La acción humana es una conducta consciente, movilizada voluntad transformada en actuación, que pretende alcanzar precisos fines y objetivos; es una reacción consciente del ego ante los estímulos y las circunstancias del ambiente; es una reflexiva acomodación a aquella disposición del universo que está influyendo en la vida del sujeto. Estas paráfrasis tal vez sirvan para aclarar la primera frase, evitando posibles interpretaciones erróneas; aquella definición, sin embargo, resulta correcta y no parece precisar de aclaraciones ni comentarios.
El proceder consciente y deliberado contrasta con la conducta inconsciente, es decir, con los reflejos o involuntarias reacciones de nuestras células y nervios ante las realidades externas. Suele decirse que la frontera entre la actuación consciente y la inconsciente es imprecisa. Ello, sin embargo, tan sólo resulta cierto en cuanto a que a veces no es fácil decidir si determinado acto es de condición voluntaria o involuntaria. Pero, no obstante, la demarcación entre consciencia e inconsciencia resulta clara, pudiendo trazarse tajantemente la raya entre ambos mundos.
La conducta inconsciente de las células y los órganos fisiológicos es para el «yo» operante un dato más, como otro cualquiera, del mundo exterior que aquél debe tomar en cuenta. El hombre, al actuar, ha de considerar lo que acontece en su propio organismo, al igual que se ve constreñido a ponderar otras realidades, tales como, por ejemplo, las condiciones climatológicas o la actitud de sus semejantes. No cabe, desde luego, negar que la voluntad humana, en ciertos casos, es capaz de dominar las reacciones corporales. Resulta hasta cierto punto posible controlar los impulsos fisiológicos. Puede el hombre, a veces, mediante el ejercicio de su voluntad, superar la enfermedad, compensar la insuficiencia innata o adquirida de su constitución física y domeñar sus movimientos reflejos. En tanto ello es posible, se puede ampliar el campo de la actuación consciente. Cuando, teniendo capacidad para hacerlo, el sujeto se abstiene de controlar las reacciones involuntarias de sus células y centros nerviosos, tal conducta, desde el punto de vista que ahora nos interesa, ha de estimarse igualmente deliberada.
Nuestra ciencia se ocupa de la acción humana, no de los fenómenos psicológicos capaces de ocasionar determinadas actuaciones. Es ello precisamente lo que distingue y separa la teoría general de la acción humana, o praxeología, de la psicología. Esta última se interesa por aquellos fenómenos internos que provocan o pueden provocar determinadas actuaciones. El objeto de estudio de la praxeología, en cambio, es la acción como tal. Queda así también separada la praxeología del concepto psicoanalítico de subconsciente. El psicoanálisis, en definitiva, es psicología y no investiga la acción sino las fuerzas y factores que impulsan al hombre a actuar de una cierta manera. El subconsciente psicoanalítico es una categoría psicológica, no praxeológica. Que una acción sea fruto de clara deliberación o de recuerdos olvidados y deseos reprimidos que desde regiones, por decirlo así, subyacentes influyen en la voluntad, para nada afecta a la naturaleza del acto en cuestión. Tanto el asesino impelido al crimen por un impulso subconsciente (el id) como el neurótico cuya conducta aberrante carece de sentido para el observador superficial son individuos en acción, los cuales, al igual que el resto de los mortales, persiguen objetivos específicos. El mérito del psicoanálisis estriba en haber demostrado que la conducta de neuróticos y psicópatas tiene su sentido; que tales individuos, al actuar, no menos que los otros, también aspiran a conseguir determinados fines, aun cuando quienes nos consideramos cuerdos y normales tal vez reputemos sin base el raciocinio determinante de la decisión por aquéllos adoptada y califiquemos de inadecuados los medios escogidos para alcanzar los objetivos en cuestión. El concepto de «inconsciente» empleado por la praxeología y el concepto de «subconsciente» manejado por el psicoanálisis pertenecen a dos órdenes distintos de raciocinio, a diferentes campos de investigación. La praxeología, al igual que otras ramas del saber, debe mucho al psicoanálisis. Por ello es tanto más necesario trazar la raya que separa la una del otro.
La acción no consiste simplemente en preferir. El hombre puede sentir preferencias aun en situación en que las cosas y los acontecimientos resulten inevitables o, al menos, así lo crea el sujeto. Se puede preferir la bonanza a la tormenta y desear que el sol disperse las nubes. Ahora bien, quien sólo desea y espera no interviene activamente en el curso de los acontecimientos ni en la plasmación de su destino. El hombre, en cambio, al actuar, opta, determina y procura alcanzar un fin. De dos cosas que no pueda disfrutar al tiempo, elige una y rechaza la otra. La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar.
La mera expresión de deseos y aspiraciones, así como la simple enunciación de planes, pueden constituir formas de actuar, en tanto en cuanto de tal modo se aspira a preparar ciertos proyectos. Ahora bien, no se debe confundir dichas ideas con las acciones a las que las mismas se refieren. No equivalen a las actuaciones que anuncian, preconizan o rechazan. La acción es una cosa real. Lo que cuenta es la auténtica conducta del hombre, no sus intenciones si éstas no llegan a realizarse. Por lo demás, conviene distinguir y separar con precisión la actividad consciente del simple trabajo físico. La acción implica acudir a ciertos medios para alcanzar determinados fines. Uno de los medios generalmente empleados para conseguir tales objetivos es el trabajo. Pero no siempre es así. Basta en ciertos casos una sola palabra para provocar el efecto deseado. Quien ordena o prohíbe actúa sin recurrir al trabajo físico. Tanto el hablar como el callar, el sonreírse y el quedarse serio pueden constituir actuaciones. Es acción el consumir y el recrearse, tanto como el renunciar al consumo o al deleite que tenemos a nuestro alcance.
