Catedral de Sevilla, 1251
Pensó en quedarse en Burgos, o en irse a Toledo, tal vez a Valladolid o Palencia, todo menos volver al Alcázar de Sevilla, en donde ya estaba instalada su esposa, la Cerda de Aragón.
Pero fue allí donde finalmente se dirigió; la salud de su padre hacía prever en breve un fatal desenlace y, además, había mucho que organizar. De las ruinas de la conquista tenía que emerger una nueva ciudad, con un buen gobierno local y una organización eclesiástica directamente ligada a la corona, porque los castellanos, cavilaba al penetrar por el antiguo pontoncillo morisco, ahora denominado puerta del Aceituno, tenían que hacer de Andalucía una prolongación de Castilla, con su sangre, su lengua, sus creencias, su economía y su derecho.
Se detuvo en el Arenal para observar la marcha de las obras de las atarazanas góticas, y entonces le cegó la luz, esa luz azafranada propia del verano en Sevilla, todavía matizada por el declinar de la primavera.
Tras esa parada corta, el palafrén siguió trotando por la calle de la Victoria y pasando por delante del arquillo de Bayona, llegó a la lonja de catalanes y en pocos minutos a la plaza de Santa María, en donde se llevaban a cabo las obras para transformar la gran mezquita en catedral, consagrándola así al culto cristiano. No pensaba detenerse ahí, pero al otro lado de la puerta le pareció oír la voz cavernosa de don Remondo, encargado de supervisar las obras junto al obispo de Córdoba. ¡Qué casualidad!, se dijo recordando las recientes palabras de doña Inés Laynez, y a través del acceso principal de la mezquita, entró en el antiguo patio de abluciones o sahn, poblado de naranjos en alcorques, con una fuente de piedra de traza visigoda en el centro. Al verle allí, don Remondo acudió a su encuentro y le hizo pasar al interior del templo.
Era un hombre de vasta cultura, hijo de segovianos, con un rostro afable que en puridad era un revoltijo de piel, nariz y una sonrisa forzada que le deformaba la boca desdentada. El cabello gris, los ojos cansados por el constante esfuerzo de la lectura. Obispo de Segovia, aunque cada vez más estuviera entregado a la ciudad de Sevilla. Se alegró mucho de ver a don Alfonso después de tanto tiempo y enseguida explicó que, al estar don Fernando enfermo y él ausente, se habían tenido que tomar ciertas decisiones como la de dividir el espacio interno correspondiente al oratorio de la mezquita en dos partes iguales, una de ellas destinada al culto catedralicio y otra a capilla real.
Don Alfonso miró en derredor. Los alarifes trabajaban sin descanso y los obreros elevaban cubos y materiales con grúas y complicadas máquinas de madera. A los arcos túmidos, ajimeces, filigranas, atauriques, alicatados y yeserías se iba imponiendo el sello cristiano, y dentro del templo empezaban a erigirse ricas capillas por dotación de pudientes fundadores.
Dijo con un hilo de voz.
—Aquí tenéis pensado dar sepultura a mi padre, ¿verdad?
Don Remondo posó en su hombro una mano y suspiró.
—Tan apesadumbrado estoy yo como vos. Pero la vida sigue, muchacho. Y vuestro padre morirá habiendo cumplido sus deseos. Si uno muere feliz y en paz consigo mismo, ¿qué más pueden pedir los suyos? —Se llevó la mano a la boca, tosió dos o tres veces, y prosiguió—: No estaríamos aquí, en esta hermosísima ciudad, de no ser por él... —Avanzó hacia la capilla real con decisión—. Hemos pensado que pondremos una reja de hierro alrededor, ¿qué os parece?
De pronto, se giró para mirar al infante.
—He oído que estáis pensando en traer a vuestra madre aquí —dijo—, pero... ¿y vuestra abuela?
A don Alfonso, la pregunta le dejó perplejo.
—Mi abuela..., no sé —titubeó.
Don Remondo soltó otro suspiro.
—¡La verdad es que es un comentario tonto...! —dijo—. Vuestra abuela pertenece al monasterio de las Huelgas. Era el único sitio donde encontraba un poco de paz. ¡Pobre! Ella no murió en paz consigo misma... Hacía mucho calor, así que decidieron salir a la sombra fresca del Patio de los Naranjos.
