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Palencia y Valladolid, marzo de 1258

La primera impresión fue de aturdimiento. La mañana estaba gris y los vencejos se deslizaban fragorosos, chirriando como brujas negras sobre el lejano torreón del castillo. Se miraron fijamente, en silencio, olisqueándose como dos perros en medio de la llanura que no saben si iniciar un cortejo o una lucha encarnizada: la princesa tenía cuerpo recto y gracioso, de talle fino, la nariz bien hecha, la piel de una manzana con lustre, una belleza a un tiempo frágil y ausente, ausente por delicada. Bajo la masa de cabellos del color de los rayos del sol, llenos de suaves ondulaciones, destacaban los pómulos fuertes y protuberantes de las mujeres escandinavas, y los ojos verdes resplandecían perplejos.

Su vestido era sencillo, con los tonos de un bosque de otoño. En una mano sujetaba una jaula de madera con un hermoso halcón gris y levantaba la otra continuamente para espantar las langostas que se le posaban en el cuello.

Ahogado por la emoción, Alfonso X el Sabio hizo intentos de articular una frase de bienvenida, pero de su garganta tan sólo salió un alarido, una suerte de «ay», o de «huy»; era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Pero enseguida algo le sacó de su rigidez. El bulto peludo de doña Violante, hasta el momento agazapado entre unos matorrales próximos, surgió ante ambos como una pantera furiosa. Clavó sus uñas en el brazo de doña Kristina, la llevó a un aparte y comenzó a chillarle cosas como qué hacía ella ahí, ¿eh?, a qué se creía que había venido si el rey ya estaba casado, casado con ella (y se palmeaba el pecho) desde hace ocho años, y no sólo eso: le había dado ya dos hijos (¡ilustres infantes de «la Cerda!») y estaba preñada del tercero (y se cogía la barriga con ambas manos), ¿qué se creía, eh?, que por ser hermosa y proceder del norte ya estaba todo arreglado, pues no, zurrapa del diablo, chamusca, no. La princesa del norte todavía entendía muy poco de esa lengua, y con una sonrisa de labios temblorosos, la mirada preñada de silencio, se esforzaba por no enfurecerla más.

Finalmente, la princesa Kristina reculó asustada y de pronto, al verla avanzar con pasitos menudos, sorteando los insectos del suelo, doña Violante vaciló. ¿Por qué camináis así?, dijo de pronto. Hincó la rodilla en el suelo y le levantó la saya con ímpetu: Vaya, dijo echando un vistazo a su calzado, vaya, vaya...

Doña Kristina seguía sin entender nada, pero intuyó que aquella mujer cubierta de verrugas peludas también quería hacerse con sus escarpines, como tantas otras desde que atravesó los Pirineos. Y así fue. De un empellón, doña Violante la tiró al suelo. Luego se abalanzó sobre ella, sujetándola por las rodillas, e hizo intentos de quitárselos, hasta que dos caballeros del séquito castellano consiguieron reducirla llevándosela en volandas al castillo. La jaula con el halcón se había abierto, y el pájaro revoloteaba soltando plumas sobre sus cabezas.

La noruega se quitó el polvo de la saya, se atusó el cabello, tendió una mano pálida y volvió a saludar al rey, ¿o debía decir «emperador»?, dijo en un torpe castellano, todavía agitada y confusa, la voz temblorosa por la emoción. Alfonso X, que volvía a sonreír como en sueños, dijo: Sí, emperador. Alargó los brazos hacia ella, la abrazó con todas sus fuerzas, la levantó por los pies como si fuera una niña y la besó sonoramente en las dos mejillas.

Después del efusivo recibimiento cabalgaron juntos hasta el castillo de Valladolid, situado en la cima de un monte escarpado y flanqueado por un bosque de árboles retorcidos. Allí, le explicaron, pasarían un periodo breve hasta la celebración de los esponsales para luego trasladarse definitivamente a Sevilla. El rey tomó la mano de la princesa y la guio a través del patio de armas de lajas resquebrajadas y guijarros enlodados, mostrándole los torreones corroídos por la hiedra, la muralla tallada por el implacable paso del tiempo, las aspilleras, el foso seco y polvoriento, el puente fortificado, la exuberante vegetación de los jardines y las estancias repletas de tapices un poco deslustrados.

