dólar variaría en proporción inversa a la suma dineraria precisa para comprar el contenido en cuestión. De acuerdo con estas ideas, la política de estabilización aspira a que no varíe ese gasto monetario[3]. Este planteamiento sería admisible sólo si tanto el ama de casa como su imaginaria cesta fueran constantes; si esta última hubiera siempre de contener los mismos productos e idéntica cantidad de cada uno de ellos; y si fuera inmutable la utilidad que dicho conjunto de bienes tuviera para la familia en cuestión. Lo malo es que en nuestro mundo real no se cumple ninguna de estas condiciones.

Ante todo, conviene advertir que las calidades de los bienes producidos y consumidos varían continuamente. Es un grave error suponer que todo el trigo que se produce es idéntico; y nada digamos de las diversas clases de zapatos, sombreros y demás objetos manufacturados. Las grandes diferencias de precios que, en cierto momento, registran las distintas variedades de un mismo producto, variedades que ni el lenguaje ordinario ni las estadísticas reflejan, demuestran claramente este hecho. Suele decirse que un guisante es idéntico a otro guisante; y, sin embargo, tanto compradores como vendedores distinguen múltiples calidades y especies de guisantes. Resulta totalmente vano comparar precios pagados en plazas distintas o en fechas diferentes por productos que, desde el punto de vista de la técnica o la estadística, se agrupan bajo una misma denominación, si no consta taxativamente que la calidad de los mismos —con la única excepción de su diferente ubicación— es realmente idéntica. Por calidad entendemos todas aquellas propiedades del bien de referencia que los efectivos o potenciales compradores toman en consideración al actuar. El solo hecho de que hay calidades diversas en todos los bienes y servicios del orden primero echa por tierra uno de los presupuestos fundamentales del método estadístico basado en números índices. Es irrelevante que un limitado número de mercancías de los órdenes más elevados —especialmente metales y productos químicos que pueden describirse mediante fórmulas— puedan ser objeto de precisa especificación de sus cualidades características. Porque toda medición del poder adquisitivo forzosamente habrá de tomar en consideración los precios de los bienes y servicios del orden primero; y no sólo el precio de unos cuantos, sino de todos ellos. Pretender evitar el escollo acudiendo a los precios de los bienes de producción resulta igualmente estéril, ya que el cálculo quedaría forzosamente falseado al computar varias veces las diversas fases de producción de un mismo artículo de consumo. Limitar el estudio a un cierto grupo de bienes seleccionados es a todas luces arbitrario y además vicioso.

Pero aun dejando de lado todos estos insalvables obstáculos, resulta inalcanzable el objetivo ambicionado. Porque no es que únicamente cambie la calidad técnica de los diversos productos, ni que de continuo aparezcan cosas nuevas, al tiempo que otras dejan de producirse; lo importante es que también varían las valoraciones personales, lo cual provoca cambios en la demanda y en la producción. Los presupuestos en que se basa esta doctrina de la medición sólo se darían en un mundo poblado por hombres cuyas necesidades y estimaciones fueran inmutables. Sólo si la gente valorara las cosas siempre del mismo modo, sería admisible suponer que las oscilaciones de los precios reflejan efectivos cambios en el poder adquisitivo del dinero.

Puesto que no es posible conocer la cantidad total de dinero invertido durante un cierto lapso de tiempo en bienes de consumo, los cómputos estadísticos han de apoyarse en los precios pagados por los distintos bienes. Ahora bien, este hecho suscita otros dos problemas imposibles de solucionar de un modo apodíctico. En primer lugar, resulta obligado asignar a cada cosa distinto coeficiente de importancia, ya que sería inadmisible operar con precios de bienes diversos sin ponderar su peso respectivo en la economía familiar. Pero esta ordenación siempre será arbitraria. En segundo término, es imperativo promediar los datos una vez recogidos y clasificados. Pero hay muchas formas de promediar; existe la media aritmética y también la geométrica y la armónica e, igualmente, el cuasi promedio denominado mediana. Cada uno de estos sistemas brinda diferentes soluciones. No existe razón alguna para preferir uno, considerándolo como el único procedente en buena lógica. La elección que se haga, una vez más, resultará siempre caprichosa.