—¿De verdad creéis que mi abuela no murió en paz consigo misma? —aprovechó para preguntar el infante—. Todos sabemos que libraba esa sorda batalla contra su obsesión imperial, pero consiguió casar a mi padre con una princesa del norte, y estaba segura de que yo también lo haría..., no veo por qué no habría de...
De pronto, don Alfonso calló; se dio cuenta de que su interlocutor estaba abstraído en la contemplación de un gorrión que bebía de la fuente.
—Su gran desvelo no era ése... —dijo don Remondo de pronto, sin dejar de mirar al pájaro.
—Su gran desvelo, como vos decís, era la plaga de langostas —dijo el infante convencido.
—Bueno... —titubeó don Remondo.
Pero no dijo nada más. Por encima de sus cabezas, pasaban las nubes a toda velocidad, aunque seguía haciendo calor. El trinar de los pajarillos y el murmullo de la fuente en donde no hacía mucho los musulmanes se lavaban los pies y las manos antes de entrar a rezar, incitaban al sueño. Don Alfonso se moría de ganas de conocer el secreto de doña Berenguela, pero intuía que era parte de su confesión y que el presbítero no diría nada más.
—¿Vos creéis que la fe lo soluciona todo? —dijo en su lugar.
Don Remondo vaciló unos segundos.
—No me cabe la menor duda —dijo.
Pero en ese momento, lo llamaron desde el interior de la mezquita. Necesitaban sus instrucciones para proseguir con las obras. Así que al verse solo, el infante salió y prosiguió su paseo hasta la plaza de Santa María.
Era aquél el lugar más concurrido de la ciudad, un zoco de hermosos arcos que albergaban casas con tiendas de especieros y sobrados, franqueado al fondo por la famosa puerta Dalcar que daba entrada al barrio de francos. En el arco grande vendían la fruta y en los costados de la plaza, en hilera simétrica, los judíos colocaban sus toldos y mostradores portátiles.
Sobre todo urge repoblar Sevilla, siguió diciéndose mientras se adentraba entre los puestos de paños sevillanos, en los que también se exponían cinturones de hebilla, cordeles, tijeras y bujeta, navajas y amuletos. Pero será un proceso lento, muy lento. Y lo principal era llevarse bien con todo el mundo, sobre todo con su esposa.
Paños del mejor Oriente, espejos, bandejas de plata, flores.
Flores. Sí; le compraría un enorme ramo de rosas y haría las paces con ella. Y mientras se decía esto, echó un vistazo a su alrededor. Entonces le pareció verla. Por detrás de uno de los puestos, pasó una figura embozada a toda velocidad que se dirigía hacia el barrio de castellanos por la Cal mayor del Rey. ¡Violante!, gritó, e inmediatamente pensó: «qué necedad». ¿Qué iba a hacer doña Violante sola por las calles de Sevilla? No. Es la imaginación, que empieza a jugarme malas pasadas.
Compró un ramo de clavelinas rojas, volvió a montar su palafrén y se dirigió a su palacio gótico del alcázar. Al pie de uno de los contrafuertes tratados como torres almenadas, preguntó por su esposa. Está en las cocinas, le dijeron. También le dijeron que su hermano, el infante don Enrique, se había enterado de que venía y que llevaba más de dos horas esperándole para tratar con él un asunto urgente (pues no estoy en casa, fue la respuesta del rey).
A punto estuvo de ir a buscar a su esposa para entregarle las flores, pero luego lo pensó mejor; a pesar de que nunca trabajaba a esas horas, remontó las escaleras de caracol de la torre y fue hasta su gabinete llamado «cuarto del caracol»; aquí pidió que le trajeran el correo. Porque en el fondo, por encima de todos esos asuntos pendientes, por encima de la inminente muerte de su padre y de los deseos de llevarse bien con su nueva esposa, por encima de todas las tareas de repoblación y restructuración, había algo que le animaba a volver a Sevilla: ahora, misteriosamente, las cartas de Noruega llegaban al alcázar.
Ya no le interesaba lo más mínimo saber ni quién las escribía ni quién las enviaba, ni siquiera sentía curiosidad por conocer qué es lo que había llevado al arzobispo don Rodrigo a visitar al papa Inocencio IV en Lyon, poco antes de su muerte. Simplemente, eran las cartas. Las cartas dirigidas a doña Berenguela; ahora, «sus» cartas.
