La acción consiste fundamentalmente en sustituir una situación por otra. Cuando la acción se practica sin contar con la cooperación de terceros, podemos calificarla de cambio «autístico» o intrapersonal. Un ejemplo: el cazador aislado, que mata un animal para su propio consumo, cambia su ocio y cartucho por alimentos.
En la sociedad, la cooperación sustituye el cambio intrapersonal por el cambio interpersonal o social. El hombre da a otros para a su vez recibir de ellos. Surge la mutualidad. El sujeto sirve a los demás con miras a ser en cambio servido por terceros.
La relación de intercambio es la relación social por excelencia. El cambio interpersonal de bienes y de servicios crea el lazo que une a los hombres en sociedad. La ley social reza: do ut des. Cuando no hay reciprocidad intencional, cuando el hombre, al actuar, no pretende beneficiarse con otra actuación ajena, no existe cambio interpersonal, sino cambio intrapersonal. Por lo que a tal calificación atañe, es indiferente que la acción intrapersonal resulte beneficiosa o perjudicial a los demás o que para nada afecte a éstos. El genio puede realizar su tarea para sí mismo y no para la masa; sin embargo, es un bienhechor prominente de la humanidad. El ladrón mata a la víctima buscando provecho propio; el asesinado no es un partícipe en el crimen, sino mero objeto; el homicidio, evidentemente, se ha perpetrado contra su voluntad.
La agresión hostil constituía la práctica habitual entre los antepasados del hombre. La cooperación consciente y deliberada fue fruto de un dilatado proceso. La etnología y la historia nos proporcionan interesante información acerca de la aparición del cambio interpersonal y de sus manifestaciones originarias. Hay quienes suponen que surgió de la antiquísima costumbre de darse y devolverse mutuamente regalos, conviniendo incluso por adelantado la entrega de posterior obsequio[1]. Otros consideran el trueque mudo como la más primitiva forma del comercio. El ofrecer un presente, bien en la confianza de obtener otro del obsequiado, bien para conseguir una acogida favorable por parte de persona cuya animosidad pudiera resultar perjudicial al sujeto, lleva ya implícita la idea del cambio interpersonal. Otro tanto cabe decir del trueque mudo que sólo por la ausencia del diálogo se diferencia de los demás modos de trocar y comerciar.
Es característico y esencial de las categorías de la acción humana el ser apodícticas y absolutas, no admitiendo gradaciones. Sólo hay acción o no acción, cambio o no cambio; todo lo referente a la acción y al cambio, como tales, surge o no surge, en cada caso concreto, según haya acción y cambio o no los haya. La frontera entre el cambio intrapersonal y el interpersonal resulta, por ello, nítida. Es cambio intrapersonal hacer obsequios unilateralmente, sin ánimo de ser correspondido por parte del donatario o de tercero. El donante goza de la satisfacción que le produce el contemplar la mejor situación personal del obsequiado, aunque éste no sienta agradecimiento. Pero tan pronto como la donación pretende influir en la conducta ajena deja de ser unilateral y se convierte en una variedad del cambio interpersonal entre el donante y la persona en cuya conducta se pretende influir. Aun cuando la aparición del cambio interpersonal fue fruto de larga evolución, no podemos suponer ni imaginar una gradual transición del cambio intrapersonal al interpersonal debido a que no existen formas intermedias de cambio. La mutación que partiendo del cambio intrapersonal dio origen al interpersonal fue un salto hacia algo enteramente nuevo y esencialmente distinto, como lo fue el paso de la reacción automática de las células y de los nervios a la conducta consciente y deliberada, es decir, a la acción.
Existen dos diferentes formas de cooperación social: la cooperación en virtud de contrato y la coordinación voluntaria, y la cooperación en virtud de mando y subordinación, es decir, hegemónica.
Cuando y en la medida en que la cooperación se basa en el contrato, la relación lógica entre los individuos cooperantes es simétrica. Todos ellos son partes de un contrato de intercambio interpersonal. Juan está con respecto a Tomás en la misma posición que Tomás lo está con respecto a Juan. Por el contrario, cuando la cooperación se basa en el mando y la subordinación, aparece uno que ordena mientras otro obedece. La relación es entonces asimétrica. Existe un dirigente y otro u otros a quienes aquél tutela. Sólo el director opta y dirige; los demás —cual menores de edad— son meros instrumentos de acción en sus manos.
