Autillo de Campos, Palencia, 1217
Porque eran tiempos confusos de misterios insondables e ignorancia, en donde el hombre luchaba por comprender su existencia, aunque no sabía cómo; tiempos de arbotantes y herejía y de cosas naturales y confusas, estúpidas como el aire; tiempos de cielos surcados por plagas y caballos apocalípticos en los que Dios arrojaba luz, pero también mucha sombra.
Entre la resignación y la luz, estaba el mundo; más allá, representadas en viejos mapas de pergamino coloreados, entre mares verdes y continentes amarillentos de límites brumosos, Irlanda, Escocia, Noruega eran tierras de barbarie. Stupor mundi. Bestias que emergen del mar con la boca llena de blasfemias. En el mundo conocido se construían catedrales y se reconquistaban territorios en el nombre de Dios, y, sin embargo, los hombres eran incapaces de comprender nada. Admiraban esos monstruos construidos con sus propias manos y bebían la sangre del Cristo Redentor, pero el ojo seguía buscando algo en los confines del horizonte.
Para no enemistarse con los que tenían el poder militar y podían crear problemas en el caso de nuevo ataque de los moros, doña Berenguela acabó cediendo la regencia de su hermano a don Álvar Núñez de Lara, ricohombre que tenía su propia esfera de poder y sus vasallos. Pero la ambición de este magnate llevó al reino a la guerra civil entre las dos grandes familias clan que existían en el momento: los Lara y los Haro.
El enfrentamiento terminó con una nueva muerte: mientras el joven rey don Enrique jugaba con otros donceles en el casón del señor obispo de Palencia, le cayó una teja en la cabeza que acabó con su vida.
La reina no tardó en enterarse. Estaba cerca, en la fortaleza de Autillo de Campos, propiedad de un amigo noble, doblada sobre una mesa, absorta, tratando de encontrar la mejor manera de dirimir el problema de la guerra civil con su curia (entre cuyos miembros estaba el arzobispo), cuando le comunicaron la noticia.
—Hay algo que debéis saber —le susurró un noble al oído.
Doña Berenguela sintió en sus carnes la cuchillada de la intuición: algo terrible le había ocurrido a su hermano; eran los ricoshombres, le habían asesinado y estaba a punto de escucharlo. Otra muerte más. Se incorporó. Tenía un revoloteo de pájaros en el interior de sus ojos. Animales que habitaban su cabeza.
—Ahora no tengo tiempo para escuchar nada —dijo sin alzar la vista.
—Es importante...
—Decidme lo que tengáis que decirme con rapidez y concisión. No tengo toda la vida...
Estaba muerto, aunque no le habían asesinado. Al menos no exactamente. Había ocurrido un accidente mientras jugaba con otros donceles. Una teja se desprendió sobre la cabeza del rey, que quedó tendido en el suelo. Buscaron al mejor físico, le practicaron una trepanación craneal y, a pesar de que la operación fue un éxito, Enrique había muerto. Núñez de Lara ordenó trasladar y esconder el cadáver en el cercano castillo de Tariego, una de cuyas torres se habilitó para cámara mortuoria.
—Ya.
—Lo lamentamos muchísimo, su majestad.
El rostro de doña Berenguela no dejó entrever emoción alguna. Parecía absorta, dedicada a contemplar el suelo: ¿qué tipo de insectos eran aquellos que andaban por ahí? Se amontonaban en una esquina y permanecían inmóviles. Una inmovilidad violenta. Mentalmente, aisló uno de ellos: tenía el lomo cubierto por un duro caparazón, ojos negros como puntas de alfiler y cuando chocaba contra la pared o la pata de una silla, replegaba las patitas y encogía el cuerpo, ¿era un saltamontes?
No era la primera vez que veía aquellos bichos, y no sólo por los prados. También en las casas, incluso en algún rincón de palacio...Y ahora que pensaba en ello, había visto muchos: quietos, duros, pequeños rostros que miraban sin mirar. De pronto le asaltó un pensamiento.
Pensó que algo definitivamente lejano le vinculaba a aquellos insectos, que esos ojos sin párpados le hablaban de una vida en común. De hecho, ya se lo había insinuado Alfonso, su esposo el Baboso, con una de sus ironías. Fue un día en que caminaban juntos por los pasadizos del castillo de Toro y en una esquina vieron uno de ellos. El se acercó e intentó cogerlo con la mano. Dijo: Mirad, cuando se le molesta, parece que se le aprietan las carnes. —Y añadió soltando una carcajada—: Como vos, Berenguelita, que no hay quien os abra el caparazón.
Doña Berenguela apuntó al suelo con el índice.
—¿Qué son? —preguntó.
Nadie le supo responder («¿saltamontes?»), y, en todo caso, no estaban preparados para que la reina preguntara aquello en ese momento tan delicado. Por la noche se celebró un consejo secretísimo en el que se decidió traer a Castilla al hijo de Berenguela, don Fernando, que por entonces seguía en Toro con su padre.
Pero la reina seguía teniendo en la cabeza la mirada de aquellos bichos que le penetraba como una advertencia. Días después, le comunicaban que Alfonso IX, el Baboso, al saber que Enrique había muerto, se había presentado ante las puertas de la ciudad con una poderosa hueste y reclamaba para sí el trono como legítimo heredero. Pero ella sabía que contaba con el apoyo de la ciudad: por todos los caminos se veían avanzar columnas de hombres y mujeres provenientes de todas las Castillas, deseosos de ser testigos del alzamiento de un nuevo rey. Así andaban las cosas entre los que habían sido marido y mujer.
