CAPÍTULO XI

EVALUACIÓN SIN CÁLCULO

1. LA GRADACIÓN DE LOS MEDIOS

El hombre, al actuar, transfiere la valoración de los fines que persigue a los medios. En igualdad de circunstancias, concede al conjunto de los diversos medios idéntico valor que al fin que aquéllos permiten alcanzar. Por el momento no nos ocuparemos del tiempo necesario para la producción del fin ni de su influencia sobre la relación entre el valor de los fines y el de los medios.

La gradación de los medios, al igual que la de los fines, es un proceso por el que se prefiere a a b. Implica optar, prefiriendo una cosa y rechazando otra. Es el resultado de un juicio que nos hace desear a con mayor intensidad que b. En dicha gradación podemos servirnos de los números ordinales; pero no es posible recurrir ni a los números cardinales ni a las operaciones aritméticas que en éstos se basan. Cuando se me ofrecen tres entradas a elegir para las óperas Aída, Falstaff y Traviata, si opto por Aída, y si se me permite tomar una más elijo la de Falstaff, es porque he formulado una elección. Esto significa que, dadas ciertas condiciones, prefiero Aída y Falstaff a Traviata; que si hubiera de quedarme con una sola de las entradas, optaría por Aída y renunciaría a Falstaff. Denominando a a la entrada de Aída, b a la de Falstaff y c a la de Traviata, ello significa que prefiero a a b y b a c.

El objetivo inmediato de la acción es con frecuencia obtener conjuntos de cosas tangibles que pueden ser objeto de ponderación y medida. En tales supuestos, el hombre que actúa se ve en la tesitura de optar entre sumas numéricas; prefiere, por ejemplo, 15 r a 7 p; ahora bien, si se hallara ante el dilema de escoger entre 15 r y 8 p, tal vez optara por 8 p. En ese caso cabría reflejar la situación diciendo que, para el actor, 15 r vale menos que 8 p, pero más que 7 p. Esta afirmación es equivalente a la anterior según la cual se prefería a a b y b a c. El sustituir 8 p en vez de a, 15 r en vez de b y 7 p en lugar de c en modo alguno varía el pronunciamiento ni la realidad así descrita. Ello no supone que estemos empleando números cardinales. Continuamos sin poder servirnos del cálculo económico ni de las operaciones mentales que se fundan en el mismo.

2. EL TRUEQUE COMO FICCIÓN DE LA TEORÍA ELEMENTAL DEL VALOR Y LOS PRECIOS

La elaboración de la ciencia económica depende heurísticamente en tal medida del proceso lógico de cálculo que los economistas han sido incapaces de plantear correctamente el fundamental problema que implican los métodos del cálculo económico. Tendían a considerar el cálculo como una cosa natural, ignorando que no se trata de una realidad dada sino que resulta de una serie de fenómenos más elementales que conviene distinguir. No lograron desentrañar su íntima esencia. Le consideraron como una categoría de toda acción humana, ignorando el hecho de que es sólo una categoría inherente a la acción que se desenvuelve en especiales condiciones. Sabían perfectamente que el cambio interpersonal, y por tanto el intercambio de mercado efectuado a través de un medio común de cambio —la moneda, y por tanto los precios—, son rasgos característicos de cierta organización económica de la sociedad que no se dio entre las civilizaciones primitivas y que incluso puede desaparecer en la futura evolución histórica[1]. Pero no comprendieron que sólo a través de los precios monetarios es posible el cálculo económico. De ahí que la mayor parte de sus trabajos resulten hoy en día poco aprovechables. Aun los escritos de los más eminentes economistas adolecen en cierto grado de esas imperfecciones originadas en su errónea visión del cálculo económico.

La moderna teoría del valor y de los precios nos permite advertir cómo la elección personal de cada uno, es decir, el que se prefieran ciertas cosas y se rechacen otras, da lugar a los precios de mercado en el mundo del cambio interpersonal[2]. Estas magistrales exposiciones no son del todo satisfactorias en ciertos aspectos de detalle y, además, un léxico imperfecto viene a veces a desfigurar su contenido. Pero son esencialmente irrefutables. La labor de completarlas y mejorarlas en aquellos aspectos que precisan de enmienda debe consistir en la reestructuración lógica del pensamiento básico de sus autores, nunca en la simple recusación de tan fecundos hallazgos.