Entonces ocurrió algo extraño, o al menos así se lo pareció a la princesa. Remontando una escalerilla de caracol, el rey se detuvo ante una de las puertas. Se volvió y le dijo a la princesa con tono misterioso: Esperad un momento aquí. Sacó un manojo de llaves, abrió, se introdujo en la habitación y volvió a cerrar dejando a doña Kristina sola en la penumbra del corredor.

Al rato volvió a salir Alfonso X, ya está, dijo sonriente, como si acabara de cumplir con un deber engorroso, y prosiguió la visita por el castillo.

Un poco más tarde, cuando el resto de la comitiva noruega, nobles y damas de compañía quisieron saber dónde serían alojados (nadie les daba instrucciones de ningún tipo y permanecían apostados en el patio de armas), el rey anunció algo que dejó a todos pasmados: el resto de los noruegos debían regresar a su reino de inmediato. Luego dijo que estaba cansado y que se iba a bañar, y no se le volvió a ver en toda la tarde.

Cuando alguien llamaba para decirle que la princesa noruega le esperaba para cenar o, más tarde, para conversar con él, contestaba que le dejaran en paz, que estaba bañándose.

Los días posteriores al encuentro fueron parecidos. La princesa esperando en su habitación, sola; el rey demasiado ocupado para atenderla. Pero amén de esta extraña acogida, le chocaron otras dos cosas. Nada más llegar a Valladolid, Juda-ben-Joseph, con la excusa de que ya llevaba demasiado tiempo fuera de Sevilla, se despidió apresuradamente y no se le volvió a ver. Por otro lado, no lograba evitar un palpito de asco cada vez que veía a uno de esos siriss.[3]

Por los pasillos, por el vigamen de su habitación, en el comedor, por todos lados, estaba el voraz insecto, el mismo que se encontró en el monasterio de las Huelgas. A cada rato, uno de ellos se dejaba caer del techo y tenía que esperar sin rebullir a que hiciera el recorrido por su cabeza, espaldas, nalgas, piernas, hasta llegar al suelo. Grillos asquerosos que no parecían molestar a nadie más que a ella.

Pero como la discreción y la humildad de espíritu eran las primeras cualidades que se exigían a una princesa, prefirió no hacer preguntas.

La actitud inhóspita y apartadiza —de pronto, efusiva— del rey comenzó a comentarse en la corte. Durante esos días previos a los desposorios, Alfonso X, cuando no pasaba la jornada contemplando la bóveda celeste con un astrolabio o discutiendo encendidamente con poetas y sabios que hacían noche en el castillo, siguió con sus gestiones concernientes al fecho del Imperio, envío y recepción de embajadores, sueldos pagados a los grandes vasallos imperiales, mantenimiento en la corte de una cancillería imperial, ayuda militar y económica prestada a las ciudades gibelinas del norte de Italia; pero en lo que se refiere a la princesa —pieza clave de toda aquel barullo imperial—, no mostraba una actitud clara.

Desde su habitación ella lo oía chillar e insultar a la gente por nada, o pasar a toda velocidad con dirección a la capilla o a aquella estancia misteriosa ante cuya puerta había tenido que esperar el primer día. Si tropezaba con la princesa por los pasillos, el rey bajaba la cabeza, mascullaba un triste «buenos días» y se escabullía como una cucaracha hacia la oscuridad de sus estancias.

En un primer momento, doña Kristina compartió la idea generalizada en la corte de que el rey era un tímido despistado, que necesitaba de esas rabietas infantiles para imponer su autoridad, y esto le produjo un sentimiento de ternura. Más tarde, cuando vio que al Sabio le daba por plantarse en la puerta de su habitación con una nube de delirio en los ojos, arrancando a hablar o a reír estrepitosamente sobre cualquier cosa que ella no entendía, para luego desaparecer de golpe, empezó a concebir la sospecha de que no estaba del todo cuerdo.

Pero después de un mes, una tarde que la princesa caminaba sola por los pasillos, aconteció algo que hizo que cambiara de opinión. El rey estaba en su habitación contemplando el cielo con un astrolabio. Junto a él, sobre la mesa, había unas tablas con posiciones de los cuerpos celestes, en donde iba apuntando. Como tenía la puerta abierta y la oyó pasar, la llamó.

