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Covarrubias, Burgos, primavera 1258

Lo que nunca imaginó la Cerda es lo estimulantes que, con el correr de los días, resultarían los bofetones para doña Kristina. Todo el día de la boda estuvo aguantándose las ganas de llorar y, al caer la noche, pensando en que su nuevo esposo la visitaría, hizo esfuerzos sobrehumanos por animarse.

Se empolvó las mejillas, se soltó los cabellos y, sin dejar de suspirar, se dispuso a esperarle. Pero después de unas horas, cuando la princesa comprendió que el infante Felipe no vendría, se sentó sobre la cama. Mordiendo la manga del vestido de novia, trató de contener sus sollozos. Hasta que comenzó a llorar. Era la primera vez que lo hacía desde que dejó su reino.

Lloró por todo lo que desde ese momento comenzó a añorar. Lloró por los ojos duros de su madre despidiéndola en el puerto de Tönsberg. Lloró por su ternura. Lloró por el olor del frío de Noruega. Lloró por el sonido de los cencerros de las vacas pastando en las laderas nevadas de las montañas. Lloró por esa tierra sin luz. Lloró por el beso de Alfonso X, por su aliento caliente de macho cabrío. Lloró por sus ilusiones desvanecidas, por los asnos listados y los caballos con cuellos como torreones, por el engaño monumental, por el desplante en la noche de bodas.

Lloró por ella. Por aquellos bofetones inmerecidos.

Pero lejos de humillarla o desalentarla, el calor que encendió sus mejillas, mezclado con el sabor salado y reparador de las lágrimas de la noche, dejaron en ella un regusto de gravedad, una determinación y un aplomo que si bien quedaron velados por su timidez y su desconcierto durante un tiempo, con el correr de los días salieron a la luz no sólo abriéndole los ojos sobre todo lo ocurrido, sino también desbaratando la relación de poder existente hasta el momento entre las dos mujeres.

Poco después de la boda, doña Kristina y su esposo, el infante don Felipe, junto a dueñas, damas de compañía y otros cortesanos, se dirigieron a su residencia de al-Ándalus. Pero antes el infante tenía que zanjar unos asuntos en Covarrubias, hermosísima villa cercana a Burgos, recostada en las estribaciones de las Mamblas, en donde había sido abad. Así que decidieron pasar allí un tiempo.

Por la mañana, doña Kristina y algunas damas escuchaban misa en la Colegiata. Construida en piedra caliza de la región, extremadamente blanca, era en su interior un templo lleno de luminosidad, una catedral en miniatura, y la noruega encontraba mucha paz rezando allí. Por la tarde, muy pegadas a la muralla paseaban a orillas del Arlazón, cogiendo frutos silvestres hasta llegar al puente romano. Doña Kristina le había contado a Mafalda que su esposo no la había visitado en la noche de bodas y, desde entonces, la vieja andaba huraña e inquieta, no paraba de recoger hierbas, plumas de aves, cáscaras de huevo, pieles de serpiente y porquerías de ese estilo.

Y una de esas tardes de paseo, emergió como un fantasma de entre unos juncos del río. Haciendo gancho con el dedo, le pidió a la princesa que se acercara. Le dijo que el infante don Felipe andaba solo por allí, y que, por la mañana, en el desayuno, le había dado a probar un bebedizo por el que caería rendido ante ella nada más verla.

Con el corazón alborotado, rozagante como un melocotón, la princesa se despidió de las damas de compañía y se acercó al lugar indicado.

Era verdad que el infante estaba allí, pero no que la esperara, ni que estuviera solo. Sobre una pradera cercana a la orilla del río, retozaba con una mujer. Al vislumbrar la escena, la sonrisa de doña Kristina se congeló. Quiso huir, pero entonces le asaltó la duda: ¿quién era esa mujer? Siguió observando: era una de sus damas de compañía, una mujer pelirroja de risa vibrante, tendría que haber percibido en aquella risa el sonido triunfal de la traición. Ahora, hasta sus propias amigas la engañaban, y quién sabe si Mafalda no la había hecho ir allí para mofarse de ella. Sentía que la rabia ascendía dentro de ella, junto a la impotencia, y fue incapaz de moverse hasta un buen rato después.

