Tönsberg-Palencia. Julio 1257-febrero 1258
Una princesa en la popa de un barco. Cielo gris plomizo; no hay pájaros. De pie en la cubierta, ve alejarse su reino, el reino en el que ha crecido y viven sus padres y sus hermanos. Lo único que ha conocido. La ciudad de Tönsberg se aleja, se hace diminuta entre fiordos estrechísimos con acantilados abruptos, cascadas y ríos impetuosos, caminos serpenteantes y roca; roca que lo engulle todo, flores, abetos, ganado, niños. Noruega desaparece entre pedazos de terruño verde. Un verde que jamás volverá a ver.
Las entrañas de la nave van cargadas de presentes, oro y plata quemada, halcones en jaulas de madera, vasijas, perlas y cofres revestidos de seda escarlata que contienen pieles blancas y grises, sábanas y un surtido de sayas margomadas que el rey Haakon ha hecho traer de la vecina Suecia, camisas, cofias y ropa interior. Pero el objeto más preciado de la princesa son unos escarpines de cordobán y suela de corcho, recubiertos de abundante pan de oro, que alguien (¿un caballero castellano?) le regaló hace tiempo. Además de aislarle los pies de la humedad o la lluvia, la protegen de los insectos. Le han dicho que no se los quite nunca porque en Castilla hay muchos insectos: tábanos, avispas, cucarachas volantes y ciempiés.
Viajan con ella más de cien hombres y damas escogidas por su padre, a la cabeza el obispo Pedro de Hammar y el dominico Simon, así como otros nobles caballeros encargados de atenderla en todo momento. También están los miembros de la comitiva castellana que hace un año llegó a Noruega. El viaje es largo, incómodo, pero, durante muchos días, el aire sigue teniendo ese olor familiar a sal, a pescado seco y a algas que tanto reconforta a la princesa. Cuando, una semana después, llegan al puerto de Yarmouth y atraviesan el estrecho hasta el ducado de Normandía, ya no huele a nada.
Cada mañana, doña Kristina deja su camarote, trepa por la escala de cuerda y sube a cubierta. Allí, deslumbrada por un cielo sin nubes, observa el trajinar de los marineros. Entre la comitiva castellana viaja un médico judío que enseguida se acerca para interesarse por su dolor de brazo (ese dolor que «no» es suyo): No todavía no ha cesado, aunque está mucho mejor.
Se trata del médico de Alfonso X, Juda-ben-Joseph, que ahora regresa a Sevilla después de una estancia de casi un año en Noruega. Es un tipo extraño, con nariz aguileña y barba de chivo, con los ojos graves y fijos y una frente alta donde generaciones pasadas le han transmitido inteligencia, laboriosidad y sobre todo un interés desmedido por el dinero. Sus ideas sobre el cuerpo humano son absurdas y desbaratadas (corazones que piensan y oídos que son vista), pero hay que reconocer que de todos los físicos que la vieron es el único que le ha dado esperanzas de sanarse. La princesa sonríe al recordar el primer encuentro en su cámara de la Haakonshalle, en Bergen. En la cabecera de la cama también estaban sus padres, el rey Haakon y la reina Marguerite.
Juda-ben-Joseph ni siquiera se molestó en preguntar cómo era posible que tuviera un dolor que «no» era suyo.
A través del padre Simon, que hacía de intérprete, comenzó a hablar del extraño caso de la madre y la hija de sus tiempos de estudiante en Fez, comunicadas entre sí a través del dolor. Dijo que sólo consiguieron curarse al saber que volverían a estar juntas. ¿Juntas?, preguntó la princesa. Juntas, repitió el médico, y, a continuación, pidió que se descubriera el pecho para escuchar sus latidos.
—Porque es el corazón el que «piensa» el dolor —explicó él, y apoyando la barba hirsuta sobre el pecho de la joven, comenzó con su labor de desentrañar los sonidos del alma.