Para llegar a reducir los complejos fenómenos de mercado a la universal y simple categoría de preferir a a b, la teoría elemental del valor y de los precios se ve obligada a recurrir a ciertas construcciones imaginarias. Estas construcciones, sin correspondencia alguna en el mundo de la realidad, son herramientas indispensables del pensar. Ningún otro método nos permite comprender tan perfectamente la realidad. Ahora bien, uno de los problemas más importantes de la ciencia consiste en saber eludir los errores que se pueden cometer cuando esos modelos se utilizan de modo imprudente.

La teoría elemental del valor y de los precios, a parte de otras construcciones imaginarias que trataremos más adelante[3], recurre a un modelo de mercado en el que todas las transacciones se realizarían en intercambio directo. En tal planteamiento, el dinero no existe; unos bienes y servicios son trocados por otros bienes y servicios. Esta construcción imaginaria es necesaria. Se puede prescindir de la función de intermediación que desempeña el dinero en orden a comprender que en definitiva son siempre cosas del orden primero las que se intercambian por otras de igual índole. El dinero no es otra cosa que un medio de cambio interpersonal. En todo caso, es preciso evitar cuidadosamente los errores a que fácilmente puede dar lugar esta construcción del mercado como intercambio directo.

Una grave equivocación que tiene su origen y su fuerza en la errónea interpretación de esa imaginaria construcción es dar por supuesto que el medio de intercambio es un factor puramente neutral. Según esta tesis, lo único que diferencia el cambio directo del indirecto sería la utilización del dinero. La interpolación de la moneda en la transacción en nada afectaría a las bases fundamentales de la operación. No se ignoraba que la historia ha registrado profundas mutaciones en el poder adquisitivo del dinero, ni tampoco que tales fluctuaciones han provocado frecuentemente graves convulsiones en todo el sistema de intercambios. Pero se pensaba que estos fenómenos eran casos excepcionales provocados por medidas inadecuadas; sólo la moneda «mala» podía dar lugar a tales desarreglos. Por lo demás, se malinterpretaron tanto las causas como los efectos de estas perturbaciones. Se admitía tácitamente que los cambios del poder adquisitivo de la moneda afectan por igual y al mismo tiempo a los precios de todos los bienes y servicios. Es, por supuesto, la conclusión lógica de la fábula de la neutralidad del dinero. Se llegó incluso a sostener que toda la teoría de la cataláctica podía elaborarse bajo el supuesto de que sólo existe el cambio directo. Una vez logrado esto, para completar el sistema bastaría con introducir «simplemente» los términos monetarios en el conjunto de teoremas relativos al cambio directo. Se consideraba esta complementación del sistema cataláctico como algo de escasa trascendencia, pues parecía que no habría de variar sustancialmente ninguno de los puntos fundamentales del pensamiento económico. La tarea esencial de la economía se concebía como el estudio del cambio directo. Aparte de tal examen, lo más que podía interesar era el estudio de los problemas suscitados por la moneda «mala».

Siguiendo estas tesis, los economistas se desentendieron tranquilamente del cambio indirecto, abordando de modo demasiado superficial los problemas monetarios, que consideraban mero apéndice escasamente relacionado con sus estudios básicos. Al filo de los siglos XIX y XX, las cuestiones del cambio indirecto quedaron relegadas a un segundo plano. Había tratados de economía que sólo de pasada abordaban el tema de la moneda; y hubo textos sobre moneda y banca que ni siquiera pretendían integrar las diversas cuestiones en el conjunto de un preciso sistema cataláctico. En las universidades anglosajonas existían cátedras distintas de economía y de moneda y banca; y en la mayor parte de las universidades alemanas los problemas monetarios ni siquiera se examinaban[4]. Pero con el paso del tiempo los economistas advirtieron que algunos de los más trascendentales y abstrusos problemas catalácticos surgían precisamente en la esfera del cambio indirecto y que por tanto resultaba incompleta toda teoría económica que descuidara dicha materia. El que los investigadores comenzaran a preocuparse por temas tales como el de la proporcionalidad entre el «tipo natural» y el «tipo monetario» de interés; el que se concediera cada vez mayor importancia a la teoría monetaria del ciclo económico y el que se rechazaran ya por doquier las doctrinas que suponían la simultaneidad y la uniformidad de las mutaciones registradas por la capacidad adquisitiva del dinero, todo ello evidenciaba bien a las claras que había aparecido una nueva tendencia en el pensamiento económico. Esas nuevas ideas no eran en realidad sino la continuación de la obra gloriosamente iniciada por David Hume, la escuela monetaria inglesa, John Stuart Mill y Cairnes.

