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Valencia, 1258

Quedaban dos días para la celebración de los esponsales, y esa noche, el rey, que había pasado la tarde un tanto remolón, haciendo montoncitos con las cartas de don Rodrigo, no aguantó más. Se había librado de la princesa, pero no de esa «otra» princesa, la de los correos del arzobispo, que seguía dando vueltas por su cabeza como león enjaulado. No le quedó más remedio que abrir una de las cartas. Sujetándola entre las manos temblorosas, comenzó a leer en voz alta: «Mayo de 124... Dulcísima señora...».

No tuvo ni un solo pensamiento acerca de cómo era posible que siguieran llegando las cartas de Noruega, sobre quién las escribía...

Hace ya un tiempo que llegó a Noruega la comitiva castellana enviada por el rey Alfonso X para pedir la mano de la princesa doña Kristina, y durante todo este tiempo, tanto los padres como ella misma se han mostrado reacios a su partida. La repentina muerte del corregente Haakon, el joven, los ha echado atrás (los reyes no quieren «perder» a otra hija), y por otro lado, la princesa sigue sin encontrarse bien de su dolencia. Los reyes opinan que, teniendo en cuenta las prendas de que está adornada su hija, el trigo de Castilla es insuficiente como moneda de cambio.

Lamento informaros de que los miembros de la comitiva están pensando seriamente en regresar a Castilla con las manos vacías y si...

Alfonso X arrojó al suelo esa carta y saltó en el tiempo tomando otra:

Dulcísima señora:

Me es grato deciros que las cosas están cambiando de cariz. Y vuestro médico, Juda-ben-Joseph, es el que tiene todo el mérito. No sólo ha conseguido que la princesa mejore considerablemente de su dolencia, sino que acaba de convencerla, a ella y a sus padres, de que acepte el ofrecimiento de vuestro nieto.

Yo no sé muy bien lo que ha dicho ese médico judío (¿quién es?), pero debe de ser un hombre de gran ingenio. Ahora la princesa dice estar firmemente convencida de que tiene que unir su «carne» a la del rey castellano para curarse. Afirma que su solo consentimiento ya la ha hace sentirse mejor. Mañana iremos a...

Sin acabar la carta, el rey, nervioso, tomó una tercera, la última:

Hoy quiero hablaros, dulcísima señora Berenguela, de los escarpines que le he regalado a la princesa justo antes de que partiese.

Hace unos años, allá por el 1186 ó 1187, en Castilla, cuando vos erais una niña y aún vivían vuestros respetables padres, los reyes don Alfonso VIII y doña Leonor Plantagenet, empezó a ponerse de moda entre las mujeres el mandarse confeccionar unos costosísimos escarpines de cordobán, con el talón al aire y suela alta de corcho, a imitación de los que había llevado una dama de la nobleza llamada Teresa Petri, para aislar los pies de la humedad o la lluvia, o para protegerlos de elementos que podían resultar incómodos o causar alguna molestia por el contacto directo con el suelo, tales como guijarros, arena y sobre todo insectos.

Habréis oído hablar de doña Teresa Petri; al morir su esposo, esta noble dama fundó el monasterio cisterciense de Santa María de Gradefes, en León. A esta casa bernarda se retiró y vivió hasta el momento de su óbito.

Pues bien, convencida de que su lujoso calzado la había ayudado mucho en vida, mandó enterrarse con los escarpines en Gradefes. Y aquí comienza, dulcísima señora, lo interesante de la historia que tal vez vos ya conozcáis y que pasaré a relatar en mi siguiente correo.

Antes tengo que deciros que en el momento de nuestra despedida, de todo esto no le conté ni una palabra a la princesa Kristina. Simplemente le dije, pensando en la plaga de langostas, que en Castilla le serían de mucha utilidad contra los insectos y le pedí que los aceptara como recuerdo mío.

Tampoco le conté que encontré los escarpines en tierras toledanas, próximas a mi castillo del Milagro; piensa que los mandé confeccionar expresamente para ella y creo que por eso los aprecia especialmente.

Terminada esta carta, Alfonso X buscó entre el montón alguna posterior. Pero era la más reciente y comprendió que, para seguir sabiendo algo sobre los escarpines, tendría que esperar a que llegase una nueva.

