Sevilla, 1260
El 2 de septiembre, después de meses de preparativos para la primera etapa de la Cruzada africana (luego vendría la conquista del reino de Niebla), caía en poder de los cristianos el pequeño puerto comercial de Salé.
Ajena a todo esto, la princesa noruega había pasado el verano buscando al médico judío por toda la ciudad. Después de dos años en Castilla, el recuerdo del beso del rey flotaba como una nube sobre un nuevo sentimiento hacia él: rencor.
Un rencor oscuro y pastoso que empezaba a anidar en algún lugar de su pecho. Un rencor que pronto daría paso a la dulce venganza.
En cuanto a su esposo don Felipe, iba y venía, a veces recalaba en la residencia sevillana, pero en todo ese tiempo no cumplió con su deber de esposo. Ni siquiera la había «tentado», como pretendía la vieja Mafalda, que, cada vez que el infante volvía a marcharse, recriminaba a la princesa por no haber buscado la manera de domar el misterio. A fuerza de oír una y otra vez que tenía un deber conyugal que cumplir, a fuerza de escuchar las murmuraciones de la corte, en lugar de seguir deseando el encuentro amoroso con el infante, comenzó a odiarlo. Y como sabía que el hermano del rey solía presentarse en el alcázar sevillano de la manera más inesperada, el terror ante el posible contacto acabó convirtiéndose en pánico.
La puerta de su habitación estaba siempre cerrada con llave. Tenía sueño de liebre, dormía con un ojo abierto y se sobresaltaba ante cualquier ruido inesperado. Ni siquiera dormir vestida le ofrecía seguridad: ¿y si el infante entraba de pronto y le desgarraba la fina saya de seda? ¿Y si la mano penetraba hasta la carne desnuda, tersa e incorrupta?
A menudo tenía el mismo sueño: ella tendida sobre un lecho cubierto de langostas: infante mío, ¿por qué has esperado tanto? Las manos de don Felipe estaban por todas partes, palpándole el cuerpo, tal y como había visto que hacía con su dama de compañía a orillas del Arlazón. Enredada en ese abrazo, se consolaba con pensamientos de lo que podría haber sido: la reina de Castilla y León, la emperatriz del Sacro Imperio romano germánico. Pero, de pronto, él se hacía a un lado. La habitación estaba llena de caballeros de la corte, criadas y damas de compañía, todos aplaudiendo, también estaban ahí su padre y su madre riendo a carcajadas. En el sueño se sentía humillada, pero también extrañamente encantada.
Cada vez más a menudo, le asaltaban repentinas cuchilladas de memoria: Noruega, sus padres, las cimas nevadas, el sabor del pescado crudo, los fiordos y el frío. A estas alturas, sin esperar ya nada de nadie, sólo sus paseos por las calles la aliviaban de la nostalgia y del desasosiego que sentía. La excusa era buscar a Juda-ben-Joseph, pero lo que de verdad le reconfortaba era salir y mezclarse con la gente, charlar con las viejas, pasear por las calles y los mercados, buscar el frescor en las iglesias, huir de la posibilidad de que apareciese su esposo.
Durante todo el verano, calzada con sus escarpines para protegerse de las langostas del suelo, buscó al médico por los baños de la cal de Francos, junto a la torre morisca y la chaui; también estuvo en los palacios, en los corrales, en las atarazanas y en los baños públicos, en las iglesias y, sobre todo, en las sinagogas. Pensaba que el judío podía estar atendiendo a algún enfermo cristiano y por ello tenía un recorrido más o menos fijo: caminando por la Cal Mayor del Rey, penetraba en pleno barrio de castellanos; ahí buscaba en las casas palacio y en las torres de los ricoshombres, en los baños de Diego Corral, incluso en la morada de Alfonso García, deán de Palencia, que lindaba con la finca de don Polo, capellán de doña Violante. Ya en el interior del barrio y dejando a la izquierda la calle del Infante de Molina, llegaba al barrio del Marmolejo. Volviendo por las casas de Garcí Martínez, el notario del rey, y por la tienda de Simón, el orfebre, atravesadas las plazoletas de castellanos y horneros, regresaba a Santa María.
Con el pensamiento ocupado en la búsqueda, pasaba el día, y entrada ya la noche, volvía al alcázar y se echaba a dormir como un animalillo. Así pasó su segundo verano en Sevilla, sin apenas tener contacto con la gente de la corte, huyendo de la compañía de las damas que con sus preguntas le hacían acordarse de Noruega y de sus deberes conyugales, aterrorizada ante la posible llegada inesperada de su esposo.