Al día siguiente, cuando la dueña Mafalda le preguntó si el bebedizo había surtido efecto en don Felipe, ella respondió que sí. También quiso saber si el infante había estado fogoso y ella respondió igualmente que sí. La princesa añadió:

—Estoy tan contenta que he decidió erigir una capilla a mi santo Olav en ese claro del bosque.

A lo que las damas de compañía bajaron las cabezas y callaron.

Dos días después prosiguieron el viaje hacia el sur. Ya les habían hecho «alegrías» en otras villas cercanas, pero en Sevilla el recibimiento fue espectacular. Nada más entrar en la ciudad, por todas partes comenzaron a afluir judíos, moros y cristianos dispuestos a ver y «tocar» a la noruega. En el Guadalquivir, los barcos hicieron un simulacro de batalla naval como años atrás habían hecho las galeras del almirante Bonifaz, y en la orilla, hombres y mujeres bailaban al son de trompas y atabales. Todavía en el camino de Aznalfarache, antes de que los infantes cruzaran el puente de Triana, los ricos hombres y caballeros sevillanos portaron un palio brocado en oro bajo el que entraron los infantes. Pasearon por las calles cubiertas de paños mientras las mujeres y los niños los recibían entre vítores. La ciudad entera, sabedora del nuevo enlace, salió al encuentro de la princesa con fiestas y celebraciones.

Y es que el pueblo, oprimido por una economía en ruinas, descontento con la lejanía del rey y harto de guerras, estaba hambriento de ídolos a los que adorar. Se había corrido la voz de que, en el brevísimo tiempo que la princesa noruega pasó en Valladolid, había hechizado a las gentes con sus encantos y su belleza, algo que tal vez sólo mínimamente la alemana doña Beatriz de Suabia había conseguido años atrás.

Doña Violante, que también había salido a saludarla, observó el recibimiento con cierta turbiedad en la mirada y el aire atónito de los envidiosos (a ella, cuando llegó a Sevilla, nadie le había hecho ningún homenaje...), sin atreverse a expresar queja alguna.

Últimamente sus celos y su mala voluntad se habían recrudecido y, una vez asentada en tierras sevillanas, andaba de un humor de perros.

La corte estaba instalada en el palacio gótico de los alcázares, erigido por Alfonso X sobre los restos de un palacio musulmán, y que tenía un patio en forma de crucero que cubría un jardín subterráneo, rehundido con albercas bajo galerías apuntadas que simbolizaban los ríos del Edén islámico. A esta residencia sevillana, el rey gustaba de llamar pomposamente regia imperatoris o «residencia imperial». Estos espacios abiertos y luminosos, circundados de más jardines con árboles frutales y palmeras de todos los tamaños, por donde paseaban patos y faisanes, agradaron mucho a la princesa; pensó que por allí su imaginación dejaría de ver oscuros bultos agazapados en los rincones.

A esas alturas se había dado cuenta de que el infante don Felipe nunca había estado enamorado de ella y que su venida a Castilla sólo había sido una burda maniobra del rey para conseguir el apoyo de Haakon IV en el fecho del Imperio. A la mañana siguiente de llegar a Sevilla, don Felipe volvió a marcharse. En cuanto al rey sabio, lo único que parecía moverle era esa estúpida obsesión de convertirse en emperador. Al principio, la princesa seguía acordándose del beso y de las caricias, se ruborizaba hasta las orejas con tan sólo pensar en lo ocurrido; pero pasó el tiempo y, sobre todo, desde el incidente de Covarrubias, empezó a ver todo aquello con otros ojos.