Por la tarde, si no hay tormentas ni sobresaltos de otro tipo, las damas, los nobles y los caballeros de la corte noruega se reúnen en el camarote más grande de la nave para beber cerveza y escuchar los relatos de los marineros, casi todos cuentos de origen mitológico que han ido transmitiéndose de generación en generación. Hablan de cómo empezó el mundo y de qué sucedió cuando no había nada, ni arena, ni mar, ni frías olas, ni tierra: sólo un gran vacío. El padre Hammer, amante de las metáforas, habla de un universo en parte helado y en parte ardiente que todos llevamos dentro, universos que nunca se manifiestan en estado puro, por separado; los dos conviven y se influyen mutuamente.
Pero la leyenda que más le gusta a Kristina es la de aquel temible lobo llamado Fenrir que conseguía romper, una y otra vez, todas las ataduras y grilletes, hasta que unos hábiles enanos le hicieron una cadena, muy fina pero tremendamente resistente, con seis elementos muy extraños: el sonido de las pisadas de un gato, la barba de una mujer, la raíz de una montaña, los tendones de un oso, el aliento de un pez y la saliva de un pájaro.
La princesa no llega a entender el propósito de esta historia, pero a medida que avanzan hacia el sur, barrunta cada vez con más lucidez que también a ella el destino le ha forjado unas cadenas, más duras y crueles que nunca. Sin embargo, intenta no pensar en ello, se acerca a los nobles castellanos y les pregunta cómo será la nueva vida que tendrá junto al rey. Porque eso le anunció su padre poco antes de partir, que iba a casarse con el rey castellanoleonés Alfonso X.
Viviréis en la ciudad de Sevilla, la más luminosa y plácida del mundo, le dicen, en un palacio construido por los moros, con jardines por los que pasean criaturas prodigiosas como asnos listados y caballos con cuellos como torreones, con árboles de los que brotan joyas y pájaros que estallan en llamas al ser tocados, con galerías y patios de arrayanes, fastuosos zócalos de mármol flanqueados de naranjos y otros cítricos de agrios frutos, donde los días giran sobre sí mismos hasta el atardecer y sólo se oye el susurro de las fuentes.
¿Y las gentes?, pregunta ella. ¿Cómo son las gentes de ese reino? Afectuosas, le dicen, abiertas, amables. ¿Y el rey? ¿Cómo es el rey? Sabio. Importante.
Pero por la noche, cuando se queda sola en su camarote, intenta rezar a su santo Olav. No puede; algo rebulle en su interior. No deja de pensar en todo eso que muy pronto será parte de su vida. Le cuesta imaginar un palacio con todas esas cosas y no comprende qué hace una fuente en medio de un patio, dentro de una casa. Nunca ha visto una palmera y cuando pregunta a qué saben las naranjas, los castellanos se miran entre sí y se sonríen: a pepita, a sol, ácida.
Una semana después de partir, un viento agita las plumas de los halcones enjaulados. No es la brisa ligera que otras veces se ha levantado poco antes de la llegada del alba, sino el viento impetuoso de la costa de Yarmouth, en el reino de Inglaterra. Unas horas después, atraviesan el estrecho hasta el ducado de Normandía. El dominico Simon y el padre Hammer, así como parte de la tripulación, quieren continuar en barco por la costa oeste, pero los castellanos tienen la encomienda de presentar saludos sus a Luis IX de Francia, primo del rey Alfonso X. Así que desembarcan, compran más de setenta caballos y acémilas, y siguiendo el curso del Sena, se dirigen a París.
El séquito, ahora menguado —la mitad de los noruegos han regresado a su tierra, otros van quedando por el camino—, entra por la orilla derecha, cerca de la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois, dejando a un lado un castillo con un macizo torreón que llaman del Louvre para llegar a aquella hermosa ciudad salpicada de tejados y torres, perfectamente ubicada en medio del río. Todo les impresiona en París: las calles empedradas, el mercado de Les Halles, en donde pululan exóticos mercaderes que vienen de todas partes atracando sus barcos en el Grève, las escandalosas campanas de las iglesias que llaman al trabajo y a la oración, el ambiente estudiantil y dinámico, a lo lejos el monte Sainte-Geneviève cubierto de casitas que dan cobijo a maestros y alumnos de la universidad, y sobre todo la nueva catedral de Notre-Dame con sus dos torres que alzan los brazos al cielo y en cuyo seno Dios es claridad.