Muy a menudo, a medida que pasaba el tiempo y que aumentaban sus responsabilidades, se encontraba pensando en la obsesión imperial de su abuela. ¿Se podían heredar las obsesiones como se hereda el carácter, el color de los cabellos o la forma de la nariz? Estaba a punto de convertirse en rey, y no hacía más que pensar en aquella lejana doncella noruega de cuya existencia no tenía más que una vaga referencia. Al principio, ésta había sido una mujer sin rostro: semilla, niebla, un trozo de hielo sin relieve. Poco a poco, desde que murió doña Berenguela, había ido arraigando en su mente una imagen mucho más nítida. Sin haberla conocido, amaba su mirada, su voz, su olor; incluso a veces, en el silencio de la noche, la oía susurrar en un idioma incomprensible (¿sería tan bella y encantadora como insinuaba don Rodrigo en sus cartas?). En el fondo sabía que doña Kristina de Noruega encarnaba la posibilidad de evadirse de sí mismo, de instalarse en «aquel lugar» donde tanto había gozado con su abuela, el lugar de los sueños y de la «espera». Y, por si fuera poco, estaba aquel misterioso asunto del brazo que de algún modo compartían.
¿Acaso era aquello una lejana señal de que tenía que luchar con uñas y dientes por la corona del Imperio romano germánico, el título supremo de la cristiandad, tal y como siempre había deseado su abuela?
La abadesa de las Huelgas le había dicho que su abuela había conseguido el apoyo de Inocencio IV para su candidatura, y en cierto modo, al menos durante un tiempo había sido cierto, pues había apoyado al reino de Castilla con las tercias. Pero de Europa llegaban ahora otras noticias. Por lo visto, el Papa acababa de pronunciarse a favor de Guillermo de Holanda, un noble que nada tenía que ver con los Staufen, y el otro candidato, el hijo de Federico II, Conrado IV, al saber esto, había lanzado contra Guillermo una campaña militar. Así que, con todos estos pretendientes más cercanos al Imperio, con muchos más derechos que él, que sólo contaba con su ascendencia germana, el sueño de la abuela no sólo era inalcanzable, sino también infantil y absurdo.
Mientras esperaba el correo, se paró a pensar en lo que acababan de decirle: «doña Violante está en las cocinas». ¿Qué tenían las cocinas que tanto atraían a esa chiquilla? El calor y el olor a pan que todo lo envuelven, igual que la placenta envuelve al niño en el vientre de su madre, tal vez, el centro de la casa, el abrazo maternal, sofocante y agrio, que le faltaba al no estar su madre en Castilla... Por fin entró el criado con la bandeja del correo.
Como había estado ausente un tiempo se encontró con un fajo de unas seis o siete cartas. Estaba ansioso por saber cómo había evolucionado el brazo de doña Kristina; por su parte, él seguía sin sentir el suyo. Estaba ahí, a la vista, aunque sólo a la vista, una inútil prolongación del hombro que no percibía. Simplemente eso. No le molestaba.
Abrió la carta con fecha más antigua:
Dulcísima señora:
Ha llegado el momento de comunicaros que estamos seriamente preocupados con nuestra doncella doña Kristina.
El infante se acomodó en su butaca y pidió a una doncella que le sirvieran vino (vaya por Dios, se dijo).
No sé si he mencionado en otras cartas que aquí hay dos reyes. Es una costumbre que puede resultar extraña para nosotros, pero en Noruega es bastante corriente, incluso han llegado a tener tres reyes al mismo tiempo (por ejemplo, Ingi el Jorobado, Sigurd Munn y Eysteinn, a mediados del siglo pasado). Como os decía, está el rey Haakon, el Viejo, y también está su hijo, Haakon, el Joven.
Pues bien; siguiendo las insistentes órdenes de este último (que, permitidme que os diga, desde mi punto de vista, no le llega al padre ni a la suela del zapato...), ahora estamos en Tönsberg, cerca de Oslo, otra hermosísima ciudad más al norte en la que reside la monarquía en invierno, porque la princesa está mal. Con dulces palabras, sigue insistiendo en que tiene un dolor en el brazo que no es suyo. Es difícil de explicar, sobre todo para mí y los que estamos con ella, para los que, aparentemente, nada parece haberse alterado en su persona. Debe de encontrarse mal, porque en condiciones normales, nunca se quejaría.
