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Alcázar de Sevilla, otoño de 1262

A orillas del Arlazón, desfilaban los chopos sin hojas. Las cunetas estaban cubiertas de hielo. Aullaban los perros en torno a las casas de labranza desperdigadas; y doña Kristina, con el alma encogida por el frío y la tristeza, caminaba deprisa en dirección al centro de Burgos.

Al no encontrar su caballo en las cercanías de la abadía, había pensado que lo mejor que podía hacer era pedir ayuda en la ciudad. Muy cerca de la catedral, encontró a un grupo de ganaderos que accedieron a venderle una bestia y guiarla hasta Sevilla a cambio de un puñado de maravedíes. El viaje fue penoso porque ahora, además del intenso dolor de oído, una fiebre altísima le sacudía el cuerpo, y los hombres se veían obligados a detenerse a descansar y a aplicar paños húmedos por la frente de la princesa en cada pueblo que pasaban.

Volvían a Sevilla, pero ¿qué tenía ella ahí?, pensaba mientras iba dando tumbos sobre el caballo. Un esposo con el que apenas había cruzado dos palabras, un lujoso palacio en el que vivía encerrada, unas damas de compañía en las que ya no podía confiar, el rey, cuya actitud cambiante jamás entendería, vacuas promesa y un apacible y venenoso vacío que le sacudía el alma. Lo que más le preocupaba era aquella nube bermeja apostada en el horizonte que había visto antes de salir, la posibilidad de que hubiera descargado su enjambre de langostas sobre la ciudad.

Consiguió hacer el viaje, pero al traspasar el puente de Triana, se desvaneció. Cuando volvió en sí, estaba de nuevo en su habitación del alcázar. Rodeaban la cama el rey y la reina, su esposo don Felipe, sus damas de compañía y Mafalda, incluso habían hecho llamar a un sacerdote para proporcionarle consuelo espiritual. Le habían colocado un vendaje humedecido con ajenjo hervido y hiel de buey que había preparado la vieja, pero estaban a la espera de que llegara un físico para atenderla.

Lo primero que hizo la princesa al recobrar el conocimiento fue preguntar por la plaga. Le dijeron que no se preocupara, que la nube seguía apostada en el mismo sitio, lejos. Ayudada por dos de las damas, con mucha dificultad porque las piernas apenas la sostenían, quiso comprobar que decían la verdad. Sí. Allí estaba el enjambre, inmóvil en el horizonte, acechante, ¿cómo era posible que no se hubiera movido?

En ese momento entró Juda-ben-Joseph con su alta frente sesuda y su corva nariz, arrastrando por el suelo su túnica puerca.

Al saber que el rey en persona le estaba buscando, había accedido a volver al palacio a cambio de una cuantiosa cantidad previamente negociada. Pero doña Kristina ya no tenía ninguna ilusión por tratarle y, al verle entrar con sus aires de físico importante, apartó el rostro.

Juda-ben-Joseph observó a la princesa enferma durante un buen rato, en silencio. Vio que un estertor le levantaba las costillas. Contempló su rostro pálido y contraído, sus ojeras y labios sin vida, aquel vendaje purulento que le había colocado la dueña Mafalda. De pronto, con un gesto de espantar gallinas, hizo salir a todos de la habitación. Le arrancó el vendaje y, tal y como había hecho cuatro o cinco años atrás en la Hakoonshalle de Bergen, pidió a la princesa que se descubriera el pecho.

—Lo que me duele es el oído... —le dijo la princesa con un hilo de voz.

Pero el físico ya posaba su barba hirsuta sobre su pecho para escuchar los ruidos del ánfora del alma.

—El oído... —insistió la princesa.

Después de varios minutos con la oreja pegada al pecho de la princesa, Juda-ben-Joseph introdujo las manos por debajo de la manta y le palpó los pies. Al incorporarse, se encontró con que la princesa le escrutaba en silencio.

—¿Vos también los buscáis? —le preguntó.

Juda-ben-Joseph la miró desconcertado.

—¿Dónde están? Creo que..., creo que os vendrían muy bien en este momento —dijo.

Doña Kristina seguía clavándole una mirada penetrante, que le producía algo de desasosiego.