No se daba cuenta de que con la firme voluntad de espantar la añoranza ejercida sobre ella, lo estaba haciendo todo al revés: en lugar de liberarla, la estaba estrangulando.
Esa mañana cálida del 2 de septiembre, doña Kristina salió como todos los días. Y nunca se habría enterado de lo que verdaderamente ocurrió en las costas africanas de no ser porque coincidió en su recorrido con el arzobispo de Sevilla, don Remondo.
Era extraño que, siendo él el principal impulsor de la conquista de Salé, ese día en que estaba previsto que desfilaran los cruzados por la ciudad, no estuviera en la catedral para esperarlos. Doña Kristina lo vio caminando muy deprisa por la calle, casi trotaba, en dirección a su casa de la plaza de Santa María, con cara de asustado. Lo llamó varias veces para preguntarle por el médico judío, pero como el presbítero ni siquiera se volvió, lo siguió hasta su casa.
Lo que nunca imaginó es que fuera a contarle tantas cosas y que, en gran medida, la visita de aquel día contribuiría a dar un giro al rumbo de la historia de Castilla y León.
Encontró al presbítero arrodillado sobre un cojín de terciopelo, con la cabeza entre las manos, de tal forma que la princesa no supo si rezaba o lloraba. Al levantar el rostro y vislumbrar a doña Kristina en el umbral, don Remondo se pegó un susto de muerte.
—No os asustéis, padre, sólo vengo a..., pero por qué tenéis esa cara, ¿os ocurre algo? Todo el mundo espera a los victoriosos cruzados en la catedral. También querrán que vos estéis ahí. Me sorprende encontraros en casa.
Don Remondo sacudió la cabeza:
—No, nuestros cruzados no son victoriosos.
Como si estuviera esperando el comentario para confesar un terrible pecado, comenzó a hablar. Las cosas no habían ocurrido como él y el rey habían supuesto. La flota fondeada en Cádiz se había hecho a la mar en dirección al puerto de Salé, en la costa atlántica marroquí, un poco al norte de Rabat. Los marroquíes, al ver una flota tan impresionante, pensaron que se trataba de naves comerciales, y ése fue el verdadero engaño del capitán García de Villamayor. Era el último día de Ramadán y la ciudad entera estaba en fiestas.
—Nuestros hombres, señora mía, aprovecharon aquellas circunstancias para atacar la ciudad indefensa y cometer todo género de atrocidades, robando y saqueándolo todo, matando a los hombres y maltratando y violando a las mujeres. Al enterarse, el emir Ibn Yüsuf de Fez se presentó en la ciudad con un contingente de fuerzas para expulsar a los invasores. No fue necesario; los cruzados abandonaron la plaza deprisa y corriendo llevándose consigo el botín y los prisioneros.
—Bueno —dijo la princesa—, todo eso es terrible, pero Alfonso tiene el prestigio que esperaba ante sus partidarios europeos.
—Me temo que no —respondió el arzobispo. Le temblaba la voz y tenía el rostro tenso, las venas de las sienes abultadas como gruesas serpientes—. Ni como cruzada ni como conquista, esta toma, o mejor dicho esta rapiña de Salé, le dará a Alfonso el prestigio que esperaba; antes bien, le pondrá en ridículo. Y por si fuera poco, aunque esto no lo sepa todavía, su coronación como emperador del Sacro Imperio no va todo lo bien que él espera.
—¿Cómo que no? —le increpó doña Kristina—. Si no vive más que para eso... He oído que ya tiene nombrada a la corte imperial e incluso anda diciendo por ahí que es también el supremo señor de todos los reinos peninsulares.
Don Remondo se hurgó en los bolsillos del pecho hasta sacar un pequeño pergamino.
—Ya sé que va diciendo eso por ahí. Convocó unas Cortes sólo para anunciarlo, y sé que al rey Jaime I de Aragón no le gusta ni un pelo. Pero ésta es la prueba de que su coronación pende de un hilo. —Le extendió la carta—. Como el rey no viaje a Roma ya, perderá su oportunidad.
—¿Qué queréis decir?