Aún más pernicioso fue un segundo error, igualmente provocado por el poco riguroso manejo de aquella imaginaria construcción que se limita a contemplar un mercado que sólo conoce el cambio directo.

Una inveterada y grave equivocación era el suponer que los bienes o servicios objeto de intercambio tienen el mismo valor. Se consideraba el valor como una cualidad objetiva, intrínseca, inherente a las cosas, y no como una mera expresión de la distinta intensidad con que se desea conseguirlas. Se suponía que, mediante un acto de medición, se establecía el valor de los bienes y servicios y se procedía luego a intercambiarlos por otros bienes y servicios de igual valor. Esta falsa base de partida hizo estéril el pensamiento económico de Aristóteles, así como el de todos aquéllos que, durante casi dos mil años, tenían por definitivas las ideas aristotélicas. Perturbó gravemente la gran obra de los economistas clásicos y vino a privar de todo interés científico los trabajos de sus sucesores, en especial los de Marx y las escuelas marxistas. La economía moderna, por el contrario, se basa en la idea de que el trueque surge precisamente a causa del distinto valor que las partes atribuyen a los objetos intercambiados. La gente compra y vende, única y exclusivamente, porque valora en menos lo que da que lo que recibe. De ahí que sea vano todo intento de medir el valor. El acto de intercambio no va precedido de ningún proceso que implique medir el valor. Si un individuo atribuye el mismo valor a dos cosas, no tiene por qué intercambiar la una por la otra. Ahora bien, si se las valora de forma distinta, lo más que se puede afirmar es que una de ellas, a, se valora en más, es decir, se prefiere a b. El valor y las valoraciones son expresiones intensivas, no extensivas. De ahí que no puedan ser objeto de comprensión mental mediante los números cardinales.

Sin embargo, estaba tan arraigada la falsa idea de que los valores no sólo son mensurables sino que además son efectivamente medidos al concertarse toda transacción económica, que incluso algunos eminentes economistas cayeron en semejante falacia. Friedrich von Wieser e Irving Fisher, por ejemplo, admitían la posibilidad de medir el valor y atribuían a la economía la función de explicar cómo se practica esa medición[5]. Los economistas de segunda fila, por lo general, sin dar mayor importancia al asunto, suponían tranquilamente que el dinero sirve para «medir el valor».

Conviene ahora recordar que valorar no significa más que preferir a a b y que sólo existe —lógica, epistemológica, psicológica y praxeológicamente hablando— una forma de preferir. En este orden de ideas, en la misma posición se encuentran el enamorado que prefiere una mujer a las demás, el hombre que prefiere un cierto amigo a los restantes, el coleccionista que prefiere determinado cuadro y el consumidor que prefiere el pan a las golosinas. En definitiva, preferir equivale siempre a querer o desear a más que b. Por lo mismo que no se puede ponderar ni medir la atracción sexual, la amistad, la simpatía o el placer estético, tampoco resulta posible calcular numéricamente el valor de los bienes. Cuando alguien intercambia dos libras de mantequilla por una camisa, lo más que de dicho acto se puede predicar es que el actor —en el momento de convenir la transacción y en las específicas circunstancias de aquel instante— prefiere una camisa a dos libras de mantequilla. Naturalmente, en cada acto de preferir es distinta la intensidad psíquica del sentimiento subjetivo en que el mismo se basa. El ansia por alcanzar un cierto fin puede ser mayor o menor; la vehemencia del deseo predetermina la cuantía de ese beneficio o provecho, de orden psíquico, que la acción, cuando es idónea para provocar el efecto apetecido, proporciona al individuo que actúa. Pero las cuantías psíquicas sólo pueden sentirse. Son de índole estrictamente personal y no es posible, por medios semánticos, expresar su intensidad ni informar a nadie acerca de su íntima condición.

No existe ningún método válido para construir una unidad de valor. Recordemos que dos unidades de un bien homogéneo son necesariamente valoradas de manera diferente. El valor atribuido a la unidad número n es siempre inferior al de la unidad número n-1.