—¿En este momento? ¿En qué momento, Juda-ben-Joseph?

—Bueno..., no estáis nada bien y...

—¿En el momento de mi muerte? —le interrumpió la princesa—. ¿Eso es lo que queréis decir? ¿Qué secreto esconden esos malditos escarpines para que todo el mundo desee poseerlos?

—¿Dónde están? —volvió a preguntar el físico.

—Están... —a doña Kristina le costaba tanto hablar que no tenía más remedio que hacer largas pausas—, están... donde tienen que estar —dijo finalmente.

Al salir de la habitación, Alfonso X y su hermano, el infante don Felipe, que esperaban en el pasillo, preguntaron si se sanaría del oído.

—Del oído, sí —dijo Juda-ben-Joseph echando un vistazo en el interior de su maletín.

Los otros le miraban expectantes.

—Pero del corazón no.

Les explicó entonces que, a estas alturas, el mal que sufría la princesa tenía muy poco remedio.

—Aunque le trajerais la nieve, los fiordos y las montañas, aunque le hicierais llegar el olor del frío de Noruega o la voz de su madre a su habitación, el mal de la nostalgia ya ha arraigado. Conozco el sonido del pecho de esa muchacha —añadió—. Cuando la traté por primera vez en Bergen, su corazón sonaba como las alegres campanadas de una iglesia. Lo que resuena en su oído ahora no es más que el tenue murmullo de su corazón. La nostalgia lo ha hecho enmudecer. Yo ya no tengo nada que hacer aquí...

Durante varias semanas, la corte entera se deshizo en atenciones con doña Kristina. El rey dejó todos sus quehaceres a un lado y, junto con su hermano don Felipe, estuvo velándola al pie de la cama mientras la dueña Mafalda seguía aplicándole al oído su remedio de ajenjo cocido.

Y por fin una mañana, sin que nadie se hubiera dado cuenta, se encontraron con que la nube de langostas se había posado sobre los jardines del alcázar. Poco a poco, frente a la ventana de la princesa, los insectos iban lanzándose al suelo, silenciosos como el fino goteo de un manantial de agua; de modo que, cuando quisieron reaccionar, estaban en las hojas de todos los frutales, en los olivos y las palmeras; toda la vegetación de los jardines estaba cubierta de una oscura capa bermeja. Bermeja, bermeja... Al ver esto, el rey corrió a la habitación de la princesa.

—Quiero ver a mi madre —dijo ésta al verle.

Fueron sus últimas palabras porque, poco a poco, los latidos de su corazón se fueron amortiguando, más tenues, cada vez más espaciados. Cerró lentamente los ojos y, al exhalar el último suspiro, sus labios dibujaron una sonrisa. Había tenido la vista fija en la ventana, y le pareció ver en el cielo el estrecho manantial de agua de un fiordo deslizándose entre dos montañas.

Se dispuso que su cuerpo fuera enterrado en la colegiata de Covarrubias, un lugar en el que ella se había sentido a gusto rezando y cerca de donde, don Felipe, por petición expresa de la princesa, tenía proyectado construir una capilla a san Olav. La dueña Mafalda fue la encargada de amortajar el cuerpo. Le soltó el cabello, la vistió con una camisa bordada con hilos de seda, la más lujosa que encontró entre sus posesiones, y sobre ésta le puso una saya encordada. Colocó su cabeza bajo una almohada de tafetán y, por último, metió en su puño cerrado su receta para el mal de oído:

Para el dolor de las orejas toma la hierba

ajenjo e cuesela en un holla, e desfuere bien

cocho pon la oreja sobre el vaho de la holla e sanarás.

E ten la cabeza bien cobierta, si te royera las orejas

toma el asensio e mézclalo con la fiel de buey

e ponlo dentro e sanarás.

Esta vez no hubo plañideras entre el cortejo funerario, y sólo dos o tres personas de la corte sevillana, entre ellas el rey, acompañaron al cuerpo de la princesa hasta la villa de Covarrubias.

Días después, ya de vuelta en Sevilla, el rey encontró sobre la mesa de su despacho una carta.

Por la caligrafía pomposa del sobre, supo que era de don Rodrigo Jiménez de Rada.

Nunca la abrió.