Puesto que el motivo que la había traído a Castilla era el Imperio, odiaba el Sacro Imperio romano germánico, y ese odio era prácticamente lo único que la ataba a aquella vida absurda. A menudo pensaba que si estuviera en sus manos, el rey «nunca» llegaría a ser coronado emperador.

A poco de llegar quiso saber del paradero de Juda-ben-Joseph. No es que ardiera en deseos de verle, en el fondo era un tipo extravagante y rácano, pero su alta frente sesuda escondía muchos secretos. Tantos que por eso había huido nada más llegar a Valladolid, estaba segura. Ante todo la princesa quería saber qué es lo que sabía el médico de la plaga de langostas y qué relación tenía ésta con el monasterio de las Huelgas y con doña Berenguela, la Grande. Quería saber para qué diablos la habían hecho venir a Castilla y por qué estaba todo el mundo tan interesado en apoderarse de sus escarpines.

Juda-ben-Joseph ya no rendía servicios en la corte y nadie le había visto últimamente, pero le dijeron que, siendo judío, seguramente lo hallaría en la judería.

—¿Y dónde está esa judería? —preguntó.

—Ahí cerquita —le indicaron unas dueñas desde uno de los balcones del alcázar—, entre San Nicolás y San Esteban. Pero es sucia y fea y está llena de mala gente... Además, hace mucho calor, mejor que no vayáis.

—Y entonces, ¿qué queréis que haga durante todo el día?

Las dueñas la miraron extrañadas.

—Pues lo mismo que todos aquí en verano; suspirar y esperar a que llegue la noche, buscar el frescor en las iglesias, pasear por los jardines, pero despacio, hasta que se haga la oscuridad.

Era verano y hacía mucho calor (un calor que ascendía desde el suelo como llamaradas de fuego), pero la princesa no tuvo paciencia para esperar a la noche. Calzada con sus escarpines (sin ellos no hubiera podido salir, era consciente), salió del recinto de los alcázares y se echó a caminar siguiendo el lienzo de la muralla con dirección a la judería. Lo primero que hizo fue detenerse a contemplar la enorme torre de la catedral (¿un campanario?) que asomaba a lo lejos. Quedó pasmada; una rampa para subir a caballo y tres manzanas doradas en la cúspide que arañaban el cielo, nunca había visto nada igual, en su reino las iglesias eran de madera. La gente, provista de candelas y hachas de cera, disfrazados algunos como ángeles, otros encapuchados, se agolpaba en la puerta. Y de pronto, salió una litera sobre la que había una imagen, precedida por unos mozos con incensarios. La muchedumbre comenzó a moverse siguiendo un ritmo concreto con los pies, algunos gritaban y muchos lloraban. La princesa se detuvo a mirar todo aquello sin entender nada y luego siguió su recorrido.

Dejó atrás más iglesias y plazas, y siguió el trazado irregular de la ciudad, hasta introducirse en una calle muy angosta flanqueada de casas de tinte amarillento, con ajimeces moriscos y arcos de herradura.

Formaba la judería un barrio aparte separado por murallas del resto de la población, con sinagogas, tiendas de especieros en la Azueica, baños cerca de la calle Pedregosa, bodegas, algorfas de buen grano, hornos, tahonas en la calle de Rodrigo Alfonso y tiendas de cambiadores en la alcaicería.

Todo esto se lo había contado el médico Juda-ben-Joseph durante el viaje; lo que nunca le dijo es que la judería no era un lugar apropiado para una princesa noruega.

Había entrado por la puerta de San Nicolás y, de momento, no le había gustado mucho lo que había visto. De tanto en tanto, la gente se asomaba a los balcones para hacerle aspavientos y le gritaba palabras que ella no comprendía. Frente a las casas de aspecto sucio y maloliente, había tiendas de mercaderes de seda y de especias, y tuvo que taparse la nariz con la mano.