A medida que se acercan al palacio de la Cité, comprueban que las calles están fastuosamente engalanadas para ellos. Cuando el rey Luis IX se entera de que tienen previsto seguir por mar, les aconseja que no sigan por la ruta occidental de Gascuña. Hasta ahora, les dice, vuestro viaje ha sido agradable y seguro, la naturaleza os ha sido favorable, pero aquí hay piratas sarracenos que no dudarán en asaltar vuestra nave, robar todo lo que encuentren, matar a los hombres y violar a las mujeres. Los insta, pues, a que viajen por tierra firme a través de su reino, y les ofrece un guía con su carta y sello para todo lo que puedan necesitar.
El otoño ha comenzado, las noches son frías y aquí comienza la parte más dura del viaje. Castillos, aldeas, monasterios, la masa pétrea de una iglesia dominando la silueta de la ciudad, campos roturados o abandonados a merced de la zarza van quedando atrás, a veces encuentran un oscuro umbral donde hospedarse, pero la mayoría de las veces duermen bajo las estrellas, entre juncos y oscuros campos de cebada en donde croan las ranas y aúllan los lobos de las montañas. Y aunque está muy ilusionada, muchas noches no logra conciliar el sueño.
Un día, la despierta un ruido al amanecer. Cuando abre los ojos ve a una vieja con la cara picada de viruelas a sus pies, intentando quitarle los escarpines. Al ser sorprendida, se incorpora y sale huyendo. Doña Kristina piensa que tal vez la mujer era tan pobre que no tenía ni calzado. Al día siguiente, envueltos por una débil llovizna, el guía que les ha proporcionado el rey francés los acompaña hasta la ciudad de Narbona, junto al mar de Jerusalén en donde encuentran hospedaje y comida.
Continúan la ruta hasta Cataluña, en el reino de Aragón: ya estamos en España, le dicen. Y siguiendo la costa, pasan por trochas y altas montañas horadadas de cavernas y pasadizos tortuosos, hasta llegar a las negras murallas de piedra de la ciudad de Gerona. Por el camino, como otras veces, conversa con Juda-ben-Joseph sobre su nueva vida y acerca de todo lo que va a conocer. El cuerpo humano es un compendio de señales que no se pueden desoír, le dijo cuando todavía estaban en Noruega, después de haberla tratado durante cinco o seis meses. Y añadió: A lo mejor me equivoco, pero creo que lo único que conseguirá sanaros es que viajéis muy lejos...
En cuanto el conde de Gerona oye que va a llegar la princesa noruega, abandona el recinto amurallado a caballo para ir a su encuentro y conducirla hasta el castillo. También el obispo está allí para escoltarla hasta el lugar en donde se ha preparado hospedaje, pero justo antes de descabalgar y a pesar de lo temprano que es, se forma un gran gentío alrededor, mujeres con pañuelos anudados a la cabeza y niños vestidos con harapos que se pelean por tocarla. El médico interpone su delgado cuerpo entre el gentío y la princesa: para separar, dice con una sonrisa meliflua, el norte y el sur.
Así, con todas estas atenciones y honores, es recibida por las ciudades que va dejando atrás. Empieza a escuchar la misma lengua que emplean los castellanos que ya conoce, una lengua dulce pero impetuosa, mucho más apresurada y cantarina que la suya. Al menos eso le parece, porque entender, no entiende casi nada. Tanto es así que incluso lo que le traducen la lleva a malentendidos: el día anterior, mientras servía un vino muy rojo y espeso, el obispo de Gerona le dijo alegremente que el rey Alfonso X está casado con una princesa de esas tierras, ¡qué confusión más tonta! Doña Kristina intentó aclarar sus palabras, pero entonces se hizo un silencio; Juda-ben-Joseph censuró al obispo con la mirada, éste se sonrojó y no quiso decir más. Piensa que deben de ser los efectos de ese vino espeso y delicioso, que le adormece a uno con tan sólo olerlo.