En el mercado aparecen los precios monetarios. El cálculo económico se efectúa a base de los mismos. Las diversas cantidades de bienes y servicios entran en este cálculo con el total de la moneda que se emplea —o en perspectiva puede emplearse— para comprarlas y venderlas en el mercado. Es erróneo suponer que puedan calcular el individuo autárquico y autosuficiente o el director de la república socialista donde no existe un mercado para los factores de producción. Ninguna fórmula permite, partiendo del cálculo monetario típico de la economía de mercado, llegar a calcular en un sistema económico donde el mercado no exista.

La teoría del valor y el socialismo

Los socialistas, los institucionalistas y también los partidarios de la Escuela Histórica echan en cara a los economistas su tendencia a recurrir a la imaginaria construcción del individuo aislado que piensa y actúa. Ese imaginario Robinson —afirman— de nada sirve cuando se trata de analizar los problemas que surgen en una economía de mercado. En cierto modo, tal censura está justificada. El imaginario planteamiento del individuo aislado, así como el de una economía racionalmente ordenada pero sin mercado, sólo puede utilizarse si se admite la idea, contradictoria en sí y contraria a la realidad, de que el cálculo económico es también posible en un sistema sin mercado de los medios de producción.

Fue realmente una torpeza el que los economistas no advirtieran la sustancial diferencia entre la economía de mercado y cualquier otra economía que carezca del mismo. Ahora bien, los socialistas son los últimos que pueden quejarse del error en cuestión, un error concretado en el hecho de que los economistas admitieran tácitamente la posibilidad del cálculo económico bajo un orden socialista, proclamando así la posibilidad de que los planes socialistas fueran llevados a la práctica.

Evidentemente, los economistas clásicos y sus epígonos no podían percatarse de los problemas que plantea el cálculo económico. Si se admite como cierto que el valor de las cosas depende de la cantidad de trabajo requerido para la producción o reproducción de las mismas, ninguna cuestión suscita el cálculo económico. A quienes defendían la teoría laboral del valor no se les puede reprochar el no haber comprendido los problemas inherentes al socialismo. Sus equivocadas doctrinas sobre el valor les impedían ver el problema. Para nada afectaba al contenido esencial de su análisis teórico el hecho de que algunos de ellos consideraran la imaginaria construcción de una economía socialista como un modelo útil y realizable para una completa reforma de la organización social. No ocurría lo mismo con la cataláctica subjetiva. Era imperdonable que los economista modernos desconocieran la verdadera naturaleza del problema.

Razón tenía Wieser cuando, en cierta ocasión, decía que muchos economistas se habían dedicado al estudio de la teoría comunista del valor olvidándose de formular la teoría del valor de nuestra propia organización social[6]. Lo incomprensible es que Wieser, por su parte, cayera en el mismo error.

La falacia de que un orden racional en la gestión económica es posible dentro de una sociedad basada en la propiedad pública de los medios de producción tiene su origen en la errónea teoría del valor formulada por los economistas clásicos, así como a la tenaz incapacidad de muchos economistas modernos para captar el teorema fundamental de la teoría subjetiva y comprender hasta las últimas consecuencias que del mismo se derivan. Conviene, por tanto, dejar bien sentado que las utopías socialistas nacieron y prosperaron precisamente al amparo de las deficiencias de aquellas escuelas de pensamiento que los marxistas rechazan como «disfraz ideológico de los egoístas intereses de clase de la burguesía explotadora». La verdad es que sólo los errores de estas escuelas hicieron que las ideas socialistas prosperaran. Este hecho demuestra claramente la vacuidad tanto de la doctrina marxista sobre las «ideologías» como de su vástago moderno, la sociología del conocimiento.

3. EL PROBLEMA DEL CÁLCULO ECONÓMICO

El hombre que actúa utiliza los conocimientos que las ciencias naturales le brindan para elaborar la tecnología, es decir, la ciencia aplicada de la acción posible en el mundo externo. La tecnología nos dice qué cosas, si las deseamos, pueden ser conseguidas; y también nos informa sobre si hemos de proceder al efecto. La tecnología se perfeccionó gracias al progreso de las ciencias naturales; también podemos invertir la afirmación y decir que el deseo de mejorar los diversos métodos tecnológicos impulsó el progreso de las ciencias naturales. El carácter cuantitativo de las ciencias naturales dio lugar a que también la tecnología fuera cuantitativa. En definitiva, la técnica moderna está hecha de conocimientos prácticos con los cuales se pretende predecir en forma cuantitativa el resultado de la acción. La gente calcula, con bastante precisión, según las diversas técnicas, el efecto que la actuación contemplada ha de provocar, así como la posibilidad de orientar la acción de tal suerte que pueda producir el fruto apetecido.