—Venid a ver las estrellas —le dijo.

La princesa entró con timidez, pero él la invitó a que se sentara junto a él. La dejó mirar por el astrolabio y le explicó que desde el 1 de enero de 1252, año de su coronación, él y otros sabios estaban anotando la posición del Sol, la Luna y otros planetas. Todos los planetas, le decía, gobiernan sobre dos signos, sus casas, excepto el Sol y la Luna, que gobiernan sólo uno. Cuando un planeta está presente en un signo sobre el que gobierna, su influencia es más poderosa, pero si se encuentra... Lo explicaba tan bien y con palabras tan cultas, que doña Kristina quedó embelesada.

De pronto, él la miró con ojos transidos de fervor. Clavándole los ojos azules, brillantes, le dijo:

—¿Por qué estáis tan hermosa hoy?

La princesa se puso del color de la grana:

—No, no estoy hermosa, es que tal vez, por fin hoy, vuestra majestad se ha...

A continuación, sin dejarle dar más explicaciones, el rey la atrajo hacia sí y comenzó a besarla por el cuello, por las orejas, por el cabello.

—¡Ay! —decía doña Kristina mientras dejaba caer el astrolabio—. ¡Yo que ya empezaba a pensar que no me amabais!

Él le sacó los pechos de la saya y le mordisqueó los pezones, mientras la princesa entornaba los ojos y se quejaba suavemente. Por la noche no pudo dormir. Se acordaba de las palabras del padre Hammer acerca de que todos llevamos dentro un universo en parte ardiente y en parte helado, dos criaturas luchando dentro de un mismo cuerpo. Era la primera vez en su vida que un hombre la besaba.

Pensó que ese estado de ánimo del rey cambiante como el cielo que contemplaba carecía de sentido y se alegró pensando que era un medio de adormecer con un exceso de frialdad su verdadera naturaleza amorosa, tal vez la de sus primeros años de infancia. ¿Estaré enamorándome de él?, se decía.

Animada, demasiado dichosa para ver el mal en nada, doña Kristina no quiso resignarse a la soledad ni a la tristeza y mucho menos a la nostalgia. Antes de salir de Noruega, su madre le había endilgado una serie de consejos. En primer lugar, le dijo, intentad estar siempre de buen humor, que el buen humor sea una de vuestras principales obligaciones, porque la tristeza no es algo grande y hermoso, como piensan algunos. No esperéis demasiado de la gente, porque siempre os sentiréis decepcionada, y sobre todo mostraros tal y como sois, sin dobleces, aunque si destacáis en algo, nunca dejéis que los demás lo vean, sobre todo las mujeres.

A continuación la puso en guardia sobre la caterva de inquietudes, resquemores, alucinaciones y rencores de las gentes del sur, sobre todo cuando alguien nuevo irrumpe en la rutina de sus vidas.

También le había advertido sobre los peligros de la nostalgia que el pueblo vikingo, acostumbrado a recorrer el mundo, solía combatir como al peor de los enemigos. La nostalgia es un animal que uno lleva dentro y alimenta como a un perro insaciable. Una vez que nos asalta, sólo desea crecer y ahondar en el dolor, anulando y confundiendo el resto de los sentimientos, y de no ser ahuyentada a tiempo, acaba trocándose en miedo.

Enseguida trabó doña Kristina amistad con toda la corte. De entre sus nuevas criadas, había una mujer que había servido en Castilla desde que era una niña, una anciana mezquina de cuerpo, toda huesos, con el pelo enmarañado y las manos leñosas, llamada Mafalda. En la corte era conocida (y odiada) por hacer encantamientos de todo tipo, como provocar resultados amorosos, confundir la mente de los hombres o producir su impotencia. Por no tener el seso del todo sano (vivía con la desazón de que el demonio quería entrar en su cuerpo), había sido confinada a un torreón helador, en el ala noroeste del castillo, por ver si moría de una vez.

Ahí pasaba el día mirando por la ventana, desde donde arrancaba a gritar cada vez que divisaba al Maligno y a su cohorte de brujos fornicadores flotando por los aires.