Pero por más que intentaba evitarlo, el olor se colaba por cada grieta de su piel, por cada resquicio de su ropa y de su cabello. Desde que llegó a Sevilla, ese aroma amargo (ella no sabía que era una mezcla de jengibre, nuez moscada, perfume de rosas, azahar y aloe) parecía impregnarlo todo. Pero no era la primera vez que lo percibía; recordó que más de un año atrás, cuando todavía estaba en Bergen, cada vez que Juda-ben-Joseph entraba en su cámara de la Haakonshalle para tratarla de su dolencia del brazo, ese mismo aroma quedaba flotando por la estancia durante unos días. ¡Si entonces hubiera sabido todo lo que iba a ocurrir!

Llegó a una plaza espaciosa, rodeada de casas blancas con azoteas, bulliciosos portales en donde vendían pescado, frutas, hortalizas y carne. Pero aquello, lejos de agradarle, le produjo repugnancia: los carniceros cortaban la carne allí mismo, y los trozos se llenaban de moscas. Hasta que no llegó al horno público, el olor anterior no se disipó. Ahora olía a pan caliente y esto la reconfortó un poco. Siguió caminando, o más bien, arrastrando su cuerpo —cada vez hacía más calor y aquel olor le había revuelto el estómago— a través de un arco que desembocaba en una calle estrecha con arquillos y tiendas bajas con aspecto de madrigueras de conejo, en donde los mercaderes exhibían sus objetos de comercio y sus sonrisas desdentadas. Todos la tocaban al pasar. Comenzó a deambular entre odres repletos de sal, observando con curiosidad los cestos de mimbre llenos de higos, dátiles y panales de miel. Los vendedores sentados en el suelo vociferaban palabras incomprensibles; algunos se dirigían a ella, pero más que hablar parecían ladrarle.

Aceleró el paso y, bajando hacia la colación de San Esteban, tomó la calle de la Espartería para llegar a otra mucha más estrecha, llamada de la Alfóndiga.

Por fin llegó a una sinagoga, en donde sólo había hombres arrodillados que emitían un monótono lamento y se inclinaban hacia delante con rapidez y agilidad. Al entrar, creyó morirse de calor. En su cabeza comenzaron a mezclarse el murmullo de las plegarias, los gritos de las gentes, la luz tamizada, el olor sofocante, el zumbido de las langostas, tal vez era el de los rezos. Comenzó a vocear el nombre de Juda-ben-Joseph para ver si alguien levantaba la cabeza. Pero estaba mareada, todo le daba vueltas y, arrastrando su cuerpo, salió de la sinagoga y se desplomó junto a la puerta. Varias viejas, embozadas en su túnica marrón, acercaron sus rostros oscuros y pringosos a su cara, le palpaban la ropa y le metían los dedos por el cabello.

Las viejas no paraban de hablar entre ellas, seguían revoloteando a su alrededor, y entonces comprendió: querían quitarle los escarpines. De haber tenido fuerzas se habría levantado para gritarles, las hubiera espantado como si fueran moscas. Pero seguía mareada y era incapaz de mover un dedo. Dos o tres mujeres más se sumaron al grupo. De vez en cuando sacaban un brazo de la saya para ofrecerle dátiles y dulces; pero ella no tenía hambre, y se aferraba a las sandalias. Si acaso sed, tenía mucha sed, ganas imperiosas de beber, «vann, vann»,[4] balbuceaba. De pronto notó que la tumbaban, que unas manos huesudas y ásperas le aflojaban el cuello de la saya, le acarician el rostro, y que un chorro de agua helada le caía sobre la cabeza.

Se incorporó de golpe y, al mirarse los pies, se dio cuenta de que le faltaban sus escarpines. Frente a ella, la vieja que se había apoderado de ellos forcejeaba con otra que quería arrancárselos de la mano. Se interpuso entre ellas y comenzó a golpearlas con furia, «mine sandaler. Ikke la noen ta mine sandaler!»[5] hasta que logró recuperarlos. La saya hecha jirones, los cabellos cayéndole por la cara, salió todo lo rápido que pudo. Ya sólo pensaba en volver a su fresca habitación del alcázar, pero al llegar a una plaza se vio obligada a detenerse. Un grupo de gente, apelotonada para escuchar los versos de un juglar, le impedía el paso. No estaba dispuesta a vivir más emociones aquel día, pero, de pronto, le pareció escuchar que el juglar, un extraño tipo con barba y luenga cabellera, vestido con capuchón y traje variopinto, hablaba de la reina doña Berenguela, la Grande.