La praxeología, por consiguiente, no distingue entre el hombre «activo» o «enérgico» y el «pasivo» o «indolente». El hombre vigoroso que lucha diligentemente por mejorar su situación actúa al igual que el aletargado que, dominado por la indolencia, acepta las cosas tal como vienen. Pues el no hacer nada y el estar ocioso también constituyen actuaciones que influyen en la realidad. Dondequiera que concurren los requisitos precisos para que pueda tener lugar la interferencia humana, el hombre actúa, tanto si interviene como si se abstiene de intervenir. Quien soporta resignadamente cosas que podría variar actúa tanto como quien se moviliza para provocar una situación distinta. Quien se abstiene de influir en el funcionamiento de los factores instintivos y fisiológicos sobre los que podría interferir también actúa. Actuar no supone sólo hacer, sino también dejar de hacer aquello que podría ser realizado.
Se podría decir que la acción es la expresión de la voluntad humana. Ahora bien, no ampliamos con tal manifestación nuestro conocimiento, pues el vocablo «voluntad» no significa otra cosa que la capacidad del hombre para elegir entre distintas actuaciones, prefiriendo lo uno a lo otro y procediendo de acuerdo con el deseo de alcanzar la meta ambicionada y excluir los demás.
Consideramos de contento y satisfacción aquel estado del ser humano que no induce ni puede inducir a la acción. El hombre, al actuar, aspira a sustituir un estado menos satisfactorio por otro mejor. La mente presenta al actor situaciones más gratas, que éste, mediante la acción, pretende alcanzar. Es siempre el malestar el incentivo que induce al individuo a actuar[1]. El ser plenamente satisfecho carecería de motivo para variar de estado. Ya no tendría ni deseos ni anhelos; sería perfectamente feliz. Nada haría; simplemente viviría.
Pero ni el malestar ni el representarse un estado de cosas más atractivo bastan por sí solos para impeler al hombre a actuar. Debe concurrir un tercer requisito: advertir mentalmente la existencia de cierta conducta deliberada capaz de suprimir o, al menos, de reducir la incomodidad sentida. Sin la concurrencia de esa circunstancia, ninguna actuación es posible; el interesado ha de conformarse con lo inevitable. No tiene más remedio que someterse a su destino.
Tales son los presupuestos generales de la acción humana. El ser que vive bajo dichas condiciones es un ser humano. No es solamente homo sapiens, sino también homo agens. Los seres de ascendencia humana que, de nacimiento o por defecto adquirido, carecen de capacidad para actuar (en el sentido amplio del vocablo, no sólo en el legal), a efectos prácticos, no son seres humanos. Aunque las leyes y la biología los consideren hombres, de hecho carecen de la característica específicamente humana. El recién nacido no es un ser actuante; no ha recorrido aún todo el trayecto que va de la concepción al pleno desarrollo de sus cualidades humanas. Sólo al finalizar tal desarrollo se convertirá en sujeto de acción.
Suele considerarse feliz al hombre que ha conseguido los objetivos que se había propuesto. Más exacto sería decir que esa persona es ahora más feliz de lo que antes era. No cabe oponer, sin embargo, objeción a la costumbre de definir el actuar humano como la búsqueda de la felicidad.
Conviene, sin embargo, evitar errores bastante extendidos. En definitiva, la acción humana pretende invariablemente dar satisfacción al anhelo sentido por el actor. Sólo a través de individualizados juicios de valoración se puede ponderar la mayor o menor satisfacción personal, juicios que son distintos según los diversos interesados y, aun para una misma persona, diferentes según los momentos. Es la valoración subjetiva —con arreglo a la voluntad y al juicio propio— lo que hace a las gentes más o menos felices o desgraciadas. Nadie es capaz de dictaminar qué ha de proporcionar mayor bienestar al prójimo.
Tales afirmaciones en modo alguno afectan a la antítesis existente entre el egoísmo y el altruismo, el materialismo y el idealismo, el individualismo y el colectivismo, el ateísmo y la religión. Hay quienes sólo se interesan por su propio bienestar material. A otros, en cambio, las desgracias ajenas les producen tanto o más malestar que sus propias desventuras. Hay personas que no aspiran más que a satisfacer el deseo sexual, la apetencia de alimentos, bebidas y vivienda y demás placeres fisiológicos. No faltan, en cambio, seres humanos a quienes en grado preferente interesan aquellas otras satisfacciones usualmente calificadas de «superiores» o «espirituales». Existen seres dispuestos a acomodar su conducta a las exigencias de la cooperación social; y hay también quienes propenden a quebrantar las correspondientes normas. Para unos el tránsito terrenal es un camino que conduce a la bienaventuranza eterna; pero también hay quienes no creen en las enseñanzas de religión alguna y para nada las toman en cuenta.
La praxeología no se interesa por los objetivos últimos que la acción pueda perseguir. Sus enseñanzas resultan válidas para todo tipo de actuación, independientemente del fin a que se aspire. Es una ciencia que considera exclusivamente los medios, en modo alguno los fines. Manejamos el término felicidad en sentido meramente formal. Para la praxeología, el decir que «el único objetivo del hombre es alcanzar la felicidad» resulta pura tautología, porque, desde aquel plano, ningún juicio podemos formular acerca de lo que, concretamente, haya de hacer al hombre más feliz.
El eudemonismo y el hedonismo afirman que el malestar es el incentivo de toda actuación humana, procurando ésta, invariablemente, suprimir la incomodidad en el mayor grado posible, es decir, hacer al hombre que actúa un poco más feliz. La ataraxia epicúrea es aquel estado de felicidad y contentamiento perfecto al que tiende toda actividad humana, sin llegar nunca a alcanzarlo plenamente. Ante la perspicacia de tal constatación, pierde importancia el que la mayoría de los partidarios de dichas filosofías no advirtieran la condición meramente formal de los conceptos de dolor y placer, dándoles en cambio una significación sensual y materialista. Las escuelas teológicas, místicas y demás de ética heterónoma no acertaron a impugnar la esencia del epicureísmo por cuanto se limitaban a criticar su supuesto desinterés por los placeres más «elevados» y «nobles». Es cierto que muchas obras de los primeros partidarios del eudemonismo, hedonismo y utilitarismo se prestan a interpretaciones equívocas. Pero el lenguaje de los filósofos modernos, y más todavía el de los economistas actuales, es tan preciso y correcto, que ya no cabe confusión interpretativa alguna.
