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Sevilla, 1261

La nostalgia de una princesa es áspera y desabrida. Surge allí donde no había nada, del silencio, del burbujeo de la tierra, de la misma agonía del verano, se filtra en su ser, arraiga en sus entrañas cuando todavía no ha nacido la conciencia.

Desde el saqueo de Salé, una nube bermeja de langostas avanzaba lentamente en dirección a la ciudad. Convencida de que en Sevilla la gente moría por los pies, como había oído decir al padre Hammer, doña Kristina se veía incapaz de salir a pasear sin la protección de las gruesas suelas de corcho de sus escarpines, a los que ya por entonces, atribuía poderes y protección. Estaba segura de que eran las monjas del monasterio de las Huelgas las que se los habían robado, pero Burgos estaba demasiado lejos para aventurarse a recuperarlos sola.

Sin el recurso de las salidas, ahora sentía la nostalgia a todas horas, delante, detrás, encima, debajo como un dolor sordo y asfixiante (un dolor que «no» era suyo), confundida con el sonido de los pasos y las procesiones de las calles, con los lloros y las «guayas» de los enterramientos, con el sabor del aceite de oliva y de los higos dulces que le traía la dueña Mafalda, con su marrullería y sus embustes de vieja, con el frescor de la sombra que arrojaban las palmeras sobre su habitación, con los asnos listados que ya nunca vería, con la visión de un palacio fastuoso: la nostalgia era ahora la mirada sombría y árida que la princesa lanzaba sobre las cosas.

Nunca llegó a entregar al rey el pergamino que le había dado don Remondo. Sabía lo importante que era esa misiva —por primera vez, entendía algo de todo aquel embrollo político en el que ella era, o había sido, parte—, y sintió que ahí estaba su oportunidad de vengarse. En su lugar, la rompió y lanzó los pedazos por la ventana.

Pasaron los días y como nadie le advirtió al rey del peligro de no acudir a Roma para su coronación, éste acabó perdiendo su oportunidad.

Un tiempo después, inmerso ya en la segunda fase de la Cruzada africana, alguien le dijo que la princesa doña Kristina estaba triste.

Acostumbrados a verla salir todos los días para recorrer las calles en busca del médico judío, les sorprendía encontrarla todo el día encerrada en su habitación. Cuando por fin Alfonso X entró a verla, sintió que se le helaba la sangre. Aquel rostro grave y sombrío, aquella actitud de estar en otra parte ¡le recordó tanto a la de su abuela! Por primera vez en mucho tiempo, le habló con dulzura y le pidió perdón por no haberla atendido como se merecía. Había estado muy ocupado, primero con el fecho del Imperio y luego con el fecho de Allende, pero ahora se daba cuenta de muchas cosas. Comprendía que sintiera nostalgia por su reino noruego, «aquí todo es tan distinto», pero ¿qué necesitaba para recobrar la alegría?, ¿vestidos?, ¿fiestas?, ¿compañía?

De un día para otro, hizo lo que tenía que haber hecho tres años atrás, cuando la princesa llegó a Castilla rebosante de ilusión; entonces sí hubiera sido fácil complacerla. Hizo venir a sastres y alfayates, sayateros, boneteros, y manteros para confeccionarle a la noruega los paños más elegantes para acudir a los bailes de la corte; le trajo la mejor vihuela para tañer, el astrolabio más perfeccionado para contemplar las estrellas, jugaba con ella al ajedrez y a las tablas, salían juntos a tirar con la ballesta o a cazar en el llano de Tablada, le compró joyas, aljófares y sortijas de oro; pero no consiguió arrancar de ella una sola sonrisa.

Como años atrás había ocurrido con su abuela, doña Kristina era el silencio, y el silencio era doña Kristina.

Y un día que el rey comentaba lo ocurrido con un poeta de la corte, éste le sugirió que, tal vez, lo que doña Kristina echaba de menos era la nieve de Noruega.

—Nieve... —reflexionó el Sabio—, es cierto, puede ser que sea eso..., pero aquí en Sevilla no nieva casi nunca... Eso no se lo puedo dar.