El impulso que crea y anima a un cuerpo social es siempre un poder ideológico, y lo que hace que un individuo sea miembro de un cuerpo social es siempre su propia conducta. Esto es válido también respecto al vínculo social hegemónico. Es cierto que los hombres nacen generalmente ya dentro de los más fundamentales vínculos hegemónicos, es decir, en la familia y en el estado, y lo mismo sucedía en las hegemónicas instituciones de la antigüedad, tales como la esclavitud y la servidumbre, que desaparecieron al implantarse la civilización occidental. Ahora bien, ni la violencia ni la coacción pueden por sí solas forzar a uno a que permanezca contra su voluntad en la condición servil de un orden hegemónico. La violencia o la amenaza de violencia dan lugar a que el sometimiento, por regla general, se considere más atractivo que la rebelión. Enfrentado con el dilema de soportar las consecuencias de la desobediencia o las de la sumisión, el siervo opta por esta última, quedando así integrado en la sociedad hegemónica. Cada nueva orden que recibe vuelve a plantearle el mismo dilema y, al consentir una y otra vez, él mismo contribuye al mantenimiento del vínculo coercitivo. Ni aun sojuzgado por semejante sistema pierde el esclavo su condición humana, es decir, la de un sujeto que no cede a impulsos ciegos, apelando en cambio a la razón para decidir entre alternativas.
El vínculo hegemónico se diferencia del contractual en el grado en que la voluntad del individuo puede influir sobre el curso de los acontecimientos. Desde el momento en que el interesado opta por integrarse en determinado orden hegemónico se convierte en instrumento del jerarca, dentro del ámbito del sistema y por el tiempo de su sometimiento. En tal cuerpo social sólo actúa el superior en la medida en que dirige la conducta de sus subordinados. La iniciativa de los tutelados se limita a optar entre la rebelión o la sumisión, la cual les convierte, como decíamos, en simples menores que nada resuelven por su cuenta.
En el marco de una sociedad contractual, los individuos intercambian ciertas cantidades de bienes y servicios de determinada calidad. Al optar por la sumisión bajo una organización hegemónica, el hombre ni recibe ni da nada concreto y definido. Se integra dentro de un sistema en el que ha de rendir servicios indeterminados, recibiendo a cambio aquello que el director tenga a bien asignarle. Está a merced del jefe. Sólo éste escoge libremente. Por lo que respecta a la estructura del sistema, carece de importancia que el jerarca sea un individuo o un grupo, un directorio; que se trate de un tirano demencial y egoísta o de un monarca benévolo y paternal.
Esas dos formas de cooperación reaparecen en todas las teorías sociales. Ferguson las percibía al contrastar las naciones belicosas con las de espíritu comercial[2]; Saint-Simon, al distinguir entre los pueblos guerreros y los industriales o pacíficos; Herbert Spencer, al hablar de sociedades de libertad individual y sociedades de estructura militarista[3]; Sombart tampoco ignoraba el tema, al diferenciar los héroes de los mercaderes[4]. Los marxistas distinguen la «amable organización» de la fabulosa sociedad primitiva y el paraíso socialista, por una parte, y la indecible degradación del capitalismo, por otra[5]. Los filósofos nazis diferenciaban la despreciable seguridad burguesa del heroico orden del caudillaje autoritario (Führertum). La valoración que uno u otro sistema merezca difiere según el sociólogo de que se trate. Pero todos admiten sin reservas el contraste señalado y todos proclaman que no es imaginable ni practicable una tercera solución.
La civilización occidental, al igual que la de los pueblos orientales más avanzados, es fruto de hombres que cooperaron bajo el signo de la coordinación contractual. Ciertamente, en algunas esferas, estas civilizaciones adoptaron también sistemas de estructura hegemónica. El estado como aparato de compulsión y coerción constituye por definición un orden hegemónico. Lo mismo sucede con la familia. Ahora bien, el rasgo característico de estas civilizaciones es la estructura contractual propia de la cooperación entre las diversas familias. En épocas pasadas prevaleció una casi completa autarquía y aislamiento económico entre los distintos grupos familiares. Pero cuando esa autosuficiencia económica fue sustituida por el cambio interfamiliar de bienes y servicios, la cooperación se basó en lazos contractuales en todas las naciones que comúnmente se consideran civilizadas. La civilización humana, tal como hasta ahora la conoce la experiencia histórica, es obra fundamentalmente de las relaciones contractuales.