El método utilizado por la sociología de los instintos no es idóneo para llegar a comprender el problema fundamental de la acción humana. Dicha escuela, en efecto, clasifica los diferentes objetivos concretos a que tiende la acción humana suponiendo que ésta es impulsada hacia cada uno de ellos por un instinto específico. El hombre aparece como exclusivamente movido por instintos e innatas disposiciones. Se presume que tal planteamiento viene a desarticular, de una vez para siempre, las odiosas enseñanzas de la economía y de la filosofía utilitaria. Feuerbach, sin embargo, advirtió acertadamente que el instinto aspira siempre a la felicidad[2]. La metodología de la psicología y de la sociología de los instintos clasifica arbitrariamente los objetivos inmediatos de la acción y viene a ser una hipóstasis de cada uno de ellos. En tanto que la praxeología proclama que el fin de la acción es la remoción de cierto malestar, la psicología del instinto afirma que se actúa para satisfacer cierto impulso instintivo.
Muchos partidarios de tal escuela creen haber demostrado que la actividad no se halla regida por la razón, sino que viene originada por profundas fuerzas innatas, impulsos y disposiciones que el pensamiento racional no comprende. También creen haber logrado evidenciar la inconsistencia del racionalismo, criticando a la economía por constituir un «tejido de erróneas conclusiones deducidas de falsos supuestos psicológicos»[3]. Pero lo que pasa es que el racionalismo, la praxeología y la economía, en verdad, no se ocupan ni de los resortes que inducen a actuar ni de los fines últimos de la acción, sino de los medios que el hombre haya de emplear para alcanzar los objetivos propuestos. Por insondables que sean los abismos de los que emergen los instintos y los impulsos, los medios a que el hombre apela para satisfacerlos son fruto de consideraciones racionales que ponderan el coste, por un lado, y el resultado alcanzado, por otro[4].
Quien obra bajo presión emocional no por eso deja de actuar. Lo que distingue la acción impulsiva de las demás es que en estas últimas el sujeto contrasta más serenamente tanto el coste como el fruto obtenido. La emoción perturba las valoraciones del actor. Arrebatado por la pasión, el objetivo parece al interesado más deseable y su precio menos oneroso de lo que, ante un examen más frío, consideraría. Nadie ha puesto nunca en duda que incluso bajo un estado emocional los medios y los fines son objeto de ponderación, siendo posible influir en el resultado de tal análisis a base de incrementar el coste del ceder al impulso pasional. Castigar con menos rigor las infracciones criminales cometidas bajo un estado de excitación emocional o de intoxicación equivale a fomentar tales excesos. La amenaza de una severa sanción disuade incluso a las personas impulsadas por pasiones, al parecer, irresistibles.
Interpretamos la conducta animal suponiendo que los seres irracionales siguen en cada momento el impulso de mayor vehemencia. Al comprobar que el animal come, cohabita y ataca a otros animales o al hombre, hablamos de sus instintos de alimentación, de reproducción y de agresión y concluimos que tales instintos son innatos y exigen satisfacción inmediata.
Pero con el hombre no ocurre lo mismo. El ser humano es capaz de domeñar incluso aquellos impulsos que de modo más perentorio exigen atención. Puede vencer sus instintos, emociones y apetencias, racionalizando su conducta. Deja de satisfacer deseos vehementes para atender otras aspiraciones; no le avasallan aquéllos. El hombre no rapta a toda hembra que despierta su libido; ni devora todos los alimentos que le atraen; ni ataca a cuantos quisiera aniquilar. Tras ordenar en escala valorativa sus deseos y anhelos, opta y prefiere; es decir, actúa. Lo que distingue al homo sapiens de las bestias es, precisamente, eso, el que procede de manera consciente. El hombre es el ser capaz de inhibirse; que puede vencer sus impulsos y deseos; que tiene poder para refrenar sus instintos.
A veces los impulsos son de tal violencia que ninguna de las desventajas que su satisfacción implica resulta bastante para detener al individuo. Aun en este supuesto hay elección. El agente, en tal caso, prefiere ceder al deseo en cuestión[5].
Hubo siempre gentes deseosas de llegar a desentrañar la causa primaria, la fuente y origen de cuanto existe, el impulso generador de los cambios que acontecen; la sustancia que todo lo crea y que es causa de sí misma. La ciencia, en cambio, nunca aspiró a tanto, consciente de la limitación de la mente humana. El estudioso pretende ciertamente retrotraer los fenómenos a sus causas. Pero advierte que tal aspiración fatalmente tiene que acabar tropezando con muros insalvables. Hay fenómenos que no pueden ser analizados ni referidos a otros: son presupuestos irreductibles. El progreso de la investigación científica permite ir paulatinamente reduciendo a sus componentes cada vez mayor número de hechos que previamente resultaban inexplicables. Pero siempre habrá realidades irreductibles o inanalizables, es decir, presupuestos últimos o finales.
El monismo asegura no haber más que una sustancia esencial; el dualismo afirma que hay dos; y el pluralismo que son muchas. De nada sirve discutir estas cuestiones, meras disputas metafísicas insolubles. Nuestro actual conocimiento no nos permite dar a múltiples problemas soluciones universalmente satisfactorias.
El monismo materialista entiende que los pensamientos y las humanas voliciones son fruto y producto de los órganos corporales, de las células y los nervios cerebrales. El pensamiento, la voluntad y la actuación del hombre serían mera consecuencia de procesos materiales que algún día los métodos de la investigación física y química explicarán. Tal supuesto entraña también una hipótesis metafísica, aun cuando sus partidarios la consideren verdad científica irrebatible e innegable.
Muchas teorías han pretendido explicar, por ejemplo, la relación entre el cuerpo y el alma; pero, a fin de cuentas, no eran sino conjeturas huérfanas de toda relación con la experiencia. Lo más que puede afirmarse es que hay ciertas conexiones entre los procesos mentales y los fisiológicos. Pero, en verdad, es muy poco lo que concretamente sabemos acerca de la naturaleza y desarrollo de tales relaciones.