—Quien no tiene nieve la inventa —dijo el poeta.

—Aunque se la trajéramos de las cumbres, la nieve se derrite, es imposible —le rebatió Alfonso X.

—Confiad en mí —replicó el poeta.

Al amanecer del día siguiente, una larguísima procesión de carretas cargadas de almendros en flor traídos del valle del Jerte se detuvo ante las puertas del alcázar. Y mientras la princesa dormía, un centenar de hombres los descargaron y los plantaron bajo su habitación, arrancando de su lugar palmeras, olivos e higuerales. Cuando doña Kristina, incorporada sobre la cama, miró por la ventana, creyó desfallecer.

—¿Hizo frío anoche? —preguntó a una de sus damas sin dejar de contemplar el paisaje.

—Frío lo que se dice frío, no —le contestó ésta.

La princesa salió al bacón y quedó inmóvil. No hacía frío, era cierto, pero todo lo que aparecía allá abajo, jardines, huertas, árboles, muros, emitía un resplandor parecido al de la nieve. Bajo un cielo azul celeste, las palmeras, los arbustos de arrayán, los olivos, los limoneros y los naranjos estaban cubiertos de un manto blanquecino. Una brisa ligera agitaba los árboles arrancando pétalos de nieve que caían al suelo en rosados torbellinos. Al contemplar aquello, sintió que su corazón se henchía de felicidad.

Por un momento vio el rostro de su padre, con una larguísima barba blanca hasta la cintura; vio también el de su madre, con esa expresión de cariño que ahora ella atesoraba en su corazón. Vio su propio rostro, refulgente de belleza infantil, y por un momento se encontró paseando por las calles retorcidas de Bergen, entre las casitas de madera de la zona del puerto, rodeada de los suyos, cuando todavía era una niña y ni siquiera sabía que existía aquel lejano reino del sur. ¿Dónde estaba Castilla por entonces? Bajo sus pies, lo que crujía no eran las langostas, sino la nieve y los terrones de musgo, y su madre le decía que tuviera cuidado con los carámbanos que colgaban de los tejados.

Algunos copos iban a parar, entre cortos revoloteos, a sus pies. Extendió un brazo para atrapar uno de ellos, pero al abrir la mano y contemplar que era el pétalo de la flor de los almendros, al percibir su olor suave y dulzón, el encanto se desvaneció; sintió que las lágrimas se agolpaban lentamente en sus ojos. Trató de contenerlas, pero finalmente estalló en sollozos. Minutos después, enfurecida, fue a buscar al rey:

—Nunca conseguiréis traer Noruega a Sevilla —le dijo con despecho—. ¡Nunca!

Un día, sin embargo, tuvo lugar un suceso que hizo que saliera de su torpor durante unas horas. Unas criadas moras le dijeron que corría la voz por la ciudad de que acababan de desembarcar en el puerto unos extraños visitantes con animales todavía más extraños, y que le merecía la pena verlos. Al asomarse al portón principal, doña Kristina comprobó que por las calles transitaban unos seres exóticos, de elevada estatura, barbas hasta las rodillas y brillante ropaje. Junto a ellos, a ambos lados de un arcón de madera transportado por dos esclavos negros, avanzaban unos animales nunca vistos: un caballo de cuello larguísimo y patas de torpe articulación, con el lomo cubierto de manchas anaranjadas, así como una asna listada. Entonces se acordó de que antes de llegar a Sevilla, le habían hablado de esas criaturas prodigiosas, y fue a buscar a la dueña Mafalda para que le diera algún tipo de explicación. Ésta andaba de un lado para otro, mascando piedras, nerviosa como no la había visto nunca.

—¿Quiénes son esos visitantes? —quiso saber doña Kristina.

Mafalda miró a un lado y a otro.

—Mamelucos —susurró. Y al ver que la princesa se disponía a bajar a la sala de recepciones, añadió—: Pero no vayáis, es peligroso...