Lo cierto es que si las circunstancias humanas fueran inmutables; si la gente no hiciera más que repetir iguales actuaciones, por ser su malestar siempre el mismo e idénticas las formas de remediarlo; o si fuera posible admitir que todo cambio acaecido en ciertos individuos o grupos, por lo que respecta a las anteriores cuestiones, viniera a ser compensado por la contrapuesta mutación en otros individuos o grupos, de tal suerte que la total demanda y oferta no resultara afectada, ello supondría que nuestro mundo goza de plena estabilidad. Ahora bien, en tal supuesto no se puede pensar en posible variabilidad de la capacidad adquisitiva del dinero. Como más adelante se demostrará, los cambios en el poder adquisitivo del dinero han de afectar, por fuerza, en diferente grado y momento, a todos los precios de los diversos bienes y servicios; siendo ello así, dichos cambios han de provocar mutaciones en la demanda y en la oferta, en la producción y en el consumo[4]. Por tanto, resulta inadmisible la idea implícita al hablar del nivel de precios según la cual, permaneciendo inmodificadas las restantes circunstancias, pueden estos últimos subir o bajar de modo uniforme. Porque las demás circunstancias, si varía la capacidad adquisitiva del dinero, jamás permanecen idénticas.

En el terreno praxeológico y económico, como tantas veces se ha dicho, carece de sentido toda idea de medición. En una hipotética situación plenamente rígida no existen cambios que puedan ser objeto de medida. En nuestro siempre cambiante mundo, por el contrario, no hay ningún punto fijo, ninguna dimensión o relación en que pueda basarse la medición. El poder adquisitivo de la unidad monetaria nunca varía de modo uniforme con respecto a todas aquellas cosas que pueden ser objeto de compraventa. Las ideas de estabilidad y estabilización carecen de sentido si no es relacionándolas con una situación estática. Pero ni siquiera mentalmente es posible llegar a contemplar las últimas consecuencias lógicas de tal inmovilismo, que, menos aún, puede ser llevado a la práctica[5]. Donde hay acción hay mutación. La acción es perenne causa de cambio.

Es ridícula la pretenciosa solemnidad con que los funcionarios de las oficinas de estadística pretenden cifrar los índices expresivos del poder adquisitivo del dinero y la variación del coste de la vida. En el mejor de los casos, esos numerosos índices no son más que un torpe e impreciso reflejo de cambios que ya acontecieron. Cuando las variaciones de la relación entre la oferta y la demanda de dinero son pequeñas, nada nos dicen. Por el contrario, cuando hay inflación, cuando los precios registran profundos cambios, esos índices no nos proporcionan más que una tosca caricatura de hechos bien conocidos y constatados a diario por todo el mundo. Cualquier ama de casa sabe más de las variaciones experimentadas por los precios que le afectan que todos los promedios estadísticos. De poco le sirven a ella unos cálculos que nada le dicen ni de la calidad del bien ni de la cantidad del mismo que, al precio de la estadística, es posible adquirir. Cuando, para su personal información, procede a «medir» los cambios del mercado, fiándose sólo del precio de dos o tres mercancías, no está siendo ni menos «científica» ni más arbitraria que los engreídos matemáticos en la elección de sus métodos para manipular los datos del mercado.

En la práctica nadie se deja engañar por los números índices. Nadie se atiene a la ficción de suponer que implican auténticas mediciones. Cuando se trata de cantidades que efectivamente pueden ser objeto de medida, no hay dudas ni desacuerdos en torno a las cifras resultantes. Realizadas las oportunas operaciones, tales asuntos quedan definitivamente zanjados. Nadie discute los datos referentes a la temperatura, la humedad, la presión atmosférica y demás cálculos meteorológicos. En cambio, sólo damos por bueno un número índice cuando esperamos una ventaja personal de su aceptación por la opinión pública. El establecimiento de números índices no zanja las disputas; tan sólo las traslada a un campo en el que los conflictos de opiniones antagónicas y de intereses son irreconciliables.

