Alcázar Real de Soria, 17 de marzo de 1256
En la primavera de 1256, fecha señalada para la llegada de la primera comitiva noruega a Castilla, don Alfonso X y su esposa se encontraban en Soria para celebrar las nuevas Cortes que debían ocuparse de la situación económica del reino.
Y como había llegado a oídas del pueblo que llegaría una comitiva noruega, media ciudad de Soria salió a su encuentro al camino principal.
La noche anterior, recién llegados a palacio, por fin Alfonso X preguntó a quemarropa a su esposa si de verdad era virgen cuando había llegado a Castilla. Llevaban ya cinco años casados, la reina había parido ya a un hembra y un varón, al que llamaron Fernando (Fernando «de la Cerda», lo llamaba el pueblo, porque, como su madre, tenía la espalda recubierta de pelo), pero la incógnita seguía corroyéndole el corazón.
Esbozando una sonrisa sarcástica, ella contestó que «eso dependía». ¿Dependía de qué?, le increpó él. Eso no puede depender de nada. O se es, o no se es. Pero doña Violante se empeñaba en despertar su ira: Muy sabio, sí. Pero no sabéis nada de lo que verdaderamente hay que saber. Ahí quedó la conversación, pero a la mañana siguiente, al despertar, Alfonso X volvió a sacar el tema. Le pedía la verdad, nada más que la verdad, y ella erre que erre con la cantinela de que «dependía», que incluso una verdad como esa podía «depender» de muchas cosas porque los hombres no podemos conocer realmente nada de lo que verdaderamente pasa en el mundo.
Durante el desayuno siguieron discutiendo, cada vez más acaloradamente, y ya en el camino principal, montados sobre sus caballos mientras esperaban a la comitiva noruega, el rey comenzó a decir que la iba a repudiar, por peluda, por corrupta y por asesina, que ya vería, que ésa era la primera comitiva noruega, pero que en la segunda vendría una princesa del norte, alta y rubia, para casarse con él y que entonces ella tendría que volver a Aragón para que la aguantase su padre y su madre...
Ella se quedó pensativa.
—¿Del norte? ¿De qué norte? —dijo de pronto.
—Del norte —dijo él—. ¡Qué más da! ¿Es que hay más de uno?
La amenaza dejó a doña Violante algo temblorosa, y siguieron esperando en silencio. Después de varias horas, llegó un emisario sobre caballo jadeante diciendo que la comitiva estaba ya a la altura de los prados de Sotoverde, y quince minutos después, al divisar a un grupo de jinetes, los murmullos se elevaron. Cuando el grupo llegó se desató un cacareo aturdidor: eran morenos, muy oscuros de piel, casi moros de aspecto, bajitos (así que ¿ésta es tu comitiva «del norte»?, se mofó la Cerda), tocados con un gorro puntiagudo de forma cónica y ladeada, y vestían un ropón amplio hasta los pies, con mangas falsas que dejaban entrever la túnica verde, calzas blancas y zapatos negros. Entre dos de ellos sujetaban una parihuela con un baúl.
A pesar de las expectativas iniciales, el pueblo los recibió con vítores, lanzándoles flores y poniéndoles guirnaldas al cuello.
Un tanto decepcionado, en silencio, el rey sabio los condujo hasta el castillo. Pero en la sala de recepciones, después de oírlos hablar con marcado acento italiano, descubrió que no se trataba de la comitiva noruega, sino de una embajada venida de la república mercantil de Pisa que, con ansias de prosperidad y tendencias gibelinas, traía el encargo de ofrecer al rey castellano la dignidad de emperador y rey de romanos, vacante desde el fallecimiento de Guillermo de Holanda. «¡Claro! —pensó Alfonso X—. ¡Qué tontería por mi parte fiarme de las palabras de un muerto que lleva ya unos quince años criando malvas! ¡Don Rodrigo no envía esas cartas! ¡Es imposible que a Castilla llegue una comitiva noruega porque nadie los ha invitado a venir!»