Aguzó el oído. La rima, acompañada por el tañer de una vihuela, decía algo así como:

Doncellas, escuderos, burgueses, ciudadanos

y otros muchos aldeanos,

al ver que en el día de su entierro,

la Grande había sonreído,

sospechaban que no había fallecido,

y que su nieto, el rey, y las monjas,

¡oh, malditas vírgenes alevosas!,

oculta en las Huelgas la tenían

sin que nadie de ello supiese

a la pobre reina Berenguela.

Y en las noches de luna llena,

cuando el rey la llevaba al castillo,

y sólo se escuchaba el ladrido de los perros,

gustaba de asustar a todos paseándose

en camisa de castidad por el pasillo.

No estaba segura de si había entendido bien, pero aquello la dejó confusa. ¿Doña Berenguela, la Grande, paseándose en camisón de castidad en las noches de luna llena? ¿Escondida en las Huelgas?

Al entrar en el recinto de los alcázares, al pie del palacio gótico, estaba tan extenuada que volvió a desmayarse. Al abrir los ojos vislumbró el rostro enfurecido de doña Violante discutiendo con la dueña Mafalda.

Le decía que la muy necia se lo tenía merecido, por salir sola con este calor, y que, de ahora en adelante, iba a ser ella quien se ocupase de que no escapase, guardando la llave. Mafalda, por su parte, argumentaba que la pobre noruega tenía que airearse, todo el día de su habitación a la alberca, de la alberca a su habitación, sin hombre que la atendiera, porque el infante Felipe estaba «a por uvas», y que no había viajado durante más de ocho meses para tener esa vida de monja, pobre mujer. ¿O sí había viajado ocho meses para tener esa vida de monja?

Esta conversación tuvo lugar delante de la princesa Kristina sin que nadie le explicara ni le preguntara nada, como si fuera un animal, y de pronto, por primera vez desde que llegó a Castilla, se escuchó su réplica. Se incorporó apoyándose sobre los codos, tomó aire y dijo:

—Nadie tiene que guardar la llave porque, de ahora en adelante, no pienso salir de mi habitación —dijo.

Y así fue; la princesa, firme en su decisión, se hacía llevar la comida y no salía ni para rezar a su santo Olav.

Al cabo de dos semanas de encierro, algunas damas de la corte se atrevieron a hablar con el rey. Desde que la princesa noruega no vivía entre ellas, doña Violante iba de un lado a otro del alcázar como gallina que está a punto de poner un huevo. Eso decían las damas, el alférez real y el mayordomo, el camarero, el copero y el repostero, también lo decía el infante Fernando y la infantilla Berenguela, que ya tenían edad para juzgar, los escribanos y, aunque nadie le había dado vela en este entierro, el almojarife mayor, es decir, prácticamente la corte entera. Alguien dijo que la reina se había vuelto más húngara de condición, pero eso era discutido porque, en puridad, la húngara era la madre y no ella, ella era aragonesa; y otros comentaban que de tantos celos se le estaba rizando el pelo que tenía por el cuerpo.

En realidad, estaba aburrida. Ni el rey —ocupado con el fecho del Imperio y últimamente con la expedición contra el norte de África— ni las damas de la corte, ahora del lado de la noruega, le prestaban atención. Desde el encierro de doña Kristina, la Cerda adquirió la costumbre de acecharla. La princesa no salía más que para ir a las letrinas, pero en cuanto se oía movimiento de puertas, allí estaba la reina, sonriente como una perra, esperando a que saliese, observando con ese aire de profunda e intensa perplejidad de los perros.