Este dolor no es mío, no para de decir. ¿Cómo que no?, le digo yo; y con el ánimo de hacerla entrar en razón añado: ¿Acaso no es vuestro brazo? Y ella se lo mira con tristeza.
El brazo sí es mío, contesta, pero el dolor no. Son dos cosas distintas que se sitúan en lugares distintos. Y entonces se coge el brazo con la mano opuesta. El brazo está aquí, una prolongación del tronco.
¿Y el dolor?, le digo yo. Se lleva un dedo a la sien: El dolor está aquí.
Me dejó descolocado (y también fascinado) con este comentario que, no en vano, tiene algo de cierto. Porque, ¿acaso, dulcísima señora, muchas veces, no es el pensamiento quien nos sana o nos enferma? En fin; a pesar de esto, confieso que la vida entre estas gentes me gusta y que nunca me he sentido tan feliz y útil como en estos días.
El infante puso esa carta a un lado, se sirvió más vino y tomó la siguiente. Pero como entraba el sol de lleno en la estancia, se levantó a cerrar los postigos. Acercó los ojos al enrejado de madera y miró hacia el patio más próximo. Afuera, entre naranjos y palmeras, junto a un surtidor que esparcía agua pulverizada, estaba su hermano Enrique. ¿Qué haría ahí? Le siguió con la mirada y vio que actuaba con sigilo, procurando no hacer ruido.
Últimamente, la ya pésima relación entre ellos había empeorado. Enrique siempre había sido el mejor guerrero de todos los hermanos y contribuyó más que ningún otro en la conquista de Andalucía. Aunque aún no se había hecho público el esperado reparto de Sevilla, era un secreto a voces que recibiría un número desproporcionado de donadíos con los que Alfonso no estaba de acuerdo. Volvió a sentarse. Tomó otra carta de fecha posterior y siguió leyendo.
Dulcísima señora:
He entablado amistad con el aya de la princesa.
Es una mujer abundante y tierna, con una sonrisa bondadosa y una larguísima cabellera del color de las ardillas, que cuida a la niña mejor que su propia madre y que la consuela en estos momentos tan difíciles. Sé que mañana tiene su día libre y quiero invitarla a pascar por el bosque. No es ni muy hermosa ni sesuda, no, al menos no como lo sois vos. Pero me permite «darme» a ella, amar y ser amado, lo cual nunca pudo ocurrir con vos.
Perdonadme la osadía, jamás os diría esto si no fuera porque ahora estoy convencido que jamás volveré a veros...
«Je —pensó don Alfonso—. Luego..., el arzobispo ya tiene buenos motivos para seguir ahí, por algo se le veía tan feliz..., ¡el muy ladino se está enamorando!» Le sacó de sus ensoñaciones el murmullo meloso de la voz de su hermano Enrique, acompañado de una risa de mujer. Se quedó escuchando un rato, en penumbra, la carta entre las manos temblorosas, hasta que le pareció distinguir la voz de su madrastra, doña Juana de Ponthieu, ¿qué hacían ahí esos dos? En rigor, no era la primera vez que los veía juntos desde que su padre cayó enfermo. Dejó la carta, tomó una nueva e intentó leerla, pero le resultó imposible concentrarse. Ahora la risa de la reina era un gemido; y el murmullo del infante Enrique, un mugido sordo. De pronto se puso en pie. Quedó cavilando un rato (el corazón galopándole en las sienes), dudando entre correr hacia la ventana o no, hasta que se decidió a hacerlo. Cuando se asomó, ya no había nadie.
Una tarde en que don Alfonso hacía compañía a su padre en el lecho, llegó a la corte un embajador recién llegado de tierras bálticas. Sabía que el infante había estado haciendo averiguaciones sobre Noruega, y él acababa de regresar, precisamente de Tönsberg, en donde había estado estudiando el posible apoyo militar que estos reinos del norte eran capaces de brindar para el proyecto africano de cruzada de Fernando III. Al oír que había estado allí, don Alfonso se excitó muchísimo. Por supuesto, no le contó que recibía las cartas del arzobispo de Toledo (ya muerto y enterrado), y menos aún que andaba siguiendo el rastro de una princesa a quien la reina doña Berenguela había esperado junto a la ventana desde que tenía catorce años. Todo eso era secreto suyo y de su abuela.