Ni los juicios de valor ni las efectivas acciones humanas se prestan a ulterior análisis. Podemos admitir que dichos fenómenos tienen sus causas. Pero en tanto no sepamos de qué modo los hechos externos —físicos y fisiológicos— producen en la mente humana pensamientos y voliciones que ocasionan actos concretos, tenemos que conformarnos con un insuperable dualismo metodológico. En el estado actual del saber, las afirmaciones fundamentales del positivismo, del monismo y del panfisicismo son meros postulados metafísicos, carentes de base científica y sin utilidad ni significado para la investigación. La razón y la experiencia nos muestran dos reinos separados: el externo, el de los fenómenos físicos, químicos y fisiológicos; y el interno, el del pensamiento, del sentimiento, de la apreciación y de la actuación consciente. Ningún puente conocemos hoy que una ambas esferas. Idénticos fenómenos exteriores provocan reflejos humanos diferentes y hechos dispares dan lugar a idénticas respuestas humanas. Ignoramos el porqué.
Ante esta situación no es posible ni aceptar ni rechazar las declaraciones esenciales del monismo y del materialismo. Creamos o no que las ciencias naturales logren algún día explicarnos la producción de las ideas, de los juicios de apreciación y de las acciones, del mismo modo que explican la aparición de una síntesis química como fruto necesario e inevitable de determinada combinación de elementos, mientras tanto no tenemos más remedio que conformarnos con el dualismo metodológico.
La acción humana provoca cambios. Es un elemento más de la actividad universal y del devenir cósmico. De ahí que sea un objeto legítimo de investigación científica. Y puesto que —al menos por ahora— no puede ser desmenuzada en sus causas integrantes, debemos considerarla como presupuesto irreductible, y como tal estudiarla.
Cierto que los cambios provocados por la acción humana carecen de trascendencia comparados con los efectos engendrados por las grandes fuerzas cósmicas. El hombre es un pobre grano de arena contemplado desde el ángulo de la eternidad y del universo infinito. Pero, para el individuo, la acción humana y sus vicisitudes son tremendamente reales. La acción constituye la esencia del hombre, el medio de proteger su vida y de elevarse por encima del nivel de los animales y las plantas. Por perecederos y vanos que puedan parecer, todos los esfuerzos humanos son, empero, de importancia trascendental para el hombre y para la ciencia humana.
La acción humana es siempre y necesariamente racional. Hablar de «acción racional» es un evidente pleonasmo y, por tanto, debe rechazarse tal expresión. Aplicados a los fines últimos de la acción, los términos racional e irracional no son apropiados y carecen de sentido. El fin último de la acción siempre es la satisfacción de algún deseo del hombre actuante. Puesto que nadie puede reemplazar los juicios de valor del sujeto en acción por los propios, es inútil enjuiciar los anhelos y las voliciones de los demás. Nadie está calificado para decidir qué hará a otro más o menos feliz. Quienes pretenden enjuiciar la vida ajena, o bien exponen cuál sería su conducta de hallarse en la situación del prójimo, o bien, pasando por alto los deseos y aspiraciones de sus semejantes, se limitan a proclamar, con arrogancia dictatorial, la manera en que el prójimo serviría mejor a los designios del propio crítico.
Es corriente denominar irracionales aquellas acciones que, prescindiendo de ventajas materiales y tangibles, tienden a alcanzar satisfacciones «ideales» o más «elevadas». En este sentido, la gente asegura, por ejemplo, —unas veces aprobando y otras desaprobando— que quien sacrifica la vida, la salud o la riqueza para alcanzar bienes más altos —como la lealtad a sus convicciones religiosas, filosóficas y políticas o la libertad y la grandeza nacional— viene impelido por consideraciones de índole no racional. La persecución de estos fines, sin embargo, no es ni más ni menos racional o irracional que la de otros fines humanos. Es erróneo suponer que el deseo de cubrir las necesidades perentorias de la vida o el de conservar la salud sea más racional, natural o justificado que el aspirar a otros bienes y satisfacciones. Cierto que la apetencia de alimentos y calor es común al hombre y a otros mamíferos y que, por lo general, quien carezca de manutención y abrigo concentrará sus esfuerzos en la satisfacción de esas urgentes necesidades sin, de momento, preocuparse mucho por otras cosas. El deseo de vivir, de salvaguardar la existencia y de sacar partido de toda oportunidad para vigorizar las propias fuerzas vitales es un rasgo característico de cualquier forma de ser viviente. Sin embargo, para el hombre no constituye un imperativo ineludible el doblegarse ante dichas apetencias.
Mientras todos los demás animales se ven inexorablemente impelidos a la conservación de su vida y a la proliferación de la especie, el hombre es capaz de dominar tales impulsos. Controla tanto su apetito sexual como su deseo de vivir. Renuncia a la vida si considera intolerables aquellas condiciones únicas bajo las cuales podría sobrevivir. Es capaz de morir por un ideal y también de suicidarse. Incluso la vida es para el hombre el resultado de una elección, o sea, de un juicio valorativo.
Lo mismo ocurre con el deseo de vivir en la abundancia. La mera existencia de ascetas y de personas que renuncian a los bienes materiales por amor a sus convicciones, o simplemente por preservar su dignidad e individual respeto, evidencia que el correr en pos de los placeres materiales en modo alguno resulta inevitable, siendo en cambio consecuencia de una precisa elección. La verdad, sin embargo, es que la inmensa mayoría de nosotros preferimos la vida a la muerte y la riqueza a la pobreza.
Es arbitrario considerar «natural» y «racional» únicamente la satisfacción de las necesidades fisiológicas y todo lo demás «artificial» y, por tanto, «irracional». El rasgo típicamente humano estriba en que el hombre no sólo desea alimento, abrigo y ayuntamiento carnal, como el resto de los animales, sino que aspira además a otras satisfacciones. Experimentamos necesidades y apetencias típicamente humanas, que podemos calificar de «más elevadas» comparadas con los deseos comunes al hombre y a los demás mamíferos[6].