Sin embargo, la mera información proporcionada por la tecnología bastaría para realizar el cálculo únicamente si todos los medios de producción —tanto materiales como humanos— fueran perfectamente sustituibles según determinados ratios, o si cada factor de producción fuera absolutamente específico. En el primer caso, los medios de producción, todos y cada uno, de acuerdo evidentemente con una cierta proporcionalidad cuantitativa, serían idóneos para alcanzar cualquier fin que el hombre pudiera apetecer; ello equivaldría a la existencia de una sola clase de medios, es decir, un solo tipo de bienes de orden superior. En el segundo supuesto, cada uno de los medios existentes serviría únicamente para conseguir un determinado fin; en tal caso, la gente atribuiría al conjunto de factores complementarios necesarios para la producción de un bien del orden primero idéntico valor al asignado a este último. (Pasamos por alto, de momento, la influencia del factor tiempo). Sin embargo, lo cierto es que ninguno de los dos planteamientos contemplados se da en el mundo real en el que el hombre actúa. Los medios económicos que manejamos pueden ser sustituidos unos por otros, pero sólo en cierto grado; es decir, para la consecución de los diversos fines apetecidos los medios son más bien específicos. Pero en su mayoría no son absolutamente específicos, ya que muchos son idóneos para provocar efectos diversos. El que existan distintas clases de medios, o sea, que algunos, para la consecución de ciertos fines, resulten los más idóneos, no siendo tan convenientes cuando se trata de otros objetivos y hasta de que nada sirvan cuando se pretende provocar terceros efectos, hace imperativo ordenar y administrar el uso de cada uno de ellos. Es decir, el que los distintos medios tengan diferentes utilizaciones obliga al hombre a dedicar cada uno a aquel cometido para el cual resulte más idóneo. En este terreno, de nada sirve el cálculo en especie que la tecnología maneja; porque la tecnología opera con cosas y fenómenos materiales que pueden ser objeto de ponderación o medida y conoce la relación de causa/efecto entre dichas realidades. En cambio, las diversas técnicas no nos proporcionan ninguna información acerca de la importancia específica de cada uno de estos diferentes medios. La tecnología no nos habla más que del valor de uso objetivo. Aborda los problemas como pudiera hacerlo un imparcial observador que contemplara simplemente fenómenos físicos, químicos o biológicos. Nunca se enfrenta con las cuestiones atinentes al valor de uso subjetivo, es decir, con el problema humano por excelencia; no se plantea, por eso, los dilemas que el hombre que actúa tiene que resolver. Olvida la cuestión económica fundamental, la de decidir en qué cometidos conviene emplear mejor los medios existentes para que no quede insatisfecha ninguna necesidad más urgentemente sentida por haber sido aquéllos invertidos —es decir, malgastados— en atender otra de menor interés. Para resolver tales incógnitas, de nada sirve la técnica con sus conocidos sistemas de cálculo y medida. Porque la tecnología nos ilustra acerca de cómo deben emplearse unos determinados bienes que pueden combinarse con arreglo a distintas fórmulas para provocar cierto efecto, así como de los diversos medios a que se puede recurrir para alcanzar un fin apetecido, pero jamás indica cuál sea el procedimiento específico al que el hombre deba recurrir entre los múltiples que permiten la consecución del deseado objetivo. Al individuo que actúa lo que le interesa saber es cómo ha de emplear los medios disponibles en orden a cubrir del modo más cumplido —es decir, de la manera más económica— sus múltiples necesidades. Pero lo malo es que la tecnología no nos ilustra más que sobre las relaciones de causalidad existentes entre los diversos factores del mundo externo. En este sentido puede decirnos, por ejemplo, que 7 a + 3 b + 5 c + … + xn producirán 8 p. Ahora bien, aun dando por conocido el valor que el hombre, al actuar, pueda atribuir a los diversos bienes del orden primero, los métodos tecnológicos no brindan información alguna acerca de cuál sea, entre la variedad infinita de fórmulas posibles, el procedimiento que mejor permita conseguirlos, es decir, que más cumplidamente permita conquistar los objetivos deseados. Los tratados de ingeniería nos dirán, por ejemplo, cómo debe construirse un puente de determinada capacidad de carga entre dos puntos preestablecidos; pero lo que jamás podrá resolver es si la construcción del puente no apartará mano de obra y factores materiales de producción de otras aplicaciones de más urgente necesidad. Nunca nos aclarará si, en definitiva, conviene o no construir el puente; dónde deba concretamente tenderse; qué capacidad de carga haya de darse al mismo y cuál sea, entre los múltiples sistemas de construcción, el que más convenga adoptar. El cómputo tecnológico permite comparar entre sí medios diversos sólo en tanto en cuanto, para la consecución de un determinado fin, pueden sustituirse los unos por los otros. Pero la acción humana se ve constreñida a comparar entre sí todos los medios, por dispares que sean, y, además, con independencia de si pueden ser intercambiados entre sí en relación con la prestación de un determinado servicio.