Pero los malentendidos no quedan ahí. Cuando la princesa está a punto de llegar a Barcelona, el rey de Aragón, Jaime I, les sale al encuentro con tres obispos y un enorme séquito. Es un hombre mayor, con los cabellos ondulados, grises, las manos como las de un sacerdote, unidas sobre la saya, al que llaman el Conquistador por su gran experiencia en guerrear contra el infiel. Desde el momento en que se encuentran, él no deja de escrutarla, turbándola con una mirada oscura. La ha alojado en su castillo, y mientras la comitiva cenaba en una de las estancias iluminadas con hileras de antorchas, ella siente el peso de su mirada como una losa. Por la noche ha irrumpido en su estancia con una palangana, una toalla y una esponja en la mano para lavarle los pies. ¿Lavarme los pies?, dice ella.
Nunca le han lavado los pies, y menos un rey anciano. Vuelve a mirarlo; de su barba cuelgan restos de comida y le acometen repugnantes eructos. Pero el aragonés insiste, expulsa de la habitación a las damas noruegas de compañía, espera clavándole en las carnes una mirada lujuriosa que le repugna, y a ella no le queda más remedio que descubrirse los pies.
Por la mañana, a punto de partir, descubre a una doncella española embelesada en la contemplación de sus escarpines. ¿Os gustan?, le pregunta ella con dulzura, pero la muchacha sale por la puerta sin responder. Poco después se entera de algo muy raro: Jaime I quiere desposarla. ¿Cómo se le ocurre sabiendo que la espera el rey de Castilla y León?
Con la excusa de que el aragonés está entrado en años y ya casado, los nobles noruegos que acompañan a Kristina declinan el ofrecimiento.
Dos noches antes de Navidad, la princesa llega a Soria. Allí le salen al encuentro don Luis, hermanastro del rey de Castilla, y el obispo, que las reciben con todos los honores. Por esas tierras yermas, cuajadas de flores blancas y pequeñas colinas, siguen cabalgando hasta llegar a Burgos. Es víspera de Nochebuena y se hospedan en un hermosísimo monasterio que llaman de las Huelgas, ubicado en la orilla izquierda del río Arlazón, al sur de la ciudad. Le explican que se llama así por ser el lugar de placer, recreación y descanso, que en castellano se dice «huelga», de los abuelos de Alfonso X. Salvo el frío castellano, riguroso e indomable como el de su reino, todo es distinto, ropa tendida en las fachadas de las casas, mujeres desaliñadas que la espían al pasar, ruido, mucho ruido por todas partes: el de los leprosos haciendo sonar sus carracas, el de los mendigos gimoteando en las puertas de las iglesias, el de las campanas anunciando duelo, alegría, reposo y agitación. No paran de tocar, las campanas.
En el monasterio sale a recibirlos la abadesa doña Inés Laynez, pero esta vez no hay ceremonias ni atenciones desmedidas, es una mujer austera y apenas le dirige la palabra, parece tener prisa por seguir con lo suyo. Enseguida se despide, no sin antes detener durante unos segundos su mirada errada sobre los escarpines de doña Kristina; luego se encierra en una celda de la que sale un zumbido. ¿Qué es?, pregunta la princesa. Es el zumbido de los rezos, le dicen rápidamente. Los rezos de las santas vírgenes consagradas a Dios que entonan día y noche salmos de alabanza. ¡Ah, claro!, se dice ella. La abadesa tiene que seguir rezando, por eso se ha ido. La princesa piensa que rezan mucho en ese convento y que eso es bueno.