Al aplicar los calificativos racional e irracional a los medios elegidos para la consecución de fines determinados, lo que se trata de ponderar es la oportunidad e idoneidad del sistema adoptado. Debe el mismo enjuiciarse para decidir si es o no el que mejor permite alcanzar el objetivo ambicionado. La razón humana, desde luego, no es infalible y, con frecuencia, el hombre se equivoca, tanto en la elección de medios como en su utilización. Una acción inadecuada al fin propuesto no produce el fruto esperado. La misma no se adapta a la finalidad perseguida, pero no por ello dejará de ser racional, pues se trata de un método originado en una deliberación razonada (aunque defectuosa) y de un esfuerzo (si bien ineficaz) por conseguir cierto objetivo. Los médicos que, hace cien años, empleaban para el tratamiento del cáncer unos métodos que los profesionales contemporáneos rechazarían, carecían, desde el punto de vista de la patología actual, de conocimientos bastantes y, por tanto, su actuación resultaba baldía. Ahora bien, no procedían irracionalmente; hacían lo que creían más conveniente. Es probable que dentro de cien años los futuros galenos dispongan de mejores métodos para tratar dicha enfermedad; en tal caso, serán más eficientes que nuestros médicos, pero no más racionales.
Lo opuesto a la acción humana no es la conducta irracional, sino la refleja reacción de nuestros órganos corporales al estímulo externo, reacción que no puede ser controlada a voluntad. Y cabe incluso que el hombre, en determinados casos, ante un mismo agente, responda simultáneamente por reacción refleja y por acción consciente. Al ingerir un veneno, el organismo apresta automáticamente defensas contra la infección; con independencia, puede intervenir la actuación humana administrando un antídoto.
Respecto del problema planteado por la antítesis entre lo racional y lo irracional, no hay diferencia entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. La ciencia siempre es y debe ser racional; presupone intentar aprehender los fenómenos del universo mediante una ordenación sistemática de todo el saber disponible. Sin embargo, como anteriormente se hacía notar, la descomposición analítica del fenómeno en sus elementos constitutivos antes o después llega a un punto del que ya no puede pasar. La mente humana es incluso incapaz de concebir un saber que no esté limitado por ningún dato último imposible de analizar y explicar. El sistema científico que guía al investigador hasta alcanzar el límite en cuestión resulta estrictamente racional. Es el dato irreductible el que puede calificarse de hecho irracional.
Está hoy en boga el menospreciar las ciencias sociales por el hecho de ser puramente racionales. La objeción más corriente que se formula contra la economía es la de que olvida la irracionalidad de la vida y del universo e intenta encuadrar en secos esquemas racionales y en frías abstracciones la variedad infinita de los fenómenos. Nada más absurdo. La economía, al igual que las demás ramas del saber, va tan lejos como puede, dirigida por métodos racionales. Alcanzado el límite, se detiene y califica el hecho con que tropieza de dato irreductible, es decir, de fenómeno que no admite ulterior análisis, al menos en el estado actual de nuestros conocimientos[7].
Las enseñanzas de la praxeología y de la economía son válidas para todo tipo de acción humana, independientemente de los motivos, causas y fines en que esta última se fundamente. Los juicios finales de valor y los fines últimos de la acción humana son hechos dados para cualquier forma de investigación científica y no se prestan a ningún análisis ulterior. La praxeología trata de los medios y sistemas adoptados para la consecución de los fines últimos. Su objeto de estudio son los medios, no los fines.
En este sentido hablamos del subjetivismo de la ciencia general de la acción humana; acepta como realidades insoslayables los fines últimos a los que el hombre aspira en su actuar; es enteramente neutral respecto a ellos, absteniéndose de formular juicio valorativo alguno. Lo único que le preocupa es determinar si los medios empleados son idóneos para la consecución de los fines propuestos. Cuando el eudemonismo habla de felicidad y el utilitarismo o la economía de utilidad, estamos ante términos que debemos interpretar de un modo subjetivo, en el sentido de que mediante ellos se pretende expresar aquello que el hombre, por resultarle atractivo, persigue al actuar. El progreso del moderno eudemonismo, hedonismo y utilitarismo consiste precisamente en haber alcanzado tal formalismo, contrario al antiguo sentido materialista de dichos modos de pensar; idéntico progreso ha supuesto la moderna teoría subjetivista del valor comparativamente a la anterior teoría objetivista propugnada por la escuela clásica. Y precisamente en tal subjetivismo reside la objetividad de nuestra ciencia. Por ser subjetivista y por aceptar los juicios de apreciación del hombre actuante como datos últimos no susceptibles de ningún examen crítico posterior, nuestra ciencia queda emplazada por encima de las luchas de partidos y facciones; no interviene en los conflictos que se plantean las diferentes escuelas dogmáticas y éticas; se aparta de toda idea preconcebida, de todo juicio o valoración; sus enseñanzas resultan universalmente válidas y ella misma es absoluta y plenamente humana.
El hombre actúa porque es capaz de descubrir relaciones causales que provocan cambios y mutaciones en el universo. El actuar implica y presupone la categoría de causalidad. Sólo quien contemple el mundo a la luz de la causalidad puede actuar. En tal sentido, se puede decir que la causalidad es una categoría de la acción. La categoría medios y fines presupone la categoría causa y efecto. Sin causalidad ni regularidad fenomenológica no sería posible ni el raciocinio ni la acción humana. Tal mundo sería un caos, en el cual el individuo se esforzaría vanamente por hallar orientación y guía. El ser humano incluso es incapaz de representarse semejante desorden universal.
No puede el hombre actuar cuando no percibe relaciones de causalidad. Pero esta afirmación no es reversible. En efecto, aun cuando conozca la relación causal, si no puede influir en la causa, el individuo tampoco puede actuar.
