8

En torno a 1220

Las conversaciones que mantuvo fueron de vital importancia para los acuerdos a los que llegó don Fernando posteriormente. Esto era algo que en la corte todos sabían, pero doña Beatriz necesitaba el reconocimiento de su suegra, porque el esfuerzo había sido ingente, sobre todo teniendo en cuenta que prácticamente acababa de llegar a Castilla.

Durante varios meses posteriores a estos hechos, la alemana vagaba por los corredores con el fin de toparse con la reina por ventura y que ésta se viera obligada a decirle algo. Nunca lo hizo, lo cual le dolía en el alma. Por aquella época, además, había descubierto que el santurrón de su esposo yacía con otras mujeres en el propio castillo, tal y como lo había hecho su padre don Alfonso IX, el Baboso. Pero una princesa no podía sobresaltarse. Una princesa se metía en su alcoba y mordía la almohada para sofocar los sollozos. Un día, la encontró así su esposo don Fernando. Como no pudo consolarla, pidió a su madre que fuera a verla.

—¿Os ocurre algo? —preguntó doña Berenguela.

Doña Beatriz estaba especialmente sensible aquel día. Así que se limpió las lágrimas y decidió que no se andaría con más diplomacias. Dijo:

—Me ocurre que parece ser que yo aquí soy sólo una vaca. Una vaca para ser cubierta por el toro de vuestro hijo.

Doña Berenguela la escrutó fijamente durante un rato. Respondió con mucha flema:

—Tenéis rabia.

—¡Y me ocurre que el toro de vuestro hijo yace con otras mujeres! —dijo de pronto, y miró a doña Berenguela, esperando la sorpresa y una mínima alteración en su rostro.

Pero doña Berenguela no movió ni una sola pestaña.

—¡He dicho que el santo de vuestro hijito se acuesta con putas! —repitió.

—Lo sé —dijo la reina madre.

—¿Lo sabéis? ¿Lo sabéis y no hacéis nada para remediarlo?

—Nada, hija de Dios.

—¡No me llaméis hija de Dios! ¡Soy hija de Felipe, rey de romanos, nada más y nada menos, que pugnó, años atrás, por el título imperial germánico con Otón IV de Brunswick! —Se sorbió los mocos—. ¡Último emperador! ¡Mil veces más ilustre que vos! ¡Eso es lo que os duele! ¡Y lo que es más: nieta de «otros dos» emperadores, uno de Occidente y otro de Oriente; y sobrina del emperador de Alemania y del emperador de Constantinopla y prima hermana de «un quinto» emperador, Federico II de Sicilia, de cuya corte me arrancasteis para convertirme en...!

Doña Berenguela seguía mirándola sin inmutarse.

—¡¿En qué?! —gritó de pronto.

—¡En vaca!

—La rabia es mala —volvió a decir la otra, esta vez muy bajito—. Es hija del sobresalto y no engendra nada más que rencor. No engendra hijos. Y vos estáis aquí para engendrar hijos.

Aquello fue demasiado. A doña Beatriz se le humedecieron los ojos y por fin prorrumpió en llanto.

—¡No soy una vaca! —sollozaba, y las lágrimas se le colaban por la comisura de la boca, saladas y reconfortantes—. ¡No soy una vaca!

—Ante todo no os pongáis histérica; se os puede desplazar el útero y entonces estaríamos perdidos...

—¡Insensible! —gritó la otra—. ¡Vieja insensible! ¡Frígida! ¡Tenéis hielo en las venas!

—En cuanto a lo de ser vaca —prosiguió la reina madre sin inmutarse—, lo sois, hija de Dios, como todas aquí y también allá, en tu tierra de Suabia. ¿O es que os habíais pensado que veníais de vacaciones? —Y a continuación se puso a enumerar con los dedos—. Miradme a mí, vaca de Castilla...

—¡Vuestro propio esposo va diciendo por ahí que no os ha visto ni el ombligo! ¡No sé ni cómo habéis podido engendrar cuatro hijos!

Pero doña Berenguela seguía con su enumeración:

—... me cruzaron con un toro de León; a mi hermana Blanca, con uno de Francia; a mi otra hermana, Urraca, con uno de Portugal, y a Leonor con el de Aragón... Todas vacas de buen linaje, sí, señor, que soportaron el peso del toro, que diga, del rey, noche tras noche, porque había que «fabricar» un heredero, ¿qué os aqueja? —La miró con cierta dulzura—. Pero puesto que os veo muy alterada, y, como digo, no desearía que se os desplace el útero, puedo hacer algo..., dos cosas por vos —dijo.