Su mirada iba de un lado a otro de la estancia. De pronto, la fijó en los rostros cetrinos de los pisanos. Preguntó:
—¿Qué habéis dicho del rey de los romanos?
Al frente de la comitiva se encontraba un hombre mucho más elegante, educado y solemne que el resto, un síndico llamado Bandino di Guido Lancia, que enseguida se dispuso a exponer el motivo de su embajada dando lectura a un documento que traía bajo el brazo y en el que se dejaba traslucir que detrás de su propuesta estaban otras muchas ciudades de Italia e, incluso, de «casi todo el mundo». Don Alfonso escuchaba con desconfianza, pero, poco a poco, a medida que iban saliendo los títulos con los que Bandino di Guido se dirigía a él («excelentísimo», «invictísimo», «triunfante señor» o «el más excelso de todos los reyes que son o fueron nunca en los tiempos dignos de memoria») una suerte de bienestar, un calor maternal como de establo o cocina descendió sobre él, y lo predispuso a seguir escuchando sin dudar de lo que oía.
Bandino di Guido Lancia le recordó entonces que el Imperio romano germánico había estado vacante durante largo tiempo y le expuso los justos títulos que concurrían en su persona para reclamar el Imperio:
—¿No sois vos descendiente de los duques de Suabia, a quienes corresponde la dignidad imperial?, preguntó.
—Lo soy —contestó el rey.
—¿Y no se da, además, la circunstancia de confluir en vos, por vía materna, las dinastías imperiales de los Staufen alemanes y los emperadores bizantinos?
—Se da. Se da.
Alfonso X notaba que aquellas palabras le calentaban la sangre, y que una cosquilla plácida le trepaba desde el estómago al corazón. Nunca, desde sus días en Celada del Camino se había sentido tan reconfortado.
—¿Aceptáis la propuesta? —le preguntó al fin.
Alfonso X seguía ofuscado. No podía dejar de apartar los ojos húmedos y reblandecidos del documento que el síndico tenía entre las manos.
—¿Qué propuesta? —dijo de pronto.
—La propuesta de vuestra candidatura al Sacro Imperio romano germánico.
—¡Ah! Pues acepto —dijo con toda la pompa que su boca le permitió expresar.
Entonces Bandino di Guido Lancia hizo una señal a uno de sus acompañantes, que inmediatamente sacó del baúl un ejemplar del Antiguo y Nuevo Testamento, una cruz y una espada, que procedió a entregarle, en señal de investidura, según dijo. A continuación se hincó de rodillas y le besó los pies en señal de paz y de fidelidad.
Fue éste uno de los días más dichosos de la vida de Alfonso X. El nombramiento y los elogios de los písanos representaban la adquisición de un gran prestigio y halago a su persona al saber que era reconocido como figura excepcional de la política europea y pieza clave en la resolución del problema político del Interregnum. Cerca del anochecer, después de ofrecer alojamiento y comida a sus ilustres visitantes, se retiró a descansar a sus aposentos para «masticar» la propuesta imperial y lo que supondría para él y su reino, pensó que había una belleza escondida en las cosas de la vida. El canto afónico de los gallos al amanecer era bello, como también lo era el sol ocultándose tras las colinas y la retahíla interminable de su mayordomo, y hasta el mero y simple hecho de vivir era bello.
De un cajón sacó unos viejos mapas de pergamino que había rescatado de la habitación de su abuela. Entre mares azules y tierras amarillas, doña Berenguela había coloreado una mancha ingente de color rojo: «el Sacro Imperio romano germánico», decía. De pronto, oyó que abajo, en el portón principal, ladraban los lebreles en señal de que alguien se acercaba. Pero no le dio mayor importancia; iba de un lado al otro de la estancia, con los mapas en la mano, repitiendo mentalmente esas palabras que tanto le habían gustado («excelentísimo», «invictísimo» y «triunfante señor»), mirándose de reojo en el espejo, pues se sentía más garrido, más recio, más grande que el día anterior. Por fin se metió en la cama y se puso a pensar, los ojos abiertos y atónitos, fijos en la oscuridad del techo.