El arzobispo explicó entonces que esa carta secreta, que por distintos motivos ahora estaba en sus manos, era la prueba de que Alejandro IV había pedido al rival del rey, Ricardo de Cornualles, que se presentara en Roma para ser coronado emperador con sus tres votos. El mismo le había recomendado al rey que viajara a Roma, pero Alfonso X, amarrado como había estado con la política peninsular, en concreto al fecho de Salé, y confiado en que ahora nada ni nadie haría peligrar la coronación, no lo había visto necesario.
A don Remondo le temblaba la barbilla: si no viaja a Roma hoy, a más tardar, mañana, su sueño imperial, o mejor dicho, la «obsesión» imperial de su abuela doña Berenguela, la Grande, se irá al traste.
Era la primera vez que doña Kristina oía que el fecho del Imperio era la obsesión de doña Berenguela, lo que llamó enormemente su atención.
—¿Es cierto que esa mujer, «la Grande», como la llamáis todos, era muy enamoradiza?
El arzobispo juntó las manos y, con expresión de amable reproche, le contestó:
—¿Dónde habéis oído eso? Seguro que fue su majestad el rey quien os lo contó. No. Doña Berenguela tenía un enorme anhelo de amor, pero eso no quiere decir que estuviera enamorada de don Rodrigo, ¡que os quede claro de una vez!
Por primera vez, alguien le decía tres frases seguidas sobre la Grande. Después de todo ese tiempo, tenía la extraña intuición de que doña Berenguela era la que movía los hilos invisibles del reino. Así que aprovechó para seguir preguntando.
—¿Don Rodrigo? ¿Os referís a don Rodrigo Jiménez de Rada? Creo que yo conozco a ese hombre... Pero ¿cómo se puede tener anhelo de amor sin ser enamoradiza? —dijo—. También tengo entendido que era una mujer muy hosca.
Con intención de vigilar la llegada de los cruzados, don Remondo se había sentado junto a la ventana. La dulzura de la princesa apaciguaba sus ánimos enaltecidos, y nada mejor que seguir hablando con esa belleza nórdica para olvidar que muy pronto el rey vendría a echarle en cara que él le había instado al saqueo de Salé y que las cosas habían salido mal por su culpa. Tal vez, pensaba, su propio arzobispado peligraba.
—Bueno... La hosquedad —explicó el arzobispo de Sevilla—, como otras muchas expresiones negativas de la personalidad, es muchas veces un medio para ocultar la angustia que produce el no saber amar. La hosquedad es una máscara. En el caso de doña Berenguela, no surgía de ella misma, sino que ocultaba los verdaderos sentimientos: miedo, incapacidad para la ternura. Muchas veces, la propia Berenguela se daba cuenta de que su odio hacia la vida, aquella rabia que surgía de dentro no era realmente «suya». No pasó la vida esperando una princesa del norte, a vos, como piensan todos. No. Lo que esperaba era otra cosa...
El arzobispo hizo una pausa, tomó aire y prosiguió:
—Una mujer que, a pesar de su obligada humildad femenina, gobernó un reino de guerreros, de obispos y de clérigos, de pastores y labradores, de mercaderes y artesanos, ¡todos hombres!..., fue incapaz de controlar algo tan pequeño y sencillo como el amor.
—¿Creéis que no la quería nadie?
—¡Oh, sí! Era un témpano helado, pero yo creo que sí, quererla sí la querían... Su nieto la adoraba. El problema es que no sabía corresponder a ese cariño, y esto la atormentaba mucho. Si trató con dureza a su nuera, doña Beatriz de Suabia, no fue porque pensara que ésta no estaba capacitada para ser reina; y si nunca aceptó a la barragana de Alfonso X, no fue porque sólo quería princesas de linaje. El verdadero motivo es que era consciente de que jamás llegaría a amar a nadie como ellas. Las espiaba, ¿sabéis?... Y lo que más le aterraba, los últimos días de su vida era no poder entrar en el reino del Señor, no hallar la salvación eterna por no haber sabido prodigar una pizca de cariño a los que la rodeaban.
Al escuchar aquellas palabras, doña Kristina se quedó fascinada. Una mujer que no «sabe» o no «puede» amar y que, sin embargo, «desea» amar con toda su alma. Era justo lo contrario de lo que le ocurría a ella desde que llegó a Castilla. Imaginaba lo desgraciada que había sido... ¡Le hubiera gustado tanto conocerla!