Fijó la vista en el suelo. Al meditar más profundamente sobre lo que acababa de leer, de pronto había recordado algo que su mente había borrado por completo. Su madre, a punto de morir, le había pedido que fuera a buscar unos escarpines escondidos por ella misma a orillas del Tajo, encomienda que, por absurda, nunca acometió. Por la descripción, parecían los mismos, y recordaba que doña Beatriz le había dicho que una mujer se los había entregado cuando llegó a la corte de Castilla, allá por el año 1219. ¡Mi pobre madre...! Pero ¿qué tendrá que ver ella con todo esto? Volvió a rebuscar entre el manojo para comprobar que no había ninguna carta posterior. Nada.

En rigor, apenas había reparado en el calzado de doña Kristina. Sí se había percatado de que su esposa la Cerda había intentado quitárselos el día del encuentro, y que alguna que otra dama de la corte se quedaba mirándole los pies con arrobo.

Así que esa misma noche, la víspera de la boda, decidió ir a echarles un vistazo. Ante todo le interesaba comprobar si lo que decía la carta era verdad, es decir, si la princesa tenía esos escarpines de cordobán que le había regalado don Rodrigo Jiménez de Rada, los que su madre le había pedido que buscara justo antes de morir. Porque si así era, si coincidían con la descripción del arzobispo, ¿qué misterio escondían esos escarpines?

Era la segunda vez que entraba en la habitación de la princesa. La sorprendió tejiéndose la trenza maciza junto a la ventana, digna y discreta, en un silencio y una paz interior pasmosas, teniendo en cuenta que no habían pasado ni veinticuatro horas desde que le habían anunciado que ya había una reina en Castilla, que, por tanto, ya no podía desposar al rey y que, en realidad, había hecho ese larguísimo viaje para casarse con otra persona.

Pero la noruega era así; no decía nada. En el fondo, nadie sabía si era feliz o desgraciada, hambrienta o ahíta. Con la excusa de que venía a darle su bendición para la boda, comenzó a buscar los escarpines.

—¿Estáis contenta? —le preguntó echando un vistazo a un lado y a otro.

Ella bajó los ojos y se azoró un poco.

—Claro —dijo.

—Mi hermano el infante don Felipe es muy buen partido —prosiguió el rey abriendo un armario y echando un vistazo en su interior—. ¿Os dije que a los doce años era ya canónigo de Toledo y poco después beneficiado de Burgos, abad de Castrojeriz, abad de Valladolid y señor de Covarrubias? Ha pasado por la Universidad de París, y ha sido escolar de la Sorbona.

Cerró el armario y abrió un cajón, y luego otro, y otro más. Se acercó a ella; exhalaba una dulce fragancia a rosas, y su belleza apabullante le ofuscó un poco.

—Junto a él tendréis una vida de esplendores. ¿Os mencioné que ha sido discípulo de Alberto Magno?

El rey siguió con su pesquisa. Arrastró muebles, tiró libros al suelo, levantó los cortinajes, mientras doña Kristina le observaba perpleja. En realidad, estaba tan concentrada en lo que tenía que decirle, que no se daba cuenta de que le había puesto la habitación patas arriba.

—¿Sabéis quién es Alberto Magno? —preguntó.

—No —dijo ella.

—No importa. De qué nos sirve saber quién era ése. Lo importante es que estéis contenta. ¿Estáis contenta?

—Mucho, pero... creo que no puedo desposar a vuestro hermano. —Tragó saliva y esbozó una sonrisa tímida—: El beso, majestad.

Alfonso X puso cara de no entender.

—Vos y yo...

—Es tarde —farfulló el rey en cuanto cayó en la cuenta de lo que hablaba, sin dejar de mirar en derredor—, me tengo que ir, ¿os dije que Felipe es un amante feroz?

La noruega se puso colorada. Observó los movimientos del rey, su búsqueda frenética. De pronto, al darse cuenta de lo que buscaba, se puso en pie, avanzó hacia la cama, se arrodilló y sacó los escarpines de debajo.

Al verlos, el rey se abalanzó sobre ella. Pero con un gesto rápido, la princesa se hizo a un lado. Parecía una pelea de niños.

—Yo sólo quería saber si estáis contenta —disimuló Alfonso X.