De poco le servirían al hombre que actúa la tecnología y sus enseñanzas, si no pudiera complementar los planes y proyectos técnicos injertando en ellos los precios monetarios de los distintos bienes y servicios. Los documentados estudios ingenieriles no tendrían más que un interés puramente teórico si no existiera una unidad común que permitiera comparar costes y rendimientos. El altivo investigador encerrado en la torre de marfil de su laboratorio desdeña esta clase de minucias; él se interesa sólo por las relaciones de causalidad que ligan entre sí diversas partes del universo. El hombre práctico, sin embargo, que desea elevar el nivel de vida suprimiendo el malestar de la gente en el mayor grado posible tiene en cambio gran interés por dilucidar si sus proyectos conseguirán al final hacer a las masas menos desgraciadas y si el método adoptado es, en tal sentido, el mejor. Lo que desea saber es si la obra constituirá o no una mejora en comparación con la situación anterior; si las ventajas que la misma reportará serán mayores que las que cabría derivar de aquellos otros proyectos, técnicamente realizables, que sin embargo no podrán ya realizarse por haberse dedicado los recursos disponibles al cometido en cuestión. Sólo recurriendo a los precios monetarios, efectuando los oportunos cálculos y comparaciones, se pueden resolver tales incógnitas.

El dinero se nos aparece, pues, como ineludible instrumento del cálculo económico. No implica ello proclamar una función más del dinero. El dinero, desde luego, no es otra cosa que un medio de intercambio comúnmente aceptado. Ahora bien, precisamente en tanto en cuanto constituye medio general de intercambio, de tal suerte que la mayor parte de los bienes y servicios pueden comprarse y venderse en el mercado por dinero, puede la gente servirse de las expresiones monetarias para calcular. Los tipos de cambio que entre el dinero y los diversos bienes y servicios registró ayer el mercado, así como los que se supone que registrará mañana, son las herramientas mentales merced a las cuales resulta posible planificar el futuro económico. Donde no hay precios tampoco puede haber expresiones de índole económica ni nada que se les parezca; existirían sólo múltiples relaciones cuantitativas entre causas y efectos materiales. En ese mundo sería imposible determinar la acción más idónea para suprimir el malestar humano en el mayor grado posible.

No es necesario detenerse a examinar las circunstancias de la economía doméstica de los primitivos campesinos autárquicos. Se ocupaban sólo de procesos de producción muy elementales. No necesitaban recurrir al cálculo económico, pues si, por ejemplo, precisaban camisas, procedían a cultivar el cáñamo y seguidamente lo hilaban, tejían y cosían. Podían fácilmente, sin cálculo alguno, contrastar si el producto terminado les compensaba del trabajo invertido. Pero nuestra civilización no puede regresar a semejantes situaciones.

4. EL CÁLCULO ECONÓMICO Y EL MERCADO

Conviene advertir que el abordar mediante el cálculo el mundo económico nada tiene en común con aquellos métodos cuantitativos a que los investigadores recurren al enfrentarse con los problemas que suscita el estudio de los fenómenos físicos. Lo característico del cálculo económico estriba en no basarse ni guardar relación alguna con nada que pueda calificarse de medición.