El análisis de la causalidad siempre consistió en preguntarse el sujeto: ¿Dónde y cómo debo intervenir para desviar el curso que los acontecimientos adoptarían sin esa mi interferencia capaz de impulsarlos hacia metas que satisfacen mejor mis deseos? En este sentido, el hombre se plantea el problema: ¿Quién o qué rige el fenómeno de que se trate? Busca la regularidad, la «ley», precisamente porque desea intervenir. Esta búsqueda fue interpretada por la metafísica con excesiva amplitud, como investigación de la última causa del ser y de la existencia. Siglos habían de transcurrir antes de que ideas tan exageradas y desorbitadas fueran reconducidas al modesto problema de determinar dónde hay o habría que intervenir para alcanzar este o aquel objetivo.
El enfoque dado al problema de la causalidad en las últimas décadas, debido a la confusión que algunos eminentes físicos han provocado, resulta poco satisfactorio. Confiemos en que este desagradable capítulo de la historia de la filosofía sirva de advertencia a futuros filósofos.
Hay mutaciones cuyas causas nos resultan desconocidas, al menos por ahora. Nuestro conocimiento, en ciertos casos, es sólo parcial, permitiéndonos únicamente afirmar que, en el 70 por 100 de los casos, A provoca B; en los restantes, C o incluso D, E, F, etc. Para poder ampliar esta fragmentaria información con otra más completa sería preciso que fuéramos capaces de descomponer A en sus elementos. Mientras ello no esté a nuestro alcance, habremos de conformarnos con una ley estadística; las realidades en cuestión, sin embargo, para nada afectan al significado praxeológico de la causalidad. El que nuestra ignorancia en determinadas materias sea total, o inutilizables nuestros conocimientos a efectos prácticos, en modo alguno supone anular la categoría causal.
Los problemas filosóficos, epistemológicos y metafísicos que la causalidad y la inducción imperfecta plantean caen fuera del ámbito de la praxeología. Interesa tan sólo a nuestra ciencia dejar sentado que, para actuar, el hombre ha de conocer la relación causal existente entre los distintos eventos, procesos o situaciones. La acción del sujeto provocará los efectos deseados sólo en aquella medida en que el interesado perciba tal relación. Es claro que al afirmar esto nos estamos moviendo en un círculo vicioso, pues sólo constatamos que se ha apreciado con acierto determinada relación causal cuando nuestra actuación, guiada por la correspondiente percepción, ha provocado el resultado esperado. Pero no podemos evitar este círculo vicioso precisamente en razón a que la causalidad es una categoría de la acción. Por tratarse de categoría del actuar, la praxeología no puede dejar de aludir al fundamental problema filosófico en cuestión.
Si tomamos el término causalidad en su sentido más amplio, la teleología puede considerarse como una rama del análisis causal. Las causas finales son las primeras de todas las causas. La causa de un hecho es siempre determinada acción o cuasi acción que apunta a un determinado objetivo.
Tanto el hombre primitivo como el niño, adoptando una postura ingenuamente antropomórfica, creen que los cambios y acontecimientos son consecuencias provocadas por la acción de un ente que procede en forma similar a como ellos mismos actúan. Creen que los animales, las plantas, las montañas, los ríos y las fuentes, incluso las piedras y los cuerpos celestes, son seres con sentimientos y deseos que procuran satisfacer. Sólo en una posterior fase de su desarrollo cultural renuncia el individuo a semejantes ideas animistas, reemplazándolas por una visión mecanicista del mundo. Los principios mecanicistas le resultan al hombre una guía tan certera que hasta llega a creer que, sirviéndose de ellos puede resolver todos los problemas que plantean el pensamiento y la investigación científica. El mecanicismo es, para el materialismo y el panfisicismo, la esencia misma del saber, y los métodos experimentales y matemáticos de las ciencias naturales son el único modo científico de pensar. Todos los cambios han de analizarse como movimientos regidos por las leyes de la mecánica.
Los partidarios del mecanicismo se despreocupan de los graves y aún no resueltos problemas relacionados con la base lógica y epistemológica de los principios de la causalidad y de la inducción imperfecta. A su modo de ver, la certeza de tales principios resulta indudable simplemente porque los mismos se cumplen. El que los experimentos de laboratorio provoquen los resultados predichos por la teoría y el que las máquinas en las fábricas funcionen del modo previsto por la tecnología demuestra, dicen, la solvencia de los métodos y descubrimientos de las modernas ciencias naturales. Aun admitiendo que la ciencia sea incapaz de brindarnos la verdad —y ¿qué es la verdad?—, no por eso deja de sernos de gran utilidad, ya que nos permite alcanzar los objetivos que perseguimos.
Ahora bien, precisamente cuando aceptamos ese pragmático punto de vista aparece la vacuidad del dogma panfísico. La ciencia, como más arriba se hacía notar, no ha logrado averiguar las relaciones existentes entre el cuerpo y la mente. Ningún partidario del ideario panfísico puede pretender que su filosofía se haya podido jamás aplicar a las relaciones interhumanas o a las ciencias sociales. A pesar de ello, no hay duda de que el principio según el cual el ego trata a sus semejantes como si fueran seres pensantes y actuantes al igual que él ha evidenciado su utilidad tanto en la vida corriente como en la investigación científica. Nadie es capaz de negar que tal principio se cumple.
No hay duda de que el considerar al semejante como ser que piensa y actúa como yo, el ego, ha provocado resultados satisfactorios; por otra parte, nadie cree que pudiera darse una verificación práctica semejante a cualquier postulado que predicara tratar al ser humano como se hace con los objetos de las ciencias naturales. Los problemas epistemológicos que la comprensión de la conducta ajena plantea no son menos arduos que los que suscitan la causalidad y la inducción incompleta. Se puede admitir que es imposible demostrar de modo concluyente la proposición que asegura que mi lógica es la lógica de todos los demás y la única lógica humana y que las categorías de mi actuar son las categorías de la actuación de todos los demás, así como de la acción humana en general. Ello no obstante, el pragmático debe recordar que tales proposiciones funcionan tanto en la práctica como en la ciencia, y el positivista no debe desconocer el hecho de que, al dirigirse a sus semejantes, presupone —tácita e implícitamente— la validez intersubjetiva de la lógica y, por tanto, la existencia del mundo del pensamiento y de la acción del alter ego de condición indudablemente humana[8].