La princesa abrió el armario y lanzó el calzado dentro.

—Mucho —dijo aguantándose las ganas de llorar.

—Pues eso es lo que importa —contestó él.

—Sí —dijo ella.

Al día siguiente, en las proximidades de la colegiata de Santa María de Valladolid, todo estaba preparado para los esponsales. Los árboles lucían guirnaldas de papel, y las calles, cubiertas de paños de oro y seda, barridas y regadas, ya no olían a mugre, ni a hollín, ni a coliflor cocida, ni a grasa de cerdo como era habitual. Habían instalado barriles del mejor vino, tenderetes de entretenimiento con bizcochos y refrescos, rosquillas y montañas de fruta apilada. Del interior de la iglesia salía una música celestial de chirimías y en la puerta se agolpaban cortesanos, damas y caballeros, sin faltar el pueblo con su lealtad y su espontaneidad, ni la nobleza, ni las representaciones de villas y ciudades.

Los primeros en llegar cogidos de la mano fueron los reyes. Él vestía manto carmín sobre túnica oscura; ella, saya azul turquí, toca coronada, largo velo y manto de armiño bordado en oro. Luego llegaron los hijos de los reyes, los hermanos del rey, don Remondo, que sería el prelado oficiante, y por último, el novio, don Felipe, que era el más elegante: saya de tela adamascada de dibujos verdes sobre fondo claro, forrada de una seda de color amaranto, espuelas de oro y, sobre la cabeza, una especie de solideo bordado con perlas sobre el que destacaban, alternados, los medallones con el león y los medallones con el castillo.

Pero a quien el pueblo de verdad deseaba ver era a la princesa noruega. Durante hora y media, la familia real, junto a una muchedumbre que masticaba bizcochos para ahuyentar la impaciencia, esperó con la vista puesta en el castillo, pues de ahí estaba previsto que descendiera sobre su corcel.

Por fin, cuando las masas ya empezaban a inquietarse, surgió un punto en la distancia. Era la dueña Mafalda, que —el rostro desencajado y echando los bofes—, descendía la colina trotando como una perra coja. Se plantó frente al rey y quedó jadeante. Como no decía nada, él preguntó si la princesa estaba lista; ella respondió que sí; le preguntó si venía por el camino; ella contestó que no.

Alfonso X tomó a la criada por las solapas (me dais dolor de cabeza, Mafalda, hablad claro de una vez u os clavo la espada). En realidad, hasta ese momento, no se había parado a pensar en todo lo ocurrido desde que la princesa había llegado a Castilla. De pronto, en su mente, mientras hacía esfuerzos por leer en los ojos extraviados de la vieja bruja, se agolparon los acontecimientos de los últimos días: su tibio recibimiento, los maltratos de su esposa, el repentino cambio de planes. ¿Cómo iba a presentarse la princesa en la iglesia después de todo eso?

Se preguntaba si ese reino noruego del que procedía, a pesar de sus fríos, de su blancura de pan y hostia, no tendría otras normas, algo remoto y turbulento que lo hacía infinitamente superior.

—¿Cómo decís?

—¡La han capturado!

Entonces, recobrado el aliento, la criada explicó atropelladamente que el cuarto de la princesa estaba cerrado con llave y que pensó que estaba vistiéndose, que necesitaba estar sola; pero después de una hora sin oír nada, viendo lo tarde que se estaba haciendo y pensando que allí la gente podría estar harta de comer bizcochos, se decidió a tumbarla.

—Bueno, no es que me decidiera a tumbarla, es que la tumbé. Cuando entré, no di crédito a lo que vi.

—¿Qué?

—Estaba rodeada de brujas.

—¿Brujas?

La dueña Mafalda quedó cavilando:

—¿O serían monjas...?

El pueblo que, sin oír nada, algo intuía, comenzó a emitir silbidos en señal de queja. El anuncio de la boda de un miembro de la monarquía con la princesa noruega había conseguido apaciguar durante unos días los ánimos, que ahora volvían a encenderse con la repentina ausencia de la novia. Subido a un poyete, el propio Alfonso X tuvo que tranquilizarlos diciendo lo primero que se le ocurrió: que la princesa era muy devota de un santo noruego, que estaba rezándole y que enseguida vendría. Luego cogió a la dueña y la hizo a un lado.