La acción humana provoca cambios. En la medida en que hay acción humana no hay estabilidad sino continua alteración. La historia no es más que una secuencia de variaciones. No puede el hombre detener el curso histórico creando un mundo totalmente estable, donde la propia historia resultaría inadmisible. Es consustancial a la naturaleza humana pretender mejorar las propias condiciones de vida, concebir al efecto ideas nuevas y el ordenar la acción a tenor de las mismas.

Los precios del mercado son hechos históricos, resultado de una constelación de circunstancias registradas en un cierto momento del irreversible proceso histórico. En la esfera praxeológica, el concepto de medición carece totalmente de sentido. Pero en una imaginaria —y desde luego irrealizable— situación plenamente rígida y estable no hay cambio alguno que pueda ser objeto de medida; en el mundo real, de incesante cambio, no hay puntos, objetos, cualidades o relaciones fijas que permitan medir las variaciones acontecidas.

5. LA RAÍZ DE LA IDEA DE ESTABILIZACIÓN

El cálculo económico no exige la estabilidad monetaria en el sentido en que emplean el término los defensores del movimiento de estabilización. El hecho de que la rigidez en el poder adquisitivo de la unidad monetaria sea impensable e irrealizable no invalida los métodos del cálculo económico. El funcionamiento del cálculo económico sólo precisa de un sistema monetario inmune a la interferencia estatal. Cuando las autoridades incrementan la cantidad de dinero circulante, ya sea con miras a ampliar la capacidad adquisitiva del gobierno, ya sea buscando una (temporal) rebaja del tipo de interés, desarticulan todas las relaciones monetarias y perturban gravemente el cálculo económico. El primer objetivo que una sana política monetaria debe perseguir es no sólo impedir que el gobernante provoque por sí mismo inflación, sino también evitar que induzca la expansión crediticia de la banca privada. Pero este programa es muy distinto de las confusas y contradictorias medidas encaminadas a estabilizar el poder adquisitivo del dinero.

La buena marcha del cálculo económico sólo exige evitar que se produzcan graves y bruscas variaciones en la cantidad de dinero. El patrón oro —y hasta la mitad del siglo XIX también el patrón plata— cumplió satisfactoriamente las condiciones requeridas para el cálculo económico. Variaba tan escasamente la relación entre las existencias y la demanda de dichos metales y, por consiguiente, era tan lenta la modificación de su poder adquisitivo, que los empresarios podían despreciar en sus cálculos tales mutaciones sin temor a equivocarse gravemente. En el terreno del cálculo económico no es posible una precisión absoluta, aun excluyendo aquellos errores emanados de no tomar debidamente en consideración la mutación de las circunstancias monetarias[6]. El empresario se ve siempre obligado a manejar en sus planes datos referentes al incierto futuro; maneja precios y costes de producción futuros. La contabilidad y teneduría de libros, cuando pretenden reflejar los resultados de pasadas actuaciones, tropiezan con los mismos problemas, al valorar instalaciones, existencias y créditos contra terceros. Pese a tales incertidumbres, el cálculo económico alcanza su preciso objetivo, ya que aquella incertidumbre no es fruto de imperfección del sistema, sino secuela obligada del actuar, que siempre ha de abordar un futuro incierto.

La idea de estabilizar el poder adquisitivo del dinero no brotó del deseo de proporcionar mayor exactitud al cálculo económico. Surgió del anhelo de crear una esfera inmune al incesante fluir de las cosas humanas, un mundo ajeno al continuo devenir histórico. Las rentas destinadas a atender perpetuamente las necesidades de fundaciones religiosas, instituciones de caridad o grupos familiares, durante mucho tiempo, se reflejaron en terrenos o productos agrícolas. Más tarde se establecieron anualidades monetarias. Tanto donantes como beneficiarios suponían que las rentas representadas por una cierta cantidad de metal precioso no podrían ser afectadas por las mutaciones económicas. Pero tales esperanzas resultaron fallidas. Las sucesivas generaciones pudieron comprobar cómo fracasaban los planes más cuidadosamente trazados por los difuntos patronos. Estimuladas por esta experiencia, comenzaron a investigar cómo podría alcanzarse este objetivo. Y de este modo se embarcaron en el intento de medir los cambios en el poder adquisitivo y a eliminar esos cambios.