Toda forma de cooperación humana y de mutualidad social es esencialmente un orden de paz y de arreglo conciliatorio de las discrepancias. En las relaciones internas de cualquier ente social, ya sea contractual, ya sea hegemónico, invariablemente ha de prosperar la paz. Donde hay conflictos violentos y mientras éstos duren, no puede haber cooperación ni vínculos sociales. Los partidos políticos que, en su afán de ver sustituido el sistema contractual por el hegemónico, denigran la decadente paz y la seguridad burguesa, exaltando el sentido heroico de la violencia y la lucha sangrienta, propugnando la guerra y la revolución como métodos eminentemente naturales de la relación humana, se contradicen a sí mismos. Sus utopías, en efecto, se nos ofrecen como emporios de paz. El Reich de los nazis y la sociedad marxista son comunidades donde reina paz inalterable. Se organizan sobre la base de «la pacificación», es decir, partiendo del sometimiento violento de cuantos no estén dispuestos a ceder sin resistencia. En un mundo contractual es posible la coexistencia de varios países. En un mundo hegemónico sólo es imaginable un Reich, un imperio, un dictador. El socialismo ha de optar entre implantar un orden hegemónico universal o renunciar a las ventajas que supone la división del trabajo en el ámbito mundial. Por eso es hoy tan «dinámico», o sea, tan agresivo, el bolchevismo ruso; como ayer lo fueron el nazismo alemán y el fascismo italiano. Bajo vínculos contractuales, los imperios se transforman en asociaciones libres de naciones autónomas. El sistema hegemónico tiende fatalmente a absorber cualquier estado que pretenda ser independiente.
La organización contractual de la sociedad es un orden legal y de derecho. Implica gobernar bajo el imperio de la ley (Rechtsstaat), a diferencia del estado social (Wohlfahrstaat) o estado paternal. El derecho, la legalidad, es aquel conjunto de normas que predeterminan la esfera dentro de la cual el individuo puede actuar libremente. En una sociedad hegemónica, por el contrario, en ningún ámbito puede el particular proceder de modo independiente. El estado hegemónico no conoce la ley ni el derecho; sólo existen órdenes, reglamentaciones, que el jerarca aplica inexorablemente a los súbditos según considera mejor y que puede modificar en cualquier momento. La gente sólo goza de una libertad: la de someterse al capricho del gobernante sin hacer preguntas.
Todas las categorías praxeológicas son eternas e inmutables, puesto que se hallan exclusivamente determinadas por la constitución lógica de la mente humana y por las condiciones naturales de la existencia del hombre. Tanto al actuar como al teorizar sobre la acción, el hombre no puede ni librarse de estas categorías ni rebasarlas. No le es posible realizar y ni siquiera concebir una acción distinta de la que estas categorías determinan. El hombre jamás podrá representarse una situación en la que no hubiera ni acción ni ausencia de acción. La acción no tiene antecedentes históricos; ninguna evolución conduce de la no acción a la acción; no hay etapas transitorias entre la acción y la no acción. Sólo existe el actuar y el no actuar. Y cuanto prediquemos categóricamente de la acción en general será rigurosamente válido para cada acción concreta.
La acción puede siempre emplear los números ordinales. En cambio, para que la misma pueda servirse de los cardinales y, consecuentemente, hacer uso del cómputo aritmético, deben concurrir determinadas circunstancias. Éstas emergen a lo largo de la evolución histórica de la sociedad contractual. De este modo se abrió el camino al cómputo y al cálculo para planear la acción futura y determinar los efectos producidos por acciones pasadas. Los números cardinales y las operaciones aritméticas son también categorías eternas e inmutables de la mente humana. Pero su aplicabilidad tanto a la acción futura como a la evaluación de los actos realizados sólo es posible si concurren particulares circunstancias, coyunturas que no se daban en las organizaciones primitivas, que sólo más tarde aparecieron y que tal vez un día desaparezcan.
El hombre, observando cómo se desenvuelve un mundo en el que era posible el cómputo y cálculo de la acción, pudo formular la praxeología y la economía. La economía es esencialmente una teoría sobre aquel campo de la acción en que se aplica o puede aplicarse el cálculo siempre que se den determinadas condiciones. Es de suma importancia, tanto para la vida humana como para el estudio de la acción, distinguir entre la acción calculable de la que no lo es. Es una nota típica de la civilización moderna el haber arbitrado un sistema que permite aplicar los métodos aritméticos a un amplio sector de actividades. A tal circunstancia alude la gente cuando califican de racional —adjetivo éste de dudosa validez— nuestra civilización.
El deseo de captar mentalmente y analizar los problemas que se plantean en un sistema de mercado en el que puede aplicarse el cálculo fue el punto de partida del pensamiento económico que luego condujo a la formulación de la praxeología general. Sin embargo, no es la consideración de este hecho histórico lo que hace necesario iniciar la exposición de un sistema completo de economía por el análisis de la economía de mercado y hacer preceder este análisis de un examen del problema del cálculo económico. No son razones de tipo histórico ni heurístico las que aconsejan este procedimiento, sino las exigencias de un rigor lógico y sistemático. Lo que sucede es que los problemas que nos interesan sólo toman cuerpo y cobran sentido dentro del marco de una economía de mercado capaz, por tanto, de calcular. Únicamente en hipotética y figurativa transposición se puede aludir a ellos cuando se quiere analizar otros sistemas de organización económica en los que el cálculo no resulta posible. El cálculo económico es el instrumento fundamental para comprender los problemas que comúnmente calificamos de económicos.