—¿Y qué hacían allí esas lo que fueran? —le preguntó.

—Dijeron que venían de las Huelgas, de parte de la abadesa doña Inés Laynez; por lo visto, ésta le había prometido a vuestra abuela doña Berenguela interceder ante Dios por su salvación eterna a cambio de que le permitiese algo así como «experimentar». —Se calló durante unos instantes y se rascó la sien con un dedo nudoso—. ¿O dijeron «salpimentar»? Ahora dudo. El caso es que, no se entiende muy bien por qué, pero lo que la comitiva de brujas ha venido a buscar son los escarpines de la princesa. Pero ella los tenía bien escondidos, ¡vaya si los tenía escondidos! Después de poner todo patas arriba, no los han encontrado las muy putas.

—¡Andaos con cuidado con lo que decís, vieja del demonio!

Fue entonces cuando se oyó un fragor, un bullicio lejano de rezos o de latines cantados, y alguien gritó: ahí, ahí está. Sentada sobre su corcel, en lo alto de la loma, imperturbable, con la misma belleza ausente de la primera vez que la vio, la princesa se acercaba lentamente. Vestía ropón de seda color carmín, estola y coselete amarillo. La saya de novia hecha jirones caía sobre la grupa del caballo, y llegaba hasta el suelo y barría las hojas secas y las flores del camino.

—Yo creo que dijeron «salpimentar» —dijo Mafalda para sí misma, observando a la princesa con entusiasmo—. Lo otro no tiene ningún sentido.

Pero tal y como había explicado la dueña, la princesa no estaba sola. Avanzaba custodiada por un batallón de mujeres que no eran brujas, sino monjas. Un grupo compacto que marchaba a pie junto al corcel con dirección a la iglesia. Al ver la extraña estampa, la muchedumbre se quedó muda. Cuando doña Kristina llegó, buscó con la mirada a Alfonso X.

—Antes de que se celebren los esponsales —dijo—, estas monjas del monasterio de las Huelgas exigen ser escuchadas.

Y así fue como, en el umbral de la iglesia, las monjas, dispuestas a que nadie quedara sin escuchar la noticia que traían consigo, vomitaron su extraño discurso: la abadesa doña Inés Laynez se había dado por rendida. Sólo ahora, después de años de «experimentaciones», había comprendido que la locusta danica jamás aceptaría su soledad. La propia abadesa había abierto las puertas de todas las jaulas y calculaba que, en no mucho tiempo, un par de años como mucho, las langostas se habrían mezclado entre sí con efectos muy perniciosos para todos. Dependía de los vientos, pero era muy probable que a partir de ese momento, el enjambre, multiplicado por mil, se dirigiera a las tierras calientes del sur. La suerte estaba echada. Pero nadie entendió de qué hablaba. Terminado el discurso, el infante Felipe tomó dulcemente la mano de doña Kristina. Era la segunda o la tercera vez como mucho que se veían, pero la princesa se mostraba conforme. Lo que estuviera sintiendo por dentro, eso era el secreto de su serenidad. Después de recibir la bendición y oída la misa, comenzaron los festejos con alegrías y alborozos.

Pero en medio del banquete, ocurrió algo sumamente extraño; sentados a la mesa, una de las damas le advirtió al oído a doña Kristina de que se le acababa de caer una florecita del pelo.

El comentario fue suficiente para que la princesa se desbordara en una retahíla incomprensible sobre qué iba a hacer sin la florecita que en realidad se había puesto para el rey, el rey que la había hecho venir desde Tönsberg, ocho meses de viaje pensando en él y en ese reino poblado de palacios y criaturas prodigiosas, asnos listados y caballos con cuellos como torreones, para encontrarse un castillo de sombras y mujeres y...

La Cerda, que estaba comiendo cabrito asado frente a ella, dejó la tajada sobre el plato, paró de masticar y la miró de hito en hito.

—¿Se puede saber qué os ocurre? —dijo.

Los resplandecientes ojos de doña Kristina quedaron varados en el vacío. Respondió:

—No lo sé...

Entonces, doña Violante, crispada, se puso en pie, inclinó el cuerpo hacia delante y le arreó un par de bofetones.

—Pues ahora ya lo sabéis —le dijo.