—¿Y qué me decís de la plaga de langostas? —aprovechó para preguntar la princesa—. No me negaréis, vos también, que existe. Precisamente, por eso vengo. Creo que Juda-ben-Joseph sabe mucho de ese tema, ¿sabéis donde se oculta?
—No sé dónde se oculta vuestro médico —contestó el arzobispo sin dejar de mirar por la ventana—, pero os confiaré un secreto: soy consciente de que las langostas son una gran amenaza para el reino, desde que tengo uso de razón lo han sido, y no hago más que rezar para que se vayan. Todas las mañanas, aunque la gente desconozca los verdaderos motivos, hacemos procesiones alrededor de las iglesias y exponemos imágenes, seguro que las habéis visto. ¡Yo no sé qué más podemos hacer!
Se quedó un rato pensativo. A continuación, volvió a palpar la carta que tenía en el bolsillo del pecho.
—Son insectos solitarios, pero cuando su población aumenta drásticamente, cambian de comportamiento y se traslada en grandes grupos para devorar vegetales, granos, vestimentas y todo lo que encuentran a su paso. Puesto que el rey tiene puestas sus esperanzas en las plegarias, ha delegado el asunto en mí, ¡como si yo tuviera el poder de hacerlas desaparecer!
—Pero, entonces, ¿qué solución hay?
Don Remondo contrajo el rostro en una mueca de desesperación.
—No lo sé..., no lo sé —sollozó—. En todo caso, lo urgente ahora es que el rey viaje a Roma. Y no sólo porque Alejandro IV haya cambiado de parecer con respecto al asunto del Imperio; Jaime I de Aragón, ya sabéis, el padre de doña Violante, ha manifestado su total desacuerdo con la pretensión del rey de aprovechar la condición de «rey de romanos» para imponer su hegemonía sobre todos los núcleos políticos de la España cristiana.
—Pues entonces tenéis que advertirle —dijo la princesa.
—No puedo; está muy enojado. Opina que soy un incompetente con el asunto de la plaga y, si me ve ahora, me hará responsable del saqueo de Salé y puede que hasta me quite el arzobispado. De todas formas, ya conoce la postura del rey aragonés.
Doña Kristina frunció el entrecejo. De pronto, sintió que algo rebullía en su pecho herido.
—Dadme a mí la carta —dijo—, yo se la haré llegar.
—¿Vos? Bueno..., estamos hablando de un asunto importante. No sé si...
—¿Queréis correr el riesgo de perder el arzobispado de Sevilla?
Don Remondo sacó la carta y la contempló durante unos instantes.
—No —dijo extendiéndosela—. Creo que me voy a ausentar durante unos días, hasta que el rey se tranquilice y se olvide del asunto. Tomad la carta. Decidle que, por algún motivo, la tenéis vos, ya se os ocurrirá algo..., ¿no? Que la lea atentamente y que saque sus propias conclusiones. Si no viaja a Roma, todo su empeño de años y años por ser coronado emperador del Sacro Imperio romano germánico caerá en saco roto.
De camino al alcázar, la carta apoyada contra el pecho, por primera vez desde que dejó Noruega, doña Kristina tuvo la extraña sensación de que volvía a sentir en el brazo ese dolor que no era suyo.
¿O sería una nueva punzada de nostalgia?
Antes de buscar al rey subió a su habitación a descansar un poco. Se descalzó, se tumbó sobre la cama y, cuando estaba a punto de cerrar los ojos, oyó ruido de tambores, gritos y vítores procedentes de la calle: por fin están aquí los cruzados, se dijo. Se puso en pie y corrió hasta el balcón principal para observar el desfile.
El grupo iba encabezado por don Juan García de Villamayor; por orden de Alfonso X, se dirigían a la catedral a dar gracias a Dios por haberles sido propicio en tan piadoso proyecto. Eso decían; pero desfilaban sucios y cansados, arrastrando las lorigas, con un gran botín y muchísimos prisioneros moros para la venta, con las cabezas gachas, mudos y sordos, como si tuvieran miedo, muy pegados a la coracha que unía el alcázar con la Torre del Oro; se sabía que en realidad el rey no les mandaba a dar gracias, sino más bien a suplicar perdón. Y ahora la princesa entendía por qué.
Cuando volvió a su habitación, doña Kristina se dispuso a guardar los escarpines. Al ver que no estaban al pie de la cama, se llevó las manos a la cabeza. Volvió a salir al pasillo, pero ya era demasiado tarde; por fin alguien había conseguido quitárselos.