Por un lado, meditaba, será la manera de resucitar la antigua idea imperial hispánica, de actuar en el futuro como un «emperador-rey de toda España», pasar de los cinco reinos al Imperio hispánico. Sonrió para sí mismo, tiró de la manta y siguió dando rienda suelta a la imaginación. O algo mejor: un imperio mediterráneo, a partir del cual pueda llevarse a cabo una nueva Cruzada para recuperar los ansiados Santos Lugares para la cristiandad. Porque dominando el Mediterráneo occidental, podré recuperar el norte de África como parte del legado visigodo, tal y como deseaba mi padre.
El sopor y el cansancio se iban adueñando de él; por fin cerró los ojos durante un rato y, a pesar de que le pareció oír el lejano relinchar de unos caballos, se quedó profundamente dormido. Dos minutos después, entró un criado algo ofuscado con la noticia de que unos hombres guapos, rubios y altos insistían en que el rey los esperaba y, puesto que habían venido desde muy lejos y llevaban todo el día perdidos por la ciudad, se negaban a marcharse sin hablar con su majestad, ¿No serán los noruegos?, se atrevió a apostillar. El rey pegó un bote sobre la cama. No se había vuelto a acordar de la embajada noruega en todo el día.
—Imposible —dijo. Se puso una bata de seda fina y descendió escalera abajo a toda velocidad.
Nada más abrir la puerta de la misma sala de recepciones en donde, horas antes, había atendido a los písanos, un enorme pájaro le golpeó en la frente. Dentro había unos diez hombres de aspecto nórdico, rodeados de plumas y alas, que lograron hacerse entender con señas y un poco de latín: venían del reino noruego, enviados por el rey Haakon IV y su hijo Haakon, el Joven, para negociar acuerdos comerciales, y llevaban todo el día perdidos, dando vueltas por Soria. Traían al rey, como regalo, unos halcones.
Así fue como la comitiva de los noruegos llegó a Soria el mismo día y casi a la misma hora en que llegaba la pisana. Ésta por el camino real cuando nadie la esperaba ni se tenía la menor idea de que venía; la otra por un atajo desierto de gentes.
Unos meses después, don Alfonso apareció en las Cortes rebosante de alegría para informar a todos los presentes de que acababa de ser elegido «rey de los romanos» por la ciudad de Pisa y que este nombramiento era el paso definitivo para ser elegido emperador de toda la cristiandad.
A la sorpresa del anuncio de la elección siguió el pánico de los nobles y los clérigos cuando Alfonso sacó a colación dos temas más: la necesidad de compilar un nuevo código de leyes de carácter universal y de general aplicación para el reino de Castilla, fundado en el derecho romano para ser el fundamento jurídico del nuevo Imperio y que llevaría el nombre de Las siete partidas. El segundo tema era aún más importante: el envío de una embajada a Noruega («nobles, un clérigo, mi médico particular, Juda-ben-Joseph»), la cual llevaba la propuesta de un tratado de amistad y colaboración entre los dos reinos y el deseo de sellarlo con un matrimonio, pidiendo la mano de la princesa doña Kristina, hija del rey Haakon IV, para...
Aquí el rey hizo una pausa y recorrió con la mirada las caras de los asistentes.
—Tengo que comunicaros algo importante sobre mi esposa doña Violante de Aragón —dijo.
En la sala se elevó un murmullo que rápidamente fue acallado por los gestos del rey.
—No era mujer incorrupta cuando llegó a Castilla para desposarme —dijo.
El murmullo volvió a elevarse; también se oyó alguna que otra risa ahogada.
—Por tanto —prosiguió el rey—, siguiendo el consejo de nuestras sabias leyes, he decidido repudiarla para unirme en matrimonio con la princesa doña Kristina de Noruega.