Pero era cariñosa y charladora, y en su compañía la princesa se encontraba bien. Gracias a ella, mejoró mucho el castellano que ya había empezado a aprender durante el viaje y buscando algo con que llenar sus horas muertas de la espera en Valladolid, solía pasar la mañana haciéndole compañía en el torreón. Mafalda lo contaba historias confusas y enmarañadas sobre la corte, pasadas por el tamiz de su seso desmemoriado y reblandecidas por su visión de la vida en dos planos, sin puntos grises ni intermedios: estaban los buenos y los malos, los blancos y los negros, Dios y el demonio, el Cielo y los Infiernos con sus calderas.

En compañía de la vieja y otras doncellas, doña Kristina comenzó a explorar el castillo, y más tarde, cuando ya lo tuvo casi dominado, la ciudad de Valladolid. Había insectos por todas partes, lo cual, además de pavor, le producía un asco indescriptible. Sin embargo, tenía el recurso de los escarpines que había traído de Noruega. Ahora empezaba a comprender el verdadero valor del regalo y por qué mostraban todas las mujeres tanto interés en ellos.

De no ser por los escarpines, no habría podido salir; recorría las plazuelas y los callejones dando saltos de piedra en piedra, los puestos del mercado de frutas y hortalizas de los soportales de la plaza Mayor e incluso entraba en las pequeñas tabernas situadas a orillas del Pisuerga haciéndose la sorda ante los piropos de los malandantes que jugaban a los dados.

Se quedaba embelesada ante los balcones cubiertos de adelfas y geranios, ante la luz y el sol, sobre todo el sol, puro y generoso como no lo había conocido antes. Jamás se enfurecía ni se desanimaba y era plenamente feliz. La felicidad le venía de dentro, y si alguien de la corte se acercaba a entablar amistad con ella o a compartir alguna anécdota, parecía explotar de placer. Desde que Alfonso X la había besado, ¡el mundo era tan hermoso!

Aparte de los paseos, disfrutaba de su nueva vida, lavaba personalmente los pañuelos del rey y colgaba sus calzas en la ventana, preparaba la boda, se esforzaba con el idioma y comía conejo en escabeche y huevos fritos con puntilla; sólo a veces, cuando empezaba a oscurecer y se quedaba sola en su habitación, una duda angustiosa invadía su ánimo con la misma velocidad con que el castillo se llenaba de sombras y silencio.

Se preguntaba si ese rey sabio del que le habían hablado cuando todavía estaba en Noruega, ese héroe de una pieza que su imaginación había evocado mirando al cielo desde la cubierta del barco, el primer hombre que le había besado, era el mismo que ahora convivía con ella bajo el mismo techo sin apenas dirigirle la palabra.

Le escribía cartas de amor nunca respondidas, y todos los días recorría los pasadizos del castillo para encontrárselo. En su lugar, muchas veces, incluso a plena luz del día, le parecía atisbar un bulto agazapado en un rincón oscuro. Cuando se acercaba, el bulto embozado en una capa emergía del escondrijo y se escabullía a toda velocidad con dirección a los jardines. Un día se detuvo ante la puerta de la estancia misteriosa. Trató de mirar a través del hueco de la cerradura, pero no vio nada. Vislumbró, eso sí, una luz de vela, y alcanzó a percibir un murmullo.

Sabía donde guardaba el rey el manojo de llaves, sólo tenía que cogerlo y abrir la puerta, ¿por qué no lo hacía? ¿A quién escondía el rey allí dentro?

Una mañana, después de haber estado desvelada durante toda la noche con estos turbios pensamientos, le comentó a Mafalda que desde la ventana le había parecido ver a una mujer deambulando por los jardines a altas horas de la madrugada.

La criada se miró por encima del hombro para descartar que nadie la estuviese escuchando. De un bolsillo sacó unas piedras, se las metió en la boca y, masticándolas con las encías descarnadas, preguntó:

—¿Gorda?

—No, gorda no...

—¿Rubia?

—Sí, bueno, más bien tenía el pelo cano...

—¿Vieja?

—Sí, vieja.

—¿Y llevaba un camisón de tela rígida?

—Sí, algo parecido.

Mafalda escupió las piedras. Le temblaba la barbilla; en aquel temblor, se percibía su excitación.

—Pues no tengo ni idea de quién puede ser —sentenció.

Doña Kristina la miró con extrañeza.

