Monasterio de las Huelgas, otoño de 1261
En el monasterio de las Huelgas reinaba la calma más absoluta. A regañadientes, la comitiva de los representantes del sultán egipcio había accedido a que la princesa noruega viajase con ellos hasta Burgos, y acababan de despedirla en las proximidades de la abadía para proseguir su viaje hasta la catedral. Ella estaba segura de que sus escarpines estaban ahí, de que las monjas los habían robado. Harta de que su vida se hubiera reducido a las cuatro paredes de su habitación del Alcázar de Sevilla, la única manera que encontraba de salir del pozo de la añoranza era recuperándolos.
Al llegar a la abadía, lo primero que le llamó la atención fue la abundancia extraordinaria de vegetación. Desde que había estado allí, dos años atrás, la hierba, los arbustos, las zarzas y los árboles habían invadido la puerta, antes despejada, hasta el punto de que tuvo que dejar a la mula y abrirse paso entre las ramas con un azadón que encontró por ahí. Debajo de unos helechos, altos como árboles, las hortensias habían florecido fuera de temporada y tenían aspecto de pulpos, con largos tentáculos colgando de un tronco retorcido.
Recordaba bastante bien la distribución de la abadía y, con la intención de encontrar a las monjas en sus celdas, entró por la puerta abierta más próxima al claustro de San Fernando. Pero allí no había monja alguna. Por las galerías rodeadas de arcos de medio punto, campaban a sus anchas las vacas y los cerdos escapados de los establos, y en el pequeño huerto de nabos y cebollas, ahora arrasado, no quedaba nada más que tiestos caídos y cadáveres de langostas. En las celdas, el panorama era igualmente desolador: jergones agujereados, velas a medio roer, sillas y mesas derrumbadas, crucifijos descolgados o vueltos del revés, hábitos podridos en un desorden de cruenta batalla.
Abriéndose paso a través de boñigas de vaca, entró en la capilla de la Asunción, que mostraba un aspecto igualmente desolador. Un olor putrefacto la condujo entonces hasta el refectorio, en donde yacían platos por el suelo, tapices carcomidos, restos de verduras cocidas, cacerolas con sopas frías, cucharones entre sillas derrumbadas; era como si el almuerzo del último día de las monjas en esa abadía hubiera sido interrumpido por el más temible de los enemigos de Dios.
Armándose de valor, entró en aquella otra sala de la que había visto salir a la abadesa doña Inés Laynez la única vez que estuvo allí, la «sala Capitular o de Experimentaciones», como rezaba un rótulo por encima de la puerta. Por la estancia flotaba una mezcla fétida a bosque, polvo, orines, estiércol y pajas. Y al ver lo que yacía por el suelo, el estómago se le contrajo hasta el punto de que pensó que iba a salírsele por la boca: jaulas abiertas y vacías, numerosos alambres, trigo desperdigado al pie de unos sacos vacíos, mandilones, cutículas de langosta y langostas, miles de langostas muertas... Pero ¿qué es todo esto?, se dijo llevándose ambas manos a la boca. Salió de la sala y entró en la biblioteca, en donde el espectáculo era aún más desolador: libros desencuadernados, fichas de ajedrez por el suelo, restos de códices, antifonarios, martirologios y libros devorados.
Pero ¿dónde estaban todas las monjas? ¿Dónde estaba la abadesa doña Inés Laynez? Ella no podía haber huido...
Recordaba que el panteón real estaba próximo a la iglesia. A pesar de que el frío era muy intenso y de que empezaba a dolerle un oído, se encaminó en esa dirección. En la nave central, cercano al coro de las monjas, tropezó con los sepulcros de Alfonso VIII y de Leonor Plantagenet, ante los que no se detuvo. Sí lo hizo ante el de doña Berenguela, situado a un costado de estos otros, un sobrio arcón de piedra blanca, sin inscripciones ni florituras de ningún tipo, sostenido por dos leones de piedra.
Se quedó contemplándolo un rato, de pie, rodeada de gallinas que picoteaban la madera del suelo, meditando sobre todo lo que había oído sobre aquella mujer, sobre las palabras del juglar en las calles de Sevilla, sobre su sospecha de que aún estaba viva, escondida en algún lugar de aquel monasterio. Fue entonces cuando la helada abadía comenzó a tenderle todos sus significados.
Una voz cavernosa, de mujer, la sacó de sus ensoñaciones.
—Están ahí.
Creyó morir ante la idea de que la voz fuese la de la misma doña Berenguela. Temblando de frío y miedo, se dispuso a dejar la nave, pero, entonces, volvió a oír la voz:
—¡No! ¡No os vayáis, os lo ruego! Es que hace tiempo que no hablo con nadie. No tengáis miedo.
Parecía proceder de uno de los asientos del coro; al volverse, doña Kristina distinguió el rostro encapuchado de una mujer. Aunque demacrada y triste, flaca y pálida como el papel, reconoció a la abadesa doña Inés Laynez. Por todo lo que había visto minutos antes, la princesa dedujo que la plaga de langostas que ahora se cernía sobre la ciudad de Sevilla había salido de allí, no sin antes arrasar la abadía; las otras monjas habían huido y la abadesa era ahora la única que quedaba. Pero ¿por qué había decidido permanecer allí sola?
—Están ahí, junto a los leones del sepulcro de doña Berenguela.
Doña Kristina miró hacia el lugar indicado.
—¿Quiénes están ahí?