El asunto cobró particular importancia cuando los gobiernos comenzaron a emitir deuda pública perpetua, cuyo principal nunca habría de ser reembolsado. El estado, esa nueva deidad de la naciente estatolatría, esa eterna y sobrehumana institución inmune a toda terrenal flaqueza, brindaba al ciudadano la oportunidad de poner su riqueza a salvo de cualquier vicisitud, ofreciéndole ingresos seguros y estables. Se abría así el camino para liberar al individuo de la necesidad de arriesgarse y de adquirir su riqueza y su renta cada día en el mercado capitalista. Quien invirtiera sus fondos en el papel emitido por el gobierno o por las entidades paraestatales quedaría para siempre liberado de las insoslayables leyes del mercado y del yugo de la soberanía de los consumidores. Ya no habría de preocuparse por invertir su dinero precisamente en aquellos cometidos que mejor sirvieran los deseos y las necesidades de las masas. El poseedor de papel del estado estaba plenamente asegurado, a cubierto de los peligros de la competencia mercantil, sancionadora de la ineficacia con pérdidas patrimoniales graves; la imperecedera deidad estatal le había acogido en su regazo, permitiéndole disfrutar tranquilamente de su patrimonio. Las rentas de tales favorecidos no dependían ya de haber sabido atender del mejor modo posible las necesidades de los consumidores; estaban, por el contrario, plenamente garantizadas mediante impuestos recaudados gracias al aparato gubernamental de compulsión y coerción. Se trataba de gentes que, en adelante, no tenían ya por qué servir a sus conciudadanos, sometiéndose a su soberanía; eran más bien asociados del estado, que gobernaba y exigía tributo a las masas. Es cierto que el interés ofrecido por el gobierno resultaba inferior al del mercado; pero este perjuicio estaba ampliamente compensado por la indiscutible solvencia del deudor, cuyos ingresos no dependían de haber sabido servir dócilmente al público; provenían de exacciones fiscales coactivas.

Pese a los desagradables recuerdos que los primeros empréstitos públicos habían dejado, la gente depositó amplia confianza en las modernas administraciones públicas surgidas hace cien años. No se ponía en duda que las mismas darían fiel cumplimiento a las obligaciones voluntariamente contraídas. Capitalistas y empresarios advertían perfectamente que dentro de una sociedad de mercado no hay forma de conservar la riqueza acumulada más que reconquistándola a diario en ruda competencia con todos, con las empresas ya existentes y con los recién llegados «que surgen de la nada». El empresario viejo y cansado, que no quería seguir arriesgando las riquezas ganadas a pulso en proyectos orientados a servir mejor al consumidor, y también los herederos de ajenas fortunas, indolentes y plenamente conscientes de su incapacidad, preferían invertir sus fondos en papel del estado, buscando protección contra la implacable ley del mercado.

La deuda pública perpetua e irredimible presupone la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda. Podrán ser eternos el estado y su poder coactivo, pero el interés pagado sólo gozará de esa misma condición si se computa con arreglo a un patrón de valor inmutable. De esta forma, el inversor que, buscando la seguridad, rehúye el mercado, la empresarialidad y la inversión en títulos privados, y prefiere los bonos del tesoro, vuelve a enfrentarse con el mismo problema de la variabilidad de todo lo humano. Descubre que en el marco de una sociedad de mercado la riqueza sólo puede conquistarse a través de ese mismo mercado. Su empeño por encontrar una fuente inagotable de riqueza se desvanece.