—Vos estáis pensando en doña Berenguela, la Grande, ¿verdad? —dijo—. Pero está muerta, vos misma le cerrasteis los ojos.

Pero la dueña sacudió la cabeza.

—No.

—¿Cómo que no?

Mafalda la miró extrañada.

—Yo no os he dicho tal cosa. Y si está muerta o no, ya se verá hija mía, que las cosas del cielo son altas para entenderlas los pobres mortales como vos y como yo, y además, si es que está muerta, fácil es que resucite, y si no resucita, ¿cómo voy a saber yo que está viva?

Los cortesanos, y el pueblo por contagio, estaban encantados con la presencia de la noruega en Castilla. La gente mayor afirmaba que su hermosura deslumbrante, su carácter extrovertido y su buen humor eran sólo comparables a los de la madre del rey. Un guiso quemado, el pan del día anterior, el sol, el polvo, una bandada de aves, eran para ella motivo de regocijo. Por las mañanas, salía a la puerta del castillo, donde se agolpaban niños hambrientos y pordioseros con bubas en los rostros. La princesa se prodigaba en besos, caricias, regalaba puñados de maravedís, frutas escarchadas, cerezas, mendrugos y hasta trozos de gallina asada, mientras se dejaba acariciar las ropas y los cabellos.

Pero las muestras de generosidad y simpatía se truncaron un día en que doña Violante presenció una de estas escenas desde la ventana. A partir de entonces, vendrían días difíciles para doña Kristina.

Cuando estaba encinta, la Cerda se convertía en una mujer extremadamente perezosa. A eso del mediodía, las criadas la encontraban todavía envuelta entre las sábanas y abrazada a la almohada, roncando con la boca abierta. Pasaba la mañana sin hacer gran cosa, gritando a las criadas, desabrida y malhumorada. Pero ese día oyó risas desde la cama, algarabía de niños. Así que se puso en pie y se asomó al balcón.

Ya desde el segundo o tercer día de la llegada a Castilla de la noruega había observado que ésta despertaba el interés no sólo de los hombres, sino también de las mujeres, en concreto de sus damas de compañía, con las que charlaba animadamente en el tabuco ventanero. Doña Violante no tenía ningún entretenimiento, apenas salía del castillo y nunca había tenido curiosidad por conocer las catedrales, las plazas, la campiña de su propio reino. Lo único que la movía últimamente era la adulación de la gente.

Por el contrario, a doña Kristina le gustaban las caminatas por la montaña, pintar, jugar a las tablas y tañer la vihuela con un solo dedo. Detestaba las lisonjas y las pompas oficiales, y lo que más le gustaba era salir al aire libre y, por encima de todo, conocer a la gente. Y esa mañana, al verla alimentando a los pordioseros, a la Cerda la sangre se le agolpó en las sienes. Horas después, con los celos en carne viva, soñando con clavarle un cuchillo, la tomó de un brazo y la condujo hasta las cocinas.

Sobre la encimera, a pata coja, había una pobre gallina atorada, que no cloqueaba, sino que sólo miraba con ojos duros y extraviados. Doña Violante tomó un cuchillo y, afilándolo frente a ella, dijo: Los niños de la calle esperan y tienen hambre; ea, pues, aquí lo tenéis.

Le entregó el cuchillo y le dio a entender que si quería seguir alimentando a los mendigos, de ahora en adelante, ella misma tendría que degollar a los volátiles.

Pero cuando de verdad se desplegaba el ánimo mezquino de doña Violante era por las tardes, momento en que, según los físicos, la bilis de predominio amarilla le subía a la cabeza con la preñez. Últimamente, después del almuerzo, sin nada mejor que hacer, iba a la habitación de la princesa para revolverle los cajones, tocarle las alhajas, ponerse sus peinetas y olisquearle las sayas. Ese día, como la princesa estaba dentro, se quedó inmóvil junto a la puerta, moviendo las ventanillas de la nariz. De pronto dijo que la invitaba a dar un paseo a caballo. Vamos a coger moras. Y añadió: Para el rey.