Pero estos otros magnates se dirigían a ella como si ya fuera la reina, lo que le molestaba un poco. ¿O era la muerte de su hermano lo que le molestaba, el hecho de que lo hubieran escondido moribundo? Como siempre, no sabía localizar el origen del malestar.
De madrugada, antes de que apuntara el día, salió del recinto de las casas reales y salió a dar un paseo sola a orillas del río. Caminó hasta el puente de tablas y desde allí contempló el agua transparente del Pisuerga. Al otro lado de la orilla, en un frondoso soto de olmos, pastaba un buey solitario. Con gran esfuerzo trató de recogerse y de pensar en Enrique. Dios ya le había arrebatado un niño recién nacido hacía años. Luego a dos hermanos, el infantillo Sancho, de tan sólo dos meses, y también al primogénito de los reyes, don Fernando; a continuación a sus padres, de golpe, sin ningún sentido, sin haberles dejado tiempo para disfrutar de la victoria de la batalla de las Navas. Ahora se llevaba a Enrique..., ¡un niño de trece años con toda una vida por delante como rey! Cogió una piedra y la lanzó al río con rabia. Al oír el chapoteo, el buey levantó la cabeza. A pesar de que sabía que Valladolid estaba atestada de gentes que habían venido desde muy lejos para demostrarle su lealtad, se sintió invadida por una terrible soledad.
Una soledad más grande que el silencio y el rumiar del buey. Una soledad que no tenía palabra.
Su ingenio estaba embotado, no podía «pensar» y se negaba a «sentir». Una vez que estuvo de vuelta, se quedó inmóvil frente al casón, la frente apoyada en la puerta, dudando entre entrar o no. Finalmente subió la escalinata de piedra, se introdujo en su habitación y se metió en la cama.
En mitad de la noche, le despertó el canto afónico de un gallo. Hizo llamar al arzobispo, que dormía en la habitación contigua. Tanta prisa le metieron que apareció a medio vestir, subiéndose las tibialias.
—¿Dónde se mete Dios cuando las cosas se complican? —le gritó la reina nada más verle aparecer.
Al oír esto, el otro quedó extrañado. ¿Era realmente doña Berenguela la que había dicho eso? Porque ella siempre había llevado una vida obstinada, resignada a todo sufrimiento. Nunca la había oído quejarse ni cuestionar nada, y menos sobre Dios. Aunque tampoco la había visto expresar nada sobre la vida, ni positivo ni negativo...
—No es que no esté —dijo acabando de ajustarse las medias—, pero tened en cuenta que el diablo...
No quiso decir «diablo». En realidad, le aburría hablar del diablo, siempre tenía que hablar de él cuando no sabía qué contestar. Estuvo por decir: estáis muy hermosa desde que dejasteis el reino de León. Pero no lo dijo. No porque temiera una respuesta mordaz, o porque pensara que el comentario no era propio de un arzobispo. No lo dijo porque hubiera franqueado un muro invisible, el suyo y el de ella, tras el cual siempre se habían visto parapetados en su relación: serio y conciliador, incluso pasivo, él; ella, huraña y distante, fría, encerrada en su caparazón.
—Vos siempre con el diablo en la boca —replicó doña Berenguela—. Pues os diré algo: ¡Dios y el diablo son una misma cosa! ¿Y sabéis qué son? Una puerta.
Al arzobispo el corazón se le salía por la boca.
—Una puerta que se abre...—dijo inmediatamente.
—Una puerta que se cierra en nuestras narices. Un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después, nada. Y cuanto más se ha abierto la puerta, tanto más fuerte es el portazo...
Volvió a meterse en la cama, dejando al otro temblequeante con una tibialia de paño grueso en la mano. Llamó a la puerta y entró de puntillas. Se quedó quieto. Al cabo de un rato, comenzó a susurrar en la oscuridad: la voz de Dios está en el murmullo del viento entre los árboles, en el crujido de la tierra, en el olor del heno, en el temblor de las flores, en el silencio de las piedras.
Ella escuchó estas palabras mordiendo la almohada. Luego contestó: Nunca traeréis la luz susurrando en la oscuridad. ¡Fuera de aquí!
Después de dar mil vueltas, sintió como si le atenazaran las vísceras. Se levantó y caminó hasta la jofaina con intención de beber un poco de agua. Vomitó hasta que el estómago le quedó vacío.
Días después, en asamblea, los ricoshombres con los obispos de Palencia y Burgos reconocían como soberana a doña Berenguela y le solicitaron que cediera el reino a su hijo Fernando, a lo que ella accedió sin problema. Alfonso, su ex esposo el Baboso, había dado marcha atrás y había regresado a León al ver que la nobleza y el pueblo estaban a favor de ella y de su hijo.
Una mañana, después de todos estos incidentes, doña Berenguela se acercó a reflexionar a su puesto de la ventana.
—Ahora sólo queda casar a Fernando —se dijo, y suspiró hondamente.
Casar a un infante en España era todo un jeroglífico de linajes, en el que además había que evitar caer en los grados de consanguineidad. Pero después de varias semanas de intenso trabajo, el asunto quedó zanjado.
Cómo supo Berenguela de las virtudes de doña Beatriz de Suabia (sabía cazar con halcones, recomponer huesos y vísceras, jugar al ajedrez, relatar historias y cantar y tocar varios instrumentos musicales) y cómo se las arregló para entrar en contacto con la corte imperial de Federico II, pedir la mano de una princesa de un linaje tan poco relacionado hasta entonces con los reinos hispanos, y obtenerla, era algo que nadie en la corte se atrevió a preguntar nunca.
A finales de noviembre de 1219, en una tarde plomiza y gris llegaba a Burgos la joven Staufen para contraer matrimonio con el heredero del trono de Castilla.