En nuestro mundo no existen la estabilidad y la seguridad y ningún esfuerzo humano es capaz de producirlas. Dentro de la sociedad de mercado sólo se puede adquirir y conservar la riqueza sirviendo acertadamente a los consumidores. El estado puede imponer cargas tributarias a sus súbditos, así como tomar a préstamo el dinero de éstos. Ahora bien, ni el más despiadado gobernante logra violentar a la larga las leyes que rigen la vida y la acción humana. Si el gobierno dedica las sumas tomadas a préstamo a aquellas inversiones a través de las cuales quedan mejor atendidas las necesidades de los consumidores y, en libre y abierta competencia con los empresarios particulares, triunfa en ese empeño, se encontrará en la misma posición que cualquier otro industrial, es decir, podrá pagar rentas e intereses porque habrá cosechado una diferencia entre costes y rendimientos. Por el contrario, si el estado invierte desacertadamente dichos fondos y esa diferencia no se produce, o bien emplea el dinero en gastos corrientes, el capital disminuirá e incluso desaparecerá totalmente, cegándose aquella única fuente que había de producir las cantidades necesarias para el pago de principal e intereses. En tal supuesto, la exacción fiscal es la única vía a que puede recurrir el gobierno para cumplir sus compromisos crediticios. De este modo el gobierno hace responsables a los ciudadanos del dinero malgastado. Los impuestos que pagan los ciudadanos no reciben ninguna contrapartida en servicios prestados por el aparato gubernamental. El gobierno abona intereses por un capital que se ha consumido y que ya no existe. Sobre el erario recae la pesada carga de torpes actuaciones anteriores.

Cabe justificar la deuda pública a corto plazo en condiciones especiales. Por supuesto, la justificación popular de los préstamos de guerra carece de fundamento. Las necesidades bélicas habrán de cubrirse mediante la restricción del consumo civil, trabajando más e, incluso, consumiendo una parte del capital existente. La carga bélica recae íntegramente sobre la generación en lucha. A las siguientes les afecta el conflicto tan sólo por cuanto heredaron menos de lo que en otro caso les hubiera correspondido. Financiar la guerra mediante la emisión de deuda pública no debe supone transferir parte de la carga a los hijos o a los nietos de los combatientes[7]. Es simplemente un método de distribución de la carga del conflicto entre los ciudadanos. Porque si el gasto bélico hubiera de ser atendido sólo con impuestos, contribuirían al mismo únicamente quienes dispusieran de fondos líquidos. Los demás no harían las adecuadas aportaciones. Sirviéndose de los préstamos a corto plazo se puede minimizar esta desigualdad, ya que hacen posible una oportuna derrama entre los propietarios de capital fijo.

El crédito público o semipúblico a largo plazo es un elemento extraño y perturbador en la estructura de la sociedad de mercado. Tales fórmulas financieras fueron ingeniadas en el vano intento de olvidar la natural limitación de la acción humana y crear una zona de seguridad eterna que no sería afectada por la típica transitoriedad e inestabilidad de las cosas terrenas. ¡Qué arrogante presunción concertar préstamos perpetuos, estipular contratos para la eternidad y fijar cláusulas que el futuro más remoto haya de respetar! Poco importa que los préstamos públicos se emitan o no formalmente con carácter perpetuo; tácitamente y en la práctica se les considerará tales. En la época de mayor esplendor del liberalismo hubo gobiernos que efectivamente redimieron parte de la deuda pública mediante honrado reembolso de su principal. Pero lo corriente ha sido siempre ir acumulando nuevas deudas sobre las antiguas. La historia financiera de los últimos cien años refleja un continuo y general incremento de la deuda pública. Nadie cree ya que las administraciones soportarán eternamente la gravosa carga de los intereses. Tarde o temprano, todas esas deudas, de una u otra forma, quedarán impagadas. Una legión de sofisticados escritores se afanan ya por arbitrar justificaciones morales para el día del ajuste final[8].

No puede considerarse imperfección del cálculo económico el que resulte inutilizable cuando se trata de abordar quiméricos planes tendentes a implantar un imposible régimen de absoluta quietud y eterna seguridad inmune a las insoslayables limitaciones de la acción humana. En nuestro mundo ningún valor es eterno, absoluto e inmutable, y por ello es vano buscar un patrón de semejantes valores. No debe estimarse imperfecto el cálculo económico simplemente porque no se ajuste a las arbitrarias ideas de quienes quisieran hallar perennes fuentes de renta independientes de los procesos productivos de los hombres.