Al llegar a las cuadras, ordenó al caballerizo que le ensillara una yegua llamada Bravata. El mozo insistió en que no debían sacar a esa yegua sin antes desfogarla, pues había estado una semana entera sin salir, pero doña Violante replicó que a ella nadie la desfogaba cuando llevaba una semana sin salir, por lo que a doña Kristina no le quedó más remedio que montarla. Nada más poner el pie en el estribo, Bravata salió petardeando por el patio de armas, zigzagueando entre los caballos y los carros. Al llegar a la primera zarza, se encabritó y la tiró al suelo. Doña Kristina acabó con el rostro en un charco, humillada ante la risa histriónica de la aragonesa; no expresó queja alguna.

Para merendar, doña Violante ordenó que trajeran fruta sobre paja en cestillos de mimbre. Doña Kristina intentó consolarse pensando que era su manera de pedir perdón y hacer las paces, y que, de ahí en adelante, tal vez serían buenas amigas; así que quedó sentada con la cabeza gacha, observándola de reojo. Al rato, con sus dedos finos y delicados, comenzó a desgranar las uvas, a abrir una breva tierna hasta que, poco a poco, se fue animando. Pero entre la fruta, había una pieza roja y alargada que no conocía. Preguntó que cómo se llamaba, y la Cerda le dijo que «guindilla». La princesa quiso saber cómo se comía, si había que pelarla. Todas las damas alargaron los cuellos para oír la respuesta de doña Violante, que, después de un silencio malicioso, dijo: Se traga de una vez y punto. Así que ante los allí presentes, doña Kristina se metió la guindilla entera en la boca y la masticó sin hacer una mueca. Cuando terminó, le costaba respirar y le resbalaban las lágrimas por las mejillas, pero de su boca no salió ni un solo lamento.

Tenía la reserva de su amor. El rey le había besado los pezones y sólo ella lo sabía. Cada vez que pensaba en ello, sentía mariposas en el estómago.

Al día siguiente, como todas las mañanas, doña Kristina había bajado a coger provisiones para los niños que se agolpaban en la puerta, pero no oyó el bullicio de las cocineras ni el entrechocar de los platos, y se encontró con que no había nadie desplumando a los pollos, ni cortando puerros, ni moviendo sacos de harina de un lado a otro, ni metiendo quesos en los moldes. En las cocinas reinaba una paz inusual, un silencio que parecía preludiar un acontecimiento único. A pesar de que estaba muy oscuro siguió avanzando hasta el fondo, en donde un rayito de luz que entraba por la ventana iluminaba el polvo que flotaba en el aire. Hasta que oyó una suerte de rugido bestial, y luego gritos y sollozos, y más rugidos jadeantes. Pensó en marcharse, pero luego oyó:

—¡No os vayáis, zurrapa del diablo! ¡Ayudadme!

Era doña Violante; estaba tumbada sobre la mesa, más bien espatarrada, la enorme barriga detonando en la penumbra como un teso sobre una aldea abandonada. Avanzó lentamente hasta llegar a la mesa. La Cerda no paraba de maldecir, ni de resoplar y ahora se agitaba como un demonio. De pronto, al ver a la princesa allí, estiró el cuello y dijo:

—¡Sacadlo, sacadlo ya!

Sólo entonces, doña Kristina comprendió lo que pasaba; doña Violante estaba a punto de expulsar al hijo que llevaba en las entrañas, y las cocineras, conociendo su costumbre de parir entre ollas y sartenes, habían salido en estampida. La princesa echó un vistazo. Bajo el vientre asomaba ya la cabecita blanda y rojiza del niño; así que, con mucho cuidado, cimbreante de miedo, tiró de ella y forcejeó con el cuerpo hasta que consiguió sacar a la criatura.

Era un niño, un niño recubierto de pelo, caliente y tembloroso. Al verlo, arrancó a llorar de emoción. La madre le extendió unas tijeras.

—¡Cortad! —chilló. Y como la noruega no reaccionaba—: El cordón, ¡zurrapa!

Doña Kristina obedeció. Luego lavó al niño, lo envolvió en unos trapos limpios y se lo entregó a la madre.

Ésta se incorporó un poco para mirarle. Luego dijo con socarronería.

—Otro infantillo de la Cerda. ¡Qué contento se pondrá el papá!

Doña Kristina se sentía nerviosa y abrumada, pero muy orgullosa de haber podido salir de aquel trance por sí misma y, sobre todo, de complacer a doña Violante. Fue entonces cuando preguntó que quién era el papá...