Pensar y actuar son rasgos específicos del hombre y privativos de los seres humanos. Caracterizan al ser humano aun independientemente de su adscripción a la especie zoológica homo sapiens. No es propiamente el objeto de la praxeología la investigación de las relaciones entre el pensamiento y la acción. Le basta dejar sentado que no hay más que una lógica inteligible para la mente y que sólo existe un modo de actuar que merezca la calificación de humano y resulte comprensible para nuestra inteligencia. El que existan o puedan existir en algún lugar seres —sobrehumanos o infrahumanos— que piensen y actúen de modo distinto al nuestro es un tema que desborda la capacidad de la mente humana. Nuestro esfuerzo intelectual debe contraerse al estudio de la acción humana.
Esta acción humana, que está inextricablemente ligada con el pensamiento, viene condicionada por un imperativo lógico. No le es posible a la mente del hombre concebir relaciones lógicas que contrasten con su propia estructura lógica. E igualmente imposible le resulta concebir un modo de actuar cuyas categorías diferirían de las categorías determinantes de nuestras propias acciones.
El hombre sólo puede acudir a dos órdenes de principios para aprehender mentalmente la realidad; a saber: los de la teleología y los de la causalidad. Lo que no puede encuadrarse dentro de una de estas dos categorías resulta impenetrable para la mente. Un hecho que no se preste a ser interpretado por uno de esos dos caminos resulta para el hombre inconcebible y misterioso. El cambio sólo puede concebirse como consecuencia, o bien de la operación de la causalidad mecánica, o bien de una conducta deliberada; para la mente humana no cabe una tercera solución[9]. Es cierto que la teleología, según antes se hacía notar, puede ser enfocada como una variante de la causalidad. Pero ello no anula las esenciales diferencias existentes entre ambas categorías.
La visión panmecanicista del mundo está abocada a un monismo metodológico; reconoce sólo la causalidad mecánica porque sólo a ella atribuye valor cognoscitivo o al menos un valor cognoscitivo más alto que a la teleología. Es una superstición metafísica. Ambos principios de conocimiento —la causalidad y la teleología—, debido a la limitación de la razón humana, son imperfectos y no nos aportan información plena. La causalidad supone un regressus in infinitum que la razón no puede llegar a agotar. La teleología flaquea en cuanto se le pregunta qué mueve al primer motor. Ambos métodos abocan a datos irreductibles que no cabe analizar ni interpretar. La razón y la investigación científica nunca pueden aportar sosiego pleno a la mente, certeza apodíctica, ni perfecto conocimiento de todas las cosas. Quien aspire a ello debe entregarse a la fe e intentar tranquilizar la inquietud de su consciencia abrazando un credo o una doctrina metafísica.
Sólo apartándonos del mundo de la razón y de la experiencia podemos llegar a negar que nuestros semejantes actúan. No podemos escamotear este hecho recurriendo a prejuicios en boga o a una opinión arbitraria. La experiencia cotidiana no sólo patentiza que el único método idóneo para estudiar las circunstancias de nuestro alrededor no-humano es aquél que se ampara en la categoría de causalidad, sino que, además, acredita, y de modo no menos convincente, que nuestros semejantes son seres que actúan como nosotros mismos. Para comprender la acción sólo podemos recurrir a un método de interpretación y análisis: el que parte del conocimiento y examen de nuestra propia conducta consciente.
El estudio y análisis de la acción ajena nada tiene que ver con el problema de la existencia del espíritu, del alma inmortal. Las críticas esgrimidas por el empirismo, el conductismo y el positivismo contra las diversas teorías del alma para nada afectan al tema que nos ocupa. La cuestión debatida se reduce a determinar si se puede aprehender intelectualmente la acción humana negándose a considerarla como una conducta sensata e intencionada que aspira a la consecución de específicos objetivos. El behaviorismo (conductismo) y el positivismo pretenden aplicar los métodos de las ciencias naturales empíricas a la acción humana. La interpretan como respuesta a estímulos. Tales estímulos, sin embargo, no pueden explicarse con arreglo a los métodos de las ciencias naturales. Todo intento de describirlos ha de contraerse forzosamente al significado que les atribuye el hombre que actúa. Podemos calificar de «estímulo» la oferta de un producto en venta. Pero lo típico de tal oferta, lo que la distingue de todas las demás, sólo puede comprenderse ponderando la significación que al hecho atribuyen las partes interesadas. Ningún artificio dialéctico logra, como por arte de magia, escamotear el que el deseo de alcanzar ciertos fines es el motor que induce al hombre a actuar. Tal deliberada conducta —la acción— constituye el objeto principal de nuestra ciencia. Ahora bien, al abordar el tema, forzosamente hemos de tomar en cuenta el significado que el hombre que actúa confiere tanto a la realidad dada como a su propio comportamiento en relación con esta situación.
No interesa al físico investigar las causas finales, por cuanto no parece lógico que los hechos que constituyen el objeto de estudio de la física puedan ser fruto de la actuación de un ser que persiga fines al modo de los humanos. Pero tampoco debe el praxeólogo descuidar la mecánica de la volición y la intencionalidad del hombre al actuar por el hecho de que constituyen meras realidades dadas. Si así lo hiciera, dejaría de estudiar la acción humana. Con frecuencia, tales hechos pueden ser analizados a un tiempo desde el campo de la praxeología y desde el de las ciencias naturales. Ahora bien, quien se interesa por el disparo de un arma de fuego como fenómeno físico o químico no es un praxeólogo: descuida precisamente aquellos problemas que la ciencia de la conducta humana deliberada pretende esclarecer.
Buena prueba de que sólo hay dos vías —la de la causalidad y la de la teleología— para la investigación humana la proporcionan los problemas que se plantean en torno a la utilidad de los instintos. Hay conductas que ni pueden ser satisfactoriamente explicadas amparándose exclusivamente en los principios causales de las ciencias naturales ni tampoco se las puede encuadrar entre las acciones humanas de índole consciente. Para comprender tales actuaciones nos vemos forzados a dar un rodeo y, asignándoles la condición de cuasi acciones, hablamos de instintos útiles.