Sin embargo, resulta extraño; casi no hay monjas, y las que se ven salen huyendo por los oscuros pasillos como ratas escaldadas. Una de ellas, apuntando al techo, le muestra las yeserías policromadas del claustro principal, el de San Fernando, con imágenes de castillos, palmeras y pavos reales. Muy cerca de ahí, está la estatua de Santiago: aquí el rey se armó caballero «a sí mismo», dice. Luego la lleva hasta el panteón real, situado en la nueva iglesia gótica y le explica que los sepulcros están entre el coro y el altar, pues la ubicación es de gran ayuda para alcanzar la salvación eterna de las ovejas descarriadas. ¿Vos no aspiráis a la salvación eterna? No entiende eso de las «ovejas» y para contestar a esta pregunta, se la tienen que traducir varias veces, utilizando distintas palabras. Oh, sí, claro, dice un poco extrañada, todos aspiramos a la salvación eterna.
El coro de las monjas está destinado a los fundadores y a su hija; la nave de san Juan Evangelista, a las infantas; y la de santa Catalina, a los reyes e infantes, aunque don Alfonso X y su esposa no serán enterrados aquí, sino en Sevilla. Aquel lugar es tétrico y frío, doña Kristina no entiende qué interés tiene la monja en explicarle todo eso con tanto detalle, y a pesar de que lo que más desea es meterse en la cama, descansar después de la larga jornada, tiene que pasear entre los sepulcros (¿ha dicho Alfonso X y «su» esposa?; no, seguro que eso no lo ha entendido bien). De pronto, la monja le hinca las uñas en el brazo y hace que se detenga.
Le dice solemnemente: El sepulcro de doña Berenguela, la Grande.
«Den Store», la Grande, le traducen. Sabéis quién es, ¿no?, le pregunta la monja. No, no tiene ni idea. ¿No sabéis quién es doña Berenguela, la Grande?, dice la monja, atónita, lanzando una mirada despectiva a la comitiva castellana, como pidiendo explicaciones sobre cómo la invitada puede estar ahí sin haber sido informada de quién es doña Berenguela, la Grande. El sepulcro es austero, de piedra blanca sin policromar, en respeto a la voluntad de la reina de ser enterrada en sepultura sencilla. Pero ¿de verdad no sabéis quién era?
Se va a dormir sin que nadie le explique quién era. La celda que le han asignado es sencilla, paredes encaladas, vigamen oscuro, un catre, una silla y una mesa, no necesita más, se siente bien, le gusta porque es lo que más le recuerda a su casa. Además, cada vez le molesta menos el brazo. Desde que pasó los Pirineos, apenas se acuerda del dolor. Qué cosas raras le ocurren a uno; tener que viajar hasta ahí para librarse de un dolor. Todo es muy hermoso e impresionante, pero la verdad es que está un poco harta de tanto fasto. De tanto obispo y tanto señor pomposo que salen a recibirla y no dejan de mirarla.
Sin apenas energías para rezar a su santo Olav, se queda dormida. Pero un rechinar de grillos la despierta al rato. Es el zumbido. El zumbido de los rezos de las monjas.
Descalza, el cabello suelto sobre los hombros, con tan sólo la camisa de dormir, sale al claustro. Está oscuro y tiene miedo. El zumbido se hace cada vez más estridente. Todo cruje bajo sus pies. Le parece estar en el bosque, pisando hojas o cortezas de abedul. Siente un cosquilleo, algo le trepa por los tobillos, ya no puede creer que el zumbido sea el sonido de las plegarias. Es el frotar de las alas de un grillo, está segura, muchos grillos, miles de grillos que se agrupan en la oscuridad. Vuelve a entrar a su celda. Pero el estallido de esos insectos al ser aplastados es distinto al de las semillas o las hojas. Es un sonido bronco. No puede ser —se dice llevándose una mano a la boca—. No estoy en el bosque, no estoy en Noruega, ¡se acabó!