La princesa quiso saber por qué, y entonces Mafalda explicó que el arcón de madera que trasportaban esos hombres contenía desgracias y que nunca, nunca, debía ser abierto.

—¿Qué desgracias? —quiso saber la princesa.

Pero Mafalda ya había desaparecido. Poco después, el mayordomo mayor de la corte informó a todos de que habían llegado unos representantes del sultán de Egipto, Al-Malec. El rey había solicitado al sultán la presencia en Sevilla de un famoso astrólogo egipcio; a cambio, los egipcios, atraídos por el prestigio y la reputación del rey sabio de Castilla, venían a solicitar ayuda para afrontar la amenaza de los mongoles de Hulagu. Al conocer la procedencia de la embajada, Alfonso X, henchido de autoimportancia, había hecho que toda la corte, esposa, hijos, hermanos, también la princesa noruega, se reuniese en una de las salas más lujosas del alcázar.

En la sala, en la que también esperaban los más grandes dignatarios y oficiales del reino, la expectación era grande. Hasta el punto de que, cuando entró el mayordomo mayor a decir que ya estaban allí los egipcios, nadie se enteró, y sólo el rebuzno atronador de la asna listada consiguió acallar el murmullo. Finalmente, los exóticos representantes y sus animales, cargados con el arcón, desfilaron hasta donde estaba el rey.

Alfonso X, ceñida la corona de pedrerías, con un manto oscuro forrado en armiño, los esperaba sentado en su trono junto a su esposa Violante. Rodilla en tierra, los representantes egipcios besaron el zapato del rey y, a continuación, sin más dilaciones, comenzaron a sacar las ofrendas: ricos tejidos, alfombras, paños y joyas para las mujeres, drogas exquisitas, un freno, una vara y un colmillo de marfil que según explicó el moro que hacía de intérprete, molido con miel, eran lo mejor que había para eliminar las manchas faciales. Doña Violante lo olisqueaba todo, se probaba las joyas, y aunque estaba algo turbada por el olor que exhalaba la piel oscura y prieta de los apuestos embajadores (una mezcla del hedor acre del sudor y del pelaje de las bestias más brutas), se mostraba encantada.

Los egipcios abrieron el arcón y, ante las atónitas miradas de la concurrencia, descubrieron el esqueleto de un extraño animal del Nilo, una suerte de lagarto colosal, que según noticias de los enviados, se llamaba cocatriz,[6] y que, según el rey, gran conocedor de los bestiarios de la época, era símbolo de silencio, pues no hacía uso de la lengua ni emitía ningún sonido característico.

Por lo visto, había muerto durante el viaje, y a pesar de que pensaban entregarlo vivo junto a la açorafa[7] y la asna buiada,[8] no había sido posible.

Los representantes del sultán permanecieron en Sevilla unas semanas, el tiempo que el astrólogo de la delegación necesitó para contrastar las últimas novedades científicas con uno de los sabios del equipo de Alfonso X, de nombre Azarquiel, que estaba llevando a cabo unos experimentos astronómicos para incluir en el Libro de las tavlas alfonsíes. Esto agradó mucho a las damas de la corte, sobre todo a doña Violante, pues los egipcios no dejaban de sorprender a las mujeres con sus exóticas costumbres.

Incluso la corte inventó la noticia de que el verdadero sentido de la visita era que el sultán estaba interesado en solicitar la mano de la hija del rey.

Sólo doña Kristina se mostraba ajena a la delegación; desde el robo de los escarpines, ya no se atrevía a salir; recluida todo el día en su habitación, el sentimiento de añoranza hacia Noruega se había convertido en punzante dolor. A veces sentía ganas de ir hasta el monasterio de las Huelgas para recuperar su calzado, pero, a continuación, cuando incluso tenía la mula preparada, se veía incapaz de hacer el viaje sola.

Acodada en el balcón, mientras veía pasear a la açorafa y a la asna buiada por los jardines del alcázar, mascando bledos y tréboles, se decía que ella también era una bestia exótica traída de tierras lejanas para el puro deleite de la corte.