Y aunque nadie decía abiertamente que ya era hora que doña Violante pidiera disculpas, era algo que se mascaba en el ambiente. Las damas no eran las únicas que echaban de menos la compañía de la princesa noruega.

Por las tardes, el pueblo se agolpaba bajo su balcón y, al no verla, lanzaba tomates a la ventana del rey.

La cuestión del encierro se resolvió de manera sencilla. Un día, las damas rogaron a doña Kristina que acudiera a bordar al patio del Yeso. A lo que ella dijo que de buen grado iría, siempre y cuando fuera doña Violante quien se lo pidiese. Esto llegó a oídos del rey, y a doña Violante no le quedó más remedio que ir a suplicar perdón. Ese día, justo antes de volver a meterse en su habitación, doña Kristina se volvió para mirarla.

Era la primera vez que lo hacía en todo el tiempo que había estado encerrada: ojos de un extraño color verde, profundos, intensos, sombreados por larguísimas pestañas, hundiéndose en ojos de mujer vencida por las circunstancias.

Fue una sola mirada, pero bastó para que la relación entre las dos mujeres cambiase.

Desde entonces era la noruega la que tenía la sartén por el mango. De la noche a la mañana, doña Violante comenzó a tratarla con un respeto que nunca en su vida había mostrado hacia nadie. El tabuco ventanero del castillo había sido sustituido en el alcázar por la alberca rectangular del patio del Yeso, rodeada de arrayán y buganvillas, junto a una galería de paños calados. Era éste un lugar fresco en verano y caliente en invierno, donde las damas cosían, hilaban, cardaban o tintaban vellones, se peinaban unas a otras y charlaban de lo que acontecía en el mundo. A doña Kristina le gustaba ir porque allí las mujeres se mostraban más alegres y deslenguadas.

Mientras la dueña Mafalda amenizaba las tardes con sus picardías y crudezas y con sus historias sobre demonios fornicadores, o lanzaba versos y recetas para el mal de oído (según ella, sólo se ahuyentaba con vahos de ajenjo e hiel de buey), la princesa les contaba historias sobre su Noruega natal. A cuarenta grados a la sombra, con el murmullo de las fuentes de fondo, les hablaba del reino de los hielos, el suyo, en donde el mar está cubierto por un blancor azul e imperturbable que no descansa nunca de la luz.

Poco a poco, la enérgica serenidad de la princesa se afianzó y ya no tenía que ir a las cocinas a escondidas para coger la comida. Si quería alimentar a los pordioseros, hacía sonar una campanilla, venía una criada y ordenaba que trajeran pan. Cuando quería salir a la calle, no tenía ni que preguntar. Simplemente se calzaba sus escarpines y salía. Pasaba mucho tiempo fuera, a veces el día entero, visitando a la gente: estar fuera del palacio, ocupada en recorrer las calles, era lo único que la ayudaba a espantar la incipiente melancolía.

Lo que más se comentaba en la alberca era del empecinamiento del rey por convertirse en emperador, la amargura de la reina doña Violante y lo apocado que era el infante don Felipe, que, después de varios meses de casados, todavía no se había atrevido a tentar a la princesa.

De este tema se hablaba por todas partes. Alfonso X había compensado a su hermano con los señoríos de Valdecorneja y con las villas de Piedrahíta y el Barco por renunciar a las cuantiosas rentas del arzobispado de Sevilla para casarse. Visitando estas posesiones había pasado don Felipe ya bastante tiempo, y se decía que en cualquier momento volvería a Sevilla para atender a su esposa y consumar su matrimonio. Mientras tanto, la castidad de la princesa noruega alimentaba las charlas y las murmuraciones no sólo de las dueñas, sino de todas las damas de la corte, de los caballeros y los oficiales. Se decía que el matrimonio había sido una mera transacción y que el infante, dueño ya de sus nuevos señoríos y villas, no tenía ninguna intención de ir más allá.