Cuando, al día siguiente, lo comenta en la cena de Nochebuena que tiene lugar en el refectorio, nadie parece saber de qué habla. ¿Grillos?, le pregunta la abadesa mojando un bizcocho en la leche.
Así que esa misma noche, después de la misa del Gallo, cuando todos están dormidos y el monasterio se hunde en un espeso silencio, se calza sus escarpines de suela alta para que ningún insecto roce sus tobillos y sale al claustro. Sus pies avanzan cautos por la escabrosa alfombra. Lo que descubre a la luz de la antorcha le hiela la sangre: no son grillos. Es otro insecto que nunca ha visto en Noruega, un gresshoppe, un saltamontes o algo parecido. Sigue caminando. Miles de saltamontes cubren el suelo, trepan por las columnas pareadas, sobrevuelan los arcos de medio punto, se posan en los machones batiendo sus alas. De pronto oye voces. Se abre la celda abacial y, a la luz del candil, descubre la nariz afilada de Juda-ben-Joseph y el rostro demacrado de doña Inés Laynez. Recula. ¿Qué hacen esos dos saliendo de una celda? ¿Qué hay en esa celda? Pero ninguno dice nada. El médico se escabulle a gran velocidad.
Sólo a punto de meterse en su cuarto, la abadesa se detiene, gira la cabeza y posa la mirada en la princesa. Sus ojos se deslizan por el cuerpo de la noruega, busto, caderas, piernas y cuando llega a los pies, perfectamente protegidos por los escarpines, sus labios se entreabren y emiten un silbido de serpiente.
Atemorizada, doña Kristina vuelve a meterse en la celda, cierra la puerta con llave, se sienta sobre la cama, tensa, jadeante. ¡Una plaga aparece por las noches y nadie hace nada! ¡Cómo es que nadie le ha hablado de ello!
Al día siguiente, mientras pasea por el claustro, se le acerca el padre Hammer. Vuelve la cabeza a un lado y a otro para comprobar que no hay nadie cerca: Os vi pasear anoche, le susurra. Yo también sé lo que está ocurriendo aquí. ¿Os habéis fijado qué interés muestran las monjas por los sepulcros del coro? Me han contado algo; dicen que, aquí en Castilla, uno empieza a morir por los pies. Un extraño insecto devora los cuerpos. Incluso los muertos tienen miedo y por eso todos quieren ser enterrados en el coro, que es el lugar más protegido por estar cerca del altar... Pero en ese momento pasa una monja presurosa y se ven obligados a interrumpir la conversación. Por la tarde, cuando doña Kristina quiere seguir hablando con él, ha desaparecido. Lo busca por la iglesia, por el panteón real, por el refectorio, por el camposanto: no está en ninguna parte. La princesa se inquieta, ¿habrá huido por miedo? Sus damas de compañía le dicen que lo vieron por última vez antes de la lectura de completas. Dos monjas desenvueltas y charlatanas se le acercaron portando un cubo y con gestos le pidieron que las ayudase a sacar agua. Hammer fue con ellas hasta el pozo y ésa fue la última vez que lo vieron. Pero las monjas dicen que ellas no saben nada.
La noche en su celda vuelve a ser un tormento; en el rincón opuesto a su cama, lugar en donde guarda su arcón de viaje, se oye un leve rumor, un movimiento furtivo, el roce de unas ropas o el susurro casi inaudible de una respiración. Doña Kristina contiene la suya para escuchar y entonces el susurro se detiene. No es más que mi imaginación; ahora tengo que dormir, se dice. Pero ahí está el barullo de nuevo, unos pies sobre la baldosa y unas manos escarbando entre su ropa. ¿Quién va?, pregunta, y se pone en pie y salta como una gata salvaje sobre el arcón. Allí ya no hay nadie, pero le ha parecido ver un bulto escurriéndose en la penumbra.