—¿Existe? —preguntó don Alfonso nada más ver al embajador.
—¡Oh, claro que existe! —le contestó el otro.
—¿Y cómo es?
—Verde y fría.
Don Alfonso se quedó pensando un rato. Notaba el corazón desbocado y le temblaba la barbilla, pero intentó disimular.
—¡Me refiero —tragó saliva—, me refiero a la doncella doña Kristina! ¿Es tan hermosa y amable como dicen? ¿Es verdad que todos los príncipes escandinavos están enamorados de ella?
—¡Ah, os referís a ésa...! —exclamó el embajador—. Bueno, primero he de explicaros que los noruegos están muy interesados en un contacto comercial con Castilla, pues, a cambio de sus naves, necesitarían nuestro trigo. En cuanto a...
El infante esperaba la respuesta con expectación.
—¿Sí...?
—Pues también es verde y fría —dijo el embajador tomando unas aceitunas que le habían puesto a modo de aperitivo—. Fea y contrahecha como una rana —arrancó a reír estrepitosamente—. No... Lo que pasa es que tiene un humor de perros, ¡menuda le montó a su padre porque no la dejaba salir a pasear! Y si lo que os interesa es su linaje, os diré que no lo tiene. Ni linaje, ni abolengo, ni patrimonio, ni privanza. Si el padre es un salvaje que todavía vive en una cabaña y que come con las manos, ¿qué puede esperarse de la hija?
Al ver la mirada cargada de menosprecio del infante, calló. Este acercó su silla a la de él y se lo quedó mirando durante un rato, pensativo, atónito, mientras el otro escupía los huesos de las aceitunas en un plato. Estuvieron un buen rato en silencio, pero cuando el embajador pidió permiso para marcharse, don Alfonso le ordenó que se volviera a sentar.
—¿Qué habéis dicho de ella? —dijo.
El otro le miró extrañado.
—Bueno..., sólo dije que esa tal Kristina no tiene linaje y que...
De pronto, don Alfonso se puso en pie, se abalanzó sobre el embajador y le rodeó el cuello con ambas manos.
—¿Qué habéis dicho?
—No dije nada ... —Al embajador le costaba respirar y no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
Don Alfonso lo alzó y, tras empujarlo contra la pared, lo soltó de golpe. El embajador quedó acurrucado en el suelo, respirando angustiosamente, tosiendo, tratando de restablecerse, basta que por fin pudo escapar por la puerta a cuatro patas.
Tan alterado había quedado el infante con estas palabras —y, sobre todo, con su propia reacción— que, durante días, en un esfuerzo por olvidarse del asunto de una vez por todas, se prometió a sí mismo que nunca más volvería a leer las cartas. Y como contrapunto a su desencanto, decidió darle otra oportunidad a su esposa doña Violante.
Libre de las acechanzas iniciales, ésta campaba a sus anchas por el alcázar, disponiendo cambios en el mobiliario y la arquitectura, ausente o embebida en distintas empresas como la de plantar hileras de jazmines y geranios u olorosos arrayanes, imitar las ricas yeserías de las partes derruidas, cambiar el curso de las aguas de las fuentecillas de los jardines, crear nuevas albercas o dar de comer a unos pájaros de colores exóticos que tenía encerrados en enormes jaulas de mimbre.
Alfonso X le daría una nueva oportunidad. ¡Hay tanto que descubrir en su cuerpo de mona!, se dijo una mañana para animarse. Lo que es húmedo y profundo; lo que hueco o duro; los jadeos ásperos y los rugidos bestiales de que, no cabe duda, es capaz semejante aragonesa. El pensamiento de todo esto hizo que le recorriera un escalofrío de deseo que le devolvió a sus orígenes, al olor a sexo de hembra, al pelo de mono. Hacía días que venía oyendo el rumor en la corte de que la princesa no pensaba en otra cosa que convertirse en madre, pero que él no quería (o no sabía) darle el gusto. Así que nada más vestirse, se encaminó con decisión hacia el dormitorio en donde se había instalado —una hermosa estancia morisca con columnas, brillantes azulejos y arcos con leyendas árabes indescifrables—, se arrancó el pellote, lo lanzó al suelo e hizo salir de allí a todas las camareras y damas de compañía, que huyeron como ratas escaldadas, soltando risitas por los pasillos.