Por fin un día volvió el infante don Felipe. Por la mañana, él y doña Kristina pasearon por la sombra fresca de los jardines del alcázar, dieron de comer a los faisanes y a los patos, charlaron de todo y nada. Después del almuerzo, don Felipe se retiró a dormir la siesta. Cuando la princesa volvió a preguntar por él, el mayordomo mayor le dijo que no estaba en Sevilla para atenderla. Se estaba preparando una Cruzada contra los sarracenos del norte de África y había que construir naves, disponer pertrechos y hacer nuevos nombramientos; don Felipe estaría ocupado con todo ello ayudando al rey y al arzobispo don Remondo durante un tiempo.

—¿Os tentó? —le preguntó la dueña Mafalda.

—Bueno..., al bajar el escalón de una de las albercas, me tendió su mano.

Mafalda miró a un lado y a otro.

—Me refiero a... —se cogió ambos pechos con las manos, los subió y volvió a dejarlos caer—, me refiero a...

Antes de que siguiese hablando, doña Kristina sacudió la cabeza.

—Dicen que cuando ama, es feroz como el propio demonio —susurró Mafalda.

—¿Feroz? —No era la primera vez que la princesa escuchaba aquel comentario, que ya empezaba a inquietarla.

Doña Mafalda se le acercó al oído, se puso de puntillas y volvió a susurrar:

—Le viene de la abuela... Dicen que también doña Berenguela lo era, con los hombres, claro está, y que lo que más le gustaba era salir al amanecer para retozar sobre el rocío...

Pero cuando la princesa quiso ahondar en el tema, Mafalda ya se había escabullido entre los cipreses del jardín.

Había dos temas intocables que, por mucho que la princesa intentaba sacar en la alberca con las otras damas, quedaban siempre sin esclarecer. Uno de ellos era, precisamente, el de doña Berenguela. Tan pronto salía el nombre, flotaba en el aire un respeto silencioso, una emoción contenida, igual que cuando se hablaba de Dios, del destino del hombre o de la enfermedad de un rey. Una vez, la noruega le había preguntado a Mafalda por aquellos versos que oyó en la plaza; quiso saber si era verdad que doña Berenguela había sonreído en el día de su entierro. ¡Pues claro!, le dijo la vieja, como que estaba viva.

—¿Viva? —le preguntó la princesa.

—¿Viva? ¿Quién ha dicho viva?

—Vos acabáis de decirlo.

—Pues si está viva o...

Pero antes de que Mafalda pudiera dar comienzo a sus incongruencias, doña Kristina la hizo callar.

Sin quererlo, empezó a asociar aquellos bultos oscuros que surgían por los rincones con la habitación misteriosa de Valladolid. ¿Y si la abuela estaba viva? ¿Y si el rey la tenía encerrada para que no desvelase algún secreto del reino?

Otro tema era el de las langostas. La plaga llevaba tantos años apareciendo y desapareciendo que ya nadie se molestaba en sentir miedo. Sí, hay muchas langostas, le decían, pero es que estamos en el sur, y en el sur de Europa hay tábanos, avispas, cucarachas volantes y ciempiés. Alimañas chicas y grandes, añadían, y se carcajeaban un poco de ella...

Pensando en estas cosas, la angelical dulzura del carácter de doña Kristina se iba alterando poco a poco; sobre todo desde que el día de su boda, las monjas habían irrumpido en la ciudad para advertir a todos de que algo grave iba a ocurrir. Ella no había entendido a qué se había dedicado con tanto ahínco doña Inés Laynez, qué jaulas se habían abierto y de qué soledad se hablaba, pero cada vez era más evidente que había un problema con las langostas, y que a ella, por algún motivo, intentaban ocultárselo.

Mientras tanto, la ciudad se llenaba de huestes y caballeros venidos de allende. Todo estaba listo para la primera parte de la Cruzada africana.