El cuarto día de Navidad todo está preparado para salir de Burgos. No la han tratado mal, no puede quejarse, son unas monjitas simpáticas, pero, en su fuero interno, la princesa está deseando irse. Mete en un arcón sus pertenencias y es entonces cuando se percata de que le falta algo: los escarpines. Es la abadesa, dice Kristina a sus damas de compañía, estoy segura, ella me los robó anoche. Los nobles noruegos mandan desensillar los caballos y descargar las acémilas: la princesa no se va del monasterio hasta que no aparezca su calzado.
Ponen la abadía patas arriba buscando los escarpines. Si no aparecen, doña Kristina es capaz de avisar al rey. Al rey de Castilla y León. No llama ladronas a las monjas, pero lo piensa. Después de tres horas de frenética busca, los escarpines aparecen en la propia celda de la princesa, debajo de la cama. A veces el miedo nos ofusca, le dice doña Inés Laynez esbozando una sonrisa turbia. Pero doña Kristina sabe que en el tono de su voz hay ironía.
A partir de ese momento, al dejar el monasterio de las Huelgas, la princesa respira aliviada. Lleva tres noches sin poder dormir y todo es muy misterioso en aquel lugar. Por el camino, le pide explicaciones al médico judío (¿sabéis vos algo de esta misteriosa plaga nocturna?). No puedo deciros nada, le dice éste clavándole sus ojos oscuros, pero estaos tranquila. Estoy convencido de que doña Inés Laynez lo tiene todo controlado. ¿La abadesa tiene la plaga controlada?
Por fin va a conocer al rey de Castilla y León, ¡su futuro esposo, «carne de su carne»! ¿Cómo será? Desde que sabe que se acerca el momento del encuentro, vive en una impaciencia febril. En Noruega, meses antes de partir, cuando los padres de doña Kristina aún se mostraban reticentes a la propuesta de la comitiva castellana de enviar a su hija para casarla en esas tierras lejanas, sólo a cambio de trigo y buenas intenciones, Juda-ben-Joseph les explicó que se trataba sobre todo de sanar a la princesa uniéndola («una sola carne») para siempre con el rey sabio de Castilla.
De nuevo recorren los paisajes castellanos. Dejan atrás pastores que arrean sus rebaños, mujeres que regresan del pozo y niños que les lanzan piedras. De tanto en tanto se cruzan con un campesino montado en su asno. A veces, Juda-ben-Joseph saluda y la comitiva recibe una respuesta calurosa. Está previsto que ese mismo día, Alfonso X salga a su encuentro desde Palencia con un magnífico ejército. Y así es. Pero no llega sólo con un magnífico ejército. Como otras veces, una comitiva espera ante la muralla de la ciudad: caballeros y barones, arzobispos, obispos y embajadores, tanto infieles como cristianos.
Desde lejos, la muralla emite un resplandor blanco y a doña Kristina le parece distinguir a una mujer. ¿Quién será?
El dominico Simon se adelanta y se presenta al rey. Le pide unos instantes, pues las damas de la princesa van a prepararla para el encuentro. También le hace llegar una duda de la princesa: ¿cómo debe dirigirse a él, como «rey» o como «emperador»?
—Como rey «Sabio» de Castilla, de León y también «de Andalucía» —dice él rápidamente, y añade—: como «rey electo de romanos, siempre augusto».
Rey o emperador augusto, el instante previo al encuentro se le hace eterno. Alfonso X se impacienta, siente las vísceras alborotadas. Por fin está allí la princesa del norte, ya no es una nube de polvo en el horizonte, ni una franja, ni un lejano jinete, ¡si su abuela hubiera podido estar ahí! Toda una vida trabajando para ese instante y había muerto sin poder disfrutar de él... Pero al menos él vería sus deseos satisfechos. Ya no tendría que depender del horizonte, ni esperar a que llegaran las cartas del arzobispo de Toledo con noticias de Noruega. Al cabo de dos minutos, la yegua de doña Kristina se pondría en marcha y rey y princesa se encontrarían cara a cara...