Observamos dos cosas: primero, la tendencia específica de todo organismo con vida a responder ante estímulos determinados de forma regular; segundo, los buenos efectos que el proceder de esta suerte provoca por lo que se refiere a la vigorización y mantenimiento de las fuerzas vitales del organismo. Si pudiéramos considerar esta conducta como el fruto de una aspiración consciente a alcanzar específicos fines, la consideraríamos acción y la estudiaríamos de acuerdo con el método teleológico de la praxeología. Pero, al no hallar en tal proceder vestigio alguno de mente consciente, concluimos que un factor desconocido —al que denominamos instinto— fue el agente instrumental. En tal sentido suponemos que es el instinto lo que gobierna la cuasi deliberada conducta animal, así como las inconscientes, pero no por eso menos útiles, reacciones de nuestros músculos y nervios. Ahora bien, el hecho de que personalicemos a este desconocido elemento de la conducta como una fuerza y le llamemos instinto en nada amplía nuestro saber. Nunca debemos olvidar que con la palabra instinto no hacemos más que marcar la frontera que nuestra investigación científica es incapaz de trasponer, al menos por ahora.
La biología ha logrado descubrir una explicación «natural», es decir, mecanicista, para muchos procesos que en otros tiempos se atribuían a la acción instintiva. Subsisten, sin embargo, múltiples realidades que no pueden ser consideradas meras reacciones a estímulos químicos o mecánicos. Los animales adoptan actitudes que sólo pueden explicarse suponiendo la intervención de un agente dirigente que dicte las mismas a aquéllos. Es vana la pretensión del behaviorismo de estudiar la acción humana desde fuera de la misma, con arreglo a los métodos de la psicología animal. La conducta animal, tan pronto como rebasa los procesos meramente fisiológicos, tales como la respiración y el metabolismo, sólo puede analizarse recurriendo a los conceptos intencionales elaborados por la praxeología. El behaviorista aborda el tema partiendo del humano concepto de intención y logro. Recurre torpemente en su estudio a los conceptos de utilidad y perjudicialidad. Cuando rehúye toda expresa referencia a la actuación consciente, a la búsqueda de objetivos precisos, sólo logra engañarse a sí mismo; mentalmente trata de hallar fines por doquier, ponderando todas las actuaciones con arreglo a un imperfecto patrón utilitario. La ciencia de la conducta humana —en la medida en que no es mera fisiología— tiene que referirse al significado y a la intencionalidad. A este respecto, ninguna ilustración nos brinda la observación de la psicología de los brutos o el examen de las inconscientes reacciones del recién nacido. Al contrario, sólo recurriendo al auxilio de la ciencia de la acción humana se puede comprender la psicología animal y la infantil. Sin acudir a las categorías praxeológicas es imposible concebir y entender la acción de animales y niños.
La contemplación de la conducta instintiva de los animales llena al hombre de estupor, suscitándole interrogantes a los que nadie ha podido responder satisfactoriamente. Ahora bien, el que los animales y las plantas reaccionen en forma cuasi deliberada no debe parecemos ni más ni menos milagroso que la capacidad del hombre para pensar y actuar o la sumisión del universo inorgánico a las funciones que la física reseña o la realidad de los procesos biológicos que en el mundo orgánico se producen. Son hechos todos ellos milagrosos, en el sentido de que se trata de fenómenos irreductibles para nuestra capacidad investigadora.
Este dato último es eso que denominamos instinto animal. El concepto de instinto, al igual que los de movimiento, fuerza, vida y consciencia, no es más que un nuevo vocablo para designar un fenómeno irreductible. Pero, por sí, ni nos «explica» nada ni nos orienta hacia causa alguna próxima o remota[10].
Para evitar todo posible error en torno a las categorías praxeológicas parece conveniente resaltar una realidad en cierto modo perogrullesca.
La praxeología, como las ciencias históricas, trata de la acción humana intencional. Si menciona los fines, entiende los fines que persigue el hombre al actuar; si alude a intencionalidad, se refiere al sentido que el hombre, al actuar, imprime a sus acciones.
Praxeología e historia son manifestaciones de la mente humana y, como tales, se hallan condicionadas por la capacidad intelectual de los mortales. Ni la praxeología ni la historia pretenden averiguar las intenciones de una mente absoluta y objetiva ni el sentido objetivo inherente al curso de los acontecimientos y la evolución histórica; ni los planes que Dios, la Naturaleza, el Weltgeist o el Destino puedan pretender plasmar a través del universo y la humanidad. Aquellas disciplinas nada tienen en común con la denominada filosofía de la historia. No aspiran a ilustrarnos acerca del sentido objetivo, absoluto y cierto de la vida y la historia, contrariamente a lo que pretenden las obras de Hegel, Comte, Marx y legión de otros escritores[11].
Algunas filosofías recomendaron al hombre, como fin último, renunciar totalmente a la acción. Consideran la vida como un mal que sólo proporciona a los mortales pena, sufrimiento y angustia, y niegan resueltamente que cualquier esfuerzo humano consciente pueda hacerla más tolerable. Sólo aniquilando la consciencia, la volición y la vida es posible alcanzar la felicidad. El camino único que conduce a la salvación y a la bienaventuranza exige al hombre transformarse en un ser perfectamente pasivo, indiferente e inerte como las plantas. El bien supremo consiste en rehuir tanto el pensamiento como la acción.
Tales son en esencia las enseñanzas de diversas filosofías indias, especialmente el budismo, así como del pensamiento de Schopenhauer. La praxeología no se interesa por tales doctrinas. La posición de nuestra ciencia es totalmente neutral ante todo género de juicio valorativo y la elección de los fines últimos. La misión de la praxeología no es aprobar ni condenar, sino describir la realidad.
La praxeología pretende analizar la acción humana. Se ocupa del hombre que efectivamente actúa; nunca de un supuesto ser humano que, a modo de planta, llevaría una existencia meramente vegetativa.