El medir consiste en hallar la relación numérica que un objeto tiene con respecto a otro que se toma como unidad. La medición, en definitiva, se basa siempre en dimensiones espaciales. Una vez definida de modo espacial la unidad, pasamos a medir la energía y la potencia, la capacidad que determinado fenómeno posee para provocar mutaciones en las cosas y situaciones e incluso el paso del tiempo. La manecilla del contador nos informa inmediatamente de un dato puramente espacial del que inferimos conclusiones de diversa índole. La medición se basa en la inmutabilidad de la unidad empleada. La unidad de longitud es, en definitiva, el fundamento de toda medición. La correspondiente dimensión se considera invariable.

El tradicional planteamiento epistemológico de la física, la química y la matemática ha experimentado una convulsión revolucionaria durante las últimas décadas. Nos hallamos en vísperas de innovaciones cuyo alcance resulta difícil prever. Es muy posible que las próximas generaciones de investigadores hayan de enfrentarse en dichas disciplinas con problemas similares a los que se plantean a la praxeología. Tal vez se vean obligados a repudiar la suposición de que en el universo hay cosas invariables que pueden servir de unidades de medida. Pero aunque así fuera, no por ello dejará de valer la medición de los fenómenos en el campo de la física macroscópica o molar. Por lo que a la física microscópica atañe, para medir se recurre igualmente a escalas graduadas, micrómetros, espectrógrafos y, en definitiva, a los poco precisos sentidos humanos del propio observador o experimentador, el cual es invariablemente de condición molar[7]. No puede nunca la medición salirse de la geometría euclidiana ni servirse de invariables patrones o módulos.

Existen unidades monetarias y también existen unidades que físicamente permiten medir los diversos bienes económicos y la mayor parte —aunque no todos— de los servicios que pueden ser objeto de compraventa. Pero las relaciones de intercambio entre el dinero y las restantes mercancías que nos interesan se hallan en permanente mutación. Nada hay en ellas que sea constante. Se resisten a toda medición por no constituir «datos» en el sentido en que la física emplea el vocablo cuando proclama, por ejemplo, el peso de una cierta cantidad de cobre. Son en realidad hechos históricos que reflejan simplemente lo sucedido en cierta ocasión y momento bajo determinadas circunstancias. Puede volver a registrarse un determinado tipo de intercambio, pero no hay certidumbre alguna de que así suceda. Aun cuando efectivamente reaparezca, no es posible asegurar si fue fruto de las circunstancias que ayer lo provocaron y que han vuelto a presentarse, o si es el resultado de una nueva y totalmente distinta constelación de fuerzas. Las cifras que se manejan en el cálculo económico no se refieren a medición alguna, sino a los tipos de intercambio que el interesado —basándose en la comprensión histórica— supone registrará o no el futuro mercado. Esos precios futuros, los únicos que interesan al hombre cuando actúa, constituyen el fundamento en que se basa toda acción humana.

No se pretende examinar ahora el problema referente a la posibilidad de construir una «ciencia económica cuantitativa»; de momento, tan sólo interesa contemplar los procesos mentales del hombre cuando, para ordenar su conducta, toma en cuenta consideraciones de orden cuantitativo. Por cuanto la acción pretende invariablemente crear situaciones futuras, el cálculo económico también mira siempre hacia el futuro. Si a veces se interesa por las circunstancias y los precios pasados, es sólo para orientar mejor la acción que apunta al futuro.

Mediante el cálculo económico, lo que el hombre pretende es ponderar los efectos provocados por la acción, contrastando costes y rendimientos. A través del cálculo económico, o bien se efectúa una estimación del resultado de la futura actuación, o bien se cifran las consecuencias de la acción ya practicada. No es sólo un interés didáctico el que tiene este último cálculo. Mediante el mismo cabe, en efecto, determinar qué proporción de los bienes producidos puede ser consumida sin perjudicar la futura capacidad de producción. Con esas miras precisamente se formularon los conceptos fundamentales del cálculo económico; es decir, los conceptos de capital y renta, de pérdida y ganancia, de consumo y ahorro, de costes y rendimientos. La utilización práctica de esos conceptos y de las ideas que de ellos se derivan sólo es posible en el marco del mercado, donde contra un medio de intercambio generalmente aceptado, el dinero, se pueden contratar bienes y servicios económicos de toda condición. Resultarían puramente académicas y carentes de interés para el hombre que actúa en un mundo en el que la estructura de la acción fuera diferente.