Ahora era ella la que se escondía para no tener que hablar con la gente, como si, verdaderamente, la «desgracia» anunciada por Mafalda fuera ese silencio de lagarto emergido del arcón.

De hecho, apenas tenía trato con nadie; a esas alturas, la única que despertaba en ella un poco de simpatía era la difunta doña Berenguela.

Poco a poco, al conocer más detalles de la historia de Castilla, había ido recomponiendo el puzle de la vida de esta reina, y la había unido a la suya. Sentía hacia ella una ternura desgarradora: era consciente de lo desgraciada que había sido, de lo sola que había estado en el mundo, con aquella rabia dentro, aquel odio (¿o era amor?) hacia la vida.

Unas semanas después de la recepción, cuando ya empezaba a hacer más frío, asomada a su balcón, fue la primera en divisar la nube de langostas. Sin pensarlo dos veces, fue a buscar a don Remondo a la catedral para advertirle. Al llegar se encontró con que el arzobispo estaba ocupado en dar órdenes a unos hombres que alzaban el esqueleto del cocatriz con unas poleas en el lado izquierdo del claustro de los Naranjos, junto a la Giralda. Su rostro estaba relajado; no había en él huellas de la crispación que le embargaba la última vez que le vio.

—Pero ¿qué hacéis izando al lagarto? —preguntó la princesa.

Don Remondo explicó que era algo muy natural en una catedral; poseer un cocatriz o un lagarto era tanto como domeñar al Leviatán y sus poderes ocultos, y que por eso las bóvedas de muchos templos cristianos estaban llenas de ellos.

—¿Leviatán? —repitió la princesa sin entender.

—Leviatán, langosta..., son figuras del maligno, de cuya maldad es difícil sustraerse y del que pocos escapan sanos y salvos; animales solapados que pertenecen a los reinos enemigos de Dios. Así nos los presenta la Biblia.

—Pero ¿qué tiene que ver el lagarto?

—«Todo lo ve desde arriba, es el rey de todas las fieras» —contestó don Remondo recitando a Job—. Él nos protegerá de las langostas.

—De eso quería hablaros, padre —dijo entonces la princesa—. La nube de langostas se acerca..., estoy muy asustada.

Don Remondo ordenó que giraran el esqueleto un poco hacia la derecha para dejarlo recto.

—Ya la he visto —dijo éste, y se puso a silbar.

Doña Kristina se quedó un rato reflexionando.

—¿Acaso pensáis que con este esqueleto de lagarto colgando ahí arriba está todo solucionado?

—Él nos protegerá —dijo don Remondo.

Pero por el tono de su voz, la princesa dedujo que el padre no las tenía todas consigo. Tal vez el pobre, sin tener otra solución para el problema de la plaga, había encontrado la mejor manera de evadirse del problema.

Tras acabar de alzar el cocatriz en el claustro, don Remondo despidió a los caballeros. Entre ellos estaba uno de los egipcios, que explicó que tenían previsto partir al día siguiente.

—Hacer llegar mis saludos al sultán Al-malec —dijo don Remondo—. Estoy seguro de que nuestro rey sabio encontrará la manera de ahuyentar de vuestro reino la amenaza de los mongoles.

—No, todavía no volvemos a Egipto —contestó el embajador—. Tenemos pensado viajar hasta la catedral de Burgos a recoger la reliquia que el rey nos ha prometido.

—¿Reliquia? —inquirió don Remondo.

—Una astilla de la Santa Cruz —contestó el egipcio—. Una ofrenda para nuestro sultán. Vos tenéis al lagarto y ahora nosotros necesitamos la reliquia. Ése es el trato.

Doña Kristina escuchaba la conversación atentamente. Al oír que los egipcios se dirigían a Burgos, una pequeña esperanza renació en su corazón. Allí estaba el monasterio de las Huelgas. Si conseguía acompañar a la comitiva, por fin podría recuperar sus escarpines.

Al llegar al alcázar preparó una mula y un hatillo con comida. No durmió en toda la noche.