No hubo respuesta. Concentrada y sorda, ajena a los picotazos de las gallinas, la abadesa desgranaba avemarías con la cabeza gacha. Doña Kristina le repitió la pregunta y, al cabo de un rato, doña Inés pareció salir de su ensimismamiento.
—Cogedlos si queréis. Yo ya cumplí con mi promesa...
—¿Coger qué? —preguntó doña Kristina.
—Los escarpines —dijo doña Inés—. Están ahí, junto a los leones del sepulcro. Ella me pidió que los dejara ahí.
La noruega se acercó al sepulcro y entonces los vio. Sus hermosos escarpines de suela de corcho y punta ligeramente curva, a modo de pico de ave, los que tan bien le habían protegido de las langostas por las calles de Sevilla. Rebosante de felicidad, extendió una mano temblorosa y los tomó rápidamente. Después de todo ese tiempo, se había dado cuenta de que eran algo más que una mera protección. Los escarpines mostraban un camino, una suerte de salvación, tal vez un reflejo de la divinidad.
—¿Por qué están aquí? —le preguntó a la abadesa.
Pero ésta, metida en sus oraciones, no contestó.
—Están ahí porque doña Berenguela me pidió que se los trajera..., y yo se lo había prometido... —dijo al cabo de un rato.
—¿Doña Berenguela? ¿Y para qué los iba a querer si está muerta?
Doña Inés se bajó la capucha. En su rostro, ahora al descubierto, despuntaba el hueso de las mejillas y el cabello enmarañado le caía por los ojos. Unos ojos tristes pero llenos de luz, que nada tenían que ver con los de la abadesa que ella había conocido la primera vez que estuvo ahí.
—No tuve tiempo, las monjas estaban agotadas, se impacientaban... —comenzó a decir—, y era natural... Chillaban porque había terminado el verano y tenían que morirse...
—¿De qué me habláis, madre?
—Tuve que darme por vencida y abrir todas las jaulas. —De pronto, alzó el índice y pareció animarse—. Pero algún día demostraré a todos que tenía razón, que la langosta no se combate con rezos y oraciones, ¡oh, no! —Se sorbió estrepitosamente los mocos—. Sólo hace falta engañarla, hacer que piense que está sola...
Doña Kristina no entendía nada, tenía mucho frío, le dolía el oído y lo único que deseaba era marcharse de ahí con sus escarpines. Pero no podía dejar a aquella mujer sola, sin alimento, sin abrigo de ningún tipo, sin otra compañía que las gallinas y las bestias sueltas. Si no conseguía sacarla de ahí, tal y como estaba ahora, no tardaría en fallecer.
—Madre, tenemos que salir de aquí —le dijo—. Hace demasiado frío y el convento está deshabitado. Iremos andando hasta la ciudad, pediremos unos caballos prestados y volveremos juntas a Sevilla. Pero antes tengo que saber por qué están aquí mis escarpines y qué promesa es esa que le hicisteis a doña Berenguela.
Pero doña Inés se había vuelto a poner la capucha, y rezaba.
—¡Madre Inés! —le gritó doña Kristina—. ¡Ahora sí que no es el momento de rezar!
La abadesa alzó lentamente la cabeza para escrutarla.
—Los escarpines no son vuestros —dijo.
—¡Cómo que no! Me los dio un caballero castellano antes de salir de Noruega. Lo que ocurre es que tienen poderes; desde que llegué aquí, todos están empeñados en quitármelos. Son míos, y a por ellos he venido. ¡Son lo único que me queda!
La princesa volvió a arrodillarse y, cuando estaba a punto de tomar los escarpines, oyó:
—Eran de la madre del rey, de doña Beatriz de Suabia, la historia es larga...
—¿Ah, sí? —Doña Kristina se volvió—. ¿Y por qué los tenía yo cuando llegué a Castilla?
—Eso no os lo puedo decir... Tal vez la persona que os los dio los trajo desde Castilla...
La princesa Kristina comenzó a acariciar el precioso cordobán.
—¿Y qué tiene que ver doña Berenguela con todo esto? ¿Qué hacían los escarpines junto a su sepulcro?
—Ella...., no es que hubiera sido mala en vida, pero...
—No sabía amar.
—Exacto —añadió doña Inés, algo sorprendida de que la princesa supiera eso—. Los necesitaba más que nunca en el momento de su muerte..., y yo le había prometido traérselos a cambio de que me permitiera llevar a cabo mis experimentos con las langostas.
La princesa cerró los ojos para reflexionar. El intenso dolor de oído parecía extendérsele por el cráneo.
—Pero ¿por qué los necesitaba? ¿De qué le iban a servir una vez muerta? —La noruega volvió a contemplar el rostro de la abadesa—. Madre, vámonos de aquí. Moriréis si no salís de la abadía.
Doña Inés Laynez alzó lentamente la cabeza. En sus ojos destellaba la locura:
—Tengo el consuelo de la ciencia.
La princesa la tomó de un brazo y tiró de ella.
—La ciencia no os ha servido de mucho...
—¡Me ha sacado de la ignorancia! —replicó doña Inés—. ¡No pienso abandonar la abadía!
Comprendiendo que iba a ser imposible hacerla cambiar de opinión, doña Kristina la besó en la frente, tomó los escarpines y se marchó. Pero al llegar a la puerta principal se detuvo, pensativa. Un par de minutos después, volvía a estar junto al sepulcro de doña Berenguela.
No sabía muy bien por qué devolvía los escarpines a ese lugar, aunque intuía que era lo mejor. Antes de salir echó un vistazo a doña Inés Laynez; seguía en el mismo sitio, inmóvil, rezando.