Doña Beatriz se calmó un poco. Por un momento, sintió renacer una esperanza en su corazón. Era la primera vez que su suegra le hacía un ofrecimiento.

—¿Sí...? —dijo.

—¿Os acordáis de las normas? —preguntó doña Berenguela—. ¿Os acordáis de que os dije que teníais que estar apartada de vuestro esposo en las noches que preceden los domingos y los días de fiesta... —se aclaró la garganta— debido a la «solemnidad»?

La otra no contestó.

—Bueno, pues, olvidaos. Lo he consultado con las altas jerarquías religiosas y estamos convencidos de que... —la miró de arriba abajo—, en vuestro caso concreto, el Señor no se molestará si no las acatáis.

—Gracias —dijo doña Beatriz sorbiéndose los mocos.

Su suegra sonrió levemente:

—De nada —dijo. Entonces se inclinó y le susurró al oído—: La segunda cosa que puedo hacer por vos es acondicionaros una estancia para que espiéis todo lo que hace vuestro esposo con esas mujeres...

Pero doña Beatriz fue incapaz de aceptar semejante ofrecimiento. Días después, al amanecer, le despertó el ruido de la carreta de amapolas que llegaba de las puertas. Abrió los ojos de golpe y se pegó un susto de muerte: doña Berenguela estaba ahí, inclinada sobre ella con una palmatoria en la mano, contemplándola. Tenía un dedo posado en su vientre y la palpaba de arriba abajo. Susurraba: Tiene los párpados y los pómulos hinchados, los ojos brillantes, los pechos más grandes y le huele el aliento a lechuga podrida. Podría ser que ya...

Luego se marchó sigilosamente, una sombra alargada que repta por las paredes del castillo. Doña Beatriz permaneció un rato jadeante: ¿había sido un sueño? ¿Había dicho «aliento a lechuga podrida»? No podía ser..., ¿estaría perdiendo la cabeza?

Después de comer se encontraron junto a la puerta de la biblioteca. Durante un rato se escrutaron en silencio, olisqueándose como perras; en un momento dado, doña Beatriz tuvo la grata sensación de que por fin su suegra había decidido decirle algo sobre sus gestiones, porque se mostraba especialmente sonriente y feliz. No lo hizo; la alemana, azorada, se vio obligada a romper el silencio contando lo primero que se le vino a la cabeza.

—Nos hemos comprometido a ceder la tenencia vitalicia de Guipúzcoa al rey de Navarra, pero a cambio hemos conseguido que Álava y Vizcaya queden de nuestra parte.

—Estupendo —contestó doña Berenguela sin moverse del sitio. Su indiferencia se clavaba en las carnes de doña Beatriz como el pinchazo de un arzón.

—Como sabéis es un gran logro nuestro, bueno..., mío...

—Un logro digno de admiración, sin duda. Y ahora ruego que me disculpéis, estoy ocupada con un asunto mucho más importante...

Un poco después, mientras doña Beatriz se cepillaba el cabello en su alcoba con la vista puesta en la ventana, volvió a ver a su suegra. Estaba junto a una charca del huerto de los ciruelos, la saya arremangada por encima de las rodillas, dejando al descubierto unos muslos blancos y abundantes; intentaba atrapar entre los juncos un animal que se le escurría una y otra vez de la mano. De hecho, en uno de los intentos, casi se cae al agua. Al rato desapareció con dirección a la entrada del castillo. «Ése es el asunto importante que la tiene ocupada...», pensó su nuera.

No le dio tiempo a pensar más, porque, en ese instante, su suegra irrumpió en la habitación. En una mano tenía un animal y en la otra una escudilla.

—¡Ya tengo una! —gritó a voz en cuello—, y es macho.

De pronto una rana saltó al suelo. Ante los ojos atónitos de la alemana, doña Berenguela la persiguió por toda la habitación hasta atraparla. Hacía croc, croc.

Suegra y nuera volvieron a mirarse en silencio. Doña Berenguela emitía un olor fétido a charca.

—¿Una rana? —dijo doña Beatriz, extrañada.

—Quiero vuestra orina —contestó la otra extendiéndole la escudilla, los ojos chispeantes de emoción—, la primera de la mañana.

De nuevo, doña Beatriz, que no entendía nada, tuvo que buscar consuelo en su esposo don Fernando.

—Creo que se está volviendo loca —le confesó.

—Tiene murciélagos en el cerebro desde niña —la excusó don Fernando—, hay que entenderla...

—¡Murciélagos! —bramó la alemana—. ¡Nadie tiene murciélagos en el cerebro, no seáis ignorante! O acaso vos también lo pensáis... ¡No veis que lo que tiene son jaquecas, simples migraneas que se curan con polvo de jaspe belinniz! Además, ¡si fueran sólo murciélagos! Ahora también son ranas...

Le contó que su madre había estado atrapando ranas en la huerta, y también que le había pedido su orina de la mañana. Don Fernando escuchó en silencio, sonriente. Por fin dijo:

—Entregadle la orina para que se quede tranquila. Sólo va a haceros una prueba. Es una práctica muy común en Castilla: se inyecta bajo la piel de la rana orina de la mujer; si la mujer está preñada, la rana desova en veinticuatro horas.

En los meses posteriores a estos hechos, doña Beatriz casi se vuelve tarumba. Por supuesto, tuvo que pasar por la prueba de la rana, que, para gran decepción de su suegra, no sólo no desovó, sino que se escapó y puso en danza a todas las doncellas de la corte. Pero lo de la rana no fue lo peor; cada vez estaba más claro que aquellos insectos que había visto nada más llegar a la corte se habían multiplicado por mil, pues se los encontraba por todas partes, incluso en su propia cama, y creía morirse del asco.

Además —y esto era lo peor—, seguía oyendo la respiración de su suegra cuando yacía con su esposo. Pero ahora no era sólo su respiración ni sus pasos; eran frases, comentarios. Cuando estaba en el momento álgido, un grito rajaba el silencio de la noche: ¡Abre las piernas, hija de Dios, ábrete más que así no penetra!

O cuando ya había concluido: Ea, otra vez, no te relajes, que la experiencia dice que mejor una que dos. ¡Y no améis con tanto ardor! Una mujer que goza es una tormenta en un vaso.

Y claro, así no había quien pudiera. Se sentaba jadeante sobre la cama, buscando con la mirada por toda la habitación. Don Fernando, que no oía nada, le decía que estaba obsesionada por el deseo de ser madre. En cuanto al hijo, ya llegaría.

Pero no llegaba. Pasaban los meses y doña Beatriz sentía la presión de su suegra como el peso de un muro en sus espaldas: oía croc por todas partes; una vez soñó que daba a luz a una rana.

Por fin, un día de marzo, después de hacerse explorar por una comadrona, tuvo la confirmación de su gravidez. Lo primero que hizo después de bajarse las faldas fue ir a ver a su suegra. Esta se hallaba en la huerta, regando los ciruelos con místico arrobo.

—Hay algo más que debéis saber —dijo doña Beatriz luchando por contener su gozo.

La otra permaneció en silencio. Cortaba las hojitas secas y acariciaba las tiernas con las yemas de los dedos.

—Estoy encinta —soltó doña Beatriz—. Todavía no lo sabe el rey..., creí que debíais ser vos la primera en saberlo.

Doña Berenguela esponjó las aletillas de la nariz, sus labios se apretaron y detuvo las manos. Entonces, se giró lentamente. Su rostro permanecía rígido, glacial, libre de toda excitación, pero a doña Beatriz le pareció que una ráfaga fugaz pasaba por sus ojos.

—¡Decidme algo!

—Lo sé —dijo la otra por fin, y abrió la boca para decir algo más, pero no lo hizo. Tenía la vista puesta en el calzado de su nuera, unos hermosos escarpines de suela alta y escote en V, con los que acababa de aplastar una langosta.

—¡Lo sabéis! —dijo doña Beatriz—. Oh, sí, olvidé que vos sabéis todo, o casi todo. Porque, vamos a ver, ¿qué es el amor, la consideración hacia el prójimo? ¿Qué es la ternura?

Doña Berenguela volvió a esponjar las aletas de la nariz, pero seguía sin contestar, como recriminando con su mudez la falta de dominio de su nuera.

—No contestáis. Imposible que un trozo de hielo como vos conteste. Pues os lo diré yo: la ternura es un nudo en la garganta. El que yo tengo ahora y quería compartir con vos. Pero ya veo que es imposible...

—Ese calzado... —dijo la reina madre con un gallito.

Doña Beatriz se miró los pies.

—¡Qué!

—¿Quién..., quién os lo dio?

—¡Me lo regalaron aquí, nada más llegar a Castilla! ¿Es todo lo que se os ocurre decirme en este momento?

—Es demasiado..., como decir..., ¿osado? No creo que sea digno de una reina.

Por la tarde, al pasar por la habitación de doña Beatriz, la reina madre oyó que ésta lloraba, suavemente, sin violencia. Quiso entrar, pero luego pensó que era mejor no molestar a la gente en momentos tan íntimos. Así que se quedó paralizada ante la puerta, sin saber qué hacer.

Como un pedrusco, o tal vez como un pedazo de hielo